10 de enero de 2025

La sempiterna leyenda del encuentro con la Muerte (4/4)

Todos los días se dirigen a la muerte, el último la alcanza
 
También en 1988, en el País Vasco, la comunidad autónoma situada al norte de España, el escritor vascuense Bernardo Atxaga (1951) incluyó en su libro de cuentos “Obabakoak” (Historias de Obaba) su versión del antiguo apólogo bajo el título “Merkatari aberatsaren morroia” (El criado del rico mercader. El autor de novelas como “Etxeak eta hilobiak” (Casas y tumbas) y “Zazpi etxe Frantzian” (Siete casas en Francia), quien es miembro de la Real Academia de la Lengua Vasca y el escritor en euskera más leído y traducido, escribió:
“Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra. Pero esa mañana no fue como todas las demás, porque esa mañana vio allí a la Muerte y porque la Muerte le hizo un gesto. Aterrado, el criado volvió a la casa del mercader,
- Amo -le dijo-, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.
- Pero, ¿por qué quieres huir? -le preguntó el mercader.
- Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza.
El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo, y el criado partió con la esperanza de estar esa noche en Ispahán. El caballo era fuerte y rápido, y, como esperaba, el criado llegó a Ispahán con las primeras estrellas. Comenzó a llamar de casa en casa, pidiendo amparo.
- Estoy escapando de la Muerte y os pido asilo -decía a los que le escuchaban.
Pero aquella gente se atemorizaba al oír mencionar a la Muerte y le cerraban las puertas. El criado recorrió durante tres, cuatro, cinco horas las calles de Ispahán, llamando a las puertas y fatigándose en vano. Poco antes del amanecer llegó a la casa de un hombre que se llamaba Kalbum Dahabin.
- La Muerte me ha hecho un gesto de amenaza esta mañana, en el mercado de Bagdad, y vengo huyendo de allí. Te lo ruego, dame refugio.
- Si la Muerte te ha amenazado en Bagdad -le dijo Kalbum Dahabin-, no se habrá quedado allí. Te ha seguido a Ispahán, tenlo por seguro. Estará ya dentro de nuestras murallas, porque la noche toca a su fin.
- Entonces, ¡estoy perdido! -exclamó el criado.
- No desesperes todavía -contestó Kalbum-. Si puedes seguir vivo hasta que salga el sol, te habrás salvado. Si la Muerte ha decidido llevarte esta noche y no consigue su propósito, nunca más podrá arrebatarte. Esa es la ley.
- Pero ¿qué debo hacer? -preguntó el criado.
- Vamos cuanto antes a la tienda que tengo en la plaza -le ordenó Kalbum, cerrando tras de sí la puerta de la casa.
Mientras tanto, la Muerte se acercaba a las puertas de la muralla de Ispahán. El cielo de la ciudad comenzaba a clarear. 'La aurora llegará de un momento a otro -pensó-. Tengo que darme prisa. De lo contrario, perderé al criado'. Entró por fin a Ispahán, y husmeó entre los miles de olores de la ciudad buscando el del criado que había huido de Bagdad. Enseguida descubrió su escondite: se hallaba en la tienda de Kalbum Dahabin. Un instante después, ya corría hacia el lugar. En el horizonte empezó a levantarse una débil neblina. El sol comenzaba a adueñarse del mundo. La Muerte llegó a la tienda de Kalbum. Abrió la puerta de golpe y... sus ojos se llenaron de desconcierto. Porque en aquella tienda no vio a un solo criado, sino a cinco, siete, diez criados iguales al que buscaba. Miró de soslayo hacia la ventana. Los primeros rayos del sol brillaban ya en la cortina blanca. ¿Qué sucedía allí? ¿Por qué había tantos criados en la tienda? No le quedaba tiempo para averiguaciones. Agarró a uno de los criados que estaba en la sala y salió a la calle. La luz inundaba todo el cielo. Aquel día, el vecino que vivía frente a la tienda de la plaza anduvo furioso y maldiciendo.
- Esta mañana -decía- cuando me he levantado de la cama y he mirado por la ventana, he visto a un ladrón que huía con un espejo bajo el brazo. ¡Maldito sea mil veces! ¡Debía haber dejado en paz a un hombre tan bueno como Kalbum Dahabin, el fabricante de espejos!”.


