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4 de julio de 2023

Ingmar Bergman. Siete comentarios de intelectuales argentinos sobre sus obras cinematográficas

El director teatral y cinematográfico sueco Ingmar Bergman nació el 14 de julio de 1918, hijo de un pastor protestante del que recibió un estricta educación que marcó su vida y su obra, caracterizada, salvo excepciones, por la inclusión de connotaciones metafísicas y un universo de problemas humanos fundamentales como la incomunicación de la pareja, la soledad, Dios o la muerte. Cursó sus estudios secundarios en Estocolmo, donde también se licenció en Arte y Literatura, y pronto se apasionó por el teatro de Henrik Ibsen (1828-1906) y August Strindberg (1849-1912), los dos grandes inspiradores de su posterior actividad en la escena como autor y director. Tras ser ayudante de dirección en el Real Teatro de la Opera de Estocolomo, desde 1944 estuvo al frente de diversos teatros en Helsinborg, Goteborg, Malmoe, Munich y finalmente en el Real Teatro Dramático de Estocolmo hasta 1995. Luego se encargó de los espacios escénicos de la televisión pública sueca STV. 
En el cine comenzó escribiendo guiones para los directores Gustav Molander (1888-1973), Alf Sjorberg (1903-1980) y Alf Kjellin (1920-1988) entre otros, y se estrenó en la dirección en 1945 con el largometraje "Kris" (Crisis), al que siguieron "Det regnar pá vár kärlek" (Llueve sobre nuestro amor), "Fängelse" (Prisión), "Sommarlek" (Juegos de verano), "Kvinnors väntan" (Tres mujeres), "Sommaren med Monika" (Un verano con Mónica), "Gycklarnas afton" (Noche de circo), "En lektion i kärlek" (Una lección de amor), "Sommarnattens leende" (Sonrisas de una noche de verano) y "Det sjunde inseglet" (El séptimo sello).
Para entonces, Bergman empezaba a ser conocido internacionalmente como un autor complicado, atormentado y oscuro. Después vinieron las premiadas "Smultronstället" (Fresas salvajes), "Nära livet" (En el umbral de la vida), "Jungfrukällan" (La fuente de la doncella), "Sásom i en spegel" (Detrás de un vidrio oscuro), "Tystnaden" (El silencio), "Viskningar och rop" (Gritos y susurros), "Scener ur ett äktenskap" (Escenas de la vida conyugal), "Ormens ägg" (El huevo de la serpiente), "Höstsonaten" (Sonata otoñal) y "Fanny och Alexander" (Fanny y Alexander). Después de haber dirigido más de cincuenta películas, alternando comedias ligeras con dramas psicológicos y filosóficos, Bergman murió el 30 de julio de 2007. Muchos fueron los comentarios vertidos tras la desaparición de uno de los más grandes e influyentes cineastas del siglo XX. Lo que sigue son algunas opiniones de importantes intelectuales argentinos publicadas en diversos medios de Buenos Aires.
 
Leonardo Moledo (1947-2014). Docente universitario, escritor y periodista. Autor de las novelas "La mala guita", "Verídico informe de la ciudad de Bree" y "Tela de juicio"; las piezas teatrales "Las reglas del juego" y "El regreso al hogar", y de los libros de divulgación científica "De las tortugas en las estrellas", "Dioses y demonios en el átomo", "Curiosidades del planeta Tierra", "Curiosidades de la ciencia" y "Los mitos de la ciencia". Además fue autor de numerosos cuentos de ciencia ficción que fueron publicados en los diarios "Clarín" y "Página/12", y en las revistas "El Péndulo" y "Minotauro".
 
La primera película de Bergman que vi fue "Fresas salvajes". Así fue como conocí a Bergman y su mundo. Hay algunas escenas que son no imborrables sino formantes, constituyentes del pensamiento y la cultura. En especial la primera. El protagonista -un profesor de medicina- sale a una calle desierta, a pleno sol; de la fachada de un comercio cuelga un reloj sin manecillas, la atmósfera es la de los cuadros de De Chirico; hay una especie de muñeco gordo, casi redondo; apenas el profesor lo toca, se derrumba y se deshace en hilos de sangre; casi simultáneamente, se escuchan los cascos de un caballo que dobla la esquina e irrumpe, arrastrando un coche fúnebre sin cochero y se detiene; el cajón se cae y se abre, y el profesor se ve a sí mismo adentro. Toca su cadáver y éste lo aferra y empieza a tirar hacia adentro; el profesor se resiste y durante el forcejeo se despierta. Es uno de los tantos sueños y relatos de juventud que jalonan la película. Pero lo que me importa es esa primera escena, de una simbología, si se quiere, fácil: el tiempo (el reloj sin manecillas), la atracción de la muerte que lo acecha (el cadáver tratando de arrastrarlo hacia el ataúd), casi icónica, y en cierto modo sin demasiada importancia (aunque todavía oigo con claridad los cascos del caballo sobre la calle vacía). Pero icónico o no, el conjunto construye a la perfección una atmósfera metafísica que después impregnará otras películas: Bergman arma aquí y pesca a la perfección la textura sencilla y suave de la pesadilla, la trama de un mundo que no necesita de la oscuridad para ser oscuro y final, el terror ante la nada y su falta de significado. Después de verla ya no volvemos a ser los mismos porque nos mete en un mundo que se infiltrará más tarde en nuestros propios sueños, pesadillas y recuerdos y del cual no podremos escapar aunque bien nos gustaría.
 
Guillermo Saccomanno (1948). Escritor y guionista de historietas. Entre sus libros se destacan "Situación de peligro", "Roberto y Eva. Historias de un amor argentino", "Bajo bandera", "Animales domésticos", "La indiferencia del mundo","El buen dolor", "El oficinista", "Terrible accidente del alma" y "Cuando temblamos". Obtuvo el Primero y Segundo Premio Municipal de Cuento, el Premio Crisis de Narrativa Latinoamericana y el Premio Club de los XIII. Algunos de sus relatos fueron llevados al cine y traducidos a distintos idiomas. Escribe habitualmente en el diario "Página/12".
 
Casado con una tendera de moda, un hombre de negocios oculta su homosexualidad en el matrimonio. Frecuenta una puta, se desgarra y se analiza. En tanto, su mujer se acuesta con su psiquiatra. El hombre asesina a la puta. Después, la investigación policial. Resumidísima, ésta es la trama de "De la vida de las marionetas". Es una película atípica de Bergman: entrevera lo documental con el thriller. Arranca con colores furiosos y continúa en blanco y negro, compuesta por testimonios, diferentes puntos de vista. Nadie es dueño de la verdad. Al salir del cine, me costaba encajar en la realidad. El espectador que yo era antes de la película no era el mismo después de haberla visto. ¿Quién tira de los hilos?, me preguntaba. Cada una de sus películas me transmitía una inquietud que duraba varios días y, con el tiempo, se depositaba en mi memoria con la intensidad de lo vivido. Nada más lejos de su cine que la bajada de línea. No hay en ninguna de sus películas una sola frase que afirme la existencia de Dios y que le reste trascendencia a la distinción entre culpa y responsabilidad. Bergman siempre pregunta. Nunca declama. Interroga. En principio, a sí mismo. Asumiendo el riesgo, nos confiesa su desesperación, un vacío que si debe tener un nombre es el de Dios. Planteada su pregunta, estamos más solos que nunca. ¿Qué Dios mueve los hilos pidiéndoles a los hombres ser sus embajadores haciéndose sacerdotes o curadores psi del alma atormentada? ¿Existirá Dios? Si no hay Dios, ¿a quién adjudicarle nuestras miserias y vergüenzas? Bergman tiene un mensaje (término desacreditado si lo hay): no tenemos otra alternativa que hacernos cargo de la desesperación que produce la responsabilidad.
 
Rodolfo Rabanal (1940-2020). Periodista y escritor. Escribió las novelas "El apartado", "Un día perfecto", "En otra parte", "El pasajero", "El factor sentimental", "La vida brillante", "El héroe sin nombra", "La vida escita", "Cita en Marruecos", "La mujer rusa" y "La vida privada". También fue autor de los libros de cuentos "No vayas a Génova en invierno" y "Los peligros de la dicha", y de los tomos de ensayos "La costa bárbara" y "El roce de Dante y otros ensayos".
 Su obra ha sido traducida al inglés, francés y polaco. Fue un habitual columnista de los diarios "La Opinión", "Página/12" y "La Nación".
 
