APRENDAN GEOMETRÍA
Fredric Brown
Estados
Unidos (1906-1972)
Henry
miró el reloj. A las dos de la mañana cerró el libro, desesperado. Seguramente
lo suspenderían al día siguiente. Cuanto más estudiaba geometría, menos la
comprendía. Había fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la
universidad. Solo un milagro podía salvarlo. Se enderezó. ¿Un milagro? ¿Por qué
no? Siempre se había interesado por la magia. Tenía libros. Había encontrado
instrucciones muy sencillas para llamar a los demonios y someterlos a su
voluntad. Nunca había probado. Y aquel era el momento o nunca. Tomó de la
estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas,
ponerse a cubierto en un pentágono, llega el demonio, no puede hacernos nada y
se obtiene lo que se desea. ¡El triunfo es nuestro! Despejó la sala retirando
los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo, con tiza, el
pentágono protector. Por fin pronunció los encantamientos. El demonio era
verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje.
-
Siempre he sido un inútil en geometría… -comenzó.
-
¡A quién se lo dices! -replicó el demonio, riendo burlonamente.
Y
cruzó, para devorarse a Henry, las líneas del hexágono que aquel idiota había
dibujado en vez del pentágono.
LA ELEFANTA
Alfonso Reyes
México
(1889-1959)
Los
elefantes de un circo que llegaban a la ciudad de México se escaparon en la
estación y, espantados con los pitos de las locomotoras, se echaron a correr
por las calles, enfurecidos, haciendo destrozos. Un pobre señor salía con su
mujer y su niña de alguna comida con amigos y traía su par de copas. Al pasar
junto a él, a la elefanta le tiraron de la cola. El animal se volvió, lo
levantó con la trompa, lo aplastó en el suelo y lo pisoteó. Me parece todavía
más horrible el dolor de la viuda y la hija, porque no pueden ni contar de qué
murió el pobre hombre. Si dicen “Lo mató una elefanta”, todo el mundo se echa a
reír.
TARDE DE TOROS
Rosa Beatriz Valdez
Argentina
(1950)
Domingo
de sol. En la plaza de toros la multitud aplaude entusiasmada. El torero hace
ondear su capote y saluda al público que lo aclama. “¡Que te coge el toro,
Manolete!”. En la arena, un reguero escarlata...
Congoja
nacional. Cierre de comercios. Suspensión de actividades. Bandera a media asta.
Todo el pueblo llora y quiere darle su último adiós. Al llegar al cementerio,
el cortejo se detiene frente al portal de hierro con cadena y candado. Un gran
cartel: “Cerrado por duelo”.
REPERCUSIÓN
Roberto Perinelli
Argentina
(1940)
Soy
un adicto lector de diarios, obligado a consumir la droga todas las mañanas,
mientras desayuno. Por eso estoy enterado de las noticias del mundo, de, por
ejemplo, que la NASA festejó su cincuenta aniversario enviando al espacio “Across
the Universe” de los Beatles. También es por eso que no me sorprendí para nada
cuando un ET (pariente, me dijo), verde, petisito, tres orejas, siete dedos,
uno, el del medio, mucho más largo que los otros seis, me paró en la esquina de
Diagonal Norte y Maipú para preguntarme dónde quedaba Liverpool.
REDES
Eliana Soza Martínez
Bolivia
(1979)
La
tarde languidecía. El trinar de las aves despidiendo el día era el aviso del
comienzo de mi jornada. Salí con premura a calles húmedas, mojadas por el dolor
de sus transeúntes. Mis pasos seguros demostraban mi reinado en las aceras
apenas iluminadas, que se desdoblaban hasta una plazuela transformada por las
sombras de la noche. La luna jugaba con las estrellas y yo con mi cartera. Me
quedé ensimismada viéndolas en una esquina, pero un golpe de realidad me sacó
de mi abstracción. La bocina de un auto me llamaba, alguien me iba a recoger.
Subí, como siempre, con una sonrisa fingida. Lástima, era otro esquizofrénico
que fantaseaba con asesinar mientras lo hacía. Lo que no sabía es que no era el
primero; varios habían caído en mis redes hechas de satén y encaje. No por nada
me llaman la Viuda Negra.
UN VIERNES DE MAÑANA
Milia Gayoso Manzur
Paraguay
(1962)
Doña
María solía cantar alegres canciones en la pequeña cocina. Vivía en un
inquilinato, donde su reino se reducía a una pieza y otra aún más pequeña que
servía como cocina, comedor y lugar para guardar los trastos, que ella tenía a
montones. Era morena, de cabellos ensortijados poblados de numerosas canas.
