10 de marzo de 2023

Cuentos selectos (XXVIII). J. Rodolfo Wilcock: "Año nuevo"

El escritor Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) nació en Buenos Aires. Hijo único de un inglés y de una argentina de origen italiano, durante su niñez, entre 1920 y 1926, pasó unos años en Suiza en casa de sus abuelos maternos y, a su regreso, estudió en la Universidad de Buenos Aires donde se graduó de Ingeniero Civil en 1943. Ese título lo llevó a trabajar en Mendoza al servicio de los Ferrocarriles del Estado en la construcción del ferrocarril trasandino, sin por ello dejar de escribir poemas. Entre 1940 y 1953 publicó seis poemarios: “Libro de poemas y canciones”, “Ensayos de poesía lírica”, “Persecución de las musas menores”, “Paseo sentimental”, “Los hermosos días” y “Sexto”. Habiendo abandonado su trabajo como ingeniero para dedicarse exclusivamente a la literatura, publicó el libro de cuentos “El caos” y la obra teatral “Los traidores” en coautoría con Silvina Ocampo (1903-1993), escritora a quien conoció junto a Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) mientras trabajaba como editor de las revistas “Verde memoria” y “Disco”, y como colaborador en “Anales de Buenos Aires”, “La Prensa” y “Orígenes”. Estas ocho obras serían las únicas que escribió en español ya que, tras una breve estadía en Londres entre 1953 y 1954 trabajando como traductor y comentarista de la cadena televisiva BBC, se radicó definitivamente en Italia en 1957. Allí trabajó primero como traductor para la edición en español de “L’Osseervatore Romano”, y luego colaboró en medios gráficos como “Tempo Presente”, “La Nazione”, “La Voce Repubblicana”, “Il Messaggero” y “L’Espresso” y publicó sus siguientes obras en italiano. Entre ellas pueden mencionarse, entre muchas otras, las novelas “I due allegri indiani” (Los dos indios alegres), “L'ingegnere” (El ingeniero), “Lo stereoscopio dei solitari” (El estereoscopio de los solitarios) y “Il tempio etrusco” (El templo etrusco); los tomos de cuentos “Il libro dei mostri” (El libro de los monstruos) y “La sinagoga degli iconoclasti” (La sinagoga de los iconoclastas); y el ensayo “Il reato di scrivere” (El delito de escribir). Simultáneamente se desempeñó como traductor, tanto al castellano como al italiano, de obras escritas en alemán, francés e inglés. De su extensa tarea en esta materia se destacan obras como “The tragedy of king Richard the Third” (La tragedia del rey Ricardo III) de William Shakespeare (1564-1616), “The London scene” (Escenas de Londres) de Virginia Woolf (1882-1941), “Ulysses” (Ulises) de James Joyce (1882-1941), “In der strafkolonie” (En la colonia penitenciaria) de Franz Kafka (1883-1924), “The quiet american” (El americano impasible) de Graham Greene (1904-1991) e “Il crollo della Baliverna” (El derrumbe de la Baliverna) de Dino Buzzati (1906-1972), entre muchas otras. Prácticamente olvidado en su país natal, en Roma se relacionó con la comunidad artística e intelectual italiana compartiendo lazos de amistad con figuras destacadas como Alberto Moravia (1907-1990), Pier Paolo Pasolini (1922-1975), Vittorio Gassman (1922-2000) e Italo Calvino (1923-1985).


Hacia el repentino final de su vida, J. Rodolfo Wilcock -tal como firmaba sus obras- abandonó su casa en Velletri, al sur de Roma y se instaló en una destartalada casa de campo en Lubriano, una pequeña
 localidad de la provincia de Viterbo en la región del Lacio. Allí moriría víctima de un síncope cardíaco mientras leía un tratado de cardiología al que pensaba traducir. Prácticamente desconocido en la Argentina, su obra se destacó por su singularidad ajena a las corrientes literarias de entonces. Sumamente paródico, sarcástico y crítico, en su obra predominó lo absurdo, el humor negro, la perversidad y lo grotesco. Recién a comienzos del presente siglo sus libros obtuvieron una leve revalorización por parte de la crítica literaria argentina. “Año nuevo”, el cuento que sigue a continuación, forma parte de su primer libro de relatos: “El caos”.