¿Cómo apostar por una sola de las obras de Bergman sin sentir que se traiciona al resto? ¿Cómo saber, en mi caso, si efectivamente hay una que yo prefiera sobre las otras? Cada una de las películas de Ingmar Bergman fueron y son para mí, todavía, capítulos diversos de un copioso libro de imágenes urdido sobre el deleite y la pasión -enigmática, reveladora- de representar el pensamiento y los conflictos del espíritu en estado vivo. Por eso, más que de un film en particular, llevo conmigo el registro, seguramente imperfecto pero genuino, de una serie de imágenes, secuencias y hasta escenas completas de su obra como si esa galería constituyera una sola e interminable película capaz de regenerarse a sí misma sin un principio ni un fin definitivo. Como ocurre con todo artista valioso, la visión de Bergman contribuyó a darle forma y contorno a nuestra propia visión de la realidad, a nuestra propia percepción de la fantasía, incrementando la potencia de la imaginación para mejor descubrir la sutil complejidad del mundo interior de las personas en el mundo palpable de las apariencias.
 
José Pablo Feinmann (1943-2021). Fue licenciado en Filosofía, ensayista, guionista cinematográfico y novelista. Entre sus novelas se destacaron "Ultimos días de la víctima", "Ni el tiro del final", "El cadáver imposible", "Los crímenes de Van Gogh" y "La sombra de Heidegger". Entre sus numerosos ensayos pueden mencionarse "El mito del eterno fracaso", "Filosofía política del poder mediático", 
"La sangre derramada", "La filosofía y el barro de la historia", "Crítica del neoliberalismo" y Filosofía y derechos humanos". Sus libros fueron sido traducidos al francés, italiano y alemán. Colaboró en el diario "Página/12" de Buenos Aires.
 
En "El séptimo sello" hay una marcha de condenados, miserables sufrientes que se desplazan al compás del tema medieval de la muerte: el Dies Irae. Los "cultos" salían del cine y hablaban del papel notable que Bergman le entregaba a la Edad Media, espacio temporal en que Dios estaba más presente pero más ausente que nunca. Al llegar aquí, a la ausencia de Dios, surgía el tema del "silencio de Dios", tema recurrente en la filmografía de un cineasta al que, en este país, se jactaban de haber descubierto antes que en ninguna otra parte del mundo. Esto nos confería algo especial. Ya no éramos sólo la París de Sudamérica. Éramos la Suecia de la cultura. Tempranamente, el nombre "Bergman" empezó a ser antecedido por el adjetivo "genio". Todo lo que Bergman filmaba expresaba el “genio de Bergman”. Luego, esto, cristalizó en un significante poderoso: "genio sueco". Uno decía "Bergman" o uno decía el "genio sueco": era lo mismo, todos entendían. A Bergman, siempre, le sobró tedio. No nos sorprendamos si también le sobró prestigio. Hay una receta para que los "cultos" lo reconozcan a uno: a) ser aburrido; b) ser hermético; c) dejar caer por aquí o por allá un par de "símbolos"; d) no tener humor; e) tomarse, absolutamente, en serio; e) ser la opción a algo que simbolice lo "comercial" o lo "popular". A todo esto Bergman le añadió sexo, mucho sexo en una época en que escaseaba, en que los idiotas de los norteamericanos cultivaban un cuaquerismo tenaz y apenas si asomaban la nariz de las sombras del macartismo y del Código Hays. No creo que sea un indagador profundo de la condición humana. Creo que está muy lejos de Visconti. Muy lejos, también, está de Fellini y de los grandes de la comedia italiana: de Dino Rissi, de Monicelli. Se dice que Bergman es el genio sueco. Que sus películas tratan sobre "el silencio de Dios". Que indaga como nadie en la condición humana. Creo que hay una inseguridad no resuelta en el "adorador" de Bergman.
 
Sergio Renán (1933-2015). Actor y director teatral, guionista y director cinematográfico. Dirigió los filmes "La tregua", "Crecer de golpe", "Gracias por el fuego", "Tacos Altos", "El sueño de los héroes", "La soledad era esto" y "Tres de corazones". Estuvo a cargo de la Dirección Artística y General del Teatro Colón. En octubre de 1996 fue nombrado Director General de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto, hasta diciembre de 1999. Entre 1998 y 2002 integró la Dirección del Fondo Nacional de las Artes en las áreas de cine, teatro y danza.
 
Formo parte de una generación para la que el cine de Bergman significó un antes y un después. Nos encontramos con algo nuevo, aunque narrado de una forma tradicional. Creo que fue Godard quien dijo que era imposible ser más moderno con formas tan clásicas como las que proponía Bergman. Me parece una buena definición. Quedó claro que lo esencial de su modernidad residía en la intensidad de su búsqueda de la identidad humana y los vínculos amorosos, y en la forma de presentar alternancia de los tiempos presente y pasado con el mundo de la fantasía. Con la irrealidad de los sueños. El esquema presente-pasado-sueños y esa manera de relacionarlos, no había sido transitado hasta entonces con tanta sensibilidad. Como tampoco lo había sido su exploración sobre el primer plano. Los cineclubistas teníamos presente la Juana de Arco de Dreyer como uno de sus antecedentes en la obsesiva indagación en los rostros de sus personajes. En muchas escenas del cine de Bergman, la información esencial pasaba a ser consecuencia de un primer plano que a veces aparecía abruptamente después de un plano muy amplio. Tampoco era común, en el cine "respetado", la presencia de una narración tan verbalizada: de alguna manera suponía una confrontación con la concepción más clásica del cine, que valorizaba más la información transmitida por la sola imagen y en alguna medida negaba la palabra. Creo que es un pecado mortal de cierto cine que los personajes digan frases "profundas" acerca de todo. Pero en las películas de Bergman la gente habla con una hondura simultánea con la emoción, inéditas en el cine; con una segunda o tercera mirada más allá de lo aparente.
 
Luis Chitarroni (1958-2023). Escritor, editor y crítico literario. Colaboró asiduamente en suplementos culturales de diversos medios escritos. En 1992, publicó "Siluetas", una serie de retratos de escritores, algunos imaginarios y otros reales, escritos para la recordada revista literaria "Babel". Fue también autor del volumen antológico "Los escritores de los escritores" y de las novelas "El carapálida" y "Peripecias del no". También publicó el libro de cuentos "La noche politeísta" y los tomos de ensayos
"Mil tazas de té", "Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges) y "Ejercicio de incertidumbre". 

De Bergman me gusta el sueco que no entiendo y que el doblaje me hace creer el idioma comprensible de una estación próxima: parada turística del abismo con significación, profundidad sin énfasis profundiota (Feiling dixit); el silencio pese al tecleo de la máquina, el silencio de fondo, como si hubiera un fondo silencioso de la vida en el que uno pudiera ponerse a pensar aisladamente sobre la experiencia vital: el aburrimiento de vivir, la tragedia de ser (y a la vez una sombra propia o de él proyectada sobre el blanco móvil o quieto de la pantalla). Me gustan las mujeres: sus mujeres a lo largo del cine (no tan suyas porque uno les iba robando superficie, robando planos, apropiándonos de esas partes para quererlas más), sobre todo Ingrid Thulin, una especie de silogismo sobre la voluptuosidad escandinava para uso adúltero, y la Lena Olin de "Después del ensayo", de belleza casi local: sol de invierno obstruido por la carne que primero nos llega, que primero nos toca. Del gran narrador, la madurez de la voz para distintas inflexiones que no intentan ocultar la quintaesencia del ibsenismo (acuérdense de Shaw). La gravedad del pecado para dejar caer a sus anchas una historia aparte, trazada esencialmente a partir de sílabas que son esquirlas bíblicas de la pérdida de sentido general. La ida y vuelta con cámara de eco escéptico de "Escenas de la vida conyugal". La ronda y los milagros de aparición y desaparición de "Fanny y Alexander". La elegancia de ese chico antílope, el miedo ante la muerte del padre, la cama de la muerte, el abrazo de backstage del demiurgo después. Sí, una historia obvia de amor. Nada importante que decir, ninguna observación que aporte algo a la estética o a la historia del cine: una carta a ciegas, una carta a tientas...
 
Diego Fischerman (1955). Docente y crítico musical. Es autor de "Escrito sobre música", "Efecto Beethoven. Complejidad y valor en la música de tradición popular", "La música del siglo XX", "El jazz. Historia y estética" y "El mal entendido. Piazzolla y la modernidad". Se desempeña como crítico musical y periodista en el diario "Página/12", y escribe en la revista especializada en música antigua "Goldberg" (editada en español, inglés y francés) y en "Cuadernos de Jazz" (España). Ha colaborado con diversas publicaciones, entre ellas "Rolling Stone", "Ricordi Oggi" (Milán), "Página 30", "Ciudad abierta", "Revista Teatro Colón" y "La Tempestad" (México).
 
