21 de abril de 2025

Cuentos selectos (XXXIII). José Donoso: “Una señora”

El escritor chileno Jos
é Donoso (1924-1996) está considerado como una de las figuras más importantes de la literatura de Chile. Su infancia transcurrió en Providencia, una de las comunas de Santiago, donde fue criado por una niñera que no sabía leer ni escribir pero que tenía una gran imaginación para contarle historias, las que años después, inspirarían muchos de sus relatos. Allí también cursó su educación primaria. Reconocería en sus memorias que, ante una madre y un padre bastante ausentes, fue la niñera quien lo educó junto con la escuela. Luego estudió en el colegio secundario The Grange School ubicado en la comuna santiagueña La Reina, donde una institutriz anglosajona le enseñó el idioma inglés.
Durante su juventud trabajó como operario y oficinista, y en 1947 inició sus estudios de Literatura Inglesa en la Universidad de Chile. Dos años después, gracias a una beca, pudo trasladarse a cursar Filología Inglesa en la Princeton University de Nueva Jersey, Estados Unidos, una experiencia que le sirvió para publicar en 1950 en la revista de dicha universidad sus dos primeros cuentos en lengua inglesa: “The blue woman” (La mujer azul) y “The poisoned pastries” (Los pasteles envenenados). En 1951 se graduó como Bachelor of Arts (Bachiller en Letras) con una tesis que tituló “The elegance of mind of Jane Austen. An interpretation of her novels through the attitudes of heroines” (La elegancia del pensamiento de Jane Austen. Una interpretación de sus novelas a través de las actitudes de sus heroínas).
Tras su regreso a Chile, en 1954 comenzó a enseñar inglés en la Pontificia Universidad Católica y, en 1957, apareció su primera novela: “Coronación”, obra en la cual realizó un amplio retrato de la decadencia de la clase alta chilena. Por entonces ya era considerado uno de los más destacados miembros de la llamada “Generación de los 50”, la que se caracterizó por una común intención de denunciar, a través de la ficción novelesca, la decadencia de las clases aristocráticas y la alta burguesía. A partir de allí inició una carrera literaria que se caracterizó por una incesante producción en la que alternó el cuento y la novela.
Entre 1960 y 1965 trabajó como redactor y crítico literario en la revista “Ercilla” y luego fue invitado para ser Lector Visitante en el Programa en Escritura Creativa de la University of Iowa, Estados Unidos, donde permaneció hasta 1967 dictando talleres en inglés. Por aquellos años también viajó a Buenos Aires y a México (donde colaboró en la revista “Siempre”), y luego se trasladó a España, donde vivió hasta 1981. En esa época su obra entró a formar parte del llamado “boom latinoamericano”, el fenómeno editorial que desde los años ‘60 dio proyección internacional a grandes narradores del continente.


En la mayoría de sus obras, traducidas a diecisiete idiomas, Donoso empleó personajes grotescos y marginales, moradores de espacios confinados y atmósferas agobiantes, mediante los cuales exploró los mecanismos de la violencia y los efectos del miedo y la culpa en la vida familiar. Publicó, entre otras, las novelas “Este domingo”, “El lugar sin límites”, “El obsceno pájaro de la noche”, “Casa de campo”, “El jardín de al lado”, “La desesperanza” y “Donde van a morir los elefantes”; algunos tomos de relatos y varias compilaciones de diarios personales, memorias, artículos, crónicas y entrevistas. A lo largo de su trayectoria literaria fue galardonado con números premios, tanto en Chile como en España, Francia, Italia y Estados Unidos. Tras su fallecimiento a causa de un c
áncer hepático, sus restos fueron inhumados en el cementerio de Zapallar, ubicado en la ciudad de Valparaíso.


El cuento “Una señora” formó parte de su primer libro: “Veraneo y otros cuentos”, publicado en 1955, con el cual ganó el Premio Municipal de Literatura de Santiago.
 
