Alain
Badiou (1937) fue discípulo de Jacques Lacan (1901-1981), Jean
Paul Sartre (1905-1980) y Louis Althusser (1918-1990). Para este
filósofo, dramaturgo y novelista francés, la Filosofía no es
una práctica académica sino más bien una manera de abordar los
problemas; lo que le interesa es analizar las condiciones en las que
un pensamiento se torna activo. Compartió el escenario filosófico
de la Francia del último cuarto del siglo XX con Gilles Deleuze
(1925-1995), Michel Foucault (1926-1984) y Jacques Rancière (1940),
un grupo en el que el interés y el encuentro con la política fue un
compromiso muy fuerte. Por entonces, varios de ellos anunciaron el
fin de las utopías y afirmaron que la filosofía también había
llegado a su fin. Badiou, no obstante, mantuvo su defensa de la
filosofía y la búsqueda de una nueva forma de hacer y pensar la
política, ya que, para él, renunciar a la filosofía y llevar a la
política a un sistema puro de representación, era renunciar a la
aspiración por la justicia, una justicia que definió como
"todo aquello con lo cual una filosofía designa la verdad
posible de una política". Para Badiou, la filosofía debe sacar
a la luz el valor universal de la justicia como una verdad que se
produce en los pensamientos locales y frágiles. La sociedad es
propia de la condición humana, los seres humanos somos
inevitablemente seres sociales, necesitamos del conjunto; la política
es esa invención que surge de la manera particular en la que ese
conjunto se abre a la posibilidad de la convivencia inconsistente y
plural. Ahora bien, ¿se puede pensar la política hoy en día? -se
pregunta Badiou-. "¿Por qué esta pregunta? Porque la política,
hoy en día, es oscura. Y lo es por dos razones: la política está
enteramente dominada por la economía. Solo se habla de mercado
mundial, de globalización, de déficit del presupuesto y de
estabilización monetaria. Ahora bien, esos mecanismos económicos
son como potencias ciegas. Una vez instaladas, no se puede constituir
ningún sujeto político. La economía pasa a ser una fatalidad
exterior que suprime la decisión política". Y agrega la
segunda razón: "en realidad, pensar la política es, siempre,
pensar una cierta política. Así, durante mucho tiempo se pensó la
política proletaria contra la política burguesa, la política
socialista contra la política liberal. Pensar la política supone,
pues, que existan varias políticas. El pensamiento identifica y
construye una política en la pluralidad de las políticas.
Actualmente existe una única política, la política liberal, que
lleva forzosamente al país a la globalización financiera; es lo que
se llama política única. Asistimos, en los más variados
horizontes, a un espectáculo desesperante: cuando la oposición
llega al poder, ejecuta la misma política que la mayoría anterior.
Si hay una única política posible, es que no hay política alguna.
La política se vuelve impensable". Y concluye: "La
política sólo puede ser un pensamiento si decide algo; si afirma
que algo es posible donde solo hay una declaración de imposibilidad.
La política consiste en pensar y practicar lo que la política
dominante declara imposible. Es eso lo que hace que una política sea
real. Es real cuando fuerza a existir lo imposible. Si nos dicen que
el liberalismo económico, la globalización, el régimen
parlamentarista son la única posibilidad, que hacer otra cosa es
imposible, precisamente entonces afirmamos que solo hay una política
real donde se dice que ella es imposible. Afrontar lo imposible nos
da miedo, y por esa razón la política es oscura".
