18 de abril de 2023

El libro como objeto de consumo masivo

¿Cómo se debe conceptuar a un libro, como una obra que fomenta la imaginación y difunde conocimientos o simplemente como un simple objeto de consumo masivo? El concepto “best seller” (mejor vendido o superventas) que, según la Real Academia Española se refiere a un libro de gran éxito comercial, nació a finales del siglo XIX, exactamente en 1895 cuando, en Estados Unidos, Harry Thurston Peck (1856-1914), crítico literario y editor de la revista literaria “The Bookman”, comenzó a publicar cada mes una lista de los libros más vendidos. Dicha publicación generó tanto opiniones positivas como negativas. Entre las primeras figuraron las que destacaban la repercusión que dichas listas tenían sobre las ventas de los libros que aparecían en ellas. Entre las segundas, estaban las que aseguraban que se privilegiaba la venta de un pequeño número de libros dejando de lado obras que no aparecían en las listas y que no por ello dejaban de ser buenas, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de los que aparecían en esas listas caían en el olvido poco tiempo después de haber alcanzado cuantiosas ventas. Se ponía así en duda que el término “best seller” fuera sinónimo de calidad. Las obras así catalogadas sólo estaban destinadas al consumo masivo privilegiando el beneficio económico de los editores por sobre las cualidades literarias de un escritor.
Ya en la década de los años ’20 del siglo pasado, los sociólogos que investigaban los medios de difusión de la cultura destacaron la complejidad y la relatividad del papel jugado por los libros catalogados como “best sellers”, poniendo en relieve razones lingüísticas, económicas y culturales. La propaganda, difundida por la prensa que hasta entonces contribuía al éxito de dichas obras, con la llegada de la radio, la cinematografía y la televisión, todas ellas influyentes en la sociedad, se vio vigorosamente ampliada. Dichos estudiosos consideraban además que las razones que motivaban las ventas no sólo eran la propaganda y la publicidad, sino que también se debían a cuestiones ideológicas, religiosas o políticas, y ponían como ejemplo obras muy exitosas en ventas como “Ta Biblía” (La Biblia), el libro sagrado del judaísmo y el cristianismo o, en su tiempo, el “Manifest der Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista) de Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), “Permanentnaia revoliutsiia” (La revolución permanente) de León Trotsky (1877-1940) o “Mein Kampf” (Mi lucha) de Adolf Hitler (1889-1945).


En “The simple art of murder” (El simple arte de matar), publicado por primera vez en 1946, Raymond Chandler criticó a los “best sellers” en general. Escribió Chandler: "Generalmente se trata de mercadería de segunda categoría que sobrevive a la mayor parte de la narrativa de alta velocidad con que se produce, y muchas de las novelas que jamás habrían debido nacer se niegan, lisa y llanamente, a morir. Son tan perdurables como esas estatuas que hay en las plazas, e igualmente aburridas. Esto resulta muy molesto para la gente que posee lo que se llama discernimiento”. Con el paso de los años se convirtieron en “best sellers” obras anodinas como  “Think and grow rich” (Piense y hágase rico) de Napoleon Hill (1883-1970), “Cómo ganar amigos” de Dale Carnegie (1888-1955), “O alquimista” (El alquimista) de Paulo Coelho (1947) y varias de autores como Morris West (1916-1999), Sidney Sheldon (1917-2007), Tom Clancy (1947-2013) y Ken Follett (1949). En ese sentido vale la pena recordar las opiniones de algunos de estos “grandes escritores”. Sidney Sheldon, por ejemplo, aseguraba que “es el público y no el editor el que convierte un libro en ‘best seller’. Escribo para los lectores, no para los críticos. Ellos son, por lo general, estúpidos. Cuando un escritor llega a cierto punto, la crítica pierde importancia”.
Tom Clancy, por su parte, afirmaba que “los críticos se limitan a ganar estatus atacando a cualquiera que haya alcanzado un nivel de éxito como el mío. Pueden decir lo que les dé la gana; no afectarán mis finanzas. El dinero no cambió mi vida. Lo único que se puede comprar con dinero es libertad. Ahora digo todo lo que se me antoja sin preocuparme por las consecuencias”. Y Ken Follett declaraba que “la literatura trata de contar historias maravillosas, y cuando soy yo el que las cuenta, gano un montón de dinero. No creo en la distinción entre éxito comercial y excelencia literaria. El lujo y la fama deben estar presentes en los ‘best sellers’. Hay que poner todo lo que la gente quisiera tener y no tiene. La gente quiere leer libros sobre mundos llenos de glamour, por eso no hay ‘best sellers’ sobre granjeros o porteros, es más fácil escribir sobre multimillonarios. La literatura clásica me aburre. Tampoco leo las críticas de mis libros, no me preocupan. La gente que lee mis libros no lee las críticas literarias. Sólo me fijo en la lista de los más vendidos”.
No son pocos los editores y críticos literarios que vienen afirmando desde hace algunos años que, si bien la mayoría de la literatura de consumo masivo es considerada como baja cultura, ello no impide la posibilidad de que surjan “best sellers” de calidad. Otros, más punzantes, aseguran que en los “best sellers” no suelen ir juntas la popularidad editorial y la calidad literaria, y las obras en las que ambas se unen constituyen una excepción. Afortunadamente hubo excepciones.
A lo largo de los años, obras como “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), “Prestupl
éniye i nakazániye” (Crimen y castigo) de Fiódor Dostoyevski (1821-1881), “Voiná i mir” (Guerra y paz) de León Tolstói (1828-1910), “Der steppenwolf” (El lobo estepario) de Hermann Hesse (1877-1962), “Ficciones” de Jorge Luis Borges (1899-1986), “Le petit prince” (El principito) de Antoine de Saint Exupéry (1900-1944), “Nineteen eighty four” (1984) de George Orwell (1903-1950), “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda (1904-1973), “Rayuela” de Julio Cortázar (1914-1984), “The catcher in the rye” (El guardián entre el centeno) de J.D. Salinger (1919- 2010), “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez (1927-2014) e “Il nome della rosa” (El nombre de la rosa) de Umberto Eco (1932-2016), por citar sólo algunas, se transformaron en “best sellers”.
Si bien estas obras fueron publicadas por grandes editoriales, muchas de ellas lo fueron en un principio en pequeñas empresas editoriales, a las cuales, sobre todo en la actualidad, se las suele menospreciar. Como dijo en “Atlas. Deutsche autoren über ihren ort” (Atlas. Autores alemanes en su lugar) el editor alemán Klaus Wagenbach (1930-2021), “las editoriales pequeñas no están repletas de expertos en ‘marketing’. Las llevan gente que hacen libros animadas por la pasión o por la fuerza de sus convicciones, y por cierto no por la perspectiva de beneficios. Si los libros de tiradas pequeñas desaparecen queda comprometido el porvenir. El primer libro de Kafka tiró 800 ejemplares, y el de Brecht 600. ¿Qué habría pasado si alguien hubiera decidido que no valía la pena publicarlos? No hay que sobrestimar la importancia cuantitativa del trabajo de las pequeñas editoriales”. Se refería a “Der prozess” (El proceso) de Franz Kafka (1883-1924) y a “Trommeln in der nacht” (Tambores en la noche) de Berthold Brecht (1898-1956).
El tema de cómo lograr que una obra se convierta en “best seller” no es nuevo. Allá por 1973 se fundó en Nueva York la agencia literaria Writers House y desde entonces se ha dedicado a lograr que ignotos autores se conviertan en personajes exitosos cuyas obras se venden en todo el mundo por millones. La receta propuesta por esta prestigiosa firma representante de escritores de los Estados Unidos se basaba en tres principios indispensables: imaginación, cultura y tenacidad.
La receta parece sencilla, pero la llave maestra para ingresar en el mundo de los ricos y famosos de la literatura estaba, al parecer, en otro sitio. Así se desprende del “manual” escrito por uno de sus agentes, un tal Albert Zuckerman (1931), quien en 1996, bajo el didáctico título de “Writing the blockbuster novel” (Cómo escribir un “best seller”), explicó que “es necesario que haya un personaje con el que se puedan identificar los lectores; un ambiente que a la gente le guste visitar -en vez de desarrollar la trama en un distrito de clase obrera pobre-, y una gran cuestión dramática que sea capaz de captar la atención del lector desde el principio hasta el final”.


