31 de agosto de 2022

Trotsky revisitado (XX). Semblanzas y estimaciones (14)

Karl Radek: El organizador de la victoria

El periodista y político polaco Karl Radek (1885-1939) fue influyente revolucionario antes de 1917 en los partidos socialdemócratas polaco y alemán. Su verdadero nombre era Karl Sobelsohn y fue colaborador de Lenin desde la Primera Guerra Mundial. Ingresó al Partido Bolchevique en 1918. Miembro del Comité Central entre 1919 y 1924, fue nombrado secretario del Comité Ejecutivo del Komintern en 1920 y ejerció de enlace con el Partido Comunista alemán hasta 1923. Ese mismo año se convirtió en uno de los principales dirigentes de la Internacional Comunista y miembro de la Oposición Unificada. Fue expulsado del partido en 1927 por sus ideas trotskistas y debió partir al exilio hasta 1929, año en que capituló. Trotsky polemizó con él en “La revolución permanente”. En 1937, durante el segundo proceso de Moscú, fue condenado a prisión y murió en un campo de trabajo, aunque según la versión oficial estalinista fue liberado en 1951 y rehabilitado en 1956. Entre sus escritos pueden mencionarse “Wege der Russischen Revolution” (Los senderos de la Revolución Rusa), “Der deutsche imperialismus und die arbeiterklasse” (El imperialismo alemán y la clase obrera), “Die entwicklung des sozialismus von der wissenschaft zur tat” (El desarrollo del socialismo de la ciencia a la acción), “Die auswärtige politik Sowjet Russlands” (La política exterior de la Rusia Soviética), “Wege der Russischen Revolution” (Caminos de la Revolución Rusa), “Die entwicklung der weltrevolution und die taktik der kommunistischen parteien im kampfe um die diktatur des proletariats” (El desarrollo de la revolución mundial y la táctica de los partidos comunistas en la lucha por la dictadura del proletariado) y “Lenin. Sein leben, sein werk” (Lenin. Su vida, su obra). El artículo “León Trotsky, el organizador de la victoria” fue publicado por primera vez el 14 de marzo de 1923 en el nº 58 del periódico “Pravda”.

 
La historia ha preparado a nuestro Partido para diferentes tareas. Por más defectuoso que sea nuestro aparato del Estado o nuestra actividad económica, todo el pasado del Partido lo ha preparado psicológicamente para la creación de un nuevo orden en la economía y para un nuevo aparato del Estado. La historia incluso nos ha preparado para la diplomacia. No hay casi necesidad de mencionar que la política mundial siempre ha interesado a los marxistas. Fueron las negociaciones sin fin con los mencheviques las que perfeccionaron nuestra técnica diplomática y fue durante estas viejas luchas que el camarada Comisario del Pueblo de Asuntos Extranjeros Chicherin aprendió a elaborar notas diplomáticas. No hemos hecho más que comenzar a comprender el milagro de la economía. Nuestro aparato del Estado cruje y gime. Sin embargo, en un único terreno hemos logrado un gran éxito: en nuestro Ejército Rojo. Su creador, su voluntad central, el camarada L.D. Trotsky.
El viejo general Moltke, el creador del ejército alemán bajo la autoridad de Bismarck, hablaba a menudo del peligro que acarreaba que la pluma de los diplomáticos no confiscara el trabajo de sable del soldado. Los guerreros en el mundo entero -y aunque haya habido autores clásicos entre ellos- siempre opusieron la pluma a la espada. La historia de la revolución proletaria muestra cómo se puede forjar nuevamente una pluma en espada. Trotsky es uno de los mejores escritores del socialismo mundial, pero sus cualidades no le han impedido convertirse en el jefe, el organizador dirigente del primer ejército proletario. La pluma del mejor publicista de la revolución se ha forjado nuevamente en espada.
La literatura del socialismo científico casi no ayudó al camarada Trotsky en la resolución de los problemas que el Partido afrontaba cuando estaba amenazado por el imperialismo mundial. Si se considera el conjunto de la literatura socialista de preguerra, no se encuentran -a excepción de algunas obras poco conocidas de Engels, algunos capítulos de su “Anti-Duhring”, consagrados al desarrollo de la estrategia y algunos capítulos del excelente libro del historiador y crítico Mehring (uno de los primeros comunistas alemanes luego devenido socialdemócrata) sobre el escritor Lessing, consagrados a la actividad guerrera de Federico el Grande-, más que cuatro obras sobre el tema militar: el folleto de August Bebel sobre la milicia
(“Un ejército permanente o milicia”), el libro de Gaston Moch sobre la milicia (“El Ejército de una democracia”), los dos volúmenes de la historia de la guerra de Schulz (“Sangre y hierro, guerra y guerreros en los tiempos antiguos y modernos”), y el libro de Jaurès dedicado a la propaganda a favor de la idea de las milicias en Francia (“El nuevo ejército”). Exceptuando los libros de Schulz y de Jaurès, que son de un gran valor, todo lo que la literatura socialista ha publicado sobre temas militares desde la muerte de Engels no ha sido más que un diletantismo malo. Pero incluso las obras de Schulz y de Jaurès no aportan ninguna respuesta a las preguntas que se le plantearon a la revolución rusa.
El libro de Schulz exponía el desarrollo de las formas de estrategia y organización militar desde siglos atrás. Era un intento de aplicación del método marxista a la investigación histórica, que se terminaba en el período napoleónico. El libro de Jaurès -lleno de un brío deslumbrante- muestra su gran familiaridad con los problemas de organización militar, pero tiene un defecto fundamental: este talentoso representante del reformismo quería hacer del ejército capitalista un instrumento de defensa nacional y eximirlo de su función de defensa de los intereses de la clase burguesa. Por ende, no ha logrado aprehender la tendencia del desarrollo del militarismo y ha llevado hasta el absurdo la idea de la democracia en la cuestión de la guerra, en la cuestión del ejército.
Ignoro en qué medida el camarada Trotsky se había ocupado antes de la guerra de las cuestiones del arte militar. Creo que no es de los libros de donde ha sacado su talentoso conocimiento sobre este tema, sino que recibió un impulso en esa dirección en la época en que era corresponsal de la guerra de los Balcanes, ese ensayo general de la Gran Guerra. Es probable que haya profundizado este conocimiento de la técnica de la guerra y del mecanismo del ejército durante su estadía en Francia (durante la guerra) desde donde enviaba sus brillantes compendios a la “Kievskaia Mysl”. En este trabajo se puede ver cómo llegó a aprehender magníficamente el espíritu del ejército. El marxista Trotsky no veía únicamente la disciplina exterior del ejército, los cañones, la técnica. Veía los seres vivos que cargan los instrumentos de guerra, veía las oleadas de ataque. Trotsky es el autor del primer folleto que da un análisis detallado de las causas de la degeneración de la Segunda Internacional.


Aún en presencia de esta gigantesca degeneración, Trotsky no perdió su fe en el futuro del socialismo; por el contrario, se convenció profundamente que todas estas cualidades que la burguesía se esfuerza en cultivar en el proletariado con uniforme para asegurarse su propia victoria, se volverían rápidamente contra ella y servirían de base, no sólo a la revolución, sino también a los ejércitos revolucionarios. Uno de los documentos más notables de su comprensión de la estructura de clase del ejército y del espíritu del ejército, es el discurso que pronunció, creo, ante el primer Congreso de los Soviets y en el Consejo de Obreros y Soldados de Petrogrado, respecto de la ofensiva de Kerensky en julio. En este discurso, Trotsky predijo la caída de la ofensiva no solamente sobre la base de la técnica militar, sino a partir de un análisis político de la situación en el ejército. “Ustedes (y se dirigía a los mencheviques y a los socialistas revolucionarios) exigen del gobierno una revisión de los objetivos de guerra. Haciendo esto, ustedes le dicen al ejército que las antiguas metas de guerra, en nombre de las cuales el zarismo y la burguesía han exigido sacrificios inusitados, no correspondían a los intereses del campesinado y del proletariado ruso. Ustedes no llegaron a la revisión de los objetivos de guerra. No tienen nada para reemplazar al zar y a la patria y, sin embargo, le piden al ejército derramar su sangre por esta nada. No se puede combatir por nada y vuestra aventura terminará en un desastre”.
El secreto de la grandeza de Trotsky como organizador del Ejército Rojo reside en su actitud respecto a estas cuestiones. Todos los grandes escritores militares subrayan el significado enorme y decisivo del factor moral en la guerra. La mitad del gran libro de Clausewitz está dedicada a esta cuestión y toda nuestra victoria en la guerra civil se debió al hecho de que Trotsky sabía aplicar su conocimiento del significado del factor moral en la guerra a nuestra realidad. Cuando el viejo ejército zarista se descompuso, el ministro de guerra del gobierno de Kerensky, Verkhovsky, propuso la desmovilización de las clases de mayor edad, la reducción parcial de las autoridades militares en la retaguardia y la reorganización del ejército por medio de la introducción de nuevos elementos jóvenes. Cuando tomamos el poder y las trincheras se vaciaron, muchos de ellos nos hicieron la misma proposición. Pero esta idea era pura utopía. Era imposible reemplazar el ejército zarista en huida por fuerzas frescas. Estas dos olas se cruzarían y se dividirían unas con otras. Había que disolver completamente al antiguo ejército; no se podía construir un nuevo ejército más que sobre el grito de alarma lanzado por la Rusia soviética a los obreros y a los campesinos, para defender las conquistas de la revolución.
Cuando en abril de 1918, los mejores oficiales zaristas que quedaban en el ejército luego de nuestra victoria se reunieron para elaborar, con nuestros camaradas y algunos representantes militares de los Aliados, el plan de organización del ejército, Trotsky escuchó sus planes durante varios días -recuerdo perfectamente esa escena- en silencio. Eran planes de gente que no comprendía la sublevación que estaba por producirse frente a ellos. Cada uno de ellos respondía a la pregunta de cómo organizar un ejército sobre el antiguo modelo. No habían comprendido la metamorfosis del material humano sobre el que el ejército está fundado. ¡Cómo se han reído los expertos militares de las primeras tropas de voluntarios organizadas por el camarada Trotsky en calidad de Comisario de Guerra! El viejo Borissov, uno de los mejores escritores militares rusos, no dejaba de repetir a los comunistas con los que estaba obligado a mantenerse en contacto, que nada saldría de esta iniciativa, que el ejército sólo podía construirse sobre la base de la conscripción general y mantenerse por una disciplina de hierro. No alcanzaba a aprehender que las tropas de voluntarios eran los pilares de fundación sobre los que debía erigirse la estructura de conjunto, y que las masas campesinas y obreras no podrían ser ganadas nuevamente para la guerra a menos que estuvieran confrontadas a un peligro mortal. Sin creer ni por un instante que el ejército voluntario podía salvar a Rusia, Trotsky lo organizó como el aparato que necesitaba para crear el nuevo ejército.


