29 de mayo de 2020

Susan Sontag: “Yo me considero una autora de ficción, en ningún caso crítica ni filósofa” (2)


El mundo de las ideas, el debate, la reflexión, la polémica y el efecto de dialogar con el lector y despertar en éste su pensamiento le permitieron a Susan Sontag ganar un sitio en la literatura de la segunda mitad del siglo XX. Esa fuerza se manifestó no sólo en su vasta obra ensayística sino también en su breve obra novelística compuesta por “The benefactor” (El benefactor), “Death kit” (Estuche de muerte), “The volcano lover” (El amante del volcán) e “In America” (En América), obras que, junto a “I, etcétera” (Yo, etcétera), su único volumen de cuentos, contribuyeron a cimentar su importante y prestigiosa carrera como narradora y, sobre todo, con sus ensayos, como intelectual. “Creo que lo más deseable en el mundo es la libertad de ser fiel a uno mismo, es decir, la honradez”, afirmó en muchas de las entrevistas que realizó a lo largo de su vida. “Las cosas podrían ir mejor, y todos lo sabemos”. Para ella, pensar en y hacia la utopía significaba pensar, a la vez, críticamente. La utopía no es un simple castillo en el aire, sino un ideal al que acercarse paulatinamente bajo la constatación de que “por doquier los seres humanos se hacen cosas terribles los unos a los otros”. El sufrimiento ajeno (y su contemplación) supuso, desde sus primeros trabajos, uno de los focos principales que iluminaron y guiaron su obra.
Al morir dejó un caudal incontable de notas dispersas, ensayos inconclusos, anotaciones para un diario. En ellas aparecen frases como “Escribir es un abrazo, es ser abrazado; toda idea es una idea que extiende su brazo”. Son innumerables las anotaciones sobre las cosas que necesitaba vivir o conocer (“Mi ambición o mi consuelo es entender la vida”), las cosas en las que creía (“Creo en la vida privada, en la música, en Shakespeare, en los edificios antiguos”), las que pensaba (“Para mí, ser inteligente no es como hacer algo mejor. Es la única manera de existir. Sé que me da miedo la pasividad y la dependencia. Cuando uso mi mente, algo me hace sentir activa, autónoma. Eso es bueno) y las que prefería evitar (“Hablar de dinero”). También enumeró los seres que debían coexistir dentro de un escritor: “1. El obsesivo, 2. El idiota, 3. El estilista, 4. El crítico”, y una larga lista de “libros por leer” y “libros para comprar”. Hay además menciones a personalidades que se repiten y dan cuenta del paso del tiempo en su formación, desde escritores como Henry James (1843-1916), Joseph Conrad (1857-1924), Saul Bellow (1915-2005) y Philip Roth (1933-2018), hasta filósofos como el estadounidense John Dewey (1859-1952) o el austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951).
Cuando todas esas notas fueron publicadas en 2005 en un libro bajo el título “Reborn. Journals and notebooks” (Renacida. Diarios tempranos), Tomás Eloy Martínez (1934-2010), escritor y periodista argentino, escribió en un artículo que apareció en el diario “El País”: “Ella veía el diario como un instrumento para entender cómo iba haciéndose a sí misma, cómo su yo se iba creando día tras día. Esa creación se extinguió el 28 de diciembre de 2004 en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York. Murió defendiéndose contra la muerte, tras un tenaz combate cuyo final inevitable no quería aceptar. La entendió con una lucidez de la que carece la mayoría de los seres humanos”. A renglón seguido, la segunda y última parte del resumen editado de las entrevistas publicadas en “Rolling Stone”, “La Nación”, “El Cultural”, “Letras Libres” y “Proceso”.


En su novela “En América” hay una frase de su personaje que dice: “La mujer tiene talento para renunciar a la satisfacción sexual”. ¿Es más difícil para las mujeres tener una vida sexual plena?

Las mujeres, sobre todo con una educación dura, se enfrentan a elecciones duras en su propia vida. Es más duro para ellas si tienen una gran vida erótica hacer las dos cosas también (trabajo y sexo). La vida conlleva elecciones y renuncias, yo trato de vivir como si el día tuviera 48 horas. Creo que todas tenemos muchas posibilidades que no aprovechamos, posibilidades eróticas y creativas que sencillamente no ejercitamos. Pero lo bueno es que la vida no es una carrera, tal vez puedes hacer las cosas en el orden no establecido. Yo, por ejemplo, llevo una vida no muy ordenada, de hecho empecé a ser joven cuando tenía unos treinta años. Me casé a los diecisiete, tenía casi treinta años cuando aprendí a bailar y empecé a salir, después de divorciarme, claro. Y teniendo romances. A los veintiocho años me convertí en una estudiante. Pasé a ser una niña muy infeliz, porque quería crecer y luego, al ser mayor, me convertí en una adolescente.

La estructura de “En América” ofrece como elemento original dos monólogos, uno al inicio como “capítulo 0”, y otro ‘shakespeariano’ que cierra el libro. El monólogo del principio ha sido calificado por buena parte de la crítica como “lección magistral” para quienes desean ser escritores ¿Por qué eligió esta forma narrativa?

Realmente los monólogos son mi forma literaria favorita o la que me resulta más fácil. Me resulta mucho más práctico escribir en primera persona que en tercera, y porque amo lo difícil, por eso me obligo a escribir principalmente en tercera persona. Cuando estaba planeando esta novela, porque siempre tengo antes un plan, decidí que empezaría con un monólogo para satisfacer mi amor por este tipo de voz. Los monólogos son como… ¿cómo lo podría decir?, como las máscaras ancianas en el teatro romano, la cómica y la trágica. De hecho, el primer monólogo es una comedia y el último una tragedia; es decir, el libro está anclado entre esos dos monólogos. El primer capítulo es una de las mejores cosas que he escrito en mi vida. Allí la voz del narrador es una especie de parodia de mi propia voz, introduce a los personajes en la idea de la imaginación literaria; después la voz del narrador del segundo monólogo es el hombre más desgraciado del mundo, completamente infeliz, que muestra el rango emocional unido a la trayectoria del libro.

En esta novela pasa de la Polonia del siglo XIX sojuzgada por la “bota zarista” al Sarajevo del siglo XX. ¡Vaya salto!

Incluyo Sarajevo porque empecé a escribir el libro antes de ir a Sarajevo. Después, la guerra me interrumpió, y cuando volví al segundo capítulo, Sarajevo quedaba atrás, pero fue una experiencia muy profunda para mí. Aun así, escribí la novela que quería escribir. Me he preguntado a mí misma si la novela está influida por mi experiencia de la guerra en Sarajevo; a veces creo que sí, pero la mayoría de las veces creo que no, que fui capaz de interrumpir y volver a ella. Soy afortunada, tuve suerte. Además, menciono a Sarajevo también por lealtad a esa experiencia y porque quiero recordarle a la gente que lea el libro, a Sarajevo.