La dichosa cuestión dramática podía girar en torno a submarinos atómicos que amenazaran la presunta paz mundial, oscuras maniobras fraudulentas en el gobierno de algún país, astutos millonarios a punto de perder -o engrosar- sus enormes fortunas, o la lucha despiadada por el control del narcotráfico y/o la venta de armamentos. Los protagonistas invariablemente debían ser apuestos empresarios, desde jóvenes ambiciosos hasta inescrupulosos veteranos, y hermosas mujeres siempre de treinta años y siempre rubias, aunque se admitía la variante de la chica pobre e ingenua que cae rendida a los pies de algún cruel representante del desaforado mundo de los negocios. Se aconsejaba mezclar con algo de violencia y bastante sexo, una pizca de intriga, algún asesinato, y agregar escenografías de mansiones espectaculares, playas paradisíacas o las oficinas de alguna poderosísima empresa multinacional. Con esta imaginación, esta cultura y esta tenacidad, ya estaría listo un nuevo “best seller” dispuesto a ser consumido por millones de lectores en el mundo entero.
Zuckerman advertía que, como cualquier producto de consumo, también había que pensar cuidadosamente en el envase. Para lograr un inmediato éxito en las ventas aconsejó: “Mucho ayudan las notas o anuncios efusivos de un libro impresos en la contratapa o en las fajas en las que autores o personajes famosos hablan de lo magnífica que es la novela. Habitualmente, esas notas son conseguidas por los editores o agentes, pero todas las que el mismo autor pueda aportar, por cualquier medio, contribuirán a fomentar su causa”. Por las dudas, aclaró que su libro “no ofrecerá ayuda a aquellos autores que traten de abrir nuevos caminos en la literatura a los lectores serios deslumbrados por un equivalente contemporáneo de Proust, Joyce, Kafka o Faulkner. Sólo intentará diseccionar e iluminar lo que en la industria editorial actual suele denominarse como un ‘best seller’ comercial”.
Sin falsos pudores, el “ensayista” explicaba cómo lograr que el hecho de escribir un libro se convirtiera en un oficio rentable, proporcionándole a su autor una cantidad de dinero que no se contase en miles sino en millones de dólares, aunque debiera soportar el trastorno secundario de ser vituperado por todos los suplementos literarios. En definitiva, establecía como convertir a la literatura en un mero producto comercial. Para este agente literario, el éxito más rotundo consistía en lograr que un autor desconocido llegase a cobrar grandes sumas de dinero en concepto de adelanto, y ponía como ejemplo uno de sus grandes éxitos en la materia: el protagonizado por Eileen Goudge (1950). Esta buena señora, además de ser la propia esposa de Zuckerman, había producido una serie de novelas románticas para jóvenes. En 1986, bajo la sabia tutela de su esposo, “se puso a trabajar en una novela de mujeres, con la cual consiguió un adelanto de casi un millón de dólares, como parte de un contrato de dos libros”.
Sin embargo, no siempre los “best sellers” lograron esos suculentos anticipos. Por ejemplo, con “Jaws” (Tiburón), su autor Peter Blenchey (1941-2006) obtuvo 10 millones de dólares, incluidos los ingresos por ser llevada al cine; pero el anticipo pagado por la editorial que lo publicó fue de apenas 7.500 dólares. Otro tanto ocurrió con la famosa novela “The Godfather” (El Padrino) de Mario Puzo (1920-1999), a quien la casa editora le pagó 5.000 dólares. La compañía cinematográfica Paramount, basándose sólo en un esbozo y cuatro capítulos, le pagó 25 mil dólares por una opción sobre los derechos de filmación. Con el correr de los años, el libro vendió más de veinte millones de ejemplares.
Como dato anecdótico hay que agregar que Zuckerman, un genio indiscutido a la hora de vender un título de alguno de sus clientes, fue autor de un par de novelas que pasaron sin pena ni gloria. En casa de herrero cuchillo de palo. Claro, no es precisamente eso lo que pasó con el póker de ases de autores de “best sellers” -citados anteriormente- conformado por el australiano Morris West, el galés Ken Follett y los norteamericanos Sidney Sheldon y Tom Clancy, quienes tienen al menos dos cosas en común: sus libros se vendieron como pan caliente y todos sin excepción despreciaban a la crítica literaria.
En abril de 1999, el escritor y editor francés André Schiffrin (1935-2013) publicó en París el ensayo “L'édition sans éditeurs” (La edición sin editores). En él, con una notable claridad conceptual, expresó: “Las fuerzas del mercado han prevalecido, imponen totalmente sus propósitos más que las antiguas maquinarias de propaganda. Nuestras ciudades están atiborradas de paneles para pegar carteles, la publicidad domina la radio y la televisión, el cine es un modo cada día más eficaz de difusión de la ideología del consumo. La maquinaria internacional de persuasión comercial es más poderosa que todo lo que se hubiera podido imaginar hace unos años. La batalla también se desarrolla en el terreno del libro, que poco a poco se convierte en un simple apéndice del imperio de los medios, ofreciendo diversión ligera, viejas ideas y la seguridad de que todo es lo mejor en el mejor de los mundos”.
Y agregó más adelante: “¿Por qué diablos los que poseen máquinas tan provechosas en el cine y la televisión aceptarían producir con menor beneficio libros susceptibles de hacer reflexionar de otra manera, de poner de manifiesto las dificultades? La publicación de un libro no orientado hacia un beneficio inmediato es ya prácticamente imposible en los grandes grupos editoriales. El control de la difusión del pensamiento en las sociedades democráticas ha alcanzado un grado que nadie pudo imaginar. El debate público, la discusión abierta, que son parte integrante del ideal democrático, entran en conflicto con la necesidad imperiosa y creciente de beneficio”. Tal como dice el refrán popular, más claro échale agua.

