26 de marzo de 2020

El fin del universo, algo tan simple como revolver el café


Cuenta la leyenda que, allá por el siglo IX, un pastor abisinio observó que sus cabras saltaban muy excitadas y llenas de energía después de haber comido las hojas y los pequeños frutos de cierto arbusto que crecía de manera silvestre en el altiplano. Asombrado, llevó hojas y frutos de ese arbusto a un monasterio en Caffa. Allí, los monjes pusieron al fuego aquellos frutos rojos, los que, al tostarse, produjeron un exquisito aroma. Poco tardaron en elaborar un sabroso brebaje a partir de los mismos, brebaje que, como bebida estimulante, se hizo popular alrededor del siglo XIII. Había nacido el coffea, tal como lo llamaron sus creadores.
Dos siglos más tarde, los musulmanes introdujeron el café en medio Oriente. De hecho, en 1475 se inauguró la primera cafetería en Constantinopla y luego, gracias a los mercaderes venecianos, el café llegó a Europa. Leonhart Rauwolff (1535-1596), médico y botánico alemán, diría tras un viaje de diez años por Oriente Medio que era “una bebida tan negra como la tinta, útil contra numerosos males, en particular los males de estómago”. Pronto se difundió por Europa en donde rápidamente se transformó en una bebida predilecta. Venecia, Londres, Paris, Berlín y Viena fueron los precursores en instalar cafeterías; luego, ya en el siglo XVIII, la planta comenzó a cultivarse en Ceilán e Indonesia y, en 1727, se estableció la primera plantación en Brasil.


Muchos años más tarde, el consumo de café pasó a constituirse en una actividad de carácter global que interviene tanto en los hábitos personales como en las relaciones sociales de diversas culturas o grupos sociales. Si el agua es imperiosa para la vida humana, pareciera que el café también lo es dado que, según estudios realizados, estimula el sistema nervioso, mejora el estado de ánimo y aumenta la motivación. Y a tal punto ha llegado su importancia que hasta se generan polémicas en cuanto a cómo debe revolverse una vez servido: que seis vueltas en sentido de las agujas del reloj y seis en sentido contrario; que tres en sentido del reloj y tres en sentido contrario, terminando con una vuelta para un lado y otra para el otro; que, al igual que como gira la Tierra alrededor del Sol, debe revolvérselo hacia la izquierda, etc., etc.
Lo concreto es que, a medida que la cucharita de café gira en una taza, el café también lo hace, y el líquido asciende hacia el borde de la taza. Este fenómeno que parece muy sencillo, en su momento dejó perplejos a los mayores científicos de la humanidad. Isaac Newton (1643-1727) adujo que una taza así estaba en reposo con respecto al espacio fijo que la rodeaba. El creía en la existencia de un sistema absoluto de coordenadas que venía impuesto desde “afuera”, y gracias al cual se sabía cuándo somos nosotros los que damos vueltas, y cuándo es el resto del universo el que se mueve.
Se trató de un argumento apropiado que la mayoría de los científicos aceptó rápidamente. Sin embargo, en sus escritos privados Newton manifestaba sus dudas al respecto; dudas que nunca logró solucionar y que quizás hayan sido las que le produjeron diversos colapsos nerviosos y motivaron el abandono de sus estudios sobre la física y su posterior huida hacia la especulación mística.


Durante el siglo XIX el científico y filósofo austríaco Ernst Mach (1838-1916), cuyo nombre pervive en la denominación abreviada de la velocidad del sonido, analizó de nuevo este problema. Mach sugirió que desde el espacio lejano o de las lejanas estrellas, no llegaba nada hasta los líquidos que giraban en la Tierra que sirviese para hacerles saber cuándo estaban girando en realidad. El problema tenía que ver únicamente con la naturaleza de los fluidos existentes en el interior de la taza, algo que ya en 1827 había llamado la atención al biólogo y botánico escocés Robert Brown (1773-1857) cuando, a través de un microscopio, había observado el desplazamiento errático que realizaban pequeñas partículas inmersas en alguna sustancia líquida.
A pesar de sus deducciones, Mach no pudo determinar en qué consistía este fenómeno. Sus reflexiones alcanzaron cierto prestigio, pero al ser tan vagas se ignoraron por la mayoría de la gente, hasta que un empleado de la Oficina Federal de la Propiedad Intelectual de Suiza, en Berna, tuvo la ocurrencia de analizarlas. El joven administrativo de patentes, Albert Einstein (1879-1955), consideró que valía la pena reflexionar sobre esta idea y también se interesó en el movimiento aleatorio de las partículas suspendidas en un líquido cuando vertía azúcar en su taza de café durante un intervalo en su trabajo. De estas cavilaciones surgiría su primer trabajo escrito que versaba justamente sobre las reacciones de los líquidos en contacto con los sólidos. A partir de allí ya no se detendría hasta llegar a su célebre teoría de la relatividad.
La leche que se agrega a una taza de café que se está removiendo da pie a otra reflexión de carácter general. El primero en darle una forma precisa fue el matemático holandés Luitzen Brouwer (1881-1966), cuando en 1911 mostró un teorema según el cual, por muchas vueltas que se dé al café y por numerosos que sean los giros y las circunvoluciones, en la superficie del líquido siempre existirá, por lo menos, un punto que no se mueva. El teorema de Brouwer ha sido uno de los elementos básicos de la ciencia topológica del siglo XX. La topología es el estudio de cómo determinadas propiedades no cambian en las superficies deformadas.


Otro fenómeno en relación con una taza de café es el calentamiento de la cucharita que se utiliza para remover el líquido. Si el café caliente se limita a girar suavemente en el interior de la taza, la cucharita metálica no se ve afectada en absoluto y permanece tan fría como antes de ponerla allí. No obstante, en la vida real, jamás ocurre esto. Algo hay en la estructura de la materia que siempre provoca que el calor fluya desde el café a la cuchara.
Basándose en las teorías del físico escocés James Maxwell (1831-1879), conocido principalmente por haber desarrollado un conjunto de ecuaciones que expresan las leyes básicas de la electricidad y el magnetismo, los físicos del siglo XIX elaboraron la noción de entropía, según la cual todos los elementos del universo están configurados de tal manera que los sistemas de alta complejidad se transforman inevitablemente en sistemas de complejidad inferior. De hecho, una estructura en la que el café caliente formase una franja separada alrededor de una cucharita fría constituiría un sistema de altísima complejidad. Para la energía térmica existente en el café y en la cucharita sería mucho menos complicado efectuar una fusión. El café perdería parte de su calor, la cucharita se calentaría un poco, y todo el contenido de la taza acabaría a una misma temperatura intermedia.
Si este fenómeno quedase confinado al interior de las tazas de café, no se justificaría concederle tanta atención. Sin embargo, los científicos sostienen que la noción de entropía se aplica a todo lo que existe en el universo. El físico y matemático alemán Rudolf Clausius (1822-1888), por ejemplo, advirtió en 1865 al menos dos circunstancias que no parecían ser reversibles: por un lado el calor siempre fluye de lo más cálido a lo más frío y nunca al revés, y por otro lado, la fricción siempre genera calor pero no en sentido contrario. Esto implicaba que los procesos seguían una dirección y que no podían volver atrás, lo que lo llevó a pensar que, tal vez, todo lo que sucediera espontáneamente en la naturaleza no fuera reversible y podría significar que el universo iría de un estado inicial a uno final. Un camino que podría ser muy, muy largo pero que, inevitablemente, le haría llegar a su agotamiento.


