31 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXVIII) Saúl Yurkievich

El poeta, narrador, ensayista, traductor, crítico literario y profesor universitario argentino Saúl Yurkievich (1931-2005) fue internacionalmente reconocido tanto por su obra poética de vanguardia como por su
vasta y esclarecedora obra ensayística. Nacido en La Plata en el seno de una familia de inmigrantes rusos y polacos, fue un aplicado estudiante y entusiasta lector de los poetas Rubén Darío (1867-1916), Leopoldo Lugones (1874-1938), Oliverio Girondo (1881-1967), César Vallejo (1892-1938), Vicente Huidobro (1893-1948), Samuel Beckett (1906-1989) y Eugène Ionesco (1909-1994), autores todos ellos que influenciarían en su posterior obra poética. Estudió Letras en la Universidad de La Plata, donde obtuvo el profesorado con una tesis sobre el poeta francés Guillaume Apollinaire (1880-1918) y, a partir de 1958, comenzó a publicar sus primeras obras.
En 1962, en medio del clima de alta conflictividad política y social generada por el Golpe de Estado contra el presidente constitucional Arturo Frondizi (1908-1995) quien había avalado el triunfo peronista en varias provincias en las elecciones llevadas a cabo unos días antes, Yurkievich se trasladó a París con su esposa. Allí empezó a colaborar con artículos sobre pedagogía y poesía en las revistas “Change” y “Action Poétique”, y se relacionó con el filósofo y escritor Jean Pierre Faye (1925) quien le encomendó la traducción al español de los poemas del escritor Edmond Jabès (1912-1991). Fue sólo el comienzo de su larga trayectoria como traductor.
Luego fue Catedrático de Literatura Hispanoamericana en las universidades parisinas de Vincennes y de Nanterre, y más tarde fue contratado como Profesor Visitante en las universidades estadounidenses de Cambridge, Connecticut, Chicago, Nueva York, Maryland, Pittsburgh y Princeton. También fue conferencista en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la Universidad de Guadalajara, en la Universidad de Buenos Aires, en la  Universidad Rovira i Virgilide Tarragona y en la Fundación Juan March y el Ateneo de Madrid, por citar sólo algunas de las tantas instituciones donde dio conferencias.
A la semana de llegar a París conoció a Cortázar, con quien estableció rápidamente una amistad que duraría toda su vida. “Lo conocí a la semana de llegar a París. Teníamos un amigo en común. Era el año ‘62, época en que había comenzado con los primeros apuntes de ‘Rayuela’. Él había obtenido un premio muy importante compartido con Mujica Lainez -declaró en una entrevista-, y con ese dinero él creyó poder comprar una casa sobre la playa en el sur de Francia. Allí se dio cuenta que el dinero no le alcanzaba ni por asomo, así que empezó a retroceder y retrocedió 100 kilómetros. Al este de Avignon, encontró una casa pequeña con una terraza formidable que daba a un valle sobrecogedor. Allí pasaba el verano, pero era un verano alargado. Encontraba tranquilidad en ese marco campesino, pero naturalmente necesitaba también de la ciudad”.
Al departamento parisino de Cortázar iba Yurkievich regularmente a conversar y a tomar mate o whisky. “Él escribía como improvisando jazz. No estaba sujeto a una disciplina. Corregía poco, todo le salía casi naturalmente. Para él, era como un juego fácil y divertido”, recordó así la manera de trabajar de Cortázar quien, en algún momento le pidió a la esposa de Yurkievich que se encargase de ordenar y archivar su obra. Luego, poco antes de fallecer, designó al matrimonio como albacea con la libertad de “guardar, publicar o quemar” sus trabajos inéditos. Bajo esas concesiones, la pareja publicó “El exámen”, “Divertimento”, “Diario de Andrés Fava”, nuevas ediciones de “Rayuela”, varias antologías de relatos y una recopilación de su correspondencia.
La abundante obra literaria de Saúl Yurkievich comprende los ensayos “Suma crítica”, “Modernidad de Apollinaire”, “Valoración de Vallejo”, “Poesía hispanoamericana 1960-1970”,  “La confabulación con la palabra”, “A través de la trama. Sobre vanguardias literarias y otras concomitancias”, “Identidad cultural de Iberoamérica en su literatura”, “Fundadores de la nueva poesía latinoamericana: Vallejo, Huidobro, Borges, Girondo, Neruda, Paz”, “El cristal y la llama”, “La movediza modernidad”, “Suma crítica”, “Del arte verbal”, “Celebración del modernismo”, “Del arte pictórico al arte verbal”, “Borges, poeta circular”, “Mate, tango y metafísica”, “Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica”, “Poesía hispanoamericana: curso y transcurso”, “Julio Cortázar: mundos y modos” y “Julio Cortázar. Al calor de tu sombra”.