Pero el genio de organización de Trotsky y la audacia de su pensamiento se expresan más claramente aún en su valiente decisión de utilizar a los especialistas militares para crear el ejército. Todo buen marxista sabe muy bien que necesitamos la ayuda de la vieja organización capitalista para construir un buen aparato económico. Lenin defendía esta proposición con gran determinación en sus discursos de abril sobre las tareas del poder soviético. Y esta idea no ha sido puesta en duda en los círculos experimentados del Partido. Pero, por el contrario, la idea que podríamos crear un instrumento para la defensa de la República, un ejército, con la ayuda de los oficiales zaristas se chocaba contra una obstinada resistencia. ¿Quién podía pensar en rearmar a estos oficiales blancos que acababan de ser desarmados? Muchos camaradas planteaban de este modo la pregunta.
Me acuerdo de una discusión en la redacción del “Kommunist”, el órgano de los que llamábamos “comunistas de izquierda”, para quienes la cuestión de la utilización de oficiales de carrera los conducía al borde de la escisión. Y los redactores de ese periódico estaban entre los teóricos y los prácticos mejor formados del Partido. Basta con citar los nombres de Bujarin, Ossinsky, Lomov, Iakovleva. Había mucha hostilidad aún en el amplio ambiente de nuestros camaradas militares, reclutados durante la guerra para nuestra organización militar. La desconfianza de nuestros responsables militares no pudo disiparse, su consentimiento adicto a la utilización del saber de los antiguos oficiales, más que gracias a la ardiente convicción de Trotsky, a su fe en nuestra fuerza social; su creencia que podíamos sacar beneficio de la ciencia de los expertos militares sin permitirles, por ello, que nos impongan su política, la certeza, finalmente, que la vigilancia revolucionaria de los obreros avanzados le permitiría poner fin a todo intento contrarrevolucionario que emanara de los oficiales de carrera.
Para poder vencer, era necesario que el ejército fuera dirigido por un hombre con voluntad de hierro, y que este hombre no solamente tenga la confianza plena del Partido sino también la capacidad de subyugar al enemigo que está obligado a servirnos por medio de esta voluntad de hierro. Pero el camarada Trotsky no sólo logró subordinar bajo su energía a los oficiales superiores del grado más elevado. Hizo más: logró ganar la confianza de los mejores elementos entre los expertos militares y convertirlos, de enemigos de la revolución soviética en partidarios profundamente convencidos.
Fui testigo de semejante victoria de Trotsky en la época de las negociaciones de Brest-Litovsk. Los oficiales que nos habían acompañado a Brest-Litovsk guardaban una actitud más que reservada con respecto a nosotros. Desempeñaban su papel de expertos con la mayor arrogancia, convencidos de asistir a una comedia que no serviría más que para abrir una transacción comercial después de un largo tiempo, arreglada entre los bolcheviques y el gobierno alemán. Pero la forma en que Trotsky llevó la lucha contra el imperialismo alemán en nombre de los principios de la Revolución Rusa, forzó a todos los humanos presentes en la sala a admitir la victoria espiritual y moral de este eminente representante del proletariado ruso. La desconfianza de los expertos militares con respecto a nosotros se desvaneció a medida en que se desarrollaba el gran drama de Brest-Litovsk. Recuerdo la noche en que el almirante Altvater -luego fallecido- uno de los oficiales superiores del antiguo régimen que comenzaba a ayudar a la Rusia soviética, no por razones de miedo sino de conciencia, entró en mi habitación y me dijo: “Vine aquí porque ustedes me obligaron. No les he creído, pero ahora voy a ayudarlos y haré mi trabajo como nunca antes porque tengo la profunda convicción de servir a mi patria”.
Es una de las mayores victorias de Trotsky, quien fue capaz de hacer compartir a otros su convicción de que el gobierno soviético lucha realmente por el bienestar del pueblo ruso, incluso por quienes han venido de campos hostiles y por la fuerza. Demás está decir que esta gran victoria en el frente interno, esta victoria moral sobre el enemigo, no es sólo el resultado de la energía de hierro de Trotsky que le ha valido el respeto universal; no sólo es el resultado de la profunda fuerza moral, del alto grado de autoridad, aún entre los medios militares, que este escritor socialista y tribuno del pueblo, ubicado por la voluntad de la revolución a la cabeza del ejército, ha sido capaz de conquistar. Exigía también la abnegación de decenas de miles de nuestros camaradas en el ejército, una disciplina de hierro en nuestras propias filas, un esfuerzo y una tensión permanentes para alcanzar nuestros objetivos; también exigía ese milagro que esta masa de seres humanos que, apenas ayer, huían de los campos de batalla, retomara hoy las armas, en condiciones más que difíciles, para la defensa de su país.


Es un hecho innegable que estos factores políticos y psicológicos de masas juegan un rol importante. Pero la expresión más vigorosa, la más concentrada y la más impresionante de esta influencia se encuentran en la personalidad de Trotsky. Aquí, la revolución rusa ha actuado por intermedio del cerebro, del sistema nervioso y del corazón del mayor de sus representantes. Cuando comenzó nuestra primera prueba militar -con Checoslovaquia-, el Partido y con él su dirigente, Trotsky, demostró cómo el principio de la campaña política -como ya lo había enseñado Lassalle- podía ser aplicado a la guerra, al combate con “argumentos de acero”. Hemos concentrado sobre la guerra todas nuestras fuerzas morales y materiales. Todo el Partido había comprendido que era necesario. Pero también esta necesidad encontró su expresión más elevada en la personalidad de acero de Trotsky. Después de nuestra victoria sobre Denikin en marzo de 1920, Trotsky dijo a la conferencia del Partido: “Hemos destruido toda Rusia para vencer a los Blancos”. Encontramos nuevamente en estas palabras la concentración sin igual de la voluntad necesaria para la victoria. Nos hacía falta un hombre que fuera la encarnación del grito de guerra, un hombre que se convierta en el toque de alarma, la voluntad que exige a cada uno y a todos, la subordinación total a la gran necesidad sangrienta.
Únicamente un hombre trabajando como Trotsky, cuidándose tan poco como Trotsky, que puede hablar a los soldados como sólo Trotsky puede hacerlo, solamente un hombre así podía ser el abanderado del pueblo trabajador en armas. Ha sido todo esto, en una sola persona. Ha reflexionado sobre los consejos estratégicos dados por los expertos militares y los ha combinado con una evaluación correcta de la relación entre las fuerzas sociales; ha sabido unir en un movimiento único los avances de catorce frentes, de diez mil comunistas que informaban el cuartel general sobre lo que era en realidad el ejército y sobre la forma en que uno podía aprovecharse de él; comprendía cómo había que combinar todo esto en un único plan estratégico y un plan de organización única. Y, en el curso de este espectacular trabajo, comprendía mejor que nadie como tenía que aplicar su conocimiento de la significación del factor moral en la guerra. Esta combinación entre el organizador, estratega militar y hombre político es lo mejor caracterizado por el hecho que, durante todo el tiempo de su duro trabajo, Trotsky apreció la importancia de Demian Bedny o del artista Moor para la guerra. Nuestro ejército era un ejército de campesinos, y la dictadura del proletariado, en lo que concierne al ejército, es decir, la dirección de este ejército de campesinos por los obreros y los representantes de la clase obrera, se realizaba en la personalidad de Trotsky y de los camaradas que cooperaban con él. Trotsky fue capaz, con la ayuda de todo el aparato del Partido, de transmitir a este ejército de campesinos agotados por la guerra la profunda convicción de combatir por sus propios intereses.
Trotsky trabajó con todo el Partido en la obra de formación del Ejército Rojo. No hubiera podido realizar esta tarea sin el partido. Pero sin él, la creación del Ejército Rojo y sus victorias hubieran exigido mayores sacrificios aún. Nuestro Partido pasará a la historia como el primer Partido proletario que ha logrado crear un gran ejército y esta página brillante de la Revolución Rusa permanecerá ligada siempre al nombre de Leon Davidovich Trotsky, el nombre de un hombre cuya obra y su realización reclamarán no solamente amor sino el estudio científico de parte de la joven generación de trabajadores que se preparan para la conquista del mundo entero.

30 de agosto de 2022

Trotsky revisitado (XIX). Semblanzas y estimaciones (13)

Alan Woods: La revolución traicionada

En el prólogo de la obra del historiador francés Pierre Broué (1926-2005) “Communistes contre Staline. Massacre d'une génération” (Comunistas contra Stalin. La masacre de una generación”, Alan Woods contó que en la década del ‘20 del siglo pasado, un gran número de militantes comunistas se unieron a la Oposición de Izquierda y otras corrientes anti-estalinistas en la Unión Soviética. Se les llamó oposicionistas o trotskistas, aunque Trotsky no usó ese término, prefiriendo llamar a la tendencia que representaba bolcheviques-leninistas. Estos hombres y mujeres luchaban por defender las genuinas tradiciones de la Revolución de Octubre: las tradiciones de la democracia obrera y el internacionalismo proletario. Miles de opositores fueron arrestados, encarcelados y exiliados a Siberia, a las cárceles o campos de Vorkuta y Kolyma donde en 1937 y 1938 encontraron la muerte ante los pelotones de fusilamiento de Stalin. Por entonces su máquina de propaganda organizaba mítines bajo consignas como “¡Muerte a los mercenarios fascistas!”, “Aplastar a las alimañas trotskistas” y “¡El trotskismo es otra forma de fascismo!”. También el periódico “Pravda” afirmaba que “los trotskistas son un hallazgo para el fascismo internacional” y el “Vechernaya Moskva” aseguraba que “la historia no conoce hechos malvados iguales a los crímenes de la pandilla del Bloque Trotskista de Derecha antisoviético. El espionaje, el sabotaje y la destrucción realizados por el superbandido Trotsky y sus cómplices, despiertan sentimientos de ira, odio y desprecio no sólo en el pueblo soviético, sino en toda la humanidad progresista”. A continuación la sexta y última parte del artículo “En memoria de León Trotsky” de Alan Woods.

