28 de noviembre de 2022

Trotsky revisitado (LXXX). Aptitudes y conocimientos (14)

Mario Kessler: Su posición sobre el antisemitismo y el sionismo

El historiador alemán Mario Kessler (1955) nació en Jena, ciudad ubicada en lo que por entonces era la República Democrática Alemana (Alemania Oriental). Allí estudió Historia en la Friedrich Schiller Universität y luego en la Universität Leipzig, donde obtuvo su doctorado con una tesis sobre la Internacional Comunista y su presencia en Medio Oriente en la década de los años ’20. Luego se trasladó a Berlín donde se doctoró en la Brandenburgische Akademie der Wissenschaften con una tesis sobre el socialismo y el sionismo en el movimiento obrero internacional entre los años 1897 y 1933. Fue catedrático de Historia Contemporánea en la Universität Potsdam, y profesor invitado en universidades internacionales como la Columbus State University, la Rutgers University, la University of Massachusetts Amherst, la Yeshiva University y la City University of New York, todas ellas de Estados Unidos, en la HaUniversita Halvrit BeYerushalaim de Israel y en el Institut d'Études Politiques de Francia. Es autor de una gran cantidad de ensayos cuya temática gira principalmente en torno al movimiento obrero alemán, las revoluciones comunistas del siglo XX, el sionismo y el antisemitismo. Pueden mencionarse “Heroische illusion und Stalin terror. Beiträge zur kommunismus forschung” (Ilusión heroica y terror estalinista. Contribuciones a la investigación del comunismo), “Antisemitismus, zionismus y sozialismus. Arbeiterbewegung und jüdische frage im 20” (Antisemitismo, sionismo y socialismo. El movimiento obrero y la cuestión judía en el siglo XX) y “Exil und nach-exil. Vertriebene intellektuelle im 20” (Exilio y post-exilio. Intelectuales desplazados en el siglo XX), entre muchos otros. Lo que sigue son fragmentos escogidos de su obra “Leo Trotzki über antisemitismus und faschismus” (León Trotsky sobre el antisemitismo y el fascismo) publicada en 2017.

La actitud de Trotsky sobre la cuestión judía era la de la mayoría de los revolucionarios judíos asimilados de Rusia hacia el año 1900. Por esa época, predominaba la visión de que una transformación mundial del capitalismo hacia el socialismo, posible en un futuro no lejano, podría eliminar en Rusia (y en otros países de la “diáspora” judía) todas las barreras sociales que segregaban a judíos de no-judíos. El proceso de asimilación impuesto por el capitalismo debe alcanzar un nivel superior en una sociedad socialista, como parte de un proceso mundial de asimilación. Este proceso no debería excluir a ninguna nación. En consecuencia, Lenin consideraba la mejor integración posible de los judíos en las filas del movimiento socialista como un requisito previo y como parte de una política revolucionaria eficaz para resolver la cuestión judía.
Por el contrario, la Unión General de Trabajadores Judíos de Rusia, Polonia y Lituania (el Bund), negaba la posibilidad de una integración de los judíos de Europa Oriental por medio de la asimilación. Lo único factible sería el desarrollo nacional de los judíos, tanto dentro como fuera del movimiento obrero. Desde ese punto de vista, el Bund se oponía fuertemente al sionismo, incluso de forma más aguda que otros socialdemócratas. Cabe señalar que no fue la concepción nacional del Bund en sí misma, sino la actitud separatista en cuanto a la organización del partido, la razón del conflicto con los bolcheviques y sobre todo con Lenin. Estos diferentes puntos de vista se basaban en la concepción de que había que resolver la cuestión judía en los países donde vivían los judíos, no en Palestina. La emigración propuesta por los sionistas no podía sustituir la lucha por la emancipación de los judíos en sus respectivos países.
Todos los críticos socialistas del sionismo interpretan las diferencias fundamentales dentro del movimiento sionista hacia el año 1903 como la crisis decisiva del sionismo. En ese momento, el sexto congreso sionista en Basilea se caracterizó por profundas contradicciones existentes entre la mayoría de los participantes, que veían a Palestina como el único territorio donde se podía resolver la cuestión judía, y la minoría, que veía como alternativas al África Oriental Británica o a la Argentina. Al igual que los bundistas, Trotsky pronosticaba la derrota final del sionismo. El 1° de enero de 1904 escribió en el órgano del partido, “Iskra” que el santo y seña de una patria sionista había quedado expuesto como lo que era: el sueño reaccionario de un “aventurero sinvergüenza” (Herzl).
De hecho, el efecto de la propuesta del congreso sionista fue hundir al movimiento en una crisis de la que no pudo recuperarse. “Es imposible -señaló Trotsky- mantener vivo al sionismo por este tipo de engaños. El sionismo ha agotado su contenido miserable Decenas de conspiradores y cientos de ingenuos todavía pueden seguir apoyando las aventuras de Herzl, pero el sionismo como movimiento ya está condenado a perder todo su derecho a la existencia en el futuro”. Para Trotsky todo esto estaba “tan claro como el mediodía”.
Pero Trotsky predecía que una izquierda sionista encontraría inevitablemente su camino hacia las filas del movimiento revolucionario; por lo demás, el Bund se convertiría en su hogar político. Esta organización, a pesar de ser anti-sionista, se parecería cada vez más a los sionistas al destacar todos los asuntos judíos. Sería muy posible que el Bund heredara las ideas sionistas. Casi noventa años después, vemos que esta predicción era errada. El Bund siguió siendo un ferviente crítico del sionismo. Trotsky no podía prever el hecho de que una futura izquierda sionista adoptaría la posición bundista anti-sionista y de “nacionalismo de la diáspora”. La cuestión de si, en condiciones diferentes, el Bund debería haber hecho algunas concesiones al sionismo con el fin de absorber algunos sionistas desencantados sigue sin responderse. Pero en ese momento era casi impensable.
Sólo tres décadas más tarde Trotsky le prestaría la misma atención al sionismo. Hasta ese entonces se vio involucrado algunas veces en problemas judíos: durante la revolución de 1905, en el asunto Beilis (cuando un obrero judío fue acusado de un asesinato ritual en Kiev) en 1913, y durante los disturbios antisemitas en Rumania en ese mismo año. Siendo comandante del Ejército Rojo, reprimió las actividades pogromistas durante la Guerra Civil, y siempre se opuso a los restos del viejo antisemitismo ruso y a la aparición de un nuevo antisemitismo soviético. Por ese motivo, se sintió abrumado cuando en 1926 se dio cuenta de los primeros indicios de que se tomaba en cuenta su propio origen judío, particularmente en las luchas al interior del Partido. Parte de los procedimientos con que Stalin derrotó a la Oposición Unificada, fue visibilizar el hecho de que sus principales figuras eran judíos. En una carta a Bujarin, el 4 de marzo de 1926, Trotsky protestó contra el trasfondo antijudío de una campaña de rumores: “¿Es cierto, es posible, que en nuestro Partido, en Moscú, en las células obreras, se lleve a cabo agitación antisemita con impunidad?”. Bujarin, aunque se sorprendió seriamente, no contestó.


Tras las revueltas de agosto de 1929 en Palestina, especialmente después de que el fascismo se estableció en Alemania, y con la nueva ola de emigración a Palestina, Trotsky se enfrentó a las nuevas dimensiones de la cuestión judía y con las diversas propuestas para solucionarla, incluyendo el sionismo. En febrero de 1934 concedió una entrevista al periódico trotskista norteamericano “The Class Struggle”. Ante la pregunta de si los disturbios en Palestina, donde se enfrentaban militantes árabes y judíos, representaba un levantamiento de las masas trabajadoras oprimidas árabes, Trotsky respondió que no conocía lo suficiente del tema como para determinar hasta qué punto estaban presentes “elementos que luchan por la liberación nacional (antiimperialistas)” y en qué grado estaban involucrados “musulmanes reaccionarios y pogromistas antisemitas”.
También se le preguntó si el antisemitismo del fascismo alemán debería obligar a los comunistas a adoptar un enfoque diferente sobre la cuestión judía. Trotsky dijo que tanto el Estado fascista en Alemania, así como la lucha entre árabes y judíos volvían a mostrar con mucha claridad el principio de que la cuestión judía no se podía resolver en los marcos del capitalismo: “Yo no sé si los judíos se reconstruirán como una Nación. Sin embargo, no puede haber ninguna duda de que las condiciones materiales de la existencia de los judíos como una Nación independiente sólo se podrán efectuar por medio de la revolución proletaria. No hay tal cosa en nuestro planeta como la idea de que uno tiene más derecho a la tierra que otro. El establecimiento de una base territorial para los judíos en Palestina o en cualquier otro país sólo es concebible con la migración de grandes masas humanas. Sólo un socialismo triunfante puede tomar esa tarea”.
Trotsky añadió que “el callejón sin salida en el que se encuentran los judíos alemanes, así como el callejón sin salida en el que se encuentra el sionismo, están inseparablemente ligados al callejón sin salida del capitalismo mundial, como un todo. Sólo cuando los trabajadores judíos vean claramente esta relación podrán evitar caer en el pesimismo y la desesperación”. Después de su llegada a México en enero de 1937, Trotsky dio varias declaraciones sobre el sionismo, la cuestión de Palestina y los asuntos judíos en medio del crecimiento mundial del anti-semitismo. En una entrevista con varios corresponsales de la prensa judía, dijo que: “el conflicto entre los judíos y los árabes en Palestina adquiere un carácter cada vez más trágico y más amenazante. Yo no creo en absoluto que la cuestión judía se pueda resolver en el marco de la podredumbre del capitalismo y bajo el control del imperialismo británico”.
En julio de 1940, un mes antes de su asesinato, Trotsky advirtió, frente al giro crecientemente anti-sionista de la política de la administración británica en Palestina, que “el intento de resolver la cuestión judía a través de la migración de los judíos a Palestina hay que verlo como lo que es: una burla trágica al pueblo judío. Interesados en ganarse la simpatía de los árabes, que son más numerosos que los judíos, el gobierno británico ha alterado drásticamente su política hacia los judíos, y de hecho ha renunciado a su promesa de ayudarlos a encontrar su ‘hogar propio’ en un país extranjero. El desarrollo futuro de los acontecimientos militares puede llegar a convertir a Palestina en una trampa sangrienta para cientos de miles de judíos. Nunca se vio tan clara como hoy en día que la salvación del pueblo judío está ligada inseparablemente al derrocamiento del sistema capitalista”.
Durante el apogeo del terror estalinista en 1937, las esperanzas de Trotsky de una solución justa de la cuestión judía, al menos en la Unión Soviética, desaparecieron. En su ensayo “El Termidor y el antisemitismo”, señaló que la burocracia, como la fuerza social más regresiva y reaccionaria, se aprovecharía de los peores prejuicios, incluyendo el anti-semitismo. En la búsqueda de chivos expiatorios, la burocracia seguiría el camino de las Centurias Negras zaristas. En cuanto a los juicios-farsa y las campañas de represión, donde se resaltaban los nombres judíos de numerosas víctimas, Trotsky escribió: “No hay un sólo ejemplo en la historia en el que la reacción que sigue a un levantamiento revolucionario no venga acompañada por las pasiones chauvinistas más desenfrenadas, entre ellas el antisemitismo”.
Este ensayo permaneció inédito en vida de Trotsky, tal vez con el fin de evitar una ofensiva triunfal de propaganda nazi. Mucho mejor y mucho antes que cualquier otro escritor socialista, Trotsky vio muy claramente la naturaleza de clase y la destrucción mortal del fascismo de Hitler. Después de la llamada “Noche de los Cristales”, señaló en un pasaje notable y conmovedor de una carta a los camaradas norteamericanos, el 22 de diciembre de 1938: “Se puede imaginar sin dificultad lo que les espera a los judíos ya desde el estallido de la próxima guerra mundial. Pero incluso sin guerra, el próximo desarrollo de la reacción mundial significará con certeza el exterminio físico de los judíos“.


