27 de diciembre de 2015

Marcel Proust. De la memoria involuntaria a los celos como estilo literario (2)

Proust consideraba que el amor era una invención del que ama, una construcción mental del amante que inventa al amado. Este no sería más que el resultado de una proyección, de un paradigma que habita antes en el espíritu del amante, una abstracción que se materializa en un ser concreto, en un cuerpo preciso, único. Esa invención nacía del deseo de amar, pero ese amor que ofrecía placer, felicidad, exaltación, también podía producir un sufrimiento real, doloroso. Así, el amor según Proust era una paradoja consistente en la búsqueda desesperada de algo que era por definición imposible. El deseo de poseer a otro era una quimera que sólo llevaba a la esclavitud mutua, a los celos y a la mentira. "Los celos son también un demonio que es imposible exorcizar y regresan siempre para encarnarse en una nueva forma -escribió Proust-. Si se ama, se sufre; el deseo engendra la tortura de los celos. Existe la solución: el desamor, que ha de llegar tarde o temprano. Porque el amor es perecedero".
Para Proust, la tarea del artista consistía en desenterrar de la memoria inconsciente las realidades que las vicisitudes de la vida social muchas veces no permiten ver. Pensaba que la novela era el medio adecuado para reconstruir una vida por medio de la memoria, del recuerdo. Al respecto, el filósofo francés Gilles Deleuze (1925-1995) decía en "Proust et les signes" (Proust y los signos) que "la memoria del celoso quiere retenerlo todo, ya que el menor detalle puede aparecer como un signo o un síntoma de mentira; quiere almacenarlo todo para que la inteligencia disponga de la materia necesaria para sus futuras interpretaciones. En la memoria del celoso existe algo sublime: se enfrenta a sus propios límites y, tendida hacia el futuro, se esfuerza por superarlos. Sin embargo llega demasiado tarde, ya que no ha sabido distinguir al momento la frase que debía retener, o el gesto cuyo sentido todavía desconocía".
"Le mando un beso tierno, a usted y a sus hermanas, sal­vo a aquella cuyo marido es celoso. Yo, que ya no lo soy pero que lo fui, respeto a los celosos y no quiero causarle ni la sombra de una molestia o hacerle sospechar una pena". Estando en Mont-Doré con su madre en el verano de 1896, Marcel Proust concluye de esta manera una carta diri­gida a su querido Reynaldo Hahn (1874-1947), un compositor, cantante, pianista, director de orquesta y 
crítico musical venezolano nacionalizado francés, al que ama apasionadamente desde su encuentro dos años antes en el salón de la pintora y acuarelista francesa Madeleine Lemaire (1845-1928) ubicado en el castillo de Réveillon, a unos 80 km. al norte de París. La afirmación de que ya no era celoso suena increíble porque Proust era un profesional de los celos. Para él, amar era, en princi­pio, estar celoso, dudar y desconfiar. Cuando Proust confiaba en el otro, es por­que ya no le interesaba. Solamente la sos­pecha es pasional. Por ende, los celos no eran en él un simple síntoma del amor o su consecuencia patológica sino su na­turaleza misma, por más negra y envene­nada que sea.


"Si no tuviéramos rivales -escribió en 'El tiempo recobrado'- el placer no se transformaría en amor. Para nuestro bien basta con esa vida ilu­soria que nuestra sospecha y nuestros celos le dan a rivales inexistentes". Es cierto que en esta larga carta de fines de agosto de 1896, Proust pareció arrepentirse de sus artimañas preceden­tes y hacer penitencia. Prometió que ya no hostigaría a Hahn con sus incesantes preguntas, insidiosas y sospecho­sas, que ya no lo acosaría con sus innumerables interrogaciones, malévolas y calumniosas por indiscretas y desconfia­das. De allí en adelante, sólo sería dulzu­ra y benevolencia: "Nunca encontrará un confesor más tierno, más comprensi­vo (desgraciadamente) y menos humi­llante, ya que, como usted no le pidió el silencio y él le pidió la confesión, sería más bien su corazón el confesionario y el pecador, por ser tan débil, más débil que usted. No tiene importancia y perdón por haber aumentado por egoísmo los dolores de la vida". De paso, por supuesto, Proust le reco­mendaba a Hahn que no temiera ha­berle causado dolor. "Sería demasia­do natural", especificó cruelmente con el fin de culpabilizar a su corres­ponsal en el momento mismo en que parecía absolverlo y declararlo ino­cente, conforme con esa maquiavéli­ca y perversa inversión de la que hizo uso y abuso en todas sus cartas.