El personaje de Ryszard en su novela “En América” dice: “La gente como nosotros no debiera vivir en América”. ¿Está expresando una postura crítica respecto a América?

No. Esa frase no debe separarse del contexto de la novela. En la obra los distintos personajes expresan puntos de vista distintos y el de Richard es el suyo. Cuando yo quiero decir algo sobre América lo digo y no utilizo ningún personaje.

En esa misma novela trata de alguna forma el tema de la utopía.

Vuelvo a decir lo mismo. Se trata de una novela, no de un ensayo. No pretendo transmitir ningún mensaje y tampoco considero apropiado entrar en generalizaciones.

Usted suele hablar bien del periodismo. Más allá de sus simulacros, ¿cree que el periodismo nos ha hecho más solidarios al extender el dolor de los demás?

Todo en el siglo XX ha sido un arma de doble filo. También el periodismo. Es verdad que nos ha permitido saber de los otros, de sus tragedias y de sus necesidades. Pero también ha contribuido a una globalización cultural y moral que en buena parte está asentada sobre premisas falsas. El periodismo ha llenado nuestra vida de imágenes falsas. Es verdad: tenemos una idea de lo que pasa en el mundo como nunca nadie la tuvo antes. Pero a veces esa idea es demasiado nominal. Y se mezcla con la propaganda. Ya ve usted que voy de un extremo a otro. De un filo a otro. Aunque quizá lo peor de esta propaganda diseminada por el periodismo sea este mensaje: “Esto es lo que hay en el mundo, ahora ya lo conoces, pero poco puedes hacer para cambiarlo”. Esta impotencia. Este aviso de que el conocimiento de las cosas no se transforma en una energía para cambiarlas. La posibilidad, incluso, de que tanto y tan variado conocimiento llegue a aturdirnos y a reforzar la impresión de que el cambio es más complejo de lo que es en realidad. Porque luego es cierto que observadas las cosas de cerca, una a una, no parecen tan complejas.

Sí, la saturación, el agobio mediático.

Y la posibilidad de que los horrores puedan acabar convirtiéndose en un espectáculo. Yo defiendo el periodismo. Soy una gran defensora del periodismo. Viví en Sarajevo al lado de los periodistas. Comprobé cómo trabajan. Puedo decir que la mayoría de ellos son gente honrada. Y, sobre todo, no son gente endurecida, como quiere el tópico, sino que tratan de contribuir con su trabajo a la mejora de las condiciones de vida generales. Cuando la gente habla de la corrupción del periodismo hay que mirar en muchas direcciones. También en la dirección de los propietarios de los periódicos. O sea que, en este sentido, Baudrillard y demás podrían tener su parte de razón, cuando sugieren que debido a esta corrupción el común de los hombres se vería en dificultades crecientes para distinguir entre las imágenes y la realidad. Pero esa visión siempre sugiere un menosprecio de lo real, y del que sufre lo real, falso: aun hipnotizada, drogada, la gente no pierde el sentido de lo real.

La gente...

Déjeme explicarle una anécdota significativa. Mire, después del ataque a las Torres Gemelas, varios grupos de personas que habían conseguido escapar fueron apareciendo por las calles. Los iban entrevistando las cámaras de televisión. Estaban todos ellos cubiertos de ceniza, agobiados, aterrorizados. Les ponían el micrófono en la boca y les preguntaban cómo se sentían, cómo había sido, esas cosas. Algunos de ellos explicaban: “Ha sido como una película”. ¿Quiere eso decir que lo real y lo ficticio ya no se distinguen? En absoluto. Esa fue una interpretación muy extendida en aquellos días, pero falsa. Lo cierto es que cuando se produce un trauma de estas características se tarda un poco en absorber la realidad. Hace cien años estas gentes habrían dicho que era como un sueño. Hoy dicen que como una película. Pero a nadie de aquellos que salían se le habría ocurrido dudar de que aquello fuese cierto. Sólo decían que les sorprendía mucho que lo que habían visto en las películas se hiciese de pronto realidad. Era su forma de significar la magnitud de la catástrofe. No de significar sus dudas. Lo que importa de las personas son las experiencias propias. ¿Me deja que le cuente otra anécdota?

Y mil que contara.

1969, en el sur de Marruecos. Pleno desierto. Una pequeña cabaña con luz eléctrica y un café con televisión. Armstrong acaba de pisar la Luna. Yo me acerco al hombre que sirve el café. Por la tele se ven los saltitos de los astronautas. Yo se lo comento al hombre: “¡Es fantástico, la gente está en la Luna!”. Mueve la cabeza y dice que no. “¡Cómo que no!”, le digo y casi le obligo a salir fuera, y mirar al cielo, donde brilla la Luna. “¡Están ahí!”, le digo, señalando indistintamente la Luna y la televisión. El hombre se ríe, me mira y me dice: “¡Qué va, es sólo televisión!”. En cierto modo está bien fiarse de las experiencias personales.

En 1974 se enteró de que tenía cáncer y de inmediato se puso a pensar sobre la enfermedad. Eso me recordó algo que escribió Nietzsche: “Para un psicólogo hay pocos problemas tan atractivos como el de la relación entre salud y filosofía; basta que él mismo caiga enfermo para que vuelque toda su curiosidad científica en su enfermedad”.

Bueno, sin duda es cierto que el hecho de enfermarme hizo que me pusiera a pensar sobre la enfermedad. Yo pienso sobre todo lo que me sucede. Pensar es una de las cosas a las que me dedico. Si hubiera estado en un accidente aéreo y hubiera sido la única sobreviviente, es muy probable que me habría interesado por la historia de la aviación. Estoy segura de que la experiencia de estos últimos años aparecerá en mi ficción, aunque muy traspuesta. Pero como ensayista lo que se me ocurrió preguntarme no fue “¿qué es lo que estoy viviendo?” sino “¿qué es lo que sucede realmente en el mundo de los enfermos? ¿Qué ideas tiene la gente sobre la enfermedad?”. Me puse a examinar mis propias ideas, porque yo misma tenía muchas fantasías sobre la enfermedad y sobre el cáncer en particular. Nunca había considerado la cuestión de la enfermedad en serio. Y si uno no piensa en las cosas, es muy fácil ser vehículo de toda clase de clichés, aunque sean los más ilustrados. No es que me haya impuesto la tarea: “Bueno, ahora que estoy enferma, voy a pensar en la enfermedad”. Simplemente pensaba en ello. Estás tendida en una cama de hospital, y entra el médico y se te pone a hablar de ese modo… y tú lo escuchas y empiezas a pensar en lo que te está diciendo y en lo que significa y en el tipo de información que te está dando y cómo evaluarla. Pero después también piensas: qué extraño que hablen de ese modo. Y te das cuenta de que hablan así por todas esas ideas que hay en el mundo de los enfermos. De modo que se podría decir que yo estaba “filosofando” sobre el asunto, aunque no me gusta usar esa palabra, porque admiro demasiado la filosofía. Pero, para usarla en un sentido más general, uno puede filosofar sobre cualquier cosa. Quiero decir: cuando te enamoras te pones a pensar en qué es el amor, si tienes el temperamento necesario para reflexionar sobre el asunto. Un amigo, un especialista en Proust, descubrió que su mujer tenía una historia con otro hombre. Se puso espantosamente celoso, se sentía herido, y me contó que en pleno ataque de celos se puso a leer a Proust y a pensar en la naturaleza de los celos y a llevar esas ideas más al límite. Y así estableció una relación totalmente distinta con los textos de Proust y con su propia experiencia. Estaba sufriendo en serio, no había nada falso en su sufrimiento, y sin duda no se escapaba de lo que estaba viviendo al ponerse a pensar en los celos de esa manera, pero hasta ese momento nunca había experimentado celos sexuales profundos. Había leído sobre ello en Proust, pero como cuando lees algo que no forma parte de tu propia experiencia. No conectas realmente con el asunto. Hasta el día en que sí forma parte.