Ya enfrentando al nazismo, Trotsky lo veía como un fenómeno que agitaba y reunía todas las fuerzas de la barbarie que acechaban bajo la delgada superficie de la sociedad de clases “civilizada”. Tenía una extraordinaria visión de la barbarie que amenazaba con hundir Europa. Pero Trotsky no fue el único que buscaba una solución de lo que se llamó la cuestión judía en un contexto de transformación de la sociedad capitalista en socialista. Esto era desde mucho tiempo atrás el leitmotiv de todos los marxistas, incluyendo los que siguieron la línea estalinista de la III Internacional.
En los primeros años del Partido Comunista de Alemania (KPD), había muchos intelectuales judíos entre los líderes del Partido (Rosa Luxemburg, Paul Levi, August Thalheimer), pero esto no era resaltado públicamente. A lo largo de todos sus cambios de dirección política, el KPD se aferró al análisis marxista tradicional de la cuestión judía, es decir, apoyó la asimilación como la mejor manera de alcanzar la emancipación de los judíos y se opuso fuertemente al sionismo. También se aferró al axioma de los socialdemócratas alemanes de antes de la Primera Guerra Mundial: “La liberación de los trabajadores de la explotación capitalista y la emancipación de los judíos de la discriminación política son dos caras de la misma moneda”. Pero al pedirles a los judíos que abandonen sus tradiciones religiosas y culturales, que se asimilen dejando de dar sustento al anti-semitismo, el movimiento obrero estaba aceptando “la discriminación contra los judíos practicada por los poderes conservadores realmente existentes, porque la Constitución del Imperio alemán sólo le garantizaba igualdad a los judíos como individuos, pero discriminando a la religión judía a diferencia de las iglesias cristianas”.
La prensa del Partido tomó una posición firme y polémica contra la difusión de las tendencias antisemitas entre la clase media proletarizada después de la Primera Guerra Mundial. Incluso durante su etapa “nacional bolchevique” en 1919, y sus guiños a los desesperados nacionalistas de derecha, el KPD se seguía definiendo en contra de todo tipo de antisemitismo. Sin embargo, al mismo tiempo, dentro del propio Partido había signos de sentimientos antisemitas. Por motivos oportunistas de política cotidiana, el Partido sentía que tenía que tener en cuenta el resentimiento antisemita de sectores de la pequeña burguesía y el proletariado que quería conquistar para el KPD. En un discurso pronunciado el 25 de julio 1923 ante comunistas y estudiantes “estrechamente nacionalistas” Ruth Fischer dijo: “¿Ustedes están protestando contra el capitalismo judío, caballeros? Cualquiera que proteste contra el capitalismo judío, señores, ya es un guerrero clasista, lo sepa o no. Ustedes están en contra del capitalismo judío y quieren barrer a los corredores de Bolsa. Eso está bien. Señalen a los capitalistas judíos, cuélguenlos de las farolas, pisotéenlos”.
La única vez antes de 1933 (después de los acontecimientos en Palestina, en agosto de 1929), en que la dirección del KPD habló directamente sobre el sionismo, claramente mostró su falta de familiaridad con los diversos aspectos de la cuestión judía. Al hablar en una reunión del Comité Central, celebrada los días 24 y 25 de octubre de 1929, Hermann Remmele admitió que “dentro del Partido se conoce poco el papel desempeñado allí por la Comintern, el movimiento revolucionario del comunismo. Nuestro Partido Comunista de Palestina -KPD- tiene 160 miembros en Palestina, 30 son árabes y los otros 130 son sionistas. Es claro que este Partido no puede tener el tipo de actitud que exige la ley de la Revolución. Obviamente el pueblo oprimido que, en las condiciones actuales, puede proporcionar el elemento revolucionario, no puede ser otro que el de los árabes”.
Casi no hay una sola palabra que no esté mal aquí. Además de la utilización indiscriminada de “judíos” y “árabes”, la afirmación de que los miembros judíos del Partido eran sionistas era una distorsión completa de los hechos. El KPD debería haber sido consciente de esto. De ello se desprende que el periódico “Die Rote Fahne” haya interpretado las posiciones, que eran nacionalistas en ambos lados, como una lucha anti-imperialista desde el bando árabe, sin criticar de ninguna manera la política de su dirección feudal-clerical. Sin embargo, otras publicaciones con simpatías comunistas fueron más capaces de diferenciarlas.


Un año más tarde, en su folleto “¿La estrella soviética o la esvástica?”, Remmele fue muy crítico con el antisemitismo nazi. Creyó, erróneamente, que ese antisemitismo era una farsa y que Hitler y sus cómplices harían una gran muestra de antisemitismo, pero a la larga llegarían a acuerdos con los capitalistas judíos y no judíos por igual. Una serie de informes de prensa apoyaron esta interpretación, lo cual que no impidió que el KPD (principalmente a través de la sección alemana del Socorro Rojo Internacional, en el que tuvo una influencia considerable) ayudara a las víctimas del antisemitismo, en su mayoría judíos que habían emigrado hacia Alemania desde Europa Oriental.
El año 1933 fue testigo de la destrucción de las ilusiones de los comunistas sobre el alcance y los resultados de la toma del poder por parte de los nazis. El proscripto Partido ahora pasaba a condenar la persecución nazi contra los judíos en todas sus formas. Sin embargo, no fue hasta la “Noche de los cristales rotos” del 9 de noviembre de 1938, que la dirección del Partido se dio cuenta de que el nazismo era un peligro no sólo para los judíos, sino para toda la civilización mundial. Sin embargo, incluso en su declaración “Contra la vergüenza de los pogroms antijudíos” de noviembre de 1938, el KPD sobreestimó la solidaridad del pueblo alemán con los judíos perseguidos y subestimó la disposición de muchas personas a participar en la persecución y el saqueo de la propiedad judía. Al mismo tiempo, en la prensa de los emigrados, Walter Ulbricht, quien después de la guerra sería el máximo líder del régimen estalinista de Alemania Oriental, tomó partido por el bando judío en el conflicto de Palestina. Este es el mismo Walter Ulbricht, que en 1967, en la guerra árabe-israelí, era incapaz de ver divisiones de clase, sino simplemente una lucha entre estados árabes progresistas contra un Israel dirigido por los imperialistas.
Los pequeños grupos marxistas -el Partido Comunista de Alemania-Oposición (KPDO), el Partido Obrero Socialista (SAP) y los trotskistas- hicieron todo lo posible para abrir los ojos de los alemanes frente a la destrucción mortal del fascismo de Hitler. Después de la llegada al poder de los nazis, hicieron todo lo posible para denunciar su comportamiento abominable, sobre todo en lo que respecta a los judíos. Sin embargo, el reformista Partido Socialdemócrata (SPD) y, especialmente, el KPD estalinista, fueron sordos y ciegos a sus advertencias. El KPD y el SPD se dedicaron principalmente a una guerra burocrática interna.
Nadie había visto con tanta claridad como Trotsky la horrible posibilidad del Holocausto. Ahora, frente al asesinato en masa de los nazis, Trotsky proponía la migración de los judíos de Europa, un continente cada vez más ensombrecido por la esvástica. Aún así criticó el método sionista de resolver la cuestión judía como utópico y reaccionario, aunque modificando ligeramente sus argumentos. Él consideraba la existencia de una “nación judía”, que aún carecía de una base territorial. Pero Palestina seguía siendo para él “un espejismo trágico, y Birobidzhán -la ‘Región Autónoma Judía’ soviética- una farsa burocrática”. Sin embargo, podría haber una migración dentro de una federación socialista, como escribió Trotsky en “El Termidor y el antisemitismo”. Para Trotsky seguían abiertas las perspectivas y posibilidades de la asimilación judía.
Pero el sistema capitalista no se derrumbó después de la Segunda Guerra Mundial. Con todos sus antagonismos se mantuvo poderoso y fue capaz de recuperarse de una serie de crisis económicas y políticas. El nuevo estado de Israel se convirtió en un ejemplo de expansión y crecimiento del capitalismo en Oriente Medio. En el contexto del conflicto árabe-judío, Israel pasó de ser un intento de resolver el problema judío a convertirse en parte de ese problema.