Pero si a pesar de eso Proust se sintió obligado a dar marcha atrás es porque había estado lejos, dema­siado lejos, de Reynaldo Hahn, quien, para su desgracia, le había jurado solemnemente unos días antes contarle todo. Debería haber sabido que nunca deben hacerse esas promesas a un celoso porque éste aprovechará la imprudencia. El enamorado se transforma inmediatamente en el peor de los inquisidores, arrogante y cínico. Multiplica los interrogatorios y las investi­gaciones. Porque él mismo es tan des­confiado y tan astuto, tan amigo de los misterios y tan mentiroso para ob­tener sus indispensables informacio­nes, que no puede imaginar a su aman­te de otra manera sino como un infame disimulador al que hay que engañar y desenmascarar. En toda confesión ve una mentira. El mínimo secreto es una traición. Una aparente sinceri­dad le parece ser la forma más retor­cida de la hipocresía. Y todas las pre­sunciones de inocencia aumentarán las prevenciones.


El celoso siempre quiere saber más, pero no tardará en lamentarse por sus dudas precedentes. Hubiera sido mejor para él "ignorar todo para no tener el deseo de saber más". En efec­to, cuanto más sabe, más aumentan sus conocimientos de nuevos alimentos para sus celos, que se desarrollan y se extienden, se inflan y crecen a simple vis­ta, se reconfortan con lo que tendría que calmarlos y tranquilizarlos, hasta hacerse independientes, autónomos, y autogenerarse en circuito cerrado. Tiránico e implacable, el celoso pone al otro en la cuestión para conocer todo de su vida, de su pasado, de sus anti­guas relaciones. Porque sus celos son retrospectivos y, por ende, abismales, in­finitos. Intentando colmar las lagunas de la vida del otro, actual y sobre todo pasada, el celoso espía un rostro, rela­ciona nombres, reconstituye una escena, descifra por transparencia una carta, comprueba hechos, releva coinciden­cias, vigila, investiga, espía.
Desde mediados de julio, Reynaldo Hahn, sin duda cansado y enloquecido por la monstruosa dimensión que toma­ba esta inquisición sistemática, se había retractado y declaró que no diría nada; Proust no dejó de reprocharle de mal humor ese perjurio: "Desde el 20 de ju­nio, mi esperanza, mi consuelo, mi apo­yo, mi vida es que usted me diga todo. Casi nunca le hablo de eso para no cau­sarle daño, pero para no causármelo a mí pienso en eso casi todo el tiempo. Tam­bién me dijo la única cosa que para mí es 'hiriente'. Preferiría mil injurias". En re­sumen, el celoso (Proust) era más infeliz que el ce­lado (Hahn) porque era una víctima, un enfermo crónico. Evidentemente en Proust, esa enfermedad -sumada a la que padecía desde niño- siempre constituyó una estra­tegia de avasallamiento. No habría nada más absurdo que querer curarse, porque sería renunciar tontamente al más eficaz de los instrumentos de poder. Enfermo al que no se puede respon­sabilizar por su mal, el celo­so tiene todos los derechos, en particular el de hacer toda una historia por nada. Un pequeño detalle que no está claro basta para que el celoso imagine una intriga amorosa, bosqueje mil hipótesis de mala conducta e infidelidad. De hecho, fue suficiente que a fines de julio, poco después de haber enviado esa carta, Hahn decidiese no volver con Proust después de una velada musi­cal para que inmediatamente éste se sin­tiera obligado a no "dejarlo cometer actos tan estúpidos, tan crueles y tan cobardes sin tratar de despertar su conciencia".
