28 de abril de 2020

Herman Melville o la negación del optimismo norteamericano


Herman Melville nació el 1 de agosto de 1819, en la ciudad de Nueva York; fue el tercero de una familia de once hijos. Su madre provenía de una antigua y piadosa familia colonial de origen holandés; su padre, un rico comerciante, murió en 1830, luego de una quiebra que lo llevó a la ruina y finalmente a la locura.
Desde los quince años, Melville -que no había heredado las aptitudes de su padre para el comercio- trabajó de empleado de banco, peón y maestro. A los dieciocho años se embarcó hacia Liverpool como marinero de un buque mercante. Entre 1841 y 1844 recorrió los mares del sur del Océano Pacífico a bordo del ballenero Acushnet.
Tras dieciocho meses de travesía abandonó el barco en las islas Marquesas y vivió un mes entre los caníbales. Escapó en un mercante australiano y desembarcó en Papeete (Tahití), donde pasó algún tiempo en prisión. Trabajó como agricultor y viajó a Honolulú (Hawai), y desde allí, en 1843, se enroló en una fragata de la Marina estadounidense y llegó hasta las costas del Japón.
De regreso a los Estados Unidos comenzó su labor literaria: a los treinta y un años ya había publicado cinco relatos de aventuras marítimas que le otorgaron una fama fugaz: “Typee” (1846), “Omoo” (1847), “Mardi” (1849), "Redburn” (1849) y “White Jacket” (Chaqueta Blanca, 1850).
Se casó en 1847 y se estableció en New York. En 1850 conoció a Nathaniel Hawthorne (1804-1864), aquel novelista estadounidense, cuyos trabajos mostraban una profunda conciencia de los problemas éticos del pecado, el castigo y la expiación, con quien entabló una profunda amistad. Ese mismo año se estableció en una granja cerca de Pittsfield (Massachusetts) y durante el invierno de 1850/51 escribió “Moby Dick”. Seis años más tarde publicó su última novela “The confidence man” (El confidente). Tenía entonces treinta y ocho años. Desde 1866 trabajó durante veinte años como inspector de aduanas hasta que una herencia recibida por su mujer le permitió retirarse. Cinco años después murió en New York en medio de la indiferencia general (el obituario del “New York Times” lo llamó Henry Melville) y sus restos fueron enterrados en el cementerio Woodlawn, en la parte norte del Bronx.


Si bien “Moby Dick” no resultó un éxito comercial al momento de su publicación en 1851, con el paso del tiempo su fama traspasó las fronteras, consiguiendo así la indiscutible categoría de obra maestra, lo que llevó al célebre crítico literario Harold Bloom (1930-2019) a decir: “‘Moby Dick’ es el paradigma novelístico de lo sublime, un logro fuera de lo común”. Cuando Melville escribió y publicó “Moby Dick” tenía treinta y dos años y había obtenido -como ya se dijo- algún éxito con cinco narraciones más o menos autobiográficas, de aventuras marítimas.
En 1889, después de un largo silencio que se extendió por más de tres décadas, emprendió, a la edad de setenta años, la composición de una última novela en la que trabajó hasta poco antes de su muerte: “Billy Budd”, publicada recién en 1924. Estas dos novelas, que fueron escritas en circunstancias muy diversas y que constituyen los momentos decisivos en el itinerario de su narrativa, son las más difundidas.
Sin embargo entre una y otra transcurrieron alrededor de cuarenta años, período que comprende una etapa muy singular de la obra de Melville. En efecto, desde el desconcierto que provocó “Moby Dick” hasta el prolongado silencio que comenzó en 1857, Melville escribió algunas narraciones más o menos extensas y una serie de cuentos que produjeron reacciones adversas en la crítica y el público: poco tenían que ver estos relatos con las románticas aventuras marítimas al gusto de la época.


Varios de esos cuentos -escritos para ser publicados en periódicos literarios- fueron reunidos posteriormente en un libro: “The Piazza tales” (Cuentos de la veranda, 1856), que contiene algunas de las piezas más notables de Melville: “Bartleby, the scrivener” (Bartleby, el escribiente), “Benito Cereno” y “The enchanted isles” (Las encantadas).
Acerca de este período de la obra de Melville, el crítico Harold Beaver (1907-2004) escribió en “Seminario de literatura norteamericana” de 1986: “La asombrosa fluencia creadora de los seis primeros años de quehacer literario continuó por otros seis más: ‘Moby Dick’ señala no el fin sino la mitad del milagroso florecimiento de Melville. Dentro del estrecho campo de su nueva ficción sus técnicas se agu­zaron, el entrelazamiento de acción e imagen fue utilizado con precisión cada vez más segura. Pero el fracaso y el aislamiento eran cada vez más sofocantes, aunque fueron soportados con un orgullo inflexible, recatado, que lo consumía interiormente”.
Durante esos años que siguieron a la publicación de “Moby Dick”, la imposibilidad, cada vez más apremiante, de conciliar la labor literaria con las circunstancias lo llevó a un creciente pesimismo; en una carta de 1851 le dice a Hawthome: “La calma, la serenidad, el estado de ánimo propicio que un hombre necesita para componer, raras veces lo podré conseguir, según me temo. Los dólares me condenan; y el Demonio maligno está siempre haciéndome muecas, manteniendo la puerta entreabierta. Lo que me siento inclinado a escribir está prohibido, no produce beneficios. Aunque escribiera en este siglo los Evangelios, moriría en el arroyo de la calle”.


