15 de mayo de 2025

Constantino el Grande. Luchas, ambiciones, asesinatos, contradicciones y ¿conversión? (2/2)

A mediados del siglo VII a.C. unos habitantes de Megara habían fundado la colonia de Calcedonia en la ribera asiática del Bósforo. Más tarde, otro grupo mandado por un colono griego llamado Bizas (de quién se desconocen más datos), fundó frente a Calcedonia, en la orilla europea del estrecho, otra ciudad o colonia que, en honor al nombre de su jefe, denominaron Bizancio. Como lugar estratégico para el paso de Europa a Asia y viceversa y como puesto de control para la navegación entre el mar Negro y el Mediterráneo, su historia fue muy importante. Pero cuando adquirió notoriedad definitiva fue en el año 324 cuando Constantino la eligió como lugar destinado para la erección de la nueva capital del Imperio. Como ya se ha visto, la capitalidad romana se había convertido en trashumante. No residía desde hacía años en Roma y Diocleciano la había trasladado a la ciudad de Nicomedia en la Bitinia, a la que embelleció con importantes monumentos. Luego se trasladó a Spalato, en la costa dálmata, y allí vivió desde su abdicación hasta su muerte
sumido en la depresión.
Constantino continuó con estas ideas, pero sin saber con certeza dónde instalar la capital. Parece que pensó primero en Nissos, en donde había nacido, luego en Sárdica, la actual Sofía, luego en Tesalónica (la Salónica de hoy), e incluso parece que pensó en el emplazamiento de la antigua Troya. En su “Historia ecclesiastica” (Historia eclesiástica) narró el historiador del siglo V Salaminio Sozomeno (400-447), que Constantino había ya trazado los límites de la Nueva Roma troyana e indicado el lugar en donde debían situarse las puertas, pero en sueños se le apareció Dios y le mandó que buscase otro emplazamiento para su capital. Según ciertos historiadores, Constantino cada noche debía de soñar con Dios y sus ángeles. Sea como fuere el hecho es que escogió Bizancio, seguramente por una serie de razones estratégicas, económicas y políticas que aconsejaban el traslado. Las amenazas graves que se cernían sobre el Imperio venían, en especial, de Asia y aún los ataques de los bárbaros del norte eran más fáciles de atajar por los flancos abiertos en las comarcas del mar Negro.
Bizancio presentaba unas facilidades enormes para la defensa y era una maravillosa plataforma para la distribución de hombres, armas y víveres hacia cualquier lugar del Imperio. La mayor parte de los productos alimenticios y comerciales procedían de las regiones asiáticas o africanas; la decadencia de Roma era evidente y su vitalidad procedía y dependía también de Oriente. Así fue que, el 4 de noviembre del 326, con el visto bueno de los astrólogos “estando el sol en el signo de Sagitario y Cáncer gobernando la hora”, el emperador, vestido de blanco según una antigua tradición, y gobernando un arado tirado por bueyes, trazó el perímetro de la ciudad. De vez en cuando levantaba el arado para volver a introducirlo en la tierra al poco rato. En aquel espacio habría una puerta de entrada.
Se reclutaron trabajadores por los más varios procedimientos: además de movilizar una masa de esclavos fabulosa, se dieron franquicias comerciales y fiscales a quienes se instalasen en la nueva ciudad y colaborasen en su construcción. Cuarenta mil soldados godos fueron movilizados para que participasen en los trabajos. Una legión estaba encargada de mantener el orden. Los más bellos monumentos de Roma, Antioquía, Alejandría, Atenas y Éfeso fueron desmontados para ser enviados a Bizancio. Multitud de iglesias fueron construidas; pero se respetaron los templos paganos y se construyeron algunos otros. Todo se hizo con tal magnificencia que el perímetro que había parecido desproporcionado y fabuloso hubo de ampliarse.