También fue autor de los tomos de relatos “Trampantojos” y “A imagen y semejanza”; y de los poemarios “Ciruela la loculira”, “Berenjenal y merodeo”, “Volanda Linde Lumbre”, “Cuerpos”, “Fricciones”, “Retener sin detener”, “Acaso acoso”, “Envers”, “Riobomba”, “De plenos y de vanos”, “El trasver”, “Vaivén”, “El huésped perplejo”, “Sueño del ojo y del espejo”, “Ruido de fondo”, “El perfil de la magnolia” y “El sentimiento del sentido”. De los numerosos artículos publicados en medios gráficos pueden mencionarse “Palabra y poder en América Latina” y “La ladera oriental de Octavio Paz” en la revista “Vuelta”, “Estética de lo discontinuo y fragmentario: el collage” en la revista “Acta Poética”, “Tres conjeturales Quijotes” en la revista “Cultura UNAM” (todas ellas de México); “Realidad y poesía: Huidobro, Vallejo y Neruda” en la revista “Humanidades” de Costa Rica; “Cortázar: el vive como puedas” en la revista “Turia” y “Nuestra literatura, una cimentadora de identidad” en la revista “Ínsula” (ambas de España). El artículo “Julio Cortázar: su sístole y su diástole” apareció en la revista española “Caleta. Literatura y Pensamiento” en el año 2004, cuando se cumplían veinte años del fallecimiento de Cortázar. El mismo puede leerse a continuación.
 
Julio Cortázar opera con dos textualidades en pugna: la abierta de las narraciones y la cerrada de los cuentos: diástole y sístole de su escritura propulsada por dos poéticas opuestas; éstas condicionan distinta configuración (la una multiforme, la otra uniforme; la una centrífuga, la otra centrípeta), simbolizan visiones del mundo diferentes y conllevan gnosis dispares. Desde “Bestiario”, primer libro de cuentos que publica, Cortázar demuestra completo dominio de los mecanismos del género y su determinación a ceñirse a las restrictas normas de este tipo de relato de máxima e infalible funcionalidad narrativa. Micro-universo autárquico, con un delineamiento neto y una tensión cohesiva, sin digresiones, sin dilaciones, todo en él resulta motor impelente del avance impostergable. El cuento no se abre, no se mezcla, no se ramifica, no se dilata. Determinado por un “fatum”, propulsa fatalmente la fábula a su consumación.
Literatura autógena, el cuento se cierra sobre sí mismo y se desliga de su autor. Si bien la cuentística es la obra vertebral de Julio Cortázar -un corpus magistral de un centenar de cuentos-, esta prolífica producción no nos permite conocer a fondo al abremundos de su autor. Es en las otras narraciones donde Cortázar logra desplegar la vastedad, la multiplicidad de su experiencia personal, logra transmitirla en su vivida y vivaz mescolanza, tratando de abolir todas las mediaciones que la distancian del lector; es en las narraciones abiertas donde puede permitir a su subjetividad irrumpir de lleno, desparramarse, ocupar todas las instancias discursivas, donde puede subvertir los dispositivos textuales, alterar el sistema de las restricciones naturales y sociales, proponer otra factualidad y otros modos de existencia, revertir el mundo divirtiéndonos con toda clase de descalabros lúdico-humorísticos.
El juego y el humor. La apertura al mundo multívoco, a la mixtura de lo real, a la incidencia, a la ocurrencia, a la palabra proliferante se realiza a través de otras formas narrativas como las novelas “collage” y su caleidoscópico mosaico, como la disonante miscelánea de los almanaques -La vuelta al día en ochenta mundos” y “Último round”-, como los protorrelatos o relatos limítrofes de “Historias de cronopios y famas”. En estas prosas proteicas la subjetividad puede asentar sus ensoñaciones, la potencia pulsional libidinizar sus visiones, la inventiva arbitrar sus particulares disposiciones. Absuelta de la observancia de los ordenamientos convencionales, la fantasía puede divertirse con dislocar el mundo por intermedio del dislate y el desquicio restaurar un saludable trato con lo absurdo, lo caótico, lo arbitrario, lo aleatorio, dejarse tentar por el “eros ludens”, acoger cualquier incitación ocasional, concertar un trato más aceptable, más humano, entre mundo propio y mundo impropio.
