27 de febrero de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (VI). Nicolás Cócaro

En 1932 Cortázar obtuvo el título de maestro, lo que le permitió ejercer el magisterio. Ese mismo año hizo un descubrimiento que le cambiaría por completo su visión de la literatura. Años después evocaría su encuentro deslumbrante con un libro del escritor francés Jean Cocteau (1889-1963). “Un día, caminando por el centro de Buenos Aires, entré en una librería y vi un libro de un tal Jean Cocteau, que se llamaba ‘Opio’ y se subtitulaba ‘Diario de una desintoxicación’. Lo compré, me metí en un café y, de eso me acordaré siempre, empecé a leerlo a las cuatro de la tarde. A las siete de la noche estaba todavía leyendo el libro, fascinado. Ese librito de Cocteau me metió en la cabeza, no ya en la literatura moderna, sino en el mundo moderno. Ese fue un poco mi camino de Damasco, porque recién en ese momento me caí del caballo. Y sentí que toda una etapa de vida literaria estaba irrevocablemente en el pasado y que delante se abría un mundo del que yo todavía no entendía muy claramente las cosas”.
A mediados de ese año, además, el Centro de Estudiantes del colegio Mariano Acosta comenzó a publicar la revista semestral “Addenda”. En ella colaboraron, entre otros, el profesor de Literatura griega y de Literatura castellana Arturo Marasso (1890-1970) -al que Cortázar siempre recordaría por ser quien le animó su vocación de escritor prestándole libros de poetas griegos-, el profesor de Lógica y Filosofía Vicente Fatone (1903-1962) -quien le alimentó su fascinación con los mitos griegos- el pedagogo Pablo Pizzurno (1865-1940), el futuro guionista cinematográfico Abel Santa Cruz (1915-1995) y el poeta Fermín Estrella Gutiérrez (1900-1990), quien se había graduado en el mismo colegio como profesor en Letras quince años antes. Cortázar fue su subdirector en los dos números de 1934 y en uno de ellos apareció el poema “Bruma”. En todos los casos firmó como J. Florencio Cortázar. Al año siguiente ya asumió como director y entre los redactores figuraban sus amigos Reta, Jonquières y D’Urbano.
Según cuenta el escritor y crítico literario argentino Roberto Ferro (1944) en el ensayo “Julio Cortázar entre viajes y bibliotecas”, aparecido en 2014 en la revista “Letral”, una publicación electrónica del Departamento de Literatura Española de la Universidad de Granada, los alumnos habían fundado una peña literaria llamada “La guarida”, la que se reunía en el sótano del café Edison situado en la avenida Rivadavia entre las calles Gral. Urquiza y 24 de Noviembre. Una tarde de junio de 1936 recibieron la visita del poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973). En aquella velada, Cortázar leyó ante el visitante y los profesores y alumnos que numerosamente habían concurrido, una conferencia titulada “Paralelo entre la poesía de Enrique Banchs y la de Pablo Neruda”. “La importancia que la poesía de Neruda tenía en el espacio literario argentino a la fecha de aquel encuentro -puntualiza Ferro-, es un indicio que permite caracterizar el lugar destacado que sus compañeros le otorgaban a Cortázar, elegido para exponer ante tan distinguido visitante”.
Por entonces ya había obtenido el título de Profesor Normal en Letras y, a mediados de 1937, fue designado profesor en el Colegio Nacional de Bolívar. Dos años después fue trasladado a la Escuela Normal de Chivilcoy en la que dictó las cátedras de Geografía, Historia e Instrucción Cívica. También participó en numerosas actividades relacionadas con la literatura, la traducción, además de dar conferencias y escribir junto al director de cine Ignacio Tankel (1912-1984) el guión de la película “La sombra del pasado”, filmada en esa ciudad y estrenada en Buenos Aires. En la llamada Peña de la Agrupación Artística se relacionó con distintos colegas profesores y escritores, entre ellos un joven Nicolás Cócaro (1926-1994), quien con el paso del tiempo se licenciaría en Filosofía y Letras y se convertiría en ensayista, crítico literario y periodista. Sería él quien, en 1993, publicaría “El joven Cortázar”, libro en el que reunió escritos, fotografías y cartas que evocan el paso de Cortázar por Chivilcoy. Seguidamente se transcriben partes de dos de sus textos, los titulados “Los primeros cuentos” y “Julio Cortázar, el escritor”.
 
Ahora mismo lo estoy viendo en un lejano pueblo de la llanura pampeana mientras habla con voz armoniosa, mientras sobresalen como una nota rítmica las erres a la francesa. Ahora mismo Julio Cortázar alarga el cuerpo, coloca una pierna sobra la otra, y conversa pausadamente con la certeza de un hombre que dice lo que siente sin darse cuenta que de antemano, ha cautivado al otro. Los dedos más finos, largos y viriles que he conocido ojean la revista “Oeste”. Julio contribuyó con su magro sueldo para que, desde aquel rincón de la llanura, Domingo Zerpa, el poeta de Jujuy; Ernesto Marrone -el poeta Marroni, nacido en Chivilcoy, que aparece en “La vuelta al día en ochenta mundos”- y yo, pudiéramos hacernos conocer en América con esa publicación. ¿Traía un mensaje renovado ese volante de poesía? Pues, la orientación, muy cortés, muy firme, señera de Cortázar. Además, le sacudió el polvo a la vieja apreciación de las escuelas literarias. Seleccionaba las colaboraciones. Así aparecieron en sus páginas los nombres de Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillen, Miguel Ángel Asturias, Rafael Alberti, Silvina Ocampo, Juan Rodolfo Wilcock, Ernesto Sabato, Antonio Requeni, Carlos F. Grieben y también los primeros poemas de Cortázar, además de las traducciones de Eliot que preparó Wilcock y mis poemas que él autorizó con afecto.
Después se sucedieron los días de su alejamiento de Buenos Aires. Cortázar fue designado profesor en la Universidad de Cuyo, Mendoza, Argentina y, desde allí continuó escribiéndome. Recibí también, “Presencia”, su primer libro de poemas, que escribió y publicó con el pseudónimo de Julio Denis. Lo acompañaba un valioso ensayo y una traducción: “Oda a una urna griega”, de John Keats. Mientras tanto su lección no había caído en tierra baldía. Tanto el poeta jujeño Domingo Zerpa como yo, empezamos a leer con detenimiento a los poetas de la generación española de 1927. Recuerdo nuestro fervor ante los libros de Luis Cernuda, Jorge Guillen, García Lorca, Gerardo Diego, Rafael Alberti.
Alguna vez, sin aleccionar, pues enseñaba conversando con la sinceridad rigurosa y entrañable del amigo, mencionó los ensayos de Dámaso Alonso sobre Góngora. Con qué pasión de cazadores furtivos nos dimos a la tarea de localizar la edición. Y cuánto aprendimos con esos poemas del culteranismo y a través de los sagaces comentarios críticos. Tal vez fue Domingo Zerpa, el autor de “Erques y cajas”, poemas rebeldes contra los usurpadores de los pocos bienes y de la pobreza coya, quien encontró las traducciones y algunos libros en su idioma original de los surrealistas franceses. Y también a través de Cortázar conocimos los poemas de Rimbaud, poesía que parecía ejercer sobre él una particular atracción. Y también Verlaine, Valéry, Mallarmé. Así me recomienda en sus cartas que los lea, que los asimile, que no caiga en el espíritu aldeano, que nos vuelve estrechos y egoístas, que levante la mirada hacia algo que es más difícil y que está más lejano, acaso en el deslinde borroso de nuestros sueños.
Juntos paseamos muchas veces por las calles rectas, monótonas de Chivilcoy, nombre de origen ranquel de un pueblo, que significa “El-todo-agua”. Es una ciudad que tiene forma de damero: en el centro, alrededor de la plaza, la iglesia, la Municipalidad, el club social, la escribanía, la confitería, los zaguanes de las casas de las familias tradicionales, y en las veredas los mendigos, y junto a sus carros los campesinos que se abastecen en el almacén de ramos generales.
Cortázar quería conocer la casa del “Hombre de color verde”. Era un personaje singular, manso, bonachón, que vestía de verde, que andaba montado en una bicicleta verde, y tenía tres casas verdes -“La verde pura”, “La verde esperanza” y “La verde Musitani”, que era su apellido-, y una bóveda ostentosa en el estrafalario y soberbio cementerio local. ¡Qué contraste con los pobres agricultores, esta soberbia de la última morada!, como escribían en el diario local. Así, decía el personaje, iba a dormir su siesta, que era una manera de acostumbrarse a morir. Y ahí está en “La vuelta al día en ochenta mundos”. Recuerdo que Cortázar se interesó entonces por el cine, con el productor Tankel preparó el argumento de una película interpretada por artistas jóvenes. Algunos locales. También seleccionó una obra de teatro de Belisario Roldan, “El puñal de los troveros”, para un festival estudiantil. Entre sus amigos entrañables se contaban también, además de Domingo Zerpa, la profesora Ernestina Iavicoli, José M. Gallo Mendoza, Francisco Falabella, Donato Cocozza y el joven David Almirón.
Seguramente en el pueblo todavía se mencionaba un romance. Cortázar tuvo una novia o una simpatía, como se solía designárselo en esos años, y se llamaba señorita Martin. Tenía su casa, la casa del sastre, cerca de la Escuela Normal. Cortázar dictó en ese establecimiento, entre 1939 y 1944, Historia, Geografía e Instrucción Cívica. De modo que ella lo veía pasar a menudo. Cuando Cortázar pernoctaba en Chivilcoy lo hacía en la pensión Varzilio, ubicada en las proximidades de la plaza principal de la ciudad. Me consta, porque juntos agitábamos las calles tristes del pueblo, que solía encontrar a la señorita Martin en la plaza España. ¿Cómo era ella? En mi memoria, era alta, muy alta, como Cortázar, de ojos vivaces y sonrisa muy Mona Lisa. La plaza, junto a la Escuela Normal, poseía mayólicas con escenas de Quijote, que llevaron a la ciudad la colectividad española enviadas desde Talavera de la Reina.
Ella, la señorita Martin, era una destacada nadadora local, la piscina del Club Empleados de Comercio estaba frente a la Plaza España. De ahí la clave de la cita.
En una oportunidad me pidió (volvía yo en los suburbios del pueblo y conocía todos los rincones de aquella población) que fuésemos a visitar almacenes, locales en donde se reunían malandrines, campesinos, compadritos y artistas fracasados. Se jugaba al truco y a la taba, ahora me doy cuenta que Julio se estaba alejando de las lecturas, de su modo intelectual, por ejemplo, de Joyce, de Keats, y se acercaba al espíritu de América. Así lo hicimos. Caminábamos de noche por arrabales, calles de tierra y visitábamos clubes de barrio, pobretones. Así conoció a “La Gallinita”, una morena bailarina de tangos, criolla, se comentaba, de ojos filosos y deseos filosos; al “Negro Ibañez”, famoso por sus cortes y quebradas bailando tangos; a Barca Moreno y su orquesta, la tristísima orquesta que dejaba oír sus lamentos en los clubes de extramuros, formada por un violín, un bandoneón y contrabajo. Conoció bailarines de tangos y milongas, compartió vasos de vino con jugadores de truco y vio a boxeadores de mala muerte, en cuadriláteros improvisados con bolsas, que se sentían campeones. Solía entonces hablarme, en los regresos por las calles que fatigaban nuestros sueños, de jazz, más precisamente, de “hot jazz”. Cuánto sabía. Qué bien lo expresaba.


