28 de diciembre de 2021

Cuentos selectos (XXIV). Jorge Ignacio Covarrubias: "La partida"

Nacido en Buenos Aires, el prestigioso periodista y escritor argentino Jorge Ignacio Covarrubias (1942) reside desde hace varias décadas en los Estados Unidos. Licenciado en Letras Hispánicas por la State University of New York, ha impartido cursos, talleres y conferencias de teoría literaria, lingüística, periodismo y traducción en Argentina, Colombia, El Salvador, España, Estados Unidos, Honduras, Nicaragua, Panamá, Puerto Rico, República Checa y Venezuela. Subdirector de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y miembro de la Real Academia Española, fue editor durante más de cuarenta años en el Departamento Latinoamericano de la agencia noticiosa “The Associated Press” en Nueva York.
Ha participado en actividades políticas, científicas y culturales como el Congreso de la Lengua de Zacatecas, México, en 1997, con un informe sobre el periodismo hispano en Estados Unidos, y en el de Valparaíso, Chile, en 2010, con un trabajo sobre la importancia de las telenovelas para la difusión del español en el mundo. También ha disertado en asambleas generales de las Naciones Unidas (UN) y de la Organización de Estados Americanos (OEA), y en varias universidades de Estados Unidos. Ha traducido para diversos medios periodísticos, entre ellos “New York Times”, “Selecciones del Reader’s Digest”, “CBS” e “International Psychiatry Today”, y ha escrito ensayos sobre la situación de la niñez en Hispanoamérica y el fundamentalismo religioso en el mundo, y colaboró en el libro “El español en el mundo”, del Instituto Cervantes, con un informe sobre la cultura y los medios hispanos, y en “El español en Estados Unidos”, con un estudio estadístico sobre las jergas juveniles en Internet.
Entre sus publicaciones se destacan los libros de cuentos “Convergencias”, “Cuentos insólitos” y “El mensaje de un millón de años”, y los tomos de ensayos “Manual de técnicas de redacción periodística”, “Inmigración y ciudadanía en Estados Unidos” y “Los siete personajes del periodismo”. También participó como coautor en las antologías “Hablando bien se entiende la gente”, “Gabriela Mistral en los Estados Unidos” y “Manual de estilo en español”. El cuento que sigue a continuación, “La partida”, está incluido en “Hecho(s) en Nueva York. Cuentos latinoamericanos”, un volumen de cuentos de autores premiados por el Instituto de Escritores Latinoamericanos del Hostos Community College de Nueva York.


LA PARTIDA
 
Es la víspera de la liberación.
Llueve desde hace horas y los chorros de agua golpean sobre las canaletas metálicas de las barracas e inundan los patios.
Los gritos cotidianos han cedido paso a un silencio nuevo en el campo de concentración. Los prisioneros judíos permanecen inmóviles para no dar pretexto a la represión última.
Muchos guardias nazis han huido ante el avance de los aliados. Queda un puñado, entre ellos los dos personajes más dispares del campamento.
En la sala central, entre el primer perímetro de defensa y el pabellón de los condenados, ambos guardias esperan el desenlace.
Uno de ellos, X, ha sido el verdugo más brutal, el carnicero más efectivo. El otro, Z, se ha limitado a cumplir la barbarie como una tarea burocrática y su piedad ha consistido en no matar fuera de horario.
Los dos saben que el campamento caerá en horas, probablemente al alba.
Como en las noches precedentes dialogan casi con monosílabos, muchas veces proferidos ante un tablero de ajedrez. Se conocen muy bien como para tener qué decirse. Pero en este momento que prolonga la certidumbre del fin parecen dos desconocidos frente a frente.
La lluvia azota los techos y se deshace en trenzas sobre las ventanas.
X admite ante su compañero que todo está perdido y le comunica que se propone una última tarea antes de caer, un objetivo que ha postergado por mero placer; esa noche matará al joven aprendiz de rabino, su víctima favorita porque nunca se queja ni suelta una lágrima. Ante los azotes, recita letanías de rezos en hebreo.
Todo es inútil, objeta Z. Matar al pobre infeliz carece ya de sentido. Quizás intuye que, si no contribuye a evitarla, esa muerte pesará sobre sus hombros más que todas las anteriores. De algún modo concibe que una sola víctima más desencadenará sobre sí el infierno postergado.
X insiste. Matar al muchacho se ha convertido en un imperativo personal, más allá del deber. Z apela a un recurso que nunca le ha fallado frente a una discusión. Propone a X jugar el destino del judío a una partida de ajedrez.
Colocan el tablero junto a la ventana estremecida intermitentemente por el viento. Una lámpara oscilante hace bailotear la sombra de las piezas sobre el cuadriculado.
Las primeras movidas son minuciosamente rutinarias. A la apertura de X, Z responde con una defensa ortodoxa ante la certeza de que un empate dejará las cosas como están, entre ellas la vida que se juega sobre la mesa.
Durante largo rato sólo se oyen las ráfagas del viento. Los guardias mueven taciturnos.
Z cree llevar a buen fin su objetivo, que intuye como una mínima justificación en una vida de atrocidades. Más que equilibrada, la posición es prometedora porque la agresividad le ha hecho arriesgar en exceso a su adversario. Cualquier paso en falso de X le puede costar la partida.
Entonces Z se relaja por primera vez y se recuesta sobre el grueso respaldo de su butaca, desentendiéndose del tablero y tratando de descifrar si entre los ruidos de la tormenta se mezcla ya el rugido de los blindados enemigos. A su turno, desplaza confiada y displicentemente un alfil para consolidar su posición. Se dispone a mirar por la ventana, cuando de pronto advierte que ha cometido un error imperdonable. Ha dejado un punto débil por el cual pueden desplomarse sus defensas. Sabe que X no perdona; es un adversario frío, metódico e implacable. Z teme el desenlace inevitable; su derrota significará a la vez la muerte del aprendiz de rabino.
Sin duda, X ha advertido el error. Pero no se quiere precipitar. Se pone de pie y por primera vez mira hacia el horizonte. El patio, limitado por un lejanísimo cuadrado de cemento y alambrados de púa, parece un cuadro impresionista con sus contornos desdibujados. Llueve desde hace horas y X permanece petrificado frente al cuadro de desolación.
X se vuelve, se sienta y hace una jugada trivial. Z primero no lo entiende, y luego se estremece porque advierte que el verdugo no ha ejercitado su derecho a aprovechar el error ajeno.
Z no sabe si su adversario lo ha hecho intencionalmente o no. Y nunca lo sabrá, como tampoco sabrá el judío que jugaron su vida sobre un tablero de ajedrez. Vuelve el alfil a su posición original y pocas movidas más adelante sabe que nada puede arrebatarle el triunfo.
Con las últimas jugadas se precipitan los acontecimientos.
Los primeros blindados enemigos derriban el portón central mientras otras dos columnas aliadas rodean el campamento en movimiento de pinzas. Los liberadores no encuentran resistencia alguna en las casamatas junto al muro, y avanzan con extremada confianza. Desde los pabellones de prisioneros empiezan a oírse murmullos en oleadas.
Indiferente al enemigo, X inclina su rey en admisión de derrota y se yergue junto a la ventana para morir de pie. Suena un disparo, uno solo, que viene desde el camión que encabeza la columna. La bala roza la cabeza de X, que permanece inmóvil, y se pierde en el pabellón más atrás.
Como el alemán no se mueve, los enemigos entran sin necesidad de volver a disparar. Irrumpen en la habitación. Tres norteamericanos capturan a los nazis. Un inglés derriba de un manotazo el tablero de ajedrez.
Después son todas risas y llantos de alivio. Los triunfadores destruyen los candados de los portones.
Los prisioneros, bolsas de huesos, miserias humanas, cantan sin dientes, hablan sin voz, bailan sin piernas.
Todos salen menos uno. El joven aprendiz de rabino se ha quedado como dormido en su camastro aferrado a una copia rudimentaria del Talmud. Más tarde será una cifra en el registro de la victoria: una sola bala para tomar el campamento, una sola baja casual.

