Al regresar a su casa un día de invierno, el aristocrático
escritor con sus treinta años ya cumplidos fue recibido por su madre con un té acompañado de unos bollos pequeños y rollizos llamados magdalenas,
tal como sucedía cuando él era un niño. El olor y el sabor de estas galletas
(tal como las denomina en un
borrador) le hicieron surgir lo que él mismo llamó "memoria involuntaria",
esto es, la evocación de una época pasada de la vida con una notable presencia
física, sumamente sensible, de una total integridad y plenitud. Esta circunstancia lo llevó a
escribir uno de los trabajos literarios más valiosos del siglo XX: "À la
recherche du temps perdu" (En busca del tiempo perdido), una obra que escribió
entre 1908 y 1922 y que sería publicada entre 1913 y 1927. Él mismo contó ese
episodio en "Du côté de chez Swann" (Por el camino de Swan), la primera de las siete partes en que
se divide la monumental obra: "En el instante mismo en que el trago mezclado
con migas del bollo tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario
que dentro de mí se producía. Un placer delicioso me había invadido, aislado,
sin que tuviese la noción de su causa. De improviso se me habían vuelto indiferentes
las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de
la misma forma que opera el amor, colándome de una esencia preciosa; o mejor
dicho, aquella esencia no estaba en mí, era yo mismo".
Marcel
Proust (1871-1922), de él se trata, había leído "Matière et mémoire" (Materia y
memoria) de Henri Bergson (1859-1941), una obra en la que el filósofo
francés establecía una distinción entre la memoria corporal y la memoria
regresiva, entre el recuerdo puro y la imagen-recuerdo, adjudicándole a esta
última, a pesar de su condición imprevisible e indeterminada, la capacidad de
fomentar la acción libre y creadora. Influido sobremanera por su admirado Bergson,
para Proust el tiempo era un fluir constante en el que los momentos del pasado
y el presente poseían una realidad igual. El tiempo al que aludía Proust era el
tiempo vivido con todas las digresiones y vaivenes del recuerdo, el tiempo como
un elemento a la vez destructor y positivo sólo aprehensible gracias a la
memoria intuitiva. Esto sería algo visiblemente notorio en su obra que, a pesar
de (o gracias a) su vastedad y complejidad casi inconmensurables, tendría una
importante repercusión en toda la literatura del siglo XX y haría a su autor famoso
en el mundo entero.
Mucho
se ha dicho acerca de "En busca del tiempo perdido". Para el filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur (1913-2005),
por ejemplo, constituye una "búsqueda de sí mismo a través de la dimensión del
tiempo"; para el filósofo también francés Gilles Deleuze (1925 -1995) es "una búsqueda de la verdad a
través de los signos" y para el filósofo y crítico literario alemán Walter
Benjamin (1892-1940) es "una obra de rememoración espontánea, en la que el
recuerdo es el pliegue y el olvido la urdimbre". Más lejos va el escritor y
docente universitario argentino Mario Goloboff (1939), para quien se trata
de un "formidable pretexto para una minuciosa descripción social y mundana que
no escatima detalles, observaciones y condenas". Se refiere, claro está, a la sociedad
saturada en la cual se desenvolvió Proust, una sociedad que vivía un proceso patológico de progresivo declive y se hacía pedazos: la unidad de la familia y de la
personalidad, la moral sexual y el matrimonio por conveniencia, las siempre
desmedidas pretensiones de la burguesía y la indiferencia de la nobleza. Pero,
por sobre todas las cosas, "En busca del tiempo perdido" es una novela introspectiva y autobiográfica, una obra que confirió a la literatura
una función ineluctable: la verdadera vida es la vida atrapada, recompuesta y
comprendida en la literatura; la auténtica vida es la que se vive a través de
la literatura.