25 de noviembre de 2022

Trotsky revisitado (LXXIX). Aptitudes y conocimientos (13)

Ernest Mandel: Su análisis sociológico del fascismo
 
Ernest Mandel (1923-1995), economista e historiador belga, participó en la resistencia contra la guerra y la ocupación nazi desde una perspectiva internacionalista contra el estalinismo y las corrientes burguesas. Al término de la Segunda Guerra Mundial se unió a la IV Internacional fundada por León Trotsky. En 1964, debido a sus convicciones trotskistas, fue expulsado del Belgische Socialistische Partij (Partido Socialista Belga - BSP) en el cual era editor del periódico “La Gauche”. Tras obtener su doctorado en la Freie Universität Berlin, fue profesor de Económica Política en la Vrije Universiteit Brussel de Bélgica. Participó activamente en la revuelta conocida como “Mayo Francés” o “Mayo del ‘68” como integrante del Belgische Werkliedenpartij (Partido Obrero Belga - BWP), por lo que fue
 expulsado de Francia y se le negó la entrada a Suiza y Alemania. Centrado en actividades periodísticas, escribió numerosos artículos en periódicos “Le Peuple”, “La Wallonie”, “L'Observateur” y “Amsterdam Het Parool”  entre otros. De su extensa obra ensayística se destaca “La pensée de Léon Trotsky” (El pensamiento de León Trotsky), obra de la cual se reproducen fragmentos del capítulo dedicado al surgimiento del fascismo en Europa.

La teoría del fascismo de Trotsky se deriva del método marxista de análisis social. De manera particularmente llamativa refleja la impresionante superioridad -en comparación con la multitud de interpretaciones burguesas de la historia y la sociedad- de este método y los resultados acumulados de su aplicación. Esta superioridad radica sobre todo en su carácter “total”, es decir, en el doble intento de captar todos los aspectos de la actividad social como interconectados y estructuralmente relacionados entre sí, y de aislar en este complejo de relaciones en constante cambio aquellos que pueden considerarse determinantes. Todo el complejo, es decir: separar aquellos cambios que pueden integrarse en la estructura existente de aquellos que solo pueden lograrse transformando con fuerza la estructura social existente.
Es sorprendente cuán impotente es el enfoque de la mayoría de los académicos burgueses hacia el problema de la “primacía de la política” o la “primacía de la economía”, una cuestión que juega un papel importante en los debates sobre la teoría del fascismo. Con minucioso detalle, intentan interpretar tal o cual acción del régimen de Hitler. ¿Benefició a las grandes empresas? ¿Iba en contra de los deseos de los empresarios documentados por escrito? En cambio, no se preguntan si las leyes inmanentes del desarrollo del modo de producción capitalista fueron realizadas o negadas por este régimen. La mayoría vocal de la gran burguesía estadounidense se quejó del “New Deal” de Roosevelt, pero ningún observador objetivo del desarrollo de la economía y la sociedad estadounidense durante esos  años puede negar hoy que en esta era la acumulación de capital se expandió, no se contrajo; que las grandes corporaciones estadounidenses se han vuelto incomparablemente más ricas y poderosas de lo que eran en la década de 1920; que la voluntad de otras clases de la sociedad -principalmente de la mano de obra industrial- de desafiar directa, política y socialmente la dominación de estas corporaciones se ha vuelto menor de lo que era durante e inmediatamente después de la gran crisis económica.
La guerra y la economía de guerra surgieron de un mecanismo definido y determinable de antagonismos económicos, conflictos imperialistas y tendencias expansionistas que corresponden a los intereses de los grupos dominantes monopolistas-capitalistas de la sociedad burguesa tardía. Después de todo, antes de Hitler hubo una Primera Guerra Mundial y desde la Segunda Guerra Mundial ha habido una política permanente de producción de armas en los Estados Unidos. Las raíces de la economía de guerra alemana también se remontan a la era anterior a Hitler. En consecuencia, la economía de guerra y sus leyes de hierro no pueden verse en modo alguno como algo opuesto al capitalismo monopolista alemán, sino que deben entenderse como su producto. Y si la economía de guerra en su fase final sin duda asume formas de extrema irracionalidad no sólo desde el punto de vista del capitalista individual, sino incluso desde el de la clase burguesa como tal, tales formas no se limitan al régimen nazi. Sólo expresan de la manera más aguda la irracionalidad inherente al modo de producción capitalista -la combinación, llevada al extremo, de anarquía y planificación, de socialización objetiva y apropiación privada, la cosificación de las relaciones sociales llevada al absurdo- y además contienen un núcleo racional muy real.
La esencia del fascismo no puede reconocerse, como intenta hacer la ideología burguesa, señalando un momento particular como la autonomía de la dirección política o la “primacía de la política”. La debilidad de este enfoque también se muestra en su incapacidad para integrar ciertas peculiaridades históricas del fascismo en un concepto social general. Ernst Nolte concede gran importancia al concepto de no simultaneidad de la historia (es decir, la persistencia de formas de existencia más antiguas en la sociedad contemporánea) para comprender el fenómeno del fascismo. Este concepto fue elaborado por primera vez a grandes rasgos por Ernst Bloch y antes, o independientemente de Bloch, existe al menos potencialmente en Labriola y Trotsky. Es cierto que en la ideología del fascismo y en la psicología de masas de la pequeña burguesía desclasada, que constituye el caldo de cultivo social para el surgimiento de movimientos de masas fascistas, fragmentos ideológicos pre-capitalistas, gremialistas y semi-feudales del pasado desempeñaron un papel nada desdeñable. Nolte, sin embargo, comete una evidente falacia cuando escribe: “Si el fascismo es una expresión de ‘tendencias militaristas arcaicas’, entonces tiene su propia e inevitable esfera de origen en la naturaleza humana”.
Nolte tendría que demostrar que también en los “buenos viejos tiempos” las “arcaicas tendencias militaristas” podrían haber producido formas de gobierno fascistas o parecidas al fascismo. Desafortunadamente, sin embargo, allí dieron lugar a conquistas por parte de esclavistas, incursiones de pueblos pastores o cruzadas feudales, que tienen tan poco que ver con las características esenciales de un régimen fascista como una villa romana o un pueblo medieval tienen con la empresa moderna a gran escala. Por lo tanto, la especificidad del fascismo no es que exprese una “agresión arraigada en la naturaleza humana” (pues esto se expresa también en otros innumerables movimientos históricos muy variados), sino que le da a esta agresividad una forma social, política y militar particular que nunca existió antes. Todos los demás intentos de interpretar el fascismo principalmente en términos de factores psicológicos adolecen de la misma debilidad fundamental; fue una forma política y militar que nunca antes existió.


La investigación detallada de los grupos de intereses especiales y, más concretamente, los sectores enfrentados de las grandes empresas como “portadores” específicos del fascismo ha encontrado un amplio campo de actividad, sobre todo a través de la publicación de los protocolos y materiales de los juicios de Nuremberg. Muchos de ellos confirman lo que antes se podía sospechar o deducir teóricamente: que era en mayor medida la industria pesada más que la industria ligera la que tenía interés en la toma del poder y el rearme de Hitler. No es necesario buscar en montañas de archivos para darse cuenta de que en la situación específica del capitalismo alemán en 1934, los fabricantes de armas, tanques y materiales de guerra se beneficiaron más del rearme que los fabricantes de ropa interior, juguetes o navajas.
Las debilidades metodológicas de las teorías burguesas del fascismo son evidentes. Debido a que carecen de una comprensión de las estructuras sociales y los modos de producción, los ideólogos burgueses son incapaces de captar los momentos contradictorios de la realidad fascista como una unidad dialéctica y de reconocer los factores que determinan tanto la integración como la subsiguiente desintegración -el ascenso y la decadencia- como momentos de una totalidad coherente. La superioridad metodológica del marxismo consiste en el hecho de que puede tener éxito en tal integración de momentos analíticos contradictorios, en reflejar una realidad social contradictoria. Pero lo que lo hace posible lo muestra brillantemente la contribución de Trotsky a la teoría del fascismo, una unidad de seis elementos, cada uno de los cuales tiene cierta autonomía; debido a sus contradicciones internas cada uno pasa por un cierto desarrollo, pero solo pueden entenderse como una totalidad cerrada y dinámica y solo en su coherencia intrínseca pueden explicar el ascenso, victoria y caída de la dictadura fascista.
a) El ascenso del fascismo es la expresión de una profunda crisis social del capitalismo tardío, una crisis estructural que, como sucedió en los años 1929 a 1933, bien puede coincidir con una clásica crisis económica de sobreproducción, pero va mucho más allá de tal fluctuación coyuntural. Es fundamentalmente una crisis de las condiciones de valorización del capital, es decir, la imposibilidad de continuar una acumulación “natural” de capital bajo las condiciones dadas de competencia en el mercado mundial (es decir, al nivel existente de salarios reales y productividad laboral, con el acceso existente a materias primas y mercados de venta). La función histórica de la toma fascista del poder es cambiar estas condiciones de valorización, abrupta y violentamente, a favor de los grupos de mando del capitalismo monopolista.
b) En la era del imperialismo y del movimiento obrero moderno y desarrollado, el dominio político de la burguesía se ejerce de la manera más ventajosa -es decir, con el menor gasto- por medio de la democracia parlamentaria burguesa, que entre otras cosas ofrece la ventaja de ser periódicamente capaz de reducir la explosividad de los antagonismos sociales mediante ciertas reformas sociales. También involucra a un sector significativo de la clase burguesa directa o indirectamente (a través de partidos burgueses, periódicos, universidades, asociaciones empresariales, órganos administrativos locales y regionales, las direcciones del aparato estatal, el sistema bancario central, etc.) en el ejercicio de poder político. Sin embargo, esta forma de gobierno de la gran burguesía -históricamente de ninguna manera la única XIX- está condicionada por un equilibrio muy inestable de relaciones económicas y sociales de fuerza. Si este equilibrio se ve perturbado por acontecimientos objetivos, la gran burguesía difícilmente tendrá otra forma de realizar sus intereses históricos que intentar, incluso al precio de renunciar al ejercicio directo del poder político, imponer una forma superior de centralización del poder ejecutivo: el poder del Estado. Históricamente, entonces, el fascismo es tanto la realización como la negación de las tendencias inherentes al capital monopolista.