13 de abril de 2023

Raymond Chandler, el admirador de Erle Stanley Gardner

El escritor estadounidense de novela negra Raymond Thornton Chandler (1888-1959) fue un artista genuino, creador de un personaje que se ha vuelto parte de la mitología popular universal: el inolvidable Philip Marlowe. "El detective -decía Chandler- debe ser un hombre completo, común pero insólito, un hombre de honor". Marlowe reunía de sobra esas condiciones y fue el gran legado de Chandler a la literatura contemporánea en el género policial.
Por su parte, el abogado y escritor estadounidense Erle Stanley Gardner (1889-1970) fue el creador de otro personaje legendario: Perry Mason, un singular abogado que actuaba en defensa de los ciudadanos honestos. Con una visión sumamente maniquea, Gardner mezclaba la denuncia de personajes sin escrúpulos -que usufructuaban algún poder público en su beneficio-, con una ferviente apología del engranaje legal de la justicia norteamericana, en la que jamás pagaban justos por pecadores.


En las historias de Mason fallaban los hombres, jamás el sistema. En las de Marlowe fallaban los dos. Perry Mason reconstituía el orden a través de una investigación plagada de ardides insospechados que siempre terminaba en una brillante exposición ante la magistratura con la que demostraba la inocencia del acusado. Philip Marlowe estaba más preocupado por corregir los errores de la sociedad que por resolver los crímenes. Arriesgaba su vida para proteger a los más débiles de las injusticias sociales intentando sentar normas éticas, pero únicamente conseguía atenuar el dolor de las víctimas. Aunque el asesino fuera apresado y castigado, el orden sólo se recomponía parcial y precariamente.
Chandler escribía disgustado por la sociedad brutal y corrompida en que vivía, donde no existía prácticamente diferencia entre los policías y los delincuentes. Creía, igual que el novelista francés Honoré de Balzac (1799-1850), que "detrás de toda gran fortuna siempre hay un crimen". Enojado con sus editores -que le exigían un porcentaje de sus ganancias-, declaró: "No entiendo, ¿por qué un editor debe cobrar más regalías por la publicación del libro de un escritor, si el editor le paga al escritor derechos por la edición original?". Desilusionado también con el mundo del cine para el cual trabajó, escribió en una oportunidad: "Si mis libros hubieran sido peores de lo que son, no me habrían invitado a Hollywood y, si hubieran sido mejores, yo no habría venido".
Siempre reconoció que empezó a escribir imitando a Dashiell Hammett (1894-1961), el escritor estadounidense precursor de la novela negra y creador del famoso detective Sam Spade. Sobre él opinó: “Hammett extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón. Devolvió el asesinato a esa clase de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el sólo hecho de proporcionar un cadáver. Y con los medios de que disponían, no con pistolas de duelo cinceladas a mano. Describió a esas personas tal como son y las hizo hablar y pensar en el lenguaje que habitualmente hablaban”.
Considerado uno de los maestros del género de la novela negra policíaca, Chandler publicó sus primeros relatos en 1933 en la revista “Black Mask” fundada en 1920 por el periodista y crítico cultural Henry Louis Mencken (1880-1956). Desde entonces no abandonó el género. Entre sus obras más conocidas se pueden citar “The big sleep” (El sueño eterno), “Farewell, my lovely” (Adiós, muñeca), “The high window” (La ventana siniestra), “The lady in the lake” (La dama del lago), “The little sister” (La hermana menor), “The long goodbye” (El largo adios), “The blue dahlia” (La dalia azul), “Strangers on a train” (Extraños en un tren), “Red wind” (Viento rojo), “Spanish blood” (Sangre española), “Killer in the rain” (Asesino en la lluvia), “Trouble is my business” (Los problemas son mi negocio) y “The simple art of murder” (El simple arte de matar).