Cuatro meses después de empezar nuestra entrevista en París, cuando acababa de volver a Nueva York, la llamé por teléfono para preguntarle cuándo podríamos completar nuestra conversación y me dijo: “Deberíamos hacerlo pronto, porque puede que cambie demasiado”. Eso me sorprendió. ¿Por qué?

¡Para mí es tan natural! Siento que cambio todo el tiempo, y eso es algo que me cuesta explicarle a la gente. Porque se supone que un escritor es alguien que, o bien se dedica a la autoexpresión o bien trabaja para convencer o cambiar a la gente en función de su visión de las cosas. Y yo no creo que ninguno de esos modelos funcione para mí. Yo escribo en parte para cambiarme a mí misma y así, una vez que he escrito sobre algo, no tener que volver a pensar en ello. Cuando escribo, escribo para sacarme ideas de encima. Podrá sonar desdeñoso para con el público, porque es obvio que antes de deshacerme de ellas las he trasmitido como algo en lo que creía -y creo en ellas cuando las escribo-, pero no creo en ellas después de escribirlas, porque ya me he mudado a una nueva concepción de las cosas y todo se ha vuelto aún más complicado... o quizá más simple. Eso hace que me resulte un poco difícil hablar de mi trabajo. Porque a la gente le interesa que hable, pero yo, una vez que hice mi trabajo, ya me he ido a otro lado.

¿Cómo se toma que a menudo Woody Allen, Arthur Miller, Noam Chomsky, Paul Auster o usted misma sean más tenidos en cuenta en Europa que en su propio país, los Estados Unidos?

No puedo hablar de Auster, pero es algo que suele ocurrir con muchos autores. Arthur Miller, por ejemplo, parece ser más apreciado en Inglaterra que en Estados Unidos, y según dice también ocurre lo mismo con Auster en España.

¿A qué cree que se debe?

Estados Unidos se ha movido en una dirección distinta a la de Europa y quienes son críticos con el sistema tienden a ser marginados. Es algo normal cuando se tiene visiones distintas a las comúnmente aceptadas.

¿Cree que los intelectuales deben expresar otro punto de vista, concienciar en cierta forma que existe otra realidad posible?

No sé qué son los intelectuales, no me interesa el concepto de intelectual. Lo que debe hacer el escritor es decir la verdad. Las generalizaciones no me interesan.

¿Con qué calificativo se encuentra más cómoda Susan Sontag: novelista, filósofa, crítica…?

Yo me considero una autora de ficción, en ningún caso crítica ni filósofa.

28 de mayo de 2020

Susan Sontag: “Yo me considero una autora de ficción, en ningún caso crítica ni filósofa” (1)


Nacida en Nueva York, Susan Sontag (1933-2004) inició su carrera académica de forma prodigiosa. Con apenas quince años, mientras vivía en Los Ángeles, se graduó de North Hollywood High School. Luego, también de forma precoz, obtuvo un doctorado en filosofía por la universidad de Harvard. Ambos logros la llevaron a viajar a Europa para continuar sus estudios. A finales de la década de los ‘50, en la Sorbona, vivió la escena intelectual de la posguerra conformada por personalidades emblemáticas que alimentaron el pensamiento crítico de la juventud y su escepticismo ante los antiguos sistemas de pensamiento. Tras su paso por la Sorbona y luego por Oxford, regresó finalmente a su ciudad natal en donde se consolidó como académica e impartió seminarios de filosofía en varias instituciones universitarias de la costa este, entre ellas el Sarah Lawrence College, la Columbia University y el City College of New York.
Esos años, allegados al mundo académico, fueron fundamentales en la conformación de su voz crítica y en su posicionamiento personal ante las ideas de pensadores como Walter Benjamin (1892-1940), Roland Barthes (1915-1980) y Michel Foucault (1926-1984). Sin embargo sus opiniones, incisivas y controversiales, se filtraron más allá de las aulas y permearon de forma contundente e inigualable en el pensamiento cultural de la época. Sontag exploraba la distancia que hay entre la realidad humana, cultural, artística y la interpretación generalizada de esa realidad, tema que abordó en su libro de ensayos “Against interpretation” (Contra la interpretación)
Sontag, que también estudió en profundidad el poder de la fotografía y las imágenes, publicó “On photography” (Sobre la fotografía), ensayo en el que realizó una poderosa reflexión sobre el hecho fotográfico como conjunto. Además, su presencia constante en círculos artísticos marginales y su profundo interés por la cultura de masas, la llevaron a escribir numerosos ensayos agudos y renovadores como, por ejemplo, “Fascinating fascism” (La fascinación del fascismo), una muestra de su anhelo por defender el derecho a rebelarse contra las injusticias que, muchas veces desde los gobiernos, obligan a los ciudadanos a aceptarlas como si fueran constitutivas del funcionamiento normal del mundo. “Escribir es una forma de luchar -afirmó muchas veces-. Mi compromiso con la sociedad es de naturaleza personal. Si me he comprometido con algunas causas es por una cuestión de conciencia”.
En los años ’70 le diagnosticaron cáncer y esa enfermedad se convirtió en un tema más que analizó en profundidad en su libro “Illness as metaphor” (La enfermedad y sus metáforas) donde, entre otras cosas, puso en evidencia la manera en que las enfermedades graves detonan actitudes sociales que en ocasiones le hacen más daño al enfermo que la enfermedad misma. Siempre tuvo un apetito desbordante por la vida y una actitud intelectual independiente e irreverente. Para ella, el hecho de vivir una vida pensante y pensar sobre la vida que se vive eran actividades complementarias que mejoraban la existencia.
Lo que sigue es la primera parte de un compendio editado de las entrevistas que aparecieron en diversos medios periodísticos como “Rolling Stone” (4 de octubre de 1979), “La Nación” (5 de mayo de 1985), “El Cultural” (16 de octubre de 2003), “Letras Libres” (30 de abril de 2004) y “Proceso” (29 de diciembre de 2004). Dichas entrevistas fueron realizadas por Jonathan Cott, Hugo Beccacece, José Antonio Gurpegui, Arcadi Espada y el equipo editorial respectivamente.