Con Domingo Zerpa, dueño de una biblioteca apasionante dedicada a los autores de la América Hispana, en primer lugar a P. Henriquez Ureña, Julio Cortázar se familiarizó -arriesgo y conjeturo- y conoció a autores de nuestro continente. Cito de memoria: “Doña Bárbara”, de Rómulo Gallegos; “Don Segundo Sombra”, de Güiraldes; “Huasipungo”, de Icaza, “El señor presidente”, de Miguel Ángel Asturias, y los libros del aprista Ciro Alegría, que tanto entusiasmo despertaron en él. De manera especial “El mundo es ancho y ajeno”.
El director Carlos Santilli, del diario socialista “El Despertar”, de Chivilcoy, le pidió a Julio un cuento para un número especial. El mañereó. Poco y nada hablaba de su obra, para entonces incipiente. Dijo que tenía algunas páginas escritas. Que, en fin, lo iba a pensar. A la semana siguiente entregó un cuento titulado “Llama el teléfono, Delia”. Según entiendo era anterior a “Casa tomada”. Como debía viajar a Mendoza me pidió que corrigiera las pruebas. Quería que apareciera sin erratas. ¡Que inconsciencia la mía! Corregí las pruebas de galera, pero olvidé las de página. Todavía en el pueblo se componía a mano y se imprimía en la máquina llamada “plana”. El cuento apareció en 1941 en “El Despertar” plagado de errores. Lo firmaba Julio Denis. Cortázar me dijo, con tono amigable y dolido, que era tan importante corregir un cuento como escribirlo. Nunca lo olvidé.
“Llama el teléfono, Delia” por su estructura se define como cuento fantástico. Un sólo elemento sobrenatural guarda la clave del problema tiempo. Distrae la atención del lector con enunciados externos: la voz del locutor de radio, percusión de un “blue”, el Gabinete de Daladier en peligro, un nuevo modelo de automóvil. Hay que prestar atención al diálogo cortante, cargado de presagios, que resuelve la acción, de manera acuciante, con economía de sustantivos y adjetivos.
El cuento “Bruja”, apareció en 1944 en “Correo Literario”. No me explico la razón que tuvo Cortázar para no incluirlo en sus libros. El ambiente pueblerino, lo fantástico, con fino sentido de crueldad, con la desusada integración de los elementos mágicos, dan origen a un cuento magistral. Tal vez, convenga señalar un lejano parentesco con “Las ruinas circulares”, de Borges. La otra lección que nos queda a los escritores, más allá de su literatura perdurable, la dio Cortázar sintiéndose hombre universal y libre.
(…)
Hace muchos años, en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, un grupo de escritores aprendió la lección nueva, que vertió un joven alto, solitario, de cara pecosa, llamado Julio Cortázar. Aquel profesor, aquel erudito, de largo sobretodo y bufanda, Julio Cortázar, llevaba hasta la ciudad del oeste, el aire renovador de la literatura de los años cuarenta, sin que pusiera énfasis en el tono revolucionario. Este nacía espontáneamente. Se hablaba de Lorca, Alberti, Salinas Guillén, Cernuda y se citaba a Baudelaire, Rilke, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé y Valéry, gracias a sus enseñanzas.
Durante muchas tardes y algunas noches, porque Cortázar casi siempre regresaba a Buenos Aires, solíamos reunirnos en la casa de José María Gallo Mendoza, un colega de la Escuela Normal y del Colegio Nacional, cuyo único tema era “Sherezada” y “Las mil y una noches” o lo hacíamos en la pequeña y acogedora pensión en la que vivía el jujeño Domingo Zerpa. Los más jóvenes seguían interesados en el diálogo de Cortázar y Zerpa. El poeta de “Puya-Puyas” comentaba las tropelías que se cometieron en América con el aborigen, recurriendo a uno de sus defensores, el dominicano Pedro Henríquez Ureña. Su biblioteca se especializaba en temas latinoamericanos. Cortázar entonces citaba al padre Las Casas, hacía observaciones profundas y certeras. Y Zerpa -coya de pómulos abultados- relataba las rebeldías, hablaba de los arriendos que no podían pagar los aborígenes en el siglo pasado y también del éxodo jujeño.
Cortázar -el escritor Cortázar- tenía una voz levantada, segura, cristalina. Nada escapaba a su mirada perspicaz. Podía referirse a un libro de Amado Alonso sobre Neruda, con aquella anécdota que, ya no recordamos si era de Zerpa o de Cortázar: Alonso persiguiendo cortésmente a Neruda para que le aclarara la metáfora tal o cual, y Neruda diciendo lo primero que le venía a la mente para evadirse. Tal vez, aleccionaba sobre el lirismo de los cantos de “Residencia en la tierra”, exaltando al poeta chileno con equilibrada soltura, sin caer, políticamente, en lo tendencioso. O se refería a “El barco ebrio”, de Rimbaud, para que repitiéramos el ritmo de “cuando yo descendía los impasibles ríos”, o el soneto “A las vocales”.
Cuánto aprendimos entonces oyéndolo referirse a la obra de Rilke, a “Las elegías de Duino” o “Las cartas a un joven poeta”. Aquel nombre, Kappus, todavía vibra en nuestros oídos con el timbre de voz de Cortázar, esa manera tan suya de pronunciar “Kappus”, y también Hólderlin, con “ó” rítmica, endiablada, al igual que la celta y después alemán “ü” que los latinoamericanos jamás podremos pronunciar. Solíamos ir hasta alguna quinta. Hablábamos de incorporar lo mejor de la joven poesía de América a las páginas de nuestro volante literario “Oeste”, que editábamos con su ayuda. Cortázar sonreía. Recomendaba estudio y persuasión: “La realidad y el deseo”, de Cernuda; “Poesía”, de Alberti, y “Canto”, de la uruguaya Sara de Ibañez.
Caminábamos con Cortázar algún sábado, al atardecer, hasta la casa del hombre que vestía siempre de verde, cuando la pampa cae prisionera del silencio y entonces se piensa en el cosmos o en la nada. Para nosotros era decisiva su versación literaria en literaturas sajonas -Keats, Joyce-; o alemana -Hólderlin, Stefan George, Rilke, o francesa- Mallarmé, Proust, Claudel, Rimbaud-, pero, de manera notable, encontró el tono de la literatura americana y acaso el deslumbramiento político, que se acentuó en él más tarde, con la lectura de “El mundo es ancho y ajeno”, del aprista peruano Ciro Alegría, o con “Huasipungo”, de Jorge Icaza, o con “El señor presidente”, de Miguel Ángel Asturias. A través de su conversación entramos en la literatura y en la filosofía, pero más en la literatura americana, por la bíblica “puerta estrecha” a la que solía referirse André Gide. Más tarde, Cortázar nos enviaría “Presencia”, poemas con el pseudónimo de Julio Denis, libro hoy inhallable, o publicaría en el suplemento literario de “La Nación”, el cuento “Ómnibus”.
¿Tenía enemigos y admiradores ocultos? Sí. Acaso sí, porque Cortázar era, para aquel lugar de provincia, culto, sin duda, el símbolo del erudito e intelectual que pone al tradicionalista, y no a la tradición, patas para arriba. Era el escritor que no quería volver al pasado, sino que daba una nueva vuelta de tuerca para actualizar a los que se quedaron mirando hacia atrás. Tal vez, fueron sencillos contrincantes que no alcanzaban a definirse, como lo hacía el autor de “Los reyes” y lo hostigaban con comentarios, sabedores de la importancia del escritor. Pero, también, tenía admiradores, y muchos, hombres y mujeres.
Cuando Cortázar, combatiente contra las dictaduras, como se lo ha calificado, circuló por los avatares políticos de América -entre denuestos y palabras admirativas- (Cuba, el “Che” Guevara, el tiempo chileno de Allende, Nicaragua) y escribió los cuentos perdurables y ejemplares, y novelas y poemas, evocamos aquellos días y también la imagen del joven y resistido maestro. Muchas veces nos preguntamos al volver sobre el tema de América, ¿Cortázar influyó sobre Zerpa, que es lo más probable, o el coya influyó sobre Cortázar con sus ideas americanistas? No podremos afirmar ni lo uno ni lo otro.
Destruyó algunas novelas. No sabemos si también lo hizo con la narración “El arquero y las nubes”, que cita en sus cartas. Enseñó, además a un grupo de jóvenes a escribir, a leer -desde Neruda y Eliot hasta Ezra Pound-, y a defender con esfuerzo, esa palabra despreciada que se llama cultura, sin poner énfasis en la política contra la literatura, sin atropellar la literatura con la política. Persistió, lo hemos leído, con su ideal de la democracia de América. Y eso, a nuestro juicio, es más duradero que las etiquetas políticas, cuando las ideas deben vivir como un torrente, y deben actuar hasta encontrar el equilibrio que fusione tradición y renovación. Entonces, se impone el escritor -Sarmiento, Mitre, Hostos, Martí, Mariátegui, Borges, Heriquez Ureña-que construye un universo libre con sus sueños creadores. De ahí, la vigencia cultural de América. De ahí Cortázar.

22 de febrero de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (V). Andrés García Cerdán

Tras cursar la escuela primaria en la Escuela Pública Nº 10 de Banfield, en 1928 Cortázar ingresó en la Escuela Normal Superior de Profesores “Mariano Acosta” ubicada en el barrio porteño de Balvanera. Allí se graduó como Maestro Normal en 1932, y como Profesor Normal en Letras tres años más tarde. Precisamente en 1932 la familia se había mudado a un departamento en el barrio de Villa del Parque, por lo que, en sus primeros cuatro años de estudio, viajaba en tren desde Banfield hasta la estación Constitución y allí tomaba el tranvía 98 que lo dejaba a un poco más de una cuadra del colegio. La ciudad de Buenos Aires a la que llegaba todos los días estaba modernizándose aceleradamente. A su incesante incremento demográfico se le sumó una notable transformación estructural signada por el trazado de algunas de sus principales avenidas, la instalación del alumbrado eléctrico en reemplazo de los antiguos sistemas de gas y kerosene, la ampliación de la red de subterráneos y la aparición de medios de transporte como el tranvía y los colectivos urbanos.
Esto implicó un gran cambio en cuanto a sus vivencias en el pueblo suburbano de Banfield. Mientras los territorios de la infancia aparecen frecuentemente en su narrativa, los años de su formación en esa Buenos Aires cosmopolita sólo se registran en referencias aisladas como la dedicatoria en el cuento “Torito” de “Final del juego” en la que escribió: “A la memoria de don Jacinto Cúcaro, que en las clases de Pedagogía del Normal Mariano Acosta, allá por el año 30, nos contaba las peleas de Suárez”, o en “Escuela de noche” de “Deshoras”, su último libro de cuentos de 1982, en el que recreó el clima de opresión y violencia física propio de una época en que la Argentina era gobernada por sectores autoritarios.
De los siete años que pasó en el Mariano Acosta sólo rescataría a un par de sus profesores y consolidó amistades con compañeros de estudios con los que mantendría afinidades intelectuales y afectivas a lo largo de su vida, entre ellos el futuro crítico musical y director del Teatro Colón Jorge D'Urbano (1917-1988), el futuro pintor y poeta Eduardo Jonquières (1918-2000) y, sobre todo, Francisco “Paco” Reta (1918-1942) a quien Cortázar consideraba su mejor amigo y que muriera prematuramente víctima de una insuficiencia renal con complicaciones cardíacas. “En esa escuela había una tentativa sistemática o no de ir deformando las mentalidades de los alumnos para encaminarlos a un terreno de conservadurismo, de nacionalismo, de defensa de los valores patrios; en una palabra, fabricación de pequeños fascistas”, le diría al escritor y periodista Osvaldo Soriano (1943-1997) en una entrevista que éste le hiciera en París en 1983. Una experiencia que, cincuenta años más tarde, volcaría en el cuento “La escuela de noche”. “Si de algo me sirvió la escuela fue para crearme un capital de amigos. Es decir, para salir de esos cursos con algunos amigos que luego fueron amigos de toda la vida”.
Fue con esos amigos con los que compartió cautelosamente los poemas que escribía por entonces, algunos de los cuales publicaría en 1938 en “Presencia”, su primer poemario firmado con el seudónimo de Julio Denis. Sin embargo, tal como le confesaría al poeta francés Pierre Lartigue (1936-2008) años después en París, “que yo tenga una conciencia vergonzosa respecto a la poesía procede de que ninguno de mis amigos gustara de mis poemas y que se entusiasmaran inmediatamente con mi prosa. Ellos, al igual que los críticos argentinos, me clasificaron como prosista. Eso me hizo considerar mi poesía como actividad privada”. Y precisamente sobre esa veta poética de Cortázar es el ensayo que el doctor en Literatura y profesor de Gramática en la Universidad de Castilla-La Mancha Andrés García Cerdán (1972) publicara en “Cartaphilus. Revista de Investigación y Crítica Estética” en el año 2009. Lo que sigue son algunos fragmentos de ese texto que, bajo el título “La poesía de Julio Cortázar. Discurso del no método, método del no discurso”, apareció en la prestigiosa publicación de la Universidad de Murcia. 
 