El 11 de mayo de 330, a la hora señalada por los astrólogos, se inauguró la nueva ciudad aún no totalmente acabada. Durante cuarenta días y cuarenta noches las fiestas se suceden sin interrupción, el circo no dejó de funcionar ni un sólo instante, y los senadores que, aduladores u oportunistas, habían debido trasladar su residencia de Roma a Constantinopla, se encontraron con la agradable sorpresa de hallar a orillas del Bósforo una copia exacta de sus villas romanas. Se levantó una estatua que representaba originariamente al mitológico dios griego Apolo, pero se le sustituyó la cabeza por la representación de la del propio Constantino que ostentaba la corona de rayos de Helios, el dios del Sol. Se dice que algunos de estos rayos metálicos fueron hechos con fragmentos de los clavos de la crucifixión de Cristo, lo que explicaría, en parte, que la estatua fuese venerada por cristianos y paganos y que se quemase, por unos y otros, incienso en su honor.


Constantinopla, al igual que Roma, tenía siete colinas y catorce regiones o barrios, su Foro, su Hipódromo, su Circo, su Capitolio y su Senado, y como su territorio era considerado romano estaba exento de impuestos. El nombre de Nueva Roma no tuvo aceptación fuera de los documentos oficiales, ya que prevaleció el de Constantinopla, derivado de su fundador, o bien era llamada simplemente la Urbs, la ciudad, exactamente como Roma. El historiador árabe Al-Masudi (888–957), escribió alrededor del 950, que los habitantes de la ciudad, griegos, la llamaban Polín, Polis o Bulin, y también Istán-Bulin, es decir, “en la ciudad”, de donde deriva el actual nombre de Estambul. Pareció entonces que Constantino tenía todo lo que se había propuesto. Sin embargo, en su familia las cosas no estaban del todo bien. Se sospecha que ordenó el asesinato de su hijo Crispo y el de su esposa Fausta, acusándolos de mantener una relación incestuosa. De ella le quedaron tres hijos: Flavio Claudio Constantino (316-340), Flavio Julio Constancio (317-361) y Flavio Julio Constante (323-350), pero en ninguno de ellos veía a quien fuera capaz de sucederle con dignidad.
Mientras tanto, y gracias a la ayuda del poder imperial, el obispo ya no era sólo un pastor de almas, era también el poseedor de un cargo oficial importarle. Las sillas episcopales de las ciudades ricas eran ambicionadas. A la muerte de un obispo, la campaña electoral se hacía violenta y el perdedor no se sometía fácilmente ni solía aceptar su derrota. Esperar la muerte del vencedor podía ser algo lento; era más fácil acusarlo de herejía y exigir su deposición. Las tres ciudades más opulentas del Imperio eran un nido de conspiraciones. Alejandría, Antioquia y Constantinopla eran focos de rebelión, y en todas ellas hubo episodios que culminaron con el destierro de los respectivos obispos. Estos procesos causaron el estallido de disturbios en las ciudades hasta el punto de que fue necesario utilizar la fuerza pública.
En la primavera de 337 Constantino, que preparaba una campaña contra los persas, cayó enfermo. Sintiéndose morir pidió el bautismo. Lo recibió de manos de Eusebio de Nicomedia (280-341), un obispo hereje. Respecto de ese tardío bautismo, el filósofo e historiador francés François M. Arouet -Voltaire- (1694-1778), diría muchos años después en su “Dictionnaire philosophique” (Diccionario filosófico): “Constantino encontró la fórmula para vivir como un criminal y morir como un santo”. A su muerte, su cuerpo embalsamado se exhibió en el más fastuoso de los salones del palacio. Maquillado, coronado de pedrería y envuelto en un manto púrpura, recibió durante nueve meses en audiencia a sus súbditos. Cada día los senadores se reunían alrededor del real cadáver y le consultaban sus decisiones, los jefes militares le presentaban sus planes de batalla, los administradores del erario le rendían cuentas entre el murmullo de las oraciones de difuntos, el cántico de los salmos y el humo de los incensarios. Obispos, monjes, diáconos y patriarcas se sucedían rezando y confiándole sus problemas de gobierno. El emperador continuó así reinando hasta la llegada de su hijo Constancio. Entonces fue conducido solemnemente a su última morada. La comitiva atravesó lentamente los salones dorados y los patios de mármol del palacio imperial. En la ciudad reinaba el silencio sólo interrumpido por el sonido de algunos tambores.