La tensión psicológica a la que estaba sometido Melville quizá tuvo su manifestación más bella en la historia de “Bartleby, el escribiente”, cuya vida se apaga poco a poco entre los muros de una oficina de Wall Street. Esta obra, que constituye una metáfora de la alienación moderna, fue considerada en su momento por Jorge Luis Borges (1899-1986) como “la piedra angular de la narrativa contemporánea”, y Albert Camus (1913-1960) la citó entre sus principales influencias.
“El destino de Melville -dijo el crítico alemán Günter Blocker (1913-2006)- se halla totalmente reflejado en una observación con la que él mismo tropieza, el año de su muerte, leyendo a Schopenhauer, y que subrayó: 'Cuanto más pertenece un hombre a la posteridad, es decir, a la humanidad en su conjunto, más desconocido es de sus contemporáneos'. La gente -continúa Blocker- reconoce más fácilmente al hombre que sirve a las circunstancias de su breve hora, o al humor del instante al que pertenece y en el que vive y muere”.
“Muy temprano -explica Beaver en la obra citada- Melville abandonó el romanticismo juvenil de sus primeros escritos: el pintoresquismo, las aspiraciones de libertad en la naturaleza, la contraposición de la vida civilizada con la vida elemental y primitiva. La preocupación por los temas religiosos, la reflexión moral, los conflictos entre realidad y espíritu aparecen pronto en su obra encarnados en la forma compleja y simbólica de su sustancia narrativa”.


Si bien “Moby Dick”, el punto más alto de esa nueva etapa, fue en gran medida una narración poética de sus experiencias en el mar, la concepción de la obra es sin embargo, completamente distinta; para Beaver: “Moby Dick es el gran libro que marca el comienzo de la nueva literatura, no sólo por ser un mito sino también por presentar huellas evidentes del trabajo de laboratorio”. Los cuentos posteriores a esta obra fundamental afirmaron y desplegaron temas, símbolos y recursos. En “Las encantadas”, por ejemplo, se concentró de una manera admirable el trabajo de todos esos años.
“Todo el trabajo de Melville durante estos años -afirmó el mencionado Beaver- es radical y conscientemente literario: una literatura de la literatura”. Para Melville, el alma del hombre está escindida por una terrible lucha que lo opone a sí mismo y al universo. En un artículo de 1850 dijo: “A pesar de toda la luz que ilumina la parte de acá del alma, el otro lado -como la mitad oscura del globo terráqueo- está envuelto en una oscuridad diez veces más negra. Pero esta oscuridad no hace sino destacar más la aurora que lo mueve todo, avanza constantemente a través de él y circunnavega su mundo”.
Melville también dedicó años a su “obra maestra otoñal”, un poema épico de dieciocho mil líneas titulado “Clarel. A poem and a pilgrimage” (Clarel. Un poema y una peregrinación), inspirado en su viaje de 1856 a Tierra Santa y, después del final de la Guerra de Secesión, en 1866, publicó “Battle pieces and aspects of the war” (Piezas de batalla y aspectos de la guerra), una colección de setenta y dos poemas que serían considerados mucho después por la crítica especializada como un “diario de versos polifónicos del conflicto”.


Cuando Melville falleció de una insuficiencia cardíaca el 28 de septiembre de 1891, su fama literaria había decaído hasta el olvido. Su viuda, hija de un eminente juez de Boston, publicó una discreta esquela en la prensa señalando que su difunto marido era escritor. Fue un gesto de delicadeza con un autor maltratado por el público y la crítica.
Nadie prestaría mucha atención a “Moby Dick” hasta 1920, cuando la crítica rescató la novela y destacó sus méritos, asegurando que se trataba de una obra maestra. Actualmente, se la considera como la novela más representativa de la literatura estadounidense, la historia que mejor refleja el espíritu de un país con una conciencia escindida entre la culpa y el orgullo, el anhelo de redención y la voluntad de poder, la vocación de universalidad y el provincianismo más estrecho.
Melville, con su obra, negó el optimismo sobre el que se fundó Estados Unidos. Advirtió acerca de los peligros del poder sin responsabilidad, el orgullo cegador, la sustitución de los fines verdaderos por otros falsos, el sacrificio del bien colectivo en aras de la libertad abstracta del individuo, la división simplista en luchas de buenos y malos. Tal vez por eso fue condenado a la insensibilidad y el desinterés durante más de cincuenta años.
Melville no era demasiado optimista con respecto a la naturaleza humana y tampoco, a pesar de los raptos bíblicos de su escritura (raptos más blasfemos que devotos) no era un creyente. Abolicionista, simpatizante de la insurgencia parisina de 1848, un librepensador, su idea de Dios era la de un bromista que les tomaba el pelo a los hombres convirtiéndolos en víctimas.