AÑO NUEVO
 
Rosa y Augusto esperaron el año afuera. La noche era calurosa, pero un poco de viento hacía hablar de vez en cuando al follaje de los álamos de Carolina y suscitaba rumor de mar en las altas casuarinas. Rosa tenía un fonógrafo y algunos discos, que Augusto había aprendido rápidamente a manejar; aunque no escuchaba la música, el ruido le agradaba y los “tutti” de las sinfonías y conciertos le infundían un deseo de acción que a veces lo obligaba a ponerse de pie y dar unos pasos. Por lo demás, tenía una capacidad infinita para el ocio, y podía quedarse horas recostado en el suelo al lado de la silla plegadiza donde Rosa miraba el encaje de las hojas negras sobre el cielo.
Trataban de escuchar la tercera de Dvorak, pero Augusto ponía los discos en cualquier orden y no se sabía nunca si ya habían oído o no esa parte.
- Cuántas estrellas hay esta noche -decía Rosa.
- Jum -contestaba Augusto.
En una estancia cercana debían de estar festejando el fin de año, porque de pronto empezaron a disparar cohetes y fuegos artificiales. Sobre el cielo azul oscuro aparecía una araña azul brillante y, cuando ya se oía la explosión, la araña se deshacía pero de una pata saltaba otra araña colorada como la sangre viva que se esparcía sobre los montes de eucaliptos. La gente de la zona, que solamente miraba el cielo de noche para ver si anunciaba lluvia, contemplaba ahora esos prodigios inventados por los chinos, que no duraron mucho porque los dueños de la estancia habían destinado una suma limitada para gastos de iluminación poética, despidiéndose de los ámbitos superiores y de sus mil admirados espectadores desconocidos con dos globos impulsados por su propio ardor. Uno se incendió, el más violento, y cayó sobre el monte de Baigorri como una llamarada que les mandaban los de la estancia, pero el otro subió del lado de Mariano Acosta y todos lo seguían con la mirada, pensando que un señor ignoto había gastado esos pesos para adornarles el cielo justamente esa noche que ellos estaban de fiesta y el globo se alejaba y parecía querer llegar hasta Moreno y los chicos de las quintas exclamaban: “¡Mira un globo!” y todos los que lo veían alejarse sentían que era el año que se iba, cada vez más alto, ardiendo en su propio fuego.
También Augusto lo siguió con la mirada hasta que el globo se perdió de vista y entonces, volviéndose del lado de Rosa, le preguntó:
- ¿Cuántos años tiene usted?
Un acordeón tocaba un vals de antes de la guerra en la quinta de verdura de Galli. El vals giraba como un mosquito bajo el calor de la noche, y a veces se le unían las voces de los peones italianos y su hilo se volvía una cinta; la cinta del vals se perdía entre los árboles pero siempre volvía a aparecer, entre los gritos aislados de otros peones de tierra adentro que hacían lo posible por unirse al ritmo europeo que giraba como una alemana rubia entre los paraísos, delante de hectáreas y hectáreas de repollos inmóviles como caballeros bajo las estrellas.
 - No sé -contestó Rosa-, realmente esas cosas no me interesan, la edad de la gente; es un detalle tan poco importante... A tu edad importa, pero después...
- Alguna vez habrá nacido -dijo Augusto.
-La edad no se pregunta, porque se ve. Es como preguntarle a uno cuánto pesa, para saber si es gordo.
- Es que usted tiene una hija grande -insistió Augusto-, y yo creía que era joven.
Estaba apoyado contra un árbol, con las piernas abiertas, y en la boca un cigarrillo amarillento que con esa luz de la luna recién nacida parecía gris. Rosa pensaba que esos cigarrillos de Augusto se ponían amarillos apenas empezaba a fumarlos.
- A veces me parece ser más joven que mi hija -dijo Rosa.
En casa del tambero de enfrente los seis chicos empezaron con las cacerolas y las sartenes, como todos los años nuevos. Daban vueltas y vueltas a la casa golpeando con palos el fondo de las cacerolas, y todos los perros que habían gemido durante los fuegos artificiales y se habían escondido en los galpones empezaron a ladrar espasmódicamente. Los pájaros que ya dormían se despertaban y cantaban un poco como cumpliendo una obligación. Muy lejos sonó un tiro.
- ¿Usted es viuda? -preguntó Augusto.
- Sí. Hace mucho que soy viuda -contestó Rosa, aburrida y halagada por este interés que era como un sueño.
- ¿Por qué no se casa otra vez?
Del lado de Buenos Aires, que era el oeste, dentro de una nube oscura pero rosada, dos reflectores se movían como palitos claros dibujando espirales, sin dejar huella sobre el techo de la ciudad infinita. Enroscado en la cinta del vals de lo de Galli, un santiagueño gritó “¡Huija!” y empezaron a ladrar todos los perros de ese lado. Frente a la quinta pasaban automóviles con faros que iluminaban cuadras de polvo y adentro gente que cantaba, pero no daban tiempo de reconocer el canto. En el camino, una voz invisible gritó:
- ¡Feliz año nuevo!
Desde el auto le contestaron:
- ¡Anda a dormir la mona!
- Porque no -le contestó Rosa a Augusto.
Cada vez que pasaba un auto los chicos volvían a golpear las cacerolas ante el efímero auditorio, que a veces respondía con un bocinazo. Del rancho de Augusto emergían como dos serpientes divergentes e indecisas dos voces discordantes que cantaban canciones distintas sin anularse.
- ¿Qué hace tu padre? -preguntó Rosa.
- Qué sé yo, está con un amigo.
- ¿Por qué no te quedas a dormir aquí esta noche, en la piecita de al lado de la cocina? ¿A tu padre le importaría?
- ¡A quién le importa lo que dice el viejo! -exclamó Augusto tirando el cigarrillo, inescrutable, y más en la oscuridad.
En eso empezó el año, sin distinguirse del resto de la noche, salvo por una onda de intensificación general. Las cacerolas sonaban con más violencia, en la estancia disparaban los dos o tres cohetes que después de todo les había quedado, en lo de Galli el vals se volvió más rápido, el padre de Augusto tiró varios tiros con la escopeta sin dejar de cantar, todos los perros del partido de Merlo y todos los perros del partido de Marcos Paz ladraron, algunos pájaros volvieron a despertarse y los reflectores de Buenos Aires se agitaron como queriendo decir algo y se volvieron tres. Pero no pasó ningún automóvil hasta después de un rato.
- Felicidad -dijo Rosa.
 - Felicidad -aprendió a decir Augusto.
- Realmente -dijo Rosa-, si a tu padre no le importa, podrías quedarte a vivir aquí en esa piecita. Sueldo no puedo darte, pero siempre algún trabajito podrás hacer.
- Veremos -dijo Augusto.
- Y cuando me muera -dijo Rosa, que era apasionada y solitaria- te dejaré la quinta. O mejor dicho, la mitad de la quinta.
El viento había cesado, pero de pronto pasó un soplo que era la primera brisa del año, rozando la punta de los árboles más altos. El molino gimió, cambió de dirección y dio unas cuantas vueltas con desgano. Rosa y Augusto comían higos secos y almendras.
La pieza donde se acostó Augusto tenía las paredes blancas y un zócalo azul hasta una palma del suelo, que era de baldosas coloradas, y el techo de ladrillos sobre vigas de madera. Por otra parte, era muy similar a los demás cuartos de la casa, aunque más chica. Augusto estaba desnudo y no se dormía entre esas sábanas limpias sin el olor a humo de su cama, sin pulgas. Había dormido casi todo el día. La luna ya estaba alta y menguante, pero no entraba por la ventana abierta como el olor a jazmín. Augusto se levantó y se puso los pantalones, se apretó el cinturón y entró descalzo en la cocina. Miró en la penumbra lechosa las cacerolas colgadas en la pared, por orden decreciente de tamaño, la espumadera y el colador; se acercó a la cocina económica y la tocó. Estaba fría; también era fría la mesa de mármol, grasosa al tacto.
De la cocina pasó al corredor que conducía al comedor y a la entrada de la casa. A los costados estaban los dormitorios; en uno dormía Rosa con la puerta entreabierta. Augusto se asomó por la puerta, pero ni siquiera espiando su actitud era menos digna; observaba el interior del cuarto como quien mira un sembrado, sin expresión. Entró y sin hacer ruido se sentó en una silla al lado de la ventana abierta, magnífica de luna. Del otro lado de la ventana estaba la cama.
Rosa dormía tapada hasta la cintura por la sábana arrugada, con una pierna doblada hacia arriba y la rodilla apoyada en la pared; del resto del cuerpo, sólo tenía cubiertos los senos. Era una mujer dormida, la primera que veía Augusto. Sobre la mesa de luz había una lámpara “art nouveau” de cobre y vidrio como resquebrajado entre guirnaldas de rosas chatas, y en las paredes cuadritos de quince por veinte con fotografías de rosas en blanco y negro. La cama era de roble, también con guirnaldas de rosas chatas, pero más antiguas que las de la lámpara.
De vez en cuando Rosa se movía un poco, en sueños; modificaba la posición de las piernas. En cambio Augusto no se movía, casi no parpadeaba. Más tarde la luna iluminó sus hombros y dibujó en el suelo la sombra de su nariz, pero no por eso se movió el muchacho, que miraba dormir a Rosa y trataba de aprender su cuerpo en el curso de una noche para saber cómo eran todas las mujeres. Creyendo que todos dormían, un ratón que atravesaba el cuarto se detuvo en medio del rectángulo de luna y se frotó el hocico con las manitos.
A las tres de la madrugada el cielo se nubló y Rosa suspiró, cambiando de posición; la luz de la luna llegaba ahora a través de nubes como vellones, gris y gastada como un amanecer. Augusto seguía sentado con las manos juntas entre los muslos, y a ratos se rascaba el cuello, la espalda, una pantorrilla; también Rosa se rascó una vez, sin despertarse. A las cuatro, el muchacho regresó a su cuarto y durmió casi hasta el mediodía.

