Hacia el año 290, Roma estaba
agonizando. En ella ya no residía el emperador ni casi tampoco el Imperio. Cayo
Aurelio Diocleciano (244-311), el poseedor del título, no era romano sino hijo
de un liberto dálmata y su verdadero nombre era Diocles. No sentía el peso de
las tradiciones y su primera decisión fue trasladar la capital del Imperio a
Nicomedia, en el Asia Menor. La justificación de este acto se basó en que los
enemigos de Roma eran muchos y fuertes, y era menester estar cerca de ellos
para controlar mejor sus actividades. También había enemigos en la Germania, más
cerca de la Urbe, pero los de Oriente eran más importantes y, por otra parte,
de allí venían los suministros de todas clases para la ciudad.
Diocleciano comprendió este problema y, al encargarse del Imperio en Oriente, con el título de Augusto (majestuoso o venerable, el título con el que se nombraba a los emperadores), designó un colaborador con el mismo título y dignidad para gobernar Occidente: Marco Aurelio Maximiano (250-311) -apodado Hercúleo-, quien también desdeñó a la vieja Roma y fijó su residencia en Mediolanum, la actual Milán. Cada uno de estos augustos nombró, a su vez, a un colaborador que llevaba el título de César. Diocleciano eligió a Cayo Galerio (260-311), que fijó su residencia en Sirmiun, -Metrovica, en la actual Yugoslavia- y Maximiano nombró a Constancio Cloro (250-306), que eligió como residencia Tréveris en la Germania.
Este último conoció en una posada de Naisso -la actual Nis en Yugoslavia- a una sirvienta cristiana llamada Flavia Julia Elena (251-330), que le dio un hijo al que llamó Flavio Valerio Constantino. El nacimiento sucedió el 27 de febrero de un año que aún discuten los historiadores: 271, 275, 280 y 288. La mayoría, no obstante, se inclina por el año 280 como el más probable. El 1º de mayo del año 305 Diocleciano y Maximiano, según habían convenido, abdicaron simultáneamente de sus cargos, títulos y dignidades retirándose a la vida privada. Cayo Galerio fue nombrado Augusto de Oriente y Constancio Cloro Augusto de Occidente. A éste se le unió como César un general casi desconocido llamado Flavio Valerio Severo (248-307).
Este nombramiento causó por lo pronto dos descontentos: el del hijo de Maximiano, Marco Aurelio Majencio (278-312), y el del propio Constantino, quien ya en el año 295 había viajado con su padre a Palestina y luchado contra los sármatas a orillas del Danubio. Un año después, en 306, cuando Constancio Cloro murió en la Bretaña, las legiones proclamaron Augusto a Constantino al propio tiempo que, en Roma, estallaba una sublevación contra Galerio. Los revoltosos nombraron emperador en lugar de éste a Marco Aurelio Majencio (278-312), hijo de Maximiano, que se unió a su hijo abandonando su retiro y volviéndose a proclamar emperador. Más todavía, Galerio había nombrado César a un general llamado Maximino Daia (270-313) quien también quiso ser de la partida.
En mayo de 311 murieron Galerio y el viejo Maximiano. Quedaron pues, por un lado, Majencio y Daia, y por otro Constantino con su nuevo Augusto: Valerio Licinio (252-325). El 28 de octubre de 312, no lejos de Roma, muy cerca del Puente Milvio sobre el Tíber, Constantino derrotó a las tropas de Majencio en una batalla memorable. Majencio pereció ahogado en el río y Constantino entró triunfante en Roma. Al año siguiente, cerca de Andrianópolis, Maximino Daia fue vencido por Valerio Licinio.
Los dos emperadores victoriosos se reunieron en Milán y en el año 317 se pusieron de acuerdo para nombrar césares a los dos hijos de Constantino: Flavio Crispo (305-326) y Flavio Claudio (306-340), y al hijo de Licinio, Valerio Liciniano (305-326). Parecía que la decisión era lógica, pero, en realidad, asestaba un duro golpe al sistema electivo de los césares al ser sustituido por el sistema hereditario y, además, con una herencia a distribuir entre tres personas pertenecientes a dos familias diferentes. La lucha no se hizo esperar. En 324 estallaron las hostilidades. Licinio fue derrotado en Andrianópolis, donde once años antes había vencido a Maximino Daia, luego también en Chrysópolis y por fin se rindió a Constantino que le había prometido respetar su vida, a pesar de lo cual lo hizo ejecutar, así como a su hijo Liciniano. El que iba a ser llamado Constantino el Grande quedó de esta manera solo en el trono y dueño único del Imperio Romano.
