16 de marzo de 2025

Samanta Schweblin: “Soy lectora de cuentos. Me atrae el género por la energía que puede acumularse en tan pocas páginas y el impacto que estas historias logran sobre un lector” (2/2)

Samanta Schweblin piensa que la literatura está muerta si no hay quien la lea: “La literatura sucede a un ritmo de baile de a dos, un paso el escritor, otro paso el lector. Y la principal regla del baile es la misma que en la escritura: se baila de a dos pero sin pisarse”. Considerada una de las escritoras contemporáneas más destacadas de la literatura argentina y latinoamericana, sobre ella ha dicho la novelista, ensayista y poeta estadounidense Siri Hustvedt (1955): “Schweblin combina el impulso urgente que caracteriza a toda gran narrativa con precisas, aunque inquietantes, descripciones de sentimientos humanos que a menudo no tienen nombre, esas zonas ambiguas de la realidad humana donde se entremezclan el asombro, el temor y el deseo”. En el mismo sentido se expresó la escritora estadounidense Lorrie Moore (1957): “Nadie escribe como Samanta Schweblin. Sus historias son únicas, maravillosamente impredecibles y cautivadoramente extrañas”. Otro tanto ha hecho el escritor español Enrique Vila Matas (1948): “El asombro nos deja desarmados ante algo que creíamos familiar y que en un instante se nos muestra como absolutamente nuevo. En la experiencia de leer a la gran Schweblin se produce ese movimiento. Hay un antes y un después y el recuerdo de algo que no va a dejarnos nunca”.
En las entrevistas que ha concedido a raíz de la publicación de “El buen mal”, además de referirse a sus características y a su concepción de la literatura en general, ha manifestado su inquietud con respecto a la situación que vive la Argentina donde, según sus palabras, “se está librando una batalla cultural que es muy fuerte. Hay una cultura que trata de aniquilar a otra. Tratar de anular la cultura en un país en el que la misma cultura ha sido un lugar de resguardo y de brutal resistencia no es nada inteligente. Hemos pasado por estos ciclos antes, muchas veces -agregó-. Y como la mujer de este libro, nos volvemos a poner de pie. Depende con qué regla se mida esto: si realmente estamos sucumbiendo o si estamos pasando por un pésimo momento”.


Lo que sigue es la segunda parte de la compilación de fragmentos de las entrevistas aparecidas en las revistas “Vice”, “Cabal” y “Letras Libres”, y en los diarios “Infobae” y “Clarín” en los años 2013, 2019, 2022 y 2025.
 
¿Cómo comenzó todo esto? ¿De dónde proviene tu vocación?
 
Creo que es algo que siempre estuvo ahí. No hubo un momento mágico de revelación, es algo que hice desde que tengo memoria. Cuando no sabía escribir le dictaba las historias a mi mamá. Lo que si tuve fue una infancia muy estimulante. Mis papás me leían muchísimo. Y mis abuelos maternos, los dos artistas plásticos, tuvieron una presencia muy fuerte también en mi formación.
 
¿Qué es lo que más te divierte, en lo personal, del proceso de planificación y armado de un libro?
 
La escritura. El momento en el que al fin sé más o menos qué es lo que quiero contar, y empiezo a trabajar en una historia. Antes podía hacer una distinción entre la etapa de escritura y la de reescritura, o corrección. Ahora prácticamente se dan juntas, hace tiempo que reescribir y corregir dejó de ser un ejercicio de recorte para convertirse en uno de amplitud, en parte de la propia escritura.
 
¿Qué tipo de lecturas son las que más te movilizan o conmueven?
 
Las que me ayudan a descubrir o entender algo nuevo, aunque solo se trate de un detalle en el que no había pensado antes.
 
¿Las ficciones revelan de manera inevitable algo de la psicología de su autor, o es posible escribir sobre lo que no se es o no se comprende?
 
Un lector atento puede deducir mucho de un escritor, más de lo que al escritor le gustaría. Cuando uno lee, lee la historia, pero lee también al autor. Es incómodo, pero finalmente el lector sigue las huellas de un recorrido que siempre es personal, incluso cuando no es autobiográfico.
 
¿Trabajas los cuentos en función del final o podés partir de una idea sin tener claro dónde te lleva? ¿Qué podés contar acerca de tu método de trabajo?
 