Gardner, quien también publicó novelas usando los seudónimos A. A. Fair, Kyle Corning, Charles M. Green, Carleton Kendrake, Charles J. Kenny, Les Tillray y Robert Parr, escribía historias efectistas basándose en sus conocimientos de derecho para construir casos que siempre terminaban bien (Perry Mason perdió un caso una sola vez). Su extensa obra tuvo pocas variaciones en su estructura narrativa -él mismo confesó: "carecía por completo de talento literario"- y fue producida a un ritmo frenético semejante al de la producción en cadena. Para lograrlo, mantenía un plantel de secretarias que transcribían las historias que él grababa en un magnetófono, toda una novedad para los años '30.
Se destacan entre sus numerosísimas obras “The case of the velvet claws” (El caso de las garras de terciopelo), “The case of the lucky legs” (El caso de las piernas bonitas), “The case of the dangerous dowager” (El caso de la viuda peligrosa), “The case of the haunted husband” (El caso del marido obsesionado), “The case of the buried clock” (El caso del reloj enterrado), “The case of the lonely heiress” (El caso de la heredera solitaria), “The case of the moth eaten mink” (El caso del abrigo de visón), “The case of the fugitive nurse” (El caso de la enfermera fugitiva), “The case of the long legged model” (El caso de la modelo de las piernas largas), “The case of the deadly toy” (El caso del juguete mortífero) y “The case of the postponed murder” (El caso del crimen diferido).


Ambos autores comenzaron a escribir para ganarse la vida ante la insatisfacción que le producían sus respectivos empleos (en una compañía petrolera Chandler, en un estudio de abogados Gardner) y, luego de un comienzo dubitativo, ambos fueron puliendo su estilo con empeño y dedicación. Se conocieron en la época de "Black Mask" y mantuvieron una amistad que duró hasta la muerte de Chandler, quien sentía una verdadera admiración por Gardner. Como muestra de esa admiración, quedan algunas cartas que el creador de Philip Marlowe envió al creador de Perry Mason. Ellas, entre muchas otras, aparecieron publicadas en “The notebooks of Raymond Chandler” (Los cuadernos de Raymond Chandler), libro editado en 1976.
 
Enero 5, 1939
Mientras nos hallábamos hablando de la vieja revista "Action Detective", me olvidé de decirle que aprendí a escribir una novela corta, siguiendo una de las suyas sobre un hombre llamado Rex Kane, alter ego de Ed Jenkins, que se vio enredado en una casa en lo alto de una colina en Hollywood, con una florida dama que presidía una organización contra el chantaje. Usted no se va a acordar. Probablemente esté en su archivo. Hice una sinopsis sumamente detallada de su novela y a partir de allí la volví a escribir y comparé luego lo que yo había hecho con lo suyo, empecé de nuevo y escribí un poco más, y así siguiendo. Al final me dio un poco de pena porque no podría intentar venderla. Y parecía muy buena. Descubrí incidentalmente que lo más difícil de su técnica era la habilidad de hacer pasar situaciones lindantes con lo inverosímil, pero que al leerlas parecen absolutamente reales. Espero que entienda que esto que digo es un cumplido. Yo ni de cerca lo pude lograr. Dumas tenía esta facultad en muy alto grado. También Dickens. Es probablemente lo fundamental en todo trabajo rápido, porque el trabajo rápido posee naturalmente una alta dosis de improvisación, y hacer que una escena improvisada parezca inevitable requiere no poco arte. Por lo menos, ésa es mi opinión. Y aquí estoy, a las 2.30 de la mañana, escribiendo sobre técnica, a pesar de mi absoluto convencimiento de que, en el preciso instante en que un hombre empieza a hablar de técnica, demuestra que se le han agotado las ideas.
 
Noviembre 9, 1945
Hace unas semanas me fui a Big Lake a reponerme de un estado de completo agotamiento que usted, como incansable que es, jamás conocerá. Lo único que pude leer son los cuentos de Perry Mason. Había varios de ellos que no había leído, no sé por qué. Quizás mis gustos hayan cambiado, quizás mis constantes batallas legales por cuestiones de contratos me hayan convertido en un enamorado de la ley. Sea como fuere, leía uno por noche y me encantaban. Fue interesante también observar que a medida que pasaba el tiempo se volvían mucho más pulidos y más expertos.
 
Enero 29, 1946
Me dirijo ahora a la Corte, con permiso, con referencia a un pretendido autor de obras policiales, un tal Gardner. Intelectualmente el público lector es, en el mejor de los casos, adolescente, y resulta obvio que lo que se llama "literatura significativa" podrá ser vendida a este público con exactamente los mismos métodos empleados para venderle pasta dentífrica, laxantes o automóviles. Es igualmente obvio que este público, puesto que se le ha enseñado a leer por la fuerza bruta, en los intervalos de su lucha con el último best seller "significativo", desea leer libros que sean entretenidos y estimulantes. Así, al igual que todos los públicos de todas las edades que han recibido una educación a medias, se vuelve con alivio al hombre que les cuenta una historia y nada más. Decir que lo que este hombre escribe no es literatura, es como decir que un libro no puede tener nada de bueno si hace que uno quiera leerlo. Cuando un libro, cualquier clase de libro, alcanza una intensidad determinada de ejecución artística se vuelve literatura. Esa intensidad puede ser una cuestión de estilo, situación, personajes, tono emocional, idea o una media docena de cosas más. Puede ser también el perfecto control sobre la evolución de una historia, similar al control que un gran "pitcher" tiene sobre la pelota. Eso es lo que para mí usted tiene más que nada y más que nadie. Cada página me arroja el anzuelo para la siguiente. Eso es lo que yo llamo una suerte de genio. Perry Mason es el detective perfecto porque emplea el método intelectual de una mente jurídica y posee al mismo tiempo, la inquieta cualidad del aventurero que nunca permanecerá en un sitio. Por lo tanto, acabémosla con ese barullo acerca de que "como literatura mis cosas aún hieden". ¿Quién dijo eso? ¿William Dean Howells?
 