FILOSOFÍA
Y POLÍTICA
Desde
Platón hasta nuestros días hay una palabra que resume la
preocupación del filósofo ante la política, esta palabra es
"justicia". La pregunta que el filósofo le hace a la
política es la siguiente: ¿puede existir una política justa? ¿Una
política que le haga justicia al pensamiento? Entonces, tenemos que
partir de lo siguiente: la injusticia es clara, la justicia es
oscura, pues el que sufre la injusticia es su testigo irrecusable
pero, ¿quién será el testigo de la justicia? Hay un efecto de la
injusticia, un sufrimiento, una rebelión. Por el contrario, nada
marca a la justicia, la que no se presenta ni como espectáculo, ni
como sentimiento. En consecuencia, ¿debemos resignarnos a decir que
la justicia es sólo la ausencia de injusticia? ¿Se trata de la
neutralidad vacía de una doble negación? No lo creo. Tampoco
imagino que la injusticia esté del lado de lo sensible, o de la
experiencia, o de lo subjetivo, y que la justicia se ubique del lado
de lo inteligible, o de la razón, o de lo objetivo. La injusticia no
es el desorden inmediato del que la justicia sería el orden ideal.
"Justicia"
es una palabra de la filosofía. Si, al menos, como es necesario,
dejamos de lado su significado jurídico, teñido de policía y
magistratura. Pero esta palabra de la filosofía existe bajo una
condición. Está condicionada por la política. Pues la filosofía
se sabe incapaz de realizar en el mundo las verdades que testimonia.
Incluso Platón sabía que para que haya justicia era necesario que
el filósofo sea el rey pero que justamente no dependía en absoluto
de la filosofía que este reinado fuese posible. Esto dependía de la
circunstancia política, que es siempre irreductible. Llamaremos pues
"justicia" a aquello a través de lo cual una filosofía
designa la verdad posible de una política. La abrumadora
mayoría de las políticas empíricas no tienen nada que ver con la
verdad, lo sabemos. Organizan una especie de mezcla repugnante de
poder y opiniones. La subjetividad que animan estas políticas es la
de la reivindicación y el resentimiento, la de la tribu y el "lobby"
del nihilismo electoral y de la confrontación ciega entre las
comunidades. De todo eso la filosofía no tiene nada que decir, pues
la filosofía sólo piensa en el pensamiento. Ahora bien, estas
políticas se presentan explícitamente como no pensamientos. El
único elemento subjetivo que les interesa es el del interés.
Algunas políticas en la historia han tenido o tendrán una relación con una verdad. Una verdad de lo colectivo como tal. Son tentativas poco frecuentes, a menudo breves, pero son las únicas bajo cuyas condiciones la filosofía puede pensar. Estas secuencias políticas son singularidades, no trazan ningún destino, no construyen ninguna historia monumental. Sin embargo la filosofía discierne aquí un rasgo común. Este rasgo es que estas políticas no requieren, de los hombres que se comprometen con ellas, más que su estricta humanidad genérica. No aceptan de ningún modo, en los principios de la acción, la particularidad de los intereses. Estas políticas llevan a una representación de la capacidad colectiva que pone a sus agentes en la más estricta igualdad. ¿Qué significa aquí "igualdad"? Igualdad significa que el actor político está representado bajo el único signo de su capacidad propiamente humana. Ahora bien, el interés no es una capacidad propiamente humana. Todos los seres vivientes tienen como imperativo de subsistencia ocuparse de sus intereses. La capacidad propiamente humana es el pensamiento, y el pensamiento no es más que aquello a través de lo cual el trayecto de una verdad se apodera del animal humano y lo penetra.
Es así que una política digna de ser interrogada desde la filosofía bajo la idea de justicia, es una política cuyo único axioma general es: la gente piensa, la gente es capaz de verdad. Es en este reconocimiento estrictamente igualitario de la capacidad de verdad que piensa Saint-Just, cuando definió frente a la Convención en abril de 1794, lo que él llama la conciencia pública: "Tened pues una conciencia pública, pues todos los corazones son iguales por el sentimiento del bien y del mal, y la conciencia pública se compone de la tendencia del pueblo hacia el bien general". Y en una secuencia política completamente diferente, durante la Revolución Cultural China, encontramos el mismo principio, por ejemplo en la decisión de dieciséis puntos del 8 de agosto de 1966: "Que las masas se eduquen en este gran movimiento revolucionario, que operen ellas mismas la distinción entre lo que es justo y lo que no lo es".