Puedo jugar un rato con algo que no sé qué forma tendrá, a modo de prueba o de ejercicio. Pero para meterme más en la historia y ponerme realmente a trabajar necesito entender un poco más el final, hacia dónde voy. A veces esto puede ser descubrir la imagen final con mucha nitidez, otras, apenas tener una idea de clima, o una sensación, pero avanzar a ciegas me trae muchos problemas. Si no sé hacia dónde voy prefiero leer, caminar, pensar, rondar la idea sin las fatalidades de tener un lápiz a mano, que fija y concreta las palabras más rápido de lo que puedo elegirlas.
 
¿Le das más importancia a la trama, a la atmósfera, a la construcción de los personajes, o el relato es una unidad en la que cada uno de esos elementos debe tener peso propio?
 
Es una unidad. A veces tengo claras las ideas, pero no puedo avanzar hasta no encontrar al personaje, a veces veo con claridad el personaje, pero sin una idea que lo empuje a moverse es imposible ponerlo en acción. A veces tengo ambas cosas, pero ni el clima ni el tono parecen acompañarlos. Pero con el tiempo también fui descubriendo que hay que prestarle mucha atención a la primera impresión que uno tiene de una idea. Todo está ahí, la extensión, el género, el personaje, la cadencia del narrador. El germen más auténtico de una idea tiene a veces todas las pistas que se necesitan para avanzar.
 
¿Reconoces características comunes a los escritores de tu generación, hay algo que los distancie de la tradición y los distinga de algún modo?
 
No puedo identificar nada en particular, pero quizá sea porque justamente pertenezco a esa generación, quizá se necesite un poco más de distancia para contestar esto. Sí creo que nos leemos mucho más entre nosotros. No porque las generaciones anteriores no se leyeran entre sí, sino porque los tiempos entre los que un uruguayo terminaba un libro y en los que ese libro llegaba finalmente a manos de un colombiano eran mucho más largos. Hoy nos leemos prácticamente en vivo, nos influenciamos más, discutimos o nos entendemos a través de los libros de una forma más inmediata, y seguramente eso tendrá su impacto sobre lo que escribimos.
 
¿Cómo llegaste a esa idea de que la literatura está muerta si no hay quien la lea?
 
Supongo que en mi propia experiencia como lectora. Siempre tuve una suerte de atención muy curiosa de lo que me pasa a mí como lectora cuando leo o escucho una historia. Si me distraigo, intento entender por qué, dónde exactamente un texto me soltó, si no puedo parar de leer, intento dilucidar cuáles son las herramientas, las promesas y los contenidos que me hacen conectar con un texto de una forma tan potente. Como lectora, no me gusta que me digan qué está saliendo de la galera del mago, me gusta que me den el espacio para meter yo misma la mano y descubrir y nombrar yo misma las cosas que voy sacando, me gusta que me tomen en serio, que el escritor cuente con que voy a ser capaz de seguirle los pasos.
 
¿Y recordás lecturas que te hayan revolucionado, transformado?
 
Por supuesto que recuerdo muchos de esos saltos, de esos descubrimientos vitales después de cerrar un libro. Como lo fue leer a Kafka o a Boris Vian a mis trece o catorce, los cuentos de Di Benedetto en la secundaria, o como lo fue cuando descubrí la obra de Vivian Gornick y los ensayos de Ursula Le Guin. Pensar sólo es como caminar por ahí, parando cada tanto para tomar nota. Pensar con el otro es como si un amigo pasara con el coche y te ofreciera llevarte. Imaginate si encima pudieras elegir en qué dirección querés ir, y quién querés que maneje. No entiendo realmente por qué no nos pasamos el día entero leyendo.
 
Si la magia ocurre cuando el lector o la lectora se hacen preguntas ¿cómo interviene esa idea, pero ya no como lectora sino cuando escribís?
 
Gran parte de mi escritura es en realidad reescritura, y tiene mucho que ver con ese ejercicio de distancia, con intentar leerme como lectora. Es muy difícil pensar que uno es capaz de tomar esa distancia, es casi una ingenuidad, pero es parte del ejercicio de la escritura. Casi diría que una de las partes más importantes. Pensando en mi experiencia como tallerista, enseñando escritura creativa y viendo cómo crecen los autores que recién empiezan, diría que aprender a leer lo que dice un texto que acabamos de escribir, leer realmente eso que el texto está diciendo y no lo que nos gustaría que diga, es una de las cosas que más cuesta aprender.
 