Fue Clausius quien formuló un principio demoledor para las esperanzas del concepto de eternidad. Fue él quien denominó como entropía (del griego εντροπία, evolución o transformación) a una magnitud física que permite conocer la parte de la energía que no es capaz de producir movimiento, o sea, la energía perdida. Además, predijo que esta magnitud, en cualquier proceso natural, existiría inevitablemente, con lo cual, dado que los procesos serían irreversibles, el universo tendría un final inapelable.
Pocos años después el físico austríaco Ludwig Boltzmann (1844-1906) relacionó la entropía con el grado de desorden de un sistema. Cualquier proceso que se da en la naturaleza produce siempre mayor desorden, lo que conlleva un inevitable y caótico final. Este fenómeno también tiene lugar en los seres humanos -el calor procedente de las complicadas células cerebrales acaba de manera amorfa en el aire que rodea la cabeza- y, de acuerdo con el concepto de entropía, tiene que suceder en las ciudades, los planetas, el sistema solar y todo el universo.
En el año 1929, el astrónomo estadounidense Edwin Hubble (1889-1953) elaboró la teoría sobre la expansión del universo, una hipótesis que, en un principio, generó bastante escepticismo entre la comunidad científica. Hoy, gracias a la moderna tecnología, se ha podido verificar que tal expansión es real y que su celeridad es tal que llega a superar la velocidad de la luz. De este modo es imposible esperar un equilibrio térmico, pues con la expansión, se reduce paulatinamente la temperatura. A este proceso, el físico y astrónomo británico James Jeans (1877-1946) ya a comienzos del siglo XX lo había denominado “muerte térmica” al deducir que, si la temperatura bajaba de tal manera, la vida sería imposible.
Para sostener dicha postura, se basó en la segunda ley de la termodinámica, aquella que afirma que cualquier proceso crea un incremento neto en la cantidad de desorden o entropía del universo. Esta ley que rige para el universo entero incluye, naturalmente, a todos los seres vivos que lo habitan. Al echar leche en una taza de café, por ejemplo, el orden que representaban el café y la leche por separado, se transforma en un desorden representado por una mezcla aleatoria de café y leche. Y esto vale tanto para cuando se revuelve el contenido de la taza de derecha a izquierda como para cuando se lo hace a la inversa.


Pero, volviendo a la expansión del universo, se puede afirmar que, con el tiempo el Sol, esa estrella que se halla en el centro de nuestro sistema planetario, acabará enfriándose al igual que las demás estrellas existentes en el resto de nuestra galaxia. Con el tiempo, el universo también desaparecerá transformándose en una bruma indiferenciada con una única temperatura que, a partir de ese momento, ya no será capaz de cambiar, dando origen a estrellas o a formas de vida. Este es el fenómeno que recibió el nombre de muerte térmica definitiva del universo, un destino del que se comenzó a hablar hace un siglo cuando tímidamente se vaticinaba que el universo estaba condenado y la humanidad sólo habrá sido un episodio transitorio de la historia.
Esto puede o no creerse, pero existe un límite para la incredulidad. No es la fe la que demarca ese límite, puesto que la fe es una aceptación deliberada de lo imperceptible, ya sea en el tiempo o en el espacio, y eso no es credulidad sino creencia. De modo que, si la teoría de la entropía es cierta, el fin del universo tal cual lo conocemos resultará inevitable. Cuando esto ocurra, no habrá taza de café que estimule el sistema nervioso ni mejore el estado de ánimo, tanto si se lo revuelve en el sentido de las agujas del reloj como si se lo hace en el de la traslación de la Tierra alrededor del Sol.

21 de marzo de 2020

Darío Sztajnszrajber: “La filosofía angustia. La pregunta angustia. No nos hace felices, o por lo menos no nos brinda el sosiego de la certeza”


“La filosofía angustia. La pregunta angustia. No nos hace felices, o por lo menos no nos brinda el sosiego de la certeza. Nos obliga a replantearnos todo, incluso la misma idea que tenemos de felicidad. La filosofía nos golpea de lleno con nuestras propias limitaciones. Interrumpe el fluir de una cotidianeidad segura donde todo funciona, y pone por eso todo entre paréntesis. Todo; en especial la noción de funcionamiento como supuesto último de todas nuestras acciones. Al interrumpir, la filosofía hace que todo lo que venía funcionando normalmente se detenga”. Quién así se expresa es Darío Sztajnszrajber (1968), un filósofo, ensayista y docente argentino que se caracteriza por desarrollar una labor divulgativa de la filosofía tanto en la radio y la televisión como en diarios, revistas y teatros. Es autor de los libros “¿Para qué sirve la filosofía?”, “Filosofía en 11 Frases” y “Filosofía a martillazos”. Lo que sigue es un compendio editado de las entrevistas que le concediera a Amalia Mosquera (Página web “Filosofía&Co”, 11 abril de 2019) y a Mariano Dorr y Silvina Friera (Diario Página/12, 8 de diciembre de 2013 y 24 de junio de 2019 respectivamente).


En tu libro “Filosofía en once frases” reunís ideas esenciales y populares de la historia del pensamiento y las explicás para que el gran público pueda “filosofar sin ser subestimado”. ¿Le presupone a la filosofía un elitismo académico y te has propuesto liberarla de él?

Los que hacemos divulgación de la filosofía lo que buscamos es recuperar algo de la vocación originaria de una disciplina que no nace acartonada ni aristocrática ni solemne, sino que surge en la antigua Grecia, por un lado, en el intercambio entre culturas, en la calle, en el mercado, en el lugar en el cual se encontraban las diferencias, y exigía un desensimismamiento de lo propio para abrirse a las ideas y las costumbres que traía la extranjería. Y al mismo tiempo, más allá de su origen histórico, nace en lo cotidiano; un origen que tiene que ver con que todos hacemos filosofía permanentemente en nuestra relación con las cosas que nos rodean, de las cuales podemos tomar una distancia y colocarlas en posición de extrañamiento. Ese ejercicio de hacer filosofía no es algo que se hace enfrascado en normativas burocrático-académicas, sino que lo hace cualquier persona, haya o no haya leído filosofía, en la medida que decide provocar el espacio de la pregunta existencial en relación a cualquier acción práctica. Uno puede hacer filosofía mientras camina, mientras come… Cualquiera de los fenómenos en los que estamos inmersos en el sentido común permite la pregunta incómoda, que es la pregunta por el sentido existencial de todo aquello que no hacemos más que reproducir porque nacimos con el mandato que nos exige seguir haciéndolo. Claramente algo se perdió, porque la filosofía obviamente olvidó su carácter existencial y se volvió una disciplina disciplinada más de las distintas áreas del mundo académico. En general, su institucionalización suele ser vista desde este lugar de la pérdida de sus vocaciones originarias.

Anteriormente a “Filosofía en 11 frases” publicaste “Para qué sirve la filosofía”. ¿Has llegado a alguna conclusión?

No, no llegué a ninguna conclusión en ninguno de los dos libros, porque en Filosofía en once frases tampoco llego a la conclusión de que toda la filosofía pueda reducirse, imagínense, a once frases. Las frases son disparadoras de miles de paradojas que vamos planteando a lo largo del libro. En el primer libro, Para qué sirve la filosofía, el eje vertebral es que la filosofía no sirve para nada. En realidad es un saber inútil, parafraseando la cita sobre el arte que enuncia Oscar Wilde, en la medida en que la filosofía se pregunta por qué todo tiene que ser útil. Ante la pregunta: ¿para qué sirve la filosofía?, la respuesta que entrama el libro es: ¿por qué todo tiene que servir para algo? La filosofía nos reconcilia con los aspectos existenciales más improductivos, más inútiles, más inservibles y, por lo tanto, más del margen, de las sobras. Yo creo que se hace filosofía siempre ahí, desde las sobras, desde los restos, desde esos lugares que no cuajan, que no “garpan”, decimos acá en Argentina, no “pagan” para lo que es el sentido común hegemónico. Entonces nos despiertan como otro sentido y otra búsqueda del mismo por fuera de los lugares establecidos.

Hemos leído que sos un “explorador impertinente”. ¿Te reconocés en esta definición?

Yo creo que la filosofía es impertinente y que eso hace la diferencia con otras formas de hacer filosofía que son más cómplices del sentido común. No hay una filosofía, hay filosofías muy diversas, en conflicto entre sí. Creo que el campo de la filosofía es un campo de batalla donde distintas formas de hacer filosofía crujen y pugnan. A mí lo que más me interpela de la filosofía es su carácter deconstructivo, pero entiendo que hay otras formas de hacer filosofía que pasan por otro lado, que hay un montón de gente que acude a la filosofía para encontrar fundamentos firmes. A mí me pasa todo lo contrario: la filosofía me parece una gran demoledora de toda firmeza y en algún punto ese abismo al que nos arroja me resulta convocante. No digo que me haga feliz, pero me realiza en su invocación a la incertidumbre. Y me permite también cuestionar la idea de por dónde pasan la felicidad o la realización. Creo que la filosofía explora. El sentido etimológico de buscar el saber o amar el saber tiene que ver con eso, con que hacer filosofía es no contentarse con lo que se presenta como “normal”, sino que quiere saber qué hay detrás, cómo se juega esa normalidad, cómo se ha estructurado, qué tramas oculta, con qué otros conceptos se vincula. No puede no haber una exploración, pero es una exploración que no va en busca de la verdad, sino que va a cuestionar las verdades establecidas. A mí me parece que invierte un poco el sentido de lo que es el preguntar en general, y de ahí también su impertinencia, porque no cuaja con lo que se espera de una disciplina.