Unos años después, en 1986, el escritor colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), autor de novelas inolvidables como “Cien años de soledad”, “El coronel no tiene quien le escriba”, “El otoño del patriarca” y “Crónica de una muerte anunciada”, en San Antonio de los Baños, una pequeña localidad cercana a La Habana, Cuba, fundó la Escuela Internacional de Cine y Televisión. En uno de sus talleres de cine para referirse a “historias de quince minutos que se pueden contar más rápidamente”, mencionó una versión de la famosa leyenda. En 1995, la incluyó en su ensayo “Cómo se cuenta un cuento”, razón por la cual suele atribuírsele su autoría. Bajo el título “La muerte en Samarra” escribió:
“El criado llega aterrorizado a casa de su amo.
- Señor -dice- he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.
El amo le da un caballo y dinero, y le dice:
- Huye a Samarra.
El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra a la Muerte en el mercado.
- Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.
- No era de amenaza -responde la Muerte- sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.
Más recientemente, el escritor británico Jeffrey Archer (1940), quien a partir de la publicación de su primera novela “Not a penny more, not a penny less” (Ni un centavo más, ni un centavo menos) en 1976, alcanzó los primeros puestos en las listas de los libros más vendidos tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, inició su libro de cuentos “To cut a long story short” (En pocas palabras), publicado en 2000, con una versión del clásico apólogo que, al igual que la de Somerset Maugham, también puso en boca de la propia Muerte titulada “Death speaks” (La Muerte habla):
“Érase una vez un mercader de Bagdad que envió a su criado al mercado para comprar provisiones, y el criado regresó al poco rato, pálido y tembloroso, y dijo: Amo, cuando estaba en el mercado, una mujer me empujó en medio de la multitud, y cuando me volví, vi que era la muerte quien me había empujado. Me miró e hizo un gesto amenazador. Présteme vuestro caballo, huiré de esta ciudad y burlaré a mi destino. Iré a Samarra, y allí la muerte no me encontrará. El mercader le prestó el caballo, el criado lo montó, hundió las espuelas en sus flancos y el caballo partió a galope tendido. Después, el mercader fue al mercado, me vio entre la multitud, se acercó a mí y dijo: ¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi criado cuando te vio esta mañana? No fue un gesto amenazador, dije, sólo de sorpresa. Me sorprendió verlo aquí en Bagdad, porque tenía una cita con él esta noche en Samarra”.