25 de diciembre de 2021

René Descartes y la duda metódica

Pocas veces, como en el caso de Descartes, la imagen de su personalidad y su biografía han sido tan dosificadas por una tradición académica, que ha hecho de él el retrato del filósofo encerrado en su gabinete, al lado de la estufa, meditando y construyendo el mundo desde la pura introspección. De este modo, el pensamiento cartesiano (de "Cartesius", forma latinizada de Descartes) aparece como inicio del racionalismo moderno, reafirmando, al mismo tiempo, la supuesta autonomía del quehacer filosófico, respecto del contexto histórico-político en el que se produce. Sin embargo, la trayectoria vital de este hijo de una familia de la pequeña nobleza provinciana francesa, está íntimamente vinculada a acontecimientos y situaciones decisivas en la historia de Europa, que representan el telón de fondo al que apuntan, ocasional pero no casualmente, hechos e ideas de la biografía de Descartes.
René Descartes vino al mundo en La Haye, pequeña ciudad de la región de Tours (hoy conocida como La Haye-Descartes), el 31 de marzo de 1596. Nacido en el seno de una familia de la pequeña burguesía (su padre era consejero en el Parlamento de Bretaña), tras la prematura muerte de su madre fue criado por su abuela. A los 10 años ingresó en el colegio de La Fleche, dirigido por los jesuitas y allí estudió hasta los 18 años recibiendo una educación netamente escolástica que no dejaría de criticar el resto de su vida dada su falencia en cuanto a proporcionar herramientas para buscar y pensar nuevos modos de entender el mundo. No obstante ello, recibió una destacada formación en matemáticas, lo que indudablemente le ayudó a determinar la orientación de su pensamiento filosófico. Para algunos autores, el joven Descartes fue uno de los llamados “libertinos eruditos”, un grupo de intelectuales que reflexionaban en contra de la moral cristiana que imperaba en la Europa del siglo XVII.
Los años posteriores a su salida de La Fleche, en 1614, representaron para Descartes el complemento normal en la formación de un hijo de familia acomodada: vida social en París, práctica de equitación y esgrima y, en contra de la opinión familiar, después de haber obtenido la licenciatura en Derecho en la universidad de Poitiers en 1616, decidió seguir la carrera militar en 1618, incorporándose en Holanda como voluntario en la Escuela de Guerra de Maurice de Nassau (1567-1625), el antiguo capitán general de los Países Bajos y estatúder -director de las campañas militares-, por entonces Príncipe de Orange y Barón de Breda.
Lo movía el deseo de viajar, conocer las cortes, frecuentar personas de humores y condiciones diversas y recoger nuevas experiencias. Este deseo de conocer mundo lo llevó a Alemania donde, después de haber asistido a la coronación del emperador Fernando II de Habsburgo (1578-1637), se alistó en el ejército. Estando en un cuartel en Ulm, en la noche del 10 de noviembre de 1619 descubrió, según su propio relato, “los fundamentos de una ciencia maravillosa”. Fue porque creyó tener una especie de revelación o descubrimiento que lo orientaría hacia la actividad filosófica: intuyó, más o menos repentinamente, que el método matemático podía ser generalizado y puesto como modelo de toda reflexión e investigación. Decidió entonces abandonar el ejército e iniciar un largo viaje por Europa visitando Bohemia, Hungría, Holanda, Alemania e Italia.


En 1625, de vuelta en París, vendió todas sus posesiones para asegurarse una vida independiente y se relacionó con la mayoría de los científicos de la época. Sin embargo no encontró el ambiente adecuado para su actividad reflexiva. Sabía, por lo que les había sucedido a muchos de sus colegas que se animaron a desafiar lo naturalmente dado por la Iglesia, que sus ideas y textos -que ya había comenzado a escribir- podrían despertar la ira de la inquisición cristiana. Por esa razón decidió en 1628, tras una breve estadía en la región de Bretaña, instalarse en Holanda, donde vivió hasta 1649 cambiando de residencia con cierta frecuencia, en función de las presiones de las autoridades municipales o a la búsqueda de una mayor tranquilidad para su actividad científico-filosófica. A lo largo de estos años, su vida fue de una gran regularidad: se levantaba tarde, pues se acostumbró a desarrollar sus reflexiones por la mañana, en la cama; comía al mediodía y después de comer se dedicaba a la jardinería o a la disección. Luego se ponía a trabajar hasta avanzada la noche.
Los primeros años los dedicó principalmente a elaborar su propio sistema del mundo y su concepción del hombre y del cuerpo humano. Influenciado por las lecturas de los matemáticos Johann Faulhaber (1580-1635) y Marin Mersenne (1588-1648), del científico Isaac Beeckman 1588-1637) y de los astrónomos Nicolás Copérnico (1473-1543) y Martin van den Hove (1605-1639), escribió sus primeros ensayos: “De homine” (Tratado del hombre) y “Regulae ad directionem ingenii” (Reglas para la dirección del espíritu). Cuando estaba a punto de completar “Le monde ou Le traité de la lumière” (El mundo o Tratado de la luz), al enterarse de la condena del astrónomo italiano Galileo Galilei (1564-1642) por parte del Santo Oficio de Roma en 1633, renunció a la publicación de su obra, lo que ocurriría póstumamente. En esas obras ya esbozó los puntos esenciales de su método deductivo de razonamiento, esencialmente matemático, proponiendo como ciencia ideal aquella basada en la intuición, la deducción, la enumeración y la memoria de todos los pasos dados.
En 1637, escrito en francés, apareció en Leiden su famoso “Discours de la methode” (Discurso del método), presentado como prólogo a tres ensayos científicos: “La dioptrique” (La dióptrica), “Les météores” (Los meteoros) y “La géométrie” (La geometría). En esta obra propuso una duda metódica que sometiese a juicio todos los conocimientos de la época, aunque, a diferencia de los escépticos, la suya era una duda orientada a la búsqueda de principios sobre los cuales cimentar sólidamente el saber. Este principio lo halló en la existencia de la propia conciencia que duda, en su famosa formulación “pienso, luego existo”.
“Como deseaba dedicarme exclusivamente a la investigación de la verdad -escribió-, pensé que debía rechazar como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, para ver si después de esto no quedaba algo en mis creencias que fuese enteramente indudable. (…) Estoy seguro al menos de que existo y de que existo como algo que piensa. Esto que soy no es el cuerpo, sino una sustancia cuya esencia consiste en pensar”.


La publicación de esta obra logró que, por un lado, ganase fama entre numerosos científicos y filósofos pero, por otro lado, arreciaron las críticas y la oposición a su filosofía. El filósofo británico Thomas Hobbes (1588-1679), por ejemplo, si bien compartió con Descartes la idea de hacer del sujeto el punto de partida de la reflexión epistemológica, la de considerar que los contenidos mentales son el origen del conocimiento, y la de la aceptación de las matemáticas como modelo de la filosofía, en ningún momento se sintió interesado por el problema del escepticismo ya que no lo consideraba como algo filosóficamente relevante.
Mucho más espinosas fueron las posturas adoptadas por el profesor de Matemáticas en el Colegio de Clermont de Paris, el jesuita Pierre Bourdin (1595-1653), quien instó a que se considerase como un delito la aceptación de la teoría de Descartes, y la de Gijsbert Voet (1589-1676), rector de la Universidad de Utrecht en Holanda, quien lo acusó oficialmente por ateísmo y prohibió sus textos en la institución ya que el Dios cuya existencia decía probar en su ensayo, no se identificaba con el Dios bíblico.
Debido a esta situación Descartes comenzó a mostrarse muy cauteloso en sus escritos y, en la correspondencia con sus amigos, les recomienda discreción e incluso que quemen sus obras para evitar un posible encarcelamiento o la muerte. Su deseo no era enfrentarse con la Iglesia Católica, de la que se sentía un miembro fiel. Pensaba que el conflicto entre ciencia y religión no era más que un malentendido y esperaba que se resolviese con prontitud para poder publicar sus obras sin controversias. No obstante, al observar la irritación de los conservadores, temió ser asesinado por algún fanático de la ortodoxia, por lo que, para mantener su privacidad y desorientar a sus enemigos, en el tiempo que residió en Holanda vivió en al menos trece ciudades distintas.
Durante ese período siguió escribiendo y durante los años siguientes fueron apareciendo “Méditations métaphysiques” (Meditaciones metafísicas, 1641), “Les principes de la philosophie” (Los principios de la filosofía, 1644) y “Les passions de l'ame” (Las pasiones del alma, 1649). En todas ellas, al igual que en las anteriores, Descartes se esmeró en explicar cómo interactúan en el hombre el cuerpo y el alma. Para él, la interacción entre ambos estaba en el cerebro, más concretamente en la glándula pineal, calificando al cuerpo como algo material y la mente-alma como algo inmaterial.
A pesar de su relativo aislamiento, mantuvo una abundante correspondencia con personalidades de su época, entre las que se destaca la que le tuvo vinculado con la princesa Isabel Estuardo de Bohemia (1596-1662) y, en los últimos años, con la reina Cristina de Suecia (1626-1689), quien le invitó a la corte de Eslocolmo para trabajar como filósofo residente y tutor de la propia soberana. Descartes llegó a la corte sueca en el mes de octubre de 1649. Allí murió de una neumonía el 11 de febrero de 1650 con 53 años de edad. Algo más de una década más tarde, en 1663, la Iglesia Católica añadió sus obras al Index librorum prohibitorum (Índice de libros prohibidos), lista en la que permanecería hasta su supresión en 1966.