 
En 1933, el Partido Comunista Alemán tenía seis millones de partidarios y la socialdemocracia, ocho. Entra ambos sumaban aproximadamente un millón de militantes -una cifra mayor que la Guardia Roja de Petrogrado y Moscú en 1917-. Y todavía Hitler se permitía el lujo de decir: “He llegado al poder sin romper un cristal”. Esto representó una traición a la clase obrera comparable a la de agosto de 1914. De la noche a la mañana, las poderosas organizaciones del proletariado alemán quedaron reducidas a escombros. Los trabajadores de todo el mundo -y sobre todo de la URSS- pagaron un terrible precio por la traición.
Trotsky esperaba que esa derrota brutal serviría para sacudir la Internacional Comunista hasta sus cimientos y abrir un debate en las filas de los partidos comunistas que los regeneraría y exculparía a la Oposición. Pero las cosas se desarrollaron de forma diferente. La Internacional Comunista y sus partidos eran tan estalinistas que el debate o la autocrítica ya no existían, sólo repetían las mismas políticas ya desacreditadas. La línea del KPD -y por lo tanto de Stalin, el gran líder, el gran maestro- fue ratificada como la única correcta. Increíblemente, los líderes comunistas alemanes lanzaron la consigna “Después de Hitler, nuestro turno”. El año siguiente aún fue peor. Cuando los fascistas franceses de La Croix de Feu y otros grupos intentaron derrocar el gobierno del radical Deladier, los estalinistas impartieron instrucciones a sus militantes para manifestarse junto con los fascistas contra el “radical-fascista” Deladier.
Un Partido o una Internacional que son incapaces de aprender de sus errores están condenados. La terrible derrota de la clase obrera alemana, fruto tanto de la política estalinista como de la socialdemócrata, se saldó con una completa ausencia de autocrítica o debate en los partidos de la Internacional Comunista, lo que convenció a Trotsky de que la Tercera Internacional estaba completamente degenerada. Mientras que en los primeros años la burocracia todavía no estaba consolidada como casta dirigente, ahora era evidente que se había convertido no sólo en una aberración histórica imposible de corregir con la crítica y la discusión, sino que representaba a la contrarrevolución triunfante que había destruido todos los elementos de democracia obrera existentes en la Revolución de Octubre. Por esa razón, Trotsky propuso la necesidad de crear una nueva Internacional, la Cuarta.
La expresión más clara de la nueva situación fueron los célebres “Juicios de Moscú”, descritos por Trotsky como una “guerra civil unilateral contra el Partido Bolchevique”. Entre 1936 y 1938, todos los miembros del Comité Central de los tiempos de Lenin que todavía vivían en la URSS -excepto obviamente el propio Stalin- fueron asesinados. “El juicio de los 16” (Zinóviev, Kámenev, Smirnov...), “el juicio de los 17” (Rádek, Piatakov, Sokólnikov...), “el juicio secreto de los oficiales del ejército” (Tujachevsky, etc.), “el juicio de los 21” (Bujarin, Rykov, Rakovsky...). Los antiguos compañeros de armas de Lenin fueron acusados de los crímenes más grotescos contra la revolución. Lo normal es que fueran acusados de ser agentes de Hitler, de igual manera que los jacobinos fueron acusados de ser agentes de Inglaterra en el período de reacción termidoriana en Francia.
Los objetivos de la burocracia eran sencillos: destruir completamente todo aquello que pudiera servir para aglutinar el descontento de las masas. Aunque algunos leales servidores de Stalin también se vieron implicados en las purgas, la mayoría de las miles de personas arrestadas y asesinadas lo fueron por el “crimen” de haber estado vinculados directamente con la Revolución de Octubre. Era peligroso ser amigo, vecino, padre o hijo de un detenido. La condena a muerte de un dirigente de la Oposición conllevaba también la de su esposa e hijos mayores de doce años. En los campos de concentración se encontraban familias enteras, incluidos niños. El general Yakir fue asesinado en 1938. Su hijo pasó catorce años con su madre en los campos de concentración. Uno entre muchos casos.
El principal acusado -León Trotsky- no se encontraba presente en los juicios. Después de que todos los países europeos le negasen el asilo, México lo acogió. Desde allí organizó una campaña internacional de protestas contra los juicios de Moscú. ¿Por qué la burocracia estalinista temía tanto a un sólo hombre? La Revolución de Octubre estableció un régimen de democracia obrera que dio a los trabajadores la máxima libertad. Por otro lado, la burocracia sólo podía gobernar destruyendo la democracia obrera e instalando un régimen totalitario. No podía tolerar la más mínima libertad de expresión o crítica.


En apariencia el régimen de Stalin era similar al de Hitler, Franco o Mussolini. Pero existía una diferencia fundamental: la nueva camarilla dominante en la URSS basaba su poder en las nuevas relaciones de propiedad establecidas por la revolución. Era una situación contradictoria. Para defender su poder y privilegios esta casta parasitaria tenía que defender las nuevas formas de economía nacionalizada que encarnaban las grandes conquistas históricas de la clase obrera. Los burócratas privilegiados que habían destruido las conquistas políticas de Octubre y aniquilado al Partido Bolchevique se vieron obligados a mantener la ficción de un “partido comunista”, “sóviets”, etc., y basarse en la economía planificada y nacionalizada. De esta forma jugaron un papel relativamente progresista y desarrollaron la industria, aunque a un precio diez veces superior al de los países burgueses.
Como explicó Trotsky, una economía planificada necesita la democracia como el cuerpo humano necesita el oxígeno. El asfixiante control de la poderosa burocracia es incompatible con el desarrollo de una economía planificada. La existencia de la burocracia genera inevitablemente todo tipo de corrupción, mala administración y estafas a todos los niveles. Por esta razón la burocracia, en contraposición a la burguesía, no podía tolerar una crítica o pensamiento independiente en cualquier campo, no sólo en política sino también en literatura, música, ciencia, arte o filosofía. Trotsky era una amenaza para la burocracia porque permanecía como testigo y recuerdo de las genuinas tradiciones democráticas e internacionalistas del bolchevismo.
En la década de los años ‘30, Trotsky analizó el nuevo fenómeno de la burocracia estalinista en su obra clásica “La revolución traicionada”, donde explicó la necesidad de una nueva revolución, una revolución política, para regenerar la URSS. Al igual que todas las clases o castas dominantes de la historia, la burocracia rusa no desaparecería por sí sola. A principios de 1936, Trotsky advirtió de que la burocracia estalinista representaba una amenaza mortal para la supervivencia de la URSS. Pronosticó, con asombrosa certeza, que si la burocracia no era eliminada por la clase obrera, el proceso remataría inevitablemente en una contrarrevolución capitalista. Con un retraso de cincuenta años, la predicción de Trotsky se cumplió. No satisfechos con los privilegios derivados del saqueo de la economía nacionalizada, los hijos y nietos de los funcionarios estalinistas se convirtieron  en los propietarios privados de los medios de producción en Rusia y, por tanto, hundieron la tierra de Octubre en una nueva edad oscura de barbarie, como Trotsky previno.
Stalin y la casta privilegiada que él representaba no podían ignorar a Trotsky porque los delataba como usurpadores y sepultureros de Octubre. La tarea de Trotsky y sus colaboradores representaba un peligro mortal para la burocracia, que respondió con una masiva campaña de asesinatos, persecuciones y difamaciones. Se podría buscar en vano en los anales de la historia moderna un paralelo con la persecución sufrida por los trotskistas a manos de Stalin y su monstruosa maquinaria de matar. Para encontrarlo sería necesario remontarse a la persecución de los primeros cristianos o a la infame obra de la Inquisición española. Los verdugos de Stalin silenciaron uno a uno a los colaboradores de Trotsky. Compañeros, amigos y familiares acabaron en el infierno del gulag estalinista.
Pero incluso allí los trotskistas permanecieron firmes. Sólo ellos mantuvieron la organización y la disciplina. Lograron seguir los asuntos internacionales, organizar reuniones, grupos de discusión marxista y lucharon por defender sus derechos. Llegaron a organizar manifestaciones y huelgas de hambre, como la del campo de Pechora en 1936, que duró ciento treinta y seis días. Los huelguistas protestaban contra su traslado de sus anteriores lugares de deportación y contra los castigos que les habían impuesto sin celebración de proceso público. Exigían una jornada de trabajo de ocho horas, la misma alimentación para todos los reclusos (independientemente de que hubieran cumplido las normas de producción o no), la separación de los presos políticos y los delincuentes comunes y el traslado de los inválidos, las mujeres y los ancianos desde la zona ártica a lugares de clima más benigno. La decisión de ir a la huelga se adoptó en asamblea. Los prisioneros enfermos y los ancianos fueron eximidos, pero estos últimos rechazaron categóricamente la exención. En casi todas las barracas, los que no eran trotskistas respondieron al llamamiento, pero sólo en los barracones de los trotskistas fue completa la huelga. La administración, temerosa de que la acción pudiera propagarse, trasladó a los trotskistas a unas chozas semiderruidas a 40 kilómetros de distancia del campo. De un total de mil huelguistas, varios murieron y sólo dos abandonaron la huelga, pero ninguno de los dos era trotskista.
Pero la victoria de los presos duró poco. El terror de Yezhov, el director de la Policía Secreta soviética, pronto tomaría nuevos bríos. Las raciones, ya escasas, se redujeron a solamente 400 gramos diarios de pan, la GPU armó a los presos comunes con porras y los incitó a golpear a los oposicionistas, el número de ejecuciones arbitrarias aumentó. Stalin había optado por la “solución final”. A finales de marzo de 1938, los trotskistas, en grupos de veinticinco, eran llevados a la muerte en las soledades heladas de los alrededores del campo de Vorkuta.