Diocleciano comprendió este problema y, al encargarse del Imperio en Oriente, con el título de Augusto (majestuoso o venerable, el título con el que se nombraba a los emperadores), designó un colaborador con el mismo título y dignidad para gobernar Occidente: Marco Aurelio Maximiano (250-311) -apodado Hercúleo-, quien también desdeñó a la vieja Roma y fijó su residencia en Mediolanum, la actual Milán. Cada uno de estos augustos nombró, a su vez, a un colaborador que llevaba el título de César. Diocleciano eligió a Cayo Galerio (260-311), que fijó su residencia en Sirmiun, -Metrovica, en la actual Yugoslavia- y Maximiano nombró a Constancio Cloro (250-306), que eligió como residencia Tréveris en la Germania.
Este último conoció en una posada de Naisso -la actual Nis en Yugoslavia- a una sirvienta cristiana llamada Flavia Julia Elena (251-330), que le dio un hijo al que llamó Flavio Valerio Constantino. El nacimiento sucedió el 27 de febrero de un año que aún discuten los historiadores: 271, 275, 280 y 288. La mayoría, no obstante, se inclina por el año 280 como el más probable. El 1º de mayo del año 305 Diocleciano y Maximiano, según habían convenido, abdicaron simultáneamente de sus cargos, títulos y dignidades retirándose a la vida privada. Cayo Galerio fue nombrado Augusto de Oriente y Constancio Cloro Augusto de Occidente. A éste se le unió como César un general casi desconocido llamado Flavio Valerio Severo (248-307).
Este nombramiento causó por lo pronto dos descontentos: el del hijo de Maximiano, Marco Aurelio Majencio (278-312), y el del propio Constantino, quien ya en el año 295 había viajado con su padre a Palestina y luchado contra los sármatas a orillas del Danubio. Un año después, en 306, cuando Constancio Cloro murió en la Bretaña, las legiones proclamaron Augusto a Constantino al propio tiempo que, en Roma, estallaba una sublevación contra Galerio. Los revoltosos nombraron emperador en lugar de éste a Marco Aurelio Majencio (278-312), hijo de Maximiano, que se unió a su hijo abandonando su retiro y volviéndose a proclamar emperador. Más todavía, Galerio había nombrado César a un general llamado Maximino Daia (270-313) quien también quiso ser de la partida.
En mayo de 311 murieron Galerio y el viejo Maximiano. Quedaron pues, por un lado, Majencio y Daia, y por otro Constantino con su nuevo Augusto: Valerio Licinio (252-325). El 28 de octubre de 312, no lejos de Roma, muy cerca del Puente Milvio sobre el Tíber, Constantino derrotó a las tropas de Majencio en una batalla memorable. Majencio pereció ahogado en el río y Constantino entró triunfante en Roma. Al año siguiente, cerca de Andrianópolis, Maximino Daia fue vencido por Valerio Licinio.
Los dos emperadores victoriosos se reunieron en Milán y en el año 317 se pusieron de acuerdo para nombrar césares a los dos hijos de Constantino: Flavio Crispo (305-326) y Flavio Claudio (306-340), y al hijo de Licinio, Valerio Liciniano (305-326). Parecía que la decisión era lógica, pero, en realidad, asestaba un duro golpe al sistema electivo de los césares al ser sustituido por el sistema hereditario y, además, con una herencia a distribuir entre tres personas pertenecientes a dos familias diferentes. La lucha no se hizo esperar. En 324 estallaron las hostilidades. Licinio fue derrotado en Andrianópolis, donde once años antes había vencido a Maximino Daia, luego también en Chrysópolis y por fin se rindió a Constantino que le había prometido respetar su vida, a pesar de lo cual lo hizo ejecutar, así como a su hijo Liciniano. El que iba a ser llamado Constantino el Grande quedó de esta manera solo en el trono y dueño único del Imperio Romano.
Hay tres hechos que hicieron que Constantino haya pasado a la Historia en forma decisiva: su conversión al cristianismo, el edicto de Milán por el que se dio al cristianismo libertad y se transformó en religión oficial, y el traslado de la capital del Imperio Romano a Constantinopla, la ciudad por él creada. La leyenda cuenta que Constantino, la noche anterior a la batalla del Puente Milvio, soñó que un ángel le mostraba una bandera con una cruz y la inscripción “In hoc signo vinces” (Con esta señal vencerás). Al despertar, hizo inscribir la cruz y la frase en los estandartes de su ejército, venció a Majencio y se convirtió al cristianismo. En Milán proclamó al cristianismo como religión del Imperio y abrió así la Paz Constantiniana, en la que la religión ocupó un puesto preponderante.