En 1676 se exhumaron sus restos y fueron puestos en un ataúd de cobre para trasladarlos a París. Allí fueron sepultados en la iglesia de Ste. Geneviéve du Mont hasta que fueron removidos nuevamente durante la Revolución Francesa y llevados al Panthéon, la basílica dedicada a los pensadores y escritores de la nación francesa. En 1819, por fin, los restos de René Descartes fueron llevados a la abadía de St. Germain des Prés, donde se hallan actualmente.
En 1980, un médico alemán encontró en la Universidad de Leyden una carta del médico de la corte sueca que atendió a Descartes en su lecho de muerte, el holandés Johann Van Wullen (1585-1640), en la que describía detalles de la agonía. En ella se describen síntomas de náuseas, vómitos y escalofríos que no son propios de una neumonía sino más bien de un envenenamiento por arsénico. Las dudas cartesianas perduran aún después de más de tres siglos y medio de su muerte.

15 de diciembre de 2021

Enrevesadas cavilaciones de un don nadie en medio de la mediocridad reinante (3). Colofón

Aquel día, caminando apesadumbrado por una incierta calle en las cercanías del hospital, entendió que, al igual que el mítico blusero Robert Johnson, se encontraba en una encrucijada. Claro, para el músico con la piel de ébano la cuestión se resolvía mediante un pacto con Satanás, pero para él no había diablo que alcanzase. Los pensamientos lo atiborraban de malos presagios y tenebrosos augurios y no encontraba soluciones para sus numerosos dilemas. Era como si pretendiese obtener perfume de una flor sin pétalos, o brillo de un día sin sol, o inspiración de una noche sin estrellas: imposible. En vano buscaba respuestas a las múltiples preguntas que rondaban su conciencia, intuyendo que, una vez más, estaba malgastando energías para pensar en vez de utilizarlas para hacer.
Pero, ¿hacer qué con sus problemas de salud? ¿Operarse o no? Los síntomas se acentuaban con el paso del tiempo y él sabía perfectamente que su futuro era, más tarde o más temprano, la decadencia, el ocaso. Ante este panorama se sumió en una profunda depresión, ya que los razonamientos y las conclusiones le parecieron irrefutables. ¿Qué hacer entonces? En un rapto de enajenación invocó al diablo, tal como Robert Johnson lo hiciera en los años ‘30, pero el desgraciado ángel de luz no se dignó a aparecer, seguramente muy ocupado en otros menesteres. 
Algo más de cinco horas duró la operación. Luego, dos meses postrado en cama más otros seis meses de ejercicios de rehabilitación hasta lograr paulatinamente volver a caminar con relativa normalidad. Transcurrido ese tiempo, en la consulta con el traumatólogo le preguntó: ¿Doctor, dejará secuelas en el futuro la operación? Sí, le contestó. Es posible que pasado algún tiempo sufra una disfunción del nervio femoral, que sería lo más leve. ¿Y lo más complicado? preguntó tímidamente. Lo más complicado sería que, a medida que vaya recuperando la masa muscular, dada la cantidad de piezas de titanio que tiene la prótesis que se le implantó, alguna de ellas toque un nervio y eso derive en una neuropatía.
Sólo fue necesario que transcurrieran un par de años para que el vaticinio del médico se hiciera realidad. Comenzó con debilidad y sensación de hormigueo en ambas piernas, una bradicardia sinusal y una insuficiencia respiratoria que le hizo recordar los tiempos de su juventud cuando paseaba por la Puna de Atacama, el Nevado de Cachi o el Volcán Socompa en la Cordillera de los Andes y tenía que mascar coca para paliar el mal de altura por la falta de oxígeno. Tras realizarle una tomografía, una ecografía, una punción lumbar y un electromiograma el diagnóstico fue categórico: polineuritis periférica. Lo invadió una gran desolación. Se acordó del tema de J.J. Cale, un músico que admiraba y que había fallecido por aquellos días, que en su canción “Who knew” se preguntaba: ¿Quién sabía que nuestra vida sería tan complicada? Él seguro que no.
Con la medicación adecuada podrá sobrellevar la enfermedad moderadamente bien, le dijo el neurólogo, y le recetó ácido tióctico, pregabalina, diclofenac potásico y paracetamol. Su ánimo terminó por el suelo. La certidumbre (si es que alguna vez tuvo alguna) ya no existía. Le costaba dormir por las noches. Se despertaba sobresaltado y apesadumbrado. Las preguntas retornaban una y otra vez. Y no tenía las respuestas. Sobre todo a aquella de Camus en cuanto a cuál era el único problema filosófico verdaderamente serio. Aquella con la que abría “El mito de Sísifo” interrogándose si la vida vale o no vale la pena ser vivida. Hasta entonces había concebido la muerte como algo lejano, separada por completo de la vida por un torrente caudaloso de imágenes, de sensaciones, de experiencias. La vida en una orilla. La muerte en otra. Y nunca pensó en cuándo sería el momento de iniciar el cruce de aquel cauce tenebroso.


Con esos nefastos pensamientos pasó el tiempo hasta que, para acrecentar su infortunio, notó que a pesar de los medicamentos que ingería puntualmente, era innegable que sus dolores se habían intensificado. De hecho, se parecían mucho a los que sufría antes de la cirugía. Se sentía muy cansado y creía que ese cansancio le había proporcionado a la vez una suerte de lucidez insomne. Sabía que la certidumbre no era el conocimiento sino la condición para el conocimiento y, al darse cuenta de que se pasaba las horas intuyendo, imaginando, presintiendo, sospechando, odiaba cada vez más la incertidumbre que lo alejaba tanto del conocimiento. Afortunadamente, cuando el neurólogo le agregó amitriptilina y pramipexol al arsenal de medicamentos, comenzó a sentirse mucho mejor.
Ahora, al llegar a su casa no tuvo mejor idea que encender el televisor. Mientras se instalaba en la cocina con el fin de prepararse la cena, desde el living le llegaba la voz de una periodista que hablaba sobre las inminentes elecciones legislativas. Dejó de lavar las verduras que pensaba comer esa noche y rápidamente se dirigió hasta el televisor y lo apagó justo en el momento en que la periodista decía que para el gobierno el mayor problema, y a la vez un desafío, era lograr que un país más justo e igualitario dejase de ser una deuda pendiente. Sí, pensó, corrupción, concentración de la riqueza y del poder en manos de grupos privilegiados, crecimiento de la pobreza y la indigencia, desigualdad social, inacceso a las necesidades y a los servicios básicos, falta de oportunidades, discriminación y exclusión comunitaria, represión indiscriminada e irresponsable… Sí, hay algunos “problemitas” que resolver se dijo. Hace medio siglo que vengo escuchando lo mismo. Ni siquiera el disco de Norah Jones que puso consiguió quitarle el mal humor. Aquella noche pudo dormir gracias al sedante que ingirió durante la cena con su habitual vaso de vino tinto.
El tiempo pasó. Siguió con sus tareas en la Organización Social que sostenía comedores comunitarios, cooperativas de trabajo, centros culturales y escuelas para adultos en las villas miseria tanto de Buenos Aires como del Conurbano, aquellos asentamientos informales ahora recategorizados como barrios populares sin que hayan cambiado un ápice su condición de pobreza e indigencia. Maximizando los cuidados para protegerse de la maldita pandemia, en sus recorridas se enteró de que la gran mayoría de sus habitantes no habían ido a votar o votaron en blanco en las últimas elecciones. Cuándo les preguntó por qué, porque no les creemos a nadie le contestaron, son todos iguales, la misma m… Fue cuando no pudo evitar que, bajo su barbijo, se le dibujara una gran sonrisa.
Evidentemente ellos también advirtieron que la honradez, la rectitud, la moral y los derechos humanos no existen como reglas del actuar de los periódicos gobiernos. En la actual democracia, el Estado no es un organismo de la sociedad que está por encima de las clases y administra los intereses conjuntos del país en beneficio de todos los ciudadanos por igual, sean ricos o pobres. Al contrario, cada vez más supeditado a la cooptación y dominio de los grandes consorcios empresariales, sus dirigentes se corrompen y de alguna manera se asocian a las élites para manipular las instituciones a favor de sus intereses y de la consolidación de su poder. Por algo, a pesar de que es obligatorio, sólo alrededor del 70% del padrón electoral concurrió a votar.