¿Cuáles fueron sus primeras lecturas?

Podría decir que nací leyendo, era algo precoz. A los tres años ya lo hacía. Tenía hambre de lectura. Odiaba ser una niña. Soñaba con ser adulta y me parecía que leyendo lo era. Cuando leía presumía de persona grande. Los primeros libros que recuerdo eran cuentos de hadas, pero ya antes de los cinco años leía historias de Poe. La primera novela que terminé fue “Los miserables” de Victor Hugo. Era horrible, lloré todo el tiempo mientras la leía. La lectura era, por otra parte, una forma de viajar. Yo quería estar en todas partes menos donde estaba. Los libros eran mi medio de transporte. Ese sentimiento se debía en gran parte al hecho de que mis padres se encontraban en Oriente cuando era muy chica, y yo estaba separada de ellos. Mi padre murió en China y yo no conocí de verdad a mi madre hasta que ella volvió de ese largo viaje.

No solo mostró precocidad como lectora: a los diecisiete años se casó con Philip Rieff y en 1952 tuvo un hijo. ¿Cómo fue ese período?

En 1949 ingresé en la Universidad de Berkeley, California, y al año siguiente me mudé a Chicago. Mi futuro esposo era profesor en la universidad donde yo estudiaba. No era su alumna, pero allí lo conocí. Él era bastante mayor que yo. Poco después de casarme me sentía desconcertada, infeliz. Me di cuenta de que ese matrimonio no marchaba. Recuerdo que por ese entonces leía una novela de George Eliot, “Middlemarch”. Es la historia de una mujer joven que se casa con un hombre mucho mayor y que descubre que es muy infeliz. Leyendo esa novela advertí que esa era mi vida. Una vez más, como me había ocurrido cuando era chica con “Los miserables”, lloré mucho. Pero lloré por mí misma. Tardé nueve años en separarme. Soy bastante lenta en ese tipo de decisiones. Esa fue una época de intensos estudios. En 1952 obtuve mi licenciatura, después estudié en la Universidad de Harvard, donde terminé un máster en literatura en 1954, y otro en filosofía, al año siguiente. Más tarde completé mi formación en St. Anne's College de Oxford y en la Universidad de París. En cuanto a mi vida familiar, hoy mi hijo, David Rieff, ya es un hombre grande, que ha pasado los treinta años, que ya tiene canas y trabaja en una editorial donde publica libros de Marguerite Yourcenar, Philip Roth, Milan Kundera, Mario Vargas Llosa, Heberto Padilla y otros.

Usted ha escrito un libro sobre fotografía que es un clásico. ¿Cómo comenzó su interés por el tema? ¿Es usted fotógrafa?

No soy fotógrafa, pero las fotografías me fascinan. Las colecciono, estoy rodeada por ellas. Me sirven para escribir. Ahora, por ejemplo, estoy interesada en la imagen del volcán como metáfora y pienso hacer un ensayo sobre este asunto. Para eso he llenado mi casa de fotografías de volcanes. Pero yo misma no tomo fotografías por temor a que esa actividad se transforme en una adicción. No quiero ser tampoco una crítica fotográfica. En “Sobre la fotografía” aproveché precisamente el hecho de ser una “outsider”, una extraña en la materia. Mi actitud como autora es la de un “voyeur”. Al escribir ese volumen descubrí que estaba escribiendo sobre el mundo, no sólo sobre una técnica o un arte. Como ejemplo de lo que significa la existencia de la fotografía basta pensar que hasta que se inventó la cámara fotográfica, alrededor de 1830, la gente no sabía cómo era de chica. Hoy se puede seguir la evolución de una vida a través de las fotografías. Antes, por supuesto, existían los retratos pintados, pero no tenían el mismo carácter. Si uno se imagina por un momento que la fotografía ya hubiera sido inventada en la época de Shakespeare y se tuviera una imagen de él y, además un retrato hecho por un gran pintor, no hay duda de que uno se emocionaría más viendo la fotografía porque es una especie de huella del pasado. Las fotos nos conmueven porque nos hablan del paso del tiempo. Cuánto más vieja es una fotografía, más fascinante nos parece.

¿Por qué deberíamos verlas?

Si se parte de la idea de que hay fotos que ayudan a entender la realidad, la cuestión se aclara. Aunque no de una manera contundente, absoluta, porque siempre habrá resquicios por donde se colarán los derechos y los sentimientos de los otros. En realidad mi libro está dedicado a saber cuánto puede mostrarse de lo real. A mi entender esta es una pregunta clave.

De la guerra puede mostrarse muy poco, dice usted repetidamente.

La guerra. Las fotos nos transmiten una cierta imagen de la guerra vinculada al acontecimiento, al estallido, a una acción determinada. Pero lo crucial de la guerra es lo que sucede después. ¿Cómo se fotografía lo que sucede después? O pensemos en la hambruna de África. ¿Cómo se fotografía el hambre, más allá de las circunstancias agónicas de estos niños esqueléticos que vemos cíclicamente cuando en un poblado o una región determinada la situación se desborda? Bueno, éste es un problema muy importante. Mucho más importante que si a raíz de un hecho concreto se muestran o no determinadas fotos que puedan ofender el gusto, la moral o la sensibilidad.

Habla de William Hazlitt y del ensayo que dedicó al Yago de Shakespeare.

Sí, Hazlitt, Burke...

Permítame que le lea la cita de Hazlitt, a propósito de la atracción de la maldad: “¿Por qué -se pregunta Hazlitt- siempre leemos en los periódicos las informaciones sobre incendios espantosos y asesinatos horribles?”. Y responde: “Porque el amor a la maldad, el amor a la crueldad, es tan natural en los seres humanos como la simpatía”.

Sí, me parece que Hazlitt tiene razón. Y Burke, que decía que las desgracias de los demás nos procuraban placer.

¿No le parecen apreciaciones algo cargadas de malditismo literario?

No, la verdad.

Quizá se trate sólo de un efecto parecido al de los cuentos de terror: realmente es horrible pero yo no estoy ahí.

Es su opinión. Prefiero la de Hazlitt. Creo que su observación sobre los otros es muy atinada. Hay mucha gente que tiene un potencial sádico muy fuerte y que no lo externaliza a menos que la autoridad se lo permita.

¡Vaya! Fieras babeantes con bozal.
Le recomendaría que no se pusiera delante. Hay gente con una enorme capacidad de crueldad, que disfruta con el dolor que se inflige a los demás. La verdad, no creo que sea una cuestión vinculada con el hecho de sentirse bien, con el hecho de no estar ahí, en el lugar del sufrimiento.

¿No cree que hay alguna literatura que va muy cargada de demonio? El propio Bataille, que usted también cita a propósito de la foto del prisionero sometido a la tortura mortal de los cien cortes.

Me es indiferente. En realidad la literatura me es indiferente. Yo parto de la realidad. Ni me interesa Hazlitt, ni Burke, ni Bataille, ni Baudelaire, ni el malditismo, ni lo demoníaco, ni nada de eso. ¿Sabe lo que a mí me interesa? Ruanda.