c) Bajo las condiciones del capitalismo industrial monopolista moderno y la desproporción numéricamente sin precedentes entre los dependientes de los salarios y los dueños del gran capital, tal centralización violenta del poder estatal y eliminación de la mayoría (si no todos) de los logros del movimiento obrero moderno (incluyendo cualquier “brote de democracia proletaria dentro del marco de la democracia burguesa”, como correctamente llama Trotsky a las organizaciones del movimiento obrero) es prácticamente imposible sólo por medios puramente técnicos. Ni una dictadura militar ni un simple Estado policial, por no hablar de una monarquía absolutista, tienen suficientes medios a su disposición para atomizar, desalentar y desmoralizar a una clase social consciente durante un período más largo. Esta atomización a largo plazo, sin embargo, es la única que previene los estallidos de luchas de clases al menos elementales que periódicamente son impulsadas por el simple juego de las leyes del mercado. Para lograr esto, se necesita un movimiento de masas que ponga en movimiento a grandes multitudes, y que en pequeñas escaramuzas y enfrentamientos callejeros desmoralice y desgaste a los sectores más conscientes del proletariado a través del terror sistemático de masas. Al aplastar por completo las organizaciones de masas proletarias después de la toma del poder por los fascistas, tal movimiento puede provocar el desánimo y la resignación de la clase obrera.
d) Tal movimiento de masas sólo puede surgir sobre la base de la tercera clase social que en el capitalismo coexiste con la burguesía y el proletariado: la pequeña burguesía. Si esta pequeña burguesía está tan afectada por la crisis estructural del capitalismo tardío que cae en la desesperación como resultado de la inflación, la quiebra de las pequeñas empresas, el desempleo masivo de académicos, técnicos y empleados superiores, etc., entonces entre al menos una parte de esta clase social, a través de una combinación de reminiscencias ideológicas y resentimientos, surgirá un típico movimiento de masas pequeño burgués. Este movimiento combinará la mayor hostilidad hacia el movimiento obrero organizado con el nacionalismo extremo y la demagogia anticapitalista. Tan pronto como este movimiento, reclutado principalmente entre los sectores desclasados ​​de la pequeña burguesía, se propone utilizar la violencia física directa contra los asalariados y sus acciones y organizaciones, nace un movimiento fascista. Después de haber pasado por un desarrollo autónomo para convertirse en un movimiento de masas y lograr una influencia de masas, necesita el apoyo financiero y político de sectores importantes del capital monopolista para prevalecer hasta que tome el poder.
e) El desgaste previo y el retroceso del movimiento obrero es indispensable para que la dictadura fascista cumpla su papel histórico, pero esto sólo es posible si en el período que precede a la toma del poder la balanza se inclina decisivamente a favor de la dictadura fascista. El surgimiento del movimiento de masas fascista equivale, por así decirlo, a una institucionalización de la guerra civil en la que, sin embargo objetivamente hablando, ambas partes tienen posibilidades de éxito. Ésta, dicho sea de paso, es la razón por la cual la gran burguesía sólo aprobará y financiará tales experimentos bajo condiciones muy especiales, “anormales”. Sin duda, cierto riesgo está presente de entrada en una política de este tipo que lo pone todo en juego. Si los fascistas logran fragmentar, paralizar, desalentar y desmoralizar a su enemigo, es decir, al trabajo organizado, entonces su victoria está asegurada. Pero si el movimiento obrero logra contraatacar y tomar la iniciativa, entonces se puede infligir una derrota decisiva no sólo al fascismo sino también al capitalismo que lo engendró. Sólo cuando se pierda esta oportunidad y la clase se desvíe, se divida y se desmoralice, el choque conducirá al triunfo del fascismo.
f) Si el fascismo ha tenido éxito “como un ariete para aplastar el movimiento obrero”, habrá cumplido con su deber desde el punto de vista de los capitalistas monopolistas. El movimiento de masas fascista será burocratizado y en gran medida incorporado al aparato estatal burgués. Esto requiere que las formas más extremas de la demagogia pequeñoburguesa plebeya, que supuestamente están entre los “objetivos del movimiento”, desaparezcan de la vista y sean eliminadas de la ideología oficial. Esto de ninguna manera contradice la continua tendencia del aparato estatal altamente centralizado a volverse cada vez más independiente. Pero una vez derrotado el movimiento obrero y cambiadas decisivamente las condiciones de valorización del capital a favor de la gran burguesía interna, sus intereses políticos se orientan necesariamente hacia un cambio similar en el mercado mundial. La amenaza de la quiebra del Estado también empuja hacia esto. Las políticas de alto riesgo del fascismo, llevadas de la esfera sociopolítica a la esfera financiera, alimentan la inflación permanente y, en última instancia, no dejan otra salida que las aventuras político-militares en el exterior. Todo este desarrollo, a lo largo de la economía de guerra, no conduce a una mejora de la posición política y económica de la pequeña burguesía. La dictadura no representa los intereses históricos de la pequeña burguesía, sino los del capital monopolista. Una vez que esta característica tiene la ventaja, la base de masas activa y deliberada del fascismo disminuye. La dictadura fascista tiene la tendencia a reducir y descomponer esta base de masas. Las bandas fascistas se convierten en apéndices de la policía. El fascismo, en la fase de su decadencia, se transforma de nuevo en una forma específica de bonapartismo.


Estos son los elementos constitutivos de la teoría del fascismo de Trotsky. Esta teoría se basa en un análisis de las condiciones específicas bajo las cuales se desarrolla la lucha de clases en los países altamente industrializados durante la crisis estructural del capitalismo tardío (el mismo Trotsky habló de la “época de la decadencia del capitalismo”), y en una característica específica del marxismo de Trotsky: la combinación de factores objetivos y subjetivos en la teoría de la lucha de clases y en el intento de influir en ella en la práctica. Entonces, ¿cuál es la relación entre la teoría del fascismo de Trotsky y la de otras corrientes del movimiento obrero? ¿Qué características específicas surgen de una comparación con otros intentos de aclarar el problema del fascismo con la ayuda del método marxista?
En el caso de los autores socialdemócratas, el fascismo supuestamente fue el castigo infligido por la gran burguesía al proletariado por la agitación comunista. “Si no quieres asustar a los pequeños burgueses e irritar a los grandes capitalistas, mantente moderado”. Esta sabiduría liberal pasa por alto el hecho de que es precisamente la bancarrota de la política cotidiana “moderada” en el parlamentarismo burgués durante una crisis estructural intensificada del capitalismo tardío lo que empuja a la pequeña burguesía desesperada a los brazos del fascismo. Para evitar que lo hagan, se debe ofrecer una solución alternativa, una solución que tenga posibilidades de éxito en la práctica diaria de la lucha. Si falta esta solución alternativa y a la pequeña burguesía empobrecida y desclasada sólo le queda elegir entre un parlamentarismo impotente y un fascismo en marcha, entonces elegirá el fascismo. Y es precisamente el autocontrol “moderado” y el miedo autoinducido del movimiento obrero lo que fortalecerá a las masas en el sentimiento de que el caballo fascista es el más prometedor.
Otro elemento significativo de la teoría socialdemócrata del fascismo reside en la hipóstasis de los factores de “crisis económica” y “desempleo masivo”: si no hubiera crisis económica, el peligro del fascismo desaparecería. Esto pasa por alto el hecho de que la crisis estructural es más importante que la crisis coyuntural y que si la primera continúa, incluso el alivio de la última no cambiará fundamentalmente la situación. Esto es lo que descubrieron los socialdemócratas belgas como Paul-Henri Spaak y Hendrik de Man: trabajaron con todos sus medios para reducir el desempleo, incluso a costa de renunciar a puestos importantes y debilitar el poder de lucha de los asalariados, y sin embargo vieron el fascismo crecer en lugar de retroceder.
Los socialdemócratas alemanes ofrecieron sólo una copia vulgarizada y superficial de estas tesis. La conquista del poder por Hitler fue el castigo por el hecho de que la socialdemocracia alemana, después del colapso del Imperio alemán, había estrangulado los comienzos de la revolución proletaria y, por lo tanto, liberado y fortalecido desde las fuerzas armadas hasta los ejércitos de voluntarios, que le infligieron una derrota vergonzosa. Esta fue la teoría que no reconoció el carácter independiente de masas del movimiento fascista y entendió el fascismo como la expresión directa de los intereses de las “secciones más agresivas del capital monopolista”, una teoría que engañó a los trabajadores sobre el carácter catastrófico de una toma del poder por parte de los fascistas y les impidió luchar contra peligros que aún eran inminentes. Este elemento “analítico” prácticamente significaba resignarse a la inevitabilidad de la toma del poder por parte de Hitler y subestimar enormemente el impacto de su toma del poder y el aplastamiento del movimiento obrero. Todo este análisis solo pudo confundir y paralizar la resistencia al ascenso de los nazis.
En la Unión Soviética, la teoría oficial del fascismo de la Komintern, después de la muerte de Lenin, apenas pasó la prueba mejor que la socialdemocracia alemana. Ciertamente, había comienzos de un análisis marxista del peligro internacional que se cernía sobre el movimiento obrero. En Clara Zetkin, Karl Radek y a veces también en Grigory Zinoviev, se encuentran elementos de una teoría marxista del fascismo. Muy pronto, sin embargo, mientras Trotsky predecía que “la sangre de los trabajadores va a fluir a torrentes”, el trabajo teórico del Komintern se vio envuelto en las luchas entre facciones del Partido Comunista Ruso. Ya no se trataba de evaluar científicamente procesos objetivos, sino de entregar la dirección del KPD (Partido Comunista de Alemania) a una facción ligada a Stalin. Estaban ciegos a los rasgos decisivos del fascismo, tan correctamente reconocidos por Trotsky y tan trágicamente confirmados por la historia.