15 de abril de 2020

Alexander von Humboldt y la independencia latinoamericana


Cuando en noviembre de 1815, de la mano del diplomático austríaco Klemens von Metternich (1773-1859), se estableció la Santa Alianza entre Austria, Prusia, Inglaterra y Rusia con el fin de garantizar el mantenimiento del orden absolutista y reprimir cualquier intento de alterar la situación política de la Europa de la Restauración, contando con la posibilidad de poder intervenir militarmente en cualquier país contra movimientos liberales y revolucionarios, pareció que un final sin gloria se cernía sobre la lucha independentista de Hispanoamérica.
Exceptuando los focos revolucionarios de Buenos Aires y Asunción, la contrarrevolución triunfaba en todas partes desde México hasta Chile. La carta que Bolívar escribió desde Jamaica en 1815, iluminó como un rayo de luz en medio de esa desesperanza. El futuro libertador esbozó desde el exilio la osada visión de un continente libre de toda atadura colonialista. Proveniente de Haití, desembarcó en la primavera de 1816 junto a sus seguidores y retomó la gigantesca lucha que finalizó con la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824, lo que significó la caída de un imperio colonial que había durado más de tres siglos.
El surgimiento de un nuevo conglomerado de estados se interpretó en Europa como un desafío. Para los profetas de la Santa Alianza -con Metternich a la cabeza- parecía que el mundo se había descalabrado y que los fantasmas de la revolución de 1789, aún no totalmente desvanecidos, retornaban al escenario histórico. Oscilando entre la amenaza y el ruego, Metternich se dirigió al emperador insurgente Pedro I de Brasil (1798-1834) esperando poder transformar a la monarquía brasileña en un frontón contra el resto de la América republicana.
Por su parte, el ministro de Relaciones Exteriores francés, Francois René de Chateaubriand (1768-1848), que desarrollaba una política acorde con su obra principal, "Le génie du christianisme" (El espíritu del cristianismo,1802), expresó su preocupación: "La revolución latinoamericana es el fin de las monarquías europeas".
Por el contrario, el cambio hispanoamericano renovó la esperanza de quienes representaban el pensamiento progresista. La Revolución Española (1820/23) y la heroica lucha de los griegos por su liberación (1822), eran indicadores de que las fuerzas desatadas en 1789 con la Revolución Francesa continuaban actuando también en Europa. Cuando se pronunciaban los nombres del venezolano Simón Bolívar (1783-1830), del español Rafael del Riego (1785-1823) o del griego Constantine Rhigas (1760-1798), los espíritus de la época se enfrentaban entre sí.
El geógrafo y naturalista alemán Alexander von Humboldt ocupaba un lugar destacado en el círculo de los simpatizantes incondicionales de la revolución independentista. Si Bolívar y José de San Martín (1778-1850) fueron los padres políticos de la Independencia, Humboldt fue uno de sus padres intelectuales, al aportar con sus obras de viaje -surgidas de la memorable expedición de 1799 a 1804 por el norte de Sudamérica, el Caribe y México- el conocimiento de las casi inagotables posibilidades de desarrollo de este continente.
Las obras de Humboldt ejercieron una profunda influencia sobre el sentimiento nacional recién emergido. En el caso de México, estar a favor o en contra de Humboldt llegó a ser un criterio de distinción entre liberales y conservadores. Francisco de Miranda (1750-1816) destacó con acierto la influencia del naturalista berlinés en la vida política de la región y Bolívar lo elevó a la categoría de redescubridor de Centro y Sudamérica, por haber tenido él solo más méritos que todas las generaciones de conquistadores juntas.
Si bien Humboldt era antes que nada un científico de la naturaleza, sus intereses se extendían a todos los territorios por él recorridos. Así, según su propia expresión, se sentía "como un escritor de historia americana que quiere esbozar una pintura política idéntica a la visión de conjunto de las relaciones sociales y su basamento natural, geográfico y económico", tal como lo expresó en 1814 en  "Politischer versuch über das konigreich Neu Spanien" (Ensayo político sobre el reino de Nueva España).
Es indudable que llevaba "las ideas de 1789" en su cabeza, aunque no tenía simpatía alguna por la intransigencia jacobina de la Gran Revolución -el dominio del terror- como la denominaba. Sus ideas y sus actos siempre estuvieron imbuidos de aquellas ilusiones de corte heroico e histórico de los años 1789/94 y que tan persuasivamente fuera descriptas en sus rasgos esenciales por Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895) en su trabajo "Die heilige familie" (La sagrada familia) publicado en 1844.