Tenía un carácter jovial, le gustaba conversar, reunirse con los demás
inquilinos, pero la gente en general le huía porque exhalaba un tufo
insoportable. Los que la conocían de antaño contaron que vivía allí desde hacía
cuarenta años atrás, llegó de España con su primer marido y se instalaron en
esa pieza. Diez años después enviudó y volvió a casarse enseguida. Por aquella
época ella era una mujer hermosa, de aspecto cuidado, pero años después volvió
a enviudar, entonces se descuidó por completo.
Vivía
sola, con un gato negro con quien se pasaba horas conversando. Le hablaba al
animal como si éste fuera a entenderle, le reprochaba constantemente que
orinara sobre el piso de madera y no en la caja de cartón con aserrín que le
preparaba. La pieza de doña María era un misterio, siempre tenía la puerta y la
enorme persiana cerradas, y sólo se percibía un poco de luz por las rendijas.
Solamente otra señora española que tenía casi el mismo tiempo que ella en el
inquilinato solía contar que tenía hermosos muebles, finas joyas. Pero algunos
comentaban que seguramente sus sábanas estaban duras como una lona de tanta
mugre.
Los
jueves, un olor insoportable salía de la pieza de doña María, y todos los demás
inquilinos se tapaban la nariz cuando pasaban cerca, pero no le decían nada
porque conocían el origen de tal olor desagradable. En dos enormes tachos,
sobre sus calentadores, hervía todo tipo de menudencias de vaca para alimentar
a veinticuatro perros, protegidos suyos. Tales animales vivían con una anciana
amiga y una vez a la semana doña María salía cargada con dos enormes bolsones
en los cuales llevaba bofe, corazón o riñón hervido, además de galletas duras
que compraba en los almacenes. Nadie sabía de dónde sacaba el dinero para
mantenerse y comprar la comida para sus perros, entonces se conjeturaba que tal
vez fuera vendiendo sus joyas de a poco, o que su anterior marido le haya
dejado dinero en el banco. Lo cierto es que, aunque doña María no cuidaba su
aspecto exterior, sí cuidaba su alimentación, y jamás dejaba de comer
galletitas de hojaldre con su mate de la mañana, y solía preparar aromáticos
bifes que compartía con su gato.
Una
vez estuvo sin salir tres días de su pieza, entonces tres vecinos forzaron su
puerta y entraron a verla, la encontraron con fiebre y delirando, sobre su
colchón húmedo de orín. Trajeron un médico para atenderla y cuando estuvo
mejor, una de las vecinas la llevó al baño y munida de jabón y esponja, la bañó
como a un bebé, le cambió la ropa y las sábanas y le barrió la habitación. Los
muebles de su pieza, la cama, la araña, correspondían a la habitación de una
princesa. Una larga cortina de terciopelo rojo, ennegrecido por el tiempo,
cubría casi toda una pared, y todo estaba extrañamente ordenado, nada fuera de
lugar. Los aparadores y el ropero estaban llenos de hermosos vestidos que no
usaba desde mucho tiempo atrás. Sanó. Continuó hirviendo bofe los jueves y
peleando con su gato, amenazándole de que le iba a cortar la cabeza y ponérselo
en un florero por orinar en el piso. Continuó comiendo galletitas con el mate y
canturreando mientras ofrecía un sandwich de queso a la vecina que nunca le
aceptaba comida alguna.
Muchísimos
jueves después, un viernes de mañana, se escuchó llorar al gato dentro de la
pieza. La vecina española golpeó la persiana pero doña María no abría. Entonces
pidió ayuda para forzar la cerradura. Vestida con un vestido de lana verde,
doña María dormía. En su rostro blanco, se veían perfectamente los surcos
negros y las manchas. A un costado de la cama estaban los dos bolsones con
comida, y uno de ellos ya había sido asaltado por el gato, que sentía mucha
hambre.
DOLOR PASAJERO
Ernesto Bustos Garrido
Chile
(1943)
La
niña tropezaba y lloraba; lloraba y tropezaba; gemía y lloraba; tropezaba y
gemía. De sus ojos ya no fluían lágrimas; de sus ojos solo brotaban ríos de
pena. Y la sorbía y la sorbía, con el ruido de la niñez, porque pañuelo no
llevaba. A veces se pasaba la manga de su chalequita para limpiar sus mocos.