Poco más de un mes más tarde, el 10 de diciembre, se conmemoraron dos acontecimientos trascendentales ocurridos esa fecha: el Día Internacional de los Derechos Humanos, cuando en 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos como respuesta a los horrores del nazismo, y el Día de la Democracia, cuando en 1983 la Argentina recuperó la democracia luego de siete años de la más cruenta dictadura militar y de cincuenta y tres años de sucesivos golpes de Estado. Lástima que la democracia en la Argentina, al igual que en toda Latinoamérica, no es una forma de gobierno del Estado donde el poder es ejercido por el pueblo, mediante mecanismos legítimos de participación en la toma de decisiones políticas. Después de la genocida dictadura cívico-clerical-militar, los gobiernos posteriores fueron endebles, entreguistas, ineptos, demagogos, oligárquicos, nepotistas, pseudo populistas… Era indudable que tras el golpe, más que nunca la política se había vuelto indigerible, irrespirable, y con ella la idea del poder, el que pasó a identificarse con lo peor de la existencia, a convertirse en una cualidad nauseabunda de la actividad humana.
En eso pensaba mientras regresaba a su casa. ¿Qué pasó con los anhelos, los sueños y las esperanzas que los ciudadanos depositaron en cada uno de los gobiernos que se sucedieron desde aquella fecha? ¿No se fueron diluyendo con el correr del tiempo gracias a la claudicación de una dirigencia política dispuesta a no confrontar con los sectores dominantes consolidados luego de la dictadura militar? ¿O acaso no se extranjerizó la economía, no se incrementó el endeudamiento público externo, no se facilitó la fuga de capitales, no se privatizaron dos tercios de las grandes empresas que pasaron a ser extranjeras, no aumentó la informalidad laboral, no creció la corrupción para perpetuar situaciones de privilegio? Preguntas, preguntas y más preguntas.
¿Respuestas? En una sociedad en la que sus presidentes, sus legisladores, sus ministros, sus gobernadores, sus intendentes, sus jueces, sus sindicalistas, sus dirigentes sociales, en fin, todos aquellos que deben responder adecuadamente a las demandas públicas desde sus lugares de jurisdicción son corruptos, es muy difícil sostener la credibilidad de las instituciones. La corrupción tiene una relevancia central en el desmoronamiento de la percepción colectiva sobre la democracia y, por supuesto, ésta pierde legitimidad a los ojos de los ciudadanos. La corrupción exacerba los niveles de desigualdad y reduce los niveles de crecimiento económico ya que, en vez de independizar la economía nacional de los capitales extranjeros, cada día los fortalece más. ¿Sería ésta una lucubración coherente o estaría desvariando?
Y, como si fuera poco, pensó, está el tema de la pandemia, la que aumentó la cantidad de personas y hogares pobres e indigentes. Un tercio de la sociedad argentina enfrenta una situación de pobreza estructural acuciante que golpea principalmente a la niñez y la juventud. Este es un problema estructural que, si bien se agravó por la pandemia, empeoró coyunturalmente con las crisis y el deterioro de los indicadores socioeconómicos producto de la implementación de políticas neoliberales de ajuste en lo social. ¿O será como sostiene uno de los candidatos a diputado que resultó electo tras una grotesca campaña poblada de escandalosas declaraciones? Adicto a la escuela austríaca de economía, aquella que sostiene que el libre mercado produce y distribuye mejor los recursos que el Estado, entre otros dislates aseguró que el socialismo es una máquina de generar miseria mientras que el capitalismo saca a la gente de la pobreza. ¡Pero claro! El sistema económico que impera en el mundo es el socialismo, por eso hay tantos pobres, ¡cómo no nos dimos cuenta!


Otra vez el mal humor, ahora con el agregado del desprecio. ¿Para qué?, se preguntó disgustado. ¿Vale la pena? Otra vez estaba enojado, sobre todo porque ese tipo de discursos era aceptado por mucha gente al igual que otras tantas barbaridades que se escuchaban día tras día. La gente miraba las noticias, veía las farsescas discusiones y los gestos grandilocuentes de los dirigentes políticos y muchos lo aceptaban como verídico, como real, sin tomarse ni siquiera un minuto para reflexionar, para pensar si era verdad lo que estaba viendo y escuchando. Y ni que hablar de las redes sociales, cuya influencia es determinante para empoderar a tantos personajes incompetentes y charlatanes. Resulta evidente que la gran mayoría de la gente le da más peso a los contextos emocionales que al razonamiento de las cuestiones. Tal vez por esa razón hace dos mil y pico de años atrás, el filósofo griego Platón decía que la opinión pública era una pésima reclutadora de gobernantes.
Muy concentrado pensó que no estaba bien sentir desprecio, pero entonces recordó las periódicas manifestaciones que muchos argentinos habían realizado cuando recién apareció el coronavirus. En ellas se pudo escuchar afirmaciones como “el virus no existe, es una gran mentira de los gobiernos”, o “quieren instalar una dictadura con la excusa del coronavirus”, o “el coronavirus es un poco más grave que la gripe”, o “la pandemia es falsa, el virus es una conspiración de un nuevo orden mundial”, o “basta de mentiras, el barbijo es un bozal”, o “no a la vacuna obligatoria, mi cuerpo es mío y lo cuido yo”, y otras tantas por el estilo. Y hasta pudo verse a un señor que llevaba un retrato con la leyenda “Mi general, se lo necesita” del innombrable sanguinario criminal que encabezó la salvaje dictadura cívico-clerical-militar, aquel que, cuando un periodista le preguntó sobre los desaparecidos y detenidos sin proceso respondió con una frase cínica y perversa utilizada para justificar sus horribles crímenes: “El desaparecido es una incógnita, no tiene entidad. No está muerto ni vivo... está desaparecido”.
Fue allí cuando se preguntó si no era lícito sentir desprecio por esa gente, si estaba bien que pensase que eran unas bestias obstinadas, unos ignorantes incorregibles. No encontró una respuesta satisfactoria. ¿Qué hacer entonces? Se tranquilizó cuando, en una página web, encontró una frase del filósofo español Julián Marías que decía: “Lo inadmisible no es el error como tal sino la mentira, la voluntad de falsedad, la perseverancia en ella, la adscripción sistemática a la falsificación como tal. Lo despreciable no es la deficiencia humana, la dificultad de alcanzar la verdad siempre huidiza, sino la predilección por la falsedad, la adscripción voluntaria a ella”. Se serenó entonces, hacía bien en despreciar a esa gentuza.
En fin, así están las cosas en el país. Paciencia, se dijo, debo tener paciencia. Sus ideales juveniles eran a esta altura una utopía inalcanzable. El sistema económico reinante perecerá por el peso de sus propias contradicciones, tal como decían economistas, filósofos y sociólogos como Schumpeter, Wallerstein, Althusser, Balibar y Harvey, por mencionar sólo algunos de los tantos que había leído desde que llegó a la adultez hasta ahora. Él no lo iba a ver, pero estaba seguro que así sería. Se acercaba el fin del año y las perspectivas para el siguiente no eran nada buenas. No creía que la pandemia terminaría así como así. Ciertamente no hay muchos motivos para festejar, ¿o sí? Seguiré con mis mates, mis capuchinos, mis guisos de verduras, mis huevos duros, mis milanesas de calabaza a la napolitana, mis vasos de vino tinto, mis copas de amaretto y de lemoncello y, por supuesto, con la música y con mis lecturas, se dijo.
También con su trabajo en la Asociación Civil haciendo todo lo posible por ayudar a los más necesitados, una tarea que lo hacía oscilar entre la condolencia y la congratulación, entre lo inquietante y lo sentimental, entre la alegría y la tristeza. De su parte ponía perseverancia, honestidad intelectual, esfuerzo, voluntad, o por lo menos eso era lo que creía, como también creía que a lo largo de su vida se había comportado y expresado con coherencia y sinceridad. Por un instante detuvo sus pensamientos y dudó. ¿Sería realmente así o sólo era un autoengaño? ¡Uf, otra vez las dudas, los interrogantes, la incertidumbre! ¿No será 
que, como había leído en algún lado, la obstinada costumbre de consignar las experiencias aumentaba la probabilidad de no haber vivido en vano? ¿O será que tal vez un poco antes de morir es cuando uno descubre el tiempo que ha pasado negociando con la verdad, inventándose historias para que no lo hieran tanto? Bueno, concluyó, sea como sea tendré que vivir la vida hora tras hora, no hay otra opción. En definitiva, como dice el viejo proverbio latino, todas las horas hieren, sólo la última mata.