¿Qué motiva a una escritora a escribir cuentos en un momento en que el mercado editorial exige novelas casi como requisito para ser publicada?
 
Supongo que lo mismo que motiva a muchísimos lectores a seguir leyendo cuentos, a pesar de las tendencias del mercado editorial. Soy lectora de cuentos. La mitad de mi biblioteca es de cuentos y si alguien me recomienda un nuevo autor lo primero que intento es buscar a ver si tiene un libro de cuentos. Me atrae el género por su inminencia, por la energía que puede acumularse en tan pocas páginas y el impacto que estas historias logran sobre un lector.
 
¿Qué te motiva a escribir en ocasiones cuentos fantásticos o bien, cuentos realistas que incluyen anormalidades en su trama?
 
A veces me asusta la etiqueta de “género fantástico”; el lector que busque fantasmas, brujas y mundos paralelos va a llevarse una desilusión. Mi fascinación por el género fantástico nació de mis lecturas de Adolfo Bioy Casares, Antonio de Benedetto, Julio Cortázar, donde todo sucede en un plano realista, pero hay algo: un detalle, un gesto, una sospecha, que abre la historia a la posibilidad de otra cosa. Creo que una de las cosas que más me fascinan cuando escribo es lograr correr el velo entre lo “normal”, y lo “anormal”, comprobar una y otra vez que lo que consideramos normal a veces no es más que un pacto social, un espacio cerrado y seguro que nos permite movernos sin vislumbrar nunca lo desconocido. Pero lo desconocido no es lo inventado ni lo imposible, ¡por favor!
 
Las últimas ocasiones en que hemos hablado has estado en otros países, no en tu natal Argentina. ¿Ya vives el desarraigo de muchos de tus personajes? ¿Qué haces en Berlín, tan lejos de las deliciosas facturas argentinas?
 
Ay, qué buenas son las medialunas de Buenos Aires. Buenos Aires es mi ciudad, me encanta, y ahí es donde me imagino viviendo a largo plazo. Pero surgieron algunas invitaciones interesantes y la idea de vivir un período en Europa me entusiasma. Ahora por ejemplo estoy por cumplir un año en Berlín, y acaban de invitarme unos meses a Shanghái. Me parece un destino tan insólito que hasta me cuesta imaginarme en un lugar así, pero estoy muy entusiasmada, por supuesto. Ya me lo decía Liliana Heker: con la literatura no se gana dinero, es verdad, pero puede conocerse todo el mundo sin gastar un solo centavo. Y yo, agradecida.
 
Ya que es claro que no eliges escribir este tipo de historias por ganar dinero, ¿qué te lleva por esos temas poco ortodoxos a la hora de escribir?
 
Siempre me impresionó el trabajo de mi abuelo paterno durante la Segunda Guerra Mundial. Hacía la “avanzada” para el ejército francés. Es decir, intentando no ser visto, iba en bicicleta varios kilómetros por delante de su batallón, para acercarse lo más posible al enemigo y regresar constantemente con información. Creo que la literatura tiene mucho de esto. De acercarse al abismo, a los miedos y los odios más profundos que no reconoceríamos ni en nosotros mismos; de la posibilidad inaceptable de la muerte, y regresar a la vida diaria lo más ilesos posibles.
 
Aunque no hay una prohibición escrita para que las mujeres se dediquen a la literatura, es curioso notar que en los catálogos de las editoriales (grandes y pequeñas) haya muchas menos mujeres que hombres. ¿A qué crees que se deba esto? ¿Te ha limitado en el desarrollo de tu carrera el hecho de ser mujer?
 
Una vez un crítico dijo, intentando ser halagador, que mis cuentos parecían escritos por un hombre. Supongo que un comentario como este delata claramente qué tipo de autoras leía este señor. También suele pasarme que, cuando digo que escribo “cuentos”, los menos lectores sonríen condescendientemente y preguntan: “¿Para chicos?” Supongo que a un hombre no le preguntarían esto. Pero más allá de este tipo de anécdotas, ser mujer nunca fue un problema, creo que eso ya está bastante resuelto en nuestra generación. De hecho, propongo olvidarnos de esto como un problema. Si no, suceden cosas que terminan jugando en contra, como encapricharse en que la mitad de los autores de una antología sean mujeres, cuando lo único que debería importar es la calidad de los textos. Creo que el terreno ya está ganado, ahora hay que ocuparse de escribir bien, y poco a poco la balanza se irá compensando.
 