Mayo 15, 1947
Si el editor fuera realmente el amigo del escritor o del agente y lo representara como es debido, sería excelente, pero no creo que en general lo sea. Mi opinión es que el editor debería ser capaz de identificar alguna propiedad vendible y meritoria en los libros con tiempo suficiente en el partido como para ayudar a convencer al público y para colaborar en la promoción de los libros, en vez de quedarse esperando que un conjunto de individuos desconocidos y desconectados entre sí, desparramados a todo lo ancho y largo del país, descubran por sí mismos que fulano y mengano son buenos escritores, y que lo digan con suficiente frecuencia y volumen de voz, y en número suficiente como para crearles algo así como una moda. Pienso que el editor tendría que contribuir a poner a esta moda en movimiento.

Chandler murió el 26 de marzo de 1959, alcohólico y amargado. Gardner le sobrevivió once años y falleció el 11 de marzo de 1970, inmensamente rico y popular.

10 de abril de 2023

Erle Stanley Gardner. La máquina de escribir

Erle Stanley Gardner nació el 17 de julio de 1889 en Malden, Massachusetts. Recibido de abogado en 1911, comenzó a trabajar en una corporación en Oxnard, California, donde debido a sus notables conocimientos de jurisprudencia ganó la mayoría de sus casos y obtuvo una gran reputación. Sin embargo, aburrido de su trabajo, en 1917 abandonó la abogacía y se dedicó a la venta de repuestos para autos. Cuatro años después, habiendo perdido el empleo, tuvo que retornar a su antigua profesión.
De esa época data su interés por los "pulps", aquellas populares revistas impresas en papel rústico y amarillento que florecieron en los Estados Unidos en los años 20 con una temática orientada hacia las historias policiales y la ciencia ficción. En busca de ingresos adicionales, pensó en dedicarse a escribir historias para alguna de ellas. Probó suerte en las más famosas: "Amazing Stories", "Black Mask", "Weird Tales" y "Breezy Stories", pero sólo esta última aceptó comprarle por quince dólares "Nellie's naughty nighty" (La travesura nocturna de Nelly) que fue publicada en el número de agosto de 1921. De todos modos, al desconocer las técnicas de la escritura profesional, en el transcurso de los siguientes dos años sus manuscritos fueron continuamente rechazados.
Mientras trabajaba como abogado, siguió escribiendo historias hasta que, luego de un rechazo inicial, "Black Mask" aceptó publicar a cambio de ciento sesenta dólares, "The shrieking skeleton" (El esqueleto chillón) en diciembre de 1923 bajo el seudónimo de Charles M. Green. Debido al relativo éxito obtenido, un editor de la revista le propuso que creara un personaje para una serie; de ese modo nació Ed Jenkins, uno de los varios que crearía, quien apareció por primera vez en "The phantom Crook" (El fantasma Crook) en enero de 1925. Este oscuro personaje, un clásico perdedor al margen del sistema, protagonizaría setenta y tres historias a lo largo de dieciocho años; su última aventura fue "The gong of vengeance" (El sonido de la venganza) en septiembre de 1943.


Entusiasmado ante la posibilidad de convertirse en escritor profesional, Gardner se dedicó al Derecho durante el día y a la escritura durante la noche, llegando a mantener un ritmo de cien mil palabras al mes. Utilizando varios seudónimos -Kyle Corning, A.A. Fair, Carleton Kendrake, Charles J. Kenny, Robert Parr y Les Tillray- sólo en 1926 vendió un millón de palabras repartidas en noventa y siete cuentos, entre ellos veintiséis para "Black Mask".
Dispuesto a ampliar su público lector, en 1929 Gardner escribió un par de novelas -"Reasonable doubt" (Una duda razonable) y "The silent verdict" (El veredicto silencioso)-, las que presentaban a dos eficaces abogados: Ed Starke y Sam Keene respectivamente. Ambas novelas fueron rechazadas por varias editoriales antes de ser publicadas recién en 1933. Cuando su agente literario le sugirió combinar las cualidades de ambos juristas y convertirlos en uno solo, Gardner creó el que sería su personaje más famoso: el abogado Perry Mason.


La publicación de "The case of the velvet claws" (El caso de las pinzas de terciopelo) le permitió al autor abandonar definitivamente la abogacía para dedicarse únicamente a la escritura. Bajo la fuerte influencia de "Black Mask" con su tradicional detective privado, el primer caso de Perry Mason presentaba a un abogado dispuesto a asumir cualquier riesgo por su cliente, acercándose a más a la línea que cultivaba Dashiell Hammett (1894-1961), por entonces el escritor estrella del estilo denominado "hard boiled".
Cuando los estudios cinematográficos de Hollywood compraron la primera novela de Perry Mason, el escritor comenzó a ganar dinero y respetabilidad. Además, el "Saturday Evening Post" publicó en 1937 "The case of the Lame Canary" (El caso de Lame Canary) en forma de folletín, lo que aumentó notoriamente la fama tanto del autor como de su personaje. Compró un rancho en San Bernardino, al este de Los Angeles, que pronto se convirtió en su centro de operaciones. Allí no sólo escribía las historias de Perry Mason sino que también creó a otros personajes para serializar. Así nacieron Donald Lam y Bertha Cool, un dúo de dispares detectives que protagonizaron veintinueve novelas entre 1939 y 1970 escritas bajo el seudónimo de A.A. Fair; Doug Selby, un joven abogado de un pequeño condado que apareció en nueve novelas entre 1937 y 1949; y varios otros que no alcanzaron a desarrollarse más allá de una o dos novelas entre 1938 y 1950: el fiscal Terry Clane, el detective Gramps Wiggins, el sheriff rural Bill Eldon y el abogado Rob Trenton.