Este tipo de relato se abre o se desplaza demasiado para urdir cuento. Ambiguo en cuanto a género, escapa a la cohesión, a la rigurosa congruencia, a la precisa interrelación, a la exacta maquinación del cuento. Microrrelatos embrionarios, las “Historias de cronopios y famas” proponen un pulular de ocurrencias que no se empeñan en tramar una historia. Chispean, se disparan, disparatan sin urdir intriga. Abanico de virtualidades, el potencial narrativo queda en estado germinal. Este fabular sin historiar permite la suelta de los sentidos figurados. Desceñido del módulo cuento, Cortázar opera mezclas de la “poiesis” con la “diégesis”, del cantar con el contar. Mediante estos caprichos, patrañas, quimeras o curiosidades, recurriendo a la travesura, a la humorada, Cortázar inventa fantasías que contradicen las oprimentes coacciones y reducciones de lo real admisible.
Para Cortázar, el humor, ingrediente conspicuo de las narraciones abiertas, hace mala liga con el cuento; nada en éste debe substraer, crear distancia irónica, moderar la vectorialidad compulsiva. Ella contrasta con la espontaneidad jovial, la graciosa ligereza, la libre disponibilidad del juego. Este se ve activado por las asociaciones arbitrarias, la experiencia informe, las pulsiones matrices y sensoriales, las excitaciones de la subjetividad entramada con la observación objetiva. Es en el área virtual de los objetos transicionales (figurados, traslaticios), en este espacio mudadizo, ubicuo, en esta escena del juguete y del fetiche donde las fantasiosas ficciones cortazarianas se instalan. Propio de la experiencia creativa, tal ámbito virtual corresponde al área de juego y permite entablar un acuerdo adecuado entre el principio de placer y el principio de realidad; posibilita la constante tentativa de pactar con el mundo ajeno sin sumisión maquinal.
La ficción fantástica. Los cuentos de Cortázar nos proyectan hacia las fronteras de la empiria y la gnoseología de lo real razonable, hacia los límites de la conciencia posible, hacia las afueras del dominio semántico establecido por el hombre en el seno de un universo críptico, reacio a las falibles estrategias del conocimiento. Si bien nos muestran la precariedad de nuestro asentamiento mental sobre la realidad, estas ficciones parten siempre de una instalación plena en lo real inmediato. Su ubicación es coetánea y corriente; pródiga en todos los planos -acción, ámbito, personajes y expresión- índices de actualidad que prolongan en el relato el hábitat del lector.
El protagonista aparece como un semejante del emisor y del receptor del texto; ejecuta acciones comunes a la experiencia posible de ambos dentro de un mismo horizonte de conciencia. El autor se remite a su propia personalidad para escenificar la de sus personajes porque está presupuesta la identidad fundamental entre los representantes y los representados, y sobre esta base comunitaria funcionan los mecanismos de la identificación. Cortázar utiliza el sistema figurativo del realismo psicológico con todas las marcas que denotan y connotan inmediatez, contigüidad y continuidad entre el texto y el extra-texto. Con apariencia de relato extensible subjetiva y objetivamente del orden de los signos al de las cosas, provoca desde el interior de este encuadre en lo manido, presumible y previsible, el desarreglo enrarecedor, el trastocamiento inexplicable, la descolocación que permite vislumbrar los poderes ocultos, entrever el reverso de la realidad.
Las figuraciones de Cortázar obran por percepto y no por concepto, constituyen una suerte de fenomenología de la percepción o, mejor dicho, una dramaturgia perceptiva. Representan un pasaje de lo psicológico a lo parapsicológico. Lo que comienza como turbación o perturbación de la conciencia se convierte en mostración de presencias ocultas o de potencias soterradas que rompen la costra de la costumbre, que rasgan la cáscara de lo aparencial. Cortázar acciona por desfase, descolocación, excentración para burlar la vigilancia de la conciencia taxativa; persigue el desarreglo de los sentidos para sacar al lector de las casillas de la normalidad, de la cronología y de la topología estipuladas, para lanzarlo al otro lado del espejo, al mundo alucinante de los destiempos y los desespacios, de las inesperadas concatenaciones y insospechadas analogías.