He leído varias entrevistas en las que mencionas a los escritores que de alguna manera han influido en tu escritura, pero ahora mismo no recuerdo la mención de alguna mujer latinoamericana; mencionas a Patricia Highsmith, a Grace Paley… ¿Será que no te venían a la mente en esas entrevistas que respondiste o no te gusta la escritura de ninguna mujer de América Latina?
 
Ah, muy buena pregunta. Tenés toda la razón. Lo que pasa es que ese tipo de respuestas suelen estar relacionadas con los grandes maestros que nos influenciaron, y la verdad es que uno de mis grandes amores fue la literatura norteamericana, y fueron un par de generaciones en donde no hubo muchas Flannery O’Connor o Patricia Higshmith. Pero claro que hubo lecturas de escritoras de América Latina fundamentales. Para empezar, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, fueron libros de cabecera en mi infancia: mi abuelo me los leía de pie, casi a los gritos por la pasión que sentía por ellos, así que aprendí a adorarlas desde chiquita. Después vino María Luisa Bombal, Silvina Ocampo por supuesto, la genial Hebe Uhart, Liliana Heker, Luisa Valenzuela. Y haciendo un salto a la literatura contemporánea tengo el lujo de compartir generación con autoras como Mariana Enríquez, Guadalupe Nettel, Lina Meruane y todas las que me debo estar olvidando.

15 de marzo de 2025

Samanta Schweblin: “Soy lectora de cuentos. Me atrae el género por la energía que puede acumularse en tan pocas páginas y el impacto que estas historias logran sobre un lector” (1/2)

La escritora argentina Samanta Schweblin (1978) acaba de publicar “El buen mal”, su cuarto libro de cuentos cuyas historias escribió desde finales de 2021 hasta principios de 2024 entre Berlín, Barcelona y Lago Puelo. Nacida en el partido bonaerense de Hurlingham y radicada en Berl
ín desde 2012 -donde dicta talleres literarios-, su obra ha sido traducida a más de cuarenta idiomas y ha recibido numerosos premios internacionales. Participó en el taller literario de Liliana Heker (1943), una escritora argentina a la cual le prologó en 2016 “Cuentos reunidos”, una recopilación de sus cuentos. Autora de los libros de cuentos “El núcleo del disturbio”, “Pájaros en la boca” y “Siete casas vacías”, y de las novelas “Distancia de rescate” y “Kentukis”, asegura que cuando escribe una historia, jamás piensa en su extensión. “El cuento es muy exigente -dice-; debes empezar una y otra vez. Se escribe acaso en una semana, pero trabajas durante tres o cuatro meses con algo que lleva años en tu cabeza”, y admite que para ella “una coma puede ser una noche de insomnio. Escribir es un ensayo mental y físico”. “Un buen libro es un corazón que late en el pecho de otro”, sostiene la narradora para quien “las emociones perturbadoras son las que merecen la pena ser escritas”.
Schweblin afirma que aprendió a escribir leyendo a escritores y escritoras estadounidenses como John Cheever (1912-1982), J. D. Salinger (1919-2010)​ y Flannery O’Connor (1925-1964), entre otros, y asegura que sus mayores referentes son el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) y los argentinos Jorge L. Borges (1899-1986), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y Antonio Di Benedetto (1922-1986). A ellos, en los últimos años, ha agregado a varias autoras que tardó más tiempo en descubrir, como las argentinas Silvina Ocampo (1903-1993) y Sara Gallardo (1931-1988), la chilena María Luisa Bombal (1910-1980)​ y la mexicana Elena Garro (1916-1998).


Lo que sigue es la primera parte de la compilación de fragmentos de las entrevistas que concediera a Grey Hutton y Paola Tinoco (revista “Vice”, 18/jul/2013), a Verónica Abdala (revista “Cabal”, junio de 2019), a Milena Heinrich (diario “Infobae”, 26/ago/2022), a Melina Balcázar (revista “Letras Libres”, 1/feb/2025) y a Daniela Pasik (diario “Clarín”, 22/feb/2025).
 
Este libro es tu regreso al relato. ¿Qué tiene que tener un material para que sea cuento o novela?
 