Indudablemente,
dada su condición fronteriza entre dos siglos, la obra de Proust recogió la
herencia de toda una época literaria marcada por el realismo y el naturalismo,
pero también impulsó los aires renovadores y rupturistas que recorrerían la
Europa de las vanguardias de principios del siglo XX. Y más aún, originó una
revolución en la concepción de la novela que aún hoy, entrados ya en el nuevo
milenio, no ha cesado de propagar sus influencias. Proust supo como pocos
adentrarse en las interioridades de la mente humana y el hecho de que se sintiera
marginado de la sociedad de su tiempo por su doble condición de homosexual y de
judío probablemente no poco tuvo que ver con ello.
Hijo de
un prestigioso médico epidemiólogo de familia tradicional y católica y de una
alsaciana de origen judío, nació tan
débil que se temió que no sobreviviera. Le fueron suministrados toda clase de medicamentos
pero su salud permaneció delicada.
Con signos de una inteligencia y una
sensibilidad precoces, a los
nueve años sufrió el primer ataque de asma, una afección que ya no lo
abandonaría, por lo que crecería entre los continuos y excesivos cuidados de su
madre. Se convirtió así en un muchacho
enfermizo que siguió siendo una persona convaleciente toda su vida. Fue bautizado y criado como católico a
pesar del judaísmo al cual su madre jamás renunció expresamente. Esto provocó
su mayor conflicto en el campo espiritual durante su adolescencia. No obstante
ello, Proust se apegó apasionadamente a ella. En
un pasaje del antes citado "El camino de Swann", cuenta la tristeza que
experimentó cuando, siendo un niño, su madre olvidó darle el acostumbrado beso
a la hora de dormir. "Tanto amaba aquella despedida que llegué al extremo
que se prolongara el rato de expectación durante el cual aguardaba la aparición
de mi madre. A veces, cuando, después de haberme besado, abría la puerta para
irse, ansiaba pedirle que volviera a mi lado, para decirle 'bésame otra vez'.
Pero yo sabía que esto le iba a desagradar, ya que el miramiento que tenía con
mi desgracia y su inquietud por ella siempre molestaba a mi padre, quien
consideraba absurdas todas aquellas ceremonias y el verla disgustada me robaba
la tranquilidad que me infundía un momento antes, al inclinar su adorable
cabeza sobre mi cama y acercármela como una hostia para el acto de la comunión
en que mis labios bebían con deleite la sensación de su presencia real y con
ella la posibilidad del sueño".
Por el
contrario, Proust mantuvo una relación difícil y distante con su padre, algo
que se patentiza notoriamente en "En busca del tiempo perdido". Allí la figura de su progenitor casi
no aparece novelada, apenas lo cita de pasada como un personaje distante, ausente
e insignificante, y desaparece prácticamente de la narración en la quinta de
las siete partes en que está dividida la novela. Algo similar ocurre con el
resto de los hombres con los que se relacionó a lo largo de su vida, todos
ellos retratados en la obra. Los personajes masculinos son presentados como seres
simples, virilmente tontos, asexuados u obsesionados enfermizamente por una
mujer. Es probable que el conflicto que mantuvo con su padre médico porque lo hizo
estudiar Ciencias Políticas en la Sorbona y en la École Livre de Sciences
Politiques ya que pretendía que fuese diplomático, y la definitiva influencia
de su madre, lectora y traductora por un lado, y extremadamente sobreprotectora
por otro, lo llevasen a vivir una juventud en la que su excesiva sensibilidad, su "mal moral" tal como él mismo lo
definió, lo llevaran a experimentar terribles dudas sobre su vocación
literaria, algo que mitigó llevando una vida mundana y aparentemente
despreocupada.