El ser humano siempre se ha hecho preguntas sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea, siempre ha buscado respuestas que le satisfagan o le ayuden a hacerse nuevas preguntas. ¿Son preguntas eternas, o las que nos hacemos hoy difieren de las que se hacían nuestros antepasados y de las que se harán las generaciones venideras?

Creo que es una mezcla. Siempre me gustó esa idea de Baudelaire, de “El pintor de la vida moderna”, en la que, hablando de la modernidad y la belleza, muestra el contraste entre lo eterno y lo efímero. Yo creo que la filosofía tiene esas dos características. Por un lado, los temas de la filosofía son los mismos, pero siempre acaecen bajo el ropaje de su tiempo; y ese ropaje también disuelve la idea de que hay una categoría que se reproduzca idéntica a sí misma. Sólo queda el nombre, la palabra… Si dijéramos, por ejemplo, el amor… Desde “El banquete” de Platón hasta hoy seguimos leyendo libros sobre el amor y es muy probable que en la lectura que hagamos en un tema tradicional o clásico en “El banquete” diga y no diga nada de lo que nos sucede hoy en relación al amor. Cómo explicar hoy… no sé…, la seducción que se provoca a través de las redes sociales leyendo el modo en que Pausanias, en el segundo discurso de “El banquete”, nos explica la transferencia que hay entre el amante y el amado. Todo depende de lo que uno quiera, porque pueden considerarse dos situaciones inconmensurables o no; puede reinterpretarse o releer una situación a la luz de los otros tiempos. El otro elemento es que la filosofía es extemporánea y eso le hace tener esa condición intempestiva, que sus metáforas nos permiten, más allá de su origen histórico, hablarnos e interpretar lo que queramos. En esa misma lógica, todas las teorías del amor que hay en El banquete, aunque hablan del amor de su tiempo, uno puede utilizarlas extemporáneamente como narrativas que de algún modo nos ayudan a repensar el modo de vivir el amor hoy, no desde lo propositivo, sino desde la deconstrucción. No dejan de ser metáforas que en realidad nos impulsan a cuestionar los modos en que se construye el sentido del amor contemporáneo. Lo mismo con el resto de las situaciones. El avance tecnológico trae nuevas temáticas, pero esas nuevas temáticas están siempre en esa relación dialéctica con lo tradicional. La gran revolución de la informática obviamente supone una novedad, pero la discusión entre lo real y lo aparente está ya en Heráclito y de algún modo una cuestión está entramada con la otra. El tema es cómo trabajar esa tensión.

¿Cómo nos puede ayudar la filosofía a afrontar importantes asuntos actuales como la inmigración, el resurgimiento de las ideas xenófobas, el rechazo al otro que viene de fuera?

Fundamentalmente depende del tipo de filosofía que uno haga. Hay filosofías fascistas y xenófobas. Hitler tuvo su filósofo de cabecera, Rosenberg, en la Alemania nazi. Una filosofía de la deconstrucción es una filosofía que obviamente va a insistir en la necesidad de desapropiarse de lo propio, entendiendo desde un marco teórico, con autores como Derrida, Lévinas o el mismo Foucault, que la filosofía es siempre un ejercicio de hospitalidad, porque la filosofía es la apertura justamente a lo otro; la prioridad infinita de lo otro se da en que la filosofía supone un ejercicio de otredad. La filosofía es la otredad del sentido común. Por eso es incomprensible, es molesta, o no se la entiende, o se la considera una pelotudez. Porque de algún modo cuaja en ese lugar de la otredad. Una filosofía bien encarada va a estar en la defensa de todas aquellas minorías o todos aquellos sujetos discriminados, violentados u oprimidos, sobre todo aquellos que lo han sido en términos de su propia exclusión por naturalización. La deconstrucción no solo supone una reivindicación de la figura del extranjero, sino de aquellas extranjerías solapadas. No es casual que hoy la filosofía más puntera sea la filosofía de género, que saca a la luz los modos de la alianza entre el saber y el poder que no ha hecho otra cosa que promover una sociedad de sujeción donde la mujer siempre ha tenido que ocupar roles que se supone que le corresponden por naturaleza, justificando así una asimetría social.

En “¿Para qué sirve la filosofía?”, el primer autor que mencionás no es un filósofo en sentido estricto sino un poeta, Charles Baudelaire. ¿Cómo fue esta elección?

La forma en que está trabajada la idea de filosofía en el libro tiene mucha afinidad con la apuesta del paseante baudelaireano. Sobre todo en la medida en que pensemos a la filosofía como un modo de interrumpir la utilidad como valor dominante. En definitiva, el mismo título del libro apunta a poner en cuestionamiento hasta qué punto la dominancia de la utilidad se vuelve hegemónica, se naturaliza. Ese “flâneur” (paseante callejero) baudelaireano es para mí el mejor ejemplo de lo que llamaría “desviar la mirada”, que es lo que más cuesta en la vida cotidiana. Y es también, al mismo tiempo, lo que de algún modo la filosofía propone, siempre y cuando entendamos la filosofía como un ejercicio de la pregunta. Se trata, en este sentido, de abandonar la pregunta utilitaria, la pregunta técnica, para dar lugar a la pregunta existencial que viene a interrumpir el tipo de pregunta propio de la vida cotidiana. Es decir, ir de la pregunta por el cómo a la pregunta por el qué. Y cuando nos hacemos esta pregunta, por el qué, observamos que siempre se vuelve una búsqueda infructuosa. Se trata de una pregunta imposible en el sentido derridiano: una imposibilidad que pone en jaque al mundo de lo posible y que nos hace pensar hasta qué punto lo que entendemos como las posibilidades nos encorsetan a ciertas formas de construcción de sentido que no son las únicas.

El “flâneur” aparece como una figura privilegiada a lo largo de toda la obra.

Es que el “flâneur”, en su distracción, en su deriva, junto a todo el pensamiento literario decimonónico, es para mí la figura que mejor expresa la contra a esa modernización donde empieza a germinar la industrialización de la conciencia. El narrador de “¿Para qué sirve la filosofía?” es un “flâneur” que está perdido, no se sabe de dónde viene ni tiene claro hacia dónde va. Lo que sí se sabe es que es de noche. El “flâneur” se pierde mejor en la noche. La noche tiene algo de esa zozobra de la perdición. Y anticipémosle al lector que el libro termina al mediodía. El narrador pasa toda la noche recorriendo el conurbano bonaerense, la capital, distintos lugares emblemáticos que le van generando una reflexión que juega todo el tiempo con la tensión entre lo cotidiano y lo existencial. Este es el lugar que más me interesa del “flâneur”. Otra figura que siempre me gustó y que me influyó mucho, desde la literatura hacia la filosofía, es el personaje de Horacio Oliveira, de “Rayuela”. No es muy distinto tampoco. Aquí no estamos buscando a La Maga, pero estamos buscando a Sofía, y obviamente no la encontramos. En estos personajes está presente esta misma tensión permanente entre una cotidianidad que abruma y esas otras facetas –que de algún modo conviven con lo cotidiano– y que también son propias de lo humano, lo que llamamos lo existencial.

Parece que marcaras vías de acceso poco comunes a la filosofía.

La primera vez que tuve contacto con algo del orden de la filosofía fue a través de la música y de la literatura. Creo que eso también condiciona una manera de lectura y de producción filosófica. Mi primera lectura fuertemente filosófica -en este sentido- fue “Rayuela”. Y con la música, lo mismo: Spinetta. Me partió esa forma de poetizar la existencia desde la pregunta y desde la angustia. Porque tanto la música como este tipo de literatura son angustiantes. Y desde mi punto de vista, la filosofía -heideggerianamente hablando- es una forma de reconciliarse con la angustia. Una forma de atravesar las angustias de otro modo que aquel que propone la farmacología. Es decir, la angustia, o no es una patología, o todo es patológico. Pensar que la felicidad pasa por combatir la angustia es, ante todo, angustiante. Entonces, éste no es un libro liberador de las angustias sino un libro más afín con esa idea del “Fedón” de Platón según la cual hacer filosofía es un ejercicio para la muerte. A mí esa definición de Platón me mató: ¿qué es aprender a morir? ¡Es vivir! De lo que se trata, entonces, es de cómo relacionarnos durante la vida con la conciencia de que somos finitos. Eso es un ejercicio para la muerte; en cambio, tapar la angustia no lo es. Al contrario, pretender tapar la angustia es negar la muerte, es decir, negar el hecho de que somos finitos. Este es el clima del libro: el tedio baudelaireano, el “spleen” -ese estado de melancolía o de angustia-, pero traído a Buenos Aires y sus suburbios en el siglo XXI.