"Esa noche usted me decía -agrega Proust ya muy decidido a ensañarse- que algún día me arre­pentiría de lo que le había pedido. Lejos estoy de decirle lo mismo. No deseo que usted se arrepienta de nada, porque no deseo que usted sufra, sobre todo por mí. Pero aunque no lo desee, estoy segu­ro de que le va a pasar". Está claro que con esas palabras que suenan a consuelo, lo único que hace Proust es inquietar más aún a Hahn: "Usted no comprende que cuando recuerde la imagen de un Reynaldo que desde algún tiempo ya no teme lastimar­me, cuando esa imagen aparezca y me esté yendo a la noche, ya no tendré, muy a mi pesar, más obstáculos para oponer a mis deseos y ya nada podrá detenerme. Usted no siente el espantoso desarrollo que desde hace un tiempo ha tenido to­do esto en mis pensamientos. Tanto es así que siento cuán poco soy para usted, no por venganza o rencor. Usted piensa que no, ¿no es cierto? Y no me hace falta decírselo, sino inconscientemente, por­que la gran razón de mis actos desapare­ce poco a poco. Con el remordimiento de tan malos pensamientos, de proyectos tan malos y cobardes, estaría muy lejos de decir que valgo más que usted. Pero en aquel momento, cuando no estaba alejado de usted y dominado por cualquier sugestión, nunca dudé entre lo que podía lastimarlo y lo contrario".


Como siempre, Proust sólo se desvaloriza para asegurar su dominio sobre el otro: su mo­destia, forma descarada de un inmenso orgullo, es despótica. Como siempre, en Proust el afecto amoroso se intelectualizó rápidamente en toda una serie de razo­namientos capciosos y especiales. Más que un sentimental, el celoso es un razo­nador, el peor de los sofistas. Conoce todos los hilos de la re­tórica, todas las finezas de la argumenta­ción para engañar al otro y atarlo, encar­celarlo en sus propias angustias. Después de haber declinado en todas sus formas la amenaza de su próxima y mutua indiferencia ("Simplemente creo que del mismo modo en que yo lo amo mucho menos, usted ya no me ama en ab­soluto"), Proust sólo tenía que firmar su carta con un tono infantil y engañoso a la vez: "Su pequeño poney que después de esta embestida vuelve con tristeza y en soledad al establo del que usted gus­taba decirse el amo". Una vez que destiló el veneno, que el mal está he­cho, sólo le interesó dejar eternos lamentos en el otro, recordándole sus felicidades pa­sadas.
Es necesario precisar que los ce­los de Proust eran mucho más injustos desde el momento en que se encontraba bajo la influencia de lo que llamó, con una admirable ligereza artística y una hi­pocresía consumada, "una sugestión cualquiera". Desde hacía unos meses, Proust era cada vez más sensible a los encantos de Lucien Daudet (1878-1946), quien pronto iba a remplazar a Hahn en su cora­zón. Si bien le reclamaba a éste la ex­clusividad absoluta de sus atenciones, él se permitía compartir sus sentimientos. Como celoso que era, quería tener de los demás lo que jamás les otorgaría. Todos esos reproches, esas quejas, esas dolencias, esas recriminaciones surgieron sólo porque Hahn creyó poder partir sin la compañía de Proust, sin ha­ber tenido su autorización previa. Desde el momento de la separación, el otro corre el riesgo de convertirse en el objeto de codicia de un tercero. Todo hombre era virtualmente un posible aman­te de Hahn. "Siempre está esa mórbida fijación del celoso en un pequeño detalle concreto, en un pequeño acontecimiento que no llega a superar, a olvidar -dice el ensayista francés Alain Buisine (1949-2009) en 'Proust et ses lettres' (Proust y sus letras)-. Siempre se retoma un mismo episodio doloroso, ese mismo desfasaje entre la causa y los efectos, entre la insignificancia del motivo y la amplitud de la decepción, del sufrimiento. Porque una vez que está solo, el celoso se queda pensando, se pregunta, trata de interpretar. El celoso es, ante todo, un hermeneuta. Como los filólogos que se pierden en conjeturas para llenar los huecos de los manuscritos antiguos, trata de completar los espacios en blanco".