El genocidio.

El genocidio a cuchillo de Ruanda. La literatura es totalmente secundaria. A mí me interesa la realidad. En seis semanas, ochocientas mil personas, ¡ochocientas mil personas!, fueron asesinadas en Ruanda. Por sus vecinos. ¡Por sus vecinos! Cada una de esas personas murió de una manera individualizada, pasada a cuchillo. Mire la historia de la humanidad. Mírela fijamente: ¡le importa un rábano lo que dicen los escritores! Ruanda. ¿Sabe usted lo que es Ruanda?

No, no lo sé.

Ruanda es un pequeño país. Un pequeñísimo país. Más pequeño que Cataluña. Y con un noventa y cinco por ciento de sus habitantes que son católicos. ¿Para qué tengo que leer a Baudelaire? Yo no apelo a la autoridad del intelectual. Insisto en que nadie ha escuchado al intelectual. Tenemos que redescubrir el retorcimiento de los seres humanos. Yo cito a estos escritores no para refugiarme en su autoridad, sino sobre todo para decir qué extraño es que sigamos redescubriendo a cada paso lo mismo. Qué extraño es que redescubramos lo evidente. Qué extraño es que no nos hayamos convertido todavía en adultos morales o psicológicos. Lo siento: me siguen sorprendiendo estas crueldades indescriptibles de los seres humanos.

Mostrar el dolor. Dijo usted en “Sobre la fotografía” que la exhibición repetida del dolor anestesiaba la percepción.

Siempre estoy en discusión conmigo misma. Hoy mismo ya me discuto cosas de mi último libro. Imagínese lo que pienso de lo que escribí hace años. Pero, en fin, creo que no es cierto que la exhibición de las imágenes del dolor anestesie la conciencia del hombre.

Este punto de vista acabó convirtiéndose en un lugar común. Hay muchos directivos en los periódicos que se niegan a exhibir cadáveres invocando su punto de vista, aunque no sepan que es suyo.

Sí, parece que ha llegado a convertirse en un lugar común.

¿Qué le hizo cambiar de opinión?

La realidad. La imagen de Cristo, por ejemplo. ¿Cuántos años llevan sus fieles contemplando ese hombre ensangrentado, agonizante, desnudo, a tamaño natural? Si fuera cierto que nos acostumbramos al sufrimiento, hace mucho que los católicos habrían dejado de conmoverse. No lo han hecho. Esto es lo real. A veces tenemos que someter lo que pensamos a este tipo de verificaciones decisivas. Si te sientes comprometido con determinadas imágenes, las hayas visto una o cien veces seguirás sufriendo.

Sí. Una imagen contemporánea, por ejemplo el avión que va a estrellarse contra una de las Torres Gemelas.

Sí, claro, nadie va a olvidarla.

Esa imagen ha sido observada estéticamente. Sí, digamos estéticamente.

¿Quiere decir que hay quien la ha visto bella?

Sí, eso mismo. ¿Qué le parece?

Todas las fotografías embellecen lo real.

Yo le pregunto si es posible advertir ahí la belleza, aunque se trate de una belleza siniestra.

Sí, es posible.

¿Pero el que mira no se ve automáticamente en el avión?

Hummm... No, no creo que la gente se sienta dentro. La gente siente, como en la vieja frase de Aristóteles, lástima y terror. Pero de ahí no pasa. No creo que por mirar las fotos de los bombardeos de Madrid del ‘36 la gente se instale automáticamente en el Madrid del ‘36. No, no me lo creo. Es respetable esa actitud, pero no creo que sea la del común de las gentes. La gente ve una imagen y la juzga. La juzga, además, insisto, partiendo del principio de que cualquier foto embellece la realidad. Y sobre todo, aunque esté de moda ponerlo en duda, sabiendo perfectamente que una cosa es la fotografía y otra distinta lo real.

En realidad lo que yo quería preguntarle es si la belleza es un término operativo en este tipo de imágenes.

Una foto puede ser terrible y bella. Otra cuestión: si puede ser verdadera y bella. No creo yo que la belleza y la veracidad sean incompatibles. Pero es verdad que la gente identifica la belleza con el fotograma y el fotograma, inevitablemente, con la ficción.

Hay en su libro párrafos violentos contra la “françoiserie”: Baudrillard, Glucksmann...

“Françoiserie”. Es una visión muy provinciana de lo real. Lo real no es un simulacro. Desgraciadamente para muchas víctimas, lo real no es un simulacro. No creo que ese discurso merezca mucho más comentario.

Es un discurso imperante en las universidades norteamericanas.

Hay muchos otros discursos en Norteamérica, y muy imperantes, que son despreciables.

En uno de sus ensayos, “La fascinación del fascismo”, hace un magnífico análisis de la estética fascista. Obviamente, usted no es fascista, como no lo eran Luchino Visconti ni Hans Jürgen Syberberg, el director alemán de Hitler, un film de Alemania, que usted tanto admira. Pero, ¿se encuentra como ellos bajo la fascinación del fascismo?

Es cierto que Visconti y Syberberg se hallan fascinados por ese movimiento. En Visconti, esa fascinación tiene características sexuales. El fascismo evocaba en él imágenes de crueldad, de sadismo y de muerte, asociadas con el sexo. La atracción magnética de los líderes, que se halla en el fascismo, y la relación entre la masa y su conductor tienen muchos rasgos de un vínculo sexual. Syberberg, por otra parte, es alemán y vivió en un clima y en un círculo donde el nazismo era la realidad cotidiana. Yo no siento ese tipo de fascinación. Aunque las imágenes, la estética fascistas ejercen sobre mi cierta atracción. Me interesa la gente que sufre esa fascinación y las imágenes que crea. El fascismo fracasó y hoy no es un peligro, al menos en la forma en que se dio en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en ese sentido sus imágenes, como todo lo que fracasó y pertenece al pasado, producen un sentimiento de tristeza y hasta de encanto melancólico. Las imágenes fascistas son atractivas en la medida en que hablan del tiempo que fue. Cuando uno se pasea por Roma, una ciudad que adoro, entre las ruinas del Imperio, se está bajo el mismo hechizo.

En el ensayo sobre Walter Benjamin titulado “Bajo el signo de Saturno”, usted habla del temperamento de Saturno, de su lentitud, apatía, indecisión y melancolía. ¿Usted también vive bajo ese signo?