Más tarde, durante la Edad Media se canonizó a Constantino atribuyéndole la realización de milagros, entre otros dislates. No hay duda de que antes de Constantino el Imperio romano era un imperio pagano y después de él fue un imperio cristiano. La mayor parte de los datos manejados por los historiadores proceden de las obras del historiador Eusebio de Cesárea (275-339), aunque las investigaciones históricas de los últimos cien años han proyectado una luz nueva y especial sobre el problema. Está claro que en aquella época el Imperio romano estaba sufriendo una crisis religiosa enorme. Los viejos dioses ya no interesaban. El patriciado y los intelectuales no tenían empacho de hacer gala de un profundo escepticismo y la mitología grecorromana no servía más que para la masa ignorante.
Desde el mismo inicio del Imperio habían ido instalándose en la propia Roma cultos nuevos, misteriosos, procedentes de las más remotas y dispares regiones conquistadas. Los misterios asiáticos tenían la primacía. Mejor elaborados, con más años de experiencia, captaron cada día más adeptos y prosélitos. Los cultos de Orfeo -procedente del mundo helenístico-, de Isis -de origen helénico-, de Baal -de Medio Oriente-, y de Mitra -de origen persa-, aumentaron en importancia y cada vez más se imponía el monoteísmo. Estaba terminando una era en la que se sucedían las antiguas e interminables listas de dioses, diosas y semidioses, de cielos, celos, infiernos, adulterios, asesinatos, metamorfosis, incestos y transformaciones. Los nuevos cultos, incluso el cristiano, transformaron a su gusto las antiguas ceremonias y liturgias, a veces conviviendo y a veces sustituyéndolas.
Así, hacia el año 400, el religioso ortodoxo Juan Crisóstomo (347-404) escribió: “Se ha decidido fijar el aniversario del día desconocido del nacimiento de Cristo en la misma fecha en que se celebra el de Mitra o el Sol Invicto, a fin de que los cristianos puedan celebrar en paz santos ritos mientras los paganos se ocupan en los espectáculos circenses”. Constantino empezó por ser pagano y adepto al culto solar de Mitra, lo que se desprende de la numismática: sus monedas llevaban las efigies de Constantino y el Dios Solar. Ahora bien, si Constantino, en vez de ser un auténtico creyente de Mitra, era simplemente un adepto, más o menos entusiasta, es probable que le resultara fácil pasar de un monoteísmo a otro que presentaba, además, mayores ventajas para la organización del Imperio.
Cuando Constantino comprendió cuál podría ser la importancia política del cristianismo, con su concepción jerárquica y su dios único y trascendente, sólo un escaso diez por ciento de la población del Imperio era cristiana. No era, pues, una masa mayoritaria que impusiese su pensamiento al emperador, sino todo lo contrario. Pero este diez por ciento de la población se hallaba concentrado en los núcleos urbanos que, en ese momento tenía una importancia singular, y no era ya, como en los comienzos, la población esclava la que se convertía al cristianismo; eran los patricios, los soldados, los intelectuales, es decir, la elite de la población. Constantino fue un sagaz político que comprendió rápidamente las ventajas de identificar su poder con el cristianismo en la mente de los creyentes.
Recientes estudios fundados, sobre todo, en monedas y medallas de la época, parecen indicar que Constantino se inclinó hacia el cristianismo a partir del año 320, es decir, ocho años después de la batalla del Puente Milvio y siete del llamado edicto de Milán. El historiador francés Paul Emile Lemerle (1903-1989) dijo en 1971 en “Le premier humanisme byzantin” (El primer humanismo bizantino): “Véase, pues, con qué prudencia se debe hablar de la conversión de Constantino. Se deben evitar dos posiciones extremas. No se ha de olvidar que Constantino llegó lentamente a la fe cristiana y parece ser que más por una serie de consideraciones o circunstancias políticas que por una iluminación interior; que, durante mucho tiempo, el cristianismo le pudo parecer superior a otras religiones del momento pero no especialmente diferente a ellas; que, por otra parte, continuó siendo el máximo pontífice durante todo su reinado, y que, si bien quiso depurar al paganismo de sus taras y supersticiones más groseras, no intentó, en cambio, destruirlo. Por otra parte, sería vano negar que Constantino se preocupó siempre por el problema cristiano, que, desde el inicio, mostró una gran tolerancia para con los cristianos y luego les otorgó su favor y que es seguro que se convirtió al cristianismo ya que fue bautizado. Es verdad, aplazó el bautismo hasta la hora de su muerte: pero ello no era tal vez un signo de indiferencia, pues era corriente en aquella época ya que se pensaba que así se borraban más eficazmente los pecados cometidos”.
