11 de agosto de 2009

El manifiesto poético de Dylan Thomas

Dylan Thomas (1914-1953), el poeta, cuentista y dramaturgo que habría de inspirar su nombre artístico a Bob Dylan, estudió en la Grammar School de Swansea, su ciudad natal en Gales, don­de su padre era profesor de inglés. Escribió sus primeros versos a los doce años, pero su primer libro -"Eighteen poems" (Dieciocho poemas)- apareció en 1934 en Londres, adonde había marchado tras terminar sus estudios. El poemario, en el que abordó el sexo, el pecado, la religión, la muerte y la redención con una tendencia introspectiva y ciertos elementos del surrealismo, fue muy elogiado por la crítica. Consi­derado no apto para el servicio militar, du­rante la Segunda Guerra Mundial trabajó en el cine, realizando documentales para el Mi­nisterio de Información Británico y, una vez finalizada la misma, se desempeñó como comentarista radiofónico de la BBC. La obra teatral para voces "Under milk wood" (Bajo el bosque lácteo) que sería publicada póstumamente en 1954, la escribió para la radio; cuando la leyó por primera vez en Cambridge, Massachusetts, en 1953 todavía estaba inconclusa, pero se convirtió en su obra más famosa. Fue re­dactor del "South Wales Evening Post" en donde redactaba obituarios de manera poética y críticas de cine y teatro. Co­mo poeta se adscribió al movimiento "New Apocalypse" (Nue­vo Apocalipsis), que representaba una reac­ción contra la generación de Wystan Hugh Auden (1907-1973), el poeta más influyente de la época. Otras obras suyas son "Deaths and entrances" (Muertes y entradas) e "In country sleep" (En el sueño campestre), ambas consideradas como sus mejores obras; "Twenty five poems" (Veinticinco poemas) y "The map of love" (El mapa del amor), escritos en prosa y verso; "Portrait of the artist as a young dog" (Retrato del artista cachorro), un conjunto de apuntes autobiográficos, y "Adventures in the skin trade" (Aventuras en el tráfico de pieles). En el verano de 1951, un joven de veintiún años que estaba trabajando en una tesis sobre Thomas le formuló cinco preguntas, que el poeta le pidió le redac­tase por escrito para poder estudiarlas antes de contes­tarlas. Las preguntas eran las siguientes: 1) ¿Por qué empezó a escribir poesía? ¿Cómo empezó y qué poetas o poemas influyeron en usted?; 2) Se ha dicho que tres influencias dominantes se destacan en su obra: Joyce, la Biblia y Freud. ¿Es cierto?; 3) ¿Usa usted deliberadamen­te todos los recursos poéticos en sus trabajos o simplemente surgen?; 4) ¿Usa usted las combinaciones de palabras a la manera surrealista?, y 5) ¿Cuál es su defini­ción de poesía?


Dylan Thomas, en lo que pasaría a conocerse como su manifiesto poético, contestó lo siguiente:

Usted quiere saber por qué y cómo empecé a escribir y qué poetas o tipo de poesía me emociona­ron e influyeron en mí. Para responder a la primera parte de esta pre­gunta diría que en primer lugar quería escribir poesía porque me había enamorado de las palabras. Los primeros poemas que conocí fueron canciones infantiles, y antes de poder leerlas, me había ena­morado de sus palabras, sólo de sus palabras. Lo que las palabras representan, simbolizan o querían decir tenía una importancia muy secundaria; lo que importaba era su sonido cuando las oía por primera vez en los labios de la remota e incompren­sible gente grande que, por alguna razón, vivía en mi mundo. Y para mí esas palabras eran, como pueden ser para un sordo de nacimiento que ha recuperado milagrosamente el oído, los tañidos de las campanas, los sonidos de instrumentos musi­cales, los rumores del viento, el mar y la lluvia, el ruido de los carros de lechero, los golpes de los cascos sobre el empedrado, el jugueteo de las ramas contra el vidrio de una ventana. No me importaba lo que decían las palabras, ni tampoco lo que le sucediera a Jack, a Jill, a la Madre Oca y a todos los demás; me importaban las formas sonoras que sus nombres y las palabras que describían sus accio­nes creaban en mis oídos; me importaban los colores que las palabras arrojaban a mis ojos. Me doy cuen­ta de que quizás, mientras repienso todo aquello, estoy idealizando mis reacciones ante las simples y hermosas palabras de esos poemas puros, pero eso es todo lo que honestamente puedo recordar, aunque el tiempo haya podido falsear mi memoria. Me ena­moré inmediatamente -ésta es la única expresión que se me ocurre-, y todavía estoy a merced de las palabras, aunque ahora a veces, porque conozco muy bien algo de su conducta, creo que puedo in­fluir levemente en ellas, y hasta he aprendido a dominarlas de vez en cuando, lo que parece gustar­les. Inmediatamente empecé a trastabillar detrás de las palabras. Y cuando yo mismo empecé a leer los poemas infantiles y, más tarde, otros versos y baladas, supe que había descubierto las cosas más importantes que podían existir para mí.


