6 de diciembre de 2024

Altamont, 6 de diciembre de 1969. La muerte de una utopía

Un día como hoy, hace cincuenta y cinco años, ocurría en la costa oeste de Estados Unidos un evento que pasaría a la historia como la “Tragedia de Altamont”. Un viejo autódromo abandonado en Altamont, California, fue elegido para la realización del más grande concierto al aire libre después del festival de Woodstock que había tenido lugar en una granja de Bethel, Nueva York, entre el 15 y el 17 de agosto de 1969. Aquel sábado 6 de diciembre fue un día raro, con un sol frío mezclándose con nubes brillantes, y alrededor 300.000 jóvenes reunidos no solamente para ver y escuchar a los Rolling Stones, sino también para reafirmar la identidad que su generación había establecido durante la década pasada.
La idea original de los Stones era realizar el concierto con entrada libre en el Golden Gate Park de San Francisco, como una especie de homenaje al público de los Estados Unidos, a donde habían regresado a presentarse en vivo después de tres años de ausencia. Pronto tuvieron que desechar esta idea porque las autoridades no les dieron la autorización, temerosas de los desbordes que el concierto pudiese originar; de modo que entraron en contacto con el director del Sears Point Raceway, un autódromo en San Francisco. Pero allí surgieron problemas económicos con la empresa Filmways Inc. que iba a filmar la película sobre el evento. Recién entonces aceptaron la sugerencia del propietario del Altamont Raceway al norte de California.
La realización de semejante espectáculo generó inmensas espectativas en la gente y la incógnita sobre el lugar definitivo en que se iba a llevar a cabo se mantuvo hasta la noche del jueves 4. Ese día se hizo el anuncio pese a que el tiempo de preparación era demasiado corto, apenas dos días. La gente comenzó a llegar desde muchos lugares de Estados Unidos para compartir otra experiencia como la de Woodstock. Ese mismo día arribó a las oficinas de la organización Michael Lang (1944-2022), el promotor de conciertos que había organizado justamente el festival de Woodstock, quien advirtió que faltaban muchas cosas para que el evento saliera bien. No estaba terminado el escenario, no había sonido para cubrir la gran extensión de tierra, no se había pensado en cómo alimentar a los cientos de miles de personas, ni cómo harían sus necesidades. Tampoco había lugar para los miles de autos que arribarían ni servicios médicos contratados. De todas maneras, la organización del festival siguió adelante.
La presentación de los Stones se programó para el sábado a la caída de la tarde. Como los escenarios fueron terminados durante el viernes por la noche, ya algunos fanáticos durmieron al lado de las tablas esa noche en carpas o detrás de las cercas, hasta que llegó la hora de la apertura oficial. El programa incluía la presentación de Santana, Jefferson Airplane, The Flying Burrito Brothers, Crosby, Stills, Nash & Young y The Grateful Dead antes del número final a cargo de los Rolling Stones.


La gente llegó desde todas partes. Los autos quedaron a varios kilómetros de distancia estacionados en doble o triple fila en medio de la ruta y los concurrentes tuvieron que caminar los últimos kilómetros. Cuando las puertas se abrieron, el sábado a la mañana, una multitud galopante y feliz descendió hacia el campo. En pocos minutos la pradera estuvo llena de cuerpos apretujados tan juntos unos con otros, que se hizo imposible siquiera caminar unos pocos metros. La visión de semejante masa compacta de gente era realmente atemorizante, sin embargo, en un principio todo fue sobre rieles, amistosa y distendidamente. La actuación de Santana concluyó sin sobresaltos pero, para entonces, algunos miembros de los Hells Angels habían ido tomando posición al borde del escenario e inclusive, se subían a él. Nunca quedó determinado fehacientemente el papel jugado por el grupo de motociclistas que proporcionaban la seguridad a Grateful Dead, banda que los habría recomendado para cumplir idéntica función en el mismo lugar donde habían actuado tiempo antes a cambio de unos pocos dólares y litros de cerveza gratuita. Según algunas versiones, los Hells Angels efectivamente fueron contratados por los Stones, pero éstos lo negaron rotundamente.
Los Hells Angels eran un grupo violento de motociclistas, una banda fundada en 1948 en Fontana, California, cuyos miembros vestían unas chaquetas de cuero con un logo de un ángel con alas y casco, y se veían a sí mismos como un grupo de entusiastas de las motocicletas que valoraban la libertad y la independencia. No obstante, la organización fue frecuentemente asociada con actividades ilícitas como el tráfico de drogas, la extorsión y la violencia.


Temprano por la tarde la banda de Carlos Santana (1947) subió al escenario. El guitarrista se había convertido en una sensación desde su brillante aparición en Woodstock. Luego tocaron los Flying Burrito Brothers y, en tercer lugar, actuaron los Jefferson Airplane. A medida que iba avanzando el espectáculo, la inquietud de la audiencia fue creciendo a raíz de la manera poco ortodoxa en que los Hells Angels impartían el orden, repartiendo palos y cadenas a diestra y siniestra, lo que generó mucha agitación en la pacífica multitud y los consecuentes roces a partir de las bravuconadas a bordo de sus motocicletas con las que circulaban entre la gente apostada cerca del escenario.
El supuesto control se transformó entonces en un creciente desenfreno, con varios espectadores heridos mientras los Jefferson Airplane intentaban llevar adelante su recital. La violencia de los Hells Angels fue aumentando hasta el punto de perjudicar a los músicos que estaban en escena. El propio Marty Balin (1942-2018), guitarrista de esa banda fue golpeado y dejado inconsciente sobre el escenario al intentar detener una pelea mientras la banda ejecutaba “White rabbit” (Conejo blanco). Fue entonces cuando Grace Slick (1939), la cantante de la banda, pedía calma y el baterista Spencer Dryden (1938-2005) tocaba parado para ver lo que sucedía abajo. El guitarrista Paul Kantner (1941-2016) detuvo la ejecución y dijo en el micrófono: “Les quería contar que los Hells Angels acaban de darle una trompada en la cara a nuestro cantante”. Cuando se disponía a iniciar otro tema, uno de los miembros de los motoqueros, con una lata de cerveza en la mano, se paró frente a otro micrófono y lo insultó intimidatoriamente delante de la multitud, lo que motivó la suspensión momentánea del festival y que Jerry Garcia (1942-1995), cantante y guitarrista de los Grateful Dead, junto a los demás integrantes de la banda, decidieran no actuar.


Luego fue el turno del cuarteto folk Crosby, Stills, Nash and Young. Su actuación fue breve ya que cerca del escenario se había desatado una batalla campal. Los Hells Angels maltrataban a los espectadores que intentaban acercarse al escenario empujándolos, pateando sus cabezas y arrojándolos por los aires, y hasta Stephen Stills (1945), uno de los integrantes de la banda, fue apuñalado en la pierna con un rayo de bicicleta afilado. Mientras todo esto sucedía, los Rolling Stones estaban aún en su hotel. Recién cuando subieron al helicóptero que los llevaría hasta el festival se enteraron del clima imperante en Altamont. Quisieron desistir pero ya era tarde; las consecuencias de una suspensión ante una multitud de tal magnitud hubiesen sido azarosas para la banda capitaneada por Mick Jagger (1943).
El día pronto se convirtió en noche, mientras crecía la ansiedad del público por ver a los Stones, quienes comenzaron su actuación más de una hora y media después de la actuación de Crosby, Stills, Nash and Young con la intención de esperar que se calmaran los ánimos. Pero sucedió todo lo contrario. Cuando éstos irrumpieron en el escenario de apenas un poco más de un metro de altura, una docena de Hells Angels formaron una línea compacta entre el grupo y la audiencia hipertensa. Solamente el escenario estaba iluminado. Mick Jagger se inclinó despacio, balanceando el sombrero del Tío Sam que había usado en todas las presentaciones a través de los Estados Unidos y, tras una señal de Keith Richards, empezaron con “Jumpin' Jack Flash” (El saltarín Jack Flash). La magia todavía estaba ahí, y por unos minutos la enorme tensión de la audiencia se disolvió en satisfacción total.
Pero, tan pronto como se hizo presente, ese momento se desvaneció irremediablemente. Cuatro Hells Angels saltaron fuera del escenario, incitando a la audiencia; dio la impresión de que había una pelea, pero aparentemente terminó en seguida. La música continuó, pero cuando los Hells Angels siguieron vagando alrededor del escenario, Jagger paró la música y dijo: “Por qué no se tranquilizan y vuelven para acá, ¿eh?”. Los Hells Angels obedecieron y la música empezó otra vez. Sin embargo, dos de ellos ignoraron al cantante y volvieron a meterse entre la audiencia. Hubo gritos y rápidos movimientos de la gente que se apartó saliendo del camino de los nefastos guardianes. Se oyeron algunos abucheos de parte de los que -estando más alejados- no podían ver que algo andaba mal y querían que el espectáculo continuara.


El espectáculo continuó, pero algo había pasado. Entonces apareció sobre el escenario Sam Cutler (1943-2023), el manager de la gira, diciendo: “¡Alguien ha sido herido y un médico está bajando del escenario en este momento! Es el del saco verde, ¿van a ser tan amables de dejarlo pasar? Alguien ha sido seriamente herido”. Lo que decía era verdad. Un testigo ocular de lo sucedido a Meredith Hunter (1951-1969), un joven afroamericano de dieciocho años asesinado por los Angels mientras los Rolling Stones terminaban de tocar “Under my thumb” (Bajo mi pulgar), dijo: “Lo golpearon. No podría decir si con un cuchillo, pero lo golpearon en un costado de la cabeza. Y entonces... el chico corrió hacia mí, se cayó a mis pies, mientras los Angels empezaron a golpearlo en la cara y en la cabeza. Cuando finalmente se fueron lo dimos vuelta, y todo lo que pudo decir, una y otra vez, fue: '¡Yo no iba a dispararles!'. Tratamos de frotarle la espalda para que no se le estancara la sangre, y pudimos ver sus heridas. Tenía un gran agujero en la columna y otro en el costado y en la sien. Era tan grande que se podía ver adentro. Bueno, tenía por lo menos una pulgada de profundidad. Todos estábamos llenos de la sangre de Hunter”.
Según los testimonios recogidos después entre los Hells Angels, éstos habían tenido un altercado con Hunter, quien, como advertencia, les mostró un revólver. Por esa razón, Alan Passaro (1948-1985), el principal acusado, le propinó cinco puñaladas y sus compañeros terminaron la faena moliéndolo a patadas. El cuerpo de Hunter estaba tan lleno de heridas, golpes y moretones que ni bien lo vieron, los médicos supieron que no tenía posibilidades de sobrevivir. Aparentemente, en ese momento los Stones ignoraban completamente que el incidente había sido mortal y continuaron tocando, mientras la multitud seguía la actuación. Sin embargo, tuvieron que interrumpirla en numerosas ocasiones porque los tumultos continuaban, aunque decidieron seguir para prevenir problemas mayores. Jagger, nervioso, gritaba a cada rato: “¿Por qué nos peleamos?, ¿por qué nos peleamos?”. Resultó evidente que la situación estaba fuera de control. Instantes después, el guitarrista Richards, harto de los desmanes, intentó dejar el escenario diciendo que no seguiría tocando hasta que la violencia se detuviera, pero fue interceptado por el cabecilla de los Hells Angels, Sonny Barger (1938-2022), quien poniéndole un arma de fuego delante de la cara le dijo: “You keep fuckin' playing or you're dead” (Mierda, seguí tocando o te mato). Recién en ese momento los Rolling Stones decidieron suspender el concierto definitivamente. Para terminar con la actuación, arrojaron miles de pétalos de flores sobre la muchedumbre, que se dispersó lentamente, no sin dar antes un fuerte aplauso. La inmensa mayoría de los concurrentes todavía no tenía noticias de la tragedia que acababa de ocurrir.


Cuando el festival terminó el precio pagado había sido muy alto: cuatro muertos. Uno asesinado, dos atropellados por algunos Hells Angels que se habían lanzado sobre la gente con sus motos, y otro ahogado en un canal de desagüe de los servicios sanitarios. Además, hubo cientos de heridos, algunos de bastante gravedad. En los días que siguieron, el concierto empezó a conocerse como la “Tragedia de Altamont”. Hubo grandes diferencias de opinión en cuanto a lo que realmente había ocurrido y lo que en definitiva significó. Sin embargo, todo el mundo parecía compartir una emoción común: desilusión e impotencia. Tanto los Stones como las 300.000 personas que estuvieron presentes en el concierto, parecieron estar más allá de la ley en Altamont. Probablemente, este incidente marcó el fin de la época del “Flower Power”, aquella filosofía de la no violencia, la paz y el amor.
Passaro, el asesino de Hunter, fue detenido y juzgado recién en el verano de 1972, pero fue absuelto poco después cuando el jurado llegó a la conclusión de que actuó en defensa propia. También se determinó que Hunter había ingerido metanfetaminas. En 1985, Passaro fue encontrado muerto, flotando boca abajo en el lago Anderson de California con 10.000 dólares en el bolsillo. En cuanto a la posibilidad de la existencia de un segundo apuñalador, tal como siempre señalaron los rumores, la policía examinó el caso pero la justicia lo dio por cerrado oficialmente el 25 de mayo de 2005.
El festival de Altamont se convirtió en el símbolo de la muerte del movimiento hippie. Lo que debería haber sido una celebración de la paz y el amor terminó en la violencia y el caos. El evento dejó en claro que la utopía “hippie” había llegado a su fin. Según el guitarrista Keith Richards (1943), “si hubiéramos suspendido podría haber sido mucho peor, se hubiera generado un desastre enorme con muchos más muertos”. Como dato anecdótico cabe mencionar que uno de los camarógrafos que actuó bajo las órdenes de los hermanos Albert Maysles (1926-2015) y David Maysles (1931-1987), directores del documental “Gimme shelter” (Dame refugio) junto a Charlotte Zwerin (1931-2004) que registró el concierto, fue George Lucas (1944), quien muchos años después se haría famoso con “Star wars” (La guerra de las galaxias), aunque ninguna de las escenas que filmó fueron incorporadas en el corte final de la película que se estrenó en diciembre de 1970.


La repercusión que tuvo este evento en los medios de prensa fue numerosa y variada. La revista “Rolling Stone”, por ejemplo, había enviado un gran número de sus periodistas a cubrirlo. La publicación fundada por Jan Wenner (1946) y Ralph Gleason (1917-1975) en 1967 era la principal vocera de la contracultura hippie, pero sus reporteros habían visto algo distinto a lo que habían escrito los demás medios. Algunos pensaron que lo mejor era no hacer referencia al festival, que eso iba a ser tomado como una definición contundente sobre lo ocurrido. Greil Marcus (1945), uno de sus columnistas, fue el que más insistió para que la revista contara toda la verdad. Mientras Gleason escribió una columna lapidaria en un diario californiano, Wenner se decidió y dedicó gran parte de la edición a contar lo sucedido. La tapa de la revista -que salió más de un mes después de los hechos-, fue más que elocuente. Una foto en blanco y negro de los espectadores, algunos parados otros sentados, un rayo de sol y todas las miradas perdidas. El único texto de toda la portada: “The Rolling Stones disaster at Altamont: let it bleed” (El desastre de los Rolling Stones en Altamont: déjalo sangrar).
Muchos años después, el crítico musical Greil Marcus (1945) recordó en una entrevista que le hiciera “The Washington Post”: “Fui directo a la primera fila. Al principio me sentía perfectamente seguro, excepto por el hedor del LSD y por los Hells Angels, claro, aunque luego la gente se puso hostil, territorialista, egoísta. Nadie le hacía un lugar a nadie, como un Woodstock invertido. Un joven negro fue asesinado en medio de una multitud blanca por matones blancos, en tanto hombres blancos tocaban su versión de la música negra”.
A fin de cuentas, el festival de Altamont, que debió ser una celebración de la paz y el amor, terminó en violencia y caos. Los Rolling Stones rara vez mencionan el evento públicamente y evitaron aceptar alguna responsabilidad directa por lo sucedido. En los años siguientes rara vez mencionaron ese acontecimiento públicamente. Sólo Keith Richards declaró a “The Washington Post”: “Fue una especie de pesadilla que duró todo un día. No sólo para nosotros, sino para todo el mundo que participó en eso”.

2 de diciembre de 2024

Gabriela Grünberg: “Siempre voy destapando las historias de los personajes como quien pela una cebolla, hasta llegar al alma de cada uno de ellos”.

Licenciada en Letras y Traductora Pública de Inglés, la escritora argentina Gabriela Grünberg (1957) nació en Buenos Aires, pasó parte de su infancia en Puerto Rico y en 1970 regresó a Buenos Aires donde, años después, asistió al taller de lectura y escritura creativa del dramaturgo, director teatral y guionista de cine Ricardo Monti (1944-2019). Luego, en 1996, se radicó en la ciudad de Neuquén, capital de la provincia del mismo nombre, donde trabajó en la Universidad Nacional del Comahue a la vez que escribía copiosos textos que contribuyeron a acrecentar la literatura de la ciudad más poblada de la Patagonia. Nieta del famoso poeta Carlos Grünberg (1903-1968) -quien junto a Alberto Gerchunoff (1883-1950) y César Tiempo
(1906-1980) conformó el primer grupo de escritores de vanguardia de origen judío en la década de 1920- la escritora suele afirmar que su escritura es “sencilla y uno es lo que escribe y también aquello que calla”. Remarca que lo más importante para ella es que sus libros “sacuden, conmueven, conducen a la reflexión, movilizan -o bien nada de esto sucede- a diferentes niveles intelectuales o sociales. Creo en la mirada del otro con respecto a la escritura porque es el otro quien nos enriquece y nos constituye”.
Hasta el momento ha publicado los libros de cuentos “El titiritero y otros cuentos” (1996), “Los nudos de la memoria (2005), “La morada de las pasiones” (2008) y “Cuando callan los olivos” (2016), y la que es hasta ahora su única novela: “La memoria en la sangre (2013). También publicó “En la orilla del narrar” (2018), una antología que incluye varios de sus relatos y que constituyó uno de los grandes eventos en la inauguración de la sexta edición de la Feria Internacional del Libro de Neuquén, la que se realizó en la sede neuquina del Museo Nacional de Bellas Artes.
En el prólogo de “El titiritero y otros cuentos”, el citado Ricardo Monti escribió: “Un primer libro es el camino a todos los interrogantes. El horizonte abierto es su meta. Pero ya son perceptibles los rastros y señales preliminares del sendero que se inicia. A poco andar, el paso se afirma. Así ocurre con los ocho cuentos inaugurales de Gabriela Grünberg que integran este volumen”. Y en la contratapa”, la directora, maestra de actores y crítica teatral Nina Cortese (1930-2003) sostuvo que la escritora -quien asistió a muchas de sus clases- “posee un don muy especial: el de la observación selectiva. Esto hace que a partir de los detalles surjan imágenes vívidas que se corporizan con precisión. Sus cuentos tienen una cualidad dramática. Maneja una prosa llena de suspenso que revela el peligro oculto tras apariencias inofensivas. Hay algo más: en sus cuentos se aparta de ella misma y construye un mundo en el que lo cotidiano se jerarquiza. Desde una óptica propia, lo recrea y nos lo devuelve nimbado de misterio. Y de ternura. Sabe, como ‘El titiritero’, manejar los hilos que mueven la emoción”.
En el año 2002 Gabriela Grünberg recibió el Primer Premio de la Antología de Cuento Breve y Poesía de Neuquén por varios de los cuentos incluidos en “Los nudos de la memoria”, libro en el que en cada uno de sus relatos se reflejan y configuran las pasiones humanas como la violencia, la ausencia, la ira, el silencio, el dolor, la tristeza, la soledad y el amor. Tiempo después, en 2008, presentó su tercer libro de relatos -“La morada de las pasiones”- en el auditorio del citado Museo Nacional de Bellas Artes neuquino. Con él obtuvo el III Premio Narrativa “Premio Especial Eduardo Mallea” otorgado por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En su contratapa, la licenciada en Psicología y actriz argentina
Ingrid Pelicori (1957) escribió: “Allí donde las pasiones moran, reina lo imprevisible, lo contradictorio, lo inconfesable. Estos cuentos de Gabriela merodean delicadamente esa morada. Son cuentos que respiran, jadean, susurran. Cuentos que están a punto de revelar un secreto. Y que husmean en los sentimientos ocultos, en esa tensión entre lo más reconocible y lo más extraño. Son cuentos atrapantes. En su mirada hay un conmovedor anhelo de compresión, un deseo de honrar el enigma de lo humano hasta en sus márgenes más sombríos. Y de revelar la belleza de ese enigma”. El libro fue traducido al braille e incorporado como material de estudio en la Universidad Nacional del Comahue y en diferentes escuelas secundarias públicas tanto de Neuquén como de Río Negro.
“La memoria de la sangre”, su cuarto libro, es una novela protagonizada por judíos que llegaron de Rusia y bajaron de los barcos llenos de tradiciones, de ilusiones, de esperanzas, y tuvieron que sobrellevar la orfandad y el desarraigo. A lo largo de un siglo de la historia argentina, la autora narra la vida de cuatro generaciones, desde una inmigrante rusa que llega al país con su marido escapando del hambre, y sigue con su hija, su nieta y su bisnieta. Según comentó en su presentación en una tradicional librería de la calle Corrientes de Buenos Aires, “los personajes protagónicos femeninos son judíos, por eso es una novela que habla de un saldo de identidades en muchos sentidos. A su vez, el último personaje va a recuperar su identidad como hija de desaparecidos, pero también como hija de judíos”. Y agregó: “Yo creo que se puede transmitir más violencia o más ternura en un gesto que en una descripción detallada, perversa o amorosa”. Durante la presentación se escucharon obras del compositor, director de orquesta y pianista ruso Dmitri Shostakóvich (1906-1975) dado que, según contó “siempre me gustó combinar música y literatura en mis presentaciones”.
En cuanto a “Cuando callan los olivos”, afirmó que las temáticas de los cuentos “son variadas: exploro la vejez, la muerte, los vínculos amorosos entre hermanos, el hambre, la venta o la trata, la guerra, los sueños. Y siempre, porque ya es una característica mía, un estilo, voy destapando las historias de los personajes como quien pela una cebolla, hasta llegar al alma de cada uno de ellos”. Respecto del proceso creativo para este último trabajo, la autora reconoció que “fue largo. Algunos relatos comenzaron en los ‘recreos’ que me tomaba mientras escribía la novela, que llevó casi cuatro años, hasta su publicación a fines del 2013”.
El mismo año de su edición -2016-, Gabriela Grümberg participó junto a la escritora canadiense Mary Louise Pratt (1948) y la argentina Márgara Avervach (1957), además de otros escritores radicados en Neuquén como el argentino Rafael Urretabizkaya (1963) y el paraguayo Humberto Bas (1965), en el programa de desarrollo profesional “Dar de leer” impulsado por el Ministerio de Educación y la Subsecretaría de Cultura de la provincia. Con el objetivo central de promover la práctica lectora en las aulas y la circulación de obras literarias neuquinas, el programa se desarrolló en las ciudades de Neuquén, Chos Malal y San Martín de los Andes.
Al tiempo que, entre otros proyectos, está trabajando en su segunda novela -sobre la cual dio algunos indicios sobre su temática- con respecto a su técnica de escritura, la escritora neuquina “por adopción” -según se autodefine-, comentó que “escribo en un tiempo suspendido, en una realidad que es la de mis personajes, que me habitan hasta que llega el tiempo de soltarlos y ya no me pertenecen, sino que les pertenecen a los lectores. Mi obra es muy visual, teatral o cinematográfica. Tanto en mi novela como en mis relatos los sucesos que acontecen están puestos en los diálogos de los personajes y en sus acciones. No en la descripción. Intento que los personajes se narren a sí mismos, son ellos los que cuentan”.


A mediados del año 2014 viajó a Buenos Aires para presentar “La memoria de la sangre”. En esa ocasión fue entrevistada por Máximo Soto y dicha entrevista -que sigue a continuación- apareció en la edición del 4 de junio de ese año en el diario “Ámbito Financiero”.
 
¿Cuándo empezó a escribir esa saga de una familia judía, a través de cuatro generaciones, a partir de los que emigran de Rusia a la Argentina?
 
El primer esbozo de la idea, que no sabía que se iba a convertir en una larga novela, surgió hace muchos años estudiando en el taller de literatura creativa del dramaturgo Ricardo Monti, después de haber publicado “El titiritero y otros cuentos”, que fue mi primer libro. Cuando empecé a escribir no tenía la menor de idea de que se iba a tratar de una saga. Monti me daba ejercicios inspirados en personajes de Tennessee Williams. Yo no tengo el don del teatro, pero me gustó partir de un personaje femenino, reconstruir la historia de una mujer, que imaginé lejana. Así surgió Sara. Cuando tendría unas treinta páginas, a mi marido que trabajaba en YPF, lo trasladan a Neuquén, y allá nos fuimos toda la familia. Dejando de lado lo escrito sobre Sara, me dedico a dos libros de relatos “Los nudos de la memoria” y “La morada de las pasiones”. Y en 2008, doce años después, retomo la historia de Sara, y empiezo a trabajar intensamente en ella durante más de tres años. La historia creció y se convirtió en forma inesperada para mí en los jalones de la vida de una familia. Creo que los personajes en un momento pasan a habitar al narrador, por lo menos eso es lo que me pasó a mí. Un personaje me fue llevando a otro. Y yo quería contar la historia desde las voces de los personajes. Buscaba que lo que decían permitiera comprender dónde estaban y qué les pasaba. Quería que el lector pudiera comprender lo que no estaba escrito.
 
Quizá el haber salido de un taller de dramaturgia la llevó a esa forma de escritura.
 
Construí “La memoria de la sangre” por escenas. Escribo de esa manera. No es que parto de una idea, me surge una escena y sobre esa escena voy trabajando. Así los personajes van apareciendo. Trabajo como en un tiempo suspendido.
 
Pareciera que busca concentrar la imagen del personaje de forma muy concentrada, sin detenerse en demasiados detalles.
 
Monti me planteaba que contara de una mujer. Yo llegaba con diez hojas y él me decía: quiero ver el personaje en un renglón. Me fui despojando hasta que el personaje no aparecía en un renglón pero sí en dos. Esa impronta se ve en todos mis libros. Sobre eso he trabajado. Busco ver la acción, ver al personaje moverse, siento que si yo veo la acción, el personaje, la circunstancia, la escena y puedo lograr transmitirlo, también eso le sucederá al lector. En ese sentido algunos lectores me han dicho que ese modo de contar se parece al cine. Eso me dice, por ejemplo, Ingrid Pelicori, que escribe las contratapas de mis libros desde que ya no puede hacerlo Nina Cortese, que fue como mi madre.
 
¿Cómo hizo para establecer el desarrollo histórico de sus cuatro grandes protagonistas: Sara, Clara, Elisheva y Yael?
 
Trabajé en dos planos. Hay personajes que, al ser evocados en una escena actual, de algún modo sigan presentes. O que nos lleve a una situación donde fueron protagonistas. Siempre, de ese modo, están reapareciendo Sara, o Clara, o Abraham. Desde el hoy se regresa al pasado, porque en el pasado está la clave de muchas cosas del presente. Cada tramo de la saga está precedido del relato del encuentro de David con una sobrina recuperada, que hasta ese momento creyó llamarse María José, y comienza a conocer su identidad biológica, su familia de sangre, a saber definitivamente que es la hija de Elisheva, que estaba embarazada de seis meses cuando la secuestraron, como le explica el juez que la entrega a sus tíos. A partir de esa última generación se viaja a las anteriores. Creo que “La memoria de la sangre” es una novela sobre la identidad, en la que cada personaje recuperará la propia.
 
Esa sangre tiene que ver con etapas sangrientas, con los enormes conflictos y dramas que han vivido, holocausto, pogroms, dictadura...
 
En el último tramo de la saga, los once capítulos dedicados a Yael, se van mezclando todos los planos. Los personajes la rodean para que así ella reconstruya su múltiple identidad, como judía, como argentina, como hija de una desaparecida, como bisnieta de Sara. Del mismo modo David podrá reconocer que no es hijo de quien cree que es.
 
Los momentos de fuerte emotividad están a cada paso en su novela, ¿cuáles son los que usted sintió más profundamente al escribir?
 
Cuando se termina un libro se produce en uno como un vaciamiento. Cuesta mucho despegarse de los personajes. Me siento que fui una intermediaria de ellos, que me habitaron durante un tiempo. Una etapa que me costó emocionalmente fue cuando Clara se encuentra con el acomodador de cine y le da el pañuelo de Elisheva, cuando la escribí sentí que temblaba. Ese pañuelito, guardado en la caja de las cosas perdidas, le devuelve a Clara un recuerdo de su hija, desde lo perdido. Esa escena resume memoria y olvido. Las escenas más fuertes son las de síntesis. Otra escena es la muerte de Clara. Esa escena donde Sara pasa la mano por el cristal ventanal y del otro lado el patrón hace lo mismo, y ella era su alma gemela, y traté de hacer llegar al lector lo que podría haber sentido el patrón apoyando la mano sobre el vidrio y dándose cuentas que fugazmente pasaba el amor de su vida, al que él renuncia. Es el momento en que, mientras Sara muere, don Carlos, el Patrón, sentado en un sillón lee un poema de Heinrich Heine de el “Libro de los Cantares” donde “dice soñé que me dejabas, vida mía, y lloro todavía”. Mientras Moshe recita al lado de la muerta el “Cantar de los Cantares” de Salomón. Muchas veces pienso que se trata de encontrar escenas que puedan resumir vidas, que puedan hablar de los tormentos pero también de los momentos felices, y dejar saber que la vida pasa por esos otros momentos en que se instala la rutina, los hábitos cotidianos, los encuentros sin sorpresa. Y no se trata de lo conmovedor de los grandes momentos, del instante de las confesiones dramáticas, de las escenas violentas, pero yo creo que se puede transmitir más violencia o más ternura en un gesto que en una descripción detallada, perversa o amorosa. No se imagina lo difícil que es decirle adiós a un personaje ficcional como Manuel, que reúne en sí mismo la historia de nuestro país.
 
¿Cómo hizo para trabajar esos aspectos históricos y rituales de lo judío y lo argentino en casos como ese?
 
En un aspecto estudié mucho, en otro dejé que me viniera por la memoria de la sangre. Provengo de una familia liberal. Mi abuelo en su poema “Testamento” decía que ni sus cenizas entrarán en Sion porque él se consideraba argentino, un poeta judío argentino. Es lo que yo siento. A la vez mantengo las tradiciones porque están dentro mío. Mi viejo estaba casado con Nina Cortese y en mi casa había un rosario junto a un Moisés.
 
¿Ahora qué está escribiendo?
 
Tengo terminado el libro de relatos, “Cuando callan los olivos”. Y estoy trabajando en otra novela. Trata de una mujer que sobrevivió a Auschwitz. El libro va a ser la historia de un espacio, con personajes que van a ese lugar, a ese territorio.