Según los historiadores tradicionales, la prueba de la conversión de Constantino viene dada por la publicación en 313 del edicto de Milán, por el que se daba libertad a los cristianos para ejercer su culto y se erigía al cristianismo como religión del Estado. En efecto, hubo ese año en Milán unas entrevistas entre Constantino, vencedor el año anterior de Majencio, y Licinio, victorioso, a su vez, de Maximino Daia, pero no se sabe mucho más. En realidad fue Galerio, en el año 311, quien publicó el primer edicto a favor de los cristianos en el que, entre otras cosas, se decía: “Que los cristianos existan de nuevo. Que celebren sus reuniones a condición de que no perturben el orden. A cambio de esta concesión deben rogar a su Dios por nuestra prosperidad y por la del Estado así como por la suya propia”.
Lo que sí se conoce es el texto de un edicto fechado en junio de 313, copiado por el escritor latino Eusebio de Cesarea (275-339) en su “Historia ecclesiae” (Historia eclesiástica), en el que, sin colocar al cristianismo en un plano superior a ninguna otra creencia, declaraba que “a partir de este día aquel que quiera seguir la fe cristiana la siga libre y sinceramente sin ser inquietado ni molestado en manera alguna. Hemos querido que Tu Excelencia conozca esto de la manera más exacta para que no ignores que hemos concedido completa y absoluta libertad a los cristianos para practicar su culto. Y ya que la hemos concedido a los cristianos debe Tu Excelencia comprender que se concede también a los adeptos de las otras religiones el derecho pleno y entero de seguir sus usos y su fe y ser libres para paz y tranquilidad de nuestro tiempo. Y así lo hemos decidido porque no queremos humillar la dignidad ni la fe de nadie”. El propio edicto mandaba devolver a los cristianos las iglesias y otros inmuebles que se les habían confiscado. Así pues, no existe la pretendida erección del cristianismo en religión de Estado por Constantino. Sólo la tolerancia o libertad de cultos, no sólo para el cristiano sino para cualquier otro ritual.
Una de las cosas que más interesaron a Constantino, a pesar de no ser cristiano, fue la formidable organización de la Iglesia. El orden jerárquico, del que soñaba ser la cúspide, le pareció perfecto y usando la evangélica frase de “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, quiso que lo que del César fuese al César se entregara junto con lo que perteneciese a Dios, pues de éste se hizo representante. Tanto fue así que aprovechó todas las ocasiones para intervenir directamente en la organización y el gobierno de la Iglesia.
Como hemos visto, la minoría cristiana estaba constituida, en gran parte, por la población urbana -hasta el punto de que los no cristianos fueron llamados “paganos”, es decir habitantes de los “pagus” o propiedades rurales- y es precisamente en las ciudades en donde residía la administración y reinaba la burocracia. Ya desde los tiempos del emperador Julio César Augusto (63 a.C.-14 d.C.), quien gobernó desde el año 27 a.C. hasta su muerte, el Imperio romano era espejo de un centralismo cada vez más acentuado cuanto mayor era la influencia oriental. Los emperadores romanos demostraron fehacientemente que cuanto más débil y corrompido es un poder, tanto más exagera la centralización del mismo. Puestos en esta situación, Diocleciano y Constantino intentaron, por lo menos, organizarla. La costumbre oriental de la deificación del emperador tímidamente sugerida por Julio César Germánico (12-41) -más conocido como Calígula- y francamente exigida por Sexto Vario Basiano (203-222) -conocido como Heliogábalo- y Lucio Domicio Aureliano (214‑275), eran una simple muestra, más o menos anecdótica, de la influencia oriental; pero estaban mezcladas todavía con organizaciones, tradiciones y terminologías occidentales.
Pero lo más importante fue el reconocimiento de los tribunales eclesiásticos, hasta el punto de que una causa civil podía trasladarse a un tribunal episcopal y las sentencias que éste dictara habrían de ser ratificadas forzosamente por el tribunal civil. Ello hizo que el obispo se transformase en un funcionario imperial de la más alta importancia; pero también se consiguió que los intereses profanos tuviesen muchas veces preponderancia sobre los espirituales. Constantino protegió la construcción de nuevas iglesias, obsequió al pontífice el palacio de su esposa, la emperatriz Flavia Máxima Fausta (293-326), y se le atribuye la edificación de la primera basílica de San Pedro y la de Letrán en Roma, la de la Vera Cruz en Palestina, la del Santo Sepulcro en Jerusalén, la de la Ascensión en el Monte Olivete y la de la Natividad en Belén. Así, la nueva máquina imperial empezó a funcionar.