24 de noviembre de 2022

Trotsky revisitado (LXXVIII). Aptitudes y conocimientos (12)

François Mauriac: La pulcritud narrativa de su autobiografía
 
François Mauriac (1885-1970) fue uno de los escritores conservadores franceses de mayor prestigio. Después de su educación inicial en la marianista Ecole Sainte Marie Grand Lebrun en Caudéran, distrito de Burdeos, cursó estudios de Letras en la Université de Bordeaux y luego los amplió en la École Nationale des Chartes. Durante la Primera Guerra Mundial, sirvió en la Cruz Roja en Salónica (Grecia). Luego fue presidente de la Société des Gens de Lettres (Sociedad de Hombres de Letras - SGDL) y miembro de la Académie Française (Academia Francesa). Católico heterodoxo, comenzó su carrera literaria como poeta, pero cosechó sus mayores éxitos como novelista. “Le désert de l'amour” (El desierto del amor), “Le baiser au lépreux” (El beso al leproso), “Dialogue d'un soir d'hiver (Diálogo en una noche de invierno), “Le fleuve de feu” (El río de fuego), “L'enfant chargé de chaînes” (El niño cargado de cadenas), “La fin de la nuit” (El fin de la noche), “Les anges noirs” (Los ángeles negros), “Les chemins de la mer” (Los caminos del mar) y “Le noeud de vipères” (Nudo de víboras) figuran entre sus obras más apreciadas. También escribió varios ensayos críticos como “Le roman” (La novela), “Le romancier et ses personnages” (El novelista y sus personajes), “Souffrances et bonheur du chrétien” (Sufrimientos y alegrías cristianas), “Blaise Pascal et sa soeur Jacqueline” (Blas Pascal y su hermana Jacqueline) y “Mozart et autres écrits sur la musique” (Mozart y otros escritos sobre música), además de los tomos de biografías “La vie de Jean Racine” (La vida de Jean Racine) y “La vie de Jésus” (La vida de Jesús). Además incursionó en la dramaturgia escribiendo las obras teatrales “Les mal aimés” (El no amado), “Asmodée” (Asmodeo), “Passage du malin” (Paso del maligno) y “Le feu sur la terre” (Fuego en la tierra). Miembro de la Academia Francesa desde 1933, fue editor de las revistas “Les Lettres Francaises” y “Le Cahier Noir”, y colaborador en los periódicos “L'Écho de Paris”, “Le Figaro” y “L'Express”. Luego, al estallar la Segunda Guerra Mundial, formó parte de la Resistencia Francesa contra la invasión nazi y, durante la Guerra de Liberación de Argelia, denunció la tortura y las exacciones del ejército francés. En 1929, Mauriac criticaba la “solidaridad mortal” entre la Iglesia y los partidos de la derecha francesa y había calificado a la burocracia soviética como “termita bolchevique”. Era el mismo año en que Trotsky lanzaba “Moia Zhizn. Opyt autobiografii” (Mi vida. Ensayo autobiográfico), su autobiografía escrita durante su exilio en Turquía. En el prólogo aseguraba que “mi primera idea fue limitarme a trazar, rápidamente, unos cuantos esbozos autobiográficos, que vieron la luz en los periódicos. Advertiré que, desde mi retiro, no me ha sido posible vigilar la forma en que esos ensayos llegasen a manos del lector. Más, como todo trabajo tiene su lógica, cuando los artículos periodísticos iban tocando a su fin, era cabalmente cuando yo empezaba a ahondar en el tema. En vista de ello, decidí escribir un libro, acometiendo de nuevo el trabajo sobre una escala mucho mayor. Pero estas memorias no son una fotografía inanimada de mi vida, sino un trozo de ella. En sus páginas, el autor sigue librando el combate que llena su existencia. La exposición es análisis y es crítica; el relato es a la par defensa y ataque, y más éste que aquélla. Creo sinceramente que es la única manera de imprimir a una biografía una elevada objetividad; es decir, de darle una fisonomía en la que vivan los rasgos de una persona y de una época. La objetividad no consiste en esa fingida imparcialidad e indiferencia con que una hipocresía averiada trata al amigo y al adversario, procurando sugerir solapadamente al lector lo que sería incorrecto decirle a la cara. De esta mentira y de esta celada convencional -que no otra cosa son- yo no pienso servirme. Ya que me he sometido a la necesidad de hablar de mí mismo -hasta hoy no sé de nadie que haya conseguido escribir una autobiografía sin hablar de su persona-, no tengo por qué ocultar mis simpatías y mis antipatías, mis amores mis odios”. La aparición de esta obra tuvo resonancia aun en Estados Unidos, país en el cual fue publicada por la editorial Charles Scribner’s Sons de Nueva York. Para promocionarla difundió un aviso en la primavera de 1930: “La asombrosa historia de vida de un revolucionario eterno, ex jefe del ejército de Rusia soviética y líder junto con Lenin en el levantamiento que derribó un imperio y dejó sorprendido al mundo. Emil Ludwig dice de él: ‘Un gran escritor ha expuesto aquí su fantástica vida de tal manera que hace que me pregunte por qué las gentes continúan leyendo novelas o las escriben incluso’”. Mauriac, que afirmaba que el autor de una autobiografía estaba condenado a todo o nada y sugería que no dijese nada si no iba a decirlo todo, la leería veinticinco años después y su lectura le llevaría a escribir un comentario sobre la autobiografía de Trotsky en uno de los capítulos de su libro “Memoires interieurs” (Memorias interiores), publicado en abril de 1959. En esta obra Mauriac, que para los agnósticos era un mojigato y para los católicos un sacrílego, reveló desde la intimidad de sus recuerdos de infancia hasta las obras que marcaron su formación literaria, con comentarios eruditos sobre autores clásicos como Blas Pascal y Jean Racine, del siglo XIX como Gérard de Nerval, Maurice de Guérin y Arthur Rimbaud, y contemporáneos como André Gide, Georges Bernanos, Marcel Proust y Paul Claudel. Poco después, el 2 de junio de 1959, publicaría en el periódico italiano “Corriere della Sera” un artículo titulado “Trockij e Stalin” (Trotsky y Stalin) -el que también integraría el tomo de sus memorias- en el cual dejó en claro que, a pesar de su ferviente catolicismo, admitía claramente que apreciaba las ideas socialistas. Lo que se reproduce seguidamente es su comentario sobre “Mi vida” de Trotsky.

 
Yo había metido la nariz en la autobiografía de Trotsky con ideas preconcebidas, y confieso que éstas no eran muy inocentes. Las coyunturas actuales de la Unión Soviética y la desintegración de Stalin me incitaron a abrir este libro voluminoso. Pues bien esta extraordinaria novela política (ya que nunca la historia fue más fabulosa me hizo descubrir un gran escritor, y creo, una obra maestra. Un libro voluminoso, sin duda; más de seiscientas y densas páginas. Hacía dos años que lo había llevado al campo y volvía a encontrarlo cada vez que regresaba; estaba allí, sobre la mesa, pero su extensión me desanimaba.
Llego a Málagar en medio de un torrente de papel impreso y, tan abundante es el tiempo del que dispongo, que cada libro tiene una pequeña posibilidad de ser leído. No porque aquí haya más tiempo que en la ciudad. Como ningún día se diferencia del otro, esta semejanza crea una similitud entre semana y semana; en una casa de campo, las jornadas son largas y el tiempo es corto. El alumno de escuela que fuimos, y que jugó en este jardín, sigue allí, con nuestros propios hijos, que hace mucho han dejado de ser niños, y en este instante una de mis nietas es la que merodea en torno a mi sillón. ¿Cómo establecer una diferencia entre mi estadía de hace veinte años, de diez años atrás o la del año pasado? Aparte de los muertos nada cambió en los últimos cincuenta años, pero no es verdad que ellos se fueron muy velozmente. No volverán. Cada habitación de esta casa está habitada por uno de ellos. Carecemos de la noción de velocidad por falta de puntos de referencia. Sabemos, pero no sentimos que estamos precipitados.