Un ejemplo peculiar del encuentro con la muerte puede también leerse en el cuento breve “La muerte” del escritor argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000) incluido en “Cuentos selectos”, una antología que el autor de notables ensayos como “Historia de la literatura hispanoamericana”, “Los primeros cuentos del mundo” y “Teoría y técnica del cuento” publicó un año antes de su fallecimiento. Dice así:
“La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos, pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
- ¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha-.
- Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
- Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero, ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
- No, no tengo miedo.
- ¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
- No tengo miedo.
- ¿Y si te matan?
- No tengo miedo.
- ¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente. En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció”.
Hasta aquí sólo una muestra de las diferentes versiones de una leyenda que ha perdurado a lo largo de los siglos. Ha habido más, muchas más. Algunas de ellas: la del dramaturgo francés Jacques Deval (1895-1972), que la incluyó en su drama “Ce soir a Samarcande” (Esta noche en Samarcanda) y la del escritor estadounidense Paul Theroux (1941), que hizo otro tanto en su colección de tres novelas breves “The Elephanta Suite” (La Suite Elefanta). Por supuesto no fueron pocos los escritores argentinos que abordaron el tema de la muerte en el contenido de algunas de sus obras. Entre ellos pueden citarse a Leopoldo Lugones (1874-1938) en “El hombre muerto”, a Alfonsina Storni (1892-1938) en “La inquietud del rosal”, a Roberto Arlt (1900-1942) en “Estoy cargada de muerte”, a Ernesto Sabato (1911-2011) en “El escritor y sus fantasmas”, a Alejandra Pizarnik (1936-1972) en “Escritura y pulsión de muerte”, a Juan José Saer (1937-2005) en “El limonero real”, a Ricardo Piglia (1941-2017) en “El camino de Ida” y a María Rosa Lojo (1954) en “Así los trata la muerte”.
Vale destacar que sobre esta añeja leyenda hay también versiones en formato de historieta como la del dibujante estadounidense Tim Sale (1956-2022), principalmente conocido por sus colaboraciones en cómics estadounidenses como “Batman”, “Superman” y “Spider-Man”, quien la publicó con el título “Appointment in Samarra” (Cita en Samarra), y la de la guionista y dibujante iraní Marjane Satrapi (1969), quien la incluyó en su comic “Poulet aux prunes” (Pollo con ciruelas). Incluso hay referencias a ella en el cine. Un ya anciano Boris Karloff (1887-1969) contó la vieja fábula persa sobre la Muerte en “Targets” (Blancos móviles), la película que Peter Bogdanovich (1939-2022) rodó en 1968, y, más recientemente, en el film “Redacted” (Guerra sin fin) dirigido en 2007 por Brian de Palma (1940), basado en un hecho real (el asesinato de toda una familia iraquí por un grupo de soldados norteamericanos), en el cual también aludió a la historia de la Muerte.


Evidentemente, el tema de la inexorabilidad de la muerte es el eje sobre el que giran estas historias y, sin dudas, han dejado una marca en las conciencias coherentes. No fueron pocos los filósofos que, a lo largo de sus vidas, alguna vez se ocuparon de buscar de manera racional el sentido de la vida y de la muerte. Lo hizo el filósofo inglés Thomas More (1478-1535) en “The four last things” (Las cuatro últimas cosas), un tratado que comenzó a escribir en 1522 y que, incompleto, fue publicado póstumamente en 1557. En él recomendó la meditación frecuente sobre la muerte, diciendo que nunca se debería mirarla “como una cosa lejana si consideramos que, aunque ella no se da prisa por alcanzarnos, nunca cesamos nosotros de darnos prisa yendo hacia ella”.
Por la misma época, el filósofo francés Michel de Montaigne (1533-1592) decía en el primer tomo de sus “Essais” (Ensayos) que “el último paso no produce el agotamiento: lo pone de manifiesto. Todos los días se dirigen a la muerte; el último la alcanza”. Y un siglo más tarde, el holandés Baruch Spinoza (1632-1677) sostenía en su ensayo “Ethica” (Ética) que un hombre libre “en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”. Más adelante, en 1889, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) opinaba en “Götzen dämmerung, oder wie man mit dem hammer philosophirt” (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa a martillazos) que se debía “morir orgullosamente cuando ya no es posible vivir con orgullo”.
Ya en el siglo XX, el filósofo austríaco-británico Ludwig Wittgenstein (1889-1951) consideraba en “Tractatus logico-philosophicus” (Tratado lógico-filosófico) que “la muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive. Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente”. Por otro lado, para el multifacético escritor y filósofo argelino-francés Albert Camus (1913-1960) la muerte era la razón sin razón. En “Le mythe de Sisyphe” (El mito de Sísifo), publicado en 1942, se preguntaba: “¿Qué es más absurdo, la vida o la muerte?”. Y respondía: “En un universo absurdo, la muerte es una contingencia tan irrazonable como la vida”. Por su parte, para el filósofo francés Jean Paul Sartre (1905-1980), la muerte era ruptura, quiebra, límite, caída en el vacío. Lejos de dar un sentido a la vida, le quitaba toda significación. En “La mort dans l'âme” (La muerte en el alma), decía con amargura que “se muere demasiado pronto o demasiado tarde”.
Para Simone de Beauvoir (1908-1986), una de las filósofas y escritoras existencialistas francesas más destacadas, no existía la muerte natural. En 1964, en su libro autobiográfico “Une mort très douce” (Una muerte muy dulce) expresó que “nada de lo que le sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia cuestiona el mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos, la muerte es un accidente y, aunque la conozcan y la acepten, es una violencia indebida”. Queda claro que cada época, cada autor y cada cultura expusieron de manera particular la cuestión de la muerte, un tema que estremece y que mayoritariamente las personas tratan de evitar el pensar en ella. En cambio, el actor y director cinematográfico estadounidense Woody Allen (1935), como no podía ser de otra manera, se lo tomó con más humor: “No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda”. En definitiva, tal como dice un viejo refrán “la muerte, aún sin tener las llaves, todas las puertas abre”.