Desde ese punto de vista apreció Humboldt el carácter del sistema colonial español, la situación de Hispanoamérica prerrevolucionaria, el lugar histórico de la Independencia y las perspectivas futuras de la América liberada. Sin ser un revolucionario sino un representante de una política reformista acuñada en el espíritu del humanismo burgués progresista, política de la que no abjuró, Humboldt reconoció la ley profunda que subyacía bajo las revoluciones de su época.
En "Reise in die aequinoctial gegenden des neuen kontinentes" (Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente) de 1803, Humboldt ubicó a la Independencia Americana junto al levantamiento de los Estados Unidos y la caída del absolutismo en Francia como un eslabón más en la cadena "de las grandes revoluciones que de tiempo en tiempo ponen en movimiento a la humanidad". "Hay quien repite permanentemente -continuó- que los hispanoamericanos no poseen el desarrollo cultural suficiente como para regirse por instituciones libres. No hace mucho se decía lo mismo de otros pueblos para quienes la civilización debía estar más madura".
Entre los elementos que caracterizaban la visión de Humboldt sobre Hispanoamérica en vísperas de la revolución de 1810 en Buenos Aires se cuentan la condena del colonialismo, el rechazo absoluto a la esclavitud, el antirracismo programático, el juicio crítico-analítico sobre la Iglesia colonial, la intuición de las inconciliables contradicciones entre metrópolis y colonias, el reconocimiento a la oposición anticolonial que se perfilaba, pero también la comprensión de las contradicciones internas que iban a acompañar el surgimiento de un nuevo conglomerado de naciones del otro lado del Océano Atlántico.
En total consonancia con las ideas rectoras de la época explicó en la obra citada "en sí misma la idea colonial es inmoral. Un régimen colonial es un régimen de desconfianza. Cuanto más grandes son las colonias, más consecuente es la maldad política de los gobiernos europeos y mayor aún la inmoralidad de la existencia de las colonias".
De su condena a la esclavitud hecha pública en la misma obra, se deduce que Humboldt no compartía el horror generalizado hacia los "jacobinos negros", que en 1794 habían liberado Haití conducidos por Toussaint Louverture (1743-1803), sino que veía en la primera revolución de esclavos exitosa de la historia universal la semilla de una "federación africana de estados libres de las Antillas". En la raíz de la legislación abolicionista que más tarde adoptó la corona prusiana se encuentra la influencia nada desdeñable de Humboldt.
Entre los aportes de Humboldt que merecen un párrafo aparte están los referidos a la revalorización de los indígenas -"los antiguos y legítimos señores del país''- como componente básico en la historia de Centro y Sudamérica. El cuadro que esbozó desde su propia óptica contrasta notablemente con la incomprensión que sobre esta problemática evidenció su gran contemporáneo Georg W.F. Hegel (1770-1831). Para el gran filósofo alemán, según expresó en “Die wissenschaft der natur” (Filosofía de la naturaleza), uno de los capítulos que componen su “Enzyklopaedie der philosophischen wissenschaften” (Enciclopedia de las ciencias filosóficas), la América indígena, ya sea en el norte o en el sur del continente, no tenía historia propia; su historia comenzaba recién cuando entró en contacto con Europa.
Más aún, en “Herrschaft und knechtschaft” (Dialéctica del amo y el esclavo), un pasaje que se encuentra en su libro “Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu) afirmaba que “el hombre no es hombre solamente. Necesaria y esencialmente es o amo o esclavo. Si la realidad humana no puede surgir sino como social, la sociedad no es humana -al menos en su origen-, que a condición de implicar un elemento de amo y uno de esclavo, esto es, existencias dependientes. Es decir, que el hombre no es humano sino en la medida en que se quiere imponerse a otro hombre, hacerse reconocer por él”.