Lo que da su posibilidad en el campo a los libros que llevamos en nuestras valijas es que no hay ninguno al que no podamos recurrir, como un hombre que se ahoga se aferra al primer salvavidas. Mi madre solía decir (me parece oírla) “en el campo la tristeza se apodera de uno”. Sí, nos invade cuando menos la esperamos, nos aprieta la garganta y sin prevenirnos, y dejándonos sin fuerza para buscar en nuestra biblioteca algún consuelo, algún moralista que pueda brindarnos razones irrefutables para no estar más tristes en el campo que en la ciudad.
El primer libro que encontramos es la mejor solución porque nos desorienta y no guarda relación con lo que se parece a nuestra tristeza, si estamos tristes. Pero gracias a Dios, no es la tristeza la que en el tiempo gris de esta primavera tardía me hizo recurrir a la espesa biografía de Trotsky. La desintegración de Stalin desenmascaró en cierto modo la estatua insultada de su más ilustre víctima. Con la muerte de Trotsky el campo quedó libre ante la burocracia encarnada por Stalin: la burocracia, es decir, la Rusia eterna. Insisto en mi convicción de que desde el punto de vista de la Europa liberal, fue una suerte que el apóstol seductor (para los socialistas) de la revolución permanente haya sido remplazado por el horror estalinista: Rusia se convirtió en una nación poderosa, pero la Revolución (en Europa) fue reducida a la impotencia.
Hay en Trotsky una seducción evidente. En primer término, el lector burgués siempre se sorprende de que un revolucionario conserve algún parecido con el común de los mortales. Me sentí arrebatado desde las primeras páginas como me habían arrebatado Tolstoi y Gorki. Si Trotsky no hubiera sido el militante de la revolución marxista habría ocupado su sitio entre esos maestros. Lo seres viven en torno suyo, nos imponen su fisonomía singular. Pero sobre todo él, este niño atento y grave, abre los ojos al mundo, ¡con que extraña fijeza! Su universo es el de una pequeña explotación rural donde la injusticia social aparece poco, donde es corta la distancia entre obreros y patrones.
¿Qué ocurre en el interior de este niño judío educado al margen de toda religión? ¿Y no es precisamente por esto que la pasión por la justicia acapara toda su energía? Escritor nato, a medida que crece, el adolescente no se convierte en el pequeño Rastignac, el personaje de Balzac que todos conocemos. Ni siquiera ambiciona hacer carrera en la revolución o por ella. Simplemente, quiere cambiar el mundo. En este niño colmado de talento, este niño siempre primero de la clase en todas las materias, ¿qué mano misteriosa corta una tras otra las raíces del interés personal, lo desprende y finalmente lo arranca de un destino normal para precipitarlo en un destino casi siempre trágico donde las prisiones, las deportaciones y las huidas sirven de intermedio a un interminable exilio?


A medida que avanza el relato y que se aleja la infancia, la vida personal se diluye y se confunde con la historia de la revolución en marcha, pero sin que el héroe pierda nunca el sentimiento del hombre que es y de eso que Trotsky, con Lenin, es el único capaz de realizar. Se habría encogido de hombros oyendo hoy a la gente de Moscú denunciar el culto de la personalidad. Lo que le causaba horror, en Stalin, no era el hecho de que fuera una “personalidad” dominadora, sino que hubiera sido tan baja y tan cruel, y no otra clase de persona.
En 1918, durante la batalla en torno a Kazán, Trotsky denuncia el pusilánime fatalismo histórico que, en todas las cuestiones concretas y privadas, se refieren pasivamente a leyes generales, dejando de lado el resorte principal: el individuo vivo y actuante. Este Trotsky vivo y actuante nos parece menos inhumano que su sangriento adversario. Pero después de todo puede ser porque gracias a su autobiografía lo conocimos cuando niño y seguimos la trayectoria de su infancia hasta reconocerlo en el hombre implacable que no titubeará un instante en derribar, cada vez que lo considere útil, a los socialistas revolucionarios.
Es por esta vertiente que Trotsky se vincula con el resto de la humanidad corriente: plantea la cuestión, se interroga ante la sangre vertida, nos da sus razones (algunas de las cuales parecen válidas) de su implacabilidad. “La revolución es la revolución, escribe, porque lleva todas las contradicciones de su desarrollo a una alternativa: la vida o la muerte”. Sí, pero es de dicha alternativa que surgió Stalin al derrotar a Trotsky. Es ésta la que sirvió de excusa a todas las hecatombes, y los inocentes sacrificados se convirtieron en aquellos penitentes que se acusaban a sí mismos y daban la razón a sus verdugos.
Es verdad que Trotsky recusa a priori nuestras indignaciones burguesas: a sus ojos, nosotros somos mucho más feroces que cualquier terrorista. “Estas reflexiones, escribe, no tienen por objeto justificar el terror revolucionario. Si intentáramos justificarlo significaría que se tiene en cuenta la opinión de los acusadores. ¿Pero quiénes son ellos? Los organizadores y los explotadores de la gran carnicería mundial. ¿Los nuevos ricos que en honor de soldado desconocido queman el incienso de su cigarro después de la cena? ¿Los pacifistas que negaban la guerra mientras ésta no se ha la declarado?”. Es preciso leerlo de corrido: ni un trazo que tiembla ante el objetivo.
Hombre duro este Trotsky, cuyo endurecimiento voluntario no destruye la secreta humanidad. Desde el principio de su lucha contra Stalin es evidente que se trata menos de un conflicto de intereses que de una oposición carnal entre dos naturalezas. Ya que en vida de Lenin, Stalin merodeó en torno de Trotsky, lo buscó, aspiró a entrar en su círculo familiar. “Pero, dice Trotsky, me repugnaba por los rasgos de su carácter que luego constituyeron su fuerza: estrechez de intereses, empirismo, psicología grosera, un extraño cinismo de provinciano emancipado de muchos prejuicios por el marxismo, pero sin remplazarlos”.
Trotsky sería devorado por Stalin. El verdadero tiburón, el tiburón auténtico, triunfó sobre aquel que conservaba algo humano bajo sus escamas. ¡Cómo se traiciona Trotsky en ciertas encrucijadas de su vida! Por ejemplo en su cariño por Markine, un marinero del Báltico que se había convertido en su guardaespaldas y en el de su mujer y de sus dos hijos. Los hijos de Trotsky adoraban a Markine. ¡Cuánto dolor cuando su padre se entera de la muerte de Markine!


“Sobre la mesita de los niños estaba su retrato. Llevaba su gorra con las cintas que flotaban. “Muchachos, muchachos, mataron a Markine. En mi presencia, dos rostros pálidos, tensos por la crispación de un dolor repentino. El trato de Markine con nuestros hijos era igual a igual. Les confiaba sus proyectos y los secretos de su vida. A nuestro Serioja, que tenía nueve años, le había contado que una mujer que él amaba profundamente desde hacía mucho tiempo lo había abandonado. Serioja, con los ojos llenos de lágrimas, había confesado el secreto a su madre”. Pero es preciso leer toda esta historia que el indómito Trotsky concluye de este modo: “Dos pequeños cuerpos temblaron largo rato bajo sus mantas, en la noche calmada, cuando recibimos la siniestra noticia. Sólo la madre escuchó sus inconsolables sollozos”.
Cuando más pienso más me convenzo que un Trotsky triunfante habría influido sobre las masas socialistas de la Europa liberal y que habría atraído todo lo que rechazó el estalinismo en una oposición irreductible: Stalin fue, literalmente “repugnante”. Pero es por esto también que fue el más fuerte, y los rasgos que nos brindan la imagen de un Trotsky casi fraternal son los mismos que lo debilitaron y lo perdieron.

23 de noviembre de 2022

Trotsky revisitado (LXXVII). Aptitudes y conocimientos (11)

Diego Rojas: Escenas de su vida literaria y el relieve de sus libros
 
El periodista argentino Diego Rojas (1977) es un especialista en el periodismo de investigación y el periodismo cultural. Nacido en Buenos Aires, publica sus notas en el portal www.plazademayo.com y en los diarios “Perfil”, “Infobae” y “Política Obrera”. También ha publicado en las revistas culturales “ADN” y “Ñ”, editadas por los diarios “La Nación” y “Clarín” respectivamente, y fue redactor de la revista “Veintitrés” y editor de la revista “Contraeditorial”. Fue coordinador del proyecto radiofónico “Proa Radio” de la Fundación Proa y editor de libros. Entre los de su autoría pueden citarse “¿Quién mató a Mariano Ferreyra?”, “Argentuits, pasiones políticas en 140 caracteres”, “El kirchnerismo feudal” y “La izquierda. Héroes, rebeldes y leyendas de la revolución socialista en la Argentina”. En coautoría con Mariana Romano ha publicado “Pasen música. El caso Santiago Maldonado en la era de la posverdad”. Así mismo, es autor de numerosos artículos publicados en los medios citados, entre ellos “La esférica de Borges, o cómo Jorge Luis explicó la divinidad del fútbol”, “Proyecto X: vigilen a la clase obrera”, “Una familia muy formal”, “El enemigo rojo”, “Borges traductor de Bradbury, una tapa hecha con pulpa de ombú y grabados para despertar a la clase obrera”, “Los anti Papa” y “Qatar 2022: pasiones, injusticias, deporte y relativismo cultural”, entre muchísimos otros. A continuación pueden leerse partes de su artículo titulado “Un León Trotski inesperado: escenas de su vida literaria y de cómo hasta sus libros fueron perseguidos”, aparecido en la Sección Cultura del diario en línea “Infobae” el 5 de junio de 2022.