El antes citado Deleuze analizó en el mencionado ensayo "Proust y los signos" cómo los celos, más profundos que el amor, "contienen la verdad porque van más lejos en la percepción y la interpretación de los signos. ¿Cómo olvidar que los gestos, las caricias del amado que ahora nos están dedicadas, aprendieron y se formaron en contacto con iniciadores que no somos nosotros? El amado nos da signos de preferencia, pero como esos signos son los mismos que los que expre­san mundos de los que no formamos par­te, cada preferencia de la que gozamos dibuja la imagen del mundo posible don­de otros serían o son preferidos". "Los celos no son un sentimiento en­tre otros -asegura por su parte Buisine-, porque la inversión en la que desembocan es, finalmente, el principio constitutivo de todo ‘En busca del tiempo perdido’. Al me­nos, por ser fundamentalmente retros­pectivos, los celos funcionan como la to­talidad misma de la obra de Proust en la búsqueda del pasado perdido". Tanto es así que podría afirmarse que no sería absurdo leer todo "En busca del tiempo perdido" como un minucioso desarrollo textual de los celos como estilo.

26 de diciembre de 2015

Marcel Proust. De la memoria involuntaria a los celos como estilo literario (1)

Al regresar a su casa un día de invierno, el aristocrático escritor con sus treinta años ya cumplidos fue recibido por su madre con un té acompañado de unos bollos pequeños y rollizos llamados magdalenas, tal como sucedía cuando él era un niño. El olor y el sabor de estas galletas (tal como las denomina en un borrador) le hicieron surgir lo que él mismo llamó "memoria involuntaria", esto es, la evocación de una época pasada de la vida con una notable presencia física, sumamente sensible, de una total integridad y plenitud. Esta circunstancia lo llevó a escribir uno de los trabajos literarios más valiosos del siglo XX: "À la recherche du temps perdu" (En busca del tiempo perdido), una obra que escribió entre 1908 y 1922 y que sería publicada entre 1913 y 1927. Él mismo contó ese episodio en "Du côté de chez Swann" (Por el camino de Swan), la primera de las siete partes en que se divide la monumental obra: "En el instante mismo en que el trago mezclado con migas del bollo tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que dentro de mí se producía. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin que tuviese la noción de su causa. De improviso se me habían vuelto indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la misma forma que opera el amor, colándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, aquella esencia no estaba en mí, era yo mismo".
Marcel Proust (1871-1922), de él se trata, había leído "Matière et mémoire" (Materia y memoria) de Henri Bergson (1859-1941), una obra en la que el filósofo francés establecía una distinción entre la memoria corporal y la memoria regresiva, entre el recuerdo puro y la imagen-recuerdo, adjudicándole a esta última, a pesar de su condición imprevisible e indeterminada, la capacidad de fomentar la acción libre y creadora. Influido sobremanera por su admirado Bergson, para Proust el tiempo era un fluir constante en el que los momentos del pasado y el presente poseían una realidad igual. El tiempo al que aludía Proust era el tiempo vivido con todas las digresiones y vaivenes del recuerdo, el tiempo como un elemento a la vez destructor y positivo sólo aprehensible gracias a la memoria intuitiva. Esto sería algo visiblemente notorio en su obra que, a pesar de (o gracias a) su vastedad y complejidad casi inconmensurables, tendría una importante repercusión en toda la literatura del siglo XX y haría a su autor famoso en el mundo entero.