Despacio, inexorablemente, los despojos de Constantino el Grande, primer emperador de la Roma Eterna, se fueron acercando a la iglesia de los Santos Apóstoles, hecha construir por él. Era un mausoleo que contenía trece sarcófagos, uno en memoria de cada uno de los apóstoles; el decimotercero, en memoria de Cristo, estaba reservado para el emperador, su representante teocrático en la Tierra. El obispo de Constantinopla recitó la oración: “Levántate, señor de la Tierra, el Rey de reyes te espera para el Juicio Eterno”. Así murió el responsable de la expansión de la religión cristiana en buena parte del mundo, aquel que acostumbraba aparecer en público y ante la corte vestido con las ropas más lujosas, cargado de adornos de oro, marcando un antecedente del emperador que gobierna rodeado de riquezas en nombre de Dios. Su legado a la posteridad no sólo incluyó el desarrollo del cristianismo en Occidente. También fue el responsable de la creación de una legislación contra los judíos, quienes tenían prohibido ser dueños de esclavos cristianos y no podían circuncidar a sus esclavos. Por otro lado, los cristianos que se convirtiesen al judaísmo recibirían la pena de muerte. No obstante, le ofreció al clero judío las mismas excepciones fiscales que a los cristianos.


Para el historiador británico Timothy Barnes (1942), según narró en su obra “Constantine: dynasty, religion and power in the later roman Empire” (Constantino: dinastía, religión y poder en el Imperio romano tardío), a Constantino se le atribuye haber determinado la fecha de la Navidad, una festividad que los cristianos en Roma celebraban en diciembre durante el festival de las Saturnales, la fiesta celebrada en honor a Saturno, el dios de la agricultura y la cosecha entre el 17 y el 23 de diciembre. El 25 de diciembre se festejaba el nacimiento, según la leyenda persa, de Mitra, el dios venerado por Constantino, quien unificó ambos festejos. A partir del año 336, al menos en Roma, la celebración navideña se estableció el 25 de diciembre.
Además, se autoadjudicó los títulos de “Pontifex Máximus” (Máximo Pontífice), “Episkopos ton Ektos” (Obispo para Asuntos Exteriores), “Vicarius Christi” (Representante de Cristo) y “Nostrum Númen” (Nuestra Divinidad). Así, en su carácter de Máximo Pontífice, estableció como día de reposo civil el “dies solis” (día del sol), más adelante llamado “dies Dominicus” (día del Señor), término del cual proviene la palabra “domingo”. Por entonces, tanto los cristianos como los judíos descansaban los sábados, y recién en el Concilio de Laodicea, una ciudad en la región de Anatolia (actual Turquía), celebrado entre los años 363 y 364, se determinó que los cristianos no debían judaizarse descansando los días sábado, sino trabajar en lugar de honrarlo como día del Señor. Lo que debían hacer era descansar como cristianos los días domingo.
La tradición cristiana también le acreditó a Constantino el haber creado la cruz como un símbolo religioso, después de proscribir la crucifixión como método de ejecución. Esta suposición proviene del historiador palestino Salamino Hermias Sozomeno (400-447), quien en su “Histoire de l’église” (Historia de la iglesia) afirmó: “Él tenía un respeto singular por la cruz, tanto en reconocimiento de las victorias alcanzadas a su favor, como porque ella se le había aparecido en el aire de una manera milagrosa. Abolió el suplicio de la cruz, que era lo acostumbrado entre los romanos. Hizo que la grabaran sobre sus monedas y que la pintaran con su retrato”. Como patrono de la Iglesia, proveyó fondos para los artistas y artesanos e hizo pintar la cruz sobre los escudos de los legionarios. Es posible que eso se deba a que, según cuenta la leyenda, en el año 325 su madre, Helena de Constantinopla (248-328), había viajado a Jerusalén donde dijo haber hallado reliquias de la cruz de Cristo, por lo que Constantino, además de adoptarla como estandarte, hizo construir una iglesia en Belén y otra iglesia en Jerusalén.