Figuraciones novelescas. Con la publicación de las dos primeras tentativas -“El examen” y “Divertimento” que permanecieron inéditas en vida del autor-, conocemos integralmente el ciclo novelesco de Julio Cortázar. A este conjunto liga un círculo placentario. La sucesión de novelas revela una progenie consanguínea que, progresando en busca de su realización más plena, culmina en “Rayuela”. En “Rayuela” se cumple cabalmente el programa que ya “El examen” prefigura, se consuma por largo encaminamiento precedido por cuatro intentos previos de una gestación que alcanza, por remoción cada vez más radical del módulo novelesco decimonónico, su novedosa, su prodigiosa plenitud. Lo que sigue -“62 Modelo para armar”, un desprendimiento amplificado, y “Libro de Manuel”, una prolongación declinante-, con parecida contextura, provienen de la misma materia plasmática. Agotan una misma matriz. Concebida en la primavera del ‘50, “El examen”, novela de anticipación, predice de modo fantasioso lo que en efecto acaeció en la Argentina peronista, preanuncia las preocupaciones que fundan el universo cortazariano y pone en obra los procedimientos narrativos que lo configuran.
Llegado ya a un extraordinario dominio del cuento, Cortázar emprende otro aprendizaje; incursiona en una forma narrativa mucho más abierta y extensa que le permite autorrepresentarse directamente, transferir de inmediato al texto la carga autobiográfica y autoexpresiva, comunicar explayada y juguetonamente, además de su fantasmática visión de Buenos Aires, su fáustica situación vital, su frustrante circunstancia epocal, su insatisfactoria inserción social, explicitar los motivos de su desarraigo y de su doble exilio, el de adentro y el de afuera, el causante y el causado. La novela, continente que todo lo incluye, lo faculta no sólo a poner los actos en intriga sino a exponer la problemática existencial y estética, su búsqueda de una estética  existencial donde lo vivible y lo decible coincidan concertados por una misma apetencia (o potencia) liberadora.
Cortázar brega por abrir las puertas del recinto novelesco para salir a jugar, para dejar que entre todo lo que afuera pulula y palpita. Elige la lengua viva, la palabra que se deja poseer por la pluralidad polifónica. A partir de “El examen”, adopta la lengua natal, el coloquial porteño, el del voseo con sus peculiares inflexiones verbales. Tanto en lo formal como en lo expresivo soluciona sus disyuntivas por inclusión de los términos: opta por la coexistencia de opósitos, por la movilidad multiforme, por la mutabilidad tonal, por la disimilitud disonante donde la coparticipación de contrarios constituye el generador de la representación y el motor de la escritura.
Modelos para armar. El mundo conflictivo, fragmentario, entrópico de “Rayuela”, el mundo revuelto y revoltoso del “Libro de Manuel” sólo pueden figurarse a través de una mixtura contrastante de textualidades divergentes, por medio del collage y de su recurso complementario: el montaje cinemático, esa combinatoria del recorte y de la yuxtaposición contrapuntística. Así como el “Libro de Manuel” acoge la heterogénea multiplicidad del mundo externo, sus ubicuas y simultáneas disparidades, “62/Modelo para armar” da plena entrada a la desconcertante pluralidad pulsional, al flujo desfigurante del mundo más íntimo. Por eso se constituye como trama equívoca, enrarecida por desplazamientos incontrolables, por un alucinante juego de atracciones y rechazos que desorbita a los personajes.
Fundada en el desvío y en el desvarío, es una intrahistoria penetrante de actores a destiempo y deslugar. Traslada a una topología y una cronometría amétricas, oníricas. Este rompecabezas de ciudades imbricadas figura el vivir profundo, la subjetividad refractaria a la comunicación sensata y a las relaciones razonables. Poblado de objetos reflejos, de seres desdoblados, de presencias espectrales, de signos difusos y ecos reminiscentes, narra una errancia fantasmática, una prehistoria que se historia apenas lo suficiente como para acceder a la conciencia convertida en relato. La novela cortazariana desbarata las dimensiones tempo-espaciales, desperdiga la figuración armónico-extensiva, provoca migraciones simbólicas que redundan en transmigraciones nacionales. Todo lo revuelve y revierte para posibilitar un remodelado más humano del mundo.