18 de febrero de 2023

Julio Cortázar y Fredi Guthman. La lucidez narrativa y la lucidez existencial en la génesis de “Rayuela” (4)

Publicación y corolario

El 22 de agosto de 1953 Julio se casó por civil con Aurora en el barrio parisino de La Mairie, frente a la Place d’Italie y vivieron en un pequeño departamento de la Rue de Gentilly, lugar en donde comenzó a escribir “Rayuela”. Poco después consiguió que su esposa ingresase también como traductora en la UNESCO, lo cual alivió notoriamente la estrechez económica en la cual vivía la pareja. Esta situación cambió por completo cuando el escritor español Francisco Ayala (1906-2009), a quien Cortázar había conocido en Buenos Aires mientras el autor de los ensayos “El problema del liberalismo” e “Historia de la libertad”, entre muchos otros, se había exiliado huyendo de la Guerra Civil y por entonces era profesor invitado en la Universidad de Puerto Rico, le ofreció un suculento contrato para traducir las obras completas de Edgar Allan Poe (1809-1849) para incluirlas en la colección “Biblioteca de Cultura Básica” editada por dicha universidad. La traducción, considerada por la crítica como la mejor hecha sobre la obra del escritor estadounidense, Julio ayudado por Aurora, la realizó en Roma, y dicho trabajo les reportó el dinero suficiente para adquirir una vieja casa en el barrio de Montparnasse.
A fines de agosto de 1953 le escribió a Fredi: “Me han confiado la traducción de todas las obras en prosa de Edgar Poe, trabajo para seis meses por lo menos, ya que además hay que escribir un estudio crítico-bibliográfico. En vista de eso, largué mi empleo matinal, y me voy a Roma a trabajar allá. Parece que en Roma se pueden conseguir pequeños studios o departamentos por unas 20.000 liras mensuales. Tendríamos así seis meses romanos, tiempo suficiente para llegar a conocer muy bien la ciudad. Luego volveremos a París a lo largo de la primavera, dando toda la vuelta de la Toscana y el norte. (…) Créeme que mucho esperamos que se decidan a darse una vuelta por París para estar juntos. Me da un poco la impresión de que tú y yo jugamos a las esquinitas; en Buenos Aires, te imaginaba todo el tiempo en París, y ahora es al revés. Naturalmente, el día en que llegues aquí, yo estaré en Venecia o en Budapest. Quién sabe si no somos piezas de algún misterioso ajedrez que se está jugando poco a poco. Y ya se sabe que no puede haber dos piezas en el mismo cuadro. Un gran abrazo a Natacha y otro muy fuerte para ti de Julio”.


El 16 de marzo de 1954 le envió otra carta, esta vez desde Asís, una ciudad italiana ubicada en la provincia de Perugia: “Hace tanto que te debo carta que me da vergüenza empezar ésta. Desde Roma quise escribirte muchas veces, sobre todo después de diciembre (pues hasta fin de año tuve la esperanza de que aparecieras en persona, según me habías insinuado la posibilidad). Después Edgar Poe fue más fuerte que mis ganas de escribirte. Después de 15 páginas diarias de traducción, uno no está en condiciones físicas ni mentales para escribir. Ahora, hoy, es muy distinto. Aunque estoy muy cansado, es de la cintura para abajo, después de subir y bajar a pie todo Asís. Ahora, desde el hotel, me resulta muy grato escribirte. (…) Aurora y yo llegamos a Asís haciendo una escapada de una quincena que terminará en Firenze, donde yo tengo que acabar de traducir a Poe y escribir el prólogo. Nos hacía falta esta vacación después de 6 meses de trabajo seguido. He traducido 1.300 páginas de Poe. (…) Nuestra temporada en Roma fue estupenda. Ahora contamos quedarnos mes y medio en Firenze, tiempo suficiente para verla bastante bien. Después veremos el norte, pues ya cobraré por fin el Poe y dejaré de vivir haciendo equilibrios terribles. Y volveremos a París, que extraño terriblemente. Escribe y dime si vendrás a París, si nos veremos. Siempre esperamos ir a B.A. a fin de año, pero depende de que la Unesco me dé trabajo y dólares. Ya veremos. Dale un gran abrazo a Natacha de mi parte. Aurora les manda sus cariños, y yo te abrazo fuerte. Julio”.
Entre 1955 y 1962, Julio y Aurora realizaron cuatro viajes a Buenos Aires. Durante ese período concluyó los cuentos que se incluyeron en “Las armas secretas”, los relatos cortos que conformarían “Historias de cronopios y de famas” y la novela “Los premios”. Se encontró con viejos amigos, pero no pudo hacerlo con Fredi Guthmann, quien ya no vivía en Buenos Aires. Con quien sí se encontró fue con el cineasta argentino Manuel Antín (1926), quien le había solicitado autorización para filmar el cuento “Cartas de mamá” adaptado por el guionista Antonio Ripoll (1930-2011) bajo el título “La cifra impar”. El director cinematográfico contaría años después detalles de aquel encuentro: “Julio y yo nos comunicamos por teléfono y quedamos en encontrarnos en la sala del microcine de los laboratorios Alex, que estaba en Dragones 2250. Y ahí vimos la película por primera vez. Estábamos él y yo solos en la sala. Julio en el asiento de atrás y yo, para no sufrir cualquier expresión de desagrado, me puse adelante. En una escena determinada, en la que la madre sube la escalera, el hijo la mira y le dice ‘mamá, sí, Laura es vos’, en ese momento Cortázar me puso la mano sobre el hombro y me dijo: ‘Pibe, entendí mi cuento’. Seguramente, una gentileza de un escritor afectuoso. Hasta ahí teníamos un trato profesional, pero desde ese momento nos tuteamos y nos hicimos amigos”. Finalmente, el filme se estrenaría el 15 de noviembre de 1962.


También usó parte del tiempo para revisar “Rayuela” y, ¿premonitoriamente?, tuvo la oportunidad de conocer personalmente al editor Paco Porrúa y a su esposa, en cuya casa compartieron una cena. Porrúa había fundado en 1955 Ediciones Minotauro y era uno de los principales editores en Editorial Sudamericana. Para ella, por encargo de Paco -como amistosamente se lo conocía- Cortázar hizo la traducción de “Mémoires d'Hadrien” (Memorias de Adriano) de la escritora francesa Marguerite Yourcenar (1903-1987). Tiempo después le escribiría desde París: “A usted y a su mujer les tengo un poco de rabia: yo me iba muy tranquilo de Buenos Aires cuando los conocí, y entre los dos me estropearon la partida. Hubiera querido quedarme dos o tres meses más para seguir charlando con ustedes, en esa maravillosa tarea de pasarle revista al mundo con nuevos amigos, que es como lavarle la cara y hacerlo más tolerable. Qué absurdo que no nos hayamos conocido muchos años atrás”.
Asimismo por entonces, desde Buenos Aires, le escribió a su amigo el catedrático y ensayista francés Jean Philippe Barnabé (1954) diciéndole que había terminado de escribir la novela “Los premios” y que estaba escribiendo otra “más ambiciosa, que será, me temo, bastante ilegible; quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela, sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género”. Se refería, claro está, a “Rayuela”, obra en la que estaba enfrascado aún durante los viajes laborales que debía realizar para la UNESCO.
Ya en mayo de 1961 le había escrito una carta a Porrúa en la que le contaba que había terminado una primera versión de “La rayuela”. Y en agosto, en otra carta, le dijo que “no me imagino a la Sudamericana publicando eso. Se van a decepcionar horriblemente, este Cortázar que iba-tan-bien”. Y al mes siguiente le escribió a Paul Blackburn (1926-1971), el escritor estadounidense que había traducido sus cuentos al inglés y era su agente literario en Estados Unidos, diciéndole que había terminado la versión definitiva de “Rayuela” (le había quitado al título el artículo La). “Es, creo humildemente, una cosa muy bella”, y le expresó que se trataba de un libro “infinito” ya que podría “seguir y seguir añadiendo partes nuevas hasta morir. Pienso que es mejor separarme brutalmente de él. Lo leeré una vez más y enviaré el condenado artefacto a mi editor. Si te interesa saber lo que pienso de este libro, te diré con mi habitual modestia que será una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana”. Y en una carta a Paco Porrúa le dijo: “El libro tiene un sólo lector: Aurora. Su opinión del libro puedo quizá resumírtela si te digo que se echó a llorar cuando llegó al final”.