12 de diciembre de 2021

Enrevesadas cavilaciones de un don nadie en medio de la mediocridad reinante (2). Vicisitudes

Deambulando obnubilado por tantos recuerdos llegó hasta el parque cercano a su casa. Caminar por el parque ejercía en él un raro influjo. Al ya de por sí perenne estado de melancolía que lo gobernaba casi arbitrariamente, se le agregaba un entusiasmo eufórico que tarde o temprano derivaba hacia una insondable tristeza. El color violáceo de las flores de los jacarandás lo embelesaban; las inmensas raíces del centenario ombú lo embriagaban. Ambos fenómenos lo transportaban hasta su lejana niñez campestre en la inmensa llanura pampeana, a esa inconmensurable pradera apenas interrumpida de tanto en tanto por un monte de talas y eucaliptos, o alguna aguada rodeada de tamariscos. Recordó que en esa época era enteramente feliz. Montar en pelo en un caballo y dejarse llevar al tranco hasta la inalcanzable puesta del sol era un regocijo incomparable. Pero todo aquello había quedado atrás, muy atrás. Ya en Buenos Aires, los curas del colegio le habían establecido los límites que la pampa no tenía.
Pero ello no fue un óbice para su desarrollo mental. Las cristianas limitaciones que le imponían en la escuela eran paliadas en su casa por su madre -campesina ella, criada entre zambas y chacareras- tarareando las primeras canciones de los Beatles, y por su padre, quien le daba a leer cantidad de libros de Emilio Salgari, de Julio Verne, de Mark Twain, de H.G. Wells, de Robert Louis Stevenson, de Jack London… ¿Cómo olvidar todo aquello? Era imposible. Los partidos de fútbol con sus amigos, las fumadas de cigarrillos a escondidas, los paseos en bicicleta por las modestas calles del barrio, sus primeros escarceos amorosos, las buenas calificaciones en el colegio secundario, las lecciones de inglés y dactilografía en la escuela nocturna, todo, todo pasaba trepidantemente por su cabeza.
Después todo fue vértigo, fogosidad, virulencia. El ingreso a la facultad y el descubrimiento de la trascendencia de las ciencias económicas implicaron el alumbramiento de los ideales políticos y la viabilidad de la revolución. Aquello era real, inminente, estaba al alcance de la mano. También sus amigos, sus compañeros, todos corrieron los mismos riesgos, jugaron con todos los fuegos, apostaron. Pero serían lastimados e incluso muchos de ellos muertos; perderían cada apuesta. Todo eso estaba implícito en el compromiso que habían asumido y, hasta con cierto impudor, se podría afirmar que también eso seducía, también eso excitaba. De allí en más, el único puente sobre las aguas turbulentas de su vida fue la huida, siempre hacia adelante, claro, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Es más, ¿valía la pena ahora hacerse estos cuestionamientos? Mejor prender una vela que maldecir las tinieblas decía Confucio, y probablemente tuviera razón.
También se daba cuenta de que, últimamente, había rehuido la compañía de todos sus amigos, como si la soledad le sirviese para realimentarse. Ahora, mientras seguía caminando, pensaba que ese distanciamiento lo estaba afectando, que la lejanía le provocaba un vértigo tanto pesaroso como provechoso porque, de alguna manera, le estaba ayudando a mirarse de otro modo, a darse cuenta de cómo se había convertido en otra persona. Y seguramente esto no le había ocurrido ahora, en realidad venía haciéndolo minuto a minuto desde el mismo momento en que nació. A veces tenía la impresión de que sabía muy poco del mundo, y se comportaba en consecuencia. Demasiadas cosas pasaban frente a los ojos de las personas, día a día, de la mañana a la noche, para dar abasto, además, con todo lo que no es visible. Y, pensó, de eso se ignora casi todo.
Eligió un banco al pie de una frondosa tipa colmada de primorosas flores amarillas que, gracias a la brisa, llovían sin cesar y allí se sentó a descansar. Las piernas, claro, porque su cabeza no tenía sosiego. Apenas un instante después, dos señoras pasaron frente a él hablando sobre la grieta y el odio imperantes en el país. No alcanzó a escuchar más pero intuyó que para ambas mujeres estas vicisitudes eran algo novedoso, algo que nunca había sucedido en el país. Pero, ¿era realmente así? ¿O era una peripecia episódica que reaparecía en la sociedad cada dos por tres? ¿Era meramente una grieta colmada de odio u otra expresión -otra más- de lo que desde hacía muchísimos años filósofos y sociólogos llamaban lucha de clases? Fue entonces cuando recordó las, para él, estupendas clases de Historia que había recibido en la facultad hacía muchos años. El erudito profesor les hablaba a los estudiantes de patricios y plebeyos, de nobles y esclavos, de caballeros y campesinos, de burgueses y proletarios, de empresarios y obreros, como una demostración del antagonismo existente a lo largo de la historia entre los intereses de los distintos estratos sociales. Y les citaba desde Platón hasta Marx, pasando por Maquiavelo, Rousseau, Quesnay, Burke, Durkheim, Weber…


También les contaba que el odio generado por la contraposición de intereses, si bien existía en muchas partes del mundo, era una característica intrínseca de la Argentina desde el mismo momento de su nacimiento como nación. Más aún, les decía, que ya desde la llegada de los conquistadores españoles existían diferencias sociales basadas en el origen -las élites- y en el color de la piel -la plebe-. Luego, tras la declaración de la independencia, llegarían los antagonismos entre unitarios y federales, autonomistas y liberales, porteños y provincianos, socialdemócratas y conservadores, radicales y concordancistas, populistas e intransigentes, en fin, distintas manifestaciones polarizantes que se habían dado a lo largo de los años. Ese profesor era sin dudas un erudito, un libro abierto que, tal vez por esa razón, fue secuestrado y desaparecido por la genocida dictadura militar que se instaló en 1976.
Todos estos recuerdos lo llevaron a pensar, una vez más, en la gran influencia social que históricamente tuvo -dada la grandiosa dimensión del impacto que ejerce sobre las personas- una ciencia que siempre le atrajo: la Economía. Volvió entonces a rememorar sus estudios en la Facultad de Ciencias Económicas y en los conceptos que allí, sumados a sus lecturas hogareñas, había aprendido. El comunitarismo, el esclavismo, el feudalismo, el mercantilismo, el capitalismo, sistemas todos ellos que, sucesivamente, habían prevalecido en la historia de la humanidad. Y, al pensar en la actual crisis, no pudo menos que inferir que la descomunal desigualdad que se multiplicaba tanto en Argentina como en buena parte del mundo, no era un proceso natural sino que se fundaba en decisiones político-económicas.
Fueron unas reflexiones atropelladas, que pasaban por su mente sin poder detenerlas, sin llegar a distinguir en ellas lo que había de lucidez o de insensatez. Como quiera que fuesen, le resultó inevitable considerar que la llamada lucha de clases era inconciliable por cuanto descansaba en la explotación y opresión de los desposeídos a manos de los poseedores del poder tanto político como económico. ¿O no era acaso la forma dominante de coerción la político-económica? El hecho de que algo más de 2.000 multimillonarios poseyera más dinero que el 60% de la población mundial, que el 10% de los ricos del mundo acumulase el 76% de la riqueza global mientras el 50% más pobre sólo posee el 2%, ¿no era acaso una demostración cabal de lo desequilibrado que estaba el mundo?