30 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXVII) Leonardo Valencia

El narrador, ensayista y profesor universitario ecuatoriano Leonardo Valencia (1969) nació en Guayaquil y alternó su residencia entre Quito y Lima hasta 1998. Luego se trasladó a Barcelona donde, en 2007, se licenció en Ciencias Sociales y Políticas y se doctoró en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona con una tesis sobre el escritor británico de origen japonés Kazuo Ishiguro (1954). En la misma universidad creó y dirigió el Programa de Escritura Creativa. A su regreso a Ecuador, desde 2018 es profesor de Literatura y director de la Maestría en Literatura Latinoamericana y Escritura Creativa en la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito.
Es autor de los libros de cuentos “La luna nómada” y “La sangre de Kalister”; de las novelas “El desterrado”, “El libro flotante de Caytran Dölphin”, “Kazbek” y “La escalera de Bramante”; y de los ensayos “El síndrome de Falcón”, “Viaje al círculo de fuego”, “Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica”, “Soles de Mussfeldt. Viaje al círculo de fuego” y “Ensayos en caída libre”. Sus cuentos han sido incluidos en más de quince antologías de referencia internacional con traducciones al inglés, francés, italiano, hebreo y búlgaro. Sus obras han sido publicadas, además de su país natal, en Argentina, Colombia, Perú y España.
Desde comienzos de 1990 ha publicado numerosos artículos en medios de prensa como las revistas “Vuelta” y “Letras Libres” de México; “Quimera”, “Sibila” y “Cuadernos Hispanoamericanos” y el diario “El País” de España, entre otros. Actualmente es colaborador del diario “El Universo” de Ecuador. También ha publicado una considerable cantidad de comentarios sobre las obras de escritores como Ramón Ribeyro (1929-1994), Milan Kundera (1929-2023)​, Josefina Ludmer (1939-2016), Enrique Vila Matas (1948), César Aira (1949) y Juan Villoro (1956), por citar sólo algunos. En 2004 publicó en la revista “Caleta. Literatura y pensamiento” que edita el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, el artículo que sigue a continuación: “Cortázar, ida y vuelta”.
 
El historiador de arte Ernst Gombrich advertía que no existe el ojo inocente para la percepción artística. Percibimos lo que estamos dispuestos a percibir y aquello para lo que ya se nos ha proporcionado una clave. Sin embargo, a pesar del inquieto escepticismo que este razonamiento tiene para el lector nada común -olvidamos con demasiada frecuencia que los textos no llegan inocentemente a nuestras manos- quiero apostar por la adquisición de una espontaneidad distinta y buscar aquella en la que se desdibujan los preámbulos y las determinaciones. Darle una oportunidad al despojamiento. Adquirir, en este caso aplicado a una lectura de Cortázar, algo de esa mirada de niño -una inesperada asociación de dispares- que es la atmósfera en la que se activa la escritura del autor de “Historias de cronopios y de famas”. Las inocencias perdidas son inevitables, pero las que se buscan o rescatan son las que, a su manera, contagiaba Cortázar.
Lo primero que debí leer de él ya venía avalado bajo la rúbrica de literatura latinoamericana. Cortázar tenía un prestigio y lo que quisiera calibrar es lo que ocurrió con ese prestigio, es decir, con relecturas sucesivas. ¿Qué fue Cortázar para un lector que lo descubrió a mediados de la década de los ‘80 en el siglo XX? Primero, fue la alternativa al dominio justificado de Borges: fue la escritura desenfadada, la reconfirmación o la entrada al portento fantástico de unos cuantos escritores conscientes de la parte feliz del surrealismo. Fue el que supo leer mejor y certeramente el “Adán Buenosayres” de Marechal. También fue, como Bioy Casares o Rulfo o Monterroso, el que potenció la suave ternura de un localismo altamente depurado. Cortázar fue para un fetichista perdido en el cementerio de Montparnasse la única tumba con un “smile” en vez de una cruz o una alegoría, un “smile” con la misma C de su nombre pendulando como una sonrisa.