Sí, soy melancólica, apática, lenta e indecisa. Ese ensayo es en cierto modo un autorretrato. Yo me sentía identificada con Benjamin y por eso escribí sobre él. Soy muy haragana, no me gusta escribir. Debo forzarme a trabajar y por eso trabajo mucho. Trabajar para mí es una hazaña de la voluntad. Me obligo a ello, porque si siguiera mi impulso natural no haría nada. Antes de ponerme a trabajar todas las mañanas debo rechazar las tentaciones del diario, de las revistas, de lecturas que podrían distraerme, del teléfono. Me impongo sentarme ante la mesa para escribir como si fuera un chico. Me gusta como a Benjamin viajar y perderme en las ciudades, perder mi camino, convertirlo en un laberinto. El gusto de Benjamin por las miniaturas quizá tenga que ver con el mío por las fotografías, ya que las fotos miniaturizan el mundo. Cuando escribo trato como él de que cada frase lo diga todo antes de que mi total concentración disuelva el tema ante mis ojos. Las personas cuyo temperamento está bajo el signo de Saturno piensan que tienen una voluntad débil y, por lo tanto, hacen desesperados esfuerzos para desarrollarla. Uno está condenado a trabajar por el temor de no hacer nada. Ese es también mi caso.

18 de mayo de 2020

Cuentos selectos (XIV). Haroldo Conti: "Los novios"


“La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante”, dijo alguna vez el escritor argentino Haroldo Conti (1925-1976), autor de una obra narrativa nutrida en sus muy disímiles experiencias, poseedora de una rara densidad descriptiva que por momentos se torna casi lírica, y de un manejo poco usual del mundo de los afectos simples que elude todo sentimentalismo fácil.
Nacido en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, fue carpintero, seminarista, vendedor, camionero, maestro primario, profesor de latín, empleado bancario, piloto civil, marinero, guionista de cine y militante revolucionario. En la madrugada del 5 de mayo de 1976, tras el golpe militar, fue secuestrado por una patota del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Argentino y, hasta el día de hoy, su nombre figura entre los “desaparecidos”. En 1974, en una columna publicada en la revista “Crisis”, que dirigía su amigo Eduardo Galeano (1940-2015), había escrito: “Quiero dejar establecido, porque son pocas las oportunidades de proclamar lo que uno piensa, que apoyo al Frente Antiimperialista y por el Socialismo (FAS) y que creo decididamente en la patria socialista”. Más tarde, y hasta el momento de su desaparición, militaría en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) como parte del grupo de intelectuales que apoyaban la acción revolucionaria.
Pasó su juventud como pupilo en un colegio escribiendo obras para títeres. Eso y “un padre al que le gustaba contar historias”, lo inclinaron hacia la literatura. Luego fue seminarista durante siete años, “abandonando el hábito” a dos de consagrarse cura y entrecomilló el abandono porque anduvo todo un año vestido con la sotana “por una cuestión de comodidad”. Más tarde estudió y se licenció en Filosofía y, en 1956, publicó la pieza de teatro “Examinado”. En los años’60, conoció el Delta y se recluyó en el Tigre. Allí fabricó su pequeño barco: “El Alejandra”. Ese paisaje y sus habitantes influenciaron gran parte de su obra. Fue también en esa época que naufragó en las cercanías de la costa uruguaya y recayó en el puerto de La Paloma, donde se encontró con un mundo de viajeros y marinos con quienes entabló amistad y que finalmente terminarían convirtiéndose en personajes de sus relatos. También nació de esa experiencia su novela más conocida, “Sudeste”, que lo llevó a tener internacionalmente el reconocimiento del mundo literario.
Su obra está marcada a fuego por el camino recorrido. Vida y literatura van de la mano como casi en ningún otro escritor de la llamada “Generación Contorno”, la revista de fuera editada entre 1953 y 1959 por un grupo de jóvenes intelectuales en su mayoría provenientes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y cuya trayectoria estuvo marcada por los acontecimientos y discusiones de los años en que fue editada. El grupo editor, compuesto entre otros por Ismael Viñas (1925-2014), Adelaida Gigli (1927-2010), David Viñas (1927-2011), Adolfo Prieto (1928-2016), Noé Jitrik (1928) y Carlos Correas (1931-2000), no tuvo una posición homogénea ni con respecto a la lectura que se hacía de las tradiciones culturales ni en cuanto a los posicionamientos políticos adoptados, lo que no impidió que canalizase los dilemas de la izquierda en cuanto a la relación entre intelectuales y política.
Conti desafió la lógica del filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940), quien sostenía que un narrador se quedaba mudo ante la falta de experiencias que narrar. “Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo en la gente” confesó en una entrevista. Escribió numerosos libros: dramaturgia, novelas, cuentos y guiones, todos poblados de personajes y paisajes de movimientos imperceptibles, casi inmóviles. Entre ellos pueden citarse las novelas “Alrededor de la jaula”, “En vida” y “Mascaró, el cazador americano”; y los libros de cuentos “Todos los veranos”, “Con otra gente”, “La balada del álamo carolina”, “Las doce a Bragado” y “Los novios”.
El escritor y periodista argentino Miguel Briante (1944-1995) escribió sobre él: “Conti reunió dos tradiciones de la literatura argentina: por un lado, la que viene de Payró; por el otro, la que arranca en Arlt para mostrar una ciudad como un zoológico sin rejas, en la que deambulan raros personajes que la miden, la miran, la develan. Claro que, a diferencia de Payró, Conti narró más que nada la pampa gringa, no la de los gringos que triunfaron, fundaron estancias, pueblos, generaciones, sino la de aquellos gringos que no llegaron a ser los dueños de la tierra, la de los marginados dos veces en la geografía y eternamente en el tiempo. Y a diferencia de Arlt, ya en la ciudad, Conti clavó una sola mirada, la de un solitario, la de un extranjero ambulante, la de un hombre siempre de ida y vuelta”.
En su escritorio, al momento de su desaparición, tenía un cartelito que rezaba: “Este es mi lugar de combate, de aquí no me muevo”. Sus verdugos nunca se enteraron, estaba escrito en latín. “Él es mago viejo -dijo el citado Galeano-. Su voz dice palabras de mucha hermosura. Cuando él se pone a contar, la memoria corre con tanta inocencia y libertad que uno la siente capaz de saltearse, para siempre, el día de la muerte”.

LOS NOVIOS

El tío Hipólito llegó a las cinco, como siempre.
Todavía hacía un poco de calor pero oscurecía más temprano. Además la luz era distinta, como si todas las cosas, aun las sombras, fuesen de la misma sustancia.
María trajo los sillones de mimbre y los arrimó a la pared. Hipólito la saludó con un gesto distraído mientras se hurgaba en los bolsillos.
Hacía tiempo que estaban por asfaltar aquella calle. El Expreso del Oeste se tenía que desviar una punta de cuadras precisamente por aquella calle. Pero pensándolo bien, ahora, con esa luz, era preferible que quedara así.
Hipólito extrajo un caramelo con forma de bastoncito, se inclinó sobre la cabecita morena que aguardaba en silencio y preguntó: “¿Qué dice mi muñeca?”. Luego se sentó en el sillón al lado del zaguán y encendió un Caburito.
Del otro lado de la calle los árboles parecían haber envejecido. Estaban cubiertos de polvo y de una luz melancólica. Hipólito los había contado alguna vez y hasta había comenzado a ponerles nombres porque se parecían a las personas. A veces estaban tristes, a veces estaban alegres. Cambiaban de ropaje, cambiaban de humor, y un día morían como el plátano de la esquina que la primavera anterior no había florecido.
La señorita Adela apareció en la puerta e Hipólito se levantó de un salto, con el Caburito en la mano.
- ¿Qué tal? ¿Cómo está usted?
- Mejor -dijo la señorita Adela con una voz algo frágil pero alegre.
Mientras se sentaban él pensó por qué habría dicho “mejor” y no simplemente “bien”, pero se alegró de todas maneras.
Después hablaron del tiempo.
- Parecen las seis, ¿se ha fijado usted?
- Sí, es verdad.
- Sin embargo apenas son las cinco.
- Acabo de verlo. Las cinco.
Seguramente lo había visto en aquel notable reloj embutido en el campanario de un cuadro de la Chiesa di S. Magno a Legnano, en el comedor. El viejo era de Legnano, en la Lombardía, según se lo había oído mil veces.
Para ser exactos eran las cinco y cuarto, pero hablando así del tiempo no debían tomarse en cuenta los cuartos y apenas las medias.