Yo siempre estoy escribiendo cuentos, es mi espacio natural para pensar historias. Las novelas están ahí también, van surgiendo, pero en realidad para mí funciona al revés; es el espacio de la novela el que siento como una excursión excepcional. Cuál va a ser la extensión, qué tan largo o corto va a ser, es una pregunta que el material contesta por sí mismo. Pensarlo de antemano pondría forzar algo que me sale mejor si lo decido sobre la marcha. La extensión no es más que el resultado final, el tiempo que costó contar esa historia particular. Al menos en mi propia escritura me cuesta pensar en términos de género y tomar decisiones distintas porque algo es una novela o un cuento. No los siento tan diferentes.
 
Aunque no es del todo exacto, a tu obra se la cataloga en género terror. ¿Por qué creés que sucede?
 
Aun siendo consciente de otras tantas etiquetas que a veces se suman y acepto encantada, como “literatura de lo extraño”, “de lo incómodo” o, incluso, en mis primeros libros, “de lo fantástico” y “lo onírico”, yo me considero siempre alguien que escribe desde el realismo. O sea, aclaremos esto ya: ¿Hay algo más artificial en la ficción que la pretensión del realismo? Creo que no hay nada en mis últimos tres libros que no pueda suceder, que quede fuera del orden de lo posible. Habría que pensar un rótulo para todos los que escribimos habitando abiertamente el género de lo insólito, pero somos tan ingenuos, o tanto más abiertos en nuestras percepciones del mundo, que nos autopercibimos realistas. Y supongo que yo podría ser parte de ese club de despistados.
 
Si jugáramos a las casillas, ¿cuál dirías que es tu género?
 
¿Vale elegir más de una casilla? Pienso en mis autores favoritos y son muy irreverentes con estos límites. A veces se me asocia con el terror, aunque no hay en mis textos nada que pertenezca explícitamente a ese género, quizá sólo sea por un estado de alarma en el que podrían leerse algunas historias. Quizá lo que pasa es que en mis textos suele haber bastante miedo. Pero, ¿por qué enmarcamos el miedo en los géneros de terror, o a veces incluso del fantástico, cuando no hay nada más real, físico y tangible que el miedo? ¿Tanto nos asusta el miedo que necesitamos sacarlo del espacio del realismo?
 
Los premios y la cantidad de lectores que tuviste a lo largo de tu carrera no sólo se sostiene, crece. ¿Es una presión o lográs olvidarte a la hora de escribir?
 
Lo bueno de todo eso es que, aunque llegan siempre como mimos y reconocimiento, no son cosas que dependan de mí. De hecho, es algo que les pasa a los libros, y repercute sobre todo ahí. Está el problema de las expectativas, eso sí puede apabullar. Pero llega un momento en la escritura en el que estás tan compenetrado con lo que intentás contar, que todo lo demás queda afuera. Te quedás solo, en el mejor de los sentidos. Hay que confiar en ese estado. Algo que aún me cuesta es la exposición, hay algo ahí que sí me incomoda. No tiene tanto que ver con el éxito, sino con una cuestión de cuidado personal, para mí y para los que me rodean. Intento que el mundo de lo privado siga siendo privado. Cuidarse en las redes sociales, tratar, siempre que se pueda, de desaparecer.
 
En “El buen mal” hay algo más íntimo que en tus otros libros. Lo mostrás, incluso, en el apéndice que titulás “Sobre los cuentos”, donde contás de dónde vienen, si pasó en verdad y a quién se refieren. ¿Es un juego de exposición?
 
Sería demasiado hablar de exposición, porque lo personal acá es realmente de un modo muy tangencial. Son disparadores nomás, espacios en los que estuve, personajes delineados con algunos otros “personajes” que conocí estos años, ciudades en las que viví. Lo que es realmente personal, y muy íntimo, son determinados sentimientos que fueron marcándome estos años, preguntas, ideas sobre cómo pensar algunas cosas. Ahí sí hay un espejo más fuerte con estas historias. Creo que escribo un poco para sacármelos finalmente de encima, para exorcizarlos. A veces estas historias no son más que puentes entre mi emoción y la emoción del lector. Tengo la idea de que, compartida esta emoción con alguien más, hay algo que se cura en los dos lados.
 
Has contado muchas veces que tu disparador creativo comienza en una imagen. ¿Cómo fue el proceso para este último libro?
 