UNA SEÑORA
 
No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba un barrio popular. Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún tranvía cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una ventana, limpiando un boquete en el vaho del vidrio para mirar las calles.
No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y sin embargo misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin importancia como era, lo había vivido antes o tal vez soñado. La escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese conocida: delante de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada; tres o cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía; en la esquina había una botica de barrio con su letrero luminoso y un carabinero bostezó junto al buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos. Además, vi una rodilla cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.
Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en indagar dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes. Despaché la sensación con una irónica sonrisa interior, limitándome a volver la mirada para ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un impermeable verde. Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un sombrero funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay por miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus facciones regulares mostraban los restos de una belleza banal. Sus cejas se juntaban más de lo corriente sobre el arco de la nariz, lo que era el rasgo más distintivo de su rostro.
Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió haciendo desvanecerse la escena conocida, y volví a mirar la calle por el boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se encendieron. Un chiquillo salió de un despacho con dos zanahorias y un pan en la mano. La hilera de casas bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta, dos ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus comercios exiguos. Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó del tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la miré ya no volví a pensar en ella? No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.
Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se ocultaban a medias detrás de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo ya estaba cansado, ya que pasara gran parte de la noche charlando con amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el cuello del abrigo muy subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me antojó familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde anterior. Cuando pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable verde. Hay miles de impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de que se trataba del suyo, recordándola a pesar de haberla visto sólo unos segundos en que nada de ella me impresionó. Crucé a la otra acera. Esa noche me dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo los árboles por la calle solitaria.
Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica. El movimiento de las doce estaba en su apogeo. Las mujeres se detenían en las vidrieras para discutir la posible adquisición de un vestido o de una tela. Los hombres salían de sus oficinas con documentos bajo el brazo. La reconocí de nuevo al verla pasar mezclada con todo esto, aunque no iba vestida como en las veces anteriores. Me cruzó una ligera extrañeza de por qué su identidad no se había borrado de mi mente, confundiéndola con el resto de los habitantes de la ciudad.
En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que la viera. Me asaltó la idea melodramática de que quizás se ocupara en seguirme. Pero la deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no me identificaba en medio de la multitud. A mí, en cambio, me gustaba percibir su identidad entre tanto rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella lo cruzaba llevando un bolsón con verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y estaba ella pagando los suyos. Iba al cine, y allí estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba, pero yo me entretenía observándola. Tenía la boca más bien gruesa. Usaba un anillo grande, bastante vulgar.
Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla. Leyendo un libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en vez de concentrarme en lo escrito. La colocaba en situaciones imaginarias, en medio de objetos que yo desconocía. Principié a reunir datos acerca de su persona, todos carentes de importancia y significación. Le gustaba el color verde. Fumaba sólo cierta clase de cigarrillos. Ella hacía las compras para las comidas de su casa. A veces sentía tal necesidad de verla, que abandonaba cuanto me tenía atareado para salir en su busca. Y en algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa durante el resto de la noche.
Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el banco de una plaza. Sólo en esta ciudad existen plazas así. Pequeña y nueva, parecía un accidente en ese barrio utilitario, ni próspero ni miserable. Los árboles eran raquíticos, como si se hubieran negado a crecer, ofendidos al ser plantados en terreno tan pobre, en un sector tan opaco y anodino. En una esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras de tres muchachos que charlaban en medio del charco de luz. Dentro de una pileta seca, que al parecer nunca se terminó de construir, había ladrillos trizados, cáscaras de fruta, papeles. Las parejas apenas conversaban en los bancos, como si la fealdad de la plaza no propiciara mayor intimidad. Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer. Hablaban con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora decía con tono acongojado:
“¡Imposible!”. La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla. Circundando la pileta inconclusa se alejaron por otro sendero. Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para preguntar a la señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las calles en que unas cuantas personas transitaban en pos de los últimos menesteres del día.
No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía haberse extinguido, y abandoné todos mis quehaceres porque ya no poseía la menor facultad de concentración. Necesitaba verla pasar, nada más, para saber si el dolor de aquella tarde en la plaza continuaba. Frecuenté los sitios en que soliera divisarla, pensando detener a algunas personas que se me antojaban sus parientes o amigos para preguntarles por la señora. Pero no hubiera sabido por quién preguntar y los dejaba seguir. No la vi en toda esa semana.
Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas. Quizás al cabo de varios días sin salir la encontrara de pronto el primer día y cuando menos lo esperara. Pero no logré resistirme y salí después de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo momento. Al levantarme, me sentí débil, físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al cine, recorrí el mercado y asistí a una función de un circo de extramuros. La señora no apareció por parte alguna.
Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente, llevando una gran sonrisa en la boca y un ramo de aromo en la mano, los primeros de la estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se perdió en la confusión de las calles. Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella ocasión. Volví a mis amigos, conocí gente y paseé solo o acompañado por las calles. No es que la olvidara. Su presencia, más bien, parecía haberse fundido con el resto de las personas que habitan la ciudad.
Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas por un chal peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos para el verano. Había poca gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido. Pero en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a morir. Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.
Desde mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del alumbrado. La tarde fue madurando lentamente más allá de los techos, y más allá del cerro la luz fue gastándose más y más. Los alambres seguían vibrando, respirando. En el jardín alguien regaba el pasto con una manguera. Los pájaros se aprontaban para la noche, colmando de ruido y movimiento las copas de todos los árboles que veía desde mi ventana. Rió un niño en el jardín vecino. Un perro ladró. Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un pozo de silencio en la tarde apacible. Los alambres no vibraban ya. En un barrio desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su puerta esa noche, y arderían cirios en una habitación llena de voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un final imperceptible, apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de haber dormido, porque no recuerdo más de esa tarde.
Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia anunciaban su muerte, dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?… Sí. Sin duda era ella. Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre personas silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer por quien sentían dolor. Después caminé un rato bajo los árboles oscuros, porque esa tarde asoleada me trajo una tranquilidad especial.
Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde. A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es más que reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre que voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de impermeable verde. Pero me da un poco de risa, porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho, en una pared con centenares de nichos todos iguales.

12 de abril de 2025

Hervé Kempf: “Bienes comunes como la educación, la salud y el medio ambiente, en este momento están siendo destruidos por el capitalismo” (2/2)

Para Hervé Kempf, la humanidad podría estar a las puertas del cambio de paradigma más importante desde la Revolución Francesa. En sus numerosos ensayos ha tratado la conexión entre la crisis ecológica y el aumento mundial de la pobreza, la proporción directa entre el daño ecológico que generan y la desigualdad que promueven las naciones más desarrolladas, y cómo el aumento de la brecha social disminuye las posibilidades de vida sobre el planeta. También ha denunciado la sobreexplotación pesquera, la degradación de los mares, la contaminación de las aguas subterráneas, las emisiones de gas de efecto invernadero, la producción de residuos domésticos, la difusión de productos químicos, la contaminación atmosférica causada por partículas finas, la erosión de las tierras y la producción de residuos radiactivos, trances todos ellos a los que define como saldos ambientales del sistema capitalista de producción.
También enumera en sus obras la desigualdad entre los países del primer mundo y los otros, la cual se mide por el uso de los recursos naturales que pueden hacer unos y otros, y cita como ejemplo a Estados Unidos, país que utiliza más recursos que todo el planeta unido. Tal como afirma una de sus entrevistadoras, la periodista y escritora argentina Soledad Barruti (1981) en su artículo “El planeta de los CEOs” -coincidiendo con Hervé Kempf-, el sistema capitalista “tiene un modo de ser, una personalidad individualista, competitiva, ambiciosa y perversa que no se limita a individuos, sino que se extiende al comportamiento de naciones enteras. Y lo peor de esa lógica de consumo eterno es que ya no hay modo de seguir abasteciéndolo sin severas consecuencias: no se puede seguir exprimiendo el planeta, estimulando el desarrollo y garantizar a la vez la supervivencia de la raza humana a corto plazo. En conclusión, ese desarrollo, lejos de mejorar las condiciones de vida sobre la Tierra, las empeora tanto para las sociedades que lo viven como para el resto”.
La fecunda obra del periodista y autor que se autodefine como no marxista y afirma que sus análisis no son clasistas, tipo proletariado por un lado y burguesía por el otro, incluye, entre otros ensayos, “L'économie à l'épreuve de l'écologie” (La economía puesta a prueba por la ecología), “Coup de chaud sur la planète. Les dérèglements climatiques” (Ola de calor en el planeta. La disrupción climática), “Pour sauver la planète, sortez du capitalisme” (Para salvar el planeta, salir del capitalismo), “L’oligarchie ça suffit, vive la démocratie” (Basta de oligarquía, viva la democracia), “Tout est prêt pour que tout empire. 12 leçons pour éviter la catastrophe” (Todo está preparado para que todo empeore. 12 lecciones para evitar la catástrofe), “Que crève le capitalisme. Ce sera lui ou nous” (Dejemos que muera el capitalismo. Será él o nosotros) y “Comment les riches détruisent la planète” (Cómo los ricos destruyen el planeta).


Lo que sigue es la segunda parte de la compilación de entrevistas a Hervé Kempf publicadas en el suplemento “Radar” del diario “Página/12”, en la revista “Ñ” y en la página web multilingüe “Voxeurop” en las cuales, entre otros temas, se refirió a como la actual estructura económica condiciona negativamente las metas de la ecología y sobre “Reporterre”, el medio digital de comunicación -por él creado- centrado en las cuestiones climáticas y ecológicas.

¿Cómo logra que sus ideas se implementen? ¿Le interesaría estar en política?
 
Yo hago política. Soy un ciudadano. Esta conversación es hacer política. La gente que lee esta nota está haciendo política, porque está haciendo esto en vez de mirar el futbol. Pensar en las preguntas que tenemos en común, sobre el destino de nuestra sociedad, pensar sobre lo que es bueno y lo que no es hacer política. Y, por supuesto, la de un periodista es una especie de actividad política porque nuestra regla es ser testigos sobre qué está pasando y contárselo a los demás ciudadanos. Pero, por otro lado, los libros, las ideas y los diarios son muy importantes. Y si podemos poner sobre la mesa la pregunta de interés público, cambiará la manera en la que los políticos toman sus decisiones. La tercera idea es que ser un político requiere habilidades específicas. Yo no estoy en contra de los políticos, sino en contra del hecho que ahora muchos políticos son parte de la oligarquía y defienden los intereses del capitalismo. Pero necesitamos a los políticos. Necesitamos hombres y mujeres que sean capaces de entender la sociedad y los problemas del futuro y hacer las negociaciones correctas para tomar las decisiones colectivas correctas. Poder hacer eso es una habilidad específica. Yo puedo ser periodista y puedo escribir libros, pero la política no es para todos.
 
“Reporterre” se creó por primera vez en 1989. ¿Qué le llevó a llevar a cabo el proyecto?
 
En 1986 se produjo la tragedia en Chernóbil. Lo cual me impactó muchísimo. Me dije que el medioambiente era muy importante y pude constatar que no existía periódico alguno no militante que se dedicara a este tema. Pensé en crear un diario con un dinero que había heredado. Pero de sobra sabía que no era suficiente. Hacía falta mucho presupuesto. El “Time”, que ya entonces era un gran diario, había decidido en enero de 1989 (fecha de nuestro lanzamiento) que el personaje del año sería… “El planeta Tierra”. Esto nos sirvió de ayuda, pues los medios y el público se habían dado cuenta de que el medioambiente era importante. La cosa arrancaba bien. Se vendían 26.000 ejemplares todos los meses, de media, y se alcanzaron los 4.600 suscriptores de pago. El problema fue su muy débil capitalización, su asfixiante falta de tesorería. Al cabo de un año, hubo que suspender el proyecto. El tiempo pasó y yo, después de trabajar como periodista en muchos medios de comunicación diferentes, acabé contratado por “Le Monde” en 1998 para cubrir el medioambiente.
 
“Reporterre” se relanzó en 2007. ¿Cómo ocurrió?
 
En 2007 yo había escrito “Cómo los ricos destruyen el planeta”. El libro explicaba la coyuntura de la cuestión social y la ecológica y hasta qué punto son indisociables. Para demostrar que esto no era solamente teórico, sino que podía ver en la actualidad diaria, creé un sitio web al que llamé “Reporterre”: ese fue el segundo nacimiento. Durante aquellos años, aun trabajando en “Le Monde” mantuve vivo el sitio como un hobby, aprendí a escribir en internet, me familiaricé con la herramienta. Y luego, en 2012-2013, cuando “Le Monde” me censuró y se enzarzó en una disputa conmigo, pasé -con ayuda de amigos- a “Reporterre” al ámbito profesional, con la idea de que llegara a ser un verdadero sitio de noticias y que pagáramos al personal para producir esta información. La ventaja de internet es que es más barato que imprimir y difundir un periódico en papel. En 2013, “Reporterre” no tenía empleados, tan sólo mi trabajo gratuito. Y luego, poco a poco, las donaciones empezaron a llegar, también di conferencias sobre mis libros y pedía que el público no me pagara a mí sino al sitio. Empezamos a recibir pequeñas subvenciones de fundaciones privadas. Pude poco después empezar a pagar a algunos periodistas independientes y firmar un contrato temporal con un periodista. El tráfico aumentó, las donaciones también, y en aquel momento se puso en marcha un círculo virtuoso.
 
Su ensayo “Cómo los ricos destruyen el planeta” se ha traducido a diez idiomas. Su versión cómic “Cómo los ricos se cargan el planeta”, publicado en invierno de 2024 en colaboración con el dibujante Juan Mendez, desentraña la relación entre las desigualdades sociales de nuestras sociedades y la crisis climática. ¿Cuál es la razón del libro?
 
Pues sí, ha sido todo un éxito, se vendieron rápidamente 30.000 ejemplares. Y a largo plazo se alcanzarán los 70.000, pues se sigue vendiendo bien; ahora está en su cuarta edición. El libro ha contribuido en gran medida a la comprensión de que la cuestión ecológica y la cuestión social son indisolubles. Simplificando, en aquella época la izquierda seguía considerando la ecología como una cuestión de “pajaritos” y los ecologistas ignoraban o subestimaban el problema de las desigualdades. En verdad, era necesario articular la relación entre las dos temáticas. Y ahora me alegro de que se haya convertido en un lugar común. Lo que hoy queda por explicar es que la cuestión de los ricos y de las desigualdades no concierne sólo a Musk y otros ultra ricos. Si lo analizamos a escala mundial, todas las clases medias europeas están implicadas. Entre el 40% y el 60% de la gente -incluso yo, por ejemplo- en los países europeos se encuentra entre el 10% más rico del mundo. No se trata, pues, de “machacar a los ricos”, sino de reducir las desigualdades en su conjunto en los países ricos, avanzando juntos, hacia una mayor sobriedad.
 
“Reporterre” tiene una línea editorial que se puede calificar de “fuerte”. ¿Diría usted que hay una posible relación entre el compromiso político y el oficio de periodista?
 
Bueno, son dos cosas totalmente diferentes. Un periodista es alguien que pretende contar el mundo a sus contemporáneos. Y lo hará con la mayor honradez posible, investigando, yendo a ver, verificando los hechos, buscando contradicciones. Después va a explicitar una actitud: “miro el mundo, pero no pretendo ser objetivo. Lo miro desde un determinado punto de vista”. Este punto de vista es la línea editorial. La mayoría de los periodistas y de los medios de comunicación no definen claramente su línea editorial. En “Reporterre” la definimos diciendo que la cuestión ecológica es la cuestión política esencial del siglo XXI. Y a partir de esta línea intentamos contar lo que pasa. Para que se entienda bien, suelo tomar el ejemplo de “The Economist”, que es un periódico muy bueno y que desde su nacimiento tiene una línea editorial clara: considera que el liberalismo es un modo de organización que permite que la sociedad viva en armonía, en paz y prosperidad, etc. A partir de este punto de vista, ellos cuentan lo que pasa en el mundo. Y lo hacen, por lo general, muy bien. Pero se sabe desde donde están hablando. La diferencia respecto a un compromiso político ocurre cuando asumo una visión del mundo y me identifico en una doctrina política o un partido político y que, desde entonces, actúo sobre la sociedad difundiendo las ideas de ese partido o de esa doctrina y trato de convencer a la gente… con la idea de llegar al poder. Nosotros, como periodistas, no pretendemos llegar al poder, y si los ecologistas hacen cosas que no nos convienen, lo contamos. Escribimos muy pocas columnas de opinión y yo escribo muy pocos editoriales. Nosotros informamos: tenemos una línea editorial y una visión del mundo que asumimos. En periodismo, también se le llama ángulo.
 
Y además está la cuestión de la independencia. ¿Cómo garantizarla?
 
Esta es una cuestión fundamental que garantiza la calidad de la información: “Reporterre” es independiente. Somos una asociación sin ánimo de lucro, no hay accionistas, el 98% de nuestros ingresos provienen de las lectoras y los lectores. En forma de pequeñas donaciones. No hay grandes donantes que den 10.000 o 5.000 euros.
 
¿Es el periodismo de alguna manera responsable de la crisis democrática que estamos viviendo?
 
El “periodismo” no es homogéneo. La responsabilidad de los periodistas es la de no haber luchado cuando los multimillonarios quisieron comprar sus medios, es la de no haber luchado lo suficiente por su independencia. Así pues, la responsabilidad de los periodistas es grande. Se les pide que respeten los principios fundamentales del periodismo. Para mí el primero de ellos es la libertad. Añado esto a la definición de periodismo: ser periodista es ser libre y trabajar por la libertad. Debemos ser libres. Es la libertad del periodista la que garantiza la calidad de la información que produce. Yo hablo del mundo, quizás no lo hago bien, pero ya sabéis desde qué posición hablo y sabéis que nadie me obliga a decir lo que os digo. Esta es la responsabilidad de los periodistas: luchar por la libertad en general y por la suya propia. El precio que uno debe pagar por el privilegio de desempeñar este apasionante oficio es luchar por la libertad. Por la nuestra y, de rebote, por la de la sociedad.
 
También existe un impasse estructural debido a la crisis de la prensa.
 
Es un sistema económico, sí. Pero hay gente valiente. Como Catherine André en “Voxeurop”, nosotros en “Reporterre”, nuestros colegas hombres y mujeres de “Arrêt sur Image”, “Mediapart” y toda la juventud del gremio que lucha por crear medios de comunicación independientes. La prensa independiente está creciendo. Podría inspirar a los periodistas de medios de comunicación subordinados al capital. Nos enfrentamos a cambios económicos constantes. Pero debemos seguir luchando por nuestra independencia respecto a los accionistas.
 
“Reporterre” tiene un modelo de funcionamiento bastante horizontal que no se suele encontrar en los medios de comunicación. ¿Cómo funciona?
 
Existe un consejo de administración que orienta el conjunto y vela por la independencia y el respeto de la línea de información sobre ecología. Soy el director editorial, con un asistente. Hay un director general. Y la jefatura de redacción es rotativa: cada quince días, uno o una de entre los cinco o seis periodistas más experimentados se turnan para asegurar la edición diaria, dirigir las conferencias editoriales, decidir sobre la organización de la portada, etc. Es un sistema original, que funciona muy bien y que nos ayuda a desarrollar una cultura de inteligencia colectiva. Al principio “Reporterre” era muy pequeño, así que hacía de todo. Y luego, poco a poco, fuimos creciendo. Yo también evolucioné, porque vengo de un universo, “Le Monde”, que era muy vertical. Tenemos una forma de funcionar mucho más horizontal, aunque a veces la verticalidad es necesaria para resolver dudas.
 
El contexto europeo sigue siendo importante. ¿Qué es Europa para usted hoy en día?
 
Sigo apegado a la idea de Europa. Más aún en estos momentos en que tenemos un ascenso de la extrema derecha -por no decir del fascismo- que quiere romper Europa y, en el proceso, recrear comunidades separadas entre sí, generando una visión fantasmagórica de Europa, que es racista y cerrada al mundo exterior. Considerando que, precisamente, el ideal europeo, en particular para Francia y Alemania (yo soy del este de Francia y muy sensible a las abominaciones que ocurrieron durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial) es poder vivir juntos sin necesidad de estar de acuerdo y siendo diferentes, pero en paz y haciendo algo juntos. Y lo necesitamos más que nunca, ahora que estamos viendo tantas tentativas de fragmentación, nacionalismo, repliegue... Sé que es un ideal, pero actuamos en función de un ideal. En “Reporterre” también trabajamos por el ideal de un mundo ecológico, justo y, si es posible, feliz. El problema es que Europa sigue inmersa en una lógica neoliberal. Existe el espíritu de Europa, pero luego está su traducción política, que es muy decepcionante.