 
Cuando Karl Marx, a instancias de sus hijas Jenny y Laura, contestó el famoso Cuestionario, un juego victoriano de moda en la época en que los Marx vivían en Londres, además de señalar que su ocupación preferida era “ser un ratón de bibliotecas”, al momento de responder por una máxima con la que se identificara, el barbudo pensador y autor de “El Capital” no dudó y dijo: “Homo sum: nihil humani a me alienum puto”. Se trata de una alocución latina que formaba parte de la comedia “El enemigo de sí mismo”, escrita por Publio Terencio (El africano), un dramaturgo que vivió entre 190 y 159 antes de Cristo, y que había nacido en Cartago bajo la condición de esclavo. Significa: “Nada de lo humano me es ajeno” y por los siglos de los siglos se convirtió en un lema a seguir por muchos grandes hombres de la Historia. Marx entre ellos.
Algunos de sus seguidores tomaron la posta, como Lev Davidovich Bronstein, conocido por su seudónimo, Trotsky, quien fuera -junto a Lenin- uno de los máximos líderes de la Revolución Rusa de octubre de 1917 y que construyera de la nada el Ejército Rojo. Más tarde, Trotsky se convertiría en el más tenaz opositor a las políticas burocráticas de Iosif Stalin, quien lo perseguiría incansablemente, quitándole el pasaporte soviético, enviándolo al exilio y, finalmente, asesinándolo a través del agente de la inteligencia estalinista Ramón Mercader, que le hundió un picahielos de acero en el cráneo.
Cuando a Trotsky le preguntaban por su oficio, respondía: “Periodista”, y su estilo escritural sobresalía en la literatura política de la época, cualquiera fuera su tendencia. Por algo, en la redacción de “Iskra”, la revista de los exiliados marxistas rusos en Europa, lo habían bautizado con el sobrenombre “Pluma”, con el que firmaba sus notas, sorprendidos por su talento como escritor. Un talento que se reveló no sólo en sus dotes para la escritura, sino para la lectura, las polémicas literarias, su opinión sobre psicoanálisis y ciencia y, finalmente, cómo tras su asesinato continuó provocando debates muy acalorados entre cenáculos literarios a la vez que su nombre impulsó incidentes editoriales-diplomáticos y, así y todo, su legado fue militado por algunos de los más relevantes escritores argentinos de esta época.
Ese talento de Trotsky para la escritura es percibido hoy mismo por muchos lectores y lectoras que lo disfrutan en la novela de aventuras “La fuga de Siberia en un trineo de renos”, que editó Siglo XXI y que fue uno de los libros más vendidos por la prestigiosa editorial en la última Feria del Libro. Realmente es una novela de aventuras, con un ritmo acaloradamente glaciar (transcurre en las cercanías del Polo Norte) que se mantiene en las dos partes del escrito. La primera corresponde al trayecto que recorre junto a otros presos políticos rumbo a los confines del mundo -en Siberia- guiados por la soldadesca. La segunda narra la huida misma del castigo de la justicia del zar por su accionar socialista. Es que en 1905, a los 25 años, Trotsky había sido presidente del Soviet de San Petersburgo, que durante sus dos meses de sesión se convirtió en un ente de representación de los trabajadores de la entonces capital del Imperio Ruso y que desafió al mismo poder del zar. Luego del fracaso de la Revolución de 1905, los dirigentes del levantamiento, entre ellos Trotsky, fueron arrestados.
Aquel primer exilio siberiano le había servido para escribir crítica literaria en el periódico “Eastern Review”, escribe su biógrafo inglés Dave Renton, quien enumera artículos de debate sobre Friedrich Nietzsche, reseñas de Émile Zola, Guy de Maupassant, Henrik Ibsen, Gabriele D’Annunzio y los rusos Nikolai Gogol, el poeta Gleb Ivánovich Uspensky y Máximo Gorki, entre otros. Evidentemente, Trotsky (que firmaba esas notas como “Antídoto”) leía literatura con método y regularidad. En realidad, Renton dice que era un “lector voraz” y que “devoraba” novelas, libros de ciencia, política y hasta religión. En el exilio siberiano comenzó a leer a Darwin y a Freud y pudo leer, por primera vez de primera mano, “El Capital”. Pocos años antes se definía como “populista” y fue su compañera Alexandra quien lo condujo a las ideas del marxismo.
La actividad política en el exilio europeo luego de su segunda fuga, la que narra el libro editado por Siglo XXI, fue in crescendo al mismo tiempo que Europa asistía a convulsiones sociales en alza. Su derrotero incluía Londres, Viena (donde compartió cafés, charlas y debates con los seguidores de Freud y con la efervescente vanguardia artística en plena ebullición) y Múnich, luego Francia y España, deportación tras deportación, hasta tomar un trasatlántico a los Estados Unidos, donde vivió en el barrio negro del Bronx, en Nueva York. (Una digresión: hay que señalar el interés que tomó en Trotsky el psicoanálisis, a tal punto que, más tarde y antes de que los planteos fisiologistas-psiquiátricos basados en los estudios de Pavlov se convirtieran en la política oficial estalinista -que prohibió el psicoanálisis-, él defendía a Freud: “¿Qué se puede decir de la teoría psicoanalítica de Freud? ¿Es compatible con el materialismo, como lo cree Radek y yo también?”, escribió).
Trotsky volvió a Rusia en 1917: se había producido la Revolución de Febrero que había derrocado al zar. Se uniría allá a quienes propugnaban avanzar hacia el Estado obrero. El triunfo de los revolucionarios se produjo en octubre de ese año. Trotsky, que era reconocido popularmente como uno de los líderes de la revolución, armó un ejército, comandó la diplomacia de guerra soviética y no dejó de observar cómo se desarrollaban los debates en el campo cultural, que también vivía su propia turbulencia. A la vez, la revolución en Alemania -que Trotsky consideraba fundamental para el avance de la nueva nación soviética y su proyecto socialista- había sido derrotada. Lenin estaba inhabilitado de participar como siempre en la vida política rusa debido a un ataque cerebrovascular que lo postró mientras el poder de Stalin iba en alza: había comenzado el enfrentamiento acerca del rumbo de la Unión Soviética, que definiría el siglo XX a nivel mundial, entre las visiones de Stalin y Trotsky.


Durante una tregua acordada en 1924, Trotsky publicó “Literatura y revolución”, ensayos que planteaban debates con los diferentes grupos que conformaban un campo cultural efervescente (reflejo de una sociedad que se encontraba atravesando el periodo más agitado de su historia). La discusión más conocida que Trotsky entabló en el libro es la que tiene con la escuela formalista, cuyo representante más visible era Viktor Shklovski, de quien reconocía el impulso materialista de analizar la creación literaria a partir del lenguaje mismo. Trotsky decía que el grupo de Shklovski había hecho pasar de la alquimia a la química a los estudios literarios, sin embargo, les reprochaba quedarse en esa inmanencia del lenguaje, que los apartaría de la observación de los fenómenos sociales a la hora de analizar la creación y los denominaba entonces “idealistas”.
“Literatura y revolución” es un libro donde debate con varias escuelas. Las páginas dedicadas a los formalistas son las más intensas, sin embargo, el tiempo probablemente le ha dado la razón a Shklovski y su grupo. El formalismo propició los estudios literarios más potentes del siglo XX, condujo a los trabajos posteriores de críticos literarios como Mijail Bajtin -fundamental a la hora de hablar sobre literatura- y planteó las bases a los estudios lingüísticos de Valentin Volóshinov o Pavel Medvedev, que revolucionarían su propio campo. Pese a ponerse en una vereda opuesta, Trotsky no dejaba de tender su mano a los formalistas, a la vez que escribía: “Nadie va a pretender imponerles temas a los poetas, ¡escriban sobre lo que se les ocurra!” y era, en definitiva, la voz de un hombre que podía considerarse formado y con conocimiento de la crítica literaria que les planteaba una opinión y ofrecía una discusión. Más tarde, el estalinismo cerraría el “debate” mediante la censura y hasta la muerte. Los post-formalistas se reunían secretamente, firmaban con seudónimo, escribían en el destierro y Pavel Medvedev fue arrestado en las Grandes Purgas estalinianas de 1936 y su cuerpo desaparecido (un testimonio dio cuenta de que había sido fusilado en el confinamiento de los millares de presos del estalinismo).
Trotsky era más duro con los grupos artísticos que decían expresar el nuevo arte soviético y la cultura proletaria, acaso porque veía en estas posturas el germen de lo que sería la política cultural estalinista. Por caso, el Proletkult era una organización político cultural con miles de miembros y la dirección de Aleksandr Bogdánov -que llegó a formar parte del Comité Central bolchevique- que propugnaba un arte proletario que se deshiciera de toda influencia del pasado burgués. Para Trotsky, eran ideas no solamente equivocadas, sino “peligrosas”: “‘Literatura proletaria’ y ‘cultura proletaria’ son peligrosas porque comprimen erróneamente el porvenir cultural dentro de los estrechos límites actuales; falsean la perspectiva, no respetan las proporciones, adulteran las medidas y cultivan la peligrosísima arrogancia de los pequeños círculos”, sostiene.
Les dice a los Proletkult: “Sería extraordinariamente superficial dar el nombre de cultura proletaria ni siquiera a los éxitos más valiosos de los representantes individuales de la clase trabajadora”. El planteo de “cultura proletaria” sería puesto en marcha, en mayor o menor medida, con el “realismo socialista” estalinista que comenzaría en los años ‘30. Por el contrario, luego de la publicación de “Literatura y revolución”, treinta y seis escritores de la talla de Pilniak, Esenin, Mandelshtam, Bábel, Zóshchenko y Alekséi Tolstoi, entre otros, firmaron una carta colectiva respaldando el combate de Trotsky por la libre expresión de las distintas corrientes literarias.
En los últimos tiempos el ensayista y crítico cultural ruso-alemán Boris Groys rescató las olvidadas experiencias de los “cosmistas” soviéticos, grupos también impulsados por Bogdánov que proponían centrar las tareas de la Unión Soviética en hacer habitable la Luna y Marte, también debido al postulado de que, una vez realizada la revolución, se debía alentar el descubrimiento de la vida eterna que pronto haría a la Tierra muy pequeña para todos. El “cosmismo” tenía una escuela poética e incluso Bogdánov había escrito una novela de ciencia ficción llamada “Estrella roja”, que transcurría en Marte. Trotsky los despachaba en el debate llamándolos adeptos al “misticismo”. Bogdánov, que experimentaba en su cuerpo periódicas transfusiones de sangre como medio para rejuvenecer, falleció en 1928 luego de una transfusión que lo contagió de malaria y de tuberculosis.