Hoy, con un sistema capitalista financiarizado que genera más ganancias que el capitalismo industrial, a la par del fenomenal progreso de la tecnología que, en muchos casos, sustituye a la mano de obra, ha comenzado a hablarse como si tal cosa de la “humanidad sobrante”. La Historia muestra que, desde la Revolución Industrial, siempre existieron trabajadores desocupados, pero ya no se habla de “población excedente” como lo hacía Thomas Malthus, ni de “asalariados suplementarios” como lo hacían Adam Smith y David Ricardo, ni de “guardia adicional para el sistema” como lo hacían Theodor Adorno y Max Horkheimer. Mucho menos de “ejército industrial de reserva” como lo hacía Karl Marx para afirmar que un caudal de desempleados permanente actuaba como un atenuante continuo para la regulación de los salarios. No, hoy atrozmente se habla de “humanidad sobrante” y sólo sobrevivirán aquellos que hayan logrado posicionarse jerárquicamente gracias a sus virtudes, su talento, su esfuerzo, su educación, esto es, la dichosa meritocracia, un sistema tanto subjetivo como coyuntural que desdeña la ausencia de igualdad de oportunidades, la genética que condiciona notablemente las capacidades intelectuales, la exclusión a la que se ven sometidos numerosos grupos sociales, la posibilidad de acceder a una enseñanza superior, la justificación de privilegios despiadados y denigrantes por parte de los ostentadores del poder, etc. etc. Esto no quita, por supuesto, que exista gente talentosa sin poder económico que, gracias a su esfuerzo, logra conseguir algún éxito, eso sí, moderado si se lo compara con el que suelen alardear los plutócratas.
Acongojado, abrumado por tales lucubraciones, en un momento pensó en quedarse sentado allí para siempre, viendo como el cielo pasaba del azul al negro. Estaba anocheciendo con un residuo de brisa pendiendo de los árboles. Era la hora en que no hay suficiente luz para distinguir las cosas ni suficiente penumbra para ocultarlas. Sin embargo se levantó y comenzó a deambular por las solitarias calles de su barrio con la pretensión de huir del infortunio que vislumbraba al acecho, que carcomía su sensatez, que presagiaba la desdicha. Pero la desdicha no camina errática como él, no, la desdicha se desplaza certera, diestramente vuelve a darle alcance y lo embiste con furia. En la vida, sabe, algunos ocultan, otros ofrecen. No es el caso de la desdicha; ella ofrece sin ocultar. Aunque sea un absurdo incidental o un torpe desatino, a él la certeza del mal se le presentaba fatídica, brutal, ominosa.
Fue entonces cuando, dejando de lado sus consideraciones socio-económicas, inevitablemente sus pensamientos se centraron en su maltrecha salud. Y volvió a su infancia. ¿Otra vez?, pensó. La bisabuela Sewald no hablaba una palabra en castellano y a él le costaba entender ese alemán mezclado con algún dialecto del Volga. Extremadamente devota, auguraba el bíblico fin de los tiempos cada vez que la sequía se extendía por varios años, el trigo no crecía y las vacas y las ovejas no encontraban ni una mísera mata de pasto para comer. Das ende der welt ist nah, el fin del mundo está cerca, murmuraba en retahíla la urgrossmutter Varvara. Recordó aquella frase cuando se internó por primera vez en las vísceras de aquella enorme bestia de plomo y aluminio que examinaría morosamente las sustancias anómalas de su organismo mediante una resonancia magnética.
Era el año 1999. Mucho se hablaba entonces de la proximidad del fin del mundo y, para él, el hecho de que su médico clínico lo derivase a un oncólogo tras observar el enorme bulto que le había crecido en la cabeza se le parecía mucho. El especialista ordenó hacérselo extraer y, por suerte, sólo se trataba de un tumor de grasa benigno llamado lipoma. Luego, tras una biopsia incisional, descartó probables metástasis en la columna vertebral. Sin embargo, algo pasaba en sus huesos y en su médula espinal, pero eso fue después, cuando el nuevo siglo ya había comenzado. Un difuso diagnóstico de síndrome de las piernas inquietas a otro más vago aún de unas fístulas arteriovenosas durales lo llevaron, fatalmente tal vez, a pensar en forma novelesca acerca de su enfermedad. Al mismo tiempo, los primeros rasgos de interpretación excesiva de los hechos más nimios empezaban a manifestarse en él, no sólo como elementos inherentes a la patología, sino como obstáculos adicionales a vencer. Sabía que para sentirse bien ya no le alcanzaría con ver la puesta del sol sobre el horizonte, aquel hacia el que cabalgaba cuando era apenas un niño. Es más, presentía que ya nada lo haría sentirse bien.


Primero fue un inmenso dolor, un irse desgajando en el silencio, desarticulándose en el viento. Como perder de pronto las raíces y quedarse sin apoyo, sordamente cayendo, despeñándose desde una cima muy alta. Después esa indefinible sensación de escozor, algo parecido a un ardor, aunque esa palabra no era suficiente para definir su dolencia. Quiso averiguar las causas. Sólo bastante tiempo después advertiría que las consecuencias serían mucho más importantes que las causas. Pesimista al fin, pensó en Schopenhauer a quien había leído en su adolescencia. “Todo lo que ocurre, desde lo más grande a lo más pequeño, ocurre necesariamente”. ¿Sería “necesariamente” así? Cuando el médico del hospital le dio el diagnóstico con apatía e indolencia, volvió a pensar en el filósofo alemán, pero esta vez recordó una anécdota que daba cuenta de su mal humor. El huraño filósofo estaba sentado en un rincón del café al que habitualmente concurría -solo, tal su costumbre- cuando se abrió la puerta y entró un hombre cuyo aspecto le resultó desagradable. Schopenhauer lo miró y, tras hacer una mueca de asco, sin mediar palabra se puso de pié y comenzó a apalearlo en la cabeza con su bastón tan sólo porque no le había gustado su aspecto. En ese momento, en aquella sala pulcra pero desangelada del hospital, pensó que si tuviese un bastón en sus manos también golpearía al individuo con delantal blanco que tenía delante de él.
A la vida no se le puede escamotear absolutamente nada. Jamás ha habido un juez menos clemente con la realidad que la propia vida. Y su vida, ahora, le había dado un golpe en la cara, le paralizó el pecho y le hizo debilitar sus piernas. Esto no era como con los sueños, que se diluyen en cuanto uno se despierta. Esto era la realidad, su realidad. Cómo no pensar en la “Poética” de Aristóteles, o en los dramas de Esquilo, de Sófocles, de Eurípides. Pero, ¿era su peripecia una tragedia? ¿Era su destino inevitablemente fatal? Él no era ningún héroe que mereciera el castigo divino, no, sólo era un tipo común y corriente que andaba por la vida a los tumbos como tantos otros de su generación. ¿No podía acaso ser la suya una tragedia de sublimación? Virtudes, creía, no le faltaban para desafiar las adversidades pero, de todos modos, se sentía cada vez más acorralado. ¿Qué podía hacer?
La cirugía era ineludible. Diagnóstico: espóndiloartrosis degenerativa, rectificación de la lordosis, estenosis del canal lumbar, doble hernia discal con compromiso medular. La operación es muy delicada, le dijo el jefe del servicio de traumatología del hospital. El cirujano tiene un margen de error de un milímetro, le recalcó mirándolo seriamente. ¿Qué pasa si no me opero?, preguntó. Más temprano que tarde terminará en una parálisis permanente, le contestó. Comprendería, tiempo después, que reconstruir ese día en todos sus detalles iba a llevarle una infinidad de tiempo y que, precisamente, tiempo no le sobraba. Ni siquiera como para dejar su vida momentáneamente en suspenso. Cuando se puso a pensar en ello, aquel día, su memoria se puso en marcha y los recuerdos comenzaron otra vez a crepitar como destellos en la noche cerrada.
No, no, de ninguna manera, no hay término medio en la vida. O todo o nada, pensaba, mientras se sentía cada vez más lejos, no sólo de los demás, sino también de sí mismo. Concluyente, fastidioso, estaba como desquiciado. Hablaba mucho y de pronto nada, el vacío, el silencio, el pozo, el interminable pozo sin fin, sin luz, sin espacio, sin dimensión, sin nada… Muchas cosas habían pasado en su niñez y las recordaba con una mezcla de estima y aflicción. Ahora le venían a su memoria las imágenes de la oma quien, a pesar de su severidad, solía sentarlo en su falda y contarle historias de su Núremberg natal, desde la belleza medieval que ella recordaba de su infancia hasta su casi completa destrucción durante la Segunda Guerra Mundial, un hecho que la entristecía dolorosamente cuando leía los diarios de la época. Cuando ella murió él lo sintió mucho. Es natural, le explicó su madre, todos envejecemos y en algún momento morimos. Entonces yo no quiero crecer mamá, le dijo él.