De regreso en París, le escribió a Fredi: “He pensado mucho en vos en estos últimos tiempos, porque mi próximo libro, que se llamará ‘Rayuela’ y se publicará -if we are lucky- a fines de año, va a ser el libro donde me vas a encontrar a fondo, donde vos y yo hemos dialogado muchas veces sin que lo supieras. No es que seas un personaje de la obra, pero tu humor, tu enorme sensibilidad poética, y sobre todo tu sed metafísica, se refleja en la del personaje central. Por suerte no hay nada de autobiográfico en ese libro (salvo episodios de mis primeros dos años en París) pero en cambio he puesto todo lo que siento frente a este fracaso total que es el hombre de Occidente. Contrariamente a vos, el personaje central no cree que por los caminos del Oriente se pueda encontrar una salvación personal. Entrevé esa vieja sospecha de que el cielo está en la tierra, pero es demasiado torpe, demasiado infeliz, demasiado nada para encontrar el pasaje. Todo eso se mezcla con episodios que van mostrando lo que le pasa en este mundo a un tipo que pretende ser consecuente con esas ideas. Escribime alguna otra vez, o vení a París donde siempre te esperamos. Aurora los abraza a los dos, y también Julio”.
Finalmente “Rayuela” se publicó en Buenos Aires el 28 de junio de 1963 y su aparición implicó una verdadera revolución en el lenguaje literario ya que Cortázar, a diferencia de la narrativa tradicional, propuso dos maneras de leerla: o bien leyendo los capítulos en su orden consecutivo o bien siguiendo un “tablero de dirección” -como él lo llamó en la primera página del libro- que indica el orden en el que se pueden leerlos. “Rayuela” indudablemente marcó un hito insoslayable dentro de la narrativa contemporánea. Tras su publicación y el suceso que alcanzó la “contranovela”, como la llamó el propio Cortázar, se sucedieron las traducciones a muchos idiomas, los artículos y ensayos críticos, las invitaciones a conferencias, las cartas enviadas por otros escritores o simplemente lectores, etc. “Recibo muchas cartas, sobre todo de gente joven y desconocida, donde me dicen cosas que bastarían para sentirme justificado como escritor”, le escribió unas semanas después a su amiga la escritora y crítica literaria Ana María Barrenechea (1913-2010).
Como no podía ser de otra manera, también recibió una carta de Fredi Guthmann felicitándolo, a la cual Cortázar respondió el 24 de septiembre de 1963: “Valía la pena escribir ‘Rayuela’ para que alguien como tú me dijera lo que me has dicho. Ahora empezarán los filólogos y los retóricos, los clasificadores y los tasadores, pero nosotros estamos del otro lado, en ese territorio libre y salvaje y delicado donde la poesía es posible y nos llega como una flecha de abejas, como me llega tu carta y tu cariño. Fredi y Natacha, ojalá que podamos vernos en París. Un abrazo muy fuerte para los dos de Julio”. También fueron múltiples los comentarios halagüeños de sus colegas, por ejemplo el mexicano Octavio Paz (1914-1998): “Prosa hecha de aire, sin peso ni cuerpo pero que sopla con ímpetu y levanta en nuestras mentes bandadas de imágenes y visiones, vaso comunicante entre los ritmos callejeros de la ciudad y el soliloquio del poeta”, o el colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014): “Una obra tan bella e indestructible como su recuerdo”, o el mexicano Carlos Fuentes (1928-2012): “Cortázar es casi un Bolívar de la literatura latinoamericana. Es un hombre que nos ha liberado, que nos ha dicho que se puede hacer todo”.


El escritor chileno Luis Harss (1936), por su parte, en el capítulo titulado “Julio Cortázar, o la cachetada metafísica” de su libro “Los nuestros” afirmó: “En ‘Rayuela’ la broma, el chiste y la burla son no sólo condimentos sino parte de la dinámica de la obra misma. Con ellos Cortázar construye escenas enteras. Nos prepara una sorpresa y un chasco en cada página. Explota con brillo el grotesco, la ironía, el glíglico -su jeringoza-, el retruécano, la obscenidad y hasta el clisé, que saborea con apetito carnívoro. La farsa alterna con la fantasía, el vulgarismo y el lunfardo con la erudición. Todos los recursos del arte cómico se suceden en su obra con un virtuosismo deslumbrante”. Y el escritor argentino Néstor García Canclini (1939) aseguró en su ensayo “Cortázar. Una antropología poética” que “Rayuela” es “una especie de metáfora de la inagotable significación del universo, de su ilimitada ambigüedad. En ello, más aún que en las imágenes, radica su sentido poético”.
El propio Cortázar señalaría tiempo después que originalmente la novela iba a llamarse “Mandala”, el símbolo espiritual y ritual de las religiones hindúes que representa el universo, un tema sobre el cual había mantenido extensas conversaciones con Fredi. “Cuando pensé el libro, estaba obsesionado con la idea del mandala, en parte porque había estado leyendo muchas obras de antropología y sobre todo de religión tibetana. La tentativa de encontrar un centro era y sigue siendo un problema personal mío. ‘Rayuela’ prueba cómo mucho de esa búsqueda puede terminar en fracaso, en la medida en que no se puede dejar así nomás de ser occidental, con toda la tradición judeocristiana que hemos heredado y que nos ha hecho lo que somos. La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo.


Muchas cosas pasarían en la vida de Cortázar después de la publicación de “Rayuela”, tanto en lo literario y lo afectivo, como en lo político y lo ideológico, aspectos todos ellos que marcaron su vida hasta su fallecimiento en París el 12 de febrero de 1984. Mientras tanto Guthmann se retiraba de los negocios y cerraba la joyería para afincarse definitivamente en Mar del Plata, donde pasó sus últimos años dedicándose a la lectura y meditación de los grandes místicos y a escuchar la música barroca de su admirado Johann Sebastian Bach (1685-1750). Si se le preguntaba por qué no publicaba sus poemas, respondía “mi hora ya ha pasado”. En 1992 sufrió un infarto cerebral que lo privó del habla, y el 8 de enero de 1995 falleció en la ciudad balnearia. Su obra poética fue editada póstumamente por Natacha, su viuda. En 1997 apareció “La grande respiration dansée” (La gran respiración bailada) y al año siguiente “Le grand matin définitif” (La gran mañana definitiva). Luego, en 2004, por iniciativa de la Dirección Cultural de la Alliance Française (Alianza Francesa), la editorial Somogy Éditions d'Art publicó en París “Fredi Guthmann”, una obra en la que se incluyeron los testimonios fotográficos de sus expediciones por Asia y el Pacífico, su numerosa correspondencia, junto a textos de y sobre el autor.