Trabajó un
tiempo en la Biblioteca Mazarino de París y frecuentó los aristocráticos salones
de Mathilde Bonaparte (1820-1904), de Léontine Lippmann (1844-1910) y de Geneviève
Halévy Straus (1849-1926), en donde no sólo trabó amistad con los
escritores Anatole France (1844-1924), Léon Daudet (1867-1942) y Charles
Maurras (1868-1952) sino que también, dados sus modales tímidos y
afeminados, se convirtió en el favorito de las damas de mayor edad. Sensible al
éxito social y a los placeres de la vida mundana, al joven Proust le gustaba la
compañía de las muchachas, pero ninguna tomó en serio sus atenciones. No
ocurrió lo mismo con jóvenes cultos de su clase como Willie Heath (1869-1893), Reynaldo Hahn (1874-1947) o Lucien Daudet (1878-1946), con los que
mantuvo apasionados romances.
En 1896, tal
vez como un inconsciente mecanismo de defensa, publicó "Les plaisirs et le
tours" (Los placeres y los días), obra en la que, desde un enfoque claramente
heterosexual, articuló un discurso sobre la homosexualidad retratando el estilo
de vida de aquellos que se asumían como tales, algo inaudito para una obra
literaria en esa época: "Los invertidos constituyen una masonería mucho más
extendida, más eficaz y menos intuida que la de las logias, pues se asienta en
una identidad de gustos, de necesidades y en que incluso los miembros que no
desean conocerse se reconocen en el acto por señales naturales o
convencionales, involuntarias o deliberadas, que alertan al mendigo de que es
semejante él ese gran señor al que le cierra la portezuela del coche". Proust
remarca que la homosexualidad es una práctica muy extendida "por doquiera,
entre el pueblo, el ejército, en el templo, en el presidio, en el trono".
Mediante el uso de un alter ego, intentó afirmar su condición heterosexual e
incluso llegó a librar el 5 de febrero de 1897 un duelo con el escritor y
periodista (homosexual declarado) Jean Lorrain (1855-1906) porque éste
había dicho en un artículo periodístico publicado en "Le Journal" que el "precioso"
Proust "mantiene una relación con Lucien, el hijo del escritor Alphonse
Daudet". Una fantochada: ambos dispararon al suelo. "Somos hombres de
letras", se justificaron.
Mientras
tanto, nada había cambiado con respecto a la relación con su madre. Ya adulto,
seguía dirigiéndose a ella con el mismo tono quejumbroso y angustiado de cuando
era un niño. "La verdad que -le escribió en una carta después de que ella lo
amonestara por llevar una vida que no sólo era frívola sino peligrosa- tan
pronto como me siento mejor, mi género de vida, que me ayuda a mejorar, te
irrita. No es ésta la primera vez. La otra noche agarré un resfriado; si se
convierte en asma estoy seguro de que serás benigna nuevamente conmigo. Pero es
algo triste no tener salud y cariño al mismo tiempo". Una muestra más de su histeria
reprimida y conmiseración hacia sí mismo.
Sus
depresiones, sus enamoramientos y desenamoramientos, su marcada tendencia hacia
la autodestrucción hicieron harto difícil la vida cotidiana de Proust. Con la muerte de su padre, en
1903, y sobre todo con la de su madre, dos años después, se volvió hipocondríaco.
Los analgésicos y los estimulantes que ingería en excesivas cantidades no
lograron hacerlo recobrar de la pérdida. A los treinta y cuatro años, Proust se
volvió un huérfano desamparado y se sintió como un niño abandonado. Se encerró
en su habitación y comenzó la escritura de la que sería la mayor de sus obras
permaneciendo en su cama durante días enteros, rodeado de frascos de medicinas
y amontonando los manuscritos en cualquier parte. Tardó siete años en acabar
las primeras mil quinientas páginas.