Bergman, que dejó escritas numerosas referencias musicales a ritmos, instrumentaciones y texturas, en relación con escenas de sus films, decidió, a partir de “Detrás de un vidrio oscuro”, de 1961, utilizar músicas preexistentes para sus películas. Podría pensarse que ciertas músicas tenían una existencia incompleta hasta el momento en que Bergman se apropió de ellas. La “Suite Nº 3” para cello solo de Johann Sebastian Bach no sería la misma, en todo caso, sin "Gritos y susurros" (una película cuyo título fue extraído de una crítica periodística de un concierto en que se había interpretado un cuarteto para cuerdas de Mozart). Pero, más allá de la manera en que el director ligó para siempre ciertos sonidos con ciertas imágenes, hay un entretejido más fuerte y es el formal. En Sonata otoñal, donde ya el título fija un inevitable paisaje musical, la sonata aparece implicada directamente en la forma. Como es habitual en los primeros movimientos de las obras pertenecientes a ese género, existen dos temas antagónicos que son expuestos y luego dialogan y entran en conflicto durante el desarrollo para ser re-expuestos al final. Esa forma, llamada precisamente "forma sonata", es la que estructura la relación entre Eva y su madre pianista. Bergman, que en la década de 1930 frecuentó junto a su pareja de entonces, la pianista Käbi Laretei, las tertulias en un castillo cercano a Stuttgart de las que participaban, entre otros, Pablo Casals, Yehudi Menuhin y Arthur Rubinstein, dijo alguna vez que "el cine es como el sueño y el sueño es como la música". También aseguró: "De la música surge mi representación". Como el mendicante en “La fuente de la doncella”, son los sonidos los que sacan los pensamientos.

12 de enero de 2023

Cien años pasaron desde 1923, el año en que Chaplin se puso serio

Nueve años -de 1914 a 1922- le bastaron al joven actor inglés Charles Chaplin (1889-1977) para triunfar en el naciente mundo del cine norteamericano. En ese lapso rodó setenta y dos films (cuyo metraje no llegó a superar, cada uno, los cuatro rollos) que lo catapultaron al pináculo de una fama innegable. Más allá de las fronteras de Hollywood, su figura inconfundible era reconocida en las capitales, ciudades y pueblos de todos los países que no escatimaban risas y aplausos para el hombrecito de la galera, el bastón y un estrafalario caminar.
Charlot -o Carlitos, según la región- integró, junto con los otros monstruos sagrados del cine mudo, Douglas Fairbanks (1883-1939), Mary Pickford (1892-1979) y David Wark Griffith (1875-1948), una entidad independiente: la United Artists. Para esta compañía, en 1923 decidió llevar adelante un proyecto que daba vueltas por su cabeza desde tiempo atrás. Según su costumbre, entre agosto y noviembre de 1922 preparó el argumento, dio los toques necesarios a la producción, tomando también a su cargo la dirección, pero se mantuvo fuera del foco lumínico, salvo en una fugaz escena de escasa duración en la que interpreta a un cartero del que no se ve el rostro. La película, para la que Chaplin descontaba una masiva aceptación del público de sus otros films, se tituló definitivamente, “A woman of Paris” (Una mujer de París), e incluía en los roles centrales a la “partenaire” favorita del gran bufo, Edna Purviance (1895-1958), junto al simpático villano Adolphe Menjou (1890-1963) y el galán Carl Miller (1893-1979).
En principio, Chaplin la tituló “The public opinión” (La opinión pública), con cierto sabor ácrata, pero los integrantes de la United Artists y los productores lo disuadieron, no fuera cosa que se ofendieran las buenas conciencias de los Estados Unidos, la nación ejemplo de todas las democracias (¿?), y se adoptó finalmente el título conocido. “Una mujer de París” alcanzó ocho rollos de extensión, exactamente el doble de “The pilgrim” (El peregrino), su film anterior, que había barrido con los cálculos de taquilla, la noche del 25 de febrero de 1923. Hombre obstinado, Chaplin mantuvo su opinión contra la de colegas y amigos que dudaban de esa nueva película dramática dirigida por él, pero con la notable ausencia de Carlitos, su otro yo, su alma.
El argumento de “Una mujer de París” narraba un melodrama de amor frustrado. Ante la incomprensión de sus respectivas familias, una pareja de jóvenes enamorados -habitantes de una pequeña aldea francesa- decide fugarse a París para casarse. La súbita enfermedad del padre del novio impide que él acuda a la estación de tren el día de la partida. Ella, que desconoce los motivos de su ausencia, parte a París sin su prometido. Un año después, se ha convertido en la amante de un hombre rico, un galán apuesto y con todos los recursos de los villanos del cine.


Eventualmente, el antiguo novio -que finalmente pudo viajar a París- se encuentra con ella en una fiesta, en donde le cuenta que su padre murió impidiéndole emprender el viaje y le confiesa la persistencia de su amor por ella. Sin embargo ella lo rechaza. Más tarde, al escuchar una conversación de su amante y la madre de éste, descubre que ella no es más que un pasatiempo ocasional, y, arrepentida regresa al campo. Allí se entera que su novio se ha suicidado. La desesperada heroína vivirá entonces con la madre de él, cuidando huérfanos para intentar pagar de alguna forma su culpa.
En sus 82 minutos de duración, la película de Chaplin denunciaba la hipocresía y los prejuicios morales de la época, algo intolerable para quienes, escandalizados, vieron derrumbarse los valores tradicionales en la supuesta inmoralidad del argumento. A pesar de aquella escena memorable en la estación del ferrocarril en la que las luces de los vagones proyectadas sobre el rostro de ella sustituyeron al auténtico tren (un efecto que desde entonces se convirtió en un uso común en el cine), para el director fue su película maldita.


La famosa escena fue filmada por el camarógrafo preferido de Chaplin, uno de los mayores maestros de fotografía cinematográfica, Rollie Totheroh (1890-1967), quien diría tiempo después que “para ahorrar los gastos de filmación de un tren francés recorté las aperturas y representé las ventanillas del tren en un marco que luego expuse debajo de un potente foco. La luz en el rostro de Marie parece el reflejo de las luces del tren que llega. Hice el efecto en tan solo ocho tomas”.
Dejando de lado sus viejos “gags”, sin persecuciones, ni tortas de crema a la cara, contra viento y marea, Chaplin, tras nueve meses de rodaje y un costo de u$s 800.000, la estrenó el 26 de septiembre de 1923 en el Lyric Theatre de Londres y cinco días más tarde en el Criterion Theatre de Hollywood. Mientras los espectadores hacían cola en el cine, se les repartieron unos panfletos firmados por el propio Chaplin en los que decía: “Mientras esperan, seguramente podré hacerles una confidencia. He pensado que la gente quería más realismo en el cine, con una historia que tenga un final lógico. Me gustaría saber su opinión, pues los que hacemos películas no la conocemos, solo intentamos adivinarla. Si fracaso en mi intento de divertirles, sólo será mi culpa. Sin embargo, me gustó hacerla y espero que les guste verla. Atentamente, Charles Chaplin”.
La película fue un considerable fracaso comercial y desató un aluvión tanto de elogios como de críticas, principalmente de estas últimas. Sólo unos pocos directores de cine, compañeros de profesión, entendieron lo que Chaplin quiso decir con “Una mujer de París”. El alemán Ernst Lubitsch (1892-1947) confesó sin ambages que la visión de esa película había “cambiado su vida como cineasta”. Y el destacado director francés René Clair (1898-1981), escribió en 1931: “Chaplin demostró con esta película que es un verdadero creador. Su mano se siente en todas partes, cada personaje está formado por él”.