La primera imagen que apareció es la escena con la que larga el primer cuento, “Bienvenida a la comunidad”, la de esa mujer que aterriza en el fondo del mar como una astronauta en la luna, por el peso de las piedras que lleva en los bolsillos, y eso tan insólito que sucede a continuación, pero prefiero no adelantar acá. Luego apareció la del caballo desmayado en una calle de Hurlingham, para “Un animal fabuloso”. Después la de las protagonistas de “La mujer de Atlántida” cruzando el pueblo en la noche, aunque esa escena no terminó en el cuento porque ya no era necesaria, pero de ahí nació toda la historia. En “El ojo en la garganta” vi a esos padres atravesando el desierto pampeano con la ausencia de su hijo pequeño en el asiento trasero del auto, y la extrañeza, casi el imposible, de que sea el mismo niño el que los esté narrando. ¿Cómo puede un personaje narrar con precisión una escena en la que en realidad no está presente? A veces lo que me pone a escribir no es tanto lo que soy capaz de ver; sí lo que aún no termino de entender del todo.
 
Además de buscar tu mesa de trabajo ideal, ¿tenés otros rituales para escribir?
 
A pesar de que soy una gran consumidora de otras disciplinas, cuando finalmente conecto con un proyecto y ya estoy en pleno corazón de la escritura, me cierro. Casi que habito sólo mi escritura. Y no me refiero únicamente al cine y a la música, hasta diría incluso que leo menos, o incluso con menos atención, así que no tengo asociaciones fuertes en ese sentido. Cuando el manuscrito empieza a tomar forma y ya logra pararse por sí mismo, ahí me abro un poco más y me importa darlo a leer a algunos lectores a quienes les tengo confianza.
 
¿Y en “El buen mal” cómo fue?
 
El resto de las artes, la música, el cine, el teatro, tienen cerca al espectador. Un cantante puede dar su show mirando a su audiencia a la cara. Pero el escritor trabaja solo, y la gran mayoría de las veces, incluso un autor leído por mucha gente, no está nunca la oportunidad, casi mágica, de ver en vivo a alguien circular por su texto. Eso es lo que me da la lectura de alguien de confianza. La oportunidad de entender cómo un lector atraviesa mi texto. Ver, sobre todo. lo que no funciona, o no funciona todavía como yo quisiera. Dónde se tropiezan, dónde se paran a pensar y qué piensan. Le agradezco a Vera Giaconi en este libro en particular, pero nosotras venimos leyéndonos mutuamente desde hace ya doce años. Es mi gran compañera de escritura y siento hacia ella un gran agradecimiento.
 
En Europa existen ciertas expectativas respecto a lo que un escritor o una escritora latinoamericana debe escribir, entre una reproducción del boom, del realismo mágico y la estética ultraviolenta con la que se asocia el continente… Pero, en tu escritura, si bien la violencia está muy presente, no se vuelve sangre, es más bien silencio. ¿Cómo te posicionas respecto a esas expectativas?
 
Después de muchos años en Alemania y de estar en contacto con los lectores europeos, me doy cuenta de que eso existe, de que no es un mito. Realmente se espera que tres generaciones después del boom latinoamericano sigamos escribiendo como ellos, cuando somos todo lo contrario. Uno siempre se construye luchando contra los padres, contra todo lo que te ata, aunque nunca escapemos del todo. Para mí, lo mejor que se escribe ahora en Latinoamérica no tiene que ver ni con el realismo mágico ni con las literaturas violentas. Si hay algo que me encanta de la literatura latinoamericana, no solo la argentina, es que somos sumamente irrespetuosos con los géneros que en nuestras literaturas están muy difuminados. Somos muy irreverentes con los límites que nos ponen desde afuera. Es una de nuestras grandes virtudes. La literatura en sí es un juego contra los límites.
 
¿Por qué ese apego tan tuyo al cuento?
 