De tal manera, una política estará en relación con la verdad con tal que se funde en este principio igualitario de una capacidad de discernimiento de lo justo o del bien, vocablos todos que la filosofía aprehende bajo el signo de la verdad de la que es capaz lo colectivo. Es muy importante hacer notar que aquí "igualdad" no significa nada objetivo. No se trata para nada de la igualdad de los estatus, de los ingresos, de las funciones, menos aún de la supuesta dinámica igualitaria de los contratos o de las reformas. La igualdad es subjetiva. Es la igualdad respecto de la conciencia pública, para Saint-Just, o respecto del movimiento de masas político, para Mao Tse Tung. Tal igualdad no constituye un programa social. Por otro lado no tiene nada que ver con lo social. Es una máxima política, una prescripción. La igualdad política no es lo que se quiere o proyecta, es lo que uno declara a la luz del acontecimiento, aquí y ahora, como lo que es y no como lo que debe ser, de igual manera que para la filosofía "justicia" no puede ser un programa de Estado. "Justicia" es la calificación de una política igualitaria en acto.
La dificultad de la mayoría de las doctrinas de la justicia, es querer definirla primero y luego buscar las vías de su realización. Pero la justicia, que es el nombre filosófico de la máxima política igualitaria, no puede ser definida. Porque la igualdad no es un objetivo de la acción, es un axioma. No hay política ligada a la verdad sin la afirmación -afirmación que no tiene ni garantía ni prueba- de una capacidad universal para la verdad política. El pensamiento en este punto no puede tomar la vía escolástica de las definiciones. Debe seguir la vía de la comprensión de un axioma. "Justicia" no es más que una de las palabras con la que una filosofía intenta apoderarse del axioma igualitario inherente a una secuencia política verdadera. Y el axioma en sí mismo está dado por enunciados singulares característicos de la secuencia, como en la definición de la conciencia pública de Saint-Just, o la tesis de la autoeducación inmanente del movimiento de masas revolucionario sostenida por Mao.
Algunas políticas en la historia han tenido o tendrán una relación con una verdad. Una verdad de lo colectivo como tal. Son tentativas poco frecuentes, a menudo breves, pero son las únicas bajo cuyas condiciones la filosofía puede pensar. Estas secuencias políticas son singularidades, no trazan ningún destino, no construyen ninguna historia monumental. Sin embargo la filosofía discierne aquí un rasgo común. Este rasgo es que estas políticas no requieren, de los hombres que se comprometen con ellas, más que su estricta humanidad genérica. No aceptan de ningún modo, en los principios de la acción, la particularidad de los intereses. Estas políticas llevan a una representación de la capacidad colectiva que pone a sus agentes en la más estricta igualdad. ¿Qué significa aquí "igualdad"? Igualdad significa que el actor político está representado bajo el único signo de su capacidad propiamente humana. Ahora bien, el interés no es una capacidad propiamente humana. Todos los seres vivientes tienen como imperativo de subsistencia ocuparse de sus intereses. La capacidad propiamente humana es el pensamiento, y el pensamiento no es más que aquello a través de lo cual el trayecto de una verdad se apodera del animal humano y lo penetra.
Es así que una política digna de ser interrogada desde la filosofía bajo la idea de justicia, es una política cuyo único axioma general es: la gente piensa, la gente es capaz de verdad. Es en este reconocimiento estrictamente igualitario de la capacidad de verdad que piensa Saint-Just, cuando definió frente a la Convención en abril de 1794, lo que él llama la conciencia pública: "Tened pues una conciencia pública, pues todos los corazones son iguales por el sentimiento del bien y del mal, y la conciencia pública se compone de la tendencia del pueblo hacia el bien general". Y en una secuencia política completamente diferente, durante la Revolución Cultural China, encontramos el mismo principio, por ejemplo en la decisión de dieciséis puntos del 8 de agosto de 1966: "Que las masas se eduquen en este gran movimiento revolucionario, que operen ellas mismas la distinción entre lo que es justo y lo que no lo es".
