LA VISITANTE
Andrés Rovella
Argentina (1974)
El desasosiego abrió la
puerta. Con aire cansino, le indicó a la visitante que pasara.
Dejó su sombrilla en el paragüero del hall e ingresó a lo que se parecía a un gran comedor. La sala era un lúgubre espacio con olor a encierro y humedad. En un rincón pudo percibir una ventana abierta por donde se podía ver la lluvia golpear en un alpendre pegada a ésta. A su lado, el temor abría y cerraba los ojos cada vez que el cielo relampagueaba con un leve temblor o un trueno retumbaba en la habitación. La lluvia se sentía fuerte afuera.
En el otro rincón de la estancia, sobre un pequeño y viejo piano, la ira golpeaba una sola tecla de manera monocorde y miraba de soslayo a la visitante que se encontraba en el centro de la sala mirándolos a todos. Pegado a ella, el rencor con las mandíbulas apretadas y los ojos fuera de sí, no decía aparentemente nada. Sobre una mesa antigua y algo ajada por el tiempo, la apatía tenía su cara apoyada en sus antebrazos mirando la nada misma.
La visitante pudo ver a su izquierda a la soberbia de espalda a todos, acomodando unos libros sobre los anaqueles de una biblioteca de principios de siglo. Nadie emitía palabra y todos esperaban saber que era lo que la visitante estaba por decir.
- Bueno, vengo a verlos para saber si de alguna manera podemos llegar a lograr algo juntos. Es mi intención que todos podamos seguir avanzando.
La ira salió de su ostracismo a los gritos:
- No nos interesa tu propuesta. Nunca particularmente me ha gustado; no sabes lo que nos estás pidiendo.
El rencor miraba a la visitante y asentía a cada una de las palabras de la ira. La apatía sólo hizo un movimiento imperceptible de hombros y siguió en igual posición sobre la mesa. El temor dijo, de una manera suave y casi imperceptible: - Yo, yo… la verdad que seguiría tu idea y tu persona, pero la verdad es que me da mucho miedo. Perdón.
La soberbia siguió acomodando los libros y desestimó darse vuelta, dar una respuesta o generar una opinión. Siguió con lo suyo y no omitió palabra. La ira, que había dejado de apretar su monótona tecla mientras la visitante hablaba, volvió roja de bronca y sin decir palabra alguna se puso a golpear su tecla monocorde.
La visitante al saber que era innecesario seguir ahí sin que nadie dijera nada, giró sobre sus pasos y se dirigió a la salida. Con un pequeño ademán le dijo al desasosiego:
- Gracias, ya conozco la salida.
Tomó su paraguas en el hall de piso ajedrezado, abrió la puerta y salió a la calle. Cuando levantó la vista, las negras nubes se estaban yendo. La lluvia había cesado. Una brisa de verano golpeó su cara. Giró a la izquierda y se quedó pensando cómo no podían entender que la felicidad les estaba dando la oportunidad de cambiar sus vidas. No los entendía. Pero se olvidó de ellos automáticamente cuando a lo lejos, entre dos edificios, un suave arco iris la hizo sonreír mientras caminaba calle abajo.
Andrés Rovella
Argentina (1974)
Dejó su sombrilla en el paragüero del hall e ingresó a lo que se parecía a un gran comedor. La sala era un lúgubre espacio con olor a encierro y humedad. En un rincón pudo percibir una ventana abierta por donde se podía ver la lluvia golpear en un alpendre pegada a ésta. A su lado, el temor abría y cerraba los ojos cada vez que el cielo relampagueaba con un leve temblor o un trueno retumbaba en la habitación. La lluvia se sentía fuerte afuera.
En el otro rincón de la estancia, sobre un pequeño y viejo piano, la ira golpeaba una sola tecla de manera monocorde y miraba de soslayo a la visitante que se encontraba en el centro de la sala mirándolos a todos. Pegado a ella, el rencor con las mandíbulas apretadas y los ojos fuera de sí, no decía aparentemente nada. Sobre una mesa antigua y algo ajada por el tiempo, la apatía tenía su cara apoyada en sus antebrazos mirando la nada misma.
La visitante pudo ver a su izquierda a la soberbia de espalda a todos, acomodando unos libros sobre los anaqueles de una biblioteca de principios de siglo. Nadie emitía palabra y todos esperaban saber que era lo que la visitante estaba por decir.
- Bueno, vengo a verlos para saber si de alguna manera podemos llegar a lograr algo juntos. Es mi intención que todos podamos seguir avanzando.
La ira salió de su ostracismo a los gritos:
- No nos interesa tu propuesta. Nunca particularmente me ha gustado; no sabes lo que nos estás pidiendo.
El rencor miraba a la visitante y asentía a cada una de las palabras de la ira. La apatía sólo hizo un movimiento imperceptible de hombros y siguió en igual posición sobre la mesa. El temor dijo, de una manera suave y casi imperceptible: - Yo, yo… la verdad que seguiría tu idea y tu persona, pero la verdad es que me da mucho miedo. Perdón.
La soberbia siguió acomodando los libros y desestimó darse vuelta, dar una respuesta o generar una opinión. Siguió con lo suyo y no omitió palabra. La ira, que había dejado de apretar su monótona tecla mientras la visitante hablaba, volvió roja de bronca y sin decir palabra alguna se puso a golpear su tecla monocorde.