Allí estaban, aparentemente inertes, hechas sólo de blanco y negro, pero de ellas, de su propio ser, surgían el amor, el terror, la piedad, el dolor, la admiración y todas las demás abstracciones imprecisas que tornan peligrosas, grandes y soportables nuestras vidas efímeras. De ellas surgían los trasportes, gruñidos, hipos y carcajadas de la diversión co­rriente de la tierra; y aunque a menudo lo que las palabras significaban era deliciosamente divertido por sí mismo, en aquella época casi olvidada me parecían mucho más divertidos la forma, el matiz, el tamaño y el ruido de las palabras a medida que tarareaban, desafinaban, bailoteaban y galopaban. Era la época de la inocencia; las palabras estalla­ban sobre mí, despojadas de asociaciones triviales o portentosas; las palabras eran su propio ímpetu, frescas con el rocío del Paraíso, tales como apare­cían en el aire. Hacían sus propias asociaciones originales a medida que surgían y brillaban. Las palabras "Cabalga en un caballito de madera hasta Banbury Cross", aunque entonces no sabía qué era un caba­llito de madera ni me importaba un bledo dónde pudiera estar Banbury Cross, eran tan obsesionan­tes como lo fueron más tarde líneas como las de John Donne: "Ve a recoger una estrella errante. Fecunda una raíz de mandrágora", que tampoco entendí cuando leí por primera vez. Y a medida que leía más y más, y de ninguna manera eran sólo versos, mi amor por la ver­dadera vida de las palabras aumentó hasta que supe que debía vivir con ellas y en ellas siem­pre. Sabía, en verdad, que debía ser un escri­tor de palabras y nada más. Lo primero era sentir y conocer sus sonidos y sustancia; qué haría con esas palabras, cómo iba a usarlas, qué diría a través de ellas, surgiría más tarde. Sabía que tenía que conocerlas más íntimamente en todas sus formas y maneras, sus altibajos, partes y cam­bios, necesidades y exigencias. Temo que estoy empezando a hablar vagamente. No me gusta escri­bir sobre las palabras, porque entonces uso pala­bras malas, equivocadas, anticuadas y fofas. Me gusta tratar las palabras como el artesano trata la madera, la piedra o lo que sea, tallarlas, labrar­las, moldearlas, cepillarlas y pulirlas para con­vertirlas en diseños, secuencias, esculturas, fugas de sonido que expresen algún impulso lírico, algu­na duda o convicción espiritual, alguna verdad vagamente entrevista que tenga que alcanzar y comprender. Cuando era muy niño y empezaba a ir a la escuela, en el estudio de mi padre, ante deberes que nunca hacía, empecé a diferenciar una clase de escritura de otra, una clase de bondad, una clase de maldad. Mi primera y mayor libertad fue la de poder leer de todo y cualquier cosa que quisiera. Leía indiscriminadamente, todo ojos. No había soñado que en el mundo encerrado dentro de las tapas de los libros pudiesen ocurrir cosas semejantes, tales tormentas de arena y tales ráfa­gas heladas de palabras, tales latigazos a la char­latanería y también tanta charlatanería, una paz tan tambaleante, una risa tan enorme, tantas y tan brillantes luces enceguecedoras que se abrían paso a través de los sentidos recién despiertos y se diseminaban por todas las páginas en un millón de añicos y pedazos que eran todos palabras, palabras, palabras, cada una de las cuales estaba viva para siempre en su propia delicia, gloria, rareza y luz (debo tratar de que estas notas supuestamente útiles no sean tan confusas como mis poemas). Escribí infinitas imitaciones, aunque no las consi­deraba imitaciones sino más bien cosas maravillo­samente originales, como huevos puestos por ti­gres. Eran imitaciones de lo que estuviera leyendo en ese momento: sir Thomas Browne, de Quincey, Henry Newbolt, las Baladas, Blake, la Baronesa Orczy, Marlowe, Chums, los imaginistas, la Biblia, Poe, Keats, Lawrence, los Anónimos y Shakes­peare. Como ve, un conjunto variado y que recuer­do al azar. Mi mano inexperta ensayó todas las formas poéticas. ¿Cómo podía aprender los trucos de un oficio sin practicarlos yo mismo? Aprendí que los malos trucos son fáciles; y en cuanto a los buenos, los que ayudan a decir de la manera más significativa y conmovedora lo que se cree que se quiere decir, todavía los estoy aprendiendo (pero ante los especialistas hay que llamar a esos trucos por otros nombres, tales como recursos técnicos, experimentos prosódicos, etcétera). Entonces, los escritores que tuvieron influencia en mis primeros poemas y cuentos fueron, simple y sencillamente, todos los escritores que leía en esa época y -como se ve por la lista que he hecho más arriba- variaban desde autores de cuentos de aventuras para escolares hasta maestros incom­parables e inimitables como Blake. Es decir que cuando empecé, la mala literatura influyó en mis cosas tanto como la buena. Traté de quitar las ma­las influencias y de renunciar a ellas poco a poco, matiz por matiz, eco por eco, a través de ensayos y errores, a través del deleite, el disgusto y la desconfianza, a medida que empecé a amar las pa­labras y a odiar las manos torpes que las zaran­deaban, las lenguas espesas sin sensibilidad para los infinitos sabores, los obtusos y chapuceros es­critores mercenarios que las aplastaban convir­tiéndolas en una pasta incolora e insípida, los pe­dantes que las tornaban moribundas y pomposas como ellos mismos. Lo que primero me hizo amar el idioma y desear trabajar en él y por él fueron las canciones infantiles y los cuentos populares, las baladas escocesas, algunas líneas de los himnos, las narraciones más famosas de la Biblia y sus ritmos, Los cantos de inocencia de Blake y la casi incomprensible majestad mágica y desatino de Shakespeare escuchado, leído y casi asesinado en los primeros años de la escuela.