De tal manera, una política estará en relación con la verdad con tal que se funde en este principio igualitario de una capacidad de discernimiento de lo justo o del bien, vocablos todos que la filosofía aprehende bajo el signo de la verdad de la que es capaz lo colectivo. Es muy importante hacer notar que aquí "igualdad" no significa nada objetivo. No se trata para nada de la igualdad de los estatus, de los ingresos, de las funciones, menos aún de la supuesta dinámica igualitaria de los contratos o de las reformas. La igualdad es subjetiva. Es la igualdad respecto de la conciencia pública, para Saint-Just, o respecto del movimiento de masas político, para Mao Tse Tung. Tal igualdad no constituye un programa social. Por otro lado no tiene nada que ver con lo social. Es una máxima política, una prescripción. La igualdad política no es lo que se quiere o proyecta, es lo que uno declara a la luz del acontecimiento, aquí y ahora, como lo que es y no como lo que debe ser, de igual manera que para la filosofía "justicia" no puede ser un programa de Estado. "Justicia" es la calificación de una política igualitaria en acto.
La dificultad de la mayoría de las doctrinas de la justicia, es querer definirla primero y luego buscar las vías de su realización. Pero la justicia, que es el nombre filosófico de la máxima política igualitaria, no puede ser definida. Porque la igualdad no es un objetivo de la acción, es un axioma. No hay política ligada a la verdad sin la afirmación -afirmación que no tiene ni garantía ni prueba- de una capacidad universal para la verdad política. El pensamiento en este punto no puede tomar la vía escolástica de las definiciones. Debe seguir la vía de la comprensión de un axioma. "Justicia" no es más que una de las palabras con la que una filosofía intenta apoderarse del axioma igualitario inherente a una secuencia política verdadera. Y el axioma en sí mismo está dado por enunciados singulares característicos de la secuencia, como en la definición de la conciencia pública de Saint-Just, o la tesis de la autoeducación inmanente del movimiento de masas revolucionario sostenida por Mao.
La justicia
no es un concepto del que deberíamos buscar en el mundo empírico
realizaciones más o menos aproximadas. Concebida como operador para
capturar una política igualitaria -que es la misma cosa que una
política verdadera-, la justicia designa una figura subjetiva,
efectiva, axiomática, verdadera, inmediata. Es lo que da toda su
profundidad a la sorprendente afirmación de Samuel Beckett en "Cómo
es": "En todo caso, estamos en la justicia, nunca oí decir
lo contrario". En efecto, la justicia, que captura el axioma
latente de un sujeto político, designa necesariamente no lo que debe
ser sino lo que es. El axioma igualitario está presente en los
enunciados políticos o no lo está. Y en consecuencia, estamos en la
justicia o no estamos allí. Lo que también quiere decir hay
política, en el sentido que posibilita que la filosofía confronte
con ella su pensamiento, o no la hay. Pero si hay y uno está en
relación inmanente con ella, entonces estamos dentro de la justicia.
Toda
aproximación en términos de definición y programática de la
justicia, hace de ella una dimensión de la acción del Estado. Pero
el Estado no tiene nada que ver con la justicia, porque el Estado no
es una figura subjetiva y axiomática. El Estado como tal es
indiferente u hostil a la existencia de una política que se vincule
a las verdades. El Estado moderno no apunta sino al cumplimiento de
ciertas funciones a modelar un consenso de opinión. Su dimensión
subjetiva sólo consiste en transformar en resignación o
resentimiento la necesidad económica, es decir, la lógica objetiva
del Capital. Es la razón por la cual toda definición programática
o estatal de la justicia la transforma en su contrario: la justicia
se transforma entonces en el efecto de la armonización del juego de
los intereses. Pero la justicia, que es el nombre teórico de un
axioma de igualdad, reenvía necesariamente una subjetividad
enteramente desinteresada. Podemos decirlo simplemente: toda política
de emancipación o política que prescribe una máxima igualitaria,
es un pensamiento en acto. Pero el pensamiento es el modo propio por
el cual un animal humano es atravesado y sobrepasado por una verdad.