9 de enero de 2025

La sempiterna leyenda del encuentro con la Muerte (3/4)

Ella me miró e hizo un gesto amenazador
 
También orientada hacia la versión de la Muerte como padrino se dirigió en 1870 la coleccionista de cuentos de hadas de origen suizo-alemán Laura Gonzenbach (1842-1878), una italiana nacida en el seno de una familia de origen suizo que, estando en Sicilia, se dedicó a estudiar las fábulas populares y a recopilarlas en “Sizilianische märchen” (Cuentos de hadas sicilianos). Entre ellas figuraba “Gevatter Tod” (Padrino Muerte):  
“Había una vez un hombre que tenía un hijo único. En aquellos tiempos, algunos no bautizaban a sus hijos cuando eran pequeños, sino que esperaban hasta que fueran mayores. Así que este niño ya tenía siete años y su padre aún no lo había bautizado. Cuando el buen Dios vio esto desde el cielo, se enojó y llamó a San Juan y le dijo: Oye, Juan, ve a tal hombre y pregúntale por qué no ha bautizado aún a su hijo. Entonces San Juan bajó a la tierra y llamó a la puerta del hombre.
- ¿Quién está ahí? -preguntó el hombre.
- ¡Soy yo, San Juan!
- ¿Qué quieres de mí? -preguntó el hombre.
- El buen Dios me ha enviado -dijo el santo-. Quiere saber por qué no has bautizado aún a tu hijo.
- No he conseguido encontrar un buen padrino -respondió el hombre.
- Pues bien, si es así -dijo San Juan-, entonces yo seré el padrino de tu hijo.
- Gracias -dijo el hombre-, pero eso no puede ser. Si fueras el padrino de mi hijo, sólo tendrías un deseo: llevarlo al paraíso lo antes posible, y yo no quiero eso.
Así que San Juan tuvo que regresar al cielo sin haber logrado nada. Entonces el buen Dios envió a San Pedro para advertir al hombre. Pero no hizo nada mejor. El hombre le dio las mismas respuestas que le había dado a San Juan y no quería que San Pedro fuera el padrino de su hijo.
Entonces el buen Dios pensó: ¿Qué es lo que tiene en mente? Seguramente quiere darle a su hijo la inmortalidad, así que tendré que enviarle la Muerte. Entonces el buen Dios llamó a la Muerte y la envió a donde vivía el hombre para preguntarle por qué aún no había bautizado al niño.
Entonces la Muerte se acercó a la casa del hombre y llamó a la puerta.
- ¿Quién está ahí? -preguntó el hombre.
- Dios me ha enviado -respondió la Muerte-. Quiere saber por qué tu hijo no ha sido bautizado todavía.
- Dile a Dios -dijo el hombre- que aún no he encontrado un padrino adecuado.
- ¿Quieres que sea su padrino? -preguntó la Muerte.
- ¿Quién eres entonces?
- Yo soy la muerte.
- Sí -exclamó el hombre- me gustaría que fueras el padrino de mi hijo y lo bautizaremos de inmediato.
Así que el niño fue bautizado.
Unos meses después, el padrino Muerte volvió de repente al hombre, que lo recibió con amabilidad y quiso ofrecerle toda clase de cosas buenas. Pero la Muerte habló:
- No te molestes tanto, sólo vine a llevarte.
- ¿Qué? -exclamó el hombre asombrado-. Te elegí como padrino de mi hijo para que me perdonaras la vida a mí, a mi mujer y a mi hijo.
- Eso no es posible -respondió la Muerte-. La hoz corta toda la hierba que encuentra a su paso. No puedo prescindir de ti.
Entonces la Muerte llevó al hombre a un sótano oscuro, donde ardían gran cantidad de candiles en todas las paredes.
- Ya ves -dijo- esas son luces de vida; cada ser humano tiene una luz así, y cuando se apaga, debe morir.
- ¿Cuál es mi luz? -preguntó el hombre.
Entonces la Muerte le mostró un pequeño candil en el que casi no quedaba aceite, y cuando se apagó el hombre cayó y murió. ¿La Muerte hizo morir también al hijo? Sí, por supuesto. La muerte no perdona a nadie. Cuando llegó su hora, el hijo también tuvo que morir”.
Y una versión similar a la de Asbjørnsen y Moe fue publicada en 1881 por el maestro danés Evald Tang Kristensen (1843-1929) quien recopiló canciones, acertijos y leyendas provenientes de Jutlandia, la península que comprende la parte continental y más extensa de Dinamarca y la parte más septentrional de Alemania. Lo hizo con el título “Doktoren og Døden” (El doctor y la Muerte) en su obra “Jyske folkeminder” (Folclore de Jutlandia).