Mucho se ha dicho acerca de "En busca del tiempo perdido". Para el filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur (1913-2005), por ejemplo, constituye una "búsqueda de sí mismo a través de la dimensión del tiempo"; para el filósofo también francés Gilles Deleuze (1925 -1995) es "una búsqueda de la verdad a través de los signos" y para el filósofo y crítico literario alemán Walter Benjamin (1892-1940) es "una obra de rememoración espontánea, en la que el recuerdo es el pliegue y el olvido la urdimbre". Más lejos va el escritor y docente universitario argentino Mario Goloboff (1939), para quien se trata de un "formidable pretexto para una minuciosa descripción social y mundana que no escatima detalles, observaciones y condenas". Se refiere, claro está, a la sociedad saturada en la cual se desenvolvió Proust, una sociedad que vivía un proceso patológico de progresivo declive y se hacía pedazos: la unidad de la familia y de la personalidad, la moral sexual y el matrimonio por conveniencia, las siempre desmedidas pretensiones de la burguesía y la indiferencia de la nobleza. Pero, por sobre todas las cosas, "En busca del tiempo perdido" es una novela introspectiva y autobiográfica, una obra que confirió a la literatura una función ineluctable: la verdadera vida es la vida atrapada, recompuesta y comprendida en la literatura; la auténtica vida es la que se vive a través de la literatura.


Indudablemente, dada su condición fronteriza entre dos siglos, la obra de Proust recogió la herencia de toda una época literaria marcada por el realismo y el naturalismo, pero también impulsó los aires renovadores y rupturistas que recorrerían la Europa de las vanguardias de principios del siglo XX. Y más aún, originó una revolución en la concepción de la novela que aún hoy, entrados ya en el nuevo milenio, no ha cesado de propagar sus influencias. Proust supo como pocos adentrarse en las interioridades de la mente humana y el hecho de que se sintiera marginado de la sociedad de su tiempo por su doble condición de homosexual y de judío probablemente no poco tuvo que ver con ello.
Hijo de un prestigioso médico epidemiólogo de familia tradicional y católica y de una alsaciana de origen judío, nació tan débil que se temió que no sobreviviera. Le fueron suministrados toda clase de medicamentos pero su salud permaneció delicada. Con signos de una inteligencia y una sensibilidad precoces, a los nueve años sufrió el primer ataque de asma, una afección que ya no lo abandonaría, por lo que crecería entre los continuos y excesivos cuidados de su madre. Se convirtió así en un muchacho enfermizo que siguió siendo una persona convaleciente toda su vida. Fue bautizado y criado como católico a pesar del judaísmo al cual su madre jamás renunció expresamente. Esto provocó su mayor conflicto en el campo espiritual durante su adolescencia. No obstante ello, Proust se apegó apasionadamente a ella. En un pasaje del antes citado "El camino de Swann", cuenta la tristeza que experimentó cuando, siendo un niño, su madre olvidó darle el acostumbrado beso a la hora de dormir. "Tanto amaba aquella despedida que llegué al extremo que se prolongara el rato de expectación durante el cual aguardaba la aparición de mi madre. A veces, cuando, después de haberme besado, abría la puerta para irse, ansiaba pedirle que volviera a mi lado, para decirle 'bésame otra vez'. Pero yo sabía que esto le iba a desagradar, ya que el miramiento que tenía con mi desgracia y su inquietud por ella siempre molestaba a mi padre, quien consideraba absurdas todas aquellas ceremonias y el verla disgustada me robaba la tranquilidad que me infundía un momento antes, al inclinar su adorable cabeza sobre mi cama y acercármela como una hostia para el acto de la comunión en que mis labios bebían con deleite la sensación de su presencia real y con ella la posibilidad del sueño".
Por el contrario, Proust mantuvo una relación difícil y distante con su padre, algo que se patentiza notoriamente en "En busca del tiempo perdido". Allí la figura de su progenitor casi no aparece novelada, apenas lo cita de pasada como un personaje distante, ausente e insignificante, y desaparece prácticamente de la narración en la quinta de las siete partes en que está dividida la novela. Algo similar ocurre con el resto de los hombres con los que se relacionó a lo largo de su vida, todos ellos retratados en la obra. Los personajes masculinos son presentados como seres simples, virilmente tontos, asexuados u obsesionados enfermizamente por una mujer. Es probable que el conflicto que mantuvo con su padre médico porque lo hizo estudiar Ciencias Políticas en la Sorbona y en la École Livre de Sciences Politiques ya que pretendía que fuese diplomático, y la definitiva influencia de su madre, lectora y traductora por un lado, y extremadamente sobreprotectora por otro, lo llevasen a vivir una juventud en la que su excesiva sensibilidad, su "mal moral" tal como él mismo lo definió, lo llevaran a experimentar terribles dudas sobre su vocación literaria, algo que mitigó llevando una vida mundana y aparentemente despreocupada.
Trabajó un tiempo en la Biblioteca Mazarino de París y frecuentó los aristocráticos salones de Mathilde Bonaparte (1820-1904), de Léontine Lippmann (1844-1910) y de Geneviève Halévy Straus (1849-1926), en donde no sólo trabó amistad con los escritores Anatole France (1844-1924), Léon Daudet (1867-1942) y Charles Maurras (1868-1952) sino que también, dados sus modales tímidos y afeminados, se convirtió en el favorito de las damas de mayor edad. Sensible al éxito social y a los placeres de la vida mundana, al joven Proust le gustaba la compañía de las muchachas, pero ninguna tomó en serio sus atenciones. No ocurrió lo mismo con jóvenes cultos de su clase como Willie Heath (1869-1893), Reynaldo Hahn (1874-1947) o Lucien Daudet (1878-1946), con los que mantuvo apasionados romances.


En 1896, tal vez como un inconsciente mecanismo de defensa, publicó "Les plaisirs et le tours" (Los placeres y los días), obra en la que, desde un enfoque claramente heterosexual, articuló un discurso sobre la homosexualidad retratando el estilo de vida de aquellos que se asumían como tales, algo inaudito para una obra literaria en esa época: "Los invertidos constituyen una masonería mucho más extendida, más eficaz y menos intuida que la de las logias, pues se asienta en una identidad de gustos, de necesidades y en que incluso los miembros que no desean conocerse se reconocen en el acto por señales naturales o convencionales, involuntarias o deliberadas, que alertan al mendigo de que es semejante él ese gran señor al que le cierra la portezuela del coche". Proust remarca que la homosexualidad es una práctica muy extendida "por doquiera, entre el pueblo, el ejército, en el templo, en el presidio, en el trono". Mediante el uso de un alter ego, intentó afirmar su condición heterosexual e incluso llegó a librar el 5 de febrero de 1897 un duelo con el escritor y periodista (homosexual declarado) Jean Lorrain  (1855-1906) porque éste había dicho en un artículo periodístico publicado en "Le Journal" que el "precioso" Proust "mantiene una relación con Lucien, el hijo del escritor Alphonse Daudet". Una fantochada: ambos dispararon al suelo. "Somos hombres de letras", se justificaron.
Mientras tanto, nada había cambiado con respecto a la relación con su madre. Ya adulto, seguía dirigiéndose a ella con el mismo tono quejumbroso y angustiado de cuando era un niño. "La verdad que -le escribió en una carta después de que ella lo amonestara por llevar una vida que no sólo era frívola sino peligrosa- tan pronto como me siento mejor, mi género de vida, que me ayuda a mejorar, te irrita. No es ésta la primera vez. La otra noche agarré un resfriado; si se convierte en asma estoy seguro de que serás benigna nuevamente conmigo. Pero es algo triste no tener salud y cariño al mismo tiempo". Una muestra más de su histeria reprimida y conmiseración hacia sí mismo.
Sus depresiones, sus enamoramientos y desenamoramientos, su marcada tendencia hacia la autodestrucción hicieron harto difícil la vida cotidiana de Proust. Con la muerte de su padre, en 1903, y sobre todo con la de su madre, dos años después, se volvió hipocondríaco. Los analgésicos y los estimulantes que ingería en excesivas cantidades no lograron hacerlo recobrar de la pérdida. A los treinta y cuatro años, Proust se volvió un huérfano desamparado y se sintió como un niño abandonado. Se encerró en su habitación y comenzó la escritura de la que sería la mayor de sus obras permaneciendo en su cama durante días enteros, rodeado de frascos de medicinas y amontonando los manuscritos en cualquier parte. Tardó siete años en acabar las primeras mil quinientas páginas.