La visitante al saber que era innecesario seguir ahí sin que nadie dijera nada, giró sobre sus pasos y se dirigió a la salida. Con un pequeño ademán le dijo al desasosiego:
- Gracias, ya conozco la salida.
Tomó su paraguas en el hall de piso ajedrezado, abrió la puerta y salió a la calle. Cuando levantó la vista, las negras nubes se estaban yendo. La lluvia había cesado. Una brisa de verano golpeó su cara. Giró a la izquierda y se quedó pensando cómo no podían entender que la felicidad les estaba dando la oportunidad de cambiar sus vidas. No los entendía. Pero se olvidó de ellos automáticamente cuando a lo lejos, entre dos edificios, un suave arco iris la hizo sonreír mientras caminaba calle abajo.
Lydia Davis
Estados Unidos (1947)
Juan Amós Comenio
República Checa (1592-1670)
De qué modo podría un huevo de gallina sostenerse en pie sobre uno de sus extremos sin ningún otro apoyo.
Todos lo intentaron en vano, y entonces él, golpeándolo ligeramente sobre un plato, quebró un poco la cáscara y lo hizo tenerse en pie. Rieron todos, exclamando que también podrían hacerlo ellos, a lo que les contestó Colón:
- Podrán ahora porque han visto que podría ser, pero ¿por qué no lo hicieron antes que yo?
David Cooper
Sudáfrica (1931-1986)
- La próxima vez que se aparezca la araña, dibuja una X en su vientre y luego, tras reflexionar, coge un cuchillo y clávalo en medio de esa marca.
Al día siguiente, el monje vio la araña, dibujó la X y luego meditó. Pero en el preciso instante en que se disponía a clavar el cuchillo, miró hacia abajo y, con asombro, vio la marca dibujada sobre su propio ombligo.
Alexandra David Néel
Francia (1868-1969)
Otra vez un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una burlona voz le grita: Yo era Tilopa.
En un desfiladero un hombre arrastra del pelo a una mujer. El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima. Bruscamente se encuentra solo y la voz le repite: Yo era Tilopa.
Llega, una tarde, a un cementerio; ve a un hombre agazapado junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende, se prosterna, toma los pies del maestro y los pone sobre su cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece.
Julio Cortázar
Argentina (1914-1984)
Matvey Dmitriev
Rusia (1790-1863)
- Amable señor, ¿podría pernoctar en tu casa?
El rico no le ofreció ningún auxilio y se negó a albergarlo:
- En mi casa -respondió- jamás pasan la noche ni los lisiados, ni los pobres, ni los que van de paso. De modo que no vas a pernoctar aquí. Vete a aquella casa, la que está a cielo abierto. En aquella casa te dejarán pasar la noche.
El viejo le preguntó:
- Amable señor, indíqueme cuál es la casa que está a cielo abierto.
El rico salió afuera para enseñársela:
- Allí está.
Entonces el viejo pasó la mano por la cabeza del rico y éste se metamorfoseó en un caballo.
El viejo pidió al pobre que le dejara pasar la noche en su casa y le dijo:
- Amable señor, déjame pernoctar en tu casa.
- De acuerdo, abuelo. En mi casa pasa la noche todo el mundo: los pobres, los lisiados y los que van de paso.
- Llevo un caballo conmigo.
- Pues, abuelo, no tengo sitio para un caballo. Tampoco dispongo de heno, y no sé qué es lo que le voy a dar de comer.
El viejo respondió:
- No pasa nada: le dejamos fuera y le daremos polvo de lino y cáñamo para comer.
El pobre dejó el caballo fuera y el viejo entró en la casa. Al día siguiente, antes de marchar, el viejo le dijo al pobre:
- Quiero regalarte este caballo, para que dejes de ser tan pobre.
El pobre se puso a darle las gracias y llamó a su esposa:
- Mujer, vamos a construir otra casa.
Y juntaron maderas para hacer la casa nueva.
Pasado algún tiempo, el viejo volvió a la casa del pobre para que le dejara pasar la noche. Pero el pobre ya no le dejó pasar.
- Yo soy el viejo aquel. Lo que pasa es que no me has reconocido.
Y de nuevo pasó la mano por la cabeza del caballo, y lo volvió a metamorfosear en hombre. Y el pobre, sin caballo, volvió a quedar reducido a la miseria.
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
No consigo entender por qué siempre se nos ha inculcado que somos una familia especial, impoluta y ejemplar, cuando simplemente somos una familia corriente, normal, incluso vulgar.
Ambrose Bierce
Estados Unidos (1842-1914)
- La recompensa que yo más deseo -dijo el primer político- es la gratitud de mis conciudadanos.
- Eso sería muy gratificante, sin duda -dijo el segundo político-, pero es una lástima que con el fin de obtenerla tenga uno que retirarse de la política.
Por un instante se miraron uno al otro, con inexpresable ternura; luego, el primer político murmuró:
- ¡Que se haga la voluntad del Señor! Ya que no podemos esperar una recompensa, démonos por satisfechos con lo que tenemos.
Y sacando las manos por un momento del tesoro público, juraron darse por satisfechos.
Liliana Heker
Argentina (1943)