Durante meses, los asesinatos continuaron. Los carniceros de la GPU hicieron su trabajo y asesinaron hombres, mujeres y niños. Nadie se salvó. Un testigo relató cómo la esposa de un oposicionista caminaba sobre sus muletas hacia el lugar de ejecución. Durante todo abril y parte de mayo continuaron las ejecuciones en la tundra. Cada día o cada segundo día, treinta o cuarenta personas eran ejecutadas. Los altavoces del campo transmitían los comunicados. “Por agitación contrarrevolucionaria, sabotaje, bandidaje, negativa a trabajar e intentos de fuga, las siguientes personas serán ejecutadas”. Una vez, un grupo numeroso, formado por unas cien personas, trotskistas en su mayoría, fue sacado del campo. Mientras se alejaban, entonaron “La Internacional”, y centenares de voces en los barracones se unieron al coro.
Para el dirigente de Octubre no había refugio ni lugar seguro de descanso en el planeta. Una tras otra se le cerraban todas las puertas. Aquellos países que se autocalificaban de democracias y les gustaba diferenciarse de los “dictadores” bolcheviques demostraron no ser más tolerantes que los demás. Gran Bretaña, que anteriormente había dado refugio a Marx, Lenin y al propio Trotsky, le negó la entrada a pesar de contar con un gobierno laborista. Francia y Noruega impusieron tales restricciones a los movimientos y actividades de Trotsky que el “santuario” no podía distinguirse de una prisión. Al final, Trotsky y su fiel compañera, Natalia Sedova, encontraron refugio en México gracias al gobierno del nacionalista burgués Lázaro Cárdenas.
Pero tampoco en México estaba a salvo Trotsky. El brazo de la GPU era largo. Al elevar la voz contra la camarilla del Kremlin, Trotsky era un peligro mortal para Stalin, quien, como se ha demostrado, ordenó que cada mañana estuvieran en su despacho los artículos de Trotsky. Juró venganza contra su rival. A lo largo de los años ‘20, Zinóviev y Kámenev avisaron a Trotsky: “Piensas que Stalin responderá a tus ideas, pero Stalin te golpeará la cabeza”.
En los años previos a su asesinato, Trotsky había presenciado el asesinato de uno de sus hijos, la desaparición de otro, el suicidio de su hija, la masacre de sus amigos y colaboradores dentro y fuera de la URSS y la destrucción de las conquistas políticas de la Revolución de Octubre. La hija de Trotsky, Zinaida, se suicidó debido a la persecución de Stalin. Después del suicidio de su hija, su primera esposa, Alexandra Sokolovskaya, una mujer extraordinaria que pereció en los campos de Stalin, escribió una desesperada carta a Trotsky: “Nuestras hijas estaban condenadas. Ya no creo en la vida. No creo que crezcan. Espero constantemente algún nuevo desastre”. Y concluía: “Ha sido difícil para mí escribir y enviar esta carta. Perdóname por ser cruel contigo, pero tú también debes saberlo todo sobre los nuestros”.
León Sedov, el hijo mayor de Trotsky, que jugó un papel clave en la Oposición de Izquierda Internacional, fue asesinado en febrero de 1938 mientras se recuperaba de una operación en una clínica de París. Dos de sus secretarios europeos, Rudolf Klement y Erwin Wolff, también fueron asesinados. Ignace Reiss, un oficial de la GPU que rompió públicamente con Stalin y se declaró partidario de Trotsky, fue otra víctima de la maquinaria asesina de Stalin, tiroteado por un agente de la GPU en Suiza. El golpe más doloroso llegó con el arresto del hijo menor de Trotsky, Sergei, que permanecía en Rusia y se creía a salvo por no estar involucrado en política. ¡Esperanza vana! Incapaz de vengarse de su padre, Stalin recurrió a la tortura más sofisticada: hacer daño a sus hijos. Nadie puede imaginar qué tormentos sufrieron Trotsky y Natalia Sedova. Sólo hace pocos años salió a la luz que Trotsky contempló la posibilidad del suicidio, como una salida para salvar a su hijo. Pero se dio cuenta de que no sólo no lo salvaría, sino que le daría a Stalin lo que buscaba. Trotsky no se equivocó. Sergei ya estaba muerto, fusilado en secreto en 1938 por negarse a renegar de su padre.
Uno por uno, los antiguos colaboradores de Trotsky cayeron víctimas del terror estalinista. Aquellos que se negaban a retractarse eran aniquilados. Pero incluso a los que capitularon, la “confesión” no les salvó la vida; también fueron ejecutados. Una de las últimas víctimas de la oposición dentro de la URSS fue el gran marxista balcánico y veterano revolucionario Christian Rakovsky. Cuando Trotsky escuchó sus confesiones, escribió en su diario: “Rakovsky fue, en la práctica, mi último contacto con la antigua generación revolucionaria. Después de su capitulación no queda nadie. Incluso aunque mi correspondencia con Rakovsky no llegara, debido a la censura, en el momento de mi deportación sin embargo la imagen de Rakovsky permanecía como un vínculo simbólico con mis antiguos compañeros de armas. Ahora no queda nadie. Desde hace un tiempo no he sido capaz de satisfacer mi necesidad de intercambiar ideas y discutir problemas con alguien más. He quedado reducido a un diálogo con los periódicos, o mejor aunque con los periódicos, con los hechos y opiniones”.
“Y aún pienso que el trabajo en el que estoy comprometido ahora -continuó-, a pesar de su naturaleza extremadamente insuficiente y fragmentaria, es el más importante de mi vida, más importante que 1917, más importante que el período de guerra civil o cualquier otro. Por el bien de la verdad seguiré en este camino. Aunque yo no hubiera estado presente en 1917 en San Petersburgo, la Revolución de Octubre hubiera sucedido igualmente, a condición de que Lenin estuviera presente y al mando. Si Lenin ni yo hubiéramos estado presentes en San Petersburgo, no hubiese habido Revolución de Octubre: la dirección del Partido Bolchevique habría impedido que sucediera -¡no tengo la menor duda!-. Si Lenin no hubiera estado en San Petersburgo, dudo que hubiera podido vencer la resistencia de los líderes bolcheviques. La lucha contra el ‘trotskismo’ (con la revolución proletaria) habría comenzado en mayo de 1917, y el resultado de la revolución habría estado en entredicho. Pero, repito, la presencia de Lenin garantizó la Revolución de Octubre y su desarrollo victorioso. Lo mismo se podría decir de la guerra civil, aunque en su primer período, en especial en el momento de la caída de Simbirsk y Kazán, Lenin tuviera muchas dudas. Pero esto sin duda fue un ambiente pasajero que, con toda probabilidad, nunca le admitió a nadie excepto a mí”.


Y agregó en su “Diario del exilio”: “Así que no puedo hablar de la ‘indispensabilidad' de mi trabajo, incluso en el período de 1917 a 1921. Pero ahora mi trabajo es ‘indispensable' en el pleno sentido de la palabra. No es arrogancia. El colapso de las dos Internacionales ha creado un problema que ninguno de los dirigentes de estas Internacionales está dispuesto a resolver. Las vicisitudes de mi destino personal me han situado ante este problema y armado con una experiencia importante para ocuparme de él. Ahora lo más importante para mí es llevar adelante la misión de armar a una nueva generación con el método revolucionario, por encima de los dirigentes de la Segunda y Tercera Internacional. Y yo estoy totalmente de acuerdo con Lenin (o incluso con Turgeniev) que el peor vicio son más de cincuenta y cinco años de edad. Necesito al menos cinco años más de trabajo ininterrumpido para asegurar la sucesión”.
Pero Trotsky no vio cumplido su deseo. Después de varios intentos, la GPU al final consiguió poner fin a su vida el 20 de agosto de 1940. Trotsky permaneció a pesar de todo absolutamente firme hasta el final en sus ideas revolucionarias. Su testamento político revela el enorme optimismo en el futuro socialista de la humanidad. Pero su auténtico testamento se encuentra en sus libros y escritos, un tesoro de ideas marxistas para la nueva generación de revolucionarios. Que el espectro del “trotskismo” continúe obsesionando a los dirigentes burgueses, reformistas y estalinistas es suficiente prueba de la persistencia de las ideas del bolchevismo-leninismo. Esto es en esencia el “trotskismo”.
A Lenin le gustaba mucho utilizar un proverbio ruso: "La vida enseña". Una vez la clase obrera rusa sea consciente de lo que significa el capitalismo (y cada día que pasa es más consciente), sentirá una necesidad mayor de regresar a las antiguas tradiciones. Descubrirán, a través de la acción, la herencia de 1905 y 1917, las ideas y el programa de Vladimir Illich y también de ese gran dirigente y mártir de la clase obrera llamado León Trotsky. Después de décadas de la represión más terrible, las ideas del bolchevismo-leninismo -las genuinas ideas de Octubre- siguen vivas y vibrantes y no pueden ser destruidas ni con difamaciones ni con las balas de los asesinos. En palabras de Lenin: "El marxismo es todopoderoso porque tiene razón".

29 de agosto de 2022

Trotsky revisitado (XVIII). Semblanzas y estimaciones (12)

Alan Woods: La camarilla burocrática y el socialismo en un solo país

En el periodo inmediato a la muerte de Lenin se desarrolló una discusión política que culminó en el XIVº Congreso del Partido llevado a cabo en 1926. En el centro de la discusión se encontraban dos cuestiones de las que dependía el porvenir de la revolución en la Unión Soviética y a nivel mundial: la cuestión de la “revolución permanente” y la construcción del “socialismo en un solo país”. Stalin derrotó a la corriente trotskista que abogaba por la exportación del socialismo a nivel internacional y en su lugar impuso la tesis del socialismo en un solo país, la URSS. “La teoría de la revolución permanente -escribió Alan Woods en 2001 en el prólogo de la edición mexicana de ‘Permanentnaia revoliutsiia’(La revolución permanente)- fue desarrollada por Trotsky en 1904. Esta extraordinaria teoría afirmaba que, aunque las tareas objetivas a las que se enfrentaban los trabajadores rusos eran las propias de la revolución democrática burguesa, en la época del imperialismo, como en cualquier país atrasado, la ‘burguesía nacional’ estaba, por una parte, vinculada inseparablemente a los restos del feudalismo y, por la otra, al capital imperialista y por lo tanto era completamente incapaz de cumplir con ninguna de sus tareas históricas”. En el artículo “En memoria de León Trotsky”, cuya quinta parte se reproduce a continuación, Woods hace referencia justamente a ese debate.