Quince estados de Estados Unidos prohibieron la película por inmoral. A pesar de que Chaplin ambientó la película en París para que los moralistas norteamericanos no vieran que su película era un ataque directo hacia su puritana y mojigata sociedad, el plan no funcionó. Pero la historia del séptimo arte no olvidó el traspié del creador de tantos éxitos en la década precedente, como tampoco él pudo hacerlo. Para Chaplin significó una severa decepción económica. Edna Purviance no volvió a sus papeles previos y sólo actuó en roles de extra en dos films de Chaplin que nunca dejó de pagarle lo estipulado por sus primeros contratos hasta que falleció en 1958. Distinta fue la suerte de Adolphe Menjou, que se vio catapultado a sucesivos papeles de villano no sólo durante el período del cine mudo sino también del sonoro y finalmente, en algunas series para televisión.
Decepcionado y deprimido por el fracaso comercial de la película, Chaplin hizo quitarla de cartel y recién la reestrenaría en los cines en 1976, un año antes de su muerte. A pesar de todo, “Una mujer de París” fue la primera cinta muda en utilizar la ironía y la psicología. El propio Chaplin afirmaría en “My autobiography” (Mi autobiografía) publicada en 1964: “Algunos críticos afirman que la psicología no podía expresarse en la pantalla muda; que una acción clara como, por ejemplo, el héroe apretujando bellas damas contra troncos de árboles y aspirándoles hasta las amígdalas, o bien el tirarse sillas a la cabeza en las escenas de riñas, eran sus únicos medios de expresión. ‘Una mujer de París’ fue, por lo tanto, un reto”.

4 de octubre de 2020

Dibujos animados. Un preludio

Los dibujos animados nacieron antes que el cine mismo. Para conocer sus orígenes hay que remontarse a las célebres "Pantomimes lumineuses" (Pan­tomimas luminosas) que el inventor francés Emile Reynaud (1844-1918), tras crear el praxinoscopio -basado en el análisis del movimiento y su reproducción-, exhibía desde 1892 en el Museo Grévin para asombro y de­leite del público parisino. Pero, Reynaud pintaba sus muñecos directamente sobre una ban­da de papel y no como se haría más tarde, es decir, fotografiando sobre película las series de dibujos. Para que el cine de animación fuera una rea­lidad fue necesario inventar previamente el artificio llamado "paso de manivela" o "imagen por ima­gen", cuya paternidad se disputan el inglés James Stuart Blackton (1875-1941), el español Segundo de Chomón y Ruiz (1871-1929) y el francés Georges Mélies (1861-1938).


Sin embargo, el auténtico pionero de los dibujos animados no fue ninguno de ellos, sino el francés Emile Cohl (1857-1938), que acabó sus días en la miseria a pesar de ser el fundador de un género que re­portaría con el correr de los años inmensos beneficios económicos. Cohl creó sus primeros muñecos en Fran­cia hacia 1908, pero prosiguió su carrera en los Es­tados Unidos desde 1914, en donde dio vida, con la co­laboración del historietista George McManus (1884-1954), al personaje Snookum, protagonista de la primera serie de dibujos ani­mados del mundo. De regreso en Francia al finalizar la guerra, creó en 1918 junto a Louis Forton (1879-1934) la serie protagonizada por Pieds Nickelés.
Si bien el género nació en Francia, conoció su des­arrollo y esplendor en los Estados Unidos. Muy poco después de que Cohl iniciase sus experiencias animadas, el historietista Winsor McCay (1867-1934) creaba en Norteamérica el curioso y sim­pático personaje Gertie el dinosaurio en 1909, inspirándose en el estilo de las historietas cómicas po­pulares. Fue también el norteamericano Earl Hurd (1880-1940) quien perfeccionó decisivamente la técnica de los dibujos animados, al patentar en 1915 el uso de hojas transparentes de celuloide para dibujar las imágenes, lo que permitió su­perponer a un fondo fijo las partes en movimien­to. Este método de trabajo, mejorado por los dibujantes Raoul Barré (1874-1932) y Bill Nolan (1894-1956), que introdujo el movimiento de panorámica en los fondos, abrió una etapa de gran progreso en los dibujos animados.


Los hermanos Max Fleischer (1883-1972) y Dave Fleischer (1894-1979) dieron vida a personajes que alcanzaron gran populari­dad, como el travieso payaso Koko entre 1920 y 1930, y la seductora Betty Boop entre 1930 y 1939, la parodia de una vampiresa con su boca en forma de corazón y su traje ceñido con falda corta inspirado en la popular cantante Helen Kane (1903-1966), que alborotó a las ligas puritanas y final­mente fue prohibido por el Comité Nacional Republicano que presidía el censor William Harrison Hays (1879-1954). El persona­je más duradero de los hermanos Fleischer fue el marinero Popeye (1930/1947), creado ori­ginalmente por el historietista Elzie Crisler Segar (1894-1938) para una publicidad de espinacas en conserva, y que luego devino en la inolvidable serie animada en la que mantenía eternas peleas con el barbudo Bluto, disputándose el corazón de Olivia, a quien siempre recuperaba gracias a la contundente fuerza que obtenía gracias a la oportuna ingestión de espinacas. Su popularidad fue tan grande que la Marina norteamericana lo utilizó en sus campañas de reclutamiento antes de la Segunda Guerra Mundial.
El australiano Pat Sullivan (1887-1933), por su parte, fue el autor en 1917 del afortunado gato Félix, una suerte de preludio de los animales antropomórficos que crearía Walt Disney tiempo después. Nacido en Chicago el 5 de diciembre de 1901 y fallecido en Hollywood el 15 de diciembre de 1966, el caricaturista y dibujante publicitario Walt Disney se interesó por los dibujos animados hacia 1919 y creó la serie Alice Comedies (1924/1926) y la del conejo Oswald (1927/1928), el antece­dente del ratón Mickey que apareció en 1928, ideado probable­mente por su ayudante Ubbe Ert Iwwerks (1901-1971).


La incorpora­ción del sonido en 1928 le permitió jugar con los efectos musicales, creando felices gags cómicos. La etapa de las "Silly symphonies" (Sinfonías tontas) se inició con "Skeleton dance" (La danza macabra, 1929), en donde unos esqueletos golpeaban sus huesos emitiendo notas de xilofón, y también adoptó la nueva tecnología del Technicolor para reproducir en pantalla los colores reales, a partir de "Flowers and trees" (Arboles y flores, 1932). Disney dio vida a una pintoresca fauna humanoide, como Horacio el Caballo en 1929, el perro Pluto y la vaca Clarabella en 1930 y el pato Donald en 1934, que caricaturizaban bajo sus rasgos animales la psicología de los humanos. Mickey Mouse, el prime­ro de la serie y surgido de las cintas musicales, compañero de la encantadora Minnie (creada también en 1928), fue un personaje cándido y bondadoso, que se convirtió en símbolo del triunfo del débil sobre la fuerza bruta.
Pero poco a poco, los personajes fueron ha­ciéndose más complejos, astutos y hasta agresivos, como el perro Pluto y sobre todo el pato Donald, una certera caricatura del norteamericano medio, audaz e infantil, vanidoso e irascible, pre­sa fácil de rabietas y de euforias delirantes. Todo este conjunto de animales estilizados, como la coqueta pata Daisy creada en 1940 o el simpático, perezoso y despistado Goofy o Tribilín creado en 1932, surgió de las fantasías de Disney, quien además recreó la fábula de "The three little pigs" (Los tres cerditos, 1935), en la que el cerdito trabajador no era devorado por el lobo, en consonancia con las consignas políticas del New Deal del presidente Franklin Roosevelt (1882-1945). En 1935 consiguió Disney un nuevo método que facilitaba la descomposición del dibujo en varios términos in­dependientes y que utilizó por primera vez en "The old mill" (El viejo molino, 1937).


La madurez de su compleja organización industrial le permitió abordar los primeros largometrajes de dibujos animados en la historia del cine. El primero de ellos fue "Snow White and the seven dwarfs" (Blancanieves y los siete enanitos, 1937), que obtuvo un gran éxito mundial. La realización de un largometraje de esta es­pecie, que costó 1.700.000 dólares y contó con cer­ca de 400.000 dibujos, necesitó una vasta, rígida y eficaz organización, con una acentuada división del trabajo. Esta era, precisamente, una de las características de los estudios de Disney en Burbank, en donde se produjeron luego "Pinocchio" (Pinocho, 1940), inspirado libremente en el per­sonaje creado en 1880 por el italiano Carlo Collodi (1826-1890), "Dumbo" (1941) y "Bambi" (1942), que confirmaron las virtudes y limitaciones del gran mago de los dibujos animados.
Seguro de sí mismo, Walt Disney emprendió con "Fantasía" (1940) un ambicioso experimento audiovisual, intentando plasmar en imá­genes la música de Bach (Toccata y fuga), Tchaikowski (Cascanueces), Dukas (El aprendiz de bru­jo), Stravinsky (La consagración de la primave­ra), Beethoven (La sinfonía pastoral), Ponchielli (La danza de las horas), Mussorgsky (Una noche en el Monte Pelado) y Schubert (Ave María). Para conseguirlo, com­binó imágenes reales con dibujos animados e ideó para la película un sistema de sonido estereofónico con cuatro pistas llamado Fantasound, sistema que había ensayado en 1934 el pionero del cine mudo francés Abel Gance (1889-1981).
"Fantasía" se inscribió en el dibujo ani­mado de vanguardia, que había conocido ya algunas curiosas experiencias audiovisuales en Eu­ropa. Así, por ejemplo, "Une nuit sur le Mont Chauve" (Una noche en el Monte Chauve, 1933) de Alexandre Alexeieff (1901-1982) y Claire Parker (1910-1981), con música de Mussorgsky, una obra en la que se obtenía la animación mediante una pantalla de alfileres, cuyas cabezas componían las figuras en un estilo puntillista. Otras obras de este tipo fueron "L'idée" (La idea, 1934) de Bertold Bartosch (1893-1968), con música de Arthur Honegger; "La joie du vivre" (La alegría de vivir, 1934) de Anthony Gross (1905-1984) y música de Tibor Harsanyi, o la cinta abs­tracta "A colour box" (Caleidoscopio, 1935), pintada directamente sobre película por el neozelandés Len Lye (1901-1980).