Humboldt estuvo muy lejos de ver al "buen salvaje" desde la óptica de la filantropía, pero tampoco compartió determinadas variantes extremistas del indigenismo posterior. Resulta notable su profunda comprensión del trasfondo social del indio, así como de cada uno de los conflictos raciales planteados en Latinoamérica. Humboldt veía el "resultado principal" de su obra sobre Nueva España (México) en la comprensión de que "la suerte de los blancos está íntimamente vinculada con la de la raza cobriza, y que no habrá suerte que dure hasta que esta última raza, largamente oprimida y hasta humillada, pero no avasallada, comparta todas las ventajas que derivan del progreso de la civilización y del perfeccionamiento del orden social".
La visión objetiva del indio era simultáneamente la expresión de una comprensión histórica que contemplaba la cosa no de "arriba hacia abajo", sino más bien todo lo contrario. Para Humboldt, "el testimonio de la historia" era indiscutiblemente "el poder más festejado sobre la tierra" y veía a las masas como el elemento portador en última instancia del progreso histórico: "La historia de las clases más nuevas de un pueblo no es otra cosa que la narración de los acontecimientos que explican la gran desigualdad de las fortunas, los disfrutes y la suerte individual, y que han puesto paulatinamente a una parte de la nación bajo la égida y la dependencia de la otra. Pero este relato lo buscamos casi sin ningún éxito en los anales de la historia. En ellos se conserva quizás el recuerdo de las grandes revoluciones políticas, las guerras, conquistas y otros azotes que han golpeado a la humanidad; pero los anales de la historia nos permiten saber muy poco sobre el destino más o menos penoso de la clase más pobre y numerosa de la sociedad".
Si bien Humboldt más tarde admitió no haber reconocido en vísperas de la revolución de 1810 toda la magnitud de la crisis de la dominación colonial, pudo proporcionar igualmente una visión global de las corrientes de oposición que se esbozaban. No se le escapaba que "los movimientos políticos que tuvieron lugar en Europa a partir de 1789 contaron con la participación más activa de aquellos pueblos que ya desde mucho antes aspiraban a lograr derechos cuyo cercenamiento es al mismo tiempo una traba para el bienestar adquirido y una causa de encono contra el Estado madre". Humboldt señaló permanentemente la calidad demarcatoria del año 1789 y su decisiva influencia en las revoluciones posteriores. Profesaba gran respeto por los mártires de la resistencia anticolonial: tenía en mente escribir una biografía de José Gabriel Condorcanqui (1742-1781), el líder del más importante de los levantamientos indígenas, y de José María España (1761-1799), el militar venezolano que encabezó una conjuración republicana en 1797.
Humboldt mantuvo un contacto permanente con la realidad de la sociedad colonial, lo que le proporcionó un profundo conocimiento del terreno, gracias a lo cual estuvo al margen de cualquier tipo de idealización de la Independencia en el sentido de un liberalismo del progreso automático. Sus obras y principalmente su diario de viaje contienen muchos testimonios de la creciente intranquilidad política en el seno de la aristocracia criolla, de cuyas filas surgirían los futuros líderes de la Revolución. Las ideas de la revolución norteamericana de 1775 y en especial las de la revolución francesa de 1789 habían enraizado profundamente, despertando grandes expectativas.


Sin embargo, Humboldt no perdía de vista el hecho fundamental, en la contradicción interna del proceso independentista, de que esa aristocracia criolla lo que realmente tenía en vista era su propia emancipación, su ascenso a clase políticamente dominante, y que no pensaba en ningún tipo de revolución social que por sus resultados beneficiara a los esclavos, los indios y las otras clases y capas sometidas. La independencia debía construirse sobre la base de la situación social existente.
Si bien Humboldt condenaba categóricamente la esclavitud y aprobaba con entusiasmo las leyes referidas a su abolición, reconocía también que los legisladores criollos no actuaban por exaltación filantrópica o por un cambio de opinión autocrítico, sino bajo el imperio de las circunstancias, dado que los ejércitos revolucionarios no hubieran podido completarse de otro modo: "La abolición de la esclavitud se dio a conocer gradual o repentinamente en muchos países de Hispanoamérica no tanto por sensibilidad y humanidad, como por asegurarse de que brindara su apoyo una clase de hombres que lucha por su propio bien" escribió en la obra ya mencionada.
Humboldt no dejó de advertir que lo primero que los realistas hicieron fue desatar el furor de los esclavos contra los terratenientes y dueños de minas criollos, transformando así a la revolución en una jugada obligada de vida o muerte. Las palabras entusiastas de Bolívar en 1816: ''¡He abolido la esclavitud!'', fueron todavía durante décadas desmentidas por las circunstancias reales, y los proyectos reformistas de gran alcance del libertador fracasaron ante su vista. El análisis de Humboldt puso en claro que la contradicción interna de la revolución fue uno de los elementos que actuó en forma decisiva como freno del proceso social de la independencia.
Humboldt dejó de lado todo eurocentrismo. Nunca se le ocurrió medir la situación de Hispanoamérica que se liberaba con la vara de las normas y realidades de la vieja Europa. Mientras los defensores de la Restauración se sintieron golpeados por la ola de repúblicas recién fundadas, y trabajaban con solicitud diplomática en los planes para monarquizar las rebeldes Centro y Sudamérica, Humboldt escribía: "El bienestar creciente de una república no es insulto alguno hacia los estados monárquicos".
En 1804, al expresar Humboldt en París ciertas dudas acerca de una pronta independencia de la América hispana, Bolívar le salió al paso: "Los pueblos, cuando llega el momento en que sienten la necesidad de liberarse, son tan fuertes como Dios". Humboldt se mostró por de pronto poco impresionado por la conducta ostentosa de ese revolucionario proveniente de Caracas. No obstante, ambos estuvieron ligados pronto por una sincera amistad. Desde el recuerdo, Humboldt escribió: "Los hechos, el talento y la gloria de este gran hombre me hicieron venerar los momentos de su exaltación cuando juntos asociamos nuestros votos por la liberación de la América hispana" y admitió con franqueza no haber reconocido a primera vista la vocación histórica de Bolívar; pronto, abrazó su causa con más fuerza cuando éste pasó a ser "líder de una cruzada americana". Enfrentó con decisión el pesimismo apocalíptico fomentado por los monárquicos europeos, según el cual surgía en Centro y Sudamérica un conglomerado de estados caracterizado por su anarquía, cuya simple existencia representaba una amenaza para Europa: "Querer ver en el creciente bienestar de cualquier otro paraje de nuestro planeta el derrumbe o la decadencia de la vieja Europa es un prejuicio ateo".