Signada por la noche, por la mirada vital y por el compromiso humano, la poesía de Julio Cortázar es abundante en sentidos y resonancias y propicia al comentario. De su lectura, a la que habríamos de llegar desde una complicidad esencial, con una inocencia restituida, uno emerge consciente de haber cambiado y ser también ese otro que nos acompaña, que habita nuestra piel desde una profundidad mítica y que apenas comparece salvo a la orilla de los sueños, en el ínterin del juego, en la aceptación de la llama, la herida y la nostalgia del reino en que nos hemos convertido.
Desde las palabras, que buscan el acceso, desde los silencios, en que está escrito el milagro, desde la acción implicada en el verso, el lector accede a un archipiélago textual en gran medida desconocido e inexplorado. La obra poética cortazariana será una inquisición de la condición humana y un impulso que dimensiona el lugar del artista en la historia y entre las cosas. En el destino poético de Julio Cortázar se cumple cabalmente la paradoja lírica que encierra la expresión “discurso del no método, método del no discurso”, atrio vital y estético con que se abre “Salvo el crepúsculo” y que postula una mirada inconforme y expansiva. No en vano, en Cortázar se advierten tangencialmente muchas de las aspiraciones de la poesía moderna con una intensidad y una amplitud inauditas.
La negación del discurso, heredada de las poéticas de vanguardia y de la experiencia existencial, procura un texto poético que no se sujeta a normas preestablecidas ni a códigos convencionales. El “discurso” es visto como un procedimiento artificial y una coacción a la indeleble vocación de apertura de la poesía. El poema no se adscribe de antemano a ninguna consideración discursiva por ser su naturaleza proteica, instantánea, impulsiva, inestable, vertiginosa e irreductible. El poema se adueñará de un registro intuitivo en que se alimentan su esplendor y su alcance polisémico y poliédrico. Lo mistérico, lo órfico, lo alquímico y lo surreal en que el poema de la modernidad cortazariana se desenvuelve rechazan de raíz la posibilidad de un modo discursivo al que atenerse. Igualmente, la negación del método se ha de entender desde el olvido de los aprendizajes que cultura y educación nos han legado impositivamente.
Desde una inconsciencia voluntaria, desde un orden solar, el poeta tratará de explotar los ángulos no metódicos de la creación como forma matinal y adánica de libertad, atento a la nueva cosmovisión que se adivina en el horizonte. Más allá de lo sistemático, el propio lenguaje, que no es fórmula, que carece en principio de una estructura tangible y definida, tiende por instinto al conjuro, al rapto iluminado, a la imagen intraducible, con lo que instaura un hálito mágico y una sugestión que, por su esencial extrañeza al método, se prevén incontenibles. El texto poético cortazariano será siempre una huida de las limitaciones que la censura, la autocensura y el orden implican y un desvelamiento original de la realidad oculta al otro lado de las apariencias empíricas y lingüísticas, en el lado secreto del universo sémico. Al fin, método y discurso son sospechosos de albergar unos condicionantes peligrosos en su aceptación de la costumbre y los procedimientos al uso.
Cortázar es poeta en la medida en que concibe poéticamente la realidad, en la que se injiere palabra a palabra y que quisiera transformar, devolver a su doble originalidad. Cortázar es poeta en la medida en que escribe versos de forma continuada toda su vida, por más que en largos años los conserve en el secreto o conciba esa escritura como un mundo privado, intromiso, siempre extensión natural de su necesidad expresiva, de su respirar. De alguna forma, el silencio, la disparidad y la lateralidad en la publicación de poesía preservan a Cortázar de avatares e implicaciones exteriores que podrían haber alterado su virginidad y su espontaneidad poéticas. Esa obra, que se labra en la intimidad, no repercute sino en un ámbito doméstico y, sin embargo, atiende siempre a la existencia de un lector al otro lado de la página. Plantea, además, un diálogo intempestivo y feraz con aquellos poetas en los que se identificó.
En la poesía de Cortázar apreciamos, además, un instrumento de prospección de los límites y la excepcionalidad en que el mundo tiene su razón de ser. La lógica afectiva ha de guiar sus pasos por los más insospechados “senderos”. Su aproximación poética a la realidad ha nacido, en primera instancia, de un lenguaje poético que huye de retóricas, afectaciones, servidumbres o delicuescencias; proviene, en definitiva, de un cauce biológico, genesíaco, amniótico. Una vez acogida la naturalidad matinal del lenguaje, el poema será intercesión pulcra y determinante en la realidad social y natural. Otra realidad amanece en la palabra poética: aquella que el lenguaje lleva inscrita en su código mítico y su capacidad de prospección y transformación.
Estos extremos se comprenden si concedemos que en Cortázar la revolución y la necesidad de ruptura son evidentes desde casi sus primeras composiciones poéticas. Por más que sea con el final de los años ‘50 cuando ocurra definitivamente la inflexión que, vertebrando su obra, lo conduzca a los dominios de una poesía real, el camino se inicia en la adolescencia bonaerense. Cortázar, por tanto, es consciente desde muy pronto de que ser revolucionario en la creación implica llevar la revolución a las palabras, a las formas, a la concepción de la estética y a la visión de la realidad. Esa paulatina, pero profunda, metamorfosis de su obra trasunta una modulación de su pensamiento, su entregada relación con la historia y su concepto de existencia. La naturalidad será la enseña de esa transformación poética que negará lo literario a priori, rehusará lo libresco y lo solemne y se adentrará en los límites difusos en que vida y arte coinciden, se respaldan, se fusionan. La noción misma de escritura participa simultáneamente del rechazo a la sacralización estética y de la invocación a la distracción, lo que en última instancia abra paso a su originalidad.
Desde el signo convulso de los tiempos, los experimentos cortazarianos se vinculan con esa condición de hombre inconforme. Su postura es radical y antiliteraria. No en vano, desde una óptica surreal, la poesía era lo contrario a la literatura. Su inconformismo militante atenta contra las instituciones sociopolíticas, contra el orden acostumbrado y contra los estratos complacientes de vida “burguesa”. Su condición de “homme revolté” implica una conciencia crítica de la sociedad y de los productos culturales y una pretensión antropofánica. Su irrupción en la cultura, la sociedad y la lengua desde el estilete del poema adquiere dimensiones tan radicales y tan frescas que alzan a Cortázar a un lugar privilegiado en los umbrales del medio siglo. En “Rimbaud”, “Teoría del túnel”, “Rayuela”, “Carta abierta para abrirla más”, “Sobre la situación de intelectual latinoamericano” y muchísimos textos más, el argentino sienta las bases de una poética contestataria y dispuesta a lo visionario, lo surreal y lo social simultáneamente.
Desde el poema, Cortázar asistirá entusiasta a la revocación de una cosmovisión y el surgimiento de otra. Los años ‘50 son años de un hiperintelectualismo empapado de experiencias creativas de todo tipo y todo alcance. Los años ‘60, el mayo francés, la contracultura y los procesos revolucionarios de liberación le harán concebir un mundo prometido. Los años ‘70 los dedicará poéticamente a la fragua activa de su utopía: un mundo de paz social, de igualdad, de imaginación, de disolución de los límites, en el que la palabra poética ostenta el valor incantatorio y la condición insurrecta que la habilitan en su intento de cambio del mundo y de la vida, siguiendo los mensajes admonitorios de Arthur Rimbaud y Karl Marx. El mundo, hermoso y terrible, lo mantendrá en esta lucha hasta el final de sus días.