17 de febrero de 2023

Julio Cortázar y Fredi Guthman. La lucidez narrativa y la lucidez existencial en la génesis de “Rayuela” (3)

Paseos y prolegómenos

Poco antes de partir le escribió a Fredi: “Estoy encantado con la noticia de que se puso a traducir ‘Les rois’. No me importa en absoluto que se represente o no (vanidad peligrosa es el teatro) pero me siento muy orgulloso de que usted haya considerado a ‘Los reyes’ digno de traducirse al francés. Por supuesto que esperaré que algún día me haga llegar esa traducción, cuya perfecta coincidencia con el original está descontada -lo que no ocurriría con otro traductor que me conociera menos y se limitara a repetir las palabras-. Muchas gracias de nuevo, y ojalá algún día pudiera yo tener la recompensa de traducir cosas suyas -que tan poco y mal conozco, pero que tanto admiro- al español. (…) Preparo mi viaje. Un amigo me ha sugerido alguna combinación para habitar en la Ciudad Universitaria mientras esté en París. (…) En cuanto a Italia, haré una vida errática, pero me gustaría que (si algún día le vienen ganas de hacer de cicerone epistolar) me diga cuáles son las ciudades y aún las cosas dentro de ciudades que me aconseja ver. No quiero trazarme desde aquí un itinerario meramente estético, para el cual me ayudarían mis lecturas. Tengo un poco de miedo al procedimiento. (…) Cariños a Natacha y un gran abrazo para usted”.
Y poco después, tras recibir la respuesta, le escribió otra: “Querido Fredi: Le agradezco de todo corazón su generosa oferta de dinero. No será necesaria, pero tenga la seguridad de que si hubiese necesitado más plata, no hubiera vacilado en pedírsela. Me arreglaré bastante bien con lo que he juntado. Eso sí, acepto su ofrecimiento de una lista de amigos franceses e italianos, y también todo lo que pueda decirme usted sobre condiciones de vida en París. Puedo vivir en una piecita cualquiera, y comer en donde el apetito me sorprenda. Me dicen que París es horriblemente caro, pero que en cambio puedo economizar más en Italia. De manera que si tiene diez minutos libres, mándeme sus consejos. Me vendrán estupendamente”. Me parece estupendo que persista usted en traducir ‘Los reyes’. ¿De veras suena bien en francés? Un par de personas me habían dicho que les parecía notar una analogía entre ciertas formas poéticas francesas y mis diálogos. No sé, pero me gusta tanto que usted haga con él esa cosa tan bella que hizo con los cuentos y con Ícaro. Y me gusta que haya alguien en Francia a quien le guste el libro… y lo cite. Uno se siente muy importante. Querido Fredi, que tengan ustedes el mejor de los viajes, y un grandísimo abrazo de su amigo Julio”.
Embarcado en el transatlántico “Conte Biancamano”, a mediados de enero de 1950 comenzó su tan anhelada excursión. No sólo visitó París, también fue a Italia y recorrió Roma, Florencia, Padua, Ravenna, Siena y Venecia. El 22 de febrero le escribió una carta a Aurora contándole sus andanzas y, sugestivamente, agregó: “A ratos me siento un poco solo y preferiría compartir experiencias que han sido magníficas”, una suerte de premonición de lo que ocurriría en un par de años. A bordo del buque “Anna C” regresó a Buenos Aires en abril. Años después escribió “Razones de la cólera”, un texto que sería incluido como capítulo final de su poemario “Salvo el crepúsculo” publicado en 1984. Allí expresó: “Desembarqué en un Buenos Aires del que volvería a salir dos años después, incapaz de soportar desengaños consecutivos que iban desde los sentimientos hasta un estilo de vida que las calles del nuevo Buenos Aires peronista me negaban. ¿Pero para qué hablar de eso en poemas que demasiado lo contenían sin decirlo? La ironía, una ternura amarga, tantas imágenes de escape eran como un testamento argentino de alguien que no se sentía ni se sentiría jamás tránsfuga pero sí dueño de vender hasta el último libro y el último disco para alejarse sin rencor, educadamente, despedido en el puerto por familia y amigos que jamás habían leído ni leerían ese testamento”.
El año 1951 fue trascendental tanto para Guthmann como para Cortázar. Mientras Fredi abandonaba concluyentemente su condición de poeta y aventurero y adoptaba como filosofía de vida el misticismo y la meditación, Julio comenzó en enero la escritura de su ensayo “Imagen de John Keats”, el que se publicaría póstumamente. Del poeta inglés había traducido unos años antes “Ode on a grecian urn” (Oda a una urna griega)”. En febrero fallecía en París el escritor francés André Gide (1869-1951), autor a quien Cortázar admiraba y del que había traducido en 1947 su novela “L'immoraliste” (El inmoralista). Escribió: “Ha muerto Gide. Verdaderamente estamos en 1951, a 20 de febrero del primer año de la segunda mitad del siglo. Con Gide muerto, con Valéry muerto, ¿qué queda de una juventud plantada a su clara sombra, atenta a las dos voces más altas de mi Francia?”.
Al mes siguiente, con modesta tirada se publicó su libro de cuentos “Bestiario” y, en los primeros días de mayo, le escribió una carta al titular de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuyo, en la cual le pedía un certificado de las materias que allí había dictado con el fin de solicitar una beca en París a la Embajada de Francia en Buenos Aires, ofreciéndose a realizar allí estudios sobre las conexiones entre la novela y la poesía francesa contemporáneas con la literatura inglesa. Resulta más que evidente que Cortázar quería dejar una ciudad en la que, según diría, “un altoparlante en la esquina de mi casa me impedía escuchar los cuartetos de Béla Bartók”. Finalmente, el 24 de julio el gobierno francés le informó que le concedía una beca por diez meses. Ya seguro de la realización del tan ansiado viaje, con el objeto de reunir algo de dinero vendió su discoteca de jazz y blues que incluía principalmente discos de Jelly Roll Morton (1885-1941), Bessie Smith (1894-1937), Big Bill Broonzy (1898-1958), Duke Ellington (1899-1974), Louis Armstrong (1901-1971) y Dizzy Gillespie (1917-1993). También hizo lo propio con sus libros en las librerías de la avenida Corrientes, entre ellos su gran colección de novelas policiales y de misterio del “Séptimo Círculo”, la serie que dirigían Borges y Bioy Casares. Se despide de amigos y conocidos, lee y relee cartas que guardaba y las termina quemando, y acuerda con la Editorial Sudamericana que el dinero que le correspondería cobrar por la traducción de libros que se publicasen en Buenos Aires, fuera enviado directamente a su madre.