En una semejante subjetivación el límite del interés es atravesado
de manera tal que el proceso político en sí mismo es allí
indiferente. Es entonces necesario como lo muestran todas las
secuencias políticas que conciernen a la filosofía, que el Estado
no pueda reconocer nada, en ese proceso, que le sea propio.
El Estado
es en su ser indiferente a la justicia. Inversamente, toda política
que es un pensamiento en acto lleva consigo, en proporción a su
fuerza y tenacidad, graves perturbaciones al Estado. He aquí por qué
la verdad política se muestra siempre en la puesta a prueba y en la
perturbación. De allí se concluye que la justicia, lejos de ser una
categoría posible del orden estatal y social, es lo que nombra los
principios del obrar en la ruptura y en el desorden. Aún para
Aristóteles, para quien su única finalidad era la de una ficción
de la estabilidad política, declaraba desde el comienzo del libro V
de su "Política": "En general, en efecto, quien busca
la igualdad se insurge". Pero la concepción de Aristóteles es
aún estatal, su idea de igualdad es empírica, objetiva,
definicional. El verdadero enunciado filosófico sería, en todo
caso: los enunciados políticos portadores de verdad surgen allí
donde defecciona todo orden estatal y social. La máxima latente
igualitaria es heterogénea al Estado. Es entonces siempre en la
perturbación y el desorden que se afirma el imperativo subjetivo de
la igualdad. Lo que la filosofía nombra "justicia" capta
el orden subjetivo de una máxima en el desorden ineluctable al que
este orden expone al Estado de los intereses.
Finalmente, ¿qué quiere decir pronunciarse filosóficamente, aquí y ahora, sobre la justicia? Se trata, en primer término, de saber a qué políticas singulares uno se refiere, que valga el esfuerzo de intentar captar su pensamiento propio, con los recursos del aparato filosófico, del cual la palabra "justicia" es una de sus piezas. En el mundo confuso y caótico de hoy donde el Capital parece triunfar desde el interior mismo de su propia debilidad, y en el que lo que es se fusiona miserablemente con lo que puede ser, no será una tarea fácil. Identificar los raros momentos en que se construye una verdad política, sin dejarse desanimar por la propaganda del capital-parlamentarismo es de por si un ejercicio tenso del pensamiento. Aún más difícil resulta intentar ser fiel en el orden del "hacer-de-la-política", encontrando en los enunciados de nuestra época algún axioma igualitario. Se trata, luego, de captar filosóficamente las políticas en cuestión, que sean del pasado o de hoy El trabajo, es pues, doble: examinar sus enunciados, sus prescripciones y despejar el núcleo igualitario con su significación universal; y transformar la categoría genérica de "justicia" sometiéndola a la prueba de esos enunciados singulares, de un modo propio, siempre irreductible, por el cual ellos conducen e inscriben en la acción el axioma igualitario.
Por fin, es necesario mostrar que, transformada de este modo, la categoría de justicia designa la figura contemporánea de un sujeto político. Y es de esta figura que la filosofía asegura, bajo sus propios nombres, la inscripción en la eternidad de lo que nuestro tiempo es capaz. El sujeto político tuvo varios nombres. Se lo llamó el ciudadano, no, por supuesto, en el sentido del elector de un concejal municipal, sino en el sentido del ciudadano del batallón de los Piques, de las milicias populares. Se lo llamó en otra época el revolucionario profesional. Se lo ha llamado el militante de las situaciones de masas. Estamos en un momento en que su nombre ha quedado suspendido, un momento en que es necesario encontrar el nombre. Esto equivale a decir que si disponemos de una historia, sin continuidad ni concepto, de lo que "justicia" ha podido designar, no sabemos claramente lo que ella designa hoy. Lo sabemos abstractamente, porque "justicia" significa siempre la captura filosófica de un axioma igualitario latente. Pero lamentablemente esta abstracción es inútil. Puesto que el imperativo de la filosofía es el de capturar el acontecimiento de las verdades, su novedad, su trayectoria precaria. No es el concepto lo que la filosofía orienta hacia la eternidad como dimensión común del pensamiento. Es el proceso singular de una verdad contemporánea. Es de su propio tiempo que una filosofía intenta evaluar si soporta sin ridículo y escándalo la hipótesis de su eterno retorno.