También ha sido un manual de la excepción: sus cuentos son la ilustración viva de los ángulos lúcidos y ambiguos de la narratología. Cortázar fue mucho: sacralizado, sus páginas dejaban de ser leídas como provocación sino como constatación y pretexto. Había que alejarse de Cortázar. Lo que vino después fue un limbo. Parecía ya no haber más cuento latinoamericano que no siguiera sus pautas. La plaga cundió en talleres literarios con cuentos escritos en segunda persona del singular, coloquiales en el peor sentido de la palabra -sin sentido de mediación verbal- y ligeramente, fácilmente fantásticos a punta de perplejidades mínimas donde todavía resonaba el maestro tácito. Había que alejarse de Cortázar.
Se alejaron. Nos alejamos. Me alejé tanto que hasta me alejé del cuento. Comprendí que el “tempo” del género breve, además de exigir la máxima coherencia y una concisión verbal y anecdótica, pide una disposición de ternura fugaz por seres que no volveremos a ver nunca más. El cuentista flirtea, tiene la sangre más leve y eleva el detalle a rango de mundo. El novelista concentra el mundo en una secuencia de detalles que tratan de corresponderse, y como esto es extremadamente difícil tiene una relación masoquista entre personajes y escritura. De todas maneras, tanteemos la excepción en la esquina de la regla: el novelista que escribe cuentos está buscando una salida (pienso en Bellow, en Lowry, en Nabokov). El cuentista que, aunque escriba pocas novelas, persiste en ellas es porque se ha dado cuenta de que no hay salida (pienso en Kafka, en Ribeyro, en Cheever). A estos últimos pertenece Cortázar.
En efecto, en las novelas de Cortázar lo que encontramos son familias de personajes de cuento que no saben cómo salir del poderoso estadio circular de la novela, de su ronda infernal. En un caso los personajes intentaron salir de esa ronda, un capítulo entero de personajes inasibles llamados “62/Modelo para armar”, donde pasaron de un encierro de inteligencia narrativa a uno de disolución narrativa. Es allí donde encontramos la más sugerente descripción de la red de la novela, de un lenguaje que “se había asomado al límite de la percepción, pájaro caído y desesperado en fuga, aleteando contra la red y dándole su forma, síntesis de red y de pájaro en la que solamente había fuga o forma de red o sombra de pájaro, la fuga misma prisionera un instante en la pura paradoja de huir de la red que la atrapaba con las mínimas mallas de su propia disolución”.
Un día, cuando fueron recuperando su sitio los otros grandes maestros del cuento latinoamericano, cuando el ruido dejó paso a otros cuentistas de otras lenguas, cuando el giro de la lengua reclamaba auditorio para autores españoles -donde el cuento ha empezado a ser un secreto que grita sin el eco que se merece- empezamos a leer nuevas propuestas donde se asimila la lección del maestro desde dentro y no desde la superficie: el cosmopolitismo sin ostentación, la meditación dispuesta a lo imprevisto, la naturalidad sostenida y el saber embragar en la sintaxis para aligerar la marca castiza de sinónimos y arcaísmos. Esta vez, la lección aprendida prescinde de patronímicos: un aprendizaje en la lengua española. La lección aprendida no era la imitación de la forma en sí sino la percepción liberada hacia las formas de narración, que la lección es no imitar sino conseguir.
Otro buen día, o mejor mala noche, se empezaban a presentar las condiciones para volver a Cortázar. En las afueras de Lima o de Barcelona o Sevilla, vivimos un colapso de tráfico con varios kilómetros de atasco y nuestro vecino es un Renault Mégane, y el de atrás un Ford Focus, y el de delante un Fiat Uno, y algo empieza a resonar con aire de familia -leer “Autopista del sur” antes del próximo verano- mientras el atasco se alarga en una estela de destellos rojos y amarillos que faja la noche. Y un buen día, o mejor mediodía, aquel profesor que ya no tiene la pretensión de contagiar el mundo de literatura norteamericana ni latinoamericana ni española, sino de literatura a secas -o bien embebida de literatura comparada- ve cómo sus alumnos echan sobre su mesa un pez vivito y coleando que pescaron en el río “Todos los fuego el fuego” o en el océano “Cuentos completos”.
Y otro día, o mejor temprano por la mañana, abrimos un periódico y cada noticia parece esconder un relato posible que habría hecho brillar los ojos gatunos del dueño de un gato llamado Theodor W. Adorno. Otro día, o mejor mala noche de insomnio, abrimos “El libro de los peces de William Gould”, de Richard Flanagan, y encontramos a un narrador de Tasmania que se asombra delante de un dragón de mar y cree que su alma trasmigra a la del pez y susurramos sin importarnos si es afinidad o coincidencia: “Axolotl, Axolotl...”. Así, hasta el día definitivo en que volvemos a Cortázar cuando nos llega desde muy lejos no una carta, sino seiscientas.