 
Para los bolcheviques, el internacionalismo no era una cuestión sentimental. Lenin repitió en cientos de ocasiones que si la revolución rusa no se extendía a otros países, sería su fin. Tras ella hubo una oleada revolucionaria y se dieron situaciones revolucionarias en muchos países (Alemania, Hungría, Italia, Francia, etc.) pero, dada la ausencia de partidos marxistas de masas, todos esos movimientos terminaron derrotados. O, para ser más exactos, en Alemania y otros países fueron traicionados por los dirigentes socialdemócratas. Debido a esa traición, la revolución quedó aislada en un país atrasado, donde las condiciones de vida de la población eran atroces. Sólo en un año murieron de hambre seis millones de personas. En 1921, al final de la guerra civil, la clase obrera estaba exhausta.
En esa situación, la reacción era inevitable. Los resultados conseguidos no se correspondían con las expectativas de las masas. Una buena parte de los obreros más conscientes y militantes falleció en la guerra civil. Otros, absorbidos por las tareas de administración de la industria y el Estado, se fueron divorciando poco a poco de los trabajadores, a la par que el aparato del Estado se elevaba gradualmente por encima de la clase obrera. Cada paso atrás de la clase obrera estimulaba a los burócratas y arribistas. En ese contexto, surgió una casta burocrática que se sentía satisfecha con su propia posición y estaba en desacuerdo con las ideas “utópicas” de la revolución mundial. Estos elementos abrazaron con entusiasmo la teoría del “socialismo en un solo país”, esbozada por primera vez en 1923.
El marxismo explica que las ideas no caen del cielo. Si una idea obtiene un apoyo de masas es porque necesariamente refleja los intereses de una clase o casta social. Actualmente los historiadores burgueses tratan de presentar la lucha entre Stalin y Trotsky como un “debate” sobre cuestiones teóricas en el que, por oscuros motivos, Stalin ganó y Trotsky perdió. Pero el factor determinante en la historia no es la lucha entre las ideas, sino entre los intereses de clase y las fuerzas materiales. La victoria de Stalin no se debió a su superioridad intelectual (en realidad, de todos los líderes bolcheviques, Stalin era el más mediocre en las cuestiones teóricas), pero las ideas que defendió representaban los intereses y privilegios de la nueva casta burocrática surgida, mientras que Trotsky y la Oposición de Izquierda defendían las ideas de Octubre y los intereses de la clase obrera, que se vio obligada a replegarse ante la ofensiva lanzada por la burocracia, la pequeña burguesía y los kulaks (campesinos ricos).
Las ideas y acciones de Stalin tampoco estaban planeadas de antemano. En las primeras etapas, ni él mismo sabía hacia dónde se dirigía. En realidad, si lo hubiera conocido en 1923 cuando se gestaba el proceso que lideraba, lo más probable es que nunca hubiera tomado ese camino. Lenin era consciente del peligro e intentó avisar de la amenaza que representaba la burocracia. En el XIº Congreso, presentó ante el partido una contundente acusación contra la burocratización del aparato del Estado: “Tomemos Moscú, con sus cuatro mil setecientos comunistas en puestos de responsabilidad. Si consideramos la enorme máquina burocrática, ese enorme gigante, debemos preguntarnos: ¿quién dirige a quién? Dudo mucho que se pueda decir sinceramente que los comunistas dirigen al enorme gigante. A decir verdad no están dirigiendo, les están dirigiendo”.
Para lograr apartar a los burócratas y arribistas de los aparatos del Estado y el partido, se creó el Rabkrin (Comisariado de Inspección Obrera y Campesina), al frente del cual se situó a Stalin porque Lenin creía necesario poner al frente a un organizador fuerte que llevase con rigor esa tarea y Stalin parecía cualificado por su éxito como organizador del Partido. En pocos años, Stalin ocupó distintos puestos organizativos: dirigió el Rabkrin y fue miembro del Comité Central, del Politburó, del Buró de Organización y del Secretariado del Partido. Pero su estrecha perspectiva organizativa y la ambición personal hicieron que en breve espacio de tiempo apareciese como el portavoz de la burocracia en la dirección del partido, no como su adversario.


A principios de 1920, Trotsky criticó el trabajo del Rabkrin porque, en vez de ser una herramienta de lucha contra la burocracia, se había convertido en su criadero. Al principio Lenin defendió el Rabkrin. Su enfermedad le impedía darse cuenta de lo que se estaba incubando. Stalin utilizó su atribución de seleccionar al personal para los puestos de dirección en el Estado y el partido para rodearse de aliados y funcionarios serviles, nulidades políticas que le estaban agradecidas por su ascenso. En sus manos, el Rabkrin se convirtió en un instrumento para defender su propia posición y eliminar a sus rivales políticos.
Lenin se dio cuenta de la terrible situación cuando descubrió las manipulaciones de Stalin en Georgia. Sin el conocimiento de Lenin ni del Politburó, Stalin, junto con sus secuaces Dzerzhinsky y Ordjonikidze, dio un golpe de Estado en el partido en Georgia, purgando a los mejores cuadros del bolchevismo georgiano. Cuando al final se dio cuenta de lo que ocurría, Lenin se enfureció. Desde su lecho de convalecencia, dictó a finales de 1922 una serie de notas a sus secretarias sobre “las cuestiones de la autonomía en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas”.
Las notas de Lenin son una contundente acusación a la arrogancia burocrática y chovinista de Stalin y su camarilla. Pero Lenin no trató el incidente como un fenómeno accidental, sino como la expresión del corrupto y reaccionario nacionalismo de la burocracia soviética. Vale la pena citar textualmente las palabras de Lenin: “Se afirma que era necesaria la unidad del aparato. ¿De dónde emanaban esas afirmaciones? ¿No provenían acaso del mismo aparato de Rusia, que, como ya lo dije en un número anterior de mi diario, tomamos del zarismo, limitándonos a recubrirlo ligeramente con un barniz soviético? Sin duda alguna, habríamos debido esperar con esa medida hasta el día en que pudiéramos decir que respondemos de nuestro aparato porque es nuestro. Pero ahora, en conciencia, debemos decir lo contrario: que denominamos nuestro a un aparato que, en conciencia, nos es fundamentalmente extraño y que representa una mezcolanza de supervivencias burguesas y zaristas; que nos fue en absoluto imposible transformarlo en cinco años, ya que no contábamos con la ayuda de otros países y predominaban las ‘ocupaciones’ militares y la lucha contra el hambre. En tales condiciones es muy natural que ‘la libertad de salir de la Unión’, que nos sirve de justificación, aparezca como una fórmula burocrática incapaz de defender a los miembros de otras nacionalidades de Rusia contra la invasión del hombre auténticamente ruso, del chovinista gran ruso, de ese canalla y ese opresor que es en el fondo el burócrata ruso. No es dudoso que los obreros soviéticos y sovietizados, que se encuentran en proporción ínfima, lleguen a ahogarse en ese océano de la morralla rusa chovinista como una mosca en la leche”.
Después del asunto georgiano, Lenin utilizó toda su autoridad para intentar quitar a Stalin de la Secretaría General del Partido, que ostentaba desde 1922 tras la muerte de Sverdlov. Sin embargo el principal temor de Lenin, ahora mayor que antes, era una división abierta en la Dirección, que en las condiciones existentes podría conducir a la ruptura del Partido según los diferentes intereses de clase. Por tanto, intentando confinar la lucha a la Dirección, las notas anteriores y el resto del material de Lenin contra la burocracia no se hicieran públicos. Lenin escribía en secreto a los bolcheviques de Georgia (enviaba también copias a Trotsky y Kámenev) y, como no podía seguir personalmente el asunto, escribió a Trotsky para pedirle que defendiese a los georgianos en el Comité Central. Durante su enfermedad siguió luchando contra el proceso de burocratización e incluso le propuso a Trotsky formar un bloque para luchar contra Stalin en el XXIº Congreso del Partido. Pero Lenin murió antes de poder llevar adelante sus planes. Su carta al Congreso, en la que califica a Trotsky como el miembro del Comité Central más capacitado y exige la destitución de Stalin como Secretario General, fue censurada por la camarilla dirigente y durante décadas no vio la luz.
Incluso con la participación de Lenin el proceso no se habría desarrollado de forma sustancialmente diferente. Las causas no se hallaban en los individuos, sino en la situación objetiva de un país atrasado, hambriento y aislado por el retraso de la revolución socialista en Occidente. Tras la muerte de Lenin, el grupo dirigente (la troika) -inicialmente formada por Kámenev, Zinóviev y Stalin- ignoró la advertencia de Lenin y, en su lugar, emprendieron una campaña contra el trotskismo, que en la práctica significaba renegar de las ideas de Lenin y de la Revolución de Octubre. Inconscientemente reflejaban las presiones del estrato ascendente de funcionarios privilegiados que robaban los bienes de la revolución y deseaban poner fin al período de democracia obrera. La reacción pequeño-burguesa contra Octubre encontró su expresión en la campaña contra el trotskismo y sobre todo en la teoría antileninista del “socialismo en un solo país”.
Aunque Rusia era un país atrasado, no habría tenido esos problemas si Octubre hubiera sido el preludio de la revolución socialista mundial, que era el objetivo del Partido Bolchevique con Lenin y Trotsky. El internacionalismo no era un gesto sentimental, estaba enraizado en el carácter internacional del capitalismo y la lucha de clases. En palabras de Trotsky: “El socialismo es la organización de la producción social planificada destinada a satisfacer las necesidades humanas. La propiedad colectiva de los medios de producción no es el socialismo, sólo es su premisa legal. El problema de una sociedad socialista no se puede abstraer del carácter mundial de las fuerzas productivas en la actual etapa de desarrollo humano”. La Revolución de Octubre era considerada como el principio de un nuevo orden socialista mundial.