Los escritos y testimonios de Humboldt fueron para la prensa relativamente libre, la fuente principal para pintar el más atractivo de los panoramas para los nuevos horizontes de prosperidad. Incluso a los mismos agentes de reclutamiento para el ejército de Bolívar, el Senado de Hamburgo les autorizó, si bien secretamente, la estadía. Wilhelm von Humboldt (1767-1835), hermano de Alexander, propuso ya en 1818, y en calidad de enviado prusiano en Londres, el establecimiento de relaciones comerciales y diplomáticas con las repúblicas que ya existían por entonces, a fin de restringir el acceso de los ingleses a los nuevos mercados. Pero el gobierno prusiano no mostró la menor inclinación de arriesgar en la "cuestión sudamericana" una ruptura con la Santa Alianza.
A pesar de ellos y por imperio de las circunstancias fue debilitándose esa posición. Metternich no se había repuesto aún de la proclamación de la Doctrina Monroe (1823), con la que los Estados Unidos comunicaban su aspiración de predominio, calificada por él a pesar de su lenguaje habitualmente medido como "una desvergüenza enorme", cuando la Francia de los Borbones estableció relaciones diplomáticas con los "jacobinos negros" de Haití (1825). Este paso del gabinete de París fue para Humboldt un "acontecimiento tan significativo como feliz".
Alexander von Humboldt, nacido el 14 de septiembre de 1769 en el seno de una familia de la nobleza prusiana, trabajó arduamente por la ciencia durante setenta años y empleó su fortuna personal en viajes, publicaciones y en ayudar a otros científicos jóvenes y de escasos recursos. A partir de 1807 y hasta 1834 fue apareciendo, en treinta volúmenes, su grandiosa obra relativa al viaje por América. Con casi noventa años de vida, falleció el 6 de mayo de 1859 sin dejar descendientes y sus restos fueron sepultados en el panteón de Tegel, cerca de su Berlín natal.

8 de abril de 2020

Los hombres de ciencia y la ciencia ficción


La crisis económica que se produjo en los Estados Unidos en el año 1929 dio lugar al resquebrajamiento de los valores tradicionales de la sociedad burguesa. Esta crisis originó respuestas no sólo en el terreno económico, sino también en todas las manifestaciones de la cultura. Así, por ejemplo, el arte tendió hacia un racionalismo apartado de la emoción como un intento de equilibrar una sociedad que se tambaleaba. En este marco socioeconómico surgió la ciencia ficción como un deseo de superar la incertidumbre de ese momento en dirección al futuro.


Para la ciencia ficción, tal como se la concibe actualmente, no sólo no existen estructuras sociales inmutables, ni poderes sociales eternos, sino que, para ella, también el hombre debe estar en constante evolución. El término ciencia ficción propiamente dicho apareció en el año 1926 cuando el escritor -nacido en Luxemburgo y nacionalizado norteamericano- Hugo Gernsback (1884-1967) creó la primera revista de este género en New York y escribió una novela precursora: "Ralph 124 C 41", en la que el protagonista hacía desaparecer un peligro que se cernía sobre la heroína a 5.000 kilómetros de distancia y la resucitaba después de muerta por medio de un extraño mecanismo de congelación y transfusión de sangre.
El crítico e historiador del tema, Sam Moscowitz (1920-1997), definió así a este género literario: "La ciencia ficción es una rama de la fantasía identificable por el hecho de que facilita la deliberada suspensión de la incredulidad por parte de los lectores a través de una insistencia en crear una atmósfera de credibilidad científica hacia unas especulaciones imaginarias sobre la ciencia, el espacio, el tiempo, la sociología y la filosofía".


Desde esta perspectiva de la ciencia ficción como "especulación imaginaria" sobre la ciencia, la filosofía, etc., numerosos críticos la han valorado fundamentalmente como sociológica. En realidad, la preocupación fundamental de la ciencia ficción contemporánea, una vez superada la posibilidad de asombro ante los adelantos de la ciencia, se centra en el destino que aguarda a la humanidad si las grandes conquistas científico-técnicas y las estructuras sociales siguen, en el primer caso, siendo empleadas como hasta ahora y, en el segundo, si estos esquemas sociales continúan propiciando la desigualdad entre los seres humanos. Esta incertidumbre hace que los relatos de este género encierren una fuerte dosis de mensaje, predicción o vaticinio, optimista o pesimista, sobre el futuro del mundo, con la característica específica de la generalización de los problemas; es decir, que si el héroe de la novela fracasa, arrastra tras de sí a toda la humanidad, y a la inversa, si se salva, todo el género humano saldrá victorioso.