Así pues, el viaje de la poesía se ha iniciado en una pulsión individual, analógica, que responde a un instinto atávico, que se retrae a lo mágico y la metáfora como correlato del principio de realidad, y se deriva hacia los terrenos en que la palabra encarna en el Hombre. El humanismo cortazariano se aleja de patrones e ideales para regresar a una región anterior y anticipar un mundo futuro. Podemos decir que el suyo es un utopismo crítico, analógico y comprometido, ocurrido desde la rebeldía, el juego y el amor. Los vasos comunicantes poéticos le permiten esa introspección propia en el contexto de una interacción social. El poeta, raptado de sí mismo, órgano de expresión de lo otro, es voz del pueblo. El conocimiento de sí mismo redundará en el reconocimiento de un futuro para la humanidad en que se cumplan las pretensiones de reintegración de lo humano en todas sus dimensiones. En definitiva, en el Cortázar poeta podemos advertir unas transformaciones que se derivan del momento histórico en que le tocó vivir, de su intuición estética y de su perenne atrevimiento renovador.
Los primeros pasos poéticos de Cortázar hallaron el estímulo en la lectura de los grandes poetas del simbolismo y el modernismo: Edgar Allan Poe, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Lord Byron, Rubén Darío. En ellos se cifraban las vastas pretensiones de Ideal, de Pureza, de Vida, desde una abstracción estética que rendía los reinos de la Belleza, la sensualidad, el placer. En Presencia, la abstracción viene aparejada al hermetismo, al formalismo y a un individualismo en que se contienen las cláusulas del arte por el arte. La primera evolución posible es la observada a la luz de Góngora o Neruda, en una suerte de contención expresiva que cuaja en los sonetos de su primer libro. El idealismo poético en que Cortázar se mueve en los  años ‘30 lo vinculan a la estética órfico-elegíaca del neorromanticismo de la generación del ‘40. El cultivo exigente del soneto ofrece la imagen de un poeta entregado a su labor constructiva, con deseos de mostrarse muy poeta y enseñando sus cartas artísticas. La explosión hacia los ámbitos de otro entendimiento de la literatura vendrá dada por la exposición a la aventura surrealista y la implicación en un existencialismo en cuya base alienta un imperativo social en forma de compromiso.
Así, los años ‘50 y ‘60 traen a un Cortázar más abierto a posibilidades, solícito en su atención a todo lo que signifique renovación formal, y predispuesto a una conciliación definitiva del arte y la vida, del poeta y la transformación de la sociedad. En ese esfuerzo de fusión de las substancias vitales y poéticas -si es que hubiera alguna diferencia- Cortázar se atiene a un discurso que, sin negar su esencial libertad, se propone metas concretas. Las denuncias de opresión, esclavitud, alienación y violencia en su poesía responden a esta voluntad directiva de intervención en la vida social. Para el argentino, el lenguaje da la medida de esta transformación. Las palabras son el carbono 14 que le permite fechar un texto sólo por el vocabulario y el estilo. Cuanta más distancia hay entre la sustancia verbal del poema y la realidad, más antiguo es ese poema. Cuanto más abstracto es un poema más antiguo es.
Los años ‘70 serán de entrega a las causas sociopolíticas de los pueblos latinoamericanos y a un humanismo de pretensiones universales. Las razones de la cólera de Cortázar se entenderán entonces desde una triple perspectiva, contando con una continuidad y una convivencia de estratos. La cólera esteticista es abstracta, individualista, snob, escapista y distante; la cólera surreal-existencial, mágica y heroica, se aventura en las posibilidades más radicales del lenguaje y la expresión y las propuestas más innovadoras, que en último término pretenden traducir un estado de excitación existencial en que se refleja la muerte del Libro y las estéticas tradicionalistas; la cólera social, prosecución natural del compromiso surreal con la revolución y el compromiso sartreano, se caracteriza por la entrega de la obra al otro, por la cercanía en los asuntos a la realidad inmediata, por la concreción de objetivos y por una intención comunitaria y unitiva de los intentos poéticos, en donde siempre asoma el hombre.
Si antes de “Presencia” se evidenciaban las huellas de Poe o Baudelaire, como grandes testigos de una concepción “romántica” de la vida en evolución hacia otros paradigmas poéticos, juvenil y pretencioso Cortázar se desenvuelve en las rimas consonantes, el endecasílabo y el alejandrino de la canción “maldita” o se refugia en el romance lorquiano o los ritmos modernistas de “Bruma”. En “Presencia” asistimos al nacimiento a la luz de un poeta, hijo de la Argentina poética de la generación del ‘40. Hay singularidades en este primer libro, de sonetos, en los que se acoge de nuevo a influencias de los maestros del clasicismo (Góngora, Garcilaso), las ínfulas simbolistas de Mallarmé, el huracán imaginístico nerudiano o la música interior de Rilke. Los siguientes serán años de crecimiento rápido: la historia de la sangre de Rimbaud, la experiencia surreal que marca toda su carrera, los primeros contactos serios con el existencialismo. De un compromiso estético iremos hacia un compromiso de raíz ontológica, que se transformará en una vocación social y humanista. En ese periodo que va de los años ‘40 a los ‘60, en los que Cortázar no publica ningún libro de poesía, se fundamentan las profundas cualidades que hacen de él un poeta de latitud e intensidad considerables.
El poema pierde el respeto a los aspectos formales, a la musicalidad tradicional, a los aprioris del género. Canciones desarraigadas a la patria, poemas de vacío existencial y de dudas metafísicas, devociones a pintores y escritores queridos, paisajes para una batalla fantástica, breves poemas de amor en que la ternura, la soledad y el hedonismo van de la mano. París es una fiesta intelectual, una fiesta en que se funden el dolor y el descubrimiento de lo hermoso, la marginalidad y el instante sin final, los monstruos y las maravillas. Ya en esos años se ha revelado esa medular tendencia cortazariana a la denuncia de la violencia y los abusos. Los poemas que aparezcan en 1971 en “Pameos y meopas” recogen esa etapa, aunque sea parcialmente.
El inicio de los ‘60 consagrará su actividad político-social, lo que en los poemas aparece con claridad. Dueño de su independencia, el poema es arrebato y denuncia; también juego y encantamiento, diatriba y desenfreno surreal, intimismo y socialismo. Quizá sea ésta la época de mayor fecundidad y altura poética del argentino. En este momento se puede hablar de la persistencia de las dos cosmovisiones que obran en la vida del argentino, que se complementan, a las que no se renuncia. En cualquier caso, Cortázar se reserva el derecho a pasear con Aquiles por el Hades, a milonguear, a recordar a Robert Desnos al tiempo que se encuentra con Paul Blackburn.
Al final de su vida, siguiendo esa personal regla de conciliación de los contrarios, la poesía permutante convivirá con otra de tono conversacional y confesional, sin desprenderse de sus necesarias veleidades intelectualistas o de sus panegíricos socialistas. Los últimos poemas a Carol Dunlop o “Negro el diez”, en un tono reflexivo y de cierta oscuridad, escrito en el hospital gravemente enfermo, encierran una madurez y una solvencia que hacen a Cortázar ser el poeta del que no podemos prescindir. El poeta es, al fin, un mago moderno, un mago metafísico, un mago social y un mago ontológico. Su objetivo no es tanto explorar lo real como apoderarse del mundo. Para ello pone en funcionamiento una empresa total de trascendencia de los límites, que ha de rendir la totalidad, el cielo en la tierra, el mundo nuevo. Cortázar creció en esta idea y la defendió con la seriedad con que juegan los niños.

17 de febrero de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (IV). Mario Benedetti

En una entrevista, Cortázar describió al Banfield de su infancia como “un pueblecito que en esa época era realmente un pueblecito casi de campo a media hora de Buenos Aires, media hora de tren. Es ese tipo de barrio que tantas veces encuentras en las letras de los tangos. No era el suburbio de la ciudad, pero es un poco el meta-suburbio, el suburbio que le sigue, o sea calles no pavimentadas, por donde en mi infancia todavía había mucha gente que andaba a caballo… y era sumamente suburbano, con pequeños faroles en las esquinas, una pésima iluminación, que favorecía el amor y la delincuencia en proporciones más o menos iguales. Y que hizo que mi infancia fuera un poco cautelosa y temerosa, porque las madres tenían mucho miedo por los niños. Había realmente un clima a veces inquietante en esos lugares y al mismo tiempo era para un niño un paraíso, porque la casa tenía un gran jardín que daba sobre otros jardines. Y entonces ese era mi reino. En algunos cuentos eso ha vuelto, ha sido evocado porque yo lo siento muy presente y muy vivo. Ahí hice los estudios primarios en una escuelita de la zona. Mi madre me ha dicho que desde los 8, 9 años había que pescarme por aquí (señala el cuello) y sacarme un poco al sol porque yo leía y escribía demasiado”.
En otra declaró: “Mi madre dice que empecé a escribir a los ocho años, con una novela que guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla”. Pero antes de ella ya había escrito algunos sonetos y cuentos cortos. Cortázar recordó que en cierta ocasión un pariente suyo descubrió una serie de poemas suyos y se los dio a su madre, diciéndole que evidentemente “esos poemas no eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas”, por lo cual su madre llegó a preguntarle si esos poemas eran realmente suyos. Leía tanto que algún médico llegó a recomendarle leer menos durante cinco o seis meses y salir más a tomar un poco de sol. Muchos de esos recuerdos de su infancia los volcaría años más tarde en cuentos como “La señorita Cora”, “Final del juego”, “Bestiario” o “Los venenos” entre otros.
En los años ‘70 afirmó que “la literatura siempre fue un ejercicio lúdico para mí. No creo haber cambiado de actitud entre aquel niño que construía un mecano y se pasaba horas inventando una nueva grúa y el hecho de inventar un ‘modelo para armar’ en la escritura”. Por entonces había conocido al escritor uruguayo Mario Benedetti (1920-2009), con quien trabó una sincera amistad. “A Julio lo conocí en París, creo que en 1966, en casa de unos amigos comunes. Desde el pique me pareció un tipo entrañable, sin falsas modestias ni caricaturas de vanidad”, declararía años más tarde el autor de “La tregua”, “El porvenir de mi pasado”, “Gracias por el fuego”, “Montevideanos” y “La muerte y otras sorpresas” entre tantas otras obras memorables. En 1972 publicó “Letras del continente mestizo”, un tomo de ensayos entre los que figuró “Julio Cortázar, un narrador para lectores cómplices”. Doce años más tarde, cuando Cortázar falleció, publicó “Julio Cortázar, ese ser entrañable” en la revista “Casa de las Américas”. Fragmentos de ambos textos pueden leerse a continuación. 
 
“Es muy fácil advertir que cada vez escribo menos bien, y ésa es precisamente mi manera de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable, porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema ético, una cuestión de decencia. ¡Es tan fácil escribir bien! ¿No deberíamos los argentinos (y esto no vale solamente para la literatura) retroceder primero, bajar primero, tocar lo más amargo, lo más repugnante, lo más obsceno, todo lo que una historia de espaldas al país nos escamoteó tanto tiempo a cambio de la ilusión de nuestra grandeza y nuestra cultura, y así, después de haber tocado fondo, ganarnos el derecho a remontar hacia nosotros mismos, a ser de verdad lo que tenemos que ser?”. Así se expresa Julio Cortázar en una entrevista. En “Los premios”, primera novela de Cortázar (anteriormente había publicado un poema dramático y tres volúmenes de cuentos), ese retroceso a la sinceridad, esa intención de tocar fondo, eran visibles; el método de muestreo entonces utilizado parecía destinado a comprender y rescatar el país escamoteado. En “Rayuela”, segunda novela, existe probablemente una intención similar, aunque ya no dirigida al país sino al individuo que también se escamotea a sí mismo. En última instancia, empero, ese propósito podría ser interpretado como un modo extremo, hiperbolizado, de intentar salvar el país mediante el rescate individual de cada una de sus células.
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Julio Cortázar publicó la primera edición de “Bestiario” en 1951, el libro que provocó su ascenso a una inicial notoriedad de élite. En la mayor parte de aquellos ocho cuentos, el autor empleaba una fórmula que le daba un buen dividendo de efectos: lo fantástico acontecía dentro de un marco de verosimilitud y los personajes empleaban los lugares comunes y los coloquialismos en que se especializa al bonaerense. En algunos pasajes, el lector tenía la impresión de que hasta lo fantástico funcionaba como un lugar común. En el cuento “Carta a una señorita de París”, por ejemplo, el hecho de que el protagonista vomitara con alguna frecuencia conejitos vivos, era relatado en primera persona con el acento puesto en un imprevisto resorte del absurdo: mientras el personaje pensaba que no pasaría de diez conejitos, todo le sonaba a normal, mas al producir el conejito undécimo, se veía excedido por lo insólito y sólo entonces recurría al suicidio.
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Tal vez ahora, cuando los volúmenes de cuentos “Bestiario”, “Las armas secretas” y “Final del juego” figuran sostenidamente en los cuadros de “best-sellers”, y es oportuna la relectura íntegra de sus relatos, haya llegado la ocasión de indagar qué formidable secreto ha hecho de Cortázar (pese a la inexplicable exclusión de su nombre en las más difundidas antologías del cuento latinoamericano) uno de los más notables creadores del género en nuestro idioma. “Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen a género llamado fantástico por falta de mejor nombre”, ha declarado Cortázar, “y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones de esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo”. Releyendo prácticamente de un tirón todos los cuentos de Cortázar, es posible advertir que llamarlos fantásticos delataba en verdad la falta de mejor nombre, ya que la afinidad esencial que los une y los orienta, pone el acento en otra característica, para la cual lo fantástico es sólo un medio, un recurso subordinado. En la cita que figura más arriba, el propio Cortázar se encarga de brindar el nombre de ese rasgo: la excepción.
(…)
Si se tiene la paciencia de efectuar una suerte de lectura colacionada de sus cuentos, se verá que muchos de los elementos o recursos fantásticos usados en los mismos, son meras prolongaciones de lo real, o sea que lo increíble no parte (como en la clásica literatura feérica, o en las viejas sagas chinas de lo sobrenatural) de una raíz inverosímil, sino que proviene de un dato (un sentimiento, un hecho, una tensión, un impulso neurótico) absolutamente creíble y verificable en la realidad. Un cuento como “Cartas de mamá” construye su fantasmagoría a partir de un tangible remordimiento; “Las ménades” crea la suya a partir de una historia colectiva que desgraciadamente no es nada irreal; “Casa tomada” trasmuta en fantasmal una retirada que, en el trasfondo de su ansiosa anécdota, acaso simbolice algo así como el Dunkerke de una clase social que poco a poco va siendo desalojada por una presencia a la que no tiene el valor, ni tampoco las ganas, de enfrentar. En “Ómnibus”, lo fantástico esta dado sólo por esa cosa insólita, misteriosa, innominada, que siempre parece a punto de desencadenarse y sin embargo no se desencadena; lo fantástico no es lo que ocurre sino lo que amenaza ocurrir.
Pero no todos los cuentos de Cortázar recurren a lo fantástico. Es más: esa doble posibilidad, fantasía-realismo, constituye un ingrediente más de su tensión, de su indeclinable ejercicio del suspenso. No bien el lector se da cuenta de que este narrador no usa exclusivamente lo fantástico, queda para siempre a la angustiosa espera de los dos rumbos. “La noche boca arriba”, es un ejemplo típico de un cuento que sólo al final suelta sus amarras con lo estrictamente verosímil. “Después del almuerzo” y “Los buenos servicios”, por el contrario, están anunciando siempre un desenlace irreal y en cambio acceden a la sorpresa justamente por la puerta de servicio. En “El móvil”, se planifica la anécdota de modo tal que todo el cuento aparece como muy realista, pero luego resulta que son el impulso, la razón de esa misma anécdota los que se vuelven inexorablemente fantásticos, irreales. En “Circe”, el horror planea tan puntualmente sobre el barniz romántico de la historia que cuando la peripecia se desliza entre aquel barniz romántico y su complementario horror, es el arduo equilibrio el que se convierte en excepción.
En la desvelada búsqueda de la excepción, suele ocurrir que Cortázar desorganice el tiempo. “Sobremesa” plantea un cruce de cartas entre dos personas perfectamente lúcidas, cartas redactadas, por otra parte, en términos absolutamente cuerdos. La colisión irreal viene de una asombrosa incompatibilidad entre las respectivas realidades, entre las respectivas corduras; lo fantástico del relato deriva de ese deliberado y habilísimo desajuste, porque si las cartas que firma Federico Moraes constituyen la regla, las que firma Alberto Rojas serán entonces la excepción, y viceversa. El lector tiene la espesa, escalofriante impresión de estar frente a dos tableros, desigualmente gobernados, uno por el tiempo propiamente dicho, y otro por un simple partenaire del tiempo. El escalofrío viene precisamente de no saber cuál es cuál. En “Las armas secretas” también es el tiempo quien dispone y predispone. Por el mero recurso de intercalar oportunamente un episodio del pasado, Cortázar deposita en el cuento una carga de excepción, allí sí fantasmal.