La teoría antimarxista del socialismo en un solo país, que Stalin expuso en el otoño de 1924, iba dirigida contra todo lo que defendían los bolcheviques y la Internacional Comunista. ¿Cómo era posible construir el socialismo en un solo país, sobre todo en un país extremamente atrasado como Rusia? Este pensamiento jamás entró en la cabeza de ningún bolchevique, ni siquiera de Stalin hasta 1924. Todavía en abril de ese año, Stalin escribió en su libro “Los fundamentos del leninismo”: “Para la victoria final del socialismo, para la organización de la producción socialista, no bastan los esfuerzos de un país, en especial de un país campesino como el nuestro. Por eso debemos conseguir el apoyo del proletariado de los países desarrollados”. Pocos meses después desaparecían estas líneas y en su lugar aparecía lo contrario: “Después de consolidar su poder y dirección, el campesinado, siguiendo la estela del proletariado de un país victorioso, puede construir una sociedad socialista”.
Esta teoría choca con todo lo que Marx, Engels y Lenin defendieron y demuestra lo lejos que llegó la reacción burocrática. Con todo, el nuevo programa de Stalin llevó a una crisis en el triunvirato. Kámenev y Zinóviev, alarmados por el cariz que estaban tomando las cosas, rompieron con Stalin y se unieron temporalmente con la Oposición de Izquierda de Trotsky en la llamada Oposición Conjunta. En 1926, en una reunión de la Oposición, Krupskaya, la viuda de Lenin, comentó con amargura: “Si Vladimir estuviese vivo, estaría en la cárcel”. La razón principal para la derrota de Trotsky y de la Oposición hay que buscarla en el ambiente entre las masas, que simpatizaban con la oposición pero se encontraban exhaustas y cansadas por los largos años de guerra.
El surgimiento de una nueva casta dominante tuvo efectos sociales muy profundos. El aislamiento de la revolución fue la principal razón del ascenso de Stalin y la burocracia, pero al mismo tiempo se convertiría en la causa de nuevas derrotas de la revolución mundial: Bulgaria y Alemania (1923), la huelga general británica (1926), China (1927) y la más terrible de todas, la de Alemania en 1933. Cada nuevo fracaso profundizaba el desánimo de la clase obrera soviética y estimulaba todavía más a los burócratas y arribistas. Después de la terrible derrota de China, responsabilidad directa de Stalin y Bujarin, comenzaron las expulsiones del PCUS de los partidarios de la Oposición. Incluso antes, ya se perseguía sistemáticamente a los oposicionistas: se les despedía del trabajo, se les condenaba al ostracismo y, en algunos casos, se les indujo al suicidio.
Las monstruosas acciones de los estalinistas estaban en total contradicción con las tradiciones democráticas del Partido Bolchevique. Por ejemplo, rompían las reuniones de la Oposición con la colaboración de sus rufianes, instigaban campañas maliciosas de mentiras y calumnias en la prensa oficial, persiguieron a los amigos y colaboradores de Trotsky hasta el punto de llevar a la muerte a varios prominentes bolcheviques, como Glazman (inducido al suicido por el chantaje) y Joffe, el famoso diplomático soviético a quien se negó la asistencia médica ante una terrible enfermedad y también se suicidó. En las reuniones del Partido, los portavoces de la Oposición sufrían los ataques de pandillas de gamberros, casi fascistas, organizadas por el aparato estalinista para intimidarlos.
El periódico comunista francés “Contre le Courant” publicaba en los años ‘20 los métodos utilizados por los estalinistas en los “debates” dentro del partido: “Los burócratas del Partido ruso han creado por todo el país pandillas de reventadores. En cada reunión del partido a las que asiste algún miembro de la Oposición, se sitúan en la entrada, formando un cerco de hombres armados con silbatos de policía. Cuando el orador de la Oposición pronuncia las primeras palabras, comienzan los silbidos. El alboroto dura hasta que el orador de la Oposición se rinde”.
Debido al aislamiento de la revolución en condiciones terribles de atraso y al cansancio de la clase obrera y su vanguardia, el resultado inevitable fue la victoria de la burocracia estalinista. No fue resultado de la inteligencia o previsión de Stalin, todo lo contrario. Stalin no preveía ni comprendía nada, sino que actuaba empíricamente, como lo demuestran los constantes zigzags en su política. Stalin y su aliado Bujarin dieron un giro a la derecha, intentando apoyarse en los kulaks. Trotsky y la Oposición de Izquierda avisaron insistentemente del peligro de esa política y defendieron una política de industrialización, planes quinquenales y colectivización. En una sesión plenaria del Comité Central, en abril de 1927, Stalin atacó sus propuestas, comparando el plan de electrificación de la Oposición con “ofrecer a un campesino un gramófono en lugar de una vaca”.
Las advertencias de la Oposición fueron correctas. El peligro del kulak se tradujo en sabotajes y una huelga de grano que amenazaron con derrocar el poder soviético y situó en el orden del día la contrarrevolución capitalista. En una reacción de pánico, Stalin rompió con Bujarin y se lanzó a una aventura ultraizquierdista. Después de rechazar desdeñosamente la propuesta de Trotsky de un plan quinquenal destinado a desarrollar la economía soviética, de repente, en 1927, dio un giro de 180º e impuso la locura del “plan quinquenal en cuatro años” y la colectivización forzosa para “exterminar al kulak como clase”. Esto desorientó a muchos oposicionistas, que imaginaron que Stalin había adoptado el programa de la Oposición. Pero la política de Stalin sólo era una caricatura de la de la Oposición porque su objetivo no era regresar a la democracia soviética leninista, sino consolidar a la burocracia como casta dominante.


Empezando con Kámenev y Zinóviev, muchos de los antiguos oposicionistas capitularon ante Stalin, con la esperanza de ser aceptados de nuevo en el Partido. Eso era una ilusión. El que se retractaran sólo sirvió para pavimentar el camino a nuevas exigencias y capitulaciones, hasta la humillación final de los juicios de Moscú, en los que Kámenev, Zinóviev y otros viejos bolcheviques fueron declarados culpables de los crímenes más monstruosos contra la revolución. Pero sus “confesiones” no los salvaron. Sus cabezas fueron entregadas a los verdugos estalinistas.
Trotsky mantenía su causa, aunque no tenía ninguna ilusión en poder ganar debido a la desfavorable correlación de fuerzas. Pero luchaba para dejar tras de sí una bandera, un programa y una tradición para la nueva generación. Como él mismo explica en su autobiografía: “El grupo dirigente de la Oposición se enfrentaba al final con los ojos bien abiertos. Nos dábamos cuenta de que podríamos conseguir que nuestras ideas fueran propiedad común de la nueva generación, no con la diplomacia ni con las evasivas, sino sólo con una lucha abierta sin eludir ninguna de las consecuencias prácticas. Nos dirigíamos al inevitable desastre, pero confiábamos en que prepararíamos el camino para el triunfo de nuestras ideas en un futuro más lejano”.
En 1927 Trotsky fue exiliado a Turquía. Stalin todavía no se había consolidado lo suficiente como para asesinarlo. Entre 1927 y 1933, desde sus distintos lugares de deportación (primero el destierro en la URSS y después el exilio), Trotsky dedicó sus energías a organizar la Oposición de Izquierda Internacional, con el objetivo de regenerar la URSS y la Internacional Comunista. El giro ultraizquierdista de Stalin en la Unión Soviética encontró su expresión en el terreno internacional en el “socialfascismo” y el denominado “tercer período”, que supuestamente desembocaría en la “crisis final” del capitalismo mundial. La Internacional Comunista, siguiendo instrucciones de Moscú, calificó a todos los partidos -sobre todo a los socialdemócratas, a los que se caracterizó de “socialfascistas”- como fascistas, excepto a los comunistas. Esta locura obtuvo sus resultados más desastrosos en Alemania, donde llevaría directamente a la victoria de Hitler.
La recesión mundial de 1929-33 afectó de manera especialmente grave a Alemania. El desempleo alcanzó los ocho millones de personas. Grandes sectores de las capas medias quedaron arruinados. La decepción con los socialdemócratas en 1918 y posteriormente con los comunistas en 1923 hizo que las capas medias alemanas miraran con desesperación al partido nazi como una alternativa. En las elecciones de septiembre de 1930, los nazis recogieron seis millones y medio de votos. Desde su exilio en Turquía, Trotsky advirtió una y otra vez del peligro del fascismo y exigió a los comunistas alemanes la formación de un frente único con los socialdemócratas para frenar a Hitler. Este mensaje se puede leer en “El giro en la Internacional Comunista y la situación en Alemania” y otros artículos y documentos de la época. Pero el llamamiento a regresar a la política leninista del frente único cayó en saco roto.
Aunque el movimiento obrero alemán era el más poderoso del mundo occidental, a la hora de la verdad quedó paralizado por la política de sus dirigentes. En particular, por los dirigentes del estalinista Partido Comunista Alemán (KPD), que jugó un papel pernicioso al dividir el movimiento obrero frente a la amenaza nazi. Incluso lanzaron la consigna “golpear a los pequeños Scheidemann (el dirigente del Partido Socialdemócrata Alemán) en los patios de recreo de los colegios”, una increíble provocación para que los hijos de los comunistas golpearan a los hijos de los socialdemócratas. Esta locura alcanzó su clímax en el llamado referéndum rojo. Cuando en 1931 Hitler organizó un referéndum para derrocar al gobierno socialdemócrata de Prusia, el KPD, cumpliendo las órdenes de Moscú, pidió a sus seguidores que apoyaran a los nazis. El periódico estalinista británico “The Daily Worker” escribió después lo siguiente: “Es significativo que Trotsky saliera en defensa del frente único de los partidos comunista y socialdemócrata frente al fascismo. Nada más perjudicial y contrarrevolucionario se puede decir en un momento como el actual”.