Me pregunta luego si es cierto que tres de las influencias dominantes en la prosa y poesía que he publicado son Joyce, la Biblia y Freud (a pro­pósito digo prosa y poesía que "he publicado", ya que más arriba he hablado acerca de las primitivas influencias en mis primeras y para siempre impublicables obras juveniles). No puedo decir que he sido "influido" por Joyce, a quien admiro enorme­mente, cuyo "Ulises" y cuyos primeros cuentos he leído mucho. Creo que este problema con respecto a Joyce surgió porque una vez alguien publicó algo referente a la semejanza que había entre el título de mi libro de cuentos "Retrato del artista cachorro" y el de Joyce, "Retrato del artista adolescente". Como se sabe, el título que innumerables pintores han dado a sus retratos es "Retrato del artista joven" (un título perfectamente directo). Joyce empleó por primera vez el título pictórico como título de una obra literaria. Yo me burlé un poco traviesamente del título pictórico y, por supuesto, no tenía intención de referirme a Joyce. No creo que Joyce haya tenido influencia alguna en mi obra; por cier­to su "Ulises" no la tuvo. Por otro lado, no puedo negar que la estructura de algunos cuentos de "Retrato del artista cachorro" puede deber algo a los que Joyce publicó en el volumen "Dublineses". Pero "Dublineses" era entonces una obra de avanzada en el mundo del relato breve, y desde entonces ningún buen escritor de ficción puede haber dejado de be­neficiarse en alguna medida, por escasa que sea, con él. Me he referido a la Biblia al tratar de responder a la primera pregunta. Por supuesto conocía desde muy chico sus grandes relatos -los de Noé, Jonás, Lot, Moisés, Jacob, David, Salomón y mil más-: sus amplios ritmos se habían derramado sobre mí desde los pulpitos galeses; leí por mi cuenta el libro de Job y el Eclesiastés y el relato del Nuevo Tes­tamento es parte de mi vida. Pero nunca me he sentado y puesto a estudiar la Biblia, nunca reflejé conscientemente su lenguaje y, en realidad, la conozco tan poco como la mayor parte de los cristia­nos instruidos. Todo lo que de la Biblia empleo en mi obra lo recuerdo de la niñez y es propiedad común de todos los que han sido educados en comu­nidades de habla inglesa. Verdaderamente en nin­guna parte de mi obra empleo ningún conocimiento que no sea un lugar común para cualquier persona de cierta cultura literaria. He usado unas pocas palabras difíciles en mis primeros poemas pero son fácilmente rastreables y en todo caso las metía en los poemas en una suerte de exhibición adolescente que espero haber abandonado ya. Y esto me lleva a la tercera "influencia domi­nante": Sigmund Freud. Mi único contacto con las teorías y descubrimientos del doctor Freud se realizó a través de las obras de los novelistas incitados por las historias clínicas de los artículos científicos escritos por mercenarios de periódicos populares que -imagino- han vulgarizado su obra más allá de toda posibilidad de reconocimiento, y de algunos pocos poetas modernos, incluso Auden, que trata­ron de emplear fraseología y teoría psiconalíticas en algunos de sus poemas. He leído un solo libro de Freud, "La interpretación de los sueños", y no recuerdo haber sido influido por él de ningún modo. Además, hoy día ningún escritor honesto puede evitar haber sido influido por Freud a través de sus trabajos de avanzada sobre el inconsciente y por la influencia de estos descubrimientos en la obra científica, filosófica y artística de sus contem­poráneos pero de ningún modo a través de la obra misma de Freud.