A Hipólito le gustaba hablar del tiempo, lo mismo que a su padre. En realidad, era todo lo que recordaba del viejo. Ahí estaba en su recuerdo hablando las horas enteras en el Círculo Italiano o en el bar Alsina. La verdad que era un tema inmenso. Se recordaban cosas, se auguraban cosas y uno se volvía cosa y tiempo también.
Volvió a encender el Caburito que se había apagado.
Según Hipólito, aquel otoño más que el recuerdo del verano, como sucedía casi siempre, resultaba un verdadero anticipo del invierno. No había sucedido como otros años, ese lento despliegue de signos y anuncios, sino que, de un día para otro, la luz se había empañado y el cielo parecía increíblemente lejano.
A propósito del tiempo se habló luego de las flores de marzo.
La señorita Adela se volvió un poco de costado, cruzó las manos, aquellas largas manos que se movían como mariposas de cera, y mencionó las caléndulas y las siemprevivas.
Hipólito, por su parte, habló con cierta erudición de las azucenas blancas y por supuesto de la violeta, que es emblema de la modestia. Bajo vidrio: tulipanes, espuela de caballero y ciclamen.
- También el ciclamen.
- El ciclamen, eso es. Mi madre decía ciclamino.
- ¿Ciclamino? ¡Qué gracioso! Es la primera vez que lo oigo.
- Ciclamen o ciclamino -dijo Hipólito distraídamente.
Pasó un grupo de muchachos con hondas y tramperas para gorriones. Trotaban por el medio de la calle en dirección de la usina.
Luego pasó la señora Amelia con el tul y el rosario en las manos. A veces se detenía a hablar de enfermedades o de la fiesta de San Isidro. Pero esta vez pasó y saludó simplemente.
Todavía estaban hablando del tiempo cuando apareció el camión de riego en la punta de la calle. Hipólito se removió en el sillón y miró la hora. Pareció que iba a decir algo divertido como lo del ciclamino, pero no dijo nada.
Era un camión rojo con un águila de bronce en la tapa del radiador. Hipólito se sentía bien sólo con verlo. Primero echaba el chorro hacia un lado y después hacia el otro y recién un par de metros más allá echaba dos chorros a la vez, uno para cada lado.
El camión aparecía en la punta de la calle cuando la luz trazaba una especie de visera sobre la vereda de los plátanos y se detenía un rato como para tomar aliento. Luego comenzaba a andar a los tumbos, igual que el viejo Nardi. Tal vez ahí estaba lo gracioso.
Cuando pasó frente a ellos detuvo el chorro de la izquierda y una mano salió y entró por la ventanilla. Entonces la pequeña echó a correr junto al camión y las voces y los ruidos se alejaron hacia el otro extremo de la calle como si aquellos blandos chorros de agua fueran borrando la tarde.
- Está refrescando, ¿lo nota usted?
- Sí -dijo la señorita Adela-, pero todavía queda buen tiempo.
- No sé esta vez -dijo él.
Y trató de pensar en el otoño anterior, aunque no estaba seguro de que fuese el anterior sino un otoño cualquiera.
Algunas tardes después Hipólito habló de la casa. No era un tema nuevo pero siempre que hablaba de la casa la señorita Adela parecía más animada.
Las copas de los árboles ardían en silencio pero la luz en la calle de tierra era cada vez más débil, un polvillo de miel.
Hipólito describió en primer lugar el pequeño jardín frente a la casa con los dos pinos como dos centinelas. La señorita Adela encontraba algo extraño que hubiese justamente dos pinos en un jardín tan pequeño pero con el tiempo le pareció una señal de distinción. Nada de canteros retorcidos, ni calas, ni plantas minúsculas que daban una impresión de desaliño y vejez. Después venía la puerta, que para la señorita se abría y se cerraba por sí misma en silencio, y el pasillo de luz penumbrosa y al fondo la cocina.
Hipólito se demoraba siempre en la cocina. Cada vez había un detalle nuevo que no había mencionado o que, por lo menos, había olvidado. Los dormitorios estaban al costado del pasillo y el hall a la entrada, naturalmente, sólo que Hipólito lo mencionaba en último término, después que había pasado el camión de riego, tal vez para que quedara la impresión de que recién entraban en la casa y no de que estaban a punto de salir.
- No será una casa notable -resumía invariablemente- pero creo que es una casa adecuada. Y la señorita Adela asentía con los ojos entornados, aun antes de que comenzara la frase. Esta vez dijo además, después de un silencio:
- Me gustaría que la viese usted... alguna tarde de estas, por ejemplo.
- ¡Oh, sí! -exclamó la señorita con un trino. Y se volvió y miró al tío Hipólito que se había erguido en el asiento y soplaba la punta del Caburito.
Fueron pues una tarde a ver la casa.
Hipólito vino más temprano, aunque parecían las cinco por lo menos, y esperó en la vereda como de costumbre. Esta vez, en lugar de los caramelos, trajo un cartucho de pororó y una manzanita acaramelada. Era la época.
La señorita Adela apareció por fin en la puerta con una sombrilla en la mano aunque ya no era el tiempo de las sombrillas, es decir, el dulce y querido verano, cuando las cinco de la tarde son efectivamente las cinco.
La casa quedaba del otro lado del pueblo, después del molino. De manera que tuvieron que atravesar el pueblo en aquella luz polvorienta del otoño. La señorita Adela marchaba del otro lado de la pared, blanca y leve como una paloma, y parecía más divertida que nunca. Hipólito, en cambio, marchaba digno y compuesto como un notario o algo por el estilo. Un verdadero tío.
El gallego Correa los saludó desde el mostrador de la tienda El Mercurio y el señor Ferrer, con el invariable cigarro en la boca y el chaleco abierto, desde la puerta de El Imparcial. Cada uno en su calle y en su puesto parecía distinto, opinó la señorita Adela. Hipólito, aunque no estaba muy seguro, asintió con la cabeza.
En la esquina de El Vencedor, bebidas y comestibles, tendió una mano a la señorita para ayudarla a saltar desde la acera de ladrillos húmedos y desparejos porque era muy alta. Don Ítalo estaba en la puerta del almacén con el lápiz montado sobre la oreja.
Y había otros vecinos sentados en los sillones de mimbre o en las sillas de paja. Parecían todos contentos pero extrañamente quietos con sus sonrisas en esa hora inmóvil de la tarde.
- ¡Vamos! Decídase usted -dijo Hipólito con cautelosa jovialidad.
- ¡Qué gracioso! -trinó la señorita. Y avanzó un pie y saltó.
Desde allí se veían las primeras quintas, el campo pelado y amarillo y al fondo el cielo de un celeste muy pálido. A la derecha, el molino, blanco como un hueso, y a la izquierda, el camino de cemento.
La señorita Adela reconoció la casa por los pinos. Era como ella la había imaginado. No exactamente como Hipólito había dicho, porque con lo que dijo se podían imaginar muchas casas con pinos y todo.
Atravesaron el jardín entre aquellos árboles oscuros y mientras Hipólito buscaba la llave reconoció cada cosa. El tronco firme y ceniciento de los pinos, las copas negras como surtidores de sombras, la cerca de madera y, a través de la cerca, la vereda de ladrillos.
Hipólito dijo a sus espaldas que aquí no era lo mismo porque no pasaba el camión de riego, ni la señora Amelia, ni enfrente estaban los plátanos erguidos como personas. Pero que de todas maneras sería lindo sacar afuera los sillones de mimbre y contemplar el campo pelado que mudaba de color como el mar, aunque nunca había visto el mar, y el camino de cemento y los grandes camiones que iban y venían cargados de ladrillos. Quedaron un rato inmóviles mirando todo aquello y luego entraron.
Flotaba en la casa una luz pegajosa y la voz de la señorita Adela parecía sonar en todos los cuartos a la vez. Hipólito caminaba detrás y decía cosas oportunas un poco inclinado hacia adelante con el sombrero de fieltro en la mano.
En la cocina encontraron todo lo que había dicho y además una claraboya de vidrio armado y una gran mesa de pino. Al fondo había una huertita y la vieja parra de uva chinche que Hipólito había ponderado largamente. Los dormitorios eran recatados y simples y donde más se notaba el silencio, de manera que se justificaba que resultasen imprecisos. El hall, en cambio, parecía lleno de gente, aunque estuviera vacío, y uno pensaba en los amigos y en los días felices. A través de la ventana se veía un pino y una parte de la cerca y el camino de cemento largo y preciso que se juntaba a lo lejos con el cielo. En fin, una casa adecuada, como decía el tío Hipólito. Y posiblemente notable después de un tiempo.
Regresaron en silencio por el mismo camino. Al doblar hacia el molino blanco como un hueso, la señorita Adela se volvió una vez más y miró los pinos. En la esquina de El Vencedor, Hipólito saltó primero y le tendió la mano. Saludaron a la misma gente en los mismos sitios.
Cuando llegaron a la calle de tierra apenas quedaba un mechón de tarde en las puntas de los plátanos. El camión de riego ya había pasado y por eso la calle parecía más oscura. La señorita Adela permaneció un rato en la puerta, junto a los sillones vacíos. Los chicos volvían trotando de la usina. Hipólito miró la hora y comparó los días y estuvo a punto de hablar del tiempo. Pero ya eran las siete de la tarde, es decir, la noche.