¿Qué nos puede dar su correspondencia que no esté ya en sus libros? Conviene observar detenidamente. Así que miramos por la cerradura de la puerta. El cronopio está desnudo e indefenso en medio de la habitación. Su máquina de escribir tiembla por el tecleo y florecen páginas y páginas con las que su autor se irá vistiendo en secreto para desfilar en los tres tomos de cartas de la edición de Aurora Bernárdez. De un vistazo podamos rastrear cuarenta y seis años de vida ajena, desde 1937 a 1983. Se dice fácil. Se lee fácil. Pero no se sale indemne de su lectura. No son literarias, o al menos lo dejan de ser conforme pasan los años, cada vez más operativas y prácticas.
Precisamente la improvisación les da, en cuanto cartas, el aire fresco que evita la acumulación de polvo y la oportunidad de que se filtren ciertas reflexiones. A su manera, esta correspondencia es muchas correspondencias. El lector, el espía, queda invitado a inventarse algunas de las varias posibilidades de lectura. La correspondencia puede leerse año por año. Se tejen melancólicos años ‘40, la inquieta década de los ‘50, los fulgurantes ’60 y unos años ‘70 y comienzos de los ‘80, en los que Cortázar busca un remanso pero termina siendo un saltimbanqui del mapamundi real, recibiendo o enviando correspondencia desde Nairobi, Berna, Nicaragua o Berkeley.
La lectura cronológica construye al lento héroe que empezó siendo Cortázar, desde la incertidumbre de sus primeros años, de largos preámbulos, cuando el que sería el cosmopolita de Saint Germain de Prés enseñaba en una escuela de provincia o era gerente de la Cámara de Libro de Argentina. Pero más que construir al héroe lo deconstruye, lo desmonta y desviste. Porque Cortázar empieza viejo, viejísimo en 1939 -“voy a enviarte cinco sonetos que escribí de un tirón” o “yo creo que D'Annunzio se salvará”-, y termina joven, jovencísimo, dejando de ser alguien que escribe como los demás para ser alguien que escribe como él mismo, y se lanza a aventuras como la que describe en una carta a Guillermo Schavelzon en 1982, a los sesenta y ocho años, cuando decide embarcarse en una “roulotte” Wolkswagen y recorrer en un mes la autopista París-Marsella, deteniéndose cada día en dos parkings: “el resultado será, espero, un libro en colaboración, con un aire falsamente científico de exploración: observaciones geográficas de cada parking, fotografías, etc. Y el resto del tiempo, que será muy largo, consistirá en ir escribiendo lo que se nos pase por la cabeza”. El resultado fue “Los autonautas de la cosmopista” (un libro que entusiasmaría a los seguidores de Sebald, y aún más a los que lamentan su falta de humor).
Dejando los años, tomamos el punto de vista de los corresponsales. ¿Son los más importantes? ¿Son todos? Aurora Bernárdez, en esta cuidada edición, señala claramente que lo suyo es una colaboración para la futura edición crítica del resto de cartas que seguirán apareciendo. Así, limitados a lo que hay, y que ya es bastante, los corresponsales dibujan otro mapa. Hay algunos que ocupan años enteros, como Fredi Guthmann. Otros son protagonistas vitales que siempre vuelven a escena y que construyen otra forma de unidad. Así, las cartas a Mario Vargas Llosa, Francisco Porrúa, Paul Blackburn o Gregory Rabassa trazan una evolución frente a escritores, traductores y editores. Luego, mucho más ocasionales, raras joyas entre escritores, están algunas cartas a Lezama Lima, Onetti, Octavio Paz o Alejandra Pizarnik.
Pero las mejores, las auténticas joyas que se ponen a subasta para los espías de esta correspondencia está en otro sitio, en destinatarios privilegiados que no son escritores ni intermediarios, fantasmas frente a los que el Gran Cronopio se revela sin filtros. Así tenemos una carta importante y que justifica el primer tomo, la dirigida al ingeniero Jean Barnabé en 1953, y que se refiere al cuento “El perseguidor”: “Estoy encarnizado en un cuento que no acabo de escribir y que me está dando un trabajo terrible. Quiero presentarlo como un caso extremo de búsqueda, sin que se sepa exactamente en qué consiste esa búsqueda, pues el primero en no saberlo es él mismo”. O la de 1959, también dirigida a Barnabé, y que ya traza el panorama completo de lo que sería Cortázar: “Lo que escribo es sobre todo invención, y es invención porque no tengo nada que recordar que valga la pena. La verdad, la triste o hermosa verdad, es que cada vez me gustan menos las novelas, el arte novelesco tal como se practica en estos tiempos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela”. Se refería a “Rayuela”.