Disney prosiguió sus combinaciones de imagen real y dibujo en "Saludos amigos" (1942) y "The three Ca­balleros" (Los tres caballeros, 1943), películas destina­das al público de América Latina. Pero a pesar de su indis­cutible potencia industrial y de la perfección de su técnica, su colosal imperio comenzó a sentir -a par­tir de 1940- los embates de los competidores. Walter Lantz (1899-1994), por ejemplo, creador en 1939 del oso Andy Panda, inició en 1941 la serie del pájaro carpintero Woody Woodpecker (Pájaro loco), producida por la compañía Universal, que introdujo el sadismo y el furor destructivo en el género, rasgos que serían llevados a una máxima expresión con la pareja formada por el gato Tom y el ratón Jerry, creados por la imaginación de William Hanna (1910-2001) y Joseph Barbera (1911-2006), con la producción de Fred Quimby (1883-1965) de la Metro-Goldwyn-Mayer.
Las sádicas y agitadas aventuras de los personajes de Hanna-Barbera, que contrastaban con la ternura de los de Disney, seña­laron un cambio de rumbo en el género que se acen­tuó en la postguerra, sin que el creador de Burbank puediera impedirlo. La Segunda Guerra Mundial cerró, en la historia del dibujo animado, la gran era de Walt Disney.

15 de enero de 2020

La literatura francesa en el cine argentino


La presencia de figuras francesas en la Argentina fue notable desde el mismo momento en que el país nació. Jacques (Santiago) de Liniers (1753-1810), virrey entre 1807 y 1809 del Virreinato del Río de la Plata; Aimé Bonpland (1773-1858), médico y botánico que promovió el cultivo de la yerba mate, un vegetal sobre el cual afirmó que su explotación tendría un gran futuro en el país; Hippolyte de Bouchard (1780-1837), Charles Brandzen (1785-1827), Georges Beauchef (1787-1840) y Ambroise Cramer (1792-1839), militares que se destacaron en las guerras por la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata; Philippe Bertrès (1786-1856), ingeniero realizador de un innovador plano topográfico de la ciudad de Buenos Aires con los nombres y numeración de sus principales calles; y Amédée Jacques (1813-1865), filósofo y psicopedagogo rector del Colegio Nacional de Buenos Aires y autor del “Ideal de Instrucción Pública” en el que delineó los pasos indispensables para una enseñanza integral, son algunos de los numerosos personajes de ese origen que dejaron su huella en la historia argentina.
También lo fueron Henri Meyer (1834-1899), fundador del semanario satírico “El Mosquito”, periódico que retrató con ironía y desparpajo la vida política y social del Buenos Aires del siglo XIX; Paul Groussac (1848- 1929), escritor, ensayista, historiador y director de la Biblioteca Nacional; Charles Thays (1849-1934), arquitecto y paisajista creador del Jardín Botánico de Buenos Aires; Clement Cabanettes (1851-1910), precursor del sistema telefónico argentino; Fulgence Bienvenüe (1852-1936), ingeniero constructor del subterráneo de Buenos Aires; Fernando Fader (1882-1935), pintor posimpresionista que retrató de forma íntima y personal la atmósfera de una Argentina controlada por la oligarquía conservadora; y -por supuesto- Charles Romuald Gardes -Carlos Gardel- (1890-1935), el más grande de los mitos porteños.
La influencia de la cultura política francesa fue trascendental en la denominada Generación del ’37, aquel movimiento intelectual que se formó a mediados del siglo XIX a partir de las inquietudes culturales de un grupo de jóvenes intelectuales y políticos. En medio de la formación del nuevo país, se propusieron orientar su futuro hacia los ideales románticos y liberales de la soberanía popular y las libertades individuales. Entre ellos se destacó Juan Bautista Alberdi (1810-1884), jurista y escritor de “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”. En el pensamiento del autor intelectual de la Constitución Argentina de 1853 fueron figuras claves filósofos y políticos como Benjamin Constant (1767-1830), François de Chateaubriand (1768-1848), François Guizot (1787-1874) y Alexis de Tocqueville (1805-1859), pero, fundamentalmente, lo fueron Pierre Leroux (1797-1871) y Michel Chevalier (1806-1879).
El sistema jurídico y social fue calcado sobre el modelo francés y el público culto conocía muy bien la literatura francesa. Las obras de autores como Charles Baudelaire (1821-1867), Alphonse Daudet (1840-1897), Émile Zola (1840-1902) y Stéphane Mallarmé (1842-1898) eran traducidas al castellano y publicadas en Buenos Aires. Por otro lado, la Argentina, gracias a su producción agropecuaria y el modelo agroexportador, llegó a ser una de las grandes potencias mundiales entre el comienzo del siglo XX y el final de la Segunda Guerra Mundial, lo que llevó a decir al Primer Ministro francés Georges Clemenceau (1841-1929), durante su visita a Buenos Aires anterior a la Primera Guerra Mundial: “Esta ciudad se halla por error en América Latina”.
De la lectura del exhaustivo ensayo que sobre el tema el periodista e historiador Italo Manzi (1932-2017) publicó en “Cuadernos Hispanoamericanos” (nros. 617, 618 y 619; 2001/02), se desprende que, en lo que al cine se refiere, es natural que en una nación de origen plurieuropeo las influencias hayan sido múltiples, y cuando a partir de 1936 la Argentina llegó a ser uno de los tres grandes centros de la producción cinematográfica en lengua española junto con México y España, abundaron las adaptaciones de obras italianas, españolas, alemanas o escandinavas, sin olvidar los temas que podían ofrecer la literatura y el teatro de los demás países latinoamericanos y de la propia Argentina. No obstante, los temas de inspiración francesa fueron numerosos y constantes. Durante la época del cine mudo y en los primeros años del sonoro, muchas películas se inspiraron en letras de tangos que podían tener cierto valor literario.