Sin embargo, resultó curioso comprobar que los dos mejores cuentos (“El perseguidor”, “Final del juego”) de estos tres volúmenes, se atienen a anécdotas que ni por un instante abandonan el carril fehaciente, el minucioso tilde del detalle. ¿Y la excepción? En el primer caso, la excepción es el protagonista: Johnny Carter, el saxofonista negro, consumidor de drogas, olvidadizo, mujeriego, preocupado (como el espléndido personaje de “Una flor amarilla” y tantas otras criaturas de Cortázar) por el tiempo. Johnny tiene alucinaciones, ve extrañas urnas, vislumbra una puerta que ha empezado a abrirse, una puerta junto a la cual está Dios, “ese portero de librea, ese abridor de puertas a cambio de una propina”. Al igual que el escritor, el personaje busca sus propios medios (la droga, la alucinación, el éxtasis cuando toca el saxo alto) de fabricarse una personal fantasmagoría, pero ésta, precisamente debido al empleo de tales medios, se vuelve verosímil. Para admitirla, el lector no tiene por qué expatriarse del sentido común.
En “Final del juego”, sutil y aparentemente inocente recreación de adolescencia, el narrador imagina (o evoca) una limpia trama lineal, sin interpolaciones ni trastrueques. En esa historia de tres muchachas que, junto a las vías del ferrocarril, juegan a las estatuas y a las actitudes, y de ese modo impresionan y aluden a un joven pasajero de rulos rubios y ojos dulces que viaja diariamente en el tren de las dos y ocho, todo parece preparado para un cuento manso, distendido. El juego de las estatuas es atractivo, porque inmoviliza provisoriamente a los ágiles; es alegre, porque esa parálisis fingida apenas significa una broma, una parodia. Pero en el cuento de Cortázar aparece una excepción a esa regla: la lisiada Leticia, que sólo disimula el defecto físico cuando se inmoviliza en el juego. Su parálisis real socava retroactivamente la liviandad y la inocencia del entretenimiento.
Con tales fracturas de lo corriente, de lo vulgar, de lo siempre admitido, Cortázar no está sin embargo trastornando o enredando la historia o los valores del género. Más bien está creando en la línea acumulativamente clásica que pasa por Poe, Maupassant, Chejov, Quiroga, Hemingway; una línea que implica un rigor (rigor en la sencillez, cuando el tema la vuelve obligatoria, y también rigor en la complejidad, cuando ésta se convierte en el único medio de transformar el cuento en algo significativo) que va desde la técnica hasta la sensibilidad, desde la intuición verbal hasta la firme autocrítica; una línea que implica que el cuento no nace ni muere en su anécdota sino que contiene (son palabras de Cortázar) “esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana”. La gran novedad que este notable escritor introduce en el género, no es (como en “Rayuela”) una revolución formal o de estructura; la gran novedad es la de su inteligencia, la de su alma; es su flamante, renacido, inédito aprovechamiento de la lección de los viejos maestros, esos alertados tronchadores de lo cotidiano, esos tenaces salvadores de la hondura.
(…)
La trama de “Los premios”, la primera de sus dos novelas, no es demasiado complicada. Se ha realizado una rifa, organizada por algún ente vagamente estatal, con un viaje transoceánico como máxima recompensa. La novela junta en el Malcolm al más heterogéneo de los pasajes, pero el novelista no confía en el azar en la misma medida que sus personajes; de ahí que los elija en carácter de muestras de varias capas sociales, varios estratos de cultura, diversos niveles generacionales. Los personajes de “Los premios” son deliberadamente representativos. Semejante método de muestreo le da a la novela cierta rigidez especulativa, acentuada aún más por el confinamiento de los pasajeros a la mitad, sólo a la mitad, del Malcolm. Porque a la otra mitad -la que incluye la popa- los pasajeros no tienen acceso: un coordinado hermetismo de impenetrables puertas y exóticos marineros, impide inexorablemente el paso. A lo largo de las cuatrocientas y pico de páginas de que consta la novela, el lector no sabrá a ciencia cierta (el pretexto del título siempre suena a falso) por qué misteriosa razón el tránsito a la popa está vedado. La prohibición alcanza a los pasajeros y también al lector.
El viaje es, en definitiva, algo trunco, ya que sólo durará tres días, y el ciclo se cerrará volviendo al café London, que había sido el punto inicial de concentración de los premiados. Con ese ciclo que empieza y acaba en el café London, Cortázar parece estarle diciendo a sus connacionales, y quizás a otros latinoamericanos, que toda aventura argentina (o acaso rioplatense, o tal vez latinoamericana) está contaminada por charlas de café; que la charla de café es el mayor intento de comunicación que el individuo realiza con su prójimo, y, asimismo, la única y modesta variante de su compromiso. En todo esto hay, naturalmente, una simplificación, pero todo simbolismo literario está simplificando algo, y, por otra parte, tiene el derecho de hacerlo, siempre y cuando funcione además como literatura. A diferencia de Kafka, en cuyo mecanismo de eterna postergación, está la presencia inasible de Dios, en Cortázar detrás de la postergación está sólo la nada.
Ahora bien, así como en “Los premios” Cortázar niega rotundamente todo propósito alegórico y acaba sin embargo construyendo una alegoría de la frustración, así también en “Rayuela” -que desde la solapa anuncia su condición de contranovela- termina creando un mundo de una dimensión distinta, original y hasta polémica, pero que sigue siendo novelesco, aunque tal vez en un sentido más hondo y esencial. En un “Tablero de dirección” el autor advierte: “A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El primero se deja leer en la forma corriente y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue. El segundo se deja leer empezando por el capítulo 73 y siguiendo luego en el orden que se indica al pie de cada capítulo”. El primer libro se divide a su vez en dos partes: “Del lado de allá” y “Del lado de acá”.
(…)
“Rayuela” es, como hoy todos los críticos lo admiten, una obra clave, no sólo de la narrativa cortazariana, sino de la novela latinoamericana del siglo XX. Creo que este libro, además de la doble lectura que el autor, sagazmente, propone, tuvo también un doble disfrute para todos nosotros. Por un lado, el rigor artístico. Creo que es la lección más contundente y transmisible acerca de cuáles deben ser las prioridades para alguien que pretende hacer literatura. En ese sentido, “Rayuela” puede ser disfrutada en varias zonas, a saber: la conformación técnica, el retrato de personajes, el estilo provocativo, la alerta sensibilidad para las peculiaridades del lenguaje rioplatense, la comicidad de palabras e imágenes, la sutil estrategia de las citas ajenas. Ese contenido se brinda al lector en un impecable envase.
(…)
Nadie más empecinado que Cortázar en la crítica a los contenidos del lenguaje. Él mismo ha aseverado que en “Rayuela” “se cuestionan todos los parámetros de la civilización occidental dentro de la órbita capitalista”. Y, en una carta que publicara la revista “Señales” de Buenos Aires, expresó: “Hace años que estoy convencido de que una de las razones que más se oponen a una gran literatura argentina de ficción es el falso lenguaje literario (sea realista y aún neorrealista, sea alambicadamente estetizante). Quiero decir que si bien no se trata de escribir como se habla en Argentina, es necesario encontrar un lenguaje literario que llegue, por fin, a tener la misma espontaneidad, el mismo derecho que nuestro hermoso, inteligente, rico y hasta deslumbrante estilo oral”. Cortázar siempre intentó deslizarle casi secretamente al lector la semiconvicción de que su oído era argentino (hasta sus personajes franceses hablaban como porteños) y, por tanto, que el lenguaje del mundo se incorporaba a su ser a través de ese oído. “En París todo le era Buenos Aires, y viceversa”, escribió Cortázar acerca de Oliveira, su personaje de “Rayuela”, pero la viceversa apenas si se notaba.
Con su muerte, probablemente se calmarán los desaforados enconos y surgirán las tardías reivindicaciones. Curiosamente, Julio era un ser desprovisto de odios; jamás respondía a los virulentos ataques, que pretendían ser literarios, pero en el fondo eran políticos. Algunos pensarán que Cortázar muerto molesta menos que Cortázar vivo. Se equivocan, claro. Cortázar les molestará siempre, ya que su obra y su actitud seguirán marcando rumbos, abriendo caminos, y los lectores, que siempre le fueron fieles, y particularmente los jóvenes de Latinoamérica, los de hoy y los de mañana, seguirán acudiendo a sus páginas como quien penetra en un mundo en que la realidad es un descubrimiento, y la fantasía, un hecho cotidiano. La verdad escueta, irreversible, es que hemos perdido a un ser entrañable que nos contaba historias inesperadas y asombrosas.