26 de agosto de 2022

Trotsky revisitado (XVII). Semblanzas y estimaciones (11)

Alan Woods: Las discrepancias entre mencheviques y bolcheviques
 
¿Cómo fue posible que la revolución más democrática de la historia degenerara de tal manera que terminara en una monstruosa dictadura totalitaria? se pregunta Woods en uno de sus ensayos. “La principal causa de la degeneración burocrática del estado soviético -dice- fue el aislamiento de la revolución en condiciones de extremo atraso”. Ocho décadas antes, Marx había escrito en “Die deutsche ideologie” (La ideología alemana) que donde la pobreza es general “toda la vieja inmundicia revive”. Con esto se refería a los males de la desigualdad, la corrupción, la burocracia y el privilegio. “En la Rusia postrevolución -agrega Woods-, Lenin y Trotsky sabían muy bien que no existían las condiciones materiales para el socialismo. Antes de 1924 nadie cuestionó esta proposición elemental. Los bolcheviques se basaron en la perspectiva de la extensión de la revolución a los países capitalistas avanzados de Europa, especialmente a Alemania. Si la revolución alemana hubiera tenido éxito, lo que pudo haber ocurrido en 1923, toda la situación en Rusia habría sido diferente. La cuarta parte del artículo “En memoria de León Trotsky” es lo que sigue a continuación.

 
La clase obrera necesita un partido para cambiar la sociedad. Si no hay un partido revolucionario capaz de dar una dirección consciente a la energía revolucionaria de la clase, ésta se despilfarra, de la misma forma que se disipa el vapor si no existe el pistón. Por otra parte, todo partido tiene su lado conservador. En realidad, en algunas ocasiones, los revolucionarios pueden ser las personas más conservadoras. Este conservadurismo se desarrolla a consecuencia de años de trabajo rutinario, absolutamente imprescindible pero que puede llevar a determinados hábitos y tradiciones que en una situación revolucionaria podrían actuar como un freno si la dirección no es capaz de superarlas. En el momento decisivo, cuando la situación exige un cambio profundo en la orientación del partido -el paso del trabajo rutinario a la toma del poder-, las viejas costumbres pueden entrar en conflicto con las necesidades de la nueva situación. Es precisamente en este contexto en el que el papel de la dirección es vital. Un partido, como órgano de lucha de una clase contra otra, en cierta forma se puede comparar a un ejército. El partido también tiene sus generales, tenientes, cabos y soldados. Tanto en la revolución como en la guerra, el factor tiempo es una cuestión de vida o muerte. Sin Lenin y Trotsky, los bolcheviques sin duda habrían corregido sus errores, pero ¿cuándo y a qué precio? La revolución no puede esperar a que el partido corrija sus errores porque el precio de las dudas y los retrasos es la derrota. Esto quedó demostrado en Alemania durante el proceso revolucionario de 1923.
Para comprender el papel clave que Trotsky jugó en 1917 es suficiente leer cualquier periódico de la época o cualquier libro histórico, sea amistoso u hostil. Tomemos como ejemplos las siguientes líneas escritas sólo doce meses después de que los bolcheviques llegaran al poder: “Todo el trabajo práctico de organización de la insurrección se hizo bajo la dirección directa del camarada Trotsky -presidente del Sóviet de Petrogrado-. Se puede afirmar con total seguridad que el Partido está en deuda, en primer lugar y sobre todo, con el camarada Trotsky por la rapidez con que la guarnición se pasó al lado de los sóviets y por la forma de organizar el trabajo del Comité Militar Revolucionario”. Este pasaje fue escrito por Stalin en el primer aniversario de la Revolución de Octubre. Más tarde, Stalin volvería a escribir: “El camarada Trotsky no jugó ningún papel importante ni en el Partido ni en la insurrección de Octubre, y no otra cosa se podía esperar de quien en el período de Octubre era un hombre relativamente nuevo en nuestro partido”. Más tarde, no sólo Trotsky sino todo el Estado Mayor de Lenin fueron acusados de ser agentes de Hitler y de querer restaurar el capitalismo en la URSS. En realidad, setenta y cuatro años después de Octubre, como Trotsky predijo, fueron los herederos de Stalin los que liquidaron la URSS y todas las conquistas de la Revolución.
Para ser exactos, ni siquiera la primera apreciación de Stalin hace justicia al papel de Trotsky en la Revolución de Octubre. En el período clave, de septiembre a octubre, Lenin pasó la mayor parte del tiempo en la clandestinidad y el peso de la preparación política y organizativa de la insurrección recayó sobre Trotsky. La mayoría de los antiguos seguidores de Lenin -Kámenev, Zinóviev, Stalin, etc.- eran contrarios a la toma del poder o tenían una posición vacilante y ambigua. Zinóviev y Kámenev llevaron su oposición a la insurrección tan lejos que hicieron públicos los planes en la prensa ajena al partido. Basta leer la correspondencia de Lenin con el Comité Central para comprender la lucha que libró para superar la resistencia de la Dirección bolchevique. En cierto momento incluso llegó a amenazar con dimitir y apelar a la base del Partido por encima del Comité Central. En esta lucha, Trotsky y el Comité Interdistrito apoyaron la línea revolucionaria de Lenin.
Una de las obras más célebres sobre la revolución rusa es “Diez días que estremecieron al mundo”, de John Reed. Lenin describió este libro en la introducción como “la exposición más fidedigna y gráfica” de aquellos hechos y recomendó que se publicasen “millones de copias y traducirlo a todas las lenguas”. Bajo Stalin, el libro desapareció de las publicaciones de los partidos comunistas. La razón no es difícil de comprender. Una ojeada a su contenido demuestra que el autor menciona sesenta y tres veces a Lenin, cincuenta y tres a Trotsky, ocho a Kámenev, siete a Zinóviev y sólo dos veces a Bujarin y Stalin. Esto refleja con cierta precisión la realidad.
En la lucha política dentro del Partido, que se prolongó más allá de Octubre, el principal argumento de los conciliadores fue que los bolcheviques no debían tomar el poder por sí mismos, sino que debían formar una coalición con otros partidos “socialistas” (mencheviques y social-revolucionarios). En la práctica eso supondría devolver el poder a la burguesía, como en Alemania en noviembre de 1918. John Reed describe la situación: “El Congreso debía reunirse a la una y el gran salón de sesiones estaba lleno desde hacía rato. Sin embargo, a las siete, el Buró no había aparecido todavía. Los bolcheviques y la izquierda social-revolucionaria deliberaban en sus propias salas. Durante toda la tarde, Lenin y Trotsky habían tenido que combatir las tendencias hacia una componenda. Una buena parte de los bolcheviques opinaba que debían hacerse las concesiones necesarias para lograr constituir un gobierno de coalición socialista. ‘No podemos aguantar -exclamaban-. Son demasiados contra nosotros. No contamos con los hombres necesarios. Quedaremos aislados y se desplomará todo’. Así se manifestaban Kámenev, Riazanov y otros. Pero Lenin, con Trotsky a su lado, se mantenía firme como una roca. ‘Quienes deseen llegar a un arreglo, que acepten nuestro programa y los admitiremos. Nosotros no cederemos ni una pulgada. Si hay camaradas aquí que no tienen el valor y la voluntad de atreverse a lo que nosotros nos atrevemos, ¡que vayan a reunirse con los cobardes y conciliadores! ¡Con el apoyo de los obreros y los soldados seguiremos adelante!”.


“Era tal el grado de afinidad entre Lenin y Trotsky -continúa Reed- que las masas con frecuencia se referían al Partido Bolchevique como ‘el partido de Lenin y Trotsky’. En una reunión del Comité de Petrogrado el 14 de noviembre de 1917, Lenin expuso que las tendencias conciliadoras en la Dirección del Partido constituían un peligro incluso después de la Revolución de Octubre. El 14 de noviembre, once días después de la triunfante insurrección, tres miembros del Comité Central (Kámenev, Zinóviev y Noguin) dimitieron en protesta por la política del Partido, publicando un ultimátum en el que exigían la formación de un gobierno de coalición con mencheviques y social-revolucionarios, ‘o si no, un gobierno puramente bolchevique sólo podría mantenerse aplicando una política de terror’. Acababan su declaración con un llamamiento a los trabajadores para formar una 'coalición inmediata bajo la consigna ‘larga vida al gobierno de todos los partidos del Sóviet’. Parecía que esta crisis en las filas del Partido acabaría por destruir las conquistas de Octubre. Lenin pidió la expulsión de los dirigentes desleales y fue precisamente en ese momento cuando pronunció el discurso que acaba así: ‘¡Ningún compromiso! Un gobierno bolchevique homogéneo’. En el texto original del discurso aparecen además las siguientes palabras: ‘Sobre la coalición, lo único que puedo decir es que Trotsky dijo hace ya tiempo que era imposible una unión. Trotsky lo comprendió y a partir de ese momento no ha habido otro bolchevique mejor’”.
Tras la muerte de Lenin, la camarilla dominante (Stalin, Kámenev y Zinóviev) comenzó una campaña de falsificaciones destinada a minimizar el papel de Trotsky en la revolución. Para conseguirlo, inventaron la leyenda del “trotskismo” y metieron una cuña entre las posiciones de Trotsky y las de Lenin y los “leninistas” (ellos mismos). Los historiadores a sueldo revolvieron en la basura de las viejas polémicas hacía tiempo olvidadas por aquellos que participaron en ellas; olvidadas porque todas las discrepancias quedaron resueltas por la experiencia de Octubre y por lo tanto no tenían otro interés que el puramente histórico. Pero el obstáculo más serio en el camino de los epígonos fue la propia Revolución de Octubre. Poco a poco lo eliminaron, borrando el nombre de Trotsky de los libros, reescribiendo la historia y, por último, suprimiendo totalmente incluso las más inocuas menciones al papel de Trotsky.
Antes de la revolución, ni Lenin ni Trotsky sabían mucho de tácticas bélicas. A Trotsky se le pidió que se hiciera cargo de los asuntos militares en un momento en que la revolución estaba en grave peligro. El viejo ejército zarista se había desintegrado sin que hubiese nada para sustituirlo. La joven República Soviética estaba invadida por veintiún ejércitos imperialistas. En cierto momento, el Estado soviético quedó reducido a la franja de territorio entre Moscú y Petrogrado y poco más. Al final se consiguió superar esta situación adversa y el Estado obrero logró sobrevivir. Este éxito se logró en gran medida gracias al trabajo infatigable de Trotsky al frente del Ejército Rojo.
En septiembre de 1918, cuando en palabras de Trotsky el poder del Sóviet “estaba en su nivel más bajo”, el gobierno aprobó un decreto especial declarando en peligro a la Rusia socialista. En ese difícil momento se envió a Trotsky al decisivo frente oriental, donde la situación militar era catastrófica. Simbirsk y Kazán estaban en manos de los blancos. El tren blindado de Trotsky sólo podía llegar hasta Simbirsk, a las afueras de Kazán. Las fuerzas enemigas eran superiores tanto en número como en organización. Algunas compañías blancas estaban compuestas exclusivamente de oficiales y competían en mejores condiciones que las mal entrenadas y poco disciplinadas fuerzas rojas. Entre las tropas cundió el pánico y se retiraban en desorden. “El mismo suelo parecía estar infectado de pánico”. Más tarde, Trotsky reconocería en su autobiografía: “Los nuevos destacamentos rojos llegaban con energía, pero rápidamente se hundían en la inercia de la retirada. Se comenzó a extender el rumor entre el campesinado local de que los sóviets estaban condenados. Los curas y los tenderos levantaban cabeza. En los pueblos, los elementos revolucionarios se escondían. Todo se desmoronaba. No había un sólo palmo de tierra firme. La situación parecía desesperada”.