Como ninguna revista quiso publicarla como folletín, en 1913 Proust pagó a un editor casi desconocido la publicación de la primera parte, "El camino de Swann", que apenas fue considerada por los críticos. Cinco años más tarde aparecería la continuación: "À l'ombre des jeunes filles en fleurs" (A la sombra de las muchachas en flor). Mientras tanto, dos sucesos modificaron algo su vida: la muerte en un accidente de aviación de Alfred Agostinelli (1888-1914), su antiguo chofer y luego secretario personal de quien se enamoró perdidamente pero fue rechazado. Por otro lado, el desarrollo de la Primera Guerra Mundial, la que le arrebató numerosos amigos. Así, su duelo íntimo por el abandono se fundió con las desgracias que conllevó la guerra. Por entonces contrató los servicios de Céleste Albaret (1891-1984) quien, más que una simple sirvienta, pronto se convirtió en su confidente y fiel colaboradora de su quehacer literario, clasificando y ordenando las cuartillas de "Le coté de Guermantes" (El mundo de Guermantes), "Sodome et Gomorrhe" (Sodoma y Gomorra), "La prisionnière" (La prisionera) y "La fugitive" (La fugitiva), las siguientes cuatro partes de "En busca del tiempo perdido".
A pesar de estar retirado prácticamente de la vida social, en estos tomos hay un repliegue introspectivo: por un lado realiza una minuciosa descripción de las declinantes clases altas francesas, y por otro vuelca su experiencia emocionalmente traumática de las sucesivas separaciones de sus amores más profundos y el ajuste emocional de los respectivos duelos. A pesar de sus insistentes comentarios maliciosos sobre la homosexualidad, a la que califica de "vicio absolutamente reprobable", la multiplicidad de puntos de vista con que expresa sus opiniones resulta a menudo contradictoria. Así como hace decir a uno de sus protagonistas que preferiría "hacerse romper el culo" antes que gastar dinero para invitar a comer a unos amigos, a otro le hace decir que conocer a un hombre puede ser "la llave para abrir la puerta hacia un gran tesoro". Pero en todos estos volúmenes y también en "Le temps retrouvé" (El tiempo recobrado), el último que completa la serie, lo que sobrevuela insistentemente todas las relaciones amorosas de "En busca del tiempo perdido" -más allá del amor, las apariencias, las inquietudes y las angustias- son los celos, un sentimiento obsesivo por el cual se desgarran los protagonistas. Es que, según Proust, uno no está celoso porque está enamorado sino, por el contrario, uno se enamora porque está celoso. "Los celos preceden al amor".


A fines de 1922, Proust contrajo una pulmonía. Desoyó los consejos de su hermano, médico él, y continuó trabajando desaforadamente en el último de los tomos de "En busca del tiempo perdido". Sobre todo quería corregir la descripción del personaje principal, un escritor moribundo, "ahora que me encuentro en su misma condición". Pasó sus últimas horas escribiendo hasta que el lápiz se escurrió de su mano. Proust murió el 18 de noviembre de 1922. Tenía cincuenta y un años y cuentan que su última palabra fue "madre". Hasta entonces sólo había publicado las cuatro primeras partes de su monumental obra. Del resto se encargaría su hermano con la ayuda del crítico literario y editor francés Jacques Rivière (1886-1925).
A comienzos de los años '30, Samuel Beckett (1906-1989) se interesó en la obra de Proust, especialmente en los temas del tiempo, la memoria y la costumbre. En su ensayo "Proust", el dramaturgo, novelista, crítico y poeta irlandés planteó que "En busca del tiempo perdido" no fue para Proust la herramienta para expresar su necesidad imperante de recobrar el pasado sino su intento por pasar a la eternidad. Para Beckett, la insistente apelación de Proust al despecho, la envidia y los celos no fue más que una "válvula de seguridad contra lo ignoto, lo desconocido, lo infinito, lo que no se sabe, lo que jamás podrá saberse". "Seguramente -sostiene en el ensayo- no hay en toda la literatura ningún estudio de este desierto de soledad y reproches, que los hombres llaman amor, planteado y desarrollado con tan diabólica falta de escrúpulos".