Muchos años más tarde, en 1926, el filósofo, poeta y ensayista holandés Pieter Nicolaas van Eyck (1887-1954) publicó “De tuinman en de dood” (El jardinero y la muerte), un poema con el que obtuvo una inmensa fama. En él reprodujo casi sin variaciones la vieja historia sin mencionar su origen, por lo que sería muchos años después acusado de plagio.
Luego, en 1933, el novelista, dramaturgo y ensayista británico William Somerset Maugham (1874-1965) estrenó en el Wyndham's Theatre de Londres la que sería su última obra teatral: “Sheppey”. En el tercer y último acto de la pieza, el protagonista, un laborioso peluquero llamado precisamente Sheppey, mantiene un diálogo con la Muerte. El autor de recordadas novelas como “Of human bondage” (Servidumbre humana), “The moon and sixpence” (La luna y seis peniques) y “The razor's Edge” (El filo de la navaja) aclaró desde un principio que él no había inventado la leyenda incluida en la obra. La misma apareció más tarde con el título “The appointment in Samarra” (La cita en Samarra), texto que tiene la particularidad de que está narrado por la Muerte, tal como indicó Somerset Maugham en su párrafo inicial:
“El hablante es la Muerte. Había un mercader en Bagdad que envió a su sirviente al mercado a comprar provisiones y al poco rato el sirviente regresó, pálido y tembloroso, y dijo: Maestro, hace un momento, cuando estaba en el mercado, una mujer me empujó entre la multitud y cuando me volví vi que era la Muerte quien me empujaba. Ella me miró e hizo un gesto amenazador: Préstame tu caballo y me iré de esta ciudad y evitaré mi destino. Iré a Samarra y allí la Muerte no me encontrará. El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él, y clavó las espuelas en sus flancos y se puso a galopar tan rápido como el caballo pudo. Entonces el mercader bajó al mercado y me vio de pie entre la multitud y se me acercó y me dijo: ¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi sirviente cuando lo viste esta mañana? Eso no fue un gesto amenazador, dije, fue sólo un sobresalto. Me quedé asombrado al verlo en Bagdad, pues tenía una cita con él esa noche en Samarra”.
Este texto fue utilizado un año después por el escritor estadounidense John O’Hara (1905-1970) como epígrafe de su novela “Appointment in Samarra” (Cita en Samarra). Al mismo se referiría el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) en una de las clases de Literatura que dio en 1980 en la University of California de Berkeley, una ciudad estadounidense situada sobre la bahía de San Francisco. En la clase que tituló “Sobre la fatalidad en el cuento”, el autor de renombradas obras como “Rayuela”, “Todos los fuegos el fuego” e “Historias de cronopios y de famas” expresó que la noción de la fatalidad no sólo se daba entre los griegos, sino que se transmitió a lo largo de la Edad Media y estaba también presente en el mundo islámico, en el mundo árabe, donde se expresó literariamente en relatos, poemas y tradiciones perdidas en el tiempo. Como ejemplo de ello citó al texto de John O’Hara diciendo que “La cita en Samarra” era una historia donde el mecanismo de la fatalidad se daba de una manera totalmente infalible.