En definitiva, fue Constantino quien, con el apoyo de los papas de aquella época, forjó la Iglesia Católica Apostólica Romana. Tras su muerte, los emperadores que lo sucedieron oscilaron entre la ortodoxia católica, el arrianismo y el paganismo hasta que, en el año 380, el emperador Flavio Teodosio (347-395) ordenó la destrucción de todos los templos paganos y, mediante el Edicto de Tesalónica, decretó que el cristianismo pasara a ser la religión oficial del Imperio Romano. Pasados los años, la relación personal de Constantino con el cristianismo siguió provocando debates. En el año 1853 el historiador suizo Carl Jacob Burckhardt (1818-1897) publicó “Die zeit Constantins des Grossen” (La época de Constantino el Grande), obra en la que cuestionó la sinceridad de la conversión del emperador, afirmando que su cambio de religión había obedecido a razones de índole pragmática. En los años siguientes, distintos reconocidos autores se manifestaron entre dos interpretaciones: los que sostuvieron la naturaleza interesada de esa conversión y los que argumentaron que había sido una honesta profesión de la fe cristiana.


El filólogo clásico alemán Eduard Schwartz (1858-1940) en “Kaiser Constantin und die christliche kirche” (El emperador Constantino y la iglesia cristiana) y el arqueólogo e historiador francés André Piganiol (1883-1968) en “L´empereur Constantin” (El emperador Constantino) por ejemplo, sostuvieron la primera de las tendencias. Por su parte el historiador y arqueólogo húngaro András Alföldi (1895-1981) en “The conversion of Constantine and the pagan Rome” (La conversión de Constantino y la Roma pagana) y el historiador alemán Klaus M. Girardet (1940) en “Die konstantinische wende. Voraussetzungen und geistige Grundlagen der Religionspolitik Konstantins des Grossen” (El giro constantiniano. Condiciones previas y fundamentos intelectuales de la política religiosa de Constantino el Grande), lo hicieron por la segunda.
Durante los últimos años del siglo XX varios estudiosos del tema optaron por amalgamar el afecto de Constantino por el cristianismo con sus intereses políticos. Como ejemplo pueden citarse las obras “Christianizing the Roman Empire: A.D. 100-400” (La cristianización del Imperio Romano: 100-400 d.C.) del historiador estadounidense Ramsay MacMullen (1928-2022) y “Constantine: dynasty, religion and power in the Later Roman Empire” (Constantino: dinastía, religión y poder en el Imperio Romano tardío) del historiador británico Timothy D. Barnes (1942). Y ya en este siglo, también el
historiador francés Pierre Maraval (1936-2021) en “Constantin le Grand. Empereur romain, empereur chrétien (306-337)” (Constantino el Grande. Emperador romano, emperador cristiano 306-337) y el historiador británico Raymond Van Dam (1952) en “The roman revolution of Constantine” (La revolución romana de Constantino), recalcaron que las inquietudes religiosas de Constantino fueron determinantes en su decisión de hacerse cristiano, pero que sin dudas sus intereses políticos influyeron en esa determinación.
Como quiera que fuese, indudablemente la figura de Constantino sigue estando presente en la actual Iglesia Católica Apostólica Romana. Así lo demostró el recientemente fallecido papa Francisco (Jorge Bergoglio, 1936-2025) quien, en 2013, en ocasión de celebrarse el llamado “Año Constantiniano”, a mil setecientos años del Edicto de Milán del 313, expresó en un mensaje: “La histórica decisión de Constantino con la que se decretaba la libertad religiosa para los cristianos, abrió nuevos caminos a la difusión del Evangelio y contribuyó de manera determinante al nacimiento de la civilización europea”. Poco antes de morir manifestó su intención de viajar a Turquía para asistir a la conmemoración del 1.700° aniversario del Concilio de Nicea junto al patriarca de la Iglesia ortodoxa Bartolomé I (Demetrio Arjondonis, 1940), algo que no pudo realizar y que finalmente lo hará el actual papa León XIV (Robert Prevost, 1955).