Mientras tanto, Perry Mason había alcanzado un notable éxito. Entre 1934 y 1940 se filmaron siete películas, la mayoría de ellas con Warren William (1894-1948) en el papel del abogado, y la cadena radiofónica CBS puso en el aire, a partir de 1943 y durante doce años, un programa semanal de media hora de duración con guiones del propio Gardner. La expansión lograda llevó al escritor a abandonar las revistas populares para dedicarse a viajar y a estudiar la naturaleza (lo que generó trece libros) y a profundizar sus estudios sobre legislación penal y criminal (escribió más de setenta y cinco artículos, desde medicina forense hasta sugerencias para una reforma penitenciaria).
A mediados de los años 50, la creciente popularidad de Perry Mason atrajo la atención de la televisión. Gardner negoció un acuerdo que le dio el control total de la serie, y él personalmente seleccionó al actor canadiense Raymond Burr (1917-1993) para encarnar a Perry Mason. "The Perry Mason Show" se emitió a partir de septiembre de 1957 hasta abril de 1966 con un total de doscientos setenta y un episodios. Luego, durante la temporada 1973/74, se emitieron quince episodios con el nombre de "The new adventures of Perry Mason", con Monte Markham (1935) como actor protagónico.


Gardner escribió un total de ochenta y dos novelas de Perry Mason, cinco de las cuales fueron publicadas póstumamente. La última fue "The case of the postponed murder" (El caso del asesinato postergado) editada en 1973. Tras su muerte se publicaron también ocho libros de relatos que había escrito en los tiempos de las "pulp magazines" y que habían sido desechados en su momento. En total, su obra asciende a más de setecientas narraciones, entre las que se incluyen ciento veintisiete novelas, producidas a un ritmo casi industrial y, por supuesto, de calidad muy variada.
Cuando murió el 11 de marzo de 1970, Gardner era, según cuenta el historiador Russel Nye (1913-1993) en "The unembarrassed muse: the popular arts in América" (La musa desvergonzada: las artes populares en Norteamérica, 1970), "el más leído de todos los escritores de Norteamérica" y "el autor más traducido en el mundo". La primera novela de Perry Mason "ha vendido veintiocho millones de copias en sus primeros quince años. A mediados de los años 50, las novelas de Perry Mason se vendían a razón de veinte mil ejemplares por día. Desde entonces, sus novelas nunca han dejado de ser reimpresas".
Tras su fallecimiento, las cenizas de Erle Stanley Gardner fueron esparcidas por la Baja California. A lo largo de sus algo más de ochenta años de vida, trabajó como abogado profesional durante veintidós años, y fue criminólogo amateur, deportista, viajero, fotógrafo de la vida salvaje y explorador con un profundo conocimiento sobre geología, arqueología, ingeniería, astronomía, medicina forense, historia natural y zoología marina.

1 de abril de 2023

Cuentos selectos (XXVIII). J. Rodolfo Wilcock: "Año nuevo"

El escritor Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) nació en Buenos Aires. Hijo único de un inglés y de una argentina de origen italiano, durante su niñez, entre 1920 y 1926, pasó unos años en Suiza en casa de sus abuelos maternos y, a su regreso, estudió en la Universidad de Buenos Aires donde se graduó de Ingeniero Civil en 1943. Ese título lo llevó a trabajar en Mendoza al servicio de los Ferrocarriles del Estado en la construcción del ferrocarril trasandino, sin por ello dejar de escribir poemas. Entre 1940 y 1953 publicó seis poemarios: “Libro de poemas y canciones”, “Ensayos de poesía lírica”, “Persecución de las musas menores”, “Paseo sentimental”, “Los hermosos días” y “Sexto”. Habiendo abandonado su trabajo como ingeniero para dedicarse exclusivamente a la literatura, publicó el libro de cuentos “El caos” y la obra teatral “Los traidores” en coautoría con Silvina Ocampo (1903-1993), escritora a quien conoció junto a Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) mientras trabajaba como editor de las revistas “Verde memoria” y “Disco”, y como colaborador en “Anales de Buenos Aires”, “La Prensa” y “Orígenes”. Estas ocho obras serían las únicas que escribió en español ya que, tras una breve estadía en Londres entre 1953 y 1954 trabajando como traductor y comentarista de la cadena televisiva BBC, se radicó definitivamente en Italia en 1957. Allí trabajó primero como traductor para la edición en español de “L’Osseervatore Romano”, y luego colaboró en medios gráficos como “Tempo Presente”, “La Nazione”, “La Voce Repubblicana”, “Il Messaggero” y “L’Espresso” y publicó sus siguientes obras en italiano. Entre ellas pueden mencionarse, entre muchas otras, las novelas “I due allegri indiani” (Los dos indios alegres), “L'ingegnere” (El ingeniero), “Lo stereoscopio dei solitari” (El estereoscopio de los solitarios) y “Il tempio etrusco” (El templo etrusco); los tomos de cuentos “Il libro dei mostri” (El libro de los monstruos) y “La sinagoga degli iconoclasti” (La sinagoga de los iconoclastas); y el ensayo “Il reato di scrivere” (El delito de escribir). Simultáneamente se desempeñó como traductor, tanto al castellano como al italiano, de obras escritas en alemán, francés e inglés. De su extensa tarea en esta materia se destacan obras como “The tragedy of king Richard the Third” (La tragedia del rey Ricardo III) de William Shakespeare (1564-1616), “The London scene” (Escenas de Londres) de Virginia Woolf (1882-1941), “Ulysses” (Ulises) de James Joyce (1882-1941), “In der strafkolonie” (En la colonia penitenciaria) de Franz Kafka (1883-1924), “The quiet american” (El americano impasible) de Graham Greene (1904-1991) e “Il crollo della Baliverna” (El derrumbe de la Baliverna) de Dino Buzzati (1906-1972), entre muchas otras. Prácticamente olvidado en su país natal, en Roma se relacionó con la comunidad artística e intelectual italiana compartiendo lazos de amistad con figuras destacadas como Alberto Moravia (1907-1990), Pier Paolo Pasolini (1922-1975), Vittorio Gassman (1922-2000) e Italo Calvino (1923-1985).


Hacia el repentino final de su vida, J. Rodolfo Wilcock -tal como firmaba sus obras- abandonó su casa en Velletri, al sur de Roma y se instaló en una destartalada casa de campo en Lubriano, una pequeña
 localidad de la provincia de Viterbo en la región del Lacio. Allí moriría víctima de un síncope cardíaco mientras leía un tratado de cardiología al que pensaba traducir. Prácticamente desconocido en la Argentina, su obra se destacó por su singularidad ajena a las corrientes literarias de entonces. Sumamente paródico, sarcástico y crítico, en su obra predominó lo absurdo, el humor negro, la perversidad y lo grotesco. Recién a comienzos del presente siglo sus libros obtuvieron una leve revalorización por parte de la crítica literaria argentina. “Año nuevo”, el cuento que sigue a continuación, forma parte de su primer libro de relatos: “El caos”.

AÑO NUEVO
 
Rosa y Augusto esperaron el año afuera. La noche era calurosa, pero un poco de viento hacía hablar de vez en cuando al follaje de los álamos de Carolina y suscitaba rumor de mar en las altas casuarinas. Rosa tenía un fonógrafo y algunos discos, que Augusto había aprendido rápidamente a manejar; aunque no escuchaba la música, el ruido le agradaba y los “tutti” de las sinfonías y conciertos le infundían un deseo de acción que a veces lo obligaba a ponerse de pie y dar unos pasos. Por lo demás, tenía una capacidad infinita para el ocio, y podía quedarse horas recostado en el suelo al lado de la silla plegadiza donde Rosa miraba el encaje de las hojas negras sobre el cielo.
Trataban de escuchar la tercera de Dvorak, pero Augusto ponía los discos en cualquier orden y no se sabía nunca si ya habían oído o no esa parte.
- Cuántas estrellas hay esta noche -decía Rosa.
- Jum -contestaba Augusto.
En una estancia cercana debían de estar festejando el fin de año, porque de pronto empezaron a disparar cohetes y fuegos artificiales. Sobre el cielo azul oscuro aparecía una araña azul brillante y, cuando ya se oía la explosión, la araña se deshacía pero de una pata saltaba otra araña colorada como la sangre viva que se esparcía sobre los montes de eucaliptos. La gente de la zona, que solamente miraba el cielo de noche para ver si anunciaba lluvia, contemplaba ahora esos prodigios inventados por los chinos, que no duraron mucho porque los dueños de la estancia habían destinado una suma limitada para gastos de iluminación poética, despidiéndose de los ámbitos superiores y de sus mil admirados espectadores desconocidos con dos globos impulsados por su propio ardor. Uno se incendió, el más violento, y cayó sobre el monte de Baigorri como una llamarada que les mandaban los de la estancia, pero el otro subió del lado de Mariano Acosta y todos lo seguían con la mirada, pensando que un señor ignoto había gastado esos pesos para adornarles el cielo justamente esa noche que ellos estaban de fiesta y el globo se alejaba y parecía querer llegar hasta Moreno y los chicos de las quintas exclamaban: “¡Mira un globo!” y todos los que lo veían alejarse sentían que era el año que se iba, cada vez más alto, ardiendo en su propio fuego.
También Augusto lo siguió con la mirada hasta que el globo se perdió de vista y entonces, volviéndose del lado de Rosa, le preguntó:
- ¿Cuántos años tiene usted?
Un acordeón tocaba un vals de antes de la guerra en la quinta de verdura de Galli. El vals giraba como un mosquito bajo el calor de la noche, y a veces se le unían las voces de los peones italianos y su hilo se volvía una cinta; la cinta del vals se perdía entre los árboles pero siempre volvía a aparecer, entre los gritos aislados de otros peones de tierra adentro que hacían lo posible por unirse al ritmo europeo que giraba como una alemana rubia entre los paraísos, delante de hectáreas y hectáreas de repollos inmóviles como caballeros bajo las estrellas.
 - No sé -contestó Rosa-, realmente esas cosas no me interesan, la edad de la gente; es un detalle tan poco importante... A tu edad importa, pero después...
- Alguna vez habrá nacido -dijo Augusto.
-La edad no se pregunta, porque se ve. Es como preguntarle a uno cuánto pesa, para saber si es gordo.
- Es que usted tiene una hija grande -insistió Augusto-, y yo creía que era joven.
Estaba apoyado contra un árbol, con las piernas abiertas, y en la boca un cigarrillo amarillento que con esa luz de la luna recién nacida parecía gris. Rosa pensaba que esos cigarrillos de Augusto se ponían amarillos apenas empezaba a fumarlos.
- A veces me parece ser más joven que mi hija -dijo Rosa.
En casa del tambero de enfrente los seis chicos empezaron con las cacerolas y las sartenes, como todos los años nuevos. Daban vueltas y vueltas a la casa golpeando con palos el fondo de las cacerolas, y todos los perros que habían gemido durante los fuegos artificiales y se habían escondido en los galpones empezaron a ladrar espasmódicamente. Los pájaros que ya dormían se despertaban y cantaban un poco como cumpliendo una obligación. Muy lejos sonó un tiro.
- ¿Usted es viuda? -preguntó Augusto.
- Sí. Hace mucho que soy viuda -contestó Rosa, aburrida y halagada por este interés que era como un sueño.
- ¿Por qué no se casa otra vez?