12 de febrero de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (III). Vicente Battista

Cuando Cortázar nació, la Primera Guerra Mundial estaba comenzando. En una de las numerosísimas cartas que componen la nutrida correspondencia que mantuvo a lo largo de su vida, decía: “Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo incorporaron a una misión comercial cerca de la legación argentina en Bélgica y como acababa de casarse se llevó a mi madre a Bruselas. Me tocó nacer en los días de la ocupación de Bruselas por los alemanes”. Tras registrar al hijo como argentino en el consulado, la familia pudo salir de Bélgica rumbo a Suiza. Allí, el matrimonio tuvo otra hija y, poco tiempo más tarde, se radicaron en Barcelona. De su estancia en la capital catalana, el único recuerdo que guardó Cortázar fue el del Parque Güell ubicado en el barrio La Salut del distrito de Gràcia, lugar adonde su madre los llevaba a jugar a él y a su hermana. Luego, tras la finalización de la guerra, los Cortázar pudieron regresar a la Argentina y se instalaron en la calle Rodríguez Peña nº 585 de Banfield, un antiguo barrio al sur de la ciudad de Buenos Aires.
Cuando el futuro escritor contaba con seis años de vida su padre abandonó la familia, por lo cual las dificultades económicas estuvieron a la orden día a lo largo de toda la infancia y la juventud de Cortázar. Nunca más volvió a verlo ni a tener noticias de él, salvo cuando publicó su primer libro y, dado que se llamaban igual, recibió una carta suya en la que le prohibía usar su nombre. Tal vez esta ausencia fue la más significativa de su vida. “Tuve una infancia en la que no fui feliz y esto me marcó muchísimo”, diría años más tarde. Fue entonces cuando la familia se fue a vivir con la abuela materna y una prima de la madre. “Crecí en una casa llena de gatos, perros, tortugas y cotorras. Era el paraíso. Pero en ese paraíso yo era Adán”, diría en otra carta. También la enfermedad de su hermana, la que desde muy pequeña tuvo episodios de epilepsia, marcó su infancia. Él mismo fue un niño con asma y con problemas de bronquitis, lo que lo llevó a pasar largas horas en cama, con lo cual la lectura fue una gran compañera.
“Mis primeros libros me los regaló mi madre. Fui un lector muy precoz y, en realidad, aprendí a leer por mi cuenta, con gran sorpresa de mi familia, que incluso me llevó al médico porque creyeron que era una precocidad peligrosa y tal vez lo era, como se ha demostrado más tarde. Muy pronto me dediqué directamente a sacar los libros que encontraba en las bibliotecas de la casa, con lo cual muchas veces leí libros que estaban al margen de mi comprensión a los siete, ocho, nueve años de edad. Pero otros, en cambio, me hicieron mucho bien, porque eran libros en alguna manera superiores a mis posibilidades, pero que me abrían horizontes imaginarios absolutamente extraordinarios”. Así, desde la lectura de las enciclopedias “Pequeño Larousse Ilustrado”, “Tesoro de la juventud” y “Almanaque Peuser”, pasó a leer las novelas de Victor Hugo (1802-1885), de Edgar Allan Poe (1809-1849), de Julio Verne (1828-1905), de Maurice Leblanc (1864-1941) y hasta los ensayos de Michel de Montaigne (1533-1592).
El escritor argentino Vicente Battista (1940), autor de obras tan recordadas como los libros de cuentos “Esta noche reunión en casa” y “Como tanta gente que anda por ahí”, o las novelas “El libro de todos los engaños” y “Sucesos argentinos”, se refirió en numerosas ocasiones a Cortázar, tanto en escritos como en entrevistas y conferencias. En este caso se reproducen fragmentos de “El autor y su obra”, texto que escribiera en la antología “Julio Cortázar. Los relatos” que el “Círculo de Lectores” publicara en 1974; y de “Cortázar, un modelo para atacar” y “Cortázar y el impacto de ‘Rayuela’ en la literatura” publicados en 2014, en ocasión de conmemorarse el centenario del nacimiento de Cortázar, en la revista “Nueva Nota” y en el “Suplemento Literario Télam” respectivamente.
 
Un hombre tocando el clarinete, solo, en un cuarto vacío, de pronto y sin que medie razón alguna, en mitad de una nota tira el clarinete por la ventana y detrás del clarinete se tira él. Así, o con palabras parecidas, alguien alguna vez definió al cuento. Hay que haber leído muchísimos cuentos, o ser cuentista, para entender lo genuino de esa definición. Porque de eso se trata, de inventar con palabras una realidad que esté por encima o por debajo de nuestra cotidiana realidad. Un universo en donde, sin asombro, la única salida lógica sea por la ventana; detrás del clarinete.
Kafka, que sabía muy bien eso, supo cómo administrar el asombro. En “La metamorfosis” la sorpresa de Gregorio Samsa (y nuestra propia sorpresa) apenas durará unos minutos, poco tiempo si tenemos en cuenta que no es frecuente amanecer transformado en abominable insecto; después Samsa y nosotros a lo largo del libro nos manejaremos con esa irrealidad que en la página uno habíamos aceptado como real. Administrar el asombro, entonces, integrarlo. Aquello de las panteras que, según Kafka, a diario profanaban el templo e interrumpían el rito y que, poco después, con naturalidad, comenzaron a ser parte del rito.
Kafka y Cortázar se escabullen del prolijo orden del biógrafo, le hacen trampa a la lógica encuadernada: uno era checoslovaco, de origen judío y escribía en alemán; el otro nació en Bélgica, vive en Francia y escribe en argentino. Los dos son cuentistas, no escritores de cuentos. Entiéndase el matiz: gente que escribe cuentos, buenos cuentos, hay mucha; cuentistas (permítaseme el subrayado) apenas unos pocos, el rasgo que los diferencia es muy sutil. Cortázar lo supo explicar así: “el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación”. Cuentos así sólo los logran algunos pocos, aquellos que hacen verosímil que la ventana sea la única salida lógica. Poe o Maupassant, Quiroga o Kipling, Kafka o Borges. Y Cortázar entre ellos, por supuesto.
De padres argentinos, Julio Cortázar nació en Bruselas (Bélgica) en 1914. A los cinco años llega a la Argentina, permanece hasta 1951; luego elige Francia como país de residencia y desde entonces vive allí. De la época argentina quedará el remoto recuerdo de cátedras en colegios secundarios y en la universidad, algunas notas y críticas desperdigadas en revistas y periódicos de la época; quedará un libro de poemas que pese a lo imperativo del título, “Presencia”, había publicado con el seudónimo Julio Denis y quedará un poema dramático, “Los reyes”, en el que, desde una óptica inédita, se retoma el mito del Minotauro. Casi la totalidad de su obra, profundamente argentina, se produce en Europa. Contrasentido que no mueve al asombro: desde el siglo pasado ésta es una constante que se repite con la mayor parte de la literatura hispanoamericana. No es necesario abrumar con ejemplos.
Su primer libro de cuentos, “Bestiario”, aparece en 1951. Política y culturalmente la Argentina vivía un periodo de transición: se comenzaba a tener conciencia de los límites de la propuesta peronista y se verificaba que, pese a tantos himnos nacionales, la producción literaria nacional había sido escasa. Paradójicamente, sin embargo, aquél sería un terreno fértil para el cultivo de una nueva categoría de lector que a partir de 1955 comenzará a observar (y a participar) del hecho literario desde un espacio diferente: como parte activa y cómplice de ese texto que se está produciendo. “Bestiario” podría ser, entonces, una de las obras que anticipan ese nuevo período cultural que habría de iniciarse en los alrededores del año 1955, tendría su apogeo en 1963 y su culminación en 1969.
Obviamente, público y crítica no repararon en “Bestiario”, habría que esperar hasta la aparición de “Rayuela” -un texto fundamental en la narrativa hispanoamericana- para retroceder hasta los primeros cuentos de Cortázar y descubrir que allí ya estaban delineadas todas las obsesiones y toda la problemática que podrían leerse a lo largo de su obra: el manifiesto rechazo a lo empírico, a la visión positivista de la realidad. Cortázar no ha abundado en explicaciones sobre la génesis del libro. Lo cierto es que su publicación dividió en dos el gusto de muchos lectores. Lo dividió en antes de “Rayuela” y en después de “Rayuela”. Fue una novela fundamental en una década de novelas fundamentales. “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, también fue publicada en la Argentina en esos tiempos.
La novela, como se sabe, se divide en dos partes principales: “El lado de allá”, que ocurre en París, y “El lado de acá”, que transcurre en Buenos Aires. Los personajes principales son Horacio, un exiliado amante del jazz, y La Maga, una uruguaya sorprendente, de la cual la mayor parte de los lectores masculinos se enamoraron perdidamente. Del mismo modo que Shakespeare hace morir a Romeo y a Julieta para que el amor sea eterno y jamás caiga ni se pierda en la rutina tediosa de los días, Julio Cortázar no cuenta una historia con final feliz. No puede. No quiso.
Por supuesto que el personaje principal femenino, La Maga, es absolutamente fascinante. La Maga existió, fue real. Julio Cortázar la conoció en un viaje a París y ella se presentó públicamente luego de que él muriera. Si Horacio es el propio Cortázar, no lo sé, o sí. Casi todos los personajes, en todas las novelas, tienen que ver con el autor, son un poco el autor.
Si bien Cortázar tenía un formidable sentido del humor, el modo de lectura que propone para “Rayuela” lejos está de ser un chiste. Ted Nelson, un científico estadounidense habló en 1965 de una red universal de información, una suerte de fantástico banco de datos al que podían acceder usuarios de cualquier rincón  del mundo. Proponía una escritura electrónica, idéntica al clásico texto impreso, que en lugar de leerse sobre papel, se leía en la pantalla de una computadora.
Pero tenía un agregado fundamental: el lector, en lugar de seguir la ruta lineal a la que naturalmente invita todo libro, se encontraba con una red de senderos alternativos a los que podía acceder a su antojo mediante unas conexiones previamente establecidas. Recordemos que “Rayuela”, que propone eso mismo sobre las páginas de papel, apareció en 1963; es decir que Cortázar se anticipó por lo menos dos años a lo que había propuesto Nelson. Fue un adelantado.
(…)
“El artista -escribió alguna vez- sustituye la fórmula por el ensalmo, la descripción por la visión, la ciencia por la magia”. Por tal causa, se hará natural que aquel hombre vomite conejos, que una fuerza extraña expulse a Irene y su hermano de su propia casa o que Delia elabore bombones rellenos de insectos. Como será natural que, libros después, Nico (muerto hace ya muchos años) se instale compulsivamente en la vida de Luis y Laura; que un atolondrado motociclista a partir de un accidente se descubra guerrero tolteca a punto de ser sacrificado en plena guerra florida o que un oscuro corredor de bolsa ingrese por el portón del Pasaje Güemes, en Buenos Aires, y salga por la puerta de la Galería Vivienne, en París. Aquello del clarinetista y la ventana de que hablábamos al principio, o para decirlo con palabras de Cortázar: “hombres que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo, y el momento en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio”.
Después de “Bestiario” aparecieron otros cuatro libros de cuentos: “Final del juego” (1956), “Las armas secretas” (1958), “Todos los fuegos el fuego” (1966) y “Octaedro” (1974); cuatro novelas: “Los premios” (1960), “Rayuela” (1963), “62/Modelo para armar” (1968) y “Libro de Manuel” (1973); tres libros que escapan a la clasificación por género: “Historias de Cronopios y de Famas” (1962), “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967) y “Último round” (1969); una antología de sus poemas: “Pameos y meopas” (1971) y un texto entre narrativo, poético e ideológico: “Prosa del observatorio” (1972).
(…)
Suele decirse que a los artistas se los conoce por su obra. Es cierto, “Edipo Rey” nos sigue conmoviendo, pese a que ignoramos quién fue realmente Sófocles, sabemos que derrotó a Esquilo en una contienda poética y que tomó parte de la expedición que dirigió Pericles contra los habitantes insurrectos de Samos; pero nada sabemos acerca de su pensamiento político.
Es compresible, los casi tres milenios que nos separan lo hacen comprensible. Esto no sucede con los artistas contemporáneos: los conocemos por sus obras y por sus acciones políticas. Julio Cortázar, uno de nuestros grandes escritores, podría ser un verdadero modelo para armar acerca de esas acciones. En el espacio de la literatura, “Rayuela” marca un antes y un después en la narrativa en lengua española; sus cuentos se inscriben entre los mejores relatos del siglo XX. Pero Cortázar, además de un brillante escritor fue un hombre comprometido políticamente. Intentaremos reconstruir el singular modo en que arribó a ese compromiso.


Nació en Bruselas. “Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia”, explicaría años después. Efectivamente, su padre, Julio José, era funcionario de la embajada argentina en Bélgica. Aquella primera etapa europea se iba a extender a lo largo de cuatro años -desde 1914 hasta 1918-, su segunda etapa en Europa sería muchísimo más larga, desde 1951 hasta su muerte en 1984. Pero entre una y otra fecha vivió en la Argentina. Fue testigo del advenimiento del peronismo y fue precisamente el peronismo quien lo llevó a dejar el país. Partió, según él mismo confesara, en busca de un poco de paz: no aguantaba los bombos peronistas, que no le permitían escuchar a Alban Berg. En sus cuentos “Las puertas del cielo” y “La banda” da cuenta de eso. No le preocupaba que lo tildasen de antiperonista, de hecho, lo era. “En los años 44/45 -dijo- participé en la lucha política contra el peronismo, y cuando Perón ganó las elecciones presidenciales, preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a ‘sacarme el saco’ como le pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos”.
Su confesada condición de antiperonista no le impidió reconocer la grandeza de un texto esencial para nuestra literatura, escrito precisamente por un peronista. Estoy hablando de “Adán Buenoayres”. Numerosas voces de derecha se alzaron furiosas contra la novela de Leopoldo Marechal: no soportaban que una obra de esa magnitud hubiera sido escrita por un peronista. Fue Cortázar quien, contra la furia de la “intelligenzia” de aquellos años, destacó la calidad y la grandeza de “Adán Buenoayres”. “La aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa”, con estas palabras iniciaba el comentario publicado en la revista “Realidad”, en marzo de 1949.
Dos años más tarde se había instalado en París. Continuaba siendo ese hombre ajeno a los compromisos políticos, al que sin riesgo a equívocos se lo podría tildar de liberal. Claro que en lugar de adoptar la lengua francesa, siguió escribiendo en argentino, en porteño. Tal vez por aquello de que mi patria es la lengua. Sin embargo, ese estar afuera le traerá inconvenientes y conflictos. David Viñas destacó que Cortázar se veía obligado a resaltar ciertos productos argentinos (el dulce de leche “La Martona”, por ejemplo) con el único fin de darle tono porteño a la escritura. A Cortázar ese sermón no pareció importarle mucho. Algunos años antes de esa diatriba había viajado a Cuba invitado como jurado del premio Casa de las Américas. Estuvo en la isla algo menos de dos meses, pero fueron suficientes para que aquel escritor liberal se convirtiera en un ortodoxo de la Revolución: aquello que no había sabido ver en el peronismo ahora lo estaba viendo, sintiendo, en la Revolución cubana.
Bastó con que dejara de ser un escritor liberal y se convirtiera en un intelectual de izquierda para que, precisamente, desde cierto sector de esa izquierda se lo atacara sin descanso. No aceptaban que aquel artista ajeno al compromiso político ahora apoyase a los movimientos revolucionarios de América Latina. El domingo 8 de diciembre de 1974, con el título “Julio Cortázar, la responsabilidad del intelectual latinoamericano”, diversos intelectuales progresistas le cuestionaron su vivir en París. En noviembre de 1978, en un artículo publicado en la revista “Eco”, Cortázar se refirió al “genocidio cultural” que sufría la Argentina durante la dictadura cívico-militar. El pensamiento de derecha repudió ese concepto, y el repudio curiosamente fue compartido por algún sector del supuesto progresismo.
Entre otras muchas cosas, esto motivó una mentada polémica de Liliana Heker con Julio Cortázar y alentó que Alberto Giordano, en un artículo publicado en la revista “Punto de Vista”, sostuviera que Cortázar eludía las polémicas serias porque por sobre todo estaba ocupado “en la celebración narcisista de su figura de escritor comprometido”. ¿Calificaríamos de poco seria “Literatura en la revolución y revolución en la literatura”, aquella polémica que a mediados de 1969 mantuvo con Oscar Collazos? ¿O tal vez por entonces a Cortázar no le inquietaban las celebraciones narcisistas?
No bien recuperamos la democracia, visitó la Argentina. Dicen que intentó saludar a Alfonsín. Dicen que Alfonsín se negó a recibirlo. Después llovieron excusas, se habló de malos entendidos y se articularon las tonterías que suelen articularse en este tipo de situaciones. Lo cierto es que luego de una sangrienta dictadura cívico-militar, el primer presidente democrático argentino se negó a recibir a su compatriota, uno de los mayores escritores vivos quien, además, había cuestionado y denunciado sin cesar a esa dictadura.
Pero la obra de arte y la actitud ética de su autor siempre superan esos rencorosos rasguños. Nadie en su sano juicio podría cuestionar hoy el compromiso de Cortázar, la calidad de su escritura y todo lo que ha significado y significa para la literatura en lengua española.
Hay que tener en cuenta que muchísimos escritores suelen transcribir en sus textos las obsesiones que los persiguen. Eso no debería preocuparnos, siempre y cuando el producto que consigan sea de calidad. Borges dijo alguna vez: “Yo solo escribo lo que ya está escrito”. Es ahí donde reside el secreto: escribir lo mismo, pero de otro modo. Eso nos lleva a la verdad profunda de toda literatura: su escritura. No hay que confundir repetición con plagio o autoplagio. El plagio degrada; la repetición no.
Hay autores que cuentan con una obra cumbre, sin discusión. Pienso en Cervantes y el Quijote. Pero la mayoría de los grandes autores de todos los tiempos tienen más de un título que podría considerarse obra cumbre. Entiendo que Cortázar podría estar entre esos autores. “62/Modelo para armar” es una formidable novela que propone nuevas formas en el espacio de la narrativa. Y casi todos los cuentos de Cortázar son insoslayables y de lectura obligada.

6 de febrero de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (II). Eduardo Montes Bradley

Hijo de padres argentinos y dado que su padre era un funcionario asignado a la embajada argentina en Bélgica como agregado comercial, Julio Florencio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914 en el nº 116 de la Avenida Louis Lepoutre de Ixelles, al sur de Bruselas. Fue el día en que se produjo el primer bombardeo alemán sobre la ciudad en el marco del conflicto bélico centrado en Europa que sería conocido primero como la Gran Guerra y posteriormente como Primera Guerra Mundial. El propio Cortázar relataría los primeros años de su vida en una carta enviada desde París en 1963: “Nací en Bruselas en agosto de 1914. Signo astrológico, Virgo; por consiguiente, asténico, tendencias intelectuales, mi planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde). Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo incorporaron a una misión comercial cerca de la legación argentina en Bélgica, y como acababa de casarse se llevó a mi madre a Bruselas. Me tocó nacer en los días de la ocupación de Bruselas por los alemanes, a comienzos de la primera guerra mundial. Tenía casi cuatro años cuando mi familia pudo volver a la Argentina; hablaba sobre todo francés, y de él me quedó la manera de pronunciar la ‘r’, que nunca pude quitarme. Crecí en Banfield, pueblo suburbano de Buenos Aires, en una casa con un gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y cotorras: el paraíso. Pero en ese paraíso yo era Adán, en el sentido de que no guardo un recuerdo feliz de mi infancia; demasiadas servidumbres, una sensibilidad excesiva, una tristeza frecuente, asma, brazos rotos, primeros amores desesperados”.
El libro de cuentos “Bestiario” publicado en 1951 fue el primero que firmó con su nombre real, pero antes ya había publicado en Buenos Aires el poemario “Presencia” y el poema dramático “Los reyes” con el seudónimo de Julio Denis. Con ese nombre también firmó varios trabajos previos: el cuento “Llama el teléfono, Delia”, escrito en 1938 y publicado el 22 de octubre de 1941 en el diario “El Despertar” de Chivilcoy; el ensayo “Rimbaud” en la revista de Buenos Aires “Huella” nº 1, también en 1941; el prólogo al libro “Erques y cajas” de poeta argentino Domingo Zerpa (1909-1999) en 1942; y el poema “Distraída”, publicado en el número inaugural de la revista “Oeste” de Chivilcoy en 1944. Otros textos inéditos también llevaron esa firma: el poemario titulado “De este lado”, escrito entre 1938 y 1939 y enviado a un concurso cuyo jurado lo “ignoró olímpicamente”, según sus propias palabras; y los sonetos “Fábula de la muerte”, los poemas “Orden del día” y el ensayo “Soledad de la música”, todos ellos de 1941.
Con el mismo nombre firmó el numeroso epistolario que mantuvo entre 1938 y 1945 con antiguas compañeras de claustro del Colegio Nacional de Bolívar. En una de ellas, fechada el 9 de septiembre de 1940, dice: “Hoy, lunes, día libre para mí, está dedicado a esas tareas en que me recupero un poco, vuelvo a ser quien verdaderamente soy, más acá de las tareas y de las obligaciones civiles. Todo este discurso nació del hecho de que hoy, lunes, yo soy enteramente Julio Denis”.
No resulta fácil identificar el posible origen de ese seudónimo. Tras observar su biblioteca y leer sus cartas, los investigadores del tema oscilan entre el poeta austríaco Michael Denis (1729-1800), el arquitecto francés Jules Denis Thierry (1795-1863), el historiador francés Jean Ferdinand Denis (1798-1890) y el pintor francés Maurice Denis (1870-1943). Otros, basándose en personajes de ficción presentes en alguno de los libros que Cortázar leía por entonces, apuntan al Denis que protagoniza “Le grand Meaulnes” (El gran Meaulnes) de Alain Fournier (1886-1914). El propio Cortázar, en 1981, se refirió a su seudónimo de modo irónico como el “nombre falso” con el que “perpetró” su primer crimen literario.
Lo que sigue son fragmentos de “Cortázar sin barba”, una biografía parcial que abarca el período de la vida de Cortázar previo a su exilio en Francia que el documentalista y escritor argentino Eduardo Montes Bradley (1960) publicó en 2004.