En el prólogo a la reimpresión de 1952, O'Hara señaló que el título provisional de la novela era “The infernal grove” (El surco infernal), pero cuando leyó la historia en la obra de Maugham, decidió cambiarlo. Lo concreto es que su novela fue incluida por la editorial estadounidense Modern Library en la lista de las cien mejores novelas escritas en inglés durante el siglo XX junto a afamadas obras como “Ulysses” (Ulises) de James Joyce (1882-1941), “The great Gatsby” (El gran Gatsby) de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), “The sound and the fury” (El sonido y la furia) de William Faulkner (1897-1962), “The sun also rises” (Fiesta) de Ernest Hemingway (1899-1961), “The grapes of wrath” (Las uvas de la ira) de John Steinbeck (1902-1968), “Animal farm” (Rebelión en la granja) de George Orwell (1903-1950) y “The heart of the matter” (El revés de la trama) de Graham Greene (1904-1991).
La leyenda del encuentro con la Muerte se popularizó alcanzando una gran difusión en la literatura más reciente e inspiró a conocidos escritores para narrar sus propias versiones. El escritor español Juan Benet (1927-1993), por ejemplo, en su libro “Trece fábulas y media” de 1981 -un volumen en el que las apariencias, la muerte y el destino son los temas que sirven de hilo conductor al conjunto de los relatos- escribió en el capítulo titulado “Fábula novena”:
“El criado, en estado de intenso azoramiento, llegó al mediodía a casa de su amo, un rico comerciante, y con las siguientes palabras le vino a explicar el trance, por el que había pasado:
- Señor, esta mañana mientras paseaba por el mercado de telas para comprarme un nuevo sudario, me he topado con la Muerte, que me ha preguntado por ti. Me ha preguntado también si acostumbras a estar en casa por la tarde, pues en breve piensa hacerte una visita. He pensado, señor, si no será mejor que lo abandonemos todo y huyamos de esta casa a fin de que no nos pueda encontrar en el momento en que se le antoje.
El comerciante quedó muy pensativo.
- ¿Te ha mirado a la cara, has visto sus ojos? -preguntó el comerciante, sin perder su habitual aplomo.
- No, señor. Llevaba la cara cubierta con un paño de hilo bastante viejo, por cierto.
- ¿Y además se tapaba la boca con un pañuelo?
- Sí, señor. Era un pañuelo barato y bastante sucio, por cierto.
- Entonces no hay duda, es ella -dijo el comerciante, y tras recapacitar unos minutos añadió:
- Escucha, no haremos nada de lo que dices; mañana volverás al mercado de telas y recorrerás los mismos almacenes y si te es dado encontrarla en el mismo o parecido sitio, procura saludarla a fin de que te aborde. En modo alguno deberás sentirte amedrentado. Y si te aborda y pregunta por mí en los mismos o parecidos términos, le dirás que siempre estoy en casa a última hora de la tarde y que será un placer para mí recibida y agasajada como toda dama de alcurnia se merece.