También comentaría sobre “62/Modelo para armar”, pero esta vez con Francisco Porrúa: “Me puse a ordenar los centenares de fichas y papelitos que llenan una carpeta y que apuntan al libro que quiero escribir. Como de costumbre descubrí que nada me servía de entrada, aunque también como de costumbre, habrá un momento del libro en que cada cosa se irá insertando en su debido lugar. En realidad el libro ya está escrito, sólo que yo no lo sé. La literatura corriente va del lenguaje a la obra; yo, desde ‘Rayuela’, siento que tengo que hacer el camino inverso, ‘subir’ de la obra al lenguaje, a eso que será un libro”.
Fragmentos, subrayados, énfasis, ocurrencias. Con las más de seiscientas cartas de
Cortázar la labor de espionaje frente a la correspondencia es complicada, porque no sabemos qué llevarnos. ¿Una moraleja, una biografía elíptica, una novela epistolar, un cúmulo de notas e indicaciones? A su modo esta correspondencia es muchas correspondencias, lo dije  parafraseando el “Tablero de dirección”, pero también habría que añadir que esta correspondencia es ninguna correspondencia. Las cartas se desvanecen como preámbulos, curiosos ciertamente, muy curiosos y amenos por cierto, pero solamente son preámbulos y la lectura más interesante quizá arranque de aquí a otra parte, a releer la menos leída “62/Modelo para armar”, y por allí seguir adelante y perderse por una veta muy poco explorada. O seguir agotando esa cantera inagotable del resto de su obra, de cuentos y novelas que, a las dos orillas del Atlántico, han tendido esa cuerda a ras del suelo que, como quería Kafka, está más destinada a hacer tropezar que a ser recorrida.
Hemos vuelto a Cortázar. No es solamente que disponemos de un conjunto de cuentos o novelas sobre las que agotar sus últimos resquicios -fragmentos a su imán, que diría Lezama Lima- sino una mirada, una percepción. A partir de ese momento, se lleva a cabo la limpieza de la superficie y las aguas se calman en una extensión brillante. Se acaban las conjunciones como arranque de oración, los giros dislocados de la sintaxis. Se acaba la literatura fantástica entendida como pequeñas sorpresas que no den cuenta de nuestra propia sorpresa. Se acaban estas líneas en las que Cortázar sigue siendo inasible porque así debería seguir siendo, como él lo quiso y plasmó. Se acaba el estilo de Cortázar porque ya son otros tiempos y se esperan otras voces. Aunque diferentes, las otras voces han sido afinadas por el maestro que sigue sonriendo en el “smile” que se alza, que se eleva, que escapa del ligeramente inclinado recinto de Montparnasse.

29 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXVI) Luisa Valenzuela

“Una tarde de otoño a fines de noviembre de 1983, de esas resplandecientes que se abren a todas las posibilidades, recibí un radiante, inesperado llamado y era Julio Cortázar que estaba de paso y me preguntaba si podía verlo al día siguiente porque quería pasar una larga tarde de amistad, tranquila, lejos de toda exigencia. Julio acababa de completar una gira de conferencias y como yo llevaba más de cuatro años viviendo en Nueva York sabía lo que eso podía significar. Al día siguiente de la llamada telefónica partí al encuentro del tan admirado y querido amigo, dispuesta como en otras ocasiones a dejarme llevar por la corriente de su charla siempre cálida y sorprendente. En la mesa del bar del hotel estuvimos hablando de bueyes perdidos, como decimos en nuestro país, de las cosas de la vida y mis actividades en Nueva York y mi amor y fascinación por esa ciudad, comparables a su amor y fascinación por París. Viajes, viajes. Parece ser lo mío -me dijo-. Necesito tomarme un año sabático para escribir mi novela. Me la debo. De distintas revistas me piden cuentos, obras de ficción, y con lo mucho que me gustarla escribirlos opto por mandarles un texto sobre los problemas latinