2 de marzo de 2024

Liliana Heker: “Los libros, el arte y la ciencia nos ayudan a ser libres. Por algo, en las propuestas del actual gobierno, hay un empeño evidente en borrarlos de la realidad”.

La narradora y ensayista argentina Liliana Heker (1943) se inició tempranamente en la literatura. En 1959 comenzó a colaborar en la revista literaria “El grillo de papel”, dirigida por el escritor Abelardo Castillo (1935-2017). Después de que el gobierno de Arturo Frondizi (1908-1995) prohibiera su publicación, en 1961 fundó y dirigió junto a Castillo la revista “El escarabajo de oro”, donde se desempeñó como Secretaria de Redacción primero, y como Subdirectora hasta su último número en 1974. Luego, en 1976, hizo lo propio con la revista “El ornitorrinco”, esta vez con Castillo y Sylvia Iparraguirre (1947), la cual se publicó hasta 1985 funcionando como uno de los espacios emblemáticos de resistencia cultural durante la dictadura militar que gobernó durante aquellos años. 
Su prolífica obra incluye los libros de cuentos “Los que vieron la zarza”, “Acuario”, “Un resplandor que se apagó en el mundo”, “Las peras del mal”, “Los bordes de lo real”, “La crueldad de la vida” y “La muerte de Dios”; las novelas “Zona de clivaje” y “El fin de la historia”; y los ensayos “Las hermanas de Shakespeare”, “Diálogos sobre la vida y la muerte” y “Siluetas de papel”. También participó en las antologías “Represión y reconstrucción de una cultura. El caso argentino” y “La trastienda de la escritura”. Muchos de sus cuentos fueron traducidos al alemán, francés, hebreo, inglés, neerlandés, ruso, serbio y turco.


Fue coordinadora de talleres literarios en los que se formaron muchos escritores argentinos reconocidos en la actualidad. Su última actividad pública fue el 20 de enero pasado cuando, ante cientos de escritores, poetas, artistas y una numerosa cantidad de personas que asistieron en señal de apoyo, dio una clase abierta en la Plaza del Congreso contra la arremetida hacia el arte y la cultura emprendida por el gobierno “libertario” neo-liberal de ultraderecha que, desde el comienzo de su gestión, acometió contra cuestiones básicas de cualquier sociedad como la educación y la salud pública, la alimentación, la vivienda, el trabajo y las obras públicas. Lo que sigue son extractos compaginados de las entrevistas que le hicieron Fernando Manzini y Tomás Méndez para el nº 8 de la revista “Gambito de Papel” de diciembre de 2017, Verónica Abdala para el diario “Infobae” del 9 de febrero de 2023, e Inés Hayes para el suplemento “Las12” del diario “Página/12” del 2 de febrero de 2024.
 
¿Cómo nace un escritor?
 
Primero está la lectura, y después, a veces, esa necesidad de expresarse por escrito.
 
¿En tu caso cómo se manifestó la vocación?
 
Yo de chica pensaba mucho, mucho; era muy inquieta: me recuerdo pensando cosas demasiado complejas, que no sabía expresar. Era muy arrebatada, entonces sentía que las ideas se agolpaban en mi cabeza. Ahí es cuando empiezo a imaginar historias, dando vueltas en el patio, y a corregirlas mentalmente, yo creo que allí nació la escritora. Más tarde, reconozco la necesidad de escribir en cuarto año: tenía una profesora con la que tuve diferencias y ante la que sostuve una argumentación leyendo algo que había escrito: discutí con ella escribiendo. Me di cuenta también en ese momento de que me expresaba mejor por escrito que oralmente. Eso, con los años, se convirtió en una necesidad existencial.
 
Casi todos los escritores de las revistas literarias en las cuales participaste llegaron a ser voces notables dentro de la literatura nacional y lograron publicar sus obras en las editoriales más prestigiosas. ¿Cómo te explicas este hecho? ¿Pensás que el trabajo interno en estas revistas tuvo algo que ver con ese logro?
 
En principio, no creo que sea azar el hecho de que varios que empezamos escribiendo en esas revistas después siguiéramos escribiendo y existamos todavía en la literatura. Creo que eso de algún modo ya estaba planteado desde el primer número de la primera revista, en el editorial. Decíamos que la literatura para nosotros no era un medio de vida sino un modo de la vida. Nos posicionábamos como revista de izquierda, pero al mismo tiempo decíamos que la literatura ya era un modo de cambiar el mundo. Vale decir que aquellos que elegimos la revista ya coincidíamos en algo esencial, que es ese doble compromiso: el compromiso con la realidad y el compromiso con la escritura. De todos modos, fueron muchos los escritores que empezaron publicando con nosotros pero no todos siguieron escribiendo.
 
Recién hablaste del compromiso intelectual de los escritores de tu generación. Da la sensación de que ese compromiso, en la actualidad, está un poco debilitado…
 
Yo creo que el peso de los intelectuales en la época actual es absolutamente menor que el que tenían en los años ‘60, cuando el compromiso intelectual no sólo con la realidad nacional sino también con la internacional era un mandato. Siempre hay excepciones, obviamente, pero como característica generacional, eso no existe. En los ‘60 y a principios de los ‘70 el compromiso ideológico era realmente muy fuerte. La revolución cubana había sucedido hacía muy poco y eso pesó sobre nosotros. Después se fueron dando múltiples movimientos revolucionarios en América Latina y en el Tercer Mundo en general, y eso hizo que nos sintiéramos en un mundo en transformación ante el cual necesitábamos imperativamente tomar partido. Este mundo actual en el que estamos viviendo por supuesto merece y necesita ser pensado, pero todavía ese pensamiento es muy caótico.
 
Esa falta de compromiso actual: ¿tendrá que ver quizá con el hecho de que las ideas, las opciones y los enemigos están menos claros que antes?
 
Hay varias cosas. Por un lado, hay un sólo bloque que es el capitalismo, que está más desembozado que nunca. Estamos ante un poder cada vez más concentrado y reaccionario. Supongo que, con el tiempo, se irán generando anticuerpos. Estamos ante una situación particularmente crítica, difícil de entender y de aceptar.
 
¿Dirías que los intelectuales tenían en los ‘60 un peso del que, quizás, hoy carecen?
 
Totalmente, teníamos un compromiso social muy marcado y nos sentíamos responsables de nuestras ideas. También, de dar testimonio de lo que pasaba. Durante la dictadura, con Abelardo y Sylvia Iparraguirre fundamos la revista “El Ornitorrinco”, pero mucho antes ya teníamos una existencia, y los jóvenes autores teníamos peso. Existíamos, en relación también a ese compromiso que asumimos: con la política, con la literatura, con la vida.
 
¿Eso cambió?
 
Hoy el contexto es muy distinto, los intelectuales actualmente no tienen peso. No tienen el poder que tenían hace medio siglo, eso es un hecho. Hoy el poder tampoco lo tienen los políticos, sino los poderes económicos. Por todo eso hoy las ideas no tienen peso en la sociedad, todo eso cambió muchísimo.
 
¿Y el lugar de la literatura cambió? ¿Qué lugar, dirías, le cabe en nuestro tiempo?
 
No sé qué lugar ocupa, pero sí que ocupa un lugar: sigue habiendo escritores excelentes. La creación, la necesidad de escribir una obra, nunca se extingue. Y la lectura también se mantiene vigente, aunque leer y escribir siempre fueron prácticas de una minoría. La literatura actúa de una manera laberíntica: no es explosiva, pero existe, perdura. La literatura no hace la revolución, pero le cambia la cabeza a un lector, y de esa manera puede cambiar mucho.
 
Uno de los temas que recorren frecuentemente tus libros es el tratamiento del concepto de familia como entidad aplastante de los individuos que la integran. ¿Considerás esto como una preocupación importante dentro de tu literatura?
 
Me interesa la familia como mundo. Eso que en apariencia es considerado muy normal, pero que en su interioridad muestra fisuras y a veces se desliza hacia la locura, hacia el horror o hacia el desorden total. Me interesa el mundo familiar porque, aunque pequeño, me permite mostrar grietas, contradicciones, que están en la base del orden burgués.
 
Alguna vez dijiste que la literatura crea sentidos allí donde no los hay.
 
Por supuesto, nos permite tomar conciencia de ciertas zonas del individuo que no aparecen en la superficie: la literatura nos permite profundizar en capas subterráneas del ser humano, de la condición humana. Y encontrar sentidos allí donde quizás no los haya: ese sentido lo construye el autor, y esa veta es absolutamente personal. Yo digo que el que lee nunca está solo. La literatura sigue siendo poderosa y necesaria. Necesitamos de las historias: eso es algo que nos constituye, y se hace evidente desde la infancia. Pero no pretendo dar ninguna receta, en realidad no la tengo tampoco para mí.
 
¿Cuál es tu perspectiva de la situación actual desde tu lugar como autora, escritora, artista, trabajadora de la cultura?
 
En tanto autora de ficciones, es difícil que, mientras disponga de las condiciones básicas para vivir, una situación exterior modifique de manera significativa mi actividad. Incluso durante la dictadura militar, dentro del pequeño ámbito de libertad que era mi pieza, pude escribir; cuando lo conseguía, ese acto privado y libre me rescataba de la pesadilla en que estábamos viviendo. Ahora también sucede. Contra la angustia, escribo. Pero un cuento o una novela es un trabajo a largo plazo. Lo que nos está pasando como sociedad ocurre ahora y aquí. Es el momento en que nuestra herramienta, las palabras, tiene que actuar de manera inmediata. Hacerse oír ahora. Es una posibilidad que tenemos los escritores, que tienen los artistas en general. Tenemos voz, y esa voz tiene que encontrar la forma de ser escuchada, de volverse acción.
 
¿Qué sentiste el día de la charla, qué respuestas tuviste?
 
El día de la charla en la Plaza del Congreso experimenté una emoción muy especial. En primer lugar, estaba en la calle y para mí la calle implica la voz de los que no tienen voz, de los que no cuentan con otro medio para hacer oír sus reclamos. Me supe unida a todos los que me rodeaban; me hicieron sentir que mis palabras podían acompañar y tal vez ayudar. Había gente querida: muchos de mis amados tallerines, amigos de toda la vida, colegas que hacía tiempo no veía; me abracé con la gran Liliana Herrero, cuya voz única suele hacerme compañía mientras trabajo; nos saludamos a la distancia con Cristina Paravano, esa grande del teatro comunitario. Pero, sobre todo, había mucha gente a la que no conocía pero a la que sentí muy cerca. Ese cariño multitudinario me acompañó y me sigue acompañando.
 
Ese día dijiste que si uno escribe, las palabras tienen que ser mejores que el silencio, ¿podrías explicarlo?
 
Me refería en particular a lo que una destina a ser publicado. Yo me puedo levantar un día y escribir: hoy me duele la cabeza. Está bien, es mi libertad. Pero esa frase a secas ¿tiene algún sentido para otros? La literatura es un modo de la comunicación; compleja, no explícita, pero comunicación al fin. ¿Por qué tuve el deseo de contar determinada situación?  Tal vez porque algo en ella me pareció absurdo, o injusto, o temible, o porque la sentí atravesada por una casi imperceptible ráfaga de belleza o de monstruosidad. Bueno, eso que, muchas veces de manera difusa, una quiere comunicar no siempre se percibe de entrada en lo que escribimos. Hay que buscarlo hasta que ese resplandor o ese espanto o esa comicidad o esa tensión, eso que le da sentido a nuestra historia, aparezca en lo escrito. ¿Contar por contar? ¿Anotar “hoy me duele la cabeza” y chantárselo a los otros? Me parece una actitud un poco egocéntrica o vanidosa. Mejor tomarse una aspirina.
 
Otra cuestión clave que señalaste es que los y las escritoras son trabajadorxs también, pertenecen a la clase trabajadora, ¿por qué lo señalaste con énfasis ese día?
 
Me importa aclarar esto: no dije que los escritores, en tanto creadores, pertenecemos a la clase trabajadora; no creo que sea así y enseguida voy a explicar por qué. Lo que dije es que casi todos los artistas y escritores que conozco -y me incluyo-, hemos tenido que ganarnos la vida trabajando; en lo que fuera, como cualquier hijo de vecino. Arreglarnos para tener un ingreso que nos permitiera vivir de manera más o menos aceptable y estar en condiciones, mientras tanto, de dedicarnos a nuestro oficio esencial sin morir de desamparo o inanición. Puse énfasis en eso del trabajo porque poco antes había escuchado a una funcionaria de este gobierno mandarnos a los artistas a agarrar la pala. No sé desde qué tarea suya de excavación lo estaría proponiendo pero, ya que parece ignorar (no solo en este campo) el tema del que está hablando, me permito informarle que hay una larguísima lista de oficios que, en todos los tiempos, han desempeñado los artistas de todas las disciplinas para poder sobrevivir. Y acá sí quiero aclarar por qué no considero que un artista, en tanto creador, pertenezca a la clase trabajadora, tal como la entiendo. Es un trabajo, sí, y en muchos casos, aquel en el que ponemos nuestra mayor dedicación. Pero para sobrevivir tenemos que trabajar en otra cosa. Puede ocurrir, claro, que a la larga o a veces a la corta, un premio importante o una buena repercusión internacional le permita a un artista vivir de su trabajo creador, pero es infrecuente y no hay garantías. Voy a poner un solo ejemplo: el de Héctor Alterio, uno de los mayores, si no el mayor, entre los actores argentinos. Durante los muchos años en que trabajó en el teatro independiente ya era un actor extraordinario que nos maravillaba desde el escenario, pero todo el día andaba con su portafolios ganándose la vida fuera del teatro. Así suele ser la cosa entre los artistas. Sin contar con que, para barrer el piso, seguimos valiéndonos del escobillón y de la pala.
 
También contaste que en esa misma plaza luchaste en los ‘50 por la educación pública, ¿qué sentís de tener que seguir defendiendo lo mismo por tanto tiempo?
 
Fue en el ‘58, sí. Yo tenía quince años y estaba en 4º año de la escuela normal. Salíamos a la calle en defensa de la ley 1420, de enseñanza laica, gratuita y obligatoria. Me recuerdo una mañana en la Plaza Congreso, con guardapolvo blanco, explicándole a un grupo de personas por qué hacíamos huelga. (Y aclaro que, si no fuera por la escuela pública, donde recibí una educación excepcional, no estaría contestando esta entrevista. Mis padres no estaban en condiciones de pagar para que mi hermana y yo recibiéramos una educación de excelencia). Lo que siento con esta vuelta a la Plaza es algo complejo; por un lado, una angustia inevitable cuando pienso que derechos que creíamos indiscutibles corren el riesgo de ser arrasados con una falta de escrúpulos difícil de creer. Por otro lado, siento que, contra unos pocos poderosos a quienes solo les interesa acumular más y más a costa de la miseria de la mayoría y de la degradación del planeta, seguimos en pie, poniendo el cuerpo y nuestras herramientas por lo que consideramos justo. Y entonces depongo toda angustia.
 
¿Cómo creés que aporta el arte y la literatura a la lucha por una vida mejor?
 
No me engaño; en nuestro país, donde ya se viene deteriorando desde hace tiempo la educación pública y donde sobrevivir se hace cada día más difícil, es lógico que, para una mayoría, el cine, el teatro, la literatura, el arte en general, se estén volviendo casi inaccesibles. Lo que fervientemente aspiro para todo argentino y toda argentina es que, además de una salud protegida, de una vivienda, una educación y una alimentación dignos, tenga la posibilidad de descubrir la lectura, de encontrarse con la música, de ir al teatro y al cine y conmoverse con lo que está viendo y leyendo y escuchando. Porque entonces el mundo se le va a poder abrir más allá de los límites que conoce y va a estar en condiciones de elegir libremente su destino, de no ser engañado por discursos falaces y perversos. Va a ser realmente libre. Ya que los libros, el arte y la ciencia nos ayudan a ser libres. A todos. Por algo, en las propuestas del actual gobierno, hay un empeño tan evidente en borrarlos de la realidad.

15 de febrero de 2024

Entremeses literarios (CCXV)

EL DESENLACE
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)
 
- Estoy muy cansada, no me cuentes más historias, no hables tanto. Nunca hablas tanto. Vení, vamos a dormir. Acostate conmigo.
- Estás loca, ¿no me oíste, acaso? Basta de macanas. Se acabó nuestro jueguito, ¿entendés? Se acabó para mí, lo que quiere decir que también se acabó para vos. Telón. Entendelo de una vez por todas, porque yo me las pico.
- ¿Te vas a ir?
- Claro, ¿o pretendés que me quede? Ya no tenemos nada más que decirnos. Esto se acabó. Pero gracias de todos modos, fuiste un buen cobayo, hasta fue agradable. Así que ahora tranquilita, para que todo termine bien.
- Pero quedate conmigo. Vení, acostate.
- ¿No te das cuenta de que esto ya no puede seguir? Basta, reaccioná. Se terminó la farra. Mañana a la mañana te van a abrir la puerta y vos vas a poder salir, quedarte, contarlo todo, hacer lo que se te antoje. Total, yo ya voy a estar bien lejos...
- No, no me dejes. ¿No vas a volver? Quedate.
Él se alza de hombros y, como tantas otras veces, gira sobre sus talones y se encamina a la puerta de salida. Ella ve esa espalda que se aleja y es como si por dentro se le disipara un poco la niebla. Empieza a entender algunas cosas, entiende sobre todo la función de este instrumento negro que él llama revólver.
Entonces lo levanta y apunta.
 
 
OLOR A CEBOLLA
Camilo José Cela
España (1946)
 
Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
- Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
- Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?
- No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
- ¿Quieres lavarte las manos?
- No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
- Tranquilízate.
- No puedo, huele a cebolla.
- Anda, procura dormir un poco.
- No podría, todo me huele a cebolla.
- Oye, ¿quieres un vaso de leche?
- No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
- No digas tonterías.
- ¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
- ¡Huele a cebolla!
- Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
- ¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
- ¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
- Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
- Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente. El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
- ¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.
- ¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
- Nada, que olía un poco a cebolla.
 
 
A MAIL IN THE LIFE
Fernando Iwasaki
Perú (1961)
 
Desde hace unos meses le mando correos electrónicos a mi mujer haciéndole creer que soy otro. A principio se los tomó a broma, pero poco a poco empezó a entregarse, a fantasear con mis mensajes, a compartir con mi otro yo sus deseos más inconfesables.
Le he puesto trampas para saber si sospecha algo y no es así. Ha caído redonda.
No puedo negar que parece más feliz y hasta me hice de rogar cuando me pidió que la sodomizara, tal como se lo había recomendado bajo mi personalidad secreta. Pero hasta aquí hemos llegado porque he decidido escarmentarla.
Voy a suicidarme para que nos pierda a los dos.
 
 
POSTRIMERÍAS
Adolfo Bioy Casares
Argentina (1914-1999)
 
Cuando entró en el edificio buscó las escaleras para subir. Encontrarlas era difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay”. Otros le daban la espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas -eran todas de tamaño reducido- estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra que lo llevó a otro piso. Éste era un antecomedor donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir. Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: “Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño para subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me quemaré”. Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree fuera de lugar.
 
 
EPITAFIO DE UN BOXEADOR
Ignacio Aldecoa
España (1925-1969)
 
Pasaban las nubes de tormenta con su gorgojo tronador dentro; pasaban sobre el cementerio, agrio y cuaresmal de luz morada. Altos cipreses, hemiciclos mortuorios, taxis en la avenida, un fulgor diamantino en los lejos del sudoeste, urdimbres de coronas pudriéndose, colgado como trapos viejos de las ventanas de los muertos y de las cruces de los panteones. Los acompañantes formaban un grupo friolero contemplando el trabajo de los enterradores. Eran pocos y se hablaban en voz baja. Abrieron el ataúd antes de meterlo en el nicho. Las monjas del hospital no habían logrado cruzar piadosamente las manos del ex campeón, que conservaba la guardia cambiada con el brazo derecho caído según su estilo. Eso le quedaba. Todo lo demás fue miseria hasta su muerte, y la Federación pagó el entierro. Un periodista joven tuvo que ser reconvenido por su director. Había escrito: “Cuando abrieron la caja, el ex campeón parecía totalmente K.O.”. Los muertos deben ser respetados, pero era un buen epitafio.
 
 
LA CONDENA DE UN HOMBRE BUENO
Bertolt Brecht
Alemania (1898-1956)
 
Escucha: sabemos que eres nuestro enemigo. Por eso ahora queremos mandarte al paredón. Pero en vista de tus méritos y buenas prendas, será un buen paredón, y te fusilaremos con buenas balas disparadas por buenos fusiles y te enterraremos con una buena pala y en tierra buena.

 
AMOR A LA CARTA
Edgar Allan García
Ecuador (1958)
 
En la carta él le decía cuánto la amaba y todo lo que estaba dispuesto a sacrificar por el amor de los dos. Si ella le respondía que sí, no en otra carta, sino llevando el lunes siguiente un clavel en el abrigo, esa sería la señal para que él cortara los hilos que lo ataban y se jugara entero por ambos. Si ella no quería, si sentía que el amor por él no era tan grande, ni valía la pena lo que él estaba decidido a hacer, entonces la ausencia del clavel le diría a él que se marchara lejos, para siempre, allá donde nadie lo pudiera encontrar, allá donde el reencuentro se tornaría imposible.
Esta era una de las cartas que más le gustaba leer al cartero jubilado y, siempre que lo hacía, se preguntaba qué habría pasado si él, en lugar de robarse esa carta perfumada, la hubiera depositado bajo la puerta de la dirección que estaba escrita en el sobre.


TABÚ
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)
 
El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
- ¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
- ¿Zangolotino?  -pregunta Fabián azorado.
Y muere.


UNICORNIO
Fabiola Figueroa
México (1972)
 
La vimos aproximarse desde muy lejos, salir del rincón más denso y alejado del bosque. Bajó la montaña caminando por el sendero de piedras rojizas. El aire elevaba su cabellera color zanahoria y su vestido blanco vaporoso. El recorrido que tuvo que hacer para llegar hasta nosotros fue tan largo que por momentos tenía que detenerse a comer zarzas de los arbustos o a beber un poco de agua fresca de algún manantial. Cuando la distancia nos permitió distinguir los rasgos de su rostro, detuvo su carrera para tomar aire y hacernos señas con la mano. Supimos que toda ella era pálida y hermosa. Cuando por fin nos tuvo enfrente nos sonrió y nos miró lentamente uno a uno, mientras nosotros no dejábamos de asombrarnos de haberla visto llegar.
- ¿Han visto ustedes mi unicornio? -finalmente se atrevió a romper el silencio.
Uno de nosotros venció el estado de estupefacción y negó con la cabeza.
- Tal vez se fue por allá -se respondió ella misma, al tiempo que señaló el corredor de la izquierda.
Estábamos a punto le verla correr en esa dirección cuando reaccionamos:
- ¡No! ¡Espera! ¡Tú no eres de aquí, regresa al cuadro!
- No puedo, tengo que encontrar mi unicornio.
Y diciendo esto la vimos desaparecer por los pasillos del museo.
 
 
SOR
Silvia Ruete
Argentina (1946)
 
Una sombra corporizada se desliza por la galería fresca, mientras agobia el sol llegando al mediodía. El negro velo opaco la cubre de la cabeza a los pies y acompaña el bamboleante movimiento de su figura. En el fondo del comedor las novicias, todas blancas, preparan las mesas, blancas, entre murmullos de rezos y chismes inocentes. Cuando perciben el olor a incienso que la precede, mudas, paralizan el quehacer.
La obesa figura de la Madre Superiora se recorta en la puerta ojival y relumbra en magnífica aureola, mientras sus ojos ladinos descubren el instante prohibido. Con pasos cortitos recorre el pasillo que dejan los bancos y no se detiene hasta llegar exactamente donde todas saben que lo hará. Perdida la mirada en la pared, donde está pintada “La última cena”, estira los dedos regordetes y una a una van cumpliendo el aprendido rito del besamanos sumiso, mientras musitan letanías:
“Gorda chancha”, ora pro nobis...
“Vieja chupacirios”, ora pro nobis...
“Calentona de monaguillos”, ora pro nobis...
Y ella, beatíficamente sorda, sonríe.