A partir de la primera película sonora, tardía con respecto a otras cinematografías -“Tango” de 1933, dirigida por Luis Moglia Barth (1903-1984) que obtuvo un éxito popular enorme-, en la mayoría de los filmes elaborados en torno de este ritmo, hubo invariablemente una o varias secuencias que transcurrían en París con alguna panorámica extraída de noticiarios o, con menos frecuencia, filmada especialmente en París o reconstruida en estudios con escasos medios. Dos películas de Manuel Romero (1891-1954): “Tres anclados en París” de 1937 y “La vida es un tango” de 1939 -ambas con Florencio Parravicini y Hugo del Carril- transcurrían en gran parte en París, así como “Ambición” también de 1939 de Adelqui Migliar (1891-1956). Es precisamente en ese año cuando comenzaron las adaptaciones de obras literarias y piezas de teatro, desde los dramas más serios a los vodeviles. Dos títulos de ese año establecieron una norma que seguiría siendo más o menos válida durante los treinta años siguientes.
Por una parte, el vodevil “Le compartiment des dames seules” (Apartamento para mujeres solteras) de Maurice Hennequin (1863-1926), sirvió de base a “Mi suegra es una fiera” dirigida por Luis José Bayón Herrera (1889-1956) con Olinda Bozán. El mismo vodevil fue llevado a la pantalla argentina dos veces más: en 1953 como “Suegra último modelo” de Enrique Carreras (1925-1995) con Juan Carlos Thorry y Analía Gadé, y en 1978 como “Mi mujer no es mi señora” de Hugo Moser (1926-2003) con Alberto Olmedo y Olga Zubarry. Por otra parte, a partir de una versión del dramaturgo español Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) de “La same aux camélias” (La dama de las camelias), Francisco Mugica (1907-1985) dirigió “Margarita, Armando y su padre” con la actuación de Florencio Parravicini y Mecha Ortiz. Excepto la secuencia final situada en París, la acción del filme se desarrolla en el Buenos Aires de los años ’30. La otra adaptación argentina de la obra de Alejandro Dumas hijo (1824-1895) es una versión modernizada realizada en 1953 por Ernesto Arancibia (1904-1963), con Zully Moreno, Carlos Thompson y Mona Maris: “La mujer de las camelias”, demasiado larga y pretenciosa, tiene secuencias enteras que se supone transcurren en Francia, en las que participaron todos los actores franceses, o que hablaban francés, disponibles en Buenos Aires.
En cuanto a Alejandro Dumas padre (1802-1870), tres de sus famosas novelas de aventuras fueron llevadas a la pantalla argentina: “Les trois mousquetaires” (Los tres mosqueteros) en 1946, realizada en el Uruguay por Julio Saraceni (1912-1998) con Armando Bo e Iris Marga; “Le comte de Monte-Cristo” (El Conde de Montecristo) en 1953 por León Klimovsky (1906-1996) con Jorge Mistral; y “Les frères corses” (Los hermanos corsos) en 1955 por Leo Fleider (1913-1977) con el debut en el cine argentino del actor ibérico Antonio Vilar. En el mismo marco de las historias de capa y espada, aunque no fueran de Dumas, en el mismo año 1955 el antes citado Klimowsky dirigió “El juramento de Lagardere” con Carlos Cores, sobre la novela “Le bossu” (El jorobado) de Paul Féval (1816-1887).
Honoré de Balzac (1799-1850) estuvo presente en 1943 con una fiel adaptación de su novela “La peau de chagrín” (La piel de zapa), dirigida por Luis Bayón Herrera (1889-1956) e interpretada por Hugo del Carril, Aída Luz y Santiago Gómez Cou. La obra cuenta la historia de un joven que recibe un pedazo de piel o cuero mágico que satisface cada uno de sus deseos. Sin embargo, por cada deseo concedido la piel se encoge y consume una porción de su energía vital. Así el film, al igual que la novela original, presenta en un terreno fantástico el fantasma neurótico del deseo imposible, la degradación de la vida amorosa y el temor a la muerte. Dejando de lado la vista panorámica de París en papel-maché (pasta de papel machacado) que abre la película, Balzac no fue traicionado y el sentido profundo de su obra permaneció intacto.


Dos novelas de Alphonse Daudet (1840-1897) fueron llevadas a la pantalla grande: “Sapho” (Safo) y “Jack”. “Safo, historia de una pasión”, realizada por Carlos Hugo Christensen (1914-1999), fue el gran acontecimiento de 1943 y un hito en el cine argentino ya que inauguró la erótica nacional, siendo una de las primeras películas calificadas como “inconveniente para menores” que se rodaron en el país. La atmósfera densa y sórdida -que provocó la prohibición de la película en España y en algunos países latinoamericanos-, la desgarrante música del rumano George Andreani (1901-1979), la estupenda realización y la actuación de Mecha Ortiz, hicieron del filme una obra maestra. “Las aventuras de Jack” fue realizada en 1949 por Carlos Borcosque (1894-1965) e interpretada por Juan Carlos Barbieri y Nedda Francy.
Guy de Maupassant (1850-1893) fue uno de los escritores más adaptados en todas las pantallas del mundo. El cine argentino lo utilizó por lo menos tres veces con resultados diversos. El cuento “La parure” (El collar) se convirtió en 1948 en “La dama del collar”, con Amelia Bence y Agustín Irusta. El realizador fue Luigi Mottura (1901-1972), actor y director teatral italiano, radicado desde 1938 en la Argentina. El cuento “Les bijoux” (Las joyas) se convirtió en una película con buenas intenciones pero malograda. Se llamó “Chafalonías” y fue dirigida en 1960 por Mario Soffici (1900-1977) con Luis Sandrini como protagonista. Por último, el cuento “L'héritage” (La herencia), llevado a la pantalla en 1964 con título homónimo por Ricardo Alventosa (1937-1995), con Juan Verdaguer y Alba Mugica, resultó una película muy ingeniosa y de calidad, en la que no se escatimó el humor negro y los ataques sin concesiones a las aberraciones de la sociedad burguesa argentina.
También Émile Zola (1840-1902) estuvo presente con “La bête humaine” (La bestia humana), obra sobre la que Daniel Tinayre (1910-1994), director nacido en Francia y nacionalizado argentino, realizó en 1957 con Massimo Girotti, Ana María Lynch y Elisa Christian Galvé una excelente versión de la novela original. Lo mismo ocurrió con “Thaïs” de Anatole France (1844-1924), cuya intriga, que transcurría en la antigüedad, fue traspuesta a la Argentina peronista de ese momento. El título del filme fue “La pasión desnuda” y actuaron María Félix y Carlos Thompson. Con una producción muy costosa y lanzada con una campaña de publicidad digna de los norteamericanos, la película fue dirigida por Luis César Amadori (1902-1977), quien no se privó de intercalar algunos diálogos teñidos de propaganda peronista, y tal vez por razones turísticas, no vaciló en reunir en un solo decorado geográfico diversos lugares de gran belleza natural como Córdoba, Tandil y Bariloche que, en realidad, se hallan entre sí a cientos de kilómetros de distancia.
“Le roman d'un jeune homme pauvre” (La novela de un joven pobre), novela romántica naturalista escrita por Octave Feuillet (1821-1890) en 1858, fue llevada al cine dos veces en la Argentina. La versión que más éxito tuvo fue la de 1942, dirigida por Luis Bayón Herrera (1889-1956) con el cantante Hugo del Carril y Amanda Ledesma. Las aventuras de la novela fueron trasladadas a una rica mansión y se añadieron algunas canciones para que el protagonista no decepcionara a su público. Una de las canciones -“En un bosque de la China” de Roberto Ratti (1899-1981)- tuvo un éxito sensacional y se siguió cantando durante muchos años en los países de lengua española. La versión de 1968, en colores, también titulada “La novela de un joven pobre”, fue menos trascendente. Dirigidos por Enrique Cahen Salaberry (1911-1991), actuaban el cantante Leo Dan y Niní Marshall, menos eficaz que de costumbre por no haber podido escribir sus propios diálogos.
“Madame Bovary”, sobre la novela homónima de Gustave Flaubert (1821-1880), por la cual fue procesado a raíz de su supuesta inmoralidad, fue en 1947 otro vehículo de prestigio para la actriz Mecha Ortiz, dirigida por Carlos Schlieper (1902-1957). Hay en el filme una fuerte presencia de las convenciones sociales de la época y de deseos insatisfechos de la protagonista. Otros ejemplo fue “El misterio del cuarto amarillo” de Julio Saraceni (1912-1998) con Herminia Franco y Santiago Gómez Cou. Realizada en 1947, fue una correcta adaptación de “Le mystère de la chambre jaune”, la famosa novela policial de Gastón Leroux (1868-1927)​​ que fuera una de las primeras del tipo “misterio del cuarto cerrado”, en la que el crimen tiene lugar en una habitación a la que es imposible tanto entrar como salir. La intriga generada en la investigación de varios crímenes sucedidos en la casa de un científico llevada a cabo por un periodista no llegó a tener, en el caso de la película argentina, el éxito esperado.