El porvenir aparece en la ciencia ficción como una representación venidera en la que se puede agudizar o no la problemática del presente, al que, en la mayoría de los casos, se critica con dureza. "Por primera vez en un género novelesco -dice Moscowitz-, la visión del mundo del autor (o de un grupo que se expresa a través del autor) es capaz de enfrentarse rupturalmente con el propio universo (sociedad), prejuzgándolo a partir de los resultados, aún visibles, de unas contradicciones de nuestra sociedad".
Respecto a los antepasados de la ciencia ficción se ha hablado mucho. Después de numerosos estudios, se ha llegado a encontrar tres influencias fundamentales: la novela de terror, la novela romántica y la literatura fantástica (el "Frankenstein" de Mary Shelley (1797-1851), creador de un hombre nuevo con absoluta fe en la ciencia, parece sacado de una novela de ciencia ficción y puede ser quizá el precursor del robot y de la novela de anticipación científica del siglo XIX).


La novela científica, madre de la ciencia ficción moderna, tomó como núcleo todas las especialidades de la ciencia y se convirtió en una de las más altas expresiones del desarrollo que conocieron las ciencias y la técnica después de la estabilización de la clase triunfadora de la Revolución Francesa: la burguesía. La técnica, en este caso, apareció como el descubrimiento salvador del hombre, como un medio para la obtención de su utopía optimista. De este modo, las máquinas se convirtieron en las auténticas protagonistas, como se puede constatar en la producción literaria de sus dos máximos exponentes: Julio Verne (1828-1905) y Herbert G. Wells (1866-1946). Este interés por la ciencia y por la técnica, y la posibilidad de novelar y especular con el futuro constituyeron las dos principales aportaciones de la novela de anticipación científica a la ciencia ficción.
Pero tendría que llegar al crac económico del ‘29 para que la ciencia ficción fuese configurándose como un género aparte, independiente de la literatura fantástica y científica, y adquiriendo una amplia difusión. Más tarde, en los años ‘40, se forjaron sus grandes autores al amparo del gran auge científico que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial.
Con respecto a los temas desarrollados en esta etapa, el elemento humano fue desplazando a las máquinas, aunque el héroe no se enfrentaba nunca individualmente al mundo y pasó a ser un elemento más del universo. La fundamentación en el experimento real de la primera época cedió el paso a las invenciones ficticias y realmente fantásticas, pero nunca desprovistas de una remota credibilidad científica.


La estrecha relación de la literatura de ciencia ficción con la ciencia la indica su propio nombre. Los temas de sus novelas evolucionaron a la par de ésta. Esto se observa claramente en el caso del desarrollo de la Física: una parte de ella rechazó la teoría newtoniana del tiempo absoluto, y a partir de allí comenzó a surgir la idea del movimiento en el tiempo y la probabilidad de trasladarse a través de él. A finales del siglo XIX, un científico alemán Arnold Sommerfeld (1868-1951) presentó pruebas de que hay regiones en el universo en las que el tiempo se mueve en dirección contraria a la nuestra y, a mediados del siglo XX, en ese mismo sentido, un físico norteamericano, Paul Dirac (1902-1984) articuló la teoría del positrón, en la que estableció que éste es un electrón que se desplaza del ayer al hoy siguiendo una dirección en el tiempo opuesta a la que nosotros gozamos.
Existen además numerosas teorías científicas sobre la posibilidad de viajar en el tiempo. Aprovechándose de esto, una multitud de autores de ciencia ficción tuvieron un pretexto para establecer unas bases casi científicas, en lo que se refiere a los viajes al pasado y al futuro de sus personajes, así como la posibilidad de éstos de detener el tiempo o adelantarlo. Uno de los grandes protagonistas de las novelas de ciencia ficción es "la máquina del tiempo", cuyo creador, H.G. Wells, la concibió como "un extraño vehículo con asientos de bicicleta y varias palancas y esferas hechas de níquel, marfil y cristal de roca".


Esta máquina fue perfeccionándose hasta alcanzar niveles técnicos fantásticos, como el obtenido en un cuento del científico y escritor ruso Yakov Perelman (1882-1942), en el cual un ingeniero idea uno de estos complicados artefactos en cuyo interior se meten por error sus hijos, siendo transportados a tiempos remotos. El ingeniero, en su desesperación, fabrica un imán potentísimo para atraer a la máquina hasta que lo consigue y ve aparecer a uno de sus hijos, adulto y vestido de guerrero romano.
Partiendo de este pequeño ejemplo de la íntima relación entre la ciencia ficción y la ciencia, no resultará extraño encontrar entre los científicos los mejores autores de este género. Siendo la revolución científico-técnica el principal agente provocador del florecimiento y la difusión de la ciencia ficción, es lógico que en ella hayan encontrado numerosos investigadores un cauce de expresión que el desarrollo científico de sus especialidades no les permitía, a la vez que un medio más fácil para comunicar al resto de la humanidad una visión del futuro que ellos podían intuir gracias a sus conocimientos.
Para algunos estudiosos del tema, también se puede ver al auge de la ciencia ficción escrita por científicos como la propia necesidad de desenmascarar el uso que los gobiernos hacen de sus descubrimientos y de prevenir al resto de los hombres de lo que puede ocurrir si la ciencia sigue siendo empleada como hasta ahora. El matemático estadounidense Norbert Wiener (1894-1964), fundador de la cibernética y autor de ciencia ficción, proclamó en 1946: "Les hemos dado un depósito infinito de poder y han hecho Hiroshima". En ese mismo año publicó también un folleto con la colaboración del escritor y filósofo británico Aldous Huxley (1894-1963) y del escritor y filósofo francés Albert Camus (1913-1960), en el que criticaba a sabios, militares y políticos, y pedía un "proceso de Nuremberg para todos los técnicos de la destrucción".