Ésa era la situación que a su llegada se encontraron Trotsky y sus agitadores. Pero, en una semana, Trotsky regresó victorioso de Kazán tras conseguir el primer y decisivo éxito militar de la revolución. En un discurso al Sóviet de Petrogrado para pedir voluntarios para el Ejército Rojo, describió la situación en el frente: “El cuadro que presencié ante mis ojos era el de las noches más tristes y trágicas de Kazán, cuando las fuerzas de jóvenes reclutas se retiraban presas del pánico. Eso ocurría en la primera mitad de agosto, cuando sufrimos los mayores contratiempos. Llegó un destacamento de comunistas: más de cincuenta hombres, cincuenta y seis, creo. Entre ellos algunos que nunca antes de ese día habían tenido un fusil en las manos. Había hombres de cuarenta años o más, pero la mayoría eran chicos de dieciocho, diecinueve o veinte años. Recuerdo a uno de dieciocho años con la cara tranquila, un comunista de Petrogrado que apareció en el cuartel general de noche, fusil en mano y nos relató cómo un regimiento había desertado de su posición y ellos habían ocupado su lugar, y dijo: ‘Somos comuneros'. De este destacamento de cincuenta hombres regresaron doce, pero, camaradas, crearon un ejército, de estos trabajadores de Petrogrado y Moscú, destacamentos de cincuenta o sesenta hombres que ocuparon posiciones abandonadas, regresaron doce. Murieron anónimamente, al igual que la mayoría de los héroes de la clase obrera”.
“Nuestro problema y deber -continuó- es esforzarnos por restablecer sus nombres en la memoria de la clase obrera. Muchos murieron aquí y no se les conoce por su nombre, sino por lo que hicieron por nosotros en ese Ejército Rojo que defiende la Rusia soviética y las conquistas de la clase obrera, esa ciudadela, esa fortaleza de la revolución internacional que ahora representa nuestra Rusia soviética. Desde ese momento, camaradas, nuestra situación es, como ya sabéis, incomparablemente mejor en el frente oriental, allí donde el peligro era mayor con los checoslovacos y los guardias blancos dirigiéndose hacia Simbirsk y Kazán, amenazándonos en dirección hacia Nijny, en la otra hacia Vologda, Rasoslavl y Arcángel, y así unirse a la expedición anglo-francesa. Por eso nuestros mayores esfuerzos van dirigidos al frente oriental, y hemos obtenido buenos resultados”.
Después de la liberación de Kazán, Simbirsk, Khvalynsk y otras ciudades de la región del Volga, a Trotsky se le encomendó la tarea de coordinar y dirigir la guerra en los muchos frentes abiertos en ese vasto país. Reorganizó las fuerzas armadas de la Revolución e instauró el juramento del Ejército Rojo, en el que todo soldado juraba lealtad a la revolución mundial. Pero su éxito más destacable fue conseguir que un gran número de oficiales del ejército zarista colaborase con la revolución. De no ser así, no hubiera sido posible encontrar los cuadros militares necesarios para dirigir a más de quince ejércitos en diferentes frentes. Por supuesto, al final, algunos de ellos fueron traidores y otros sirvieron con desgana o por rutina. Pero lo más sorprendente fue el gran número de oficiales que se pasó al lado de la revolución, a la que sirvieron lealmente. Algunos, como Tujachevsky -un genio militar- se convertiría en un comunista convencido. Casi todos fueron asesinados por Stalin en las purgas de 1937.
El éxito de Trotsky con los antiguos oficiales tomó por sorpresa incluso a Lenin. Cuando durante la guerra civil le preguntó a Trotsky si era mejor reemplazar a los antiguos oficiales zaristas, controlados por comisarios políticos, y sustituirlos por otros, comunistas, Trotsky respondió: “Me preguntaba usted si no convendría que separásemos a todos los antiguos oficiales. ¿Sabe usted cuántos sirven actualmente en el ejército?”. Lenin: “No, no lo sé”. Trotsky: “¿Cuántos, aproximadamente, calcula usted?”. Lenin: “No tengo idea”. Trotsky: “Pues no bajarán de treinta mil. Por cada traidor habrá cien personas seguras y por cada desertor, dos o tres caídos en el campo de batalla. ¿Por quién quiere usted que los sustituyamos?”.
“A los pocos días -contó Trotsky en ‘Mi vida’?-, Lenin pronunció un discurso acerca de los problemas que planteaba la reconstrucción socialista del Estado en el que dijo: ‘Cuando hace poco tiempo el camarada Trotsky hubo de decirme, concisamente, que el número de oficiales que servían en el Departamento de Guerra ascendía a varias docenas de millares, comprendí, de un modo concreto, dónde está el secreto de poner al servicio de nuestra causa al enemigo y cómo es necesario construir el comunismo utilizando los mismos ladrillos que el capitalismo tenía preparados contra nosotros”.
Los logros de Trotsky fueron reconocidos incluso por enemigos declarados de la Revolución, entre ellos los oficiales y diplomáticos alemanes. Max Bauer calificó a Trotsky como “un organizador militar y un líder. Creó un nuevo ejército de la nada en medio de duras batallas. La forma en que después organizó y entrenó a su ejército es completamente napoleónica”. El general Hoffmann llegaría a la misma conclusión: “Incluso desde un punto de vista puramente militar es asombroso cómo fue posible que las tropas rojas, recién reclutadas, aplastaran a las fuerzas de los generales blancos y las eliminaran totalmente”.
Dmitri Volkogonov, a pesar de su hostilidad hacia el bolchevismo, diría en su “Trotsky: el eterno revolucionario” lo siguiente: “Su tren viajaba de un frente a otro; trabajaba duro para asegurar los suministros para las tropas, su implicación personal en el uso de los comisarios militares en el frente tuvo resultados positivos. Además los jefes del ejército le veían como el ‘segundo hombre' de la república soviética, un importante oficial político y del Estado, un hombre con una enorme autoridad personal. Su papel en el terreno estratégico fue más político que militar”.


Demos la última palabra acerca del papel de Trotsky en la Revolución Rusa y la guerra civil a Lunacharsky, el veterano bolchevique que se convertiría en el primer Comisario Soviético de Educación y Cultura. Escribió en “Siluetas revolucionarias”: “Sería un gran error pensar que el otro gran líder de la revolución rusa es inferior en todo a su colega: por ejemplo, hay aspectos en los que Trotsky sobrepasa indiscutiblemente a Lenin, es más brillante, más claro y más activo. Lenin era el más adecuado para ocupar la Presidencia de los Comisarios del Consejo del Pueblo y guiar la revolución mundial con ese toque de genialidad, pero nunca hubiera podido cumplir la titánica misión que Trotsky soportó sobre sus hombros, con aquellos traslados de lugar en lugar, aquellos asombrosos discursos que precedían a las órdenes en el acto, el papel de galvanizador incesante de un ejército débil, ahora en un punto, después en otro. No hay un hombre sobre la Tierra que pudiera haber reemplazado a Trotsky en este papel. En toda gran revolución las personas siempre encuentran el actor adecuado para actuar en cada parte, y uno de los signos de grandeza de nuestra revolución es el hecho de que el Partido Comunista los haya creado en sus propias filas, los haya pedido prestado a otros partidos y haya incorporado en sus propios organismos las suficientes personalidades excepcionales que fueron encajadas para cumplir cualquier función política que se les demandase. Y dos de los más fuertes, identificados completamente con sus respectivos papeles, son Lenin y Trotsky”.
La Revolución de Octubre fue el acontecimiento más importante de la historia de la humanidad. Por vez primera -si excluimos la breve experiencia de la Comuna de París en 1871- las masas oprimidas tomaron su destino en sus propias manos y emprendieron la tarea de transformar la sociedad. La revolución socialista es totalmente diferente de cualquier otra revolución de la historia porque, por primera vez, el factor subjetivo -la conciencia de la clase- se convierte en la fuerza motriz del desarrollo social. La explicación hay que buscarla en las diferentes relaciones de producción. Bajo el capitalismo, las fuerzas del mercado funcionan de una forma incontrolada, sin planificación ni intervención estatal. La revolución socialista pone fin a la anarquía de la producción e implanta el control y la planificación por parte de la sociedad. El resultado es que, después de la revolución, el factor subjetivo se convierte también en el factor decisivo. En palabras de Engels, el socialismo es “el salto del reino de la necesidad al de la libertad”.
Pero la conciencia de las masas no es algo separado de las condiciones materiales de vida, del nivel de cultura, de la jornada laboral, etc. Por eso Marx y Engels insistieron en que los requisitos materiales previos para conseguir el socialismo dependían del desarrollo de las fuerzas productivas. Las protestas mencheviques contra la Revolución de Octubre, argumentando que las condiciones materiales para el socialismo estaban ausentes en Rusia, tenían una parte de verdad. No obstante, las condiciones objetivas sí existían internacionalmente.