La señorita Adela murió ese invierno.
Una tarde Hipólito esperó largo rato junto al sillón vacío. Pasó el camión de riego y la señorita no había salido. Otra vez estuvo de paso, como quien dice, con un ramo de crisantemos, que era la flor del tiempo. Y otra tarde cualquiera murió la señorita.
Vinieron unos parientes de Buenos Aires y otros de Rosario. Los hombres se abrazaban y se besaban brevemente y se hacían todos las mismas preguntas en voz baja. Cuando se reconocían parecía que iban a decirse grandes e interminables cosas. Pero pronto quedaban en silencio con las manos en los bolsillos y se hamacaban en puntas de pie o miraban el reloj mientras sus mujeres rezaban el rosario.
Después del anís se animaron un poco y comenzaron a hablar de cosas que recordaban a medias. Hipólito sonreía gravemente y completaba el recuerdo, nombres y sitios y sucesos de aquel pueblo, un poco sorprendido él mismo de que recordase tanta vieja historia.
Llegó el cura y sirvieron otra copita más. Entonces se animaron por completo y ahora recordaban nada más que cosas alegres. Por último llegó el plomero e Hipólito alejó a las mujeres, entornó la puerta y sostuvo las barritas de plomo.
La luz de los cirios era una luz amarilla como la del otoño y la lámpara de soldar zumbaba como el camión de riego. Ahora veía el rostro de la señorita Adela a través de un óvalo de vidrio un poco empañado. Parecía realmente de cera y tenía aquel gesto en los labios la vez que hablaron del ciclamen o ciclamino.
La calle nunca había estado tan animada. De este lado las mujeres, negras y llorosas contra la pared de ladrillo. María y la cabecita morena en el rincón de los sillones. La señora Amelia con el rosario al frente. En el medio la negra hilera de coches con los caballos erguidos y brillantes. Del otro lado los vecinos y los curiosos, los chicos de los gorriones y por supuesto los plátanos. Hubo un instante de inmovilidad y luego el cortejo se puso en marcha con un lento girar de ruedas. Hipólito iba en el segundo coche con otros tres señores que en cada cuadra recordaban un nombre o reconocían una casa. Cuando pasaban frente a El Vencedor el señor de la derecha preguntó por el viejo Nardi. Hipólito habló del viejo Nardi mientras pensaba en otra cosa a propósito de aquella esquina. Apareció el molino y hablaron del viejo molino. Después trotaron sobre la ruta de cemento y se cruzaron con los camiones mientras a lo lejos giraban lentamente los dos pinos con la casa en el medio.
El señor de la izquierda preguntó a dónde iba ese camino. “A Irala”, dijo Hipólito, aunque no estaba seguro si era a Irala o a Inés Indart o a cualquier otra parte porque jamás había pasado del cementerio.
A la izquierda aparecieron los primeros hornos de ladrillo. El humo trepaba derechamente hacia lo alto, señal de buen tiempo. También por la izquierda, detrás de las columnas de humo, apareció por fin el largo murallón del cementerio y entonces los hombres callaron.
Los parientes se marcharon esa misma tarde. Se despedían de Hipólito como si éste no debiera marcharse también. Todos decían cosas amables pero imprecisas antes de partir.
La señora Amelia ayudó a acomodar las sillas y se fue a la hora de las campanas.
Entonces el tío Hipólito salió a la puerta y se quedó un rato mirando los plátanos. La calle estaba otra vez en silencio.
Ahora oscurecía a las seis y media y el verano parecía más lejos que nunca. En realidad, parecía que nunca hubiese existido el verano.