Como ninguna
revista quiso publicarla como folletín, en 1913 Proust pagó a un editor casi
desconocido la publicación de la primera parte, "El camino de Swann", que
apenas fue considerada por los críticos. Cinco años más tarde aparecería la
continuación: "À l'ombre des jeunes filles en fleurs" (A la sombra de las
muchachas en flor). Mientras tanto, dos sucesos modificaron algo su vida: la
muerte en un accidente de aviación de Alfred Agostinelli (1888-1914), su
antiguo chofer y luego secretario personal de quien se enamoró perdidamente pero
fue rechazado. Por otro lado, el desarrollo de la Primera Guerra Mundial, la
que le arrebató numerosos amigos. Así, su duelo íntimo por el abandono se fundió
con las desgracias que conllevó la guerra. Por entonces contrató los servicios
de Céleste Albaret (1891-1984) quien, más que una simple sirvienta, pronto se
convirtió en su confidente y fiel colaboradora de su quehacer literario,
clasificando y ordenando las cuartillas de "Le coté de
Guermantes" (El mundo de Guermantes), "Sodome et Gomorrhe" (Sodoma y Gomorra),
"La prisionnière" (La prisionera) y "La fugitive" (La fugitiva), las
siguientes cuatro partes de "En busca del tiempo perdido".
A pesar de
estar retirado prácticamente de la vida social, en estos tomos hay un repliegue
introspectivo: por un lado realiza una minuciosa descripción de las declinantes
clases altas francesas, y por otro vuelca su experiencia emocionalmente
traumática de las sucesivas separaciones de sus amores más profundos y el ajuste
emocional de los respectivos duelos. A
pesar de sus insistentes comentarios maliciosos sobre la homosexualidad, a la
que califica de "vicio absolutamente reprobable", la multiplicidad de puntos de
vista con que expresa sus opiniones resulta a menudo contradictoria. Así como
hace decir a uno de sus protagonistas que preferiría "hacerse romper el
culo" antes que gastar dinero para invitar a comer a unos amigos, a otro
le hace decir que conocer a un hombre puede ser "la llave para abrir la puerta hacia
un gran tesoro". Pero en todos estos volúmenes y también en "Le temps retrouvé" (El tiempo
recobrado), el
último que completa la serie, lo que sobrevuela insistentemente todas las
relaciones amorosas de "En busca del tiempo perdido" -más allá del amor, las apariencias, las inquietudes y
las angustias- son los celos, un sentimiento obsesivo por el cual se desgarran los
protagonistas. Es que, según Proust, uno no está celoso porque está enamorado sino,
por el contrario, uno se enamora porque está celoso. "Los celos preceden al
amor".
A fines de
1922, Proust contrajo una pulmonía. Desoyó los consejos de su hermano, médico
él, y continuó trabajando desaforadamente en el último de los tomos de "En
busca del tiempo perdido". Sobre todo quería corregir la descripción del personaje
principal, un escritor moribundo, "ahora que me encuentro en su misma condición".
Pasó sus últimas horas escribiendo hasta que el lápiz se escurrió de su mano. Proust
murió el 18 de noviembre de 1922. Tenía cincuenta y un años y cuentan que su última palabra fue
"madre". Hasta entonces sólo había publicado las cuatro primeras
partes de su monumental obra. Del resto se encargaría su hermano con la ayuda
del crítico literario y editor francés Jacques Rivière (1886-1925).
A
comienzos de los años '30, Samuel Beckett (1906-1989) se interesó en la
obra de Proust, especialmente en los temas del tiempo, la memoria y la
costumbre. En su ensayo "Proust", el dramaturgo, novelista, crítico y poeta
irlandés planteó que "En busca del tiempo perdido" no fue para Proust la
herramienta para expresar su necesidad imperante de recobrar el pasado sino su
intento por pasar a la eternidad. Para Beckett, la insistente apelación de
Proust al despecho, la envidia y los celos no fue más que una "válvula de
seguridad contra lo ignoto, lo desconocido, lo infinito, lo que no se sabe, lo
que jamás podrá saberse". "Seguramente -sostiene en el ensayo- no hay en
toda la literatura ningún estudio de este desierto de soledad y reproches, que
los hombres llaman amor, planteado y desarrollado con tan diabólica falta de
escrúpulos".