A la tercera pregunta: si al escribir utilizo deli­beradamente recursos como la rima, el ritmo y la formación de palabras, debo contestar natural­mente con un inmediato sí. Soy un afanoso, concienzudo, comprometido y descaminado artesano de palabras aunque el resultado parezca con tanta frecuencia poco exitoso, y cualesquiera sean los usos incorrectos a los que aplique mis instrumentos técnicos, empleo todo y cualquier cosa para que mis poemas actúen y se muevan en la dirección que quiero que tomen: trucos viejos, trucos nuevos, juegos de palabras, neologismos por combinación de palabras, paradojas, alusión, paronomasia, paragrama, catacresis, jerga, rimas asonantes, rimas vocálicas, ritmo cortado. Todos los recursos que existen en el idioma están para ser empleados si uno quiere. Los poetas tienen que divertirse de vez en cuando, y todas las contorsiones y convoluciones de palabras, las invenciones y tretas son parte de la alegría que es parte del trabajo doloroso y voluntario.
La pregunta siguiente es si mi empleo de combi­naciones de palabras para crear algo nuevo, "a la manera surrealista", está de acuerdo con una fór­mula prefijada o es espontáneo. Aquí hay una confusión puesto que, la fórmula prefijada de los surrealistas era la de yuxtaponer lo impremeditado. Trataré de aclarar esto si puedo. Los surrealistas (es decir superrealistas, o sea los que trabajan por encima del realismo) constituían en la década de 1920 en París, un círculo de pin­tores y escritores que no creían en la selección consciente de las imágenes. Para decirlo de otra ma­nera: eran artistas insatisfechos tanto de los rea­listas (en términos gruesos: los que trataban de poner en dibujos o en palabras una representación real de lo que ellos imaginaban que era el mundo real en que vivían) como de los impresionistas, quienes -hablando otra vez en términos gruesos- trataban de dar una impresión de lo que ellos ima­ginaban que era el mundo real. Los surrealistas querían bucear en el subconciente, en la mente que estaba por debajo de la superficie consciente, y de allí extraer sus imágenes sin la ayuda de la lógica o la razón y ponerlas, ilógica e irracional­mente, en colores o en palabras. Los surrealistas afirmaban que, dado que tres cuartas partes de la mente estaban sumergidas, la función del artista era la de extraer su material de la mayor, de la masa sumergida de la mente más bien que de esa cuarta parte que, como el extremo de un iceberg, surgía del océano subconsciente. Uno de los méto­dos que empleaban los surrealistas en su poesía era el de yuxtaponer palabras e imágenes que no tenían ninguna relación racional entre sí y con eso esperaban alcanzar una especie de poesía subcons­ciente u onírica, que sería más fiel al mundo real e imaginativo de la mente, sumergido en su mayor parte, de lo que lo es la poesía de la mente cons­ciente, que descansa en la relación racional y lógica de ideas, objetos e imágenes. Este es, muy crudamente, el credo de los surrealistas, con el que estoy en profundo desacuerdo. No me interesa de dónde se extraen las imágenes de un poema; si se quiere se pueden sacar del océano más recóndito del yo oculto; pero antes de llegar al papel deben atravesar los procesos racionales del intelecto. Los surrealistas, por otra parte, escri­ben sus palabras sobre el papel exactamente como emergen del caos; no las estructuran ni las orde­nan; para ellos el caos es la estructura y el orden. Esto me parece excesivamente presuntuoso; los surrealistas se imaginan que cualquier cosa que rastreen en sus subconscientes y pongan en colores o en palabras debe ser, esencialmente, de algún interés o valor. Yo lo niego. Una de las artes del poeta es la de tornar comprensible y articular lo que puede emerger de fuentes subconscientes; uno de los usos mayores y más importantes del intelecto es el de seleccionar de entre la masa amorfa de imágenes subconscientes aquellas que mejor favorezcan su finalidad imaginativa, que es escri­bir el mejor poema posible.