10 de diciembre de 2021

Enrevesadas cavilaciones de un don nadie en medio de la mediocridad reinante (1). Introito

El hombre preparó su enésimo capuchino del día mientras observaba las imágenes en el televisor. En tanto recorría vanamente uno y otro canal tratando de encontrar algo que le interesara pensó, una vez más, que ya estaba harto de ver y escuchar semejante cantidad de necedades, de insensateces, de cretinismo tanto en boca de los políticos como de los periodistas que los entrevistaban. Un engendro que él había visto muchas veces a lo largo de su vida pero, tal vez, nunca con tanta intensidad. Sobre todo desde la colosal expansión de las redes sociales a través de las cuales se divulgan sin fundamento noticias falsas, declaraciones rimbombantes y todo tipo de subterfugios. Y lo que más lo irritaba era advertir que muchísima gente aceptaba esas miserables peroratas con toda naturalidad. Monsergas todas ellas alimentadas por lo que el filósofo holandés Baruch Spinoza calificaba como las emociones más tristes de los seres humanos: el odio, la ira y la venganza.
Populistas de derecha, neoliberales, individualistas libertarios, anarco capitalistas y otros tóxicos neo fascistas competían entre sí para ver quién profería la mayor sandez. Que el calentamiento global es una mentira del socialismo; que eliminar la inflación es la cosa más simple; que la diabetes es una enfermedad de gente con alto poder adquisitivo; que quisiera tener una Gestapo para terminar con todos los gremios; que los libertarios son superiores estéticamente; que a pesar de todo tengo que mantener la calma porque si me vuelvo loco puedo hacerles mucho daño; que si hubiera que elegir entre el Estado y la mafia se debe elegir la mafia porque la mafia tiene códigos, la mafia cumple, la mafia no miente; que los derechos humanos son sólo para la gente de bien, para los delincuentes únicamente balas; que cuando hablo de quemar el Banco Central no es una metáfora, lo quiero dinamitar, esto es literal; que si los honestos portasen armas habría menos delincuencia; que los gobiernos de buenos modales llevaron al país a la decadencia; que el que quiera estar armado que ande armado y el que no quiera estar armado que no ande armado, Argentina es un país libre; que la agresividad es un arma legítima para imponer las ideas y la solución a esa decadencia, etc. etc.
Su actividad laboral le permitía estar en contacto con investigadores, docentes universitarios y dirigentes de organizaciones sociales de toda Latinoamérica. Por boca de ellos se enteró de otras chapucerías proferidas por sus lenguaraces dirigentes políticos. Que el pobre sólo tiene una utilidad: votar; que la cédula de elector en su mano es un diploma de burro en el bolsillo; que las leyes son como las mujeres, están para violarlas; que vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás; que salir y meter bala es lo que sería políticamente correcto; que no era cuestión de colocar cupos laborales de mujeres ya que si se las ponía porque sí habría que contratar negros también; que quienes digan que vivimos en un país que está en crisis, crisis es seguramente lo que pueden tener en sus mentes, porque no es lo que está pasando; que leer mucho causa Alzheimer; que la minería cósmica tiene ventajas gigantescas, lo mismo que la exploración del planeta Alfa Centauro; que el dinero, si se roba, se roba para el pueblo… En fin, la estupidez humana parece no tener límites geográficos, pensó mientras memorizaba estos desatinos, lo que lo llevó a discurrir si no estaba todo perdido, incluso aquello que se había querido abandonar.
A punto estuvo de ponerse a desvariar sobre si, a pesar de todo, el hecho de que este tipo de insensateces ocurriesen en tantos lugares no sería una suerte de consuelo. Fue cuando los estruendosos bocinazos que llegaban desde la calle a través de la ventana lo trajeron de nuevo a su país, a su ciudad, a su barrio. ¿Consuelo? ¡Qué estupidez! Bastaba con observar el comportamiento de la gente en su país, en su ciudad, en su barrio. Al cúmulo de cretinismo difícil de aceptar había que sumarle el mal humor que se notaba en las personas cuando se transitaba por las calles. Muchos atribuían esto a la nefasta pandemia que azotaba al mundo entero, pero para él eso no justificaba las irracionalidades que veía en los conductores de autos que no respetaban las más elementales normas de tránsito y en los motociclistas que circulaban zigzagueando a toda velocidad entre los autos, a los que últimamente había que sumarle los cientos de ciclistas, jóvenes la mayoría de ellos, que debido a la crisis económica se ganaban la vida haciendo entregas a domicilio pero no usaban las ciclovías sino que andaban por cualquier lado exponiéndose a ser atropellados. Y, como si fuera poco, también los menesterosos cartoneros que, cual bestias de carga, arrastraban por donde les viniera en ganas un carro repleto de cualquier cosa que encontrasen en los contenedores de basura y pudiesen vender para poder sobrevivir. Semejante caos de tránsito llevaba a muchos conductores a insultarse, a amenazarse e, inclusive, a tomarse a golpes de puño en medio de la calle, una muestra, una más, del clima de violencia imperante en el país, algo que le recordó una sentencia del filósofo ruso Leontyev, quien hace un siglo y medio atrás tajantemente pensaba que excluir la violencia de la vida humana equivaldría a eliminar un color en el espectro del arco iris.


¿Era todo esto producto de la crisis económica? ¿Era producto de la crisis social caracterizada por una desigualdad cada vez mayor? El crecimiento desaforado de la pobreza, de la indigencia, ¿llevaba a que fuera inevitable ahondar en las crónicas de la escasez? ¿Era realmente necesario que se insistiera en caer obstinadamente en medir detalladamente las estrecheces cotidianas? ¿No se podía encarar semejante tragedia sin caer en la costumbre de analizar esos fracasos tanto individuales como colectivos sin que éstos cobraran un mayor valor a la luz de ese catálogo de ausencias? No, evidentemente no. ¿Era lícito creer que la solución a los problemas personales era política?, o esa creencia no era más que una debilidad de juicio, una mera superstición. Porque, si bien para las ciencias sociales cualquier acción, cualquier determinación, cualquier toma de decisión, sean éstas implícitas o explícitas, interactúan inevitablemente con la política, ante una realidad creada por la barbarie que, deliberadamente es propagada por los modernos medios de comunicación, cabe preguntarse si, aunque sea también una decisión política, no es tiempo ya de hacer hincapié en el oscurantismo predominante y profundizar en la cultura general, en la toma de consciencia individual, tareas arduas si las hay, sin dudas.
¿Será esto posible o estaría desvariando otra vez? pensó mientras recordaba haber leído alguna vez que la conciencia es una voz muy suave que los seres humanos escuchan en sus mentes, un lugar en el que para la gran mayoría la acústica es muy deficiente. Dudas, interrogantes, incertidumbres por doquier lo asaltaban sin clemencia. La gente a su alrededor le parecía parte de una alucinación. Sus rasgos se le antojaban desagradables. Que éste criticara a aquél, que aquél criticara a otro, que este otro a otro más y así sucesivamente, lo que lo llevó a pensar si realmente no era más inteligente hablar de ideas para salir de la crisis pero, llegaba a la conclusión de que sólo poca gente reflexionaba sobre estas cosas, que la mayoría de las personas comunes sólo hablaban de las cosas mientras que los fecundos mediocres hablaban de la gente. Viendo cotidianamente todo esto advertía que él también se sumergía en el mal humor, algo que lo ponía muy mal. Hay épocas, pensó, en que la tensión hacia la verdad y su búsqueda se debilitan, en que predomina una actitud de desinterés por la verdad, en que sobresale una indiferencia cuya consecuencia suele ser una llamativa facilidad de aceptación y hasta una simpatía por lo falso. ¿Qué hacer entonces? ¿Aceptar esta realidad como algo natural, como algo inmanente a la humanidad? Cuando por su cabeza pasó aquella reflexión de un dramaturgo griego -Eurípides pensó que era sin estar muy seguro- que sentenciaba que, para el vulgo, los mediocres eran los más elocuentes, decidió salir a caminar.
Sí, pensó, es probable que esa elocuencia de los dirigentes, tanto políticos como empresariales -sátrapas corruptos la inmensísima mayoría de ellos- sumada a la candidez e inconsciencia de buena parte de la ciudadanía eran las que habían llevado al país a su actual situación. Estaba cansado. Muy cansado. Cada vez más lo invadía una desolación inexplicable, como de barro en el corazón y una humedad pegajosa en la garganta. Para él, la vida cotidiana se había convertido en un trabajo penoso y sin sentido. Mientras caminaba sin ver nada, no quería pensar ansiosamente en el futuro y olvidar el presente porque sabía que acabaría por no vivir ni el presente ni el futuro y moriría como si nunca hubiese vivido. Sin embargo, en su mente prevalecía la certidumbre de que ya era demasiado tarde para él, de que el tiempo de vida que le quedaba no iba a ser ni medianamente soportable. El tiempo de los buenos momentos le parecía tan remoto que hasta le parecía que nunca habían ocurrido.
 