Finalmente, ¿qué quiere decir pronunciarse filosóficamente, aquí y ahora, sobre la justicia? Se trata, en primer término, de saber a qué políticas singulares uno se refiere, que valga el esfuerzo de intentar captar su pensamiento propio, con los recursos del aparato filosófico, del cual la palabra "justicia" es una de sus piezas. En el mundo confuso y caótico de hoy donde el Capital parece triunfar desde el interior mismo de su propia debilidad, y en el que lo que es se fusiona miserablemente con lo que puede ser, no será una tarea fácil. Identificar los raros momentos en que se construye una verdad política, sin dejarse desanimar por la propaganda del capital-parlamentarismo es de por si un ejercicio tenso del pensamiento. Aún más difícil resulta intentar ser fiel en el orden del "hacer-de-la-política", encontrando en los enunciados de nuestra época algún axioma igualitario. Se trata, luego, de captar filosóficamente las políticas en cuestión, que sean del pasado o de hoy El trabajo, es pues, doble: examinar sus enunciados, sus prescripciones y despejar el núcleo igualitario con su significación universal; y transformar la categoría genérica de "justicia" sometiéndola a la prueba de esos enunciados singulares, de un modo propio, siempre irreductible, por el cual ellos conducen e inscriben en la acción el axioma igualitario.
Por fin, es necesario mostrar que, transformada de este modo, la categoría de justicia designa la figura contemporánea de un sujeto político. Y es de esta figura que la filosofía asegura, bajo sus propios nombres, la inscripción en la eternidad de lo que nuestro tiempo es capaz. El sujeto político tuvo varios nombres. Se lo llamó el ciudadano, no, por supuesto, en el sentido del elector de un concejal municipal, sino en el sentido del ciudadano del batallón de los Piques, de las milicias populares. Se lo llamó en otra época el revolucionario profesional. Se lo ha llamado el militante de las situaciones de masas. Estamos en un momento en que su nombre ha quedado suspendido, un momento en que es necesario encontrar el nombre. Esto equivale a decir que si disponemos de una historia, sin continuidad ni concepto, de lo que "justicia" ha podido designar, no sabemos claramente lo que ella designa hoy. Lo sabemos abstractamente, porque "justicia" significa siempre la captura filosófica de un axioma igualitario latente. Pero lamentablemente esta abstracción es inútil. Puesto que el imperativo de la filosofía es el de capturar el acontecimiento de las verdades, su novedad, su trayectoria precaria. No es el concepto lo que la filosofía orienta hacia la eternidad como dimensión común del pensamiento. Es el proceso singular de una verdad contemporánea. Es de su propio tiempo que una filosofía intenta evaluar si soporta sin ridículo y escándalo la hipótesis de su eterno retorno.
Muy a
menudo se ha querido que la justicia funde la consistencia del lazo
social. Cuando en realidad ella no puede nombrar sino los más
extremos momentos de inconsistencia. Ya que el efecto del axioma
igualitario es el de deshacer los lazos, desocializar el pensamiento,
afirmar los derechos del infinito y de lo inmortal contra el cálculo
de los intereses. La justicia es una apuesta sobre lo inmortal contra
la finitud, contra el “ser-para-la-muerte”. Puesto que es en la
dimensión subjetiva de la igualdad que se declara, que ninguna otra
cosa tiene interés sino la universalidad de esa declaración y las
consecuencias activas que de allí se derivan. Justicia es el nombre
filosófico de la inconsistencia estatal y social de toda política
igualitaria. Retengamos, pues, que en materia de justicia, donde es
sobre la inconsistencia que es preciso apoyarse, es verdad, verdadero
como una verdad puede serlo, que ella no le tiene sino a uno mismo.