En “Filosofía a martillazos”, ¿por qué para trabajar el problema de la verdad analizás la conferencia de Derrida, “Historia de la mentira”?

Me parece una provocación y una anticipación a la posverdad. Esa conferencia surge de un debate que tiene con el periodismo por una acusación falsa y empieza a plantear los límites entre la verdad y la falsedad, la verdad y la mentira. No hay nada en filosofía sobre la posverdad. Cuando salí a buscar algunos textos filosóficos, no los encontré; es una problemática nueva que viene del periodismo y las ciencias sociales. Y encontré este texto de Derrida, que es una lectura que hace sobre dos artículos de Hannah Arendt. Derrida aporta categorías que me parecen útiles para una lectura de la posverdad distinta a la que está instalada en los medios. Yo trabajo la posverdad como un horizonte de sentido y no directamente desde la perspectiva negativa, que también la tiene. No asocio posverdad al autoengaño inducido en ese nexo entre la política y los medios, sino que entiendo el horizonte de la posverdad como un lugar donde muerta la verdad empiezan a surgir distintas alternativas de resignificación de nuestra relación con el sentido, una de las cuales es el autoengaño. El modo en que los medios trabajan la posverdad remite a una revalorización de la verdad tradicional, cosa que me asusta. Yo huyo de la verdad tradicional; pero volvió a ser idolatrada. Nietzsche demolió la verdad tradicional hace ciento cincuenta años.

¿Por qué no hay textos filosóficos sobre la posverdad?

La filosofía llega tarde, ya lo anticipó Hegel. Además de que llega tarde todavía le tiene fobia a la coyuntura. Le cuesta relacionarse de manera directa, necesita tiempo, y la filosofía no se ensucia con temas que considera insignificantes hasta que no generan una trascendencia universal. Una de las grandes acusaciones que recibimos los divulgadores tiene que ver con eso: “ustedes siempre tienen que hablar de lo que está circulando”. No me parece bueno que la filosofía tenga que decir algo sobre todo porque va perdiendo su singularidad. Pero lo otro me parecer peor: recluirte en un escritorio y nunca decir nada sobre lo que pasa para seguir trabajando conceptos burocráticos tampoco suma. Derrida nunca hizo divulgación, pero se metió con los temas de la realidad social y política en la que vivió.

En “Historia de la mentira”, Derrida plantea que él no puede comprobar que alguien miente, aunque sabe que miente, ¿no?

Es que no sabés si mienten. Lo que se deconstruye es la conciencia de esa seguridad que tenías de que el otro miente. La mentira para Derrida es una cuestión ética porque tiene que ver con la intención, con la voluntad de querer decir una mentira y no con la información, en el sentido de que uno siempre puede justificar desde la voluntad el haberse equivocado, que no mintió sino que fue un error. Un contenido ético es siempre refutable con otro contenido ético. Entonces no hay una prueba objetiva entre comillas que demuestre lo contrario. El tema es que no podés meterte en la voluntad del otro para demostrar que el otro intencionalmente está engañándote. Esto tira abajo ese binario tan utilizado en el sentido común que es verdad-mentira. Derrida pone las cosas en su lugar, como buen filósofo, y nos dice que lo opuesto a la verdad es la falsedad. Lo opuesto a mentir es ser veraz y ser veraz es querer decir la verdad.

15 de marzo de 2020

Juan Sasturain: “Lo hermoso de la literatura es que es infinita. Y siempre te va a estar esperando, siempre está ahí. Un mundo infinito del cual podés entrar y salir todo el tiempo” (2)


“Soy escritor -dice Sasturain-, pero como tengo que vivir, terminé haciendo montones de cosas, crítica literaria, ficción, historietas, ensayos, crónica futboleras. Pero el gesto primero es la lectura. Y el segundo la escritura. Uno fue y sigue siendo lo que ha leído”. De su vasta obra pueden mencionarse las novelas “Manual de perdedores”, “Arena en los zapatos”, “Los sentidos del agua”, “Brooklin y medio”, “Los galochas”, “La lucha continúa”, “Pagaría por no verte” y “Dudoso Noriega”; los libros de cuentos “Zenitram”, “La mujer ducha”, “El día del arquero”, “Picado grueso” y “El caso Yotivenko”; y los guiones de historietas “El alma de la ciudad”, “La isla del guanaco” y “Diente por diente”, por citar sólo algunos de sus numerosos libros. Influido tanto por el ámbito académico como el periodístico, Sasturain supo crear una escritura que toma recursos de ambas partes. En ese sentido, declaró en una entrevista: “Cuando uno escribe en esos medios, va recortando un tipo de lector posible que puede ser diferente a aquel que es indeterminado cuando se escribe un texto que no va a ser publicado en lo inmediato. Durante muchísimo tiempo, he escrito con un lector predeterminado y eso va tanto desde una crónica periodística, como una novela”. A comienzos del año en curso, Sasturain fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, un hecho que fue recibido con beneplácito por numerosos escritores y celebrado en el mundo de la cultura argentina. A renglón seguido, la segunda y última parte del extracto editado de las entrevistas que le hicieran Hernán Ronsino, Luciano Guiñazú, Ricardo Gotta y Mónica López Ocón para distintos medios periodísticos del país.


Juan, para pasar a otro momento, pienso en la mítica foto en el bar “La Academia”, donde están todos, los que fueron pensados como una generación que se incorporó escribiendo policial. La mayoría de los que están en esa foto empezaron escribiendo policiales. “Manual de perdedores” aparece después de la dictadura -aunque lo escribiste antes- y pensaba un paralelo con el momento en el que escribe Hammett durante la crisis del ‘30. ¿Pensás que hay algún tipo de relación o es pura casualidad que en medio de una crisis -del ‘30 en Estados Unidos o la dictadura acá- el policial negro aparezca como una forma de criticar lo que está pasando?

Siempre hay algo de eso. Lo que pasa es que esos vínculos nunca son mecánicos, no son causa y efecto. La novela policial vista desde ese momento era un realismo crítico, y nos referíamos al comienzo de cuando escribimos todas estas cosas, que fueron diez años antes del ‘88. A comienzos de los ‘70 fue el fenómeno.

Todo el proceso de la dictadura.

Claro, a fines de los ‘60 y principios de los ‘70 el policial negro comienza a funcionar.

¿Quiénes estaban en ese grupo? ¿Martini, Piglia, Manzur?

Sí, sobre todo Ricardo. Piglia, primero, porque hizo la serie negra de “Tiempo Contemporáneo”. Como teórico y como editor. Es la primera vez que, pese a que eran autores que se habían publicado largamente en la Argentina, se los releyó. A esos escritores que habían salido en cualquier colección, se los releyó en términos de valorización crítica. Primero, porque eran soberanos escritores -McCoy, Hammett-, y además su relato era una parte más del realismo norteamericano, de esa gran ola de narrativa norteamericana de los ‘20 y los ‘30.

Sobre “El último Hammett” hay algo del lenguaje que me parece central. En la introducción vos decís que te interesaba mantener el efecto de traducción. Es una gran decisión para resolver la manera de hacerlos hablar.

En general cuando escribo alterno mucho el relato indirecto pero tengo muchas escenas en lenguaje directo, cuando los personajes dialogan. Hammett es muy de escena, muy conductista, hay que encontrarle el tono. Yo quería escribir una novela que transcurriera en el año ‘53 en Estados Unidos. Si uno se dedica a confrontar las cosas va a ver, yo lo levanté de ahí, la pasé de primera a tercera, porque el texto de “Tulip” está escrito en primera, es un alter ego de Hammett, le puse Hammett al personaje y lo escribí en tercera. ¿Cómo encontrarle el espíritu, el ritmo interno, el clima de referencias y que no discorde? Me permitía el tono porque tené en cuenta que esas sesenta páginas de “Tulip” no tienen nada que ver con toda la narrativa de Hammett, si uno ha leído las cinco novelas y los setenta cuentos. Es lo último que intentó escribir, por eso está fechada en el ‘53, porque es el momento en el que él está escribiendo “Tulip”. El vuelve a escribir veinte años después de haber terminado “El hombre delgado” y nunca más había podido volver a escribir, veinte años pasaron. Tenía que escribir porque necesitaba guita. Ese es el tema sobre esas sesenta páginas, no puedo salir de ahí: una discusión sobre qué escribir y cómo escribir. A partir de ahí no era una novela de acción, era una novela reflexiva y de acción.