El número de adaptaciones de obras teatrales no fue menos copioso. “Le jeu de l'amour et du hasard” (El juego del amor y del azar) de Pierre de Marivaux (1688-1763) dio lugar a una película bastante interesante. Bajo el mismo nombre, Leopoldo Torres Ríos (1899-1960), realizador y guionista, utilizó la intriga del dramaturgo francés como contrapunto de otra intriga moderna que abría y cerraba la película, y en la que cada personaje, interpretado por el mismo actor que en la historia central, era exactamente el opuesto de lo que contaba Marivaux. También “Los ojos más lindos del mundo” de Luis Saslavsky (1903-1995) con Pedro López Lagar y Amelia Bence. Filmada en 1943 sobre la base de “Les plus beaux yeux du monde”, la comedia de Jean Sarment (1897-1976), fue -con el argumento ambientado a la Argentina- una nostálgica reconstrucción de la burguesía de Buenos Aires desde comienzos del siglo XX hasta los años treinta.
La obra del dramaturgo Victorien Sardou (1831-1908) fue adaptada tres veces: “Madame sans gene” (La señora sin vergüenza) de 1945 resultó una superproducción costosísima dirigida por Luis César Amadori (1902-1977) con el título original en francés y guionada por Conrado Nalé Roxlo (1898-1971). En ella Niní Marshall hacía de las suyas en la corte del emperador Napoleón; “Fédora” (Fedora), rebautizada “El precio de una vida” (1947), fue una coproducción con Chile dirigida por el director y productor chileno Adelqui Millar (1891-1956), el mismo que en 1931 había dirigido “Las luces de Buenos Aires”, el primer largometraje sonoro protagonizado por Carlos Gardel; y la comedia “Divorçons!” (Divorciémonos) brindó el argumento a “La señora de Pérez se divorcia” (1945), comedia sofisticada dirigida por Carlos Hugo Christensen (1914-1999), con Mirtha Legrand, Juan Carlos Thorry y Tilda Thamar.
Hubo también adaptaciones de autores contemporáneos y comprometidos como Jean Paul Sartre (1905-1980) y Albert Camus (1913-1960), o de autores sólo amenos como Guy des Cars (1911-1993). “Huís clos” (A puerta cerrada) de Sartre fue filmada en Buenos Aires en 1962 con ese nombre dirigida por Pedro Escudero (1914-1989) con Duilio Marzio e Inda Ledesma, y “La peste” de Camus fue filmada con el mismo título en 1991 con la dirección de Luis Puenzo (1946) y la interpretación de William Hurt y Sandrine Bonnaire. Y el ya citado Daniel Tinayre utilizó dos veces a Guy des Cars con todos los riesgos y beneficios que ello podía implicar: “Bajo un mismo rostro” (1962), basada en “Les filies de joie” (Hijas de la alegría), con Mirtha y Silvia Legrand, Mecha Ortiz y Jorge Mistral, y “Extraña ternura” (1964), basada en “Cette étrange tendresse” (Cierta extraña ternura), con Egle Martin, José Cibrián y Norberto Suárez. En la primera una monja ocupa el lugar de su hermana melliza, una prostituta, para demostrar que ésta es inocente del crimen del que se le acusa; en la segunda se roza el tema de la homosexualidad con grandes toques dramáticos.
No obstante, fueron las comedias brillantes, los vodeviles y los dramas burgueses, los que más se adaptaron en el cine argentino. Las obras de Georges Feydeau (1862-1921), Pierre Gavault (1864-1895), Alfred Varcourt (1871-1940) y Henri Verneuil (1920-2002), entre muchos otros, fueron el punto de partida de muchísimas películas, la mayor parte de las cuales ya se habían filmado en Francia aunque no se habían distribuido en la Argentina. Entre las adaptaciones de películas que se habían exhibido en Buenos Aires con éxito, podemos citar cuatro casos: “La muerte camina en la lluvia” (1948) del antes mencionado Carlos Hugo Christensen fue la remake de “L'assassin habite au 21” (El asesino vive en el 21) de Henri Georges Clouzot (1907-1977); “Abuso de confianza” (1950) de Mario Lugones (1912-1970) fue la del filme homónimo “Abus de confiance” de Henri Decoin (1890-1969); “Mi mujer está loca” (1952) de Enrique Cahen Salaberry (1911-1991) fue la remake de “Florence est folie” (Florencia está loca) de Georges Lacombe (1902-1990), y “Asunto terminado” (1953) de Kurt Land (1913-1997) -un director austríaco de una prolongada carrera artística en Argentina- fue la de “L'inevitable monsieur Dubois” “El inevitable sr. Dubois” de Pierre Billón (1901-1981).


También hubo dos casos en que las cosas se dieron al revés: filmes argentinos que fueron filmados en Francia después. El primer caso es el de “Los árboles mueren de pie”, la obra de Alejandro Casona (1903-1965) que se mantuvo en cartel durante varios años con la actriz española Amalia Sánchez Ariño. Carlos Schlieper (1902-1957) llevó la obra a la pantalla en 1951. Un año después, Jean Stelli (1894-1975) realizó en Francia una oscura adaptación de la obra de Casona: “Mammy”, aunque su filme sólo conservó el aspecto melodramático del relato pero no utilizó los toques surrealistas de la pieza, que sí estaban presentes en el filme argentino. El segundo caso es el de la novela policial de Nicholas Blake (1904-1972) “The beast must die” (La bestia debe morir) que Claude Chabrol (1930-2010) filmó en 1969 con el nombre “Que la béte meure”, pero que en la Argentina ya se había llevado al cine en 1952 con el nombre en castellano: “La bestia debe morir”, dirigida por Román Viñoly Barrete (1914-1970), con Laura Hidalgo y Narciso Ibáñez Menta.
Esta reseña abarca lo que se conoce como “la edad de oro del cine argentino”, esto es, entre las décadas del ’30 y del ’50. Fue una época en que el cine argentino tuvo su mayor relevancia a nivel internacional. Hacia finales de la década del ‘20, la Argentina había tenido un desarrollo cinematográfico tan rápido y marcado que era el principal exportador de cine de Latinoamérica. Luego, a mediados de la década del ’40, ya funcionaban en el país cerca de treinta estudios, que daban trabajo a más de cuatro mil personas, y los cincuenta y seis filmes realizados marcaron un hito histórico a nivel producción. El 28 de diciembre de 1895 había tenido lugar el primer estreno de la historia del cine. Los hermanos Auguste Lumière (1862-1954) y Louis Lumière (1864-1948) presentaban en París su invento: el cinematógrafo. Casi inmediatamente después enviaron a las grandes capitales del mundo los aparatos y el personal técnico capacitado para dar a conocer el nuevo descubrimiento. Desde aquel lejano 18 de julio de 1896 cuando se exhibieron en el Teatro Odeón de la calle Esmeralda en Buenos Aires veinticinco películas que se habían adquirido en París, evidentemente mucha agua ha corrido bajo el puente.

19 de febrero de 2014

Evocando a Ingmar Bergman (4). Dios (Guillermo Saccomanno)

Buscando evitar la decadencia, la humillación a la que tanto temía y que reaparecía una y otra vez en su obra como una pesadilla recurrente, Bergman se recluyó en su isla de Fårö, al norte de la isla de Gotland, en el Mar Báltico, donde fundó su propio cine y proyectaba sus películas favoritas a sus vecinos. Rodeado de sus libros y películas, siguió escribiendo con el frenesí de siempre -guiones, piezas teatrales, memorias- y en la última década incluso se permitió dirigir dos films para la TV que pueden considerarse el compendio de su pensamiento artístico, una conmovedora reflexión sobre sus eternas pasiones.
En "Saraband" -realizada en 2003- una pieza de cámara para dos personajes que queda como su largometraje final, Bergman, con su voluntad demiúrgica incólume, decidió volver sobre el matrimonio de "Escenas de la vida conyugal" y provocar un reencuentro. Sin embargo nunca fue un sentimental y tampoco estaba dispuesto a ceder al final de su vida: el paso del tiempo nunca lo enterneció ni lo puso melancólico. En todo caso lo hizo volver a la pregunta que lo había obsesionado durante sus últimos años. Si en los años '60 parecía interrogarse obsesivamente por la existencia de Dios, en la siguiente década no dejó de preguntarse por la naturaleza del amor. ¿Existe realmente? ¿Cómo se manifiesta? ¿Tiene algo de espiritual o es una expresión puramente física? Otras preguntas cruciales se sumaron en "Saraband", la película de un hombre tan sensible como intransigente, que se casó cinco veces y tuvo nueve descendientes: ¿Un hijo puede amar realmente a su padre? ¿De qué manera? ¿Por qué?
El caso de su anteúltimo film, "Larmar och gör sig till" (En presencia de un payaso) fue distinto. Aquí continuaba la exploración de ese misterioso haz de luz plagado de fantasmas que descubrió en su infancia, aquello que él denominaba la "linterna mágica", recorriendo sus recuerdos familiares y su infancia plagada de pesadillas y terrores nocturnos, oscurecida por la sombra del severo pastor protestante que fue su padre, pero que siempre nutrió de imágenes y de materia dramática a casi toda su obra. "Vivo continuamente dentro de mi sueño y hago visitas a la realidad", escribió. Y desde esa tenue frontera entre ficción y realidad, entre el sueño y la vigilia que siempre dominó su obra, se cuestionó no solamente a sí mismo y sus fantasmas, sino que también interpeló a Dios con la furia del ateo que alguna vez fue creyente.
Siempre dijo que el teatro, las bambalinas, eran su "verdadero hogar" y que allí fue feliz, aunque imaginaba que la Muerte lo acechaba obstinadamente, detrás de las cortinas de un escenario, disfrazada con la máscara cruel de un payaso. La creación artística e intelectual de Ingmar Bergman, considerada en su conjunto, no se halla exenta en ningún momento de la aureola de duda existencial que le rodeó siempre a sí mismo. Es notorio el hecho de que en la mayor parte de su filmografía sus personajes recorrieran caminos que los condujesen hacia sí mismos, hacia su propia alma, hacia su propia conciencia. Eran recorridos íntimos, enigmáticos, sobrecargados por un denso dramatismo. La transmisión de esos estados de conflicto interno de sus personajes, originaron historias angustiosas y lacerantes, como pocos directores de cine han podido comunicar, y este fue el mayor logro del director sueco.
Guillermo Saccomanno (1948) trabajó como guionista de historietas a partir de 1972 cuando se incorporó a la editorial Columba de Buenos Aires, lo que sería el comienzo de una carrera que lo llevaría a colaborar con editoriales españolas, inglesas, italianas y norteamericanas hasta que, en 1979, publicó un libro de poemas: "Partida de caza". En 1984 se inició en la narrativa con la aparición de la novela "Prohibido escupir sangre" y, dos años después, con su libro de cuentos "Situación de peligro". A partir de entonces compaginó la historieta y la literatura. Sucesivamente fueron apareciendo "Bajo bandera", "Animales domésticos", "Situación de peligro" y "La indiferencia del mundo" (cuentos); "Roberto y Eva. Historias de un amor argentino", "El buen dolor", "La lengua del malón", "77", "El pibe", "El oficinista" y "Cámara Gesell" (novelas). Radicado desde 1989 en Villa Gesell, una pequeña localidad costera de la provincia de Buenos Aires, Saccomanno ha escrito también el tomo de ensayos "Historia de la historieta argentina" y la obra de no ficción titulada "Un maestro". Sus relatos fueron traducidos a diversos idiomas y adaptados al cine y la televisión. Actualmente coordina un taller de narrativa y es colaborador del diario "Página/12", periódico en el cual publicó el 5 de agosto de 2007 -en su suplemento "Radar"- el artículo "Dios", en homenaje al director cinematográfico Ingmar Bergman.