Con frecuencia se ha dicho -él mismo se ha ocupado de divulgar la idea- que Cortázar se habría marchado a Francia porque los altoparlantes no lo dejaban escuchar sus discos de Alban Berg. Dicho así, supone una simplificación de las razones que determi- nan su decisión de emigrar. También van a emigrar muchos otros que no escuchaban a Alban Berg y que posiblemente no recuerden los parlantes a los que Cortázar se refiere. Los parlantes y Berg reducen las múltiples realidades de la época, revelando la estrategia con la cual Cortázar vuelve a caer parado, esta vez frente a las vanguardias dominantes en los sesenta y setenta. Cortázar asume esa corrección reductora muchos años después de sucedidos los hechos y a muchos kilómetros de distancia, favoreciendo un proceso de desgorilización al que está dispuesto a someterse para ganar el aprecio y la simpatía de una nueva izquierda que goza de una visión distinta del peronismo de la que él pudo haber acuñado en los años cuarenta como consecuencia de las transformaciones político-sociales que tienen lugar entre el derrocamiento de Perón y la revolución cubana, un proceso que Cortázar desconoce pero al que adhiere con fervor.
(…)
Algo de exótico tenía Buenos Aires, después de todo. Alemania acababa de perder la guerra y si uno quería ver a un nazi de cerca, ése era un buen lugar para comenzar (todavía lo es). Al llegar a Buenos Aires, Cortázar no tiene muy claro qué quiere hacer pero, desde luego, la docencia no está entre sus planes. Atilio García Mellid, hasta entonces al frente de la Cámara Argentina del Libro, acaba de ganar un dudoso premio municipal y pronto será recompensado en su obsecuencia con una embajada en Canadá. El “timing” del belga es inmejorable. ¿Cómo hizo para ganar esa sinecura?
Por acefalía del cargo, el Consejo Directivo resolvió llamar a concurso para la provisión del cargo de gerente de la cámara, estableciendo una serie de requisitos cuyo cumplimiento señalara en buena medida la capacidad y aptitudes que tal función requiere. Asimismo resolvió destacar de su seno una Comisión a la que correspondió actuar en la recepción de antecedentes y exámenes, elevando un dictamen por el cual aconsejaba la designación del señor Julio Florencio Cortázar, temperamento que fue aceptado por el C.D. en sesión del 8 de marzo, por lo cual el señor Cortázar quedó al frente de la Gerencia de la entidad.
La Cámara del Libro es un lugar tranquilo. Cortázar puede darse el gusto de acudir medio día y desde ahí habrá de vincularse con escritores y editores a los que ofrece sus servicios como traductor y de los que depende para que sus escritos sean editados. La misma maquinaria que no cuestiona a Cortázar por sus simpatías con los aliados durante la guerra cuestiona a Jorge Luis Borges, editor de “Los Anales de Buenos Aires”, revista en la que aparece publicado por primera vez “Casa tomada”. Dentro del peronismo todo, fuera del peronismo nada.
(…)
En Buenos Aires Cortázar se siente a gusto (como se sintió al llegar a Chivilcoy y Mendoza) y supone haber tomado la decisión correcta abandonando las cátedras en la universidad. Por axiomático que suene, no deja de ser menos cierto a esta altura de los acontecimientos que, donde fuera que estuviera parado, Cortázar siempre se encuentra mejor que donde había estado hasta entonces. En Suiza, mejor que en Bruselas; en Barcelona mejor que en Zürich y en Banfield mejor que en Barcelona; en Bolívar mejor que en casa de su madre y en Chivilcoy mejor que en Bolívar; en Mendoza mejor que en Chivilcoy y Bolívar, y en Buenos Aires mejor que en Cuyo o la pampa. Y en París… Bueno, en París uno puede darse el gusto de extrañar casi todo.
Ya en Buenos Aires, regresa, como en los buenos tangos (o los peores), a la casita que la vieja conserva en la calle Artigas junto a Ofelia y la abuela Victoria. Por un momento cree haber recobrado la memoria de un paraíso perdido. La rutina de ir y venir de casa al trabajo y del trabajo a casa acaba por convertirse en una pesadilla: viajar colgado del estribo de un colectivo “aguantando a sudorosos descamisados en la plataforma” es un precio demasiado alto. Pero para eso están los amigos. Fredi Guthmann le presenta a una prima que está a punto de marcharse a París. La prima buscaba quien se hiciera cargo de su departamento en la calle Suipacha al 1200. Cortázar consigue lo imposible en menos de veinticuatro horas, un bulín por cuatro meses en el centro cerca de su lugar de trabajo y la trama para un cuento.
La propietaria del bulo era Susanne Weil, quien por entonces vivía junto a Andrée Delsalle.
Susanne acabará convirtiéndose en el personaje central del cuento “Carta a una señorita en París”. El relato está escrito en forma de carta (algo que le sale con naturalidad) del supuesto inquilino a la propietaria del inmueble (suena bien inmueble, ¿no?) que vive en París contándole los pormenores de una angustiosa noche (¿día?) en la que unos conejitos que el protagonista ha vomitado terminan por destruir el decorado. Por momentos da la impresión de que Cortázar no se siente cómodo: “Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará”.
La carta (¿el cuento?) angustia. Hacia el final, el escritor habla del amanecer, de un balcón y de la posibilidad de tirar a los conejitos a la calle para deshacerse de ellos; también de sí mismo, si acaso él fuera ese otro cuerpo del que está hablando: “No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales”.
(…)
Pensar que lo que pueda contar en sus cuentos es necesariamente autobiográfico es un capricho, justificado pero un capricho al fin, un capricho en el que se advierte la precariedad con la que convive Cortázar fuera de la casa de su madre. Más adelante, dice en el mismo relato: “Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua conveniencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra parte donde quizá…”.


Desde aquel bulín prestado en Barrio Norte hasta su despacho en la Cámara del Libro, Cortázar camina y fantasea con la posibilidad de regresar a Ítaca. Después de todo, la guerra ya terminó, y en Buenos Aires ardió Troya. Europa vuelve a ser un destino posible, con lo cual ya no quedan razones para seguir soñando con México o planeando expediciones a la Puna. París liberada es mucho más apetecible que una Buenos Aires ocupada.
(…)
Las mañanas y las noches son suyas. Antes de mediodía trabaja en traducciones que le permitirán reunir el dinero que necesita para el viaje. A la Cámara del Libro, a muy pocas cuadras de su departamento, concurre recién después del mediodía. A las traducciones que viene realizando para Viau por encargo de su amigo Jorge D’Urbano van a sumarse una de “Robinson Crusoe” ilustrada por Carybé; “Naissance de l’Odyssée” de Giono; “The man who knew too much” de Chesterton, y una monumental biografía de Pushkin escrita por Henri Troyat que no hemos podido localizar. En muchos casos quien traduce es Natasha Czernichowska mientras que Julio Cortázar se limita a dar forma castellana a las traducciones de la rusa. Con los beneficios que piensa obtener de la última traducción citada estima haber reunido lo suficiente como para emprender el viaje: “Si lo cobro de una vez, me voy a Europa (y no vuelvo nunca más, se entiende)”.
(…)
Hacia fines de 1946, Cortázar desarrolla un texto que provisoriamente titula “El laberinto” y al que alternativamente se referirá como “poema dialogado”, “teatro poético” o “tragedia lírica”. El escrito, que finalmente se conocerá como “Los reyes”, recrea la leyenda del Minotauro encerrado en su laberinto. Para Cortázar debió de ser una grata sorpresa la coincidencia temática con un cuento casi coetáneo de Borges, al respecto de lo cual nuestro protagonista se dirige al venerable en una carta celosamente conservada en la Universidad de Virginia.
La carta, hasta hoy inédita, es la siguiente: “A Jorge Luis Borges. Habrá usted notado desde algún tiempo atrás la presencia del Minotauro circulando otra vez sordamente entre los hombres que escriben sus imágenes. Luego de hallarlo en el Thesée de Gide -entrevisto apenas, pero hermoso-, lo encuentro pleno de admirable inteligencia en el relato que llama usted ‘La casa de Asterión’. He querido entonces hacerle llegar este minotauro mío, que curiosamente profetiza al morir (murió en enero de este año) lo que hoy ocurre: su retorno incesante y repetido. Acéptelo usted como testimonio de cariño hacia Asterión, de nostalgia por su voz tan ceñida, tan libre de lo innecesario. Con afecto, Julio  Cortázar”.
(…)
En una de sus últimas entrevistas, Borges se refería a su cuento: “Yo trabajé en una revista que se llamaba ‘Los Anales de Buenos Aires’. Ahí publicó, por primera vez en su vida, un cuento Julio Cortázar. Un cuento que ilustró mi hermana. Un cuento que se llamó ‘Casa tomada’. Cuando teníamos que entrar en prensa, había tres páginas en blanco. Entonces, a mí se me ocurrió un argumento, ‘La casa de Asterión’. Fui a ver a la persona que hacía las ilustraciones, la condesa de Wrede, austríaca; le expliqué más o menos el tema cretense, un personaje que no se sabe muy bien quién es, un guerrero que avanzaba hacia él. Hizo un lindo dibujo”.
(…)
Según contó, Cortázar viajaba de regreso a su casa cuando se vio envuelto en un sueño. Supone el escritor que algo misterioso hizo que así sucediera y estima que una fuerza arcaica lo habría sometido a esa experiencia de la mitología en un lugar tan distante del Parnaso como pudo haberlo sido Buenos Aires, en una situación tan de su tiempo como un viaje en colectivo de Colegiales al barrio de Agronomía. “Lo cual le daría la razón a Jung en el sentido de que todo está en nosotros, que hay una especie de memoria de los antepasados y que por ahí un archibisabuelo tuyo que vivió en Creta cuatro mil años antes de Cristo, por obra de genes y cromosomas, te manda algo que corresponde a su tiempo y no al tuyo. Y tú, sin darte cuenta, acabas escribiendo un cuento o una novela que arrastra un mensaje muy antiguo, muy arcaico. No tengo otra explicación que dar”.
(…)
Cortázar dice no tener abolengo. Desconoce quién es su abuelo y no tiene la menor idea de dónde está su padre. Sin embargo, cree haber vivido una experiencia sobrenatural que lo ha puesto en contacto con un retatarabuelo que vivió en Creta hace casi seis mil años. Cortázar va más allá cuando insinúa que la posesión fue tan cabal que el resultado no respondió a sus impulsos sino a los de aquella fuerza que lo sometía: “Incluso el lenguaje en el que está escrito viene de alguien que no soy yo, un lenguaje suntuoso, lleno de palabras que bailan”. Y si no es él, ¿quién? Acaso el otro Cortázar. Aquí habría que hacer una separación, delimitar las responsabilidades. Quien habla en la cita no es el Cortázar de 1946 sino el Cortázar de 1977 durante una entrevista realizada por la Televisión Española en la que también dijo cosas tales como que el Renacimiento italiano y el Siglo de Oro español eran el resultado de la conjunción de los planetas y que tampoco encontraba una explicación para eso.
(…)
La idea de haber sido sometido a un llamado ancestral, de haberse convertido en el receptor de un legado atípico, contradice aquello que dicta el sentido común. Miniaturas y laberintos estaban de moda. Cortázar debió de haberlo sabido cuando recurrió a ellos para someter sus propias agonías dando lugar a su versión del mito y a la inversión de los roles protagónicos con la que ya habían jugado otros antes que él. En 1977, el recuerdo desdibujado le haría decir: “Yo vi en el Minotauro al hombre libre, al hombre diferente al que la sociedad, el sistema, encierra inmediatamente en clínicas psiquiátricas y a veces en laberintos. Teseo, en cambio, es el perfecto defensor del orden que le hace el juego al rey; en cierta forma, un gángster que en nombre del rey viene a matar al poeta. Cuando Teseo encuentra al Minotauro ve que no se ha comido a los rehenes y que con ellos juega y danza y que son felices. Entonces el joven Teseo, que tiene los procedimientos de un perfecto fascista, lo mata”.
Y ya en 1982, en ocasión del prólogo para la versión francesa, remataría esa interpretación disculpatoria de la obra: “Comprendo que a pesar de su envoltorio espontáneamente anacrónico y del lujo verbal fuera de época -y muy especialmente de la mía, la Argentina de los años cuarenta- escribí de un modo abstracto aquello que intentaría más tarde comprender y expresar en el interior de la realidad que me envolvía. Ahora como entonces, sigo creyendo que el Minotauro -es decir, el poeta, la criatura doble, capaz de percibir una realidad diferente y más rica que la realidad habitual- no ha dejado de ser ese ‘monstruo’ que los tiranos y sus partidarios de todos los tiempos temen y odian y quieren aniquilar para que su palabra no llegue a las orejas del pueblo y no derrumbe las murallas que los encierran en sus redes de leyes y de tradiciones petrificantes”.
(…)
En las circunstancias en las que fue escrito “Los reyes” es poco probable que Cortázar pretendiera aleccionar al modo de las fábulas (después de todo, el Minotauro es medio animal en más de un sentido). Borges no pretende instruir en este sentido. En su cuento queda claro que él es el Minotauro que mata a nueve atenienses cada nueve años porque estima que así se verán liberados de su condena. El Minotauro borgeano se compadece y espera que Teseo se compadezca de él matándolo, es decir liberándolo; por lo cual, cuando se produce el encuentro, la buena bestia no ofrece resistencia alguna. En la muerte, el Minotauro de Borges ve su liberación. En la muerte del Minotauro de “Los reyes”, Cortázar cree ver un acto de injusticia… treinta años más tarde.