20 de agosto de 2009

Entremeses literarios (LXX)

EL ASALTANTE DE CAMINOS Y EL VIAJERO
Ambrose Bierce
Estados Unidos (1842-1914)

Un asaltante de caminos detuvo a un viajero y amenazándolo con un arma de fuego le gritó:
- ¡La bolsa o la vida!
- Mi buen amigo -dijo el viajero-, de acuer­do con los términos de su exigencia la bolsa va a salvarme la vida, y la vida me va a sal­var la bolsa. Entiendo que tomará usted una u otra, pero no las dos a la vez. Bien, si eso es lo que usted quiere decir le ruego que tome mi vida.
- No es eso lo que quiero decir -respondió el asaltante de caminos-. No puede salvar la bolsa dándome la vida.
- En ese caso, tómela lo mismo -dijo el via­jero-. Si la vida no puede salvarme la bolsa, no vale nada.
El asaltante de caminos se sintió tan seducido por la filosofía y el ingenio del viajero que se asoció a él y de la espléndida combinación de ambos talentos nació un periódico.


HORMIGA
Edgar Brizuela Zuleta
Chile (1970)

No podía ser, me decía. Era una idea absurda, que me podría haber parecido hilarante si no hubiera sido cierta. Por era verdad. Aquella pequeña hormiga, la misma que había desecho entre mis dedos minutos atrás, estaba nuevamente junto a mí y me miraba desde su pequeñez. Parecía que me tentaba a que la destruyera de nuevo, para volver a aparecerse con la misma insolencia de quien tiene un plan y lo ejecuta a ultranza. Se que la podría haber tomado entre mis dedos y haberla apretado y estrujado hasta que se deshiciera, hasta que sus minúsculas partes se volatilizaran y no quedara de ella más que una pequeña huella, una marca apenas imperceptible y un sabor salobre si hubiera llevado mis dedos a la boca. Pero qué sentido tenía, en estas condiciones, destruir lo que parece indestructible, aquello que por ser tan sutil parece no existir pero sin embargo existe, vive, come, anda y, como hace ahora, tiene la facultad de molestarme. Quizás, dada su misma pequeñez, ejecutaba sus actos guiada por una conciencia superior que tal vez fuera yo. Quizás era yo mismo quien la guiaba hasta mí, quien de alguna manera la atraía como símbolo absurdo de mi incompetencia para arreglar ciertos asuntos.


TANILO GUYO
Raúl Gay Navarro
España (1983)

Tanilo Guyo era un hombre con una rara enfermedad: sed permanente. Cada mañana, Tanilo salía de casa con una botella de dos litros de agua para el camino; durante la jornada laboral, acababa otras tres. El día de la huelga general, Tanilo fue a trabajar. En la puerta, varios piquetes le impedían el paso. Camino a casa, volvió la sed. Buscó un bar por los alrededores, pero estaban todos cerrados; lo intentó en bancos, comercios; llamó a los timbres. Nadie quiso abrirle. Tanilo Guyo fue la única víctima de la huelga general; murió delante del Ministerio del Interior, donde sólo pretendía que le dieran un poco de agua.


PIGMALION
Augusto Monterroso
Guatemala (1921-2003)

En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar. Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación. Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar. Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay. El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas. Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador y comenzaban a maldecir de él. Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada. En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella. Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás. Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo. Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos. A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.


LAS OCURRENCIAS DEL INCREIBLE MULLAH NASRUDIN
Idries Shah
India (1924-1996)

Un hombre pidió a Nasrudín dinero en préstamo. El Mullah pensó que no lo recobraría jamás, pero de todas maneras le dio el dinero. Para su sorpresa, el hombre no tardó en devolverle el préstamo. Nasrudín se quedó pensativo. Algún tiempo después el mismo hombre le pidió nuevamente dinero prestado diciéndole:
- Tú sabes que yo cumplo, pues te he devuelto tu préstamo la vez anterior.
- Esta vez no, bribón -rugió Nasrudín-; me engañaste la vez pasada cuando creí que no me lo devolverías. No te saldrás con la tuya por segunda vez.



MARGARITA O EL PODER DE LA FARMACOPEA
Adolfo Bioy Casares
Argentina (1914-1999)

No recuerdo por qué mi hijo me re­prochó en cierta ocasión:
- A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
- No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
- El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.
- Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
- No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de cul­pas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que, según afirman por ahí, alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misterio­sa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio. Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles. Mi nunca negada habilidad de cocine­ro de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras:
- Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.


CRUCE
Arturo Pérez Reverte
España (1951)

Cruzaba la calle cuando comprendió que no le importaba llegar al otro lado.


LA TIERRA
José Antonio Ramírez Lozano
España (1950)

El cementerio de la villa es ovalado. Las gallinas del enterrador anidan en los nichos o escarban las tumbas frescas hasta picotear los ojos de los difuntos pobres. Por noviembre, sus deudos y familiares acuden al cementerio con hojitas verdes de perejil y se vuelven cada cual con su cestita de huevos.


PALABRAS PARCAS
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)

Abelardo Arsaín, astuto abogado argentino, asesino agudo, apuesto, ágil aerobista acicalado. Atento. Amable. Amigo asiduo, afectuoso, acechante. Ambicioso. Amante ardiente, arrecho. Autoritario. Abrazos asfixiantes, ansiosos, asustados. Aluvión apagado, artefacto ablandado, apocado. Agravado. Altamente agresivo, al acecho. Abelardo Arsaín. Arma al alcance, arremete artero, ataca arrabiado, asesina. Atrapado. Absuelto: autodefensa. ¡Ay!


EL ERROR
Rosario Raro
España (1977)

Sólo brillaba el acero de los cuchillos alineados sobre el mármol de la cocina del restaurante. Precisamente, la tarde que cometí el error también salía de otro restaurante, exactamente de Le Cirque en Lexington Avenue, NY, en la otra parte del mundo. Entonces, dentro de mí, el venado flotaba en una balsa descomunal de Burdeos. Fuera, el sol y mi sopor borraron el camino hacia mi oficina. Tuve que recorrerlo en taxi. Una vez en mi cubículo, me acerqué a los ojos un sobre de color manila que destacaba entre la bruma de mi mesa. Venía de Edimburgo, nada menos, la ciudad que Walter Scott llamaba "La lejana Emperatriz del Norte". Solté una carcajada estrepitosa. Y recordé a mi padre, quien dejó el oficio de editor por la taxidermia, más apasionante, sin duda, que mi labor: buscar perlas -escasísimas- entre las algas y el tarquín del mar de la mediocridad. Sé que pasaré a la historia por el error que cometí aquella tarde, pero no tengo remordimientos. Rowling, la autora, llegó a llamarme días después. Sentí pena una vez más ante el fracaso ajeno. Pero cuando iba a articular las palabras de siempre a modo de disculpa, me dijo que abandonara mi lectura porque los de Bloomsbury le acababan de pagar una millonada como anticipo. Me desmayé. Desde entonces limpio pescado. Es agradable: primero arranco la cabeza, luego el baile del cuchillo, su pareja perfecta, el filo lo abre en dos pétalos y le saco las tripas y después la ducha bajo el grifo. Todos se han ido ya. Las escamas brillan como el acero de los cuchillos alineados sobre el mármol de la cocina del restaurante.