Una semana antes de partir le escribe a Fredi: “No le escribí antes porque estoy envuelto en la maraña previa a las partidas, y ésta es una partida para un largo tiempo, de manera que tengo que dejar resueltos montones de cosas. Es en estos días en que uno, convencido siempre de su libertad, descubre hasta qué punto estaba metido en la tela de araña, atrapado por mil pequeñas y grandes cosas que hay que ir despegando cuidadosamente, y que duelen como una lastimadura cuando se empieza a levantar despacito la venda. Un día es un amigo del que debo despedirme; su casa, sus libros, el olor de ese ambiente donde viví tantas horas agradables; oír por última vez un disco querido (antes de venderlo, como en mi caso) o mirar las láminas de un libro que va a pasar a otras manos. Y después hay que leer cartas, tantas cartas que el fuego espera; y revisar fotografías, para no dejar a la espalda testimonios que a nadie interesan y que es mejor liquidar de una vez por todas. Y cuadernos llenos de poemas, de apuntes, de dibujos; y entonces aparece otra carta entre dos páginas, y la letra es de aquellas que lo devuelven a uno a un lugar preciso, a un amor, a un perfume, a todo el romanticismo de la una de la mañana. Y otra vez el fuego; pero después viene la mañana, y hay que pensar en el cambio del dólar y las visas… Usted, viajero por elección y vocación, sabe mucho más que yo de esto. Me perdonará entonces que se me haya pasado el tiempo sin escribirle, y que aun ahora lo haga al volar de la máquina, y por supuesto sin pensar nada de lo que digo, que es como se escriben las buenas cartas”.
Más adelante, en la extensa carta agregó: “Le agradezco mucho todo lo que me dice y me aconseja sobre mi estadía en París. No se me escapa en absoluto el problema que enfrento, aún en el plazo limitado y relativo de un año, que es la duración de mi beca. Sé de sobra que me espera un invierno difícil, y que me costará salir del paso. Me han adjudicado una habitación en la Cité Universitaire, pero tengo pocas ganas de ir allí, sobre todo al pabellón argentino donde las cosas son una exacta prolongación del clima universitario argentino. Pero creo que ése es un asunto a resolverlo en el terreno. Iré y veré. (…) Me he preguntado a mí mismo si en el fondo lo que estoy buscando es quedarme por siempre en París. Quizá sí, quizá mi deseo intelectual (yo vivo en realidad allá, usted lo sabe bien) es un deseo absoluto, que me abarca por completo. (…) Me parece magnífica la posibilidad de que nos veamos, aunque sea pocos días, allá. Sí, cuánto quiero hablar con usted, cómo necesito medir desde mi ignorancia esa experiencia a la cual su alma está entregada. Me llevo a París un sólo disco, metido entre la ropa; es un viejísimo blues de mi tiempo de estudiante, que se llama ‘Stack O’Lee Blues’, y que me guarda toda la juventud. Tengo montones de cosas que hacer todavía aquí, y le pido me perdone. Yo le confirmaré una dirección apenas llegue allá, para que usted pueda avisarme cuándo pasarán por París. Hasta pronto, Fredi, con todo el afecto de Julio”.


Finalmente, a media tarde del lunes 15 de octubre de 1951, Cortázar se despide de Buenos Aires a bordo del barco “Provence”. Dos décadas después, en una nota publicada por la revista “Atlántida”, María Herminia Descotte (1894-1993), su madre, haría referencia a aquella partida: “En un principio era -me consta- un repudio a la situación política del país: el peronismo lo mortificaba. (…) Deben existir, también, afectos mínimos, de esos que sumados hacen un universo. Es un feroz enemigo de la chismografía, por ejemplo, y todo el mundo sabe de la independencia con que se vive allá, sin que a nadie se le importe un comino de lo que hace el vecino. Yo supongo que él ama seriamente a la Argentina, entendida como patria; pero piensa que tenemos demasiados defectos”.
No mucho tiempo después de su llegada, le escribió a su amigo el artista plástico
Eduardo Jonquiéres (1918-2000): “No me fui bien de Buenos Aires; después de haber creído que saldría de allí con pena pero sereno, ocurrió que me fui muy poco tranquilo, rodeado de sombras. Irse no es nada, la cosa es darse cuenta que hay una mecánica de chicle, que te has quedado adherido y te vas estirando. (…) Si París me tragó ya los cinco sentidos, no pudo aún sacarme del pozo personal en que vivo. Ordenar papeles, hoy, ver asomar letras, rostros, cosas compartidas, me ha dejado triste; cada libro coincide con un tiempo, una casa, una voz, una polémica. La sola contemplación de un sobre, o el olor del papel, me devuelven a latigazos a Buenos Aires. No estoy triste de estar en París. Está bien, y ahora sé que es necesario que esté aquí. Es asombroso advertir cómo una cadena de decisiones puede modificar una vida y su circunstancia, por lo menos la circunstancia, de modo tan radical. ¿Soy yo aquel que traducía pasaportes en una oficina de la calle San Martín?”.
Ese mismo año, cuando el matrimonio Guthmann pasó por París tras regresar de la India camino a la Argentina, Fredi y Julio se encontraron e intercambiaron detalles de sus respectivas vivencias existenciales, uno en Tiruvannamalai y el otro en Buenos Aires. Cortázar dejó sentado por escrito su impresión del encuentro en una carta que le escribió a Guthmann -ya no tratándolo de usted, sino tuteándolo- al día siguiente: “Lo que puedo decirte (y esta tonta carta tiene ese objeto) es que en ti veo la presencia viva de eso que tus palabras no alcanzan todavía -por mi enorme ignorancia- a mostrarme con claridad. Tú has vuelto de allá con ojos nuevos. Ya te lo dije anoche, y es cierto. Tu cara es la misma, pero te han cambiado la mirada. Tenías una mirada huyente, acechadora, analítica. Ahora miras y ves de una manera que mi propia mirada siente profundamente. En cuanto a tus palabras, espero humildemente entenderlas mejor si tienes el deseo de continuarlas para mí. No sé lo que pasará, porque la batalla es dura y yo me he conformado hasta hoy con lo que tenía y alcanzaba. Pero el hecho de que haya una batalla te prueba (y me prueba) que nuestro encuentro de anoche no ha sido inútil ni estéril. Quisiera que me creas digno de seguir escuchándote”.


Fredi Guthmann, a su regreso a la Argentina, vivió alternadamente en Mar del Plata, en donde pasaba sus horas leyendo poesía y filosofía mística, y en Buenos Aires, en donde se ocupó de la joyería familiar. Y durante varios años siguió viajando con su esposa a Europa y también varias veces a Chile. En tanto Cortázar recibió en septiembre de 1952 una carta de Aurora Bernárdez avisándole que llegaría a París el 22 de diciembre, una noticia que cambió notablemente su estado de ánimo. Efectivamente, el 2 de diciembre de 1952, Aurora se embarcó en el buque “Laennec” y partió al encuentro de aquel escritor desgarbado que pronunciaba mal las erres con el cual había encontrado muchas afinidades intelectuales, algo que los llevó a establecer un vínculo indestructible a pesar de los vaivenes de la vida. 
A todo esto, la beca de Cortázar había concluido y pudo conseguir un trabajo como traductor en la sede parisina de la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), situada en el Hôtel Majestic del barrio residencial de Passy.