¡Qué lejano le parecía todo! ¡Qué lejos estaban sus años de juvenil militancia en un frente estudiantil en el Centro de Estudiantes de la universidad con el afán de cambiar las cosas! ¡Qué lejos las noches en que escribía sus cuentos! ¡Qué lejos los viajes que hiciera por toda la Argentina y los más recientes por algunos lugares de Europa! Todo se mezclaba en su cabeza. Parecía inclusive que las cosas más comunes que le habían ocurrido hacía una semana atrás hubieran pasado mucho tiempo antes. Sin dudas es el otro tiempo, el tiempo que las personas miden por sus deseos, por su ansiedad, es el tiempo distinto de cada una de ellas que poco tiene que ver con el tiempo cronológico. Ya lo decía Rudyard Kipling, el novelista inglés, sobre la difícil empresa que era envejecer con elegancia. Y sin tristeza, pensó él, porque si había algo que lo desanimaba era eso, la tristeza; notar cómo iba perdiendo interés por aquellas cosas que de joven lo alegraban, lo entusiasmaban.
Otras permanecían incólumes como la música y la literatura. A veces pensaba que si no fuera por ellas ya nada tendría sentido en su vida. ¡Ah, la música! ¡Claro! ¿Por qué no refugiarse en ella? Fue cuando se acordó del reciente fallecimiento de Charlie Watts, el baterista de los Stones. Él, que desde pequeño se la pasaba tamborileando sobre cualquier superficie plana que tuviese cerca, que amaba la percusión y seguía con precisión el ritmo de las canciones que sonaban en el viejo tocadiscos que su padre le había regalado cuando era un incipiente adolescente, se sintió muy triste cuando se enteró de la noticia. Y pensó en Keith Moon, en John Bonham, en Ginger Baker, todos grandes bateristas que ya habían muerto tiempo atrás, algo que también lo había entristecido.
¿Y la literatura? ¡Por supuesto! Otro gran refugio. 
A los doce o trece años su padre lo descubrió escribiendo sus primeros cuentos -por llamarlos de alguna manera-. Los leyó y le dijo: así como para saber hablar hay que saber escuchar, para saber escribir hay que saber leer, una sentencia que jamás olvidaría. A los diecisiete años, cuando cobró su primer sueldo en la empresa a la que había ingresado como amanuense, no compró ropa ni zapatos ni perfumes como hacían los muchachos de su edad. Fue corriendo a una librería de viejo en la avenida Corrientes y se compró las obras completas de Maupassant, el autor francés que lo había cautivado con “La cama 29”, un libro de cuentos que su viejo le había pasado un caluroso verano cuando tenía catorce o quince años. Después leyó “El Horla” y “Bola de sebo”, ambos encontrados en la biblioteca de su padre, y el hechizo fue definitivo. Hemingway vino un poco después, también por obra de don Ricardo, un padre sensible, culto y reservado que amaba la buena literatura tanto como a su hijo. “Los asesinos” fue el primer libro que leyó del aventurero escritor norteamericano y después ya no pudo parar. Exhumaba nostalgia y gratitud hacia su padre al son de estos recuerdos, pero también inquietud cuando le vino a la memoria una frase de un personaje hemingwaiano que decía que un hombre puede ser destruido pero no derrotado. Qué curioso, pensó, él se sentía destruido a la vez que derrotado.
Otro episodio crucial de su adolescencia fue la lectura del “Zaratustra” de Nietzsche y su terminante “Dios ha muerto”, una aseveración que marcó un antes y un después en su forma de pensar. Y, por supuesto, después de la para él insoportable novela “Sotileza” de José María de Pereda cuya lectura su profesora de literatura les dio a él y sus compañeros de 5º año de la secundaria como tarea, la aparición de Kafka, de Hesse, de Tolstoi, de Somerset Maugham, de Steimbeck, de Faulkner, de Poe, de Dostoyevski -cuyos libros pudo encontrar en la biblioteca paterna- hizo que su amor por la literatura creciese a un ritmo vertiginoso. Ni que hablar cuando leyó a Cortázar, a Arlt, a Borges, a Bioy Casares, a González Tuñón, autores argentinos todos ellos que la profesora, tan argentina ella como la birome o el colectivo, ignoró por completo en sus clases.
 

A la par de estos recuerdos comenzaron a florecer en su mente muchos más, y acordarse otra vez de su padre fue instantáneo. A don Ricardo le encantaba la astronomía. Siempre le hablaba a su hijo sobre las galaxias, los agujeros negros, la velocidad de la luz. Le enseñó el orden de los planetas que se aprendió de memoria como las tablas de multiplicar: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. Y le mostraba fascinado aquellas tres estrellas, las Tres Marías, que conformaban el cinturón de la constelación de Orión, y la Cruz del Sur que, rodeada por la constelación del Centauro con su brillantísima Alfa, conformaba un espectáculo inigualable. Le narraba también las anécdotas que la Oma, su madre, le contaba a él de cuando, en mayo de 1910, el cometa Halley pasó junto a la Tierra provocando una ola de ataques de pánico y suicidios porque muchos suponían la llegada del fin del mundo. Él esperaba ansioso verlo en 1986 pero no llegó, una maldita diabetes se lo llevó prematuramente con una premura injusta e inmerecida. Antes sí, tuvo tiempo todavía para deleitarse al paso de las estrellas fugaces y de los primeros satélites artificiales que circunnavegaban la Tierra. Y también quedar hechizado ante cada eclipse lunar que -siempre se lo señalaba- demostraba fehacientemente la redondez de la Tierra.
Muy divertidas le resultaban otras anécdotas de escenas que había vivido con su padre, sobre todo aquellas vinculadas con la música. ¿Cómo no recordar con alegría la paciente tolerancia con que le aceptaba las rebuscadas comparaciones que él le hacía entre algunas composiciones musicales? Por ejemplo el solo de violín de Gaby Lester en el tema “Baba O'Riley” de The Who con alguno de los “Caprichos” de Paganini, o el de piano que Nicky Hopkins hacía en “She's a rainbow” de los Rolling Stones con alguno de los “Nocturnos” de Chopin. Es que en su casa se escuchaba tanto música clásica como rock, por lo que él creció amando tanto a la una como al otro. De hecho, hoy todavía se emocionaba tanto escuchando a Ralph Votapek tocando la sonata “Claro de luna” de Beethoven como a Jethro Tull tocando “We used to know” o a Led Zeppelin haciendo lo propio con “Bron-yr-aur stomp”.
Y hubo una jornada que el taciturno caminante recordaría siempre con melancólica nitidez. Fue en el otoño de 1969. Aquella noche, él y su padre estaban acodados en la pared de la azotea de su casa mirando hacia el cielo. A través del ventanal que comunicaba con su habitación llegaba tenue el sonido de una canción de los Stones: “Sympathy for the Devil”. Don Ricardo, apasionado por las óperas de Mozart, las sonatas de Chopin, los valses de Strauss y las sinfonías de Beethoven, rezongaba a veces por el “bochinche” que hacían esos “melenudos”, pero ayudó complacido a su hijo a traducir lo que Jagger cantaba por sobre la cautivante base de piano, bongós, congas, maracas y esas pertinaces voces de fondo. Así que si me encuentras -decía Lucifer a través de Jagger-, ten algo de cortesía, algo de simpatía, algo de exquisitez. Usa toda tu bien aprendida educación o arrojaré tu alma a la basura. Aún hoy, tantos años después, se le escapan algunas lágrimas cuando escucha esa canción, y nunca puede evitar dirigir su mirada hacia el cielo mientras lo hace. Es que siente que, efectivamente, su alma había ido a parar a la basura.