Casado con una tendera de moda, un hombre de negocios oculta su homosexualidad en el matrimonio. Frecuenta una puta, se desgarra y se analiza. En tanto, su mujer se acuesta con su psiquiatra. El hombre asesina a la puta. Después, la investigación policial. Resumidísima, ésta es la trama de "De la vida de las marionetas" (1980). Es una película atípica de Bergman: entrevera lo documental con el "thriller". Arranca con colores furiosos y continúa en blanco y negro, compuesta por testimonios, diferentes puntos de vista. Nadie es dueño de la verdad. Al salir del cine, me costaba encajar en la realidad. Era, creo, la época de la dictadura. Había una normalidad en la calle. Pero era para desconfiarle. El espectador que yo era antes de la película no era el mismo después de haberla visto. Pero no tenía a quién contárselo. Estaba solo. ¿Quién tira de los hilos?, me preguntaba.
La relación con la fe, como la que se tiene con una película, es de orden personal, secreto e intransferible. (Una digresión: ¿es casual que los cines de antes, auténticas catedrales, se hayan transformado en templos de las más diversas corrientes evangelizadoras en el país en que se asesinaron a los curas que proponían la liberación del dolor?). Podría justificar este sentimiento religioso que me inspira el cine en el galpón parroquial donde las seriales alborotaban al piberío. Si asistías a misa los curas te recompensaban la fe con una entrada para el cine de la iglesia. Los pibes gritábamos, reíamos, nos quedábamos mudos de espanto frente a las seriales de aventuras. Después, cuando comentábamos la película yo tenía la impresión de que cada uno había visto una distinta.
Lo mismo pasaba, a fines de los '60 y en los '70 con las películas de Bergman. Después de cada uno de sus estrenos, muchas veces censurados por la dictadura de turno, sus films eran el pretexto para discusiones secantes: mucho café, polera y cigarrillos negros. Como a la salida del cine parroquial, me daba la impresión de que cada uno había visto una película distinta.


Tal vez estas meditaciones deberían empezar de otro modo. Por ejemplo, así: cuando me enteré de la muerte de Bergman pensé en Dios. Cada una de sus películas (y creo, con más devoción que petulancia, haber visto buena parte de su producción) me transmitía una inquietud que duraba varios días y, con el tiempo, se depositaba en mi memoria con la intensidad de lo vivido. Nada más lejos de su cine que la bajada de línea. No hay en ninguna de sus películas una sola frase que afirme la existencia de Dios y que le reste trascendencia a la distinción entre culpa y responsabilidad. Bergman siempre pregunta. Nunca declama. Interroga. En principio, a sí mismo. Asumiendo el riesgo, nos confiesa su desesperación, un vacío que si debe tener un nombre es el de Dios. Planteada su pregunta, estamos más solos que nunca.
Temor y temblor del dinamarqués Soren Kierkegaard (1813-1855), existencialista pionero, que se centra en la terrible prueba de fe que Dios le impone a Abraham: el sacrificio de su hijo Isaac. Este pasaje bíblico dispara en Kierkegaard un ensayo donde, por encima de su convicción teológica, se anima a formular todas y cada una de las preguntas que habrán de atormentar al padre en su camino a la montaña donde debe acuchillar al hijo. ¿De qué Dios hablamos?, se pregunta uno. ¿De qué padre? Y en esencia, ¿de qué clase de fe? Si algo exige la vida espiritual es compromiso con el amor en esta tierra, un compromiso solidario con el prójimo y su dolor.
Hay afinidades entre Kierkegaard y Bergman. Kierkegaard era hijo de un pastor. Su padre le selló el destino imponiéndole el estudio de la teología como el ejercicio del dogma. El padre de Bergman también era pastor. La relación entre ambos fue dramática. Bergman habría de recordar los castigos del padre. Y cómo, una vez, retobándose, le pegó una paliza al padre y después escapó. En su juventud, Bergman pasó un período en Alemania y no fue ajeno a las vibraciones del nazismo. Todavía hoy muchos compatriotas no le perdonan ese pecado de juventud y lo aprovechan para descalificarlo. No obstante, ahí hay una obra, "El huevo de la serpiente", que contesta todo reproche.


En los '80 Bergman litigó con las autoridades suecas negándose a pagar impuestos. Se trasladó entonces a Alemania, donde filmó, además de "El huevo de la serpiente", "De la vida de las marionetas". (Otra digresión: no es desatinado arriesgar que Bergman es quien precede y habilita con estos ejemplos el cine de Fassbinder.) Hay alrededor de veinticinco años de distancia entre aquella tarde en que entré solo a un cine de Corrientes a ver "De la vida de las marionetas" y esta línea. Un sentimiento de rareza en el mundo.
Los títeres juegan también un alegórico rol importante en "Fanny y Alexander". La historia de esos dos chicos y su descubrimiento de las tensiones entre juego y pérdida, placer y castigo, vida y muerte, podía ser la de mi hermana y la mía, pero también la de todos los chicos del mundo. Han pasado los años, nuestros padres han muerto. Mi hermana tiene una relación con la fe y yo otra. Mi hermana visita sus tumbas. Yo prefiero creer en Dios de otra forma. Un último recuerdo ahora: antes de morir, entre sus libros, mi padre tenía "La linterna mágica", las memorias de Bergman.
¿Qué Dios mueve los hilos pidiéndoles a los hombres ser sus embajadores haciéndose sacerdotes o curadores psi del alma atormentada? ¿Quién se cree el psiquiatra que analiza al asesino de la puta? ¿Quién se cree el temible pastor padrastro de los hermanitos Fanny y Alexander, tan parecido a Von Wernich? ¿Existirá Dios? Si no hay Dios, ¿a quién adjudicarle nuestras miserias y vergüenzas? Bergman tiene un mensaje (término desacreditado si lo hay): no tenemos otra alternativa que hacernos cargo de la desesperación que produce la responsabilidad.
El desesperado es un enfermo de muerte, escribió Kierkegaard. Bergman era uno y tenía conciencia de su mal, lo que no le impidió vivir ochenta y siete años para contarlo. Tampoco me da vergüenza confesarlo públicamente: como cada tanto necesito volver a Kierkegaard, también necesito volver a Bergman. Es decir, volver a Dios.