16 de febrero de 2023

Julio Cortázar y Fredi Guthman. La lucidez narrativa y la lucidez existencial en la génesis de “Rayuela” (2)

Peripecias y anécdotas

En aquel tiempo Cortázar, además de trabajar en la Cámara Argentina del Libro, tras cursar los estudios de Traductor Público Nacional, en su nueva vivienda se dedicó a traducir para las editoriales “Nova”, “Argos” y “Gulab y Aldabahor”. Así se fueron sucediendo “La poésie pure” (La poesía pura) de Henri Bremond (1865-1933), “L'immoraliste” (El inmoralista) de André Gide (1869-1951), “Memoirs of a midget” (Memorias de una enana) de Walter de la Mare (1873-1956), “The man who knew too much” (El hombre que sabía demasiado) de Gilbert K. Chesterton (1874-1936) y “Naissance de l'Odyssée” (Nacimiento de la Odisea) de Jean Giono (1895-1970). También trabajó como traductor de documentos en el Estudio de Traducción Havas ubicado muy cerca de su nuevo domicilio, exactamente en la calle San Martín 424, adonde llegó por recomendación de Fredi Guthmann, que era amigo del dueño, con quien Cortázar se asoció.
En el libro “La fascinación de las palabras”, en el que se reproduce un exhaustivo diálogo entre Cortázar y el escritor y periodista uruguayo Omar Prego Gadea (1927-2014), el autor de “Todos los fuegos el fuego” manifestó: “Yo fui efectivamente traductor público en Buenos Aires, donde tuve una oficina, y les traduje cartas a las prostitutas del puerto que me traían las que les mandaban sus marineros desde diferentes lugares del mundo. Había que traducir del inglés al español y luego contestar en inglés a la persona en cuestión. Fue mi socio quien me dejó eso en herencia y yo lo continué por lástima, porque esas chicas eran totalmente indefensas en materia epistolar y en materia idiomática”. Algo similar expresó en una entrevista que le realizó en París el escritor y periodista Osvaldo Soriano (1943-1997), la que apareció publicada en la revista “Humor” en septiembre de 1983: “Entre la clientela que me dejó mi socio me encontré con cuatro o cinco clientas que eran prostitutas del puerto a quienes él les traducía y escribía cartas en inglés y en francés. Entonces yo me encontré con ese problema. Recuerdo que él les cobraba cinco pesos, más por la forma que por el trabajo. Entonces, cuando yo heredé eso, me pareció cruel decirles que porque yo era el nuevo traductor no iba a hacer ese trabajo”.


En 1983, en su relato “Diario para un cuento” incluido en el libro “Deshoras”, Cortázar contó en primera persona la historia de una prostituta de Buenos Aires llamada Anabel quien le encomendó la traducción de la correspondencia entre ella y un marinero. A lo largo del cuento, es inevitable conjeturar si se trata de un relato autobiográfico o ficticio, sobre todo cuando narra su “casi” amistad con el escritor Adolfo Bioy Casares (1914-1999): “Quisiera ser Bioy porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona, aunque nuestras timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser amigos. Sacando la cuenta lo mejor posible creo que Bioy y yo sólo nos hemos visto tres veces en esta vida. La primera en un banquete de la Cámara Argentina del Libro, al que tuve que asistir porque en los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación, y en cuanto a él vaya a saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por encima de una fuente de ravioles, nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación se redujo a que en algún momento él me pidió que le pasara el salero”.
Simultáneamente escribía y, en los números 20, 21 y 22 de la revista “Los Anales de Buenos Aires” que dirigía Jorge Luis Borges (1899-1986), los cuales aparecieron respectivamente en octubre, noviembre y diciembre de 1946, publicó dividido en tres partes su cuento “Casa tomada” ilustrado por Norah Borges (1901-1998), la hermana del autor de “Historia universal de la infamia”, “El Aleph” y “El libro de arena”, entre muchas otras obras memorables. Asimismo publicó trabajos críticos en las revistas “Realidad” y “Sur”. En la primera de ellas, dirigida por el filósofo hispano-argentino Francisco Romero (1891-1962), aparecieron sus notas sobre “The heart of the matter” (El revés de la trama) de Graham Greene (1904-1991) y sobre “Adan Buenosayres” de Leopoldo Marechal (1900-1970). En la segunda, dirigida por la escritora argentina Victoria Ocampo (1890-1979), se publicaron sus reseñas sobre “The unquiet grave” (La tumba sin sosiego) de Cyril Connolly (1903-1974) y sobre “Libertad bajo palabra” de Octavio Paz (1914-1998).


En diciembre de 1948 le escribió una carta a Fredi (la primera de las diecisiete que le escribiría a lo largo de veinte años), quien se encontraba en Italia, en la cual entre otras cosas le decía que “no hay como un título de Traductor Público para precipitarlo a uno en la más vergonzosa disolución moral. Todas las imprecaciones de Artaud serían pocas para calificar esta desmenuzación del alma que se opera cuando uno vive envuelto, por fuera y por dentro, en una atmósfera blanda y legamosa. Pero yo no he nacido para quejarme, además que Musset y Lamartine agotaron la cuota de la self-pity [autocompasión]. No sólo no me quejo sino que en realidad estoy bastante contento. (…) De modo que queda usted perfectamente enterado de mi ubicación burocrática en el gran Panteón de los tradittores [traductores]. Me burlo, como usted ve, pero estoy tan agotado que me descubro a mí mismo haciendo tonterías, creándome problemas inexistentes (si eso es posible) y añorando épocas felices, que no lo eran en absoluto, y me consta; pero se llega a tal grado de embrutecimiento…”.
En aquel año Cortázar conoció a la precoz poetisa María Elena Walsh (1930-2011)​​ quien el año anterior, con tan sólo diecisiete años, había publicado su primer libro: “Otoño imperdonable”. Cincuenta años más tarde, en una nota publicada en el diario “La Nación”, la escritora y cantautora que trascendería fundamentalmente por sus libros y canciones dedicados al público infantil, recordó que “en Florida y Viamonte estaba el roñoso café donde era posible irrumpir en una rueda juvenil y discutir sobre proyectos de revistas siempre nonatas y destilar maldades contra Arturo Capdevila, Hugo Wast o Ricardo Rojas, dinosaurios bien apodados figurones. (…) Pero quien abría las puertas y las páginas de esa efímera empresa, quien daba una bienvenida entusiasta con el inevitable café de la amistad, era Alberto Mario Salas, autor de encantadoras crónicas históricas. (…) A veces, una cabecita sobresalía de la rala multitud y algún experto informaba quién era: un sonetista secreto que leía a Paul Valéry, cultivaba el cine europeo y se llamaba Julio Cortázar”.