En su libro, Trotsky esbozó el programa según el cual ni el Partido ni el Estado debían intervenir: “El arte no es una materia en la que el Partido deba dar órdenes”, escribió. Pero cuando el libro se publicó, los acontecimientos se agolparon. El enfermo Lenin moría, Stalin avanzaba hasta desplazar a Trotsky de la dirección del Partido y acusar a los “trotskistas” de boicotear la revolución. El poder estalinista -que propugnaba el socialismo en un solo país en oposición a la tesis trotskista de la necesidad de la revolución internacional- era omnímodo y Trotsky, en pocos años, sería expulsado del Partido así como sus seguidores y, como en la época del zar, condenado al destierro, esta vez, en Alma Ata, Kazajistán.
En tal clima, en 1926 el poeta Sergéi Esenin ponía fin a su vida luego de escribir con su propia sangre un último poema y ahorcarse en un hotel. Escribía Trotsky en un artículo para “Pravda” llamado “En memoria de Sergéi Esenin”: “¡Y qué trágico fin! Se ha ido por voluntad propia, diciendo adiós con su sangre a un amigo desconocido, quizá, a todos nosotros. Sus últimas líneas sorprenden por su ternura y dulzura; ha dejado la vida sin clamar contra el ultraje, sin protestas vanidosas, sin dar un portazo, cerrando dulcemente la puerta con una mano por la que corría la sangre. Con este gesto, la imagen poética y humana de Esenin brota en un inolvidable resplandor de adiós”. Y terminaba: “El poeta ha muerto, ¡viva la poesía! Indefenso, un hijo de los hombres ha rodado en el abismo. Pero viva la vida creadora en la que hasta el último momento Sergéi Esenin ha entrelazado los hilos preciosos de su poesía”. El 11 de septiembre 1997, casi setenta años después de ese suicidio, el diario oficial del entonces gobernante Partido Comunista de la URSS, titulaba en la portada: “Esenin no se ahorcó, los trotskistas de la GPU lo asesinaron”.
Es en el destierro donde Trotsky leyó a Louis Ferdinand Céline y su revulsivo “Viaje al fin de la noche”. Escribió, entonces: “Céline estremece de arriba abajo el vocabulario de la literatura francesa” pero pronostica: “Hay una disonancia que debe resolverse: o el artista se adapta a las tinieblas, o verá la aurora”. Céline adheriría abiertamente al nazismo y expondría un feroz antisemitismo. Mientras tanto, el acorralamiento de Trotsky era brutal. Raleado de todos lados, sólo le quedaba aguardar por el destierro dictado por Stalin en 1928. Quien fuera el presidente del primer Soviet de la historia era despojado de la nacionalidad soviética y comenzaba su peregrinaje sin visa por el mundo.
Los partidos comunistas bajo la órbita estaliniana hacían de la demonización de Trotsky, acusado de agente del imperialismo inglés, una campaña permanente. En la Argentina (donde si los militantes del PC escuchaban que llovía en Moscú, abrían entonces el paraguas y se ponían el sobretodo), el poeta y militante Raúl González Tuñón lanzaba la revista “Contra”, que intentaba sumar diversas miradas de izquierda en el campo de la cultura. De ese modo, en su segundo número, una nota firmada por José Gabriel y titulada “El titán encadenado” se refería a Trotsky como el más grande revolucionario de la historia junto a Lenin, y brindaba una guía de lectura de sus libros a la vez que denunciaba la traición de Stalin a la revolución china. “Contra” duraría tres números más. En el último número, González Tuñón afirmaría que “todo trotskista es un contrarrevolucionario”. Luego del asesinato de Trotsky en 1940, González Tuñón titularía un conjunto de versos como “Muerte de un traidor”.
Es conocido que el revolucionario desterrado fue recibido por el muralista Diego Rivera y Frida Kahlo. El líder surrealista André Breton arribaría a la casa de los Rivera-Kahlo para tener una serie de conversaciones que culminarían con el acuerdo para redactar un manifiesto sobre la libertad del arte, en oposición al “realismo socialista” que estrangulaba a los creadores por parte de un Estado que les dictaba una estética oficial y única posible. Finalmente, el “Manifiesto por un Arte Independiente”, fue firmado por Diego Rivera y Breton (Trotsky no firmó para su mayor efectividad), y plantea que la revolución “debe garantizar un régimen anarquista para la creación intelectual” (es decir, ajeno al Estado) y “toda libertad al arte”.


En 1941, la revista “Babel”, que se editaba en la Argentina y Chile y era dirigida por Samuel Glusberg, que firmaba sus notas con el seudónimo de Enrique Espinoza, le dedicó un número homenaje a Trotsky. El artículo de Espinoza hacía un raconto de la intelectualidad izquierdista sumida al estalinismo y rendía homenaje al militante asesinado. Por el contrario, Raúl González Tuñón celebraba el homicidio así: “En Coyoacán, palacete campestre pagado por el dinero norteamericano, ha muerto León Trotsky, literato notable, hombre pequeño y traidor del Partido Comunista y de la Unión Soviética. Nunca fue antifascista. En la radio de Ámsterdam por diez mil dólares -en los años terribles- dirigió al “New York Times” un mensaje -él, el hombre de la ‘revolución permanente’- delatando y calumniando a sus viejos camaradas del Partido. Hoy que la prensa reaccionaria del mundo canta loas a su pobre cadáver de viejo resentido arrojándole la final paletada de tierra de ignominia, cómo se agranda la figura de Lenin cuya memoria fue escupida por los que hoy exaltan al Traidor, y cómo se agranda la figura de Stalin, el fantasma del fascismo y del imperialismo, la expresión suprema de nuestra causa y de nuestro Partido. Atrás, pequeño hombre. Recién ahora tu carne torturada de envidia y fiebre oscura, tendrá un sentido, una función, pero los pueblos y el Partido no olvidarán que hubo un traidor. Atrás, pequeña sombra de lúcida maldad. Silencio sobre la tumba del pobre León Trotsky, cuidador de conejos, esposo y padre. Que su ceniza tenga paz, pero no su memoria”.
Tuñón no estaba solo: El gran poeta T.S. Elliot en 1944 rechazó publicar la novela clásica de George Orwell “Rebelión en la granja” por “trotskista”. La carta de rechazo al texto en la editorial Faber and Faber, en la que Elliot era uno de los directivos, decía: “No estamos convencidos de que éste sea el correcto punto de vista desde el que criticar la situación política del tiempo presente”, en referencia a la alianza entre Gran Bretaña y la URSS durante la Segunda Guerra Mundial. “El punto de vista positivo, que considero en general trotskista, no es convincente”, señalaba T.S. Elliot. Orwell publicaría “Rebelión en la granja” un año después en otra editorial.
Pero no es este el único incidente político editorial. Hubo uno mucho mayor y de implicancias diplomáticas internacionales y una magnitud poco conocida. Acá cerquita: en el Chile de Salvador Allende. El director de “Publicaciones Especiales” Alejandro Chelén, socialista, propuso publicar “Historia de la Revolución Rusa” en dos tomos. Y comenzó el lío. El director editorial, Joaquín Gutiérrez, comunista, se opuso. La cuestión pasó primero al Comité Editorial del Departamento que dirigía Chelén y que, luego de una acalorada discusión entre los integrantes de las tendencias políticas y la negativa total del PC a dar sus votos, por un voto del representante del MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria) se aprobó el proyecto. Las galeras del libro se imprimieron, pero el departamento de Corrección, dominado por los comunistas, se negó a revisarlas. Lo hicieron otros trabajadores de la editorial. “Historia de la Revolución Rusa” fue un éxito de ventas. Los ocho mil ejemplares de los dos grandes tomos se vendieron en su totalidad a la velocidad de la luz. Un mes después una segunda edición tendría quince mil copias.
Pero durante la pugna por su publicación, el embajador soviético Aleksandr Básov había hecho gestiones personales para que el libro no saliera. Primero fue a ver al secretario general del MAPU, Jaime Gazmuri: “El embajador soviético me dijo que su gobierno estaba al tanto de lo que se iba a publicar y que lo consideraba un gesto inamistoso hacia la Unión Soviética, que era un país cercano al gobierno del presidente Allende. Me dijo también que lo consideraba una agresión, que no comprendían por qué esta iba ser la primera vez en que una editorial de algún Estado iba a publicar una obra de un enemigo de la Unión Soviética”, recuerda.
Además del legado político de Trotsky quedan sus libros como muestra de una potencia escritural que no se limita al análisis político o el manifiesto, sino que cobra altura cuando los hechos de la realidad se hilvanan para cobrar una narratividad literaria que empapa al lector de un clima de clase, de época o de exilio. Es cuestión de abrir las tapas y comenzar a pasar las páginas del libro. Dicen que si tiene tapas impresas con tinta roja, se lee mejor.