Y la quinta pregunta es, Dios nos ampare, cuál es mi definición de poesía. Yo sólo leo poesía por placer. Leo sólo los poemas que me gustan. Esto significa, naturalmente, que tengo que leer una cantidad de poemas que no me gustan antes de encontrar los que me gustan pero cuando los encuentro, entonces lo único que puedo decir es: "Los encontré" y leerlos por placer. Lea los poemas que le gusten. No lo preocupe el que sean "importantes" o perdurables. Después de todo, ¿qué importa lo que la poesía es? Si quiere una definición de poesía, diga: "Poesía es lo que me hace reír o llorar o bostezar, lo que hace vibrar las uñas de mis pies, lo que me hace desear hacer esto, aquello o nada" y conténtese con eso. Lo que importa con respecto a la poesía es el placer que proporciona, por trágico que sea. Lo que importa es el movimiento eterno que está detrás de ella, la vasta corriente subterránea de dolor, locura, pre­tensión, exaltación o ignorancia por modesta que sea la intención del poema. Puede despedazar un poema para ver qué lo hace técnicamente rico y al tener ante sí la estructura, las vocales, las consonantes, las rimas y ritmos, decirse a sí mismo: "Sí, es esto. Por esto me con­mueve el poema. Por la artesanía". Pero está usted de vuelta en donde empezó. Otra vez se encuentra con el misterio de haber sido conmovido por las palabras. La mejor artesanía siempre deja aguje­ros y grietas en la estructura del poema de manera que algo que no está en el poema pueda arrastrarse, deslizarse, relampaguear o tronar. La alegría y la función de la poesía es, y ha sido, la alabanza del hombre, que es también la alabanza de Dios.


Murió en Nueva York -mientras realizaba una gira dando conferencias por los Estados Unidos- a causa de su alcoholismo y una sobredosis de medicamentos. Una gran cantidad de escritos en prosa inéditos fueron publicados tras su muerte, entre ellos "A prospect of the sea" (Perspectiva del mar), "A child's christmas in Wales" (Navidad de un niño en Gales), "Letters to Vernon Watkins" (Cartas a Vernon Watkins), "Rebecca's daughters" (Las hijas de Rebeca), "After the fair" (Después de la feria), "The tree" (El árbol), "The dress" (El vestido), "The visitor" (El visitante) y "The vest" (El chaleco); así como también innumerables compilaciones de sus poemas.