Esa confitería, llamada Jockey Club, era muy frecuentada por estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, por entonces ubicada a una cuadra y media de la confitería sobre la calle Viamonte. Entre ellos estaba la futura escritora y periodista Inés Malinow (1922-2016), quien años después recordaría que había conocido a Cortázar cuando ella obtuvo un premio de la Cámara Argentina del Libro, donde él trabajaba. “En ese momento él pasó a ser una persona más de las que yo conocía. Yo tenía trato con mucha gente, muchos profesores, muchos compañeros. Él era muy charleta. ¡Muy charleta, eh! Le gustaba mucho hablar, sobre todo de arte”. Inés era amiga de una estudiante hija de gallegos llamada Aurora Bernárdez (1920-2014), hermana del poeta Francisco Luis Bernárdez (1900-1978) con quien frecuentaba los cafés del microcentro porteño para discutir sobre arte y poesía. Estudiante también en la Facultad de Filosofía y Letras, Aurora había leído el cuento “Casa tomada” y le había gustado mucho.
Inés Malinow recordaría que “ella me dijo que lo admiraba por el cuento que él había escrito. Así fue, de admiración a admiración, que terminaron encontrándose”. Lo que Aurora -también traductora- desconocía, es que Cortázar ya sabía quién era ella. En enero de 1947 él había publicado varias notas en la revista “Cabalgata”, entre ellas una reseña de “La nausée” (La náusea) de Jean Paul Sartre (1905-1980), en la cual expresó que “no se tardará en advertir la maestría de Jean Paul Sartre en el manejo de una narración que comporta incesantemente las más sutiles intuiciones, el hallazgo del existir como pura contingencia, como absurdo al cual se debe dar -si se puede- un sentido”. Y con respecto a la traducción al español agregó en el último párrafo: “Aurora Bernárdez vertió el difícil lenguaje de la obra con una exacta noción del ritmo sartriano; en cada página hay pruebas de su esfuerzo y su eficacia”.
El primer encuentro entre ambos fue en el café Boston, en pleno microcentro porteño, y allí simpatizaron de inmediato. Desde el primer momento en que se conocieron encontraron fuertes afinidades, especialmente intelectuales. Además de Inés Malinow, estaba también el escritor Adolfo Pérez Zelaschi (1920-2005), pero la conversación se centró entre los dos traductores que hablaron sobre temas comunes. Los otros dos presentes en la reunión pasaron casi inadvertidos. Al día siguiente Cortázar le envió una brevísima carta: “Amiga Aurora, gracias por la grata charla de ayer, y hasta siempre”. Aurora Bernárdez recordaría años después: “Después de ese primer encuentro, seguimos viéndonos algunas veces, por supuesto. Éramos muy amigos”. Inés Malinow por su parte opinaría: “Yo creo que enseguida ellos se enamoraron. Pasaron uno o dos años hasta que se fueron a París. Bueno, Julio se fue primero y Aurora después”. Allí se casarían en 1953.


Por su parte, en 1948 Fredi y Natacha viajaron a París, donde se casaron al año siguiente y juntos emprendieron un viaje a la India,  país que acababa de lograr su independencia y en el que residieron durante dos años. Poco antes de emprender ese trascendental viaje, Guthmann recibió una carta que Cortázar le envió el 3 de marzo de 1949. En ella, entre otras cosas le contó sus caminatas por la ciudad. “He explorado sistemáticamente la Boca, Belgrano, Villa Lugano, los pueblecitos del oeste, y no crea usted que no me he divertido. Eran paseos sin propósito fijo, nada más que salir y tomar sol y meterme en los almacenes a chupar caña y comer salame (ahora conozco diez o quince sabores nuevos de salame). (…) Voy por las mañanas al estudio y aprendo lo mejor que puedo el oficio. Naturalmente, tiene múltiples triquiñuelas, y es preciso irlas conociendo una tras otra. (…) ¿Cómo andan Natacha y usted? La verdad es que los extrañamos mucho. Aquí se está empezando a leer cada vez más a los novelistas italianos de ahora, sobre todo Elio Vittorini y Carlo Levi. ¿Valen la pena? Querido Fredi, ahí van mis pocas noticias, si tiene ganas mándeme unas líneas (uno de sus célebres palimpsestos a lápiz que obligan a acudir a todos los recursos, inclusive las lupas, tintas simpáticas, lámparas fluorescentes, etc.). Dígale a Natacha cuánto la recuerdo con todo mi afecto y reciba un abrazo fuerte de su siempre amigo Julio”.
Tras la respuesta, Cortázar le envió otra carta: “Mil gracias por su carta. Me llegó justamente cuando me disponía a escribirle, pensando que pronto se pondría en viaje hacia el Este, y que después ya no sería fácil alcanzarlo. Usted se embarca hacia la fuente, es cierto; pero… ‘no me buscarías si no me hubieras ya encontrado’. Siempre me pareció ver en usted (¡y lo he conocido tan poco y tan mal!) una situación muy clara y definida, como la del hombre que a mitad de la vida se ha quitado ya de encima todo o casi todo lo accidental, lo transitorio. Incluso su tendencia a desplazarse, a ir de un lado a otro, me pareció un afán de no enraizarse, de no recaer en la triste condición del hombre que tiene una sola casa, una sola mesa, un solo libro, una sola ventana con un solo paisaje. Simplificación, y a la vez enriquecimiento. Por eso me parece que usted va admirablemente preparado para su experiencia oriental. En fin, buen viaje para Natacha y usted”.


En la India, el incansable viajero se dedicó a la meditación guiado por los grandes maestros espirituales hinduistas Ramana Maharshi (1879-1950) y Sathya Sai Baba (1926-2011). El hecho de haber visitado el “áshram” (centro espiritual de meditación) del gurú Maharshi en momentos en que éste agonizaba fue para Fredi una experiencia imborrable. Su espíritu torturado desde la infancia por las tempranas muertes de sus padres encontró cierta serenidad y sosiego espiritual, una vivencia mística que implicó el inicio de una nueva vida para él. A partir de entonces dejó definitivamente de escribir poesía, convencido de haber tenido acceso a una nueva serenidad frente a la cual toda palabra era inútil. De allí en adelante se dedicó a la lectura de las obras de filósofos hinduistas como Sri Aurobindo (1872-1950) y Surendranath Dasgupta (1887-1952), y también las de los fundadores de la mecánica cuántica Erwin Schrödinger (1887-1961) y Werner Heisenberg (1901-1976), quienes entrelazaron en sus estudios la física cuántica con el misticismo hindú.
Un par de años antes, en el verano de 1949 Cortázar escribió su primera novela, “Divertimento”, la cual recién sería publicada póstumamente en 1986. En la casa de la calle José Artigas 3246 en el barrio de Agronomía, donde vivían su madre y su hermana y él visitaba los fines de semana, recibió la visita de Aurora. También por entonces Natacha llegó un día a la oficina de Cortázar y le dijo que se iba Francia para casarse con Fredi. En una carta escrita dos años después, Cortázar le contó: “Siempre recuerdo su rostro cuando fue a visitarme a la Cámara del Libro y me dijo ‘me voy a París, pasado mañana me voy a París’. Todos los arcos de los puentes, todos los colores de Georges Rouault giraban como nubes en sus ojos. Ese día usted ya estaba en París, viviéndolo”.
Eran tiempos en los que Cortázar deseaba vehementemente viajar a Europa. Leía apasionadamente novelas de las escritoras Sidonie Gabrielle Colette (1873-1954) y Elizabeth Bowen (1899-1973). “Paris de ma fenêtre” (París desde mi ventana) y “Claudine à Paris” (Claudine en París) de la autora francesa, yTo the North” (1932)  (Hacia el Norte) y “The house in Paris” (Una casa en París) de la irlandesa, no hicieron más que incrementar aquel deseo. A fines de ese año Cortázar dejó su puesto de gerente en la Cámara del Libro y, en enero de 1950, finalmente cumplió su ansiado sueño. No le resultó fácil conseguir los fondos necesarios para costear el viaje. Fredi Guthmann se ofreció a prestarle dinero, pero Cortázar no aceptó; reunió sus escasos ahorros producto de los ingresos obtenidos por sus traducciones en la Cámara Argentina del Libro y en el Estudio de Traducción Havas, y sus artículos en las revistas “Realidad” y “Sur”.