Salía del cementerio. La llevaba de la mano una mujer mayor, con cara de
carcelera y vestida con hábito de color café. La niña había llegado desde el
orfanato hasta la tumba de su madre para contarle su desgracia.
-
Mamita, tengo mucha pena -le decía, abrazada a la piedra de la lápida-. Mamita,
tengo mucho dolor y mucha vergüenza. Mamita, el hombre me dijo que era bonita y
me levantó las polleras. Las monjitas me dicen que eso fue pecado. ¿Qué me
dices tú? ¿Qué puedo hacer para sacarme este dolor?
La
tumba había guardado silencio. La monja, al salir del camposanto, le dio un
tirón a su brazo y le dijo:
-
Olvídate chiquilla, es sólo un dolor pasajero.
UNA BREVE NOTICIA DE
HACE MUCHO TIEMPO
Lydia Davis
Estados
Unidos (1947)
Escuchamos
esta historia hace varios años en el noticiero vespertino: en su noche de bodas
una novia y un novio se embriagaron con sus amigos y luego abordaron el auto de
la novia y se marcharon. En un camino sin salida junto a un paso elevado
detuvieron el coche, apagaron el motor y comenzaron a discutir en voz alta. La
discusión se oía en las casas cercanas y se prolongó tanto que varios vecinos
empezaron a atenderla. Al cabo de un rato, el novio gritó a la novia:
-
Está bien, entonces atropéllame.
A
estas alturas los vecinos también miraban la escena desde sus ventanas. El
novio bajó del auto, cerrando de un golpe la puerta tras él, y se acostó
frente a la llanta delantera del lado del pasajero. La novia arrancó el coche
y le pasó por encima el vehículo de mil ochocientos kilos. El novio murió al
instante. El matrimonio había durado unas cuantas horas. Al momento de su
muerte, el novio aún vestía esmoquin.
UNA INMORTALIDAD
Carlos Almira
España
(1965)
El
poeta de moda murió y levantaron una estatua. Al pie grabaron uno de los
epigramas que le valieron la inmortalidad y que ahora provoca la indiferencia o
la risa, como la chistera, el corbatín y la barba de chivo del pobre busto. El
Infierno no es de fuego ni de hielo, sino de bronce imperecedero.
EN EL CAFÉ
Kjell Askildsen
Noruega
(1929-2021)
Una
de las últimas veces que estuve en un café fue un domingo de verano, lo recuerdo
bien, porque casi todo el mundo iba en mangas de camisa y sin corbata, y pensé:
tal vez no sea domingo como yo creía, y el hecho de que pensara exactamente eso
hace que me acuerde. Me senté a una mesa en medio del local, a mi alrededor
había mucha gente tomando canapés y bollos, pero casi todas las mesas estaban
ocupadas por una sola persona. Daba una gran impresión de soledad, y como
llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie, no me habría importado intercambiar
unas cuantas palabras con alguien. Estuve meditando un buen rato sobre cómo
hacerlo pero, cuanto más estudiaba las caras a mi alrededor, más difícil me
parecía, era como si nadie tuviera mirada. Desde luego el mundo se ha vuelto
muy deprimente. Pero ya había tenido la idea de que sería agradable que alguien
me dirigiera un par de palabras, de modo que seguí pensando pues es lo único
que sirve. Al cabo de un rato supe lo que haría. Dejé caer mi cartera al suelo
fingiendo que no me daba cuenta. Quedó tirada junto a mi silla, completamente
visible a la gente que estaba sentada cerca, y vi que muchos la miraban de
reojo. Yo había pensado que tal vez una o dos personas se levantarían a
recogerla y me la darían, pues soy un anciano, o al menos me gritarían, por
ejemplo: “Se le ha caído la cartera”. Si uno dejara de albergar esperanzas, se
ahorraría un montón de decepciones. Estuve unos cuantos minutos mirando de
reojo y esperando, y al final hice como si de repente me hubiera dado cuenta de
que se me había caído. No me atreví a esperar más, pues me entró miedo de que
alguno de aquellos mirones se abalanzara de pronto sobre la cartera y
desapareciera con ella. Nadie podía estar completamente seguro de que no
contuviera un montón de dinero, pues a veces los viejos no son pobres, incluso
puede que sean ricos, así es el mundo, el que roba en la juventud o en los
mejores años de su vida tendrá su recompensa en su vejez. Así se ha vuelto la
gente en los cafés, eso sí que lo aprendí, se aprende mientras se vive, aunque
no sé de qué sirve, así, justo antes de morir.