En el “Dudoso Noriega” también veo eso, en el prólogo dice algo así como: “no se puede decir todo”; sin embargo, son sistemas que intentan decirlo todo y poner todo lo que tiene el escritor para dar en el momento de la escritura. Es el signo distintivo de los textos, incluso los cuentos tuyos. Esto me lleva a algo que decís siempre, sobre pensar al escritor como un trabajador y no como alguien que está en otro lado, en una esfera diferente. Pienso en estas agrupaciones y colectivos que formaste y en los que participaste, siempre con esa idea de pensar al escritor como un trabajador, que tiene que definirse con los compañeros.

Eso es un poco una marca generacional, la compulsión a la respuesta, es la Argentina y la vida que nos tocó. El universo ideológico y las experiencias de vida que nos tocaron en la juventud son las que te marcan. De algún modo, los que crecimos en los ‘60 y ‘70, por adhesión o por rechazo, estamos marcados por las ideas de la época; por eso, buscarle un sentido a tu práctica, un sentido que trascendiera a tu mera expresión, estaba en el pensamiento común.

Esa idea está también cuando hablás de Oesterheld y Walsh, eran dos autores que hacían y que construían su oficio desde el hacer.

Ahí hay otra cosa, tiene que ver con lo que decías del trabajo. Tanto Héctor como Rodolfo, eran tipos que no tenían -o por lo menos a nivel aparente- una contradicción indisoluble entre el trabajo y su vocación artística, fueron haciendo su obra mientras trabajaban, trabajaron siempre en la industria editorial. ¿Cuántos poetas hay que fueron burócratas? Martínez Estrada que trabajó en el correo durante mil años mientras hacía su obra.

Juan L Ortiz.

También, o Mastronardi. Hay muchos que hicieron su obra con vocación literaria y tuvieron en paralelo una práctica de vida de trabajo. Si sos de clase alta, Borges te decía: “no cometas el error de ser periodista”, pero Olivari dice: “los mejores poemas los vas a escribir mientras lavás los pañales de tus hijos o puteado en la redacción”. Es decir, la tensión entre el trabajo para ganarse la guita y escribir es la misma que tenemos todos nosotros. En la práctica de estos dos, ves muy claro que no había esa diferenciación, que otros autores contemporáneos sí las tienen a su manera. Cuando Viñas escribe cosas por dinero, no la firma Viñas, firma Pedro Pago.

Policiales por encargo.

Exacto.

Es un gesto aristocrático.

No, no digamos aristocrático, es mucho, pero es un gesto. Cuando Roger Plá escribe un policial escribe con un pseudónimo. En estos dos casos, trabajan siempre desde un lugar que está entreverado, la producción “industrial y artística”, son indisolubles, para bien o para mal es así. Entonces, están “condicionados” comercialmente, en la artisticidad la forma está determinada por el soporte. ¿Cuánto tengo que escribir? Cinco páginas por semana, por ejemplo. La forma va a ser folletinesca porque tengo cinco páginas por semana, no tengo tiempo para escribir trescientas páginas por semana y publicarlas, tengo que publicar cinco por semana, las voy a tener que terminar. Eso se nota mucho en el trabajo de la gráfica, que el soporte es el que te determina. Pensá en los cuentistas norteamericanos. La gran narrativa norteamericana es impensable sin los medios gráficos, por ejemplo, el “New Yorker”. Tenés cuatro mil palabras, Salinger o Dorothy Parker las escribían y laburaban. En ese sentido, por eso, nosotros nos sentimos mucho más cerca de los yanquis, son más modernos, la estética es inseparable del soporte industrial. Y en las historietas o en la televisión ni hablar. En las tiras por ejemplo, hay que escribir un guión y tenés que escribir veintiséis minutos en tres segmentos de ocho, porque después van los avisos, “vos contame una buena historia”. El formato no es una limitación, es como en un soneto.

Es como el género, bajado más todavía al formato.

Esto existió siempre. “Miguel Ángel, por encargo, tenés que pintar a Cristo”, “Uh, otra vez a Cristo”. Lo que hay es esto, no podés pintar otra cosa. La idea del artista que crea desde nada, sin público es un invento romántico, que está bien pero es una época.

Si no hacés eso, ¿dónde estás? ¿Qué estás haciendo? Es un interrogante que tengo.

Pero es que siempre es así. Estos condicionamientos existieron absolutamente siempre, lo que pasa es que siempre se trabaja en los bordes y aparece un Tarantino y rompe el molde y hace otra cosa, o aparece un Oesterheld y donde todos escribieron unas historias pedorras le mete otras cosas y abre el campo. El artista siempre nace situado en un determinado contexto con determinadas condiciones. A partir de ahí algunos trascienden más allá. Por ejemplo, ¿cuántos cuadros del Renacimiento ves con el mismo tema? Porque era lo que se podía y había para pintar, algunos son unos genios y otros son copia, ¿o no? Y es un poco así. En las canciones, también.

¿De todos los trabajos que hiciste, te quedas con el de escritor?

Lo que tiene que ver con mis propios sueños es la escritura, por eso es lo que más disfruto. Soy escritor. Pero como tengo que vivir, terminé haciendo montones de cosas, crítica literaria, ficción, historietas, ensayos, crónica futboleras. Pero el gesto primero es la lectura. Y el segundo la escritura. Uno fue y sigue siendo lo que ha leído.

¿Qué leés?

Ahora estoy con los ingleses, Chesterton, Lewis, Lawrence, Durrell, Auden Alguno supone que soy fanático de los policiales porque he escrito y he tenido un programa sobre policiales. No, soy lector de autores no de géneros. Hemingway, Salinger, Kane. Lo hermoso de la literatura es que es infinita. Y siempre te va a estar esperando, siempre está ahí. Un mundo infinito del cual podés entrar y salir todo el tiempo. Esa sensación es una maravilla. Tenés tanto para descubrir, conocer, disfrutar. Y además está la oportunidad, siempre renovada. Es como cuando te encontrás con gente inteligente, sensible, querible: la comunicación no se agota en una charla. Por ejemplo, podés volver a leer a Onetti tres veces o más Lo leíste a los veinte y lo entendiste de un modo. Y luego de otro, porque estaba hablando de una experiencia que no era la tuya. Mirá Borges, un autor absoluto y determinante. Él es una literatura. Él es un mundo. Hemos tenido la suerte de tenerlo en nuestra lengua; los otros lo tienen que leer traducido. Una de las inteligencias de la literatura más poderosa del siglo. En un ejemplo maravilloso.

Con Bioy tenía también ese intercambio, ese diálogo del que hablabas. Y ahí fluían historias.

Borges tiene una cosa muy hermosa: que fue lector de escritores, un gran lector que te hace participar del placer de su lectura. Siempre dijo que no tenía cosas importantes que contar, que no le había pasado nada importante. Pero que había leído mucho. Un Henry Miller o un Norman Mailer hacen de su propia experiencia de vida el material de dónde sacan su narrativa. Jorge Luis Borges, no. Y tiene esa cosa tan hermosa del efecto multiplicador del tipo que te despierta, a través de su amor a lo que ha leído, su capacidad de lector inteligente, de iluminarlo. Y genera la curiosidad en el lector. Te lleva a leer a James Joyce, a Stevenson, a Chesterton, a partir del estímulo que te puede dar la lectura borgeana.

Tu narrativa no es borgeana sino más plantada en la experiencia.

No, puede tener mucha mayor marca de color local y de costumbrismo que la literatura borgeana, que tiene una intencionada estética por su concepción de la cultura y sus posiciones ideológicas. Todo lo que podía lindar con el costumbrismo, o tuviera referencia con el populismo, le provocaba escozor. Y nosotros pertenecemos a otra área de pensamiento. Pero soy absolutamente borgeano, a pesar de que las materias de las que escribo no tengan nada que ver con él. Uno mezcla Oesterheld con Borges y el Negro Fontanarrosa y trata de que funcione.

En esa ensalada bien condimentada, ¿cuál es el gusto que se destaca?

Lo que decanta de todo eso es que mi literatura, conscientemente, está hecha con palabras, no está hecha ni con argumentos ni con personas. Es una cuestión de lenguaje. Es mucho más importante el cómo que el qué. Un escritor se define por cómo escribe, más allá de qué habla. No hay temas grandes y temas chicos. Con temas grandes se puede escribir una tremenda pelotudez. Y con temas chicos se pueden hacer obras maestras. Depende de la mirada. Es tomar conciencia de que estás utilizando un instrumento que no es transparente, que es opaco y que hay que forzarlo cada vez para conseguir un efecto de persuasión, de veracidad. Como diría Roland Barthes es la diferencia entre un escribiente y un escritor. Un escribiente usa el lenguaje como si fuera transparente, predeterminado, como si fuera digital. Saludable y maravillosamente no es así. Las palabras están vivas. 

¿Qué función cumple o debería cumplir hoy una biblioteca nacional?

Es un tema en discusión, lo que no es una respuesta, es una descripción, sobre todo cuando uno no tiene experiencia de bibliotecólogo, sino de usuario como en mi caso. Mi experiencia es la del que ha generado su propia biblioteca. En mi relación con las bibliotecas, la más rica que tengo es con la mía. Pertenezco a una generación o soy un tipo de lector que tiende a armarse su biblioteca, lo que significa conservar los libros que leés. La separación conyugal es el enemigo número uno de las bibliotecas y, a cierta edad, casi todos hemos padecido el desguace de una biblioteca. Una biblioteca es el residuo histórico de nuestra biografía, porque en los libros ponemos muchas cosas. No puedo suponer que la relación que tengo con mi biblioteca sea distinta a la que tienen otros. La diferencia está en esta biblioteca, que no es mía, es una experiencia nueva. Por ejemplo, aquí lo que no tengo que contestar es si leí todos los libros.

Es una pregunta típica.

Sí, a todos los que somos juntadores de libros, alguien siempre nos mira como diciendo “no me vas a decir que te los leíste todos”. Uno dice, bueno, no todos, pero me gusta tenerlos. Si no los leí, los voy a leer, sé que los tengo. Es que mi biblioteca personal también tiene un criterio de biblioteca pública, y no porque le voy a prestar mis libros a cualquiera. Pero me hace sentir muy bien, cuando un amigo me pregunta, decir “sí de Oliverio Girondo tengo este, tengo aquel…”. Me gusta saber que los tengo y que pueden confiar en mí para buscar ciertas cosas. Venir a la Biblioteca Nacional es un poco cumplir el sueño del pibe: tengo todos los libros. Y esa es una sensación muy, pero muy hermosa. No puedo pensar una función en abstracto. Por eso me quedo en esa primera función de lo que para mí es una biblioteca.

¿Cuál es?

Una función de identidad. Yo, entre otras cosas, soy mi biblioteca. Cuando va gente a mi casa me siento orgulloso de tener los libros ahí. Es como mostrar a la familia. Es una extensión material de nuestra identidad. En el caso de la Biblioteca Nacional, yo soy hoy el administrador, pero el sentido de pertenencia es de todos nosotros. Seamos o no conscientes de esto, la biblioteca nos representa, es parte de nosotros, ya sea que la hayamos formado o la hayamos heredado, la hayamos elegido o nos haya tocado. Creo que si tiene que cumplir una función es subrayar ese lugar identitario. Esta biblioteca es el lugar en que están todos nuestros pensamientos, todo lo que hemos escrito, lo que hemos reflexionado, lo que hemos editado. Hay textos extranjeros que no han sido producidos intelectualmente aquí, pero sí materialmente. Aquí está nuestra escritura y nuestro trabajo. Me gusta pensar que es uno de los lugares donde podemos encontrar nuestra identidad, un buen espejo de todas nuestras contradicciones. Los lugares que ha ocupado la Biblioteca Nacional son un lindo revelador de nuestra historia, de nuestros avatares.

¿Cómo es la relación entre nuestra historia y los lugres materiales que ocupaste?

Da la casualidad o no, de que con este nombre u otro, la historia de esta biblioteca coincide con nuestra historia como nación o protonación. Es la historia de nuestra patria. Del Cabildo pasó a La Manzana de las Luces, de allí pasó, en la generación del '80, a tener su edificio propio en la calle México, que estaba pensado para la Lotería Nacional, pero Groussac logró arrebatárselo a Roca. Luego pasó a este extraño artefacto, a este edificio posmoderno y pospuesto. Como lugar material, es una hermosa seña de identidad de lo que es la historia de los argentinos. Si uno pasa de Moreno a De Angelis, -que no fue director de la biblioteca pero sí un intelectual del rosismo- o a Marcos Sastre o a José Mármol como representante de los proscriptos, saltás a la gestión de Hugo Wast, el nombre por el que se conoce a Martínez Zuviría, con un catolicismo ultramontano filonazi, pero un autor muy popular. Luego está todo el ciclo borgeano. Es todo el ciclo de nuestra intelectualidad y nuestras contradicciones. El libro de Horacio González sobre la Biblioteca Nacional es ejemplar en este sentido, porque es la historia de las discusiones que se dieron aquí dentro. Volviendo a tu pregunta inicial sobre cuál es la función de una biblioteca, creo que es poner delante de los argentinos un espejo muy verdadero, uno de los pocos espejos totalizadores de nuestra realidad. Acá está todo y es bueno que la gente lo sepa.

¿Y eso cómo se logra?

Hay que convertir la biblioteca en un espacio accesible, no en una foto ni en un monumento histórico. Estamos dentro de un monumento histórico, lo que es un orgullo y también una incomodidad. Hay que lograr que se pueda usar, que pueda ser percibido. Me gusta pensar que la tarea que tenemos algunos que ocasionalmente ocupamos estos lugares es abrir la puerta para ir a jugar. Es algo del pensamiento chino acompañar el devenir en vez de encorsetarlo.

¿Te preocupa encontrar el tiempo necesario para compatibilizar tu rol de director con el de escritor?

Antes que nada soy un lector. Y veo a la Biblioteca como un lugar para leer y para escribir. Borges, de hecho, leía y escribía mientras fue director. El fantasma de que uno necesita un tiempo y un espacio para escribir no se corresponde con la realidad. El tiempo libre no existe: siempre está lleno de algo. Y además uno logra escribir como sea cuando tiene el imperativo de hacerlo.

14 de marzo de 2020

Juan Sasturain: “Lo hermoso de la literatura es que es infinita. Y siempre te va a estar esperando, siempre está ahí. Un mundo infinito del cual podés entrar y salir todo el tiempo” (1)


Juan Sasturain (1945) es un escritor, periodista y editor argentino que tiene más de treinta libros publicados entre novelas, cuentos, poemas, artículos literarios, historietas, guiones cinematográficos y de televisión. Graduado en Letras en la UBA, fue profesor universitario de Literatura hasta la dictadura que se implantó en 1976. Comenzó a escribir en la década del ’70 mientras colaboraba sucesivamente como periodista en los diarios “La Opinión”, “Clarín” y “Página/12”. También se desempeñó como jefe de redacción de las revistas “Humor” y “Superhumor” y dirigió la revista “Fierro”, a la que subtituló “Historietas para Sobrevivientes”. En 1981 conoció al dibujante uruguayo Alberto Breccia (1919-1993) y juntos elaboraron la historieta “Perramus”, la cual ganó gran prestigio en el país y en el exterior. En televisión condujo los programas “Ver para leer” (sobre el fantástico mundo de la literatura en todos sus ámbitos y géneros, mostrando libros y compartiendo sus temáticas), “Continuará...” (sobre la historia de la historieta argentina) y “Disparos en la biblioteca” (sobre el género policial argentino). A continuación se reproduce la primera parte de un extracto editado de las entrevistas que le hicieran Hernán Ronsino y Luciano Guiñazú (revista “Carapachay”, 3 de diciembre de 2019), y Ricardo Gotta y Mónica López Ocón (diario “Tiempo Argentino”, 30 de septiembre de 2017 y 15 de marzo de 2020 respectivamente). En ellas recuerda su infancia y recorre parte de su obra, las influencias y su pasión por la literatura.


Naciste en González Chávez pero pasaste toda tu infancia en otros pueblos de la provincia de Buenos Aires, ¿no?

Siempre viví en la provincia de Buenos Aires, en distintos pueblos. En Chávez no viví prácticamente nada. Mi papá era empleado del Banco de la Provincia de Buenos Aires, no banquero, empleado. Entró como auxiliar y después fue tesorero, contador, gerente de tercera y de segunda, y se jubiló en San Miguel en los años ‘60 como gerente de primera. Hizo toda la carrera dentro del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Si uno quería hacer carrera en el banco, te tenías que ir mudando, llevando a toda la familia. Él entró en Lobería en los años ‘30, estuvo unos años ahí y después se trasladó a González Chávez de tesorero. Mi vieja era de Lobería, también, cerquita de Necochea y San Cayetano. Esos pueblos eran la nada, ahora no son más grandes que entonces. Mi vieja quedó embarazada de mí en el ‘45, en Chávez, y como el embarazo vino medio complicado, no tuvo tiempo de viajar a Lobería donde me quería parir, porque ahí estaba la familia. Nací, ochomesino, de casualidad en agosto del ‘45 en Chávez. Fue ocasional que naciera en Chávez. Al tiempo nos mudamos, fuimos a Médanos, abajo de Bahía Blanca; después a Rauch, Mar del Plata, Coronel Dorrego y Dolores. Viví en un montón de pueblos, hasta los 18 años que me vine a estudiar a Buenos Aires, era la primera vez que venía a Buenos Aires.

Y en esos desplazamientos de la infancia, ¿cómo era la escena y la relación con la lectura en esos pueblos?

En los pueblos, en esos años, el kiosco era el lugar. Los primeros pueblos en los que vivimos eran muy chicos. Pero después nos mudamos a Mar del Plata, yo ya tenía 10 años. Mi viejo era secretario de una Unidad Básica y con el golpe del ‘55 lo echaron, a él y a todos los adictos del régimen depuesto, los expulsaron. Entonces  fuimos a parar a Mar del Plata, porque un tío de mi papá era un señor que tenía muchos hoteles y le dio a mi viejo un hotel chiquito para que él lo administrara. La historia más interesante empieza ahí, yo ya tengo 10 años y voy a cuarto grado, ahí es donde está el núcleo. Yo leía muchísimo, básicamente historieta, iba al cine y escuchaba la radio. Esas son las tres cosas que había. Las aventuras que te trastornaban la cabeza estaban ahí, sobre todo en el cine de cortos y de episodios; los seriales, como le dicen los gallegos, de aventuras de los años ‘30 y ‘40 que acá llegaban más tarde: “Flash Gordon” y “Fu Manchú”; “Tarzán”, “Sandokán”, “Capitán Warren” y “Gladiador” por radio; y las revistas. Mar del Plata es el lugar de mis primeras experiencias de lectura.

¿Fue sobre todo en Mar del Plata?

Sí, fue muy lindo para mí. El otro día me estaba acordando de que en Mar del Plata fui por primera vez a escuchar jazz, por ejemplo. Iba a escuchar conciertos en el auditorio, el Club de Hot Jazz de esa época; yo tenía 12 años, iba con mi hermana, ahí escuchábamos los primeros discos de Presley, en el ‘56 y ‘57. También, fui por primera vez a un teatro independiente, vi “El centroforward murió al amanecer” de Cuzzani, no tenía idea de qué podía ser eso. Me daba experiencias nuevas vivir en Mar del Plata. En esa época estaba muy bien, sobre todo para los chicos porque era una ciudad que la podías usar, metegol y lectura. Ahí empecé a leer.

Sobre esas escenas de juventud, ¿cuáles son los géneros que te marcaron profundamente?

No tanto el policial, sino el aventurador. Los géneros más populares, sobre todo en los varones. En aquel entonces se hablaba de la cultura de los “nenes” y la cultura de las “nenas”, una cultura bien diferenciada. Los nenes juntábamos  las figuritas de fútbol, a las trompadas y a las comboys; y las chicas juntaban las figuritas de “Frutillitas” y jugaban a la cuerda. Es decir, para los varones era la aventura y el fulbito, pero la aventura de los géneros más tradicionales heredados: piratas, guerra y “comboys”, para no decir “western” y “cowboys”. La guerra era una cosa muy reciente, nosotros no nos dábamos cuenta.

El Graf Spee, por ejemplo.

En Mar del Plata había algunos de los sobrevivientes del Graf Spee que se habían internado y estaban ahí. La guerra era algo que había sucedido hacía menos de diez años, entonces uno leía las historietas de “Ernie Pike” y eran cosas que habían pasado recién, y para uno parecían lejanas.

Y estaban mitificadas.

Yo nací el día de la bomba de Hiroshima, el 5 de agosto del ‘45. La bomba fue en la madrugada del 6. Una señora que fue a visitar a mi vieja después de haber parido, le dijo: “Ay, señora, ¿para qué traemos chicos al mundo? ¿Vio la bomba que han tirado?”.

Claro, la bomba fue el 6, pero con la diferencia horaria acá fue el 5.

Exactamente. Por eso, las historietas que leíamos, veíamos en el cine y escuchábamos por la radio, era lo que estaba pasando. Esa era la aventura con la que nos enfermamos todos.

Hay un libro muy bonito que sacaste y se llama “Buscados vivos”, donde recuperás entrevistas a muchos artistas que admirás, entre ellos Pratt, Carlos Alonso, Solano, etc. En la introducción contás que cuando empezaste a hacer esas entrevistas -en los ‘70- hacías “una militancia sobre los géneros populares, el rescate y la difusión de esas obras”. Contanos sobre esa idea de la militancia de los géneros populares, que circulaban de manera marginal.

Hay que tener en cuenta una cosa. Cuando hablamos de historieta y de autores de canciones estamos hablando de una nueva categorización que no tiene mucho tiempo. En la foto de la cultura aparecieron en los últimos veinte años, antes no existían; eran centrales en la experiencia productiva. Hoy, las historietas tienen una incidencia menor y bilateral. En aquella época estaban en el medio de la cultura de cualquier chico, ocupaban un espacio físico muy grande en su cabeza, pero no era central en el plano cultural. Con las canciones pasa lo mismo, las canciones de tango participaban de la vida cotidiana de una manera central. Ibas al kiosco y había veinte revistas de historieta, a eso me refiero.

En cada casa había historietas.

Es la época de la gráfica y de la industria cultural argentina, en general. Más allá de cualquier consideración de la industria cultural argentina de los ‘40 y ‘50, en la época del peronismo, fue impresionante lo que se producía como industria. Era un mecanismo de alimentación, había un público y había producción para ese público; y esa producción arrastraba autores, dibujantes, guionistas, letristas y músicos. Se sostenían, laburaban y vivían con esa guita. Eso es porque había un caldo y un sistema que funcionaba de esa manera, se llegaba al disco. Por ejemplo, sobre la música popular, el tango en los ‘40 y los ‘50, no era música ni de viejos ni de jóvenes, era la música que había. La diferenciación con la música juvenil es posterior, viene con el rock y el vaquero; el vaquero y el rock eran para los chicos. Es el primer recorte que hay.

También en la literatura se muestra esta idea. Valorizar la industria cultural como un espacio popular y ponerlo en relación con la literatura en general. Ponerlo en relación con lo que la alta cultura llamaba literatura. La literatura de Ocampo, por ejemplo. Todo eso que parecía que estaba en otro lugar.

En esa época iban por canales diferentes. Es lo que llamamos -en los ‘60- “literatura marginal”. A nosotros, que vivimos aquellas experiencias, nos tocó sistematizar y tratar de explicar la literatura de masas, todo lo que no pasaba por el libro y todo lo que mezclaba, lo que lo hacía marginal.

Marginal para el canon.

Marginal en relación al núcleo duro de lo que se consideraba literatura. ¿Qué era la literatura hasta los ‘60? Era aquello que tenía como soporte el libro, que se vendía en la librería y terminaba en la biblioteca, todo lo que no hacía ese circuito no entraba en la literatura, no aparecía en la foto. Lo que “descubrimos” a fines de los ‘60 discutiendo sobre cultura popular, es que había un montón de producción y que la cultura era un fenómeno muchísimo más amplio que las estrictas bellas artes. Los cuadros que estaban colgados en el museo no eran toda la plástica argentina, había muchos tipos que jamás habían pasado por un museo y tenían una obra increíble. Había muchos narradores que no tenían publicado ningún libro pero habían escrito algunos de los mejores relatos que la Argentina había tenido, no habían pasado ni por el libro ni por la biblioteca. Entonces, a ese grupo lo llamamos -con Ribera, Ford y “el pelado” Romano- literatura marginal; que no es un invento argentino, es una mirada sobre la cultura que corresponde a aquellos años, fines de los ‘60. Eso vino a reivindicar toda una masa de producción cultural, narrativa y lírica que no entraba en ninguno de los otros casilleros. Un poeta como Celedonio Flores publicó un librito que se vendía en los kioscos, y es un poeta excepcional, lo que pasa es que su obra está canalizada a través de soportes no visibles. Entonces, lo que hicimos en los años ‘60 y ‘70 con toda la discusión política y cultural fue la reivindicación de todos los movimientos nacionales.

¿En esa época vos ya estabas dando clases?

Claro, a fines de los ‘60 empecé. Yo me recibí en el ‘69 y empecé a dar clases en la era camporista; duré poco, bastante que estoy vivo, tuve suerte. Es decir, aquella experiencia de los que fuimos nenes en los ‘50, hizo que cuando llegó el momento de producir y formalizar en términos teóricos y docentes, usamos todo, libre de prejuicios; entonces, pudimos también escribir historieta y novela de género.

A los materiales de estudio los transformaron en materiales para la construcción de la propia narrativa.

Cuando te ponés a escribir, lo hacés usando todo el bagaje de lo que tenés incorporado, y algunos nunca hemos dejado la condición personal, nunca dejamos de escribir novela de aventura. La formalización de los géneros y de los soportes privilegiados: esto sí, esto no; las instituciones y las academias son posteriores, siempre son moldes, budineras que vienen después a acotar algo que es una corriente fluida. La hipótesis que uno tiraba en ese entonces es cierta y sigue siendo hasta hoy; es que en general la budinera sirve para dejar afuera lo más valioso, en términos de cultura auténtica. Hay muchas cosas para discutir sobre el concepto. Pero, lo más valioso como lo más representativo de ciertas circunstancias de nuestra vida como país, cultura y construcción de la nación, se ha construido por canales alternos, no por los canales preestablecidos por los cuales tenía que expresarse, ya sea “Martín Fierro” o “El Eternauta”, esos relatos no estaban previstos en las estructuras en las cuales nacieron.

De hecho “El Eternauta” tardó muchísimo en ser reconocido.

Claro, igual que el “Martín Fierro”. Nacieron en el margen de los canales, después fueron leídos, y al ser leídos sucesivamente se armó un canon en el cual eso que nació en los bordes se va al centro.

En “El aventurador” hacés un paralelo con Walsh, también. Es curioso, en el ‘57 los dos publicaron sus obras, “Operación Masacre” y “El Eternauta”, y después los dos terminan como militantes desaparecidos. Hablando del rescate y la valorización de las obras, ambos textos tardaron en ser reconocidos.

Lo que pasa es que esos textos, tanto “Operación Masacre” como “El Eternauta”, son absolutamente incómodos. Ni la investigación de Rodolfo ni el folletín de historieta de Héctor tienen lugar en las categorías clasificatorias de los relatos que circulaban. En las cubeteras que había no entraban. En el caso de Rodolfo es muy claro, él hace una investigación periodística, cosas que solía hacer. El antecedente más inmediato es el del aviador héroe de la Libertadora, la nota sobre un personaje real. En una escaramuza menor, pero muere ahí. Ya tenía cierta conciencia de que no todos los libertadores eran gente sobre la que valía la pena escribirles un epitafio. Entonces, cuando Rodolfo escribe “Operación Masacre”, no está escribiendo un libro, está escribiendo una serie de notas, con las cuales tampoco aspira al Pulitzer, porque ha descubierto una serie de cosas y le interesa. La expectativa era que se lo publicara “La Nación” o “La Prensa”, pero nadie quiere publicarlo, a nadie le interesaba revolver eso. Entonces, termina publicándolo con tipos con los que no tenía pensado juntarse, con el diario de Barletta y con “Mayoría”, el diario de los nacionalistas católicos; él venía de ahí, no era peronista pero había sido nacionalista. Termina publicándolo en el diario de Bruno Jacobela, que eran opositores a la Libertadora.

Casi como un folletín, también.

Notas e investigación. Cuando se da cuenta de que nadie lo quiere publicar, que no puede agredir a la justicia, el libro se va transformando en otra cosa. La primera publicación era de kiosco, un libro amarillo con dibujitos rojos. Rodolfo termina en la librería después, con la tercera o cuarta edición a mediados de los ‘60.

Y el texto también lo va transformando a él, ¿no?

Él va escribiendo el prólogo sucesivo y va releyendo, obviamente la experiencia cubana lo marcó. Y lo mismo pasa con Oesterheld. Es decir, Rodolfo estaba “inventando” inconscientemente un género, no entraba en ningún lugar. Como “Facundo”, ¿qué era? ¿Una biografía sobre la Argentina o un panfleto político? Todo eso junto. Cuando Héctor escribe “El Eternauta” pasa lo mismo, está escribiendo un folletín de ciencia ficción absolutamente coyuntural, está juntando el género de ciencia ficción con lo que estaba pasando en ese momento en Buenos Aires, absolutamente oportunista. Son los platos voladores de la época de Frondizi, todos los días aparecía uno, el tipo tenía algún quilombo económico y aparecían los platos voladores o el submarino en el Sur, era extraordinario. Es decir, Héctor estaba trabajando con lo cotidiano, hizo esa extraña simbiosis de cotidianeidad porteña con el género moderno y la película. Solano López miraba el cine de clase B, de ciencia ficción de ese momento, dibuja eso.

Esa cosa que está rodeándolos y preanunciando, igual que en Walsh la tragedia de los dos, la nieve.

Bueno, después hay otra cosa, hay un altísimo grado de saludable inconsciencia de lo que estaban haciendo, ninguno sabe lo que estaba haciendo. Saben en términos de que hacen lo que se les canta, pero no sabían cómo iba a ser leído y significado luego. Para ellos mismos va a ser revelador, y ahí está lo que reivindicamos, no están llenando ningún casillero, sino que están haciendo algo que es el resultado a una respuesta de lo que tenés alrededor.

Un acontecimiento.

Están generando un acontecimiento. Es un acontecimiento para ellos mismos, mucho más allá de lo que conscientemente pensaban que podían llegar, y no lo saben, saludablemente no lo saben.

Y ni siquiera lo buscan.

Es que cuando lo planeás, lo arruinás. Años después, cuando Rodolfo escribe “¿Quién mató a Rosendo?”, se cayó a pedazos porque la escribió para acusar a Vandor, armó toda la historia y él ya había decidido quién había disparado. En cambio, en el otro caso no. Es lo mismo que le pasa a Héctor con “El Eternauta II”, es una bajada de línea montonera. Pensá, por ejemplo, en los que están jugando al truco en la primera noche de “El Eternauta”, es un muestrario de clase media, como Héctor, profesionales, técnicos, un burócrata, un bancario, un jubilado, no hay un laburante, estamos en Vicente López, clase media y chalecitos.

Hay una primera escena paralela, podríamos decir, en “Operación Masacre”, cuando están escuchando la pelea.

Totalmente. Pero algunos de los muchachos que están escuchando la pelea son obreros, son laburantes.

También, en el prólogo, Walsh diciendo: “yo juego al ajedrez, me interesa el ajedrez”, está en otro universo.

Pero eso lo escribe después, cuando se dio cuenta de dónde estaba parado él. La realidad de los hechos hace que los personajes aparezcan así necesariamente. Hay toda una primera parte de “El Eternauta” que transcurre dentro de la casa y pequeñas salidas, armando la isla para defenderse, la ley de la selva. Cuando sale Juan Salvo, sale con el fusil a defender la casa, no a pelear. El tema de toda la primera parte de la historia es Robinson Crusoe, que en lugar de ser uno es una familia, en un entorno hostil. Ellos no pensaron salir a pelear porque ni siquiera habían aceptado todavía que era una invasión, una catástrofe. Eso aparece con Franco, un obrero tornero que vive ahí a la vuelta, que dice que ni bien vio algo se fue a Campo de Mayo para ver si se estaban organizando.

Otra conciencia.

Y eso no está manifiesto, a Héctor le sale, a ninguno de los personajes que estaban ahí se le iba a ocurrir eso. Favalli, que era el pensante, pensaba en otros términos; era un profesor universitario que no pensaba en términos políticos. En cambio, la experiencia de ese pendejo, el que le pega el bazucazo a la invasión es Franco. Todo esto no estaba en la cabeza de Héctor. Esos dos años que van del ‘57 al ‘59 pasan un montón de cosas: Frondizi, la época de los caños y la resistencia. Todo se va resignificando. Héctor después relee eso y se radicaliza mucho. Cuando escribe la segunda parte de “El Eternauta” está con otra cabeza, ya es un señor que baja línea, con las consecuencias nefastas que tuvo.