Del lado de Buenos Aires, que era el oeste, dentro de una nube oscura pero rosada, dos reflectores se movían como palitos claros dibujando espirales, sin dejar huella sobre el techo de la ciudad infinita. Enroscado en la cinta del vals de lo de Galli, un santiagueño gritó “¡Huija!” y empezaron a ladrar todos los perros de ese lado. Frente a la quinta pasaban automóviles con faros que iluminaban cuadras de polvo y adentro gente que cantaba, pero no daban tiempo de reconocer el canto. En el camino, una voz invisible gritó:
- ¡Feliz año nuevo!
Desde el auto le contestaron:
- ¡Anda a dormir la mona!
- Porque no -le contestó Rosa a Augusto.
Cada vez que pasaba un auto los chicos volvían a golpear las cacerolas ante el efímero auditorio, que a veces respondía con un bocinazo. Del rancho de Augusto emergían como dos serpientes divergentes e indecisas dos voces discordantes que cantaban canciones distintas sin anularse.
- ¿Qué hace tu padre? -preguntó Rosa.
- Qué sé yo, está con un amigo.
- ¿Por qué no te quedas a dormir aquí esta noche, en la piecita de al lado de la cocina? ¿A tu padre le importaría?
- ¡A quién le importa lo que dice el viejo! -exclamó Augusto tirando el cigarrillo, inescrutable, y más en la oscuridad.
En eso empezó el año, sin distinguirse del resto de la noche, salvo por una onda de intensificación general. Las cacerolas sonaban con más violencia, en la estancia disparaban los dos o tres cohetes que después de todo les había quedado, en lo de Galli el vals se volvió más rápido, el padre de Augusto tiró varios tiros con la escopeta sin dejar de cantar, todos los perros del partido de Merlo y todos los perros del partido de Marcos Paz ladraron, algunos pájaros volvieron a despertarse y los reflectores de Buenos Aires se agitaron como queriendo decir algo y se volvieron tres. Pero no pasó ningún automóvil hasta después de un rato.
- Felicidad -dijo Rosa.
 - Felicidad -aprendió a decir Augusto.
- Realmente -dijo Rosa-, si a tu padre no le importa, podrías quedarte a vivir aquí en esa piecita. Sueldo no puedo darte, pero siempre algún trabajito podrás hacer.
- Veremos -dijo Augusto.
- Y cuando me muera -dijo Rosa, que era apasionada y solitaria- te dejaré la quinta. O mejor dicho, la mitad de la quinta.
El viento había cesado, pero de pronto pasó un soplo que era la primera brisa del año, rozando la punta de los árboles más altos. El molino gimió, cambió de dirección y dio unas cuantas vueltas con desgano. Rosa y Augusto comían higos secos y almendras.
La pieza donde se acostó Augusto tenía las paredes blancas y un zócalo azul hasta una palma del suelo, que era de baldosas coloradas, y el techo de ladrillos sobre vigas de madera. Por otra parte, era muy similar a los demás cuartos de la casa, aunque más chica. Augusto estaba desnudo y no se dormía entre esas sábanas limpias sin el olor a humo de su cama, sin pulgas. Había dormido casi todo el día. La luna ya estaba alta y menguante, pero no entraba por la ventana abierta como el olor a jazmín. Augusto se levantó y se puso los pantalones, se apretó el cinturón y entró descalzo en la cocina. Miró en la penumbra lechosa las cacerolas colgadas en la pared, por orden decreciente de tamaño, la espumadera y el colador; se acercó a la cocina económica y la tocó. Estaba fría; también era fría la mesa de mármol, grasosa al tacto.
De la cocina pasó al corredor que conducía al comedor y a la entrada de la casa. A los costados estaban los dormitorios; en uno dormía Rosa con la puerta entreabierta. Augusto se asomó por la puerta, pero ni siquiera espiando su actitud era menos digna; observaba el interior del cuarto como quien mira un sembrado, sin expresión. Entró y sin hacer ruido se sentó en una silla al lado de la ventana abierta, magnífica de luna. Del otro lado de la ventana estaba la cama.
Rosa dormía tapada hasta la cintura por la sábana arrugada, con una pierna doblada hacia arriba y la rodilla apoyada en la pared; del resto del cuerpo, sólo tenía cubiertos los senos. Era una mujer dormida, la primera que veía Augusto. Sobre la mesa de luz había una lámpara “art nouveau” de cobre y vidrio como resquebrajado entre guirnaldas de rosas chatas, y en las paredes cuadritos de quince por veinte con fotografías de rosas en blanco y negro. La cama era de roble, también con guirnaldas de rosas chatas, pero más antiguas que las de la lámpara.
De vez en cuando Rosa se movía un poco, en sueños; modificaba la posición de las piernas. En cambio Augusto no se movía, casi no parpadeaba. Más tarde la luna iluminó sus hombros y dibujó en el suelo la sombra de su nariz, pero no por eso se movió el muchacho, que miraba dormir a Rosa y trataba de aprender su cuerpo en el curso de una noche para saber cómo eran todas las mujeres. Creyendo que todos dormían, un ratón que atravesaba el cuarto se detuvo en medio del rectángulo de luna y se frotó el hocico con las manitos.
A las tres de la madrugada el cielo se nubló y Rosa suspiró, cambiando de posición; la luz de la luna llegaba ahora a través de nubes como vellones, gris y gastada como un amanecer. Augusto seguía sentado con las manos juntas entre los muslos, y a ratos se rascaba el cuello, la espalda, una pantorrilla; también Rosa se rascó una vez, sin despertarse. A las cuatro, el muchacho regresó a su cuarto y durmió casi hasta el mediodía.