La ciencia ficción se opuso siempre a este uso de la ciencia y así, el comunicado final del Primer Simposio Internacional sobre ciencia ficción celebrado en Japón en 1970, dice: "Estamos convencidos de que la literatura fantástica contribuirá a desarrollar cada vez una mayor comprensión mutua en nombre de la paz de todo el mundo, en interés del futuro, en interés del hombre, y la fuente de esta fe es para nosotros el humanismo".
Entre los científicos que compartieron su actividades de investigación con la literatura encontramos, además del ya citado Wiener, a John Taine (1883-1960), excelente matemático escocés cuyo verdadero nombre era Eric Temple Bell, autor de dieciseis novelas de ciencia ficción, entre las que figuran "The iron star" (La estrella de hierro, 1930), "Seeds of life" (Gérmenes de vida, 1931) y "The time stream" (La marea del tiempo, 1931); al genetista británico John B.S. Haldane (1892-1964), coautor con Aldous Huxley del ensayo "Possible worlds" (Mundos posibles, 1928); y a Ivan Yefremov (1907-1972), paleontólogo ruso que alcanzó una notable perfección en su relato "Andromeda Nebula" (La nebulosa de Andrómeda, 1957) considerada como una obra maestra de la ciencia ficción. Efremov es uno de los escritores rusos que más difusión han tenido en Occidente y uno de los continuadores más fieles de la novela científica.


También se puede citar al físico atómico húngaro Leo Szilard (1898-1964) que escribió "The voice of the dolphins" (La voz de los delfines, 1961), una narración cargada de ironía crítica; y al inglés Arthur C. Clarke (1917-2008), astrónomo y conocidísimo escritor que desempeñó el cargo de presidente de la Asociación Interplanetaria de Gran Bretaña. Entre sus obras se destaca en primer lugar "2001: A space odyssey" (2001, una odisea del espacio, 1968) y, además, numerosas narraciones del espacio como "The sands of Mars" (Las arenas de Marte, 1951), "Prelude to space" (Preludio al espacio, 1951), "Islands in the sky" (Islas en el cielo, 1952) y "The city and the stars" (La ciudad y las estrellas, 1956) que son consideradas como novelas proféticas en cuanto a la descripción de estaciones satélite en órbita alrededor de la Tierra, todas ellas escritas antes del lanzamiento de la primera nave espacial.
Como científicos-escritores aparecen también el antropólogo estadounidense Chad Oliver (1928-1993) autor de "Unearthly neighbors" (Los vecinos no terrenales, 1960) y "The shores of another sea" (Las orillas de otro mar, 1971); el físico estadounidense Poul Anderson (1926-2001), autor de "No world of their own" (Sin mundo propio, 1955) y "The corridors of time" (Los corredores del tiempo, 1965); el médico austríaco Kurt Steiner (1912-2003), autor de "The sound of silence" (El sonido del silencio, 1955) y "The oceans of the sky" (Los océanos del cielo, 1967); y, sobre todo, el bioquímico ruso-estadounidense Isaac Asimov (1920-1992), uno de los autores más universalmente conocidos, creador de novelas de aventuras galácticas basadas en argumentaciones casi científicas, como "Pebble in the sky" (Piedra en el cielo, 1950), "I, robot" (Yo, robot, 1950), "The naked sun" (El sol desnudo, 1957) y "The Gods themselves" (Los propios dioses, 1972).


Gracias a sus conocimientos en este terreno Asimov hizo verosímiles una serie de hechos que presintió se descubrirían en el futuro. En su novela "The stars like dust" (En la arena estelar, 1951) escribió: "Habla el capitán. Estamos preparados para nuestro primer salto. Saldremos temporalmente de la estructura espacio-tiempo para entrar en el reino poco conocido del hiperespacio, donde el tiempo y la distancia no tienen significado". Asimov habló del hiperespacio mucho antes de que los cosmólogos se pusieran a investigarlo e incluso antes de que hubiese algunos convencidos de su existencia.
La ciencia ficción, como tantas otras cosas, nació con la literatura. Y sigue teniendo sus mejores obras en la narrativa literaria en donde se puede atender mejor al desarrollo de los personajes y la trama. Tal como decía Asimov, "la ciencia ficción es la rama de la literatura que trata de la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología". Y en efecto así es, ya que la ciencia ficción nos hace reflexionar sobre los efectos y el impacto social que la ciencia y la tecnología tienen sobre la sociedad que las genera y utiliza.