Me considero sobre todo una cuentista que cada tanto falla y no le queda sino escribir doscientas páginas más para decir lo que debería haber escrito en diez. Hay algo en la intensidad del cuento que me fascina como lectora. Por eso voy a ese lugar como escritora. Es alucinante que en solo veinte minutos un cuento pueda cambiar mi manera de pensar el mundo, de entenderme a mí misma o incluso pueda incidir en mis decisiones. Pero quien no está acostumbrado al género tiene una idea muy diferente y percibe la historia como un recorte de una historia más extensa, que lo deja con ganas de saber qué pasó. Como si leyera un material que no alcanzó para una novela y se quedó en un cuento, cuando es lo contrario. Es un recorrido emocional muy intenso, la evolución de una emoción que se produce en apenas unas páginas. Lo demás me parece circunstancial, contingente, y en todo caso debe estar al servicio de esa emoción, de lo que tenga que pasarle a esa emoción. De ninguna manera pienso que un lector que acaba de terminar una novela recibió más que el que terminó un cuento. Los textos que me han cambiado la vida, que me han dejado patas para arriba, que me han hecho caer en epifanías, son cuentos más que novelas.
 
Hay algo ultracontemporáneo en la manera en la que escribes la ansiedad y el miedo. ¿Qué es lo que te lleva a escribir sobre eso? ¿Se trata de una forma de desmontar los mecanismos de nuestras emociones?
 
Me fascina la tensión, que es en realidad un estado de atención del lector. Para mí es el momento más sagrado de la lectura. Porque cuando leemos, lo hacemos con todos nuestros prejuicios, que no solo son negativos. Cuando uno lee, todo el tiempo se interroga, o por lo menos yo como lectora: ¿qué pienso de esto?, ¿cómo sentí esto? Acá me aburrí, ¿por qué? Acá no enganché, me distraje, ¿por qué? No es que haya pasado algo afuera, más bien algo dejó de pasar en el libro. Quizás es una deformación profesional, pero todo el tiempo trato no sólo de leer el texto, sino de leerme a mí misma como lectora, aunque es una misión casi imposible, porque en el momento en que estás conectado con el texto, no estás conectado con vos. Pero a la vez hay algo ahí, hay una verdad que uno puede ir descubriendo acerca de qué es lo que realmente funciona en un texto y te das cuenta de que se debe a algo muy distinto de lo que pensabas. No es lo poético, no es algo abstracto, es algo mucho más material, físico, más presencial. Es estar ahí. Después hay un momento mágico en el que desaparecés como lector, porque lo que pasa en el texto te demanda tanto que necesitas toda tu atención ahí. Es algo mucho más existencial: cuando empezás a leer algo y decís: esto habla de mí, sólo de mí y de lo que me pasa ahora, ahí uno se dice: ¿qué haría yo en un momento así? Se enciende una pregunta existencial y un deseo de obtener esa información para uno mismo.
 
Hay como un quiebre en la identidad social de los personajes, dejan de funcionar socialmente.
 
Estoy muy peleada con la idea de lo normal. ¿Qué es lo normal, lo establecido? ¿Qué es lo posible versus lo imposible? La normalidad es tal vez la mayor ficción en la que vivimos. Mis personajes justamente quiebran ese espacio y se dan cuenta de que era posible cruzar el espejo, sin romperlo, situarse fuera de lo establecido, en ese espacio que se parece un poco a la locura si lo mirás desde afuera, pero donde de pronto se encuentra la solución a lo que buscamos, donde tal vez resida la felicidad. Estamos todo el tiempo tratando de pertenecer, de ser normales, de estar a la altura. Me da risa pensar que todas nuestras sociedades se basan en la idea de la normalidad, que es más ridícula quizás que la idea de Dios.
 
También está la cuestión de la muerte, o más bien de su inminencia. Me preguntaba si la muerte sería ritmo, escansión, en tu escritura.
 
Mi respuesta será muy obvia, pero sincera. La muerte sigue siendo nuestro gran tabú, como ese horror que nos esforzamos por no recordar. Cada día es un esfuerzo gigante por no recordar que nos dirigimos hacia ella, pero también cada momento es muerte o sea nuestra conversación es muerte, estamos muriendo un poco. Ese sería el lugar común para decirlo. Hay como un equívoco muy grande en cómo se piensa la muerte y hay una curiosidad enorme por tratar de entender lo que pasa ahí. Pero la literatura lo permite. La literatura es la mejor tecnología y sucede en nuestros cuerpos, en nuestra cabeza, pero no puede suceder cuando estamos solos, sólo sucede con otro, en esa cofradía entre quien escribe pensando en el lector y quien lee sabiendo que hay un escritor. La literatura sucede en un presente absoluto que es cuando ambos están juntos. Entonces, envuelta en esa tecnología, para mí, no hay tema más atractivo que el de la muerte, es del que más quiero saber.