Así lo hizo el criado y al mediodía siguiente estaba de nuevo en casa de su amo, en un estado de irreprimible zozobra.
- Señor, de nuevo he encontrado a la Muerte en el mercado de telas y le he transmitido tu recado que, por lo que he podido observar, ha recibido con suma complacencia. Me ha confesado que suele ser recibida con tan poca alegría que nunca logra visitar a una persona más de una vez, y que por ser tu invitación tan poco común piensa aprovecharla en la primera oportunidad que se le ofrezca. Y que piensa corresponder a tu amabilidad demostrándote que hay mucha leyenda en lo que se dice de ella. ¿No será mejor que nos vayamos de aquí sin que nos demuestre nada?
- ¿Lo ves? -repuso el comerciante con evidente satisfacción-. La hemos ahuyentado; puedo asegurarte que ya no vendrá en mucho tiempo, si es que un día se decide a venir. Esa dama presume que ella no busca a nadie, sino que todos, voluntaria o involuntariamente, la requieren y persiguen. Y, por otra parte, nada le gusta tanto como las sorpresas y nada detesta como el emplazamiento a fecha fija. Debes conocer esa historia de la Antigüedad que narra el encuentro que tuvo con ella un hombre que trataba de huir de una cita que ella no había preparado. Pues bien, me atrevo a afirmar que ahora que la hemos invitado no acudirá a esta casa, a no ser que cualquiera de nosotros dos pierda el aplomo y se deje arrastrar a alguna de sus astutas estratagemas.
Aquella tarde la Muerte, con un talante sinceramente amistoso y desenfadado, acudió a la casa del comerciante para, aprovechando un rato de ocio, testimoniarle su afecto y disfrutar de su compañía y de su conversación. Pero el criado al abrir la puerta no pudo reprimir su espanto al verla en el umbral, la cara cubierta con un paño de hilo muy viejo y protegida la boca con un pañuelo sucio. Y sospechando que se trataba de una artimaña compuesta entre su amo y la dama para deshacerse de él, se precipitó ciego de ira en el gabinete donde descansaba aquél y, sin siquiera anunciarle la visita, lo apuñaló hasta matarle y huyó por otra puerta.
Cuando la Muerte, extrañada por el silencio que reinaba en la casa y de la poca atención que le demostraba aquel hombre que ni siquiera le invitaba a entrar, por sus propios pasos se introdujo en el gabinete del comerciante. Al observar su cuerpo exánime sobre un charco de sangre, no pudo reprimir un gesto de asombro que pronto quedó subsumido en un pensamiento habitual y resignado:
- En fin, lo de siempre. Otra vez será”.
Unos años después, en 1988, la escritora estadounidense Katherine Neville (1945), conocida principalmente por sus novelas “The fire” (El fuego) y “The magic circle” (El círculo mágico), colocó el texto “Legend of the appointment in Samarra” (Leyenda de la cita en Samarra) como cita introductoria al capítulo 2 de “The eight” (El ocho), la que fue su primera novela:
“Un criado oyó en la plaza del mercado que la Muerte lo estaba buscando. Volvió a casa corriendo y le dijo a su amo que debía huir a la vecina población de Samarra para que la Muerte no lo encontrara. Esa noche, después de la cena, llamaron a la puerta. El amo abrió y vio a la Muerte, con su larga túnica y su capucha negras. La Muerte preguntó por el criado.
- Está enfermo y en cama -se apresuró a mentir el amo-. Está tan enfermo que nadie debe molestarlo.
- ¡Qué raro! -comentó la Muerte-. Seguramente se ha equivocado de sitio, pues hoy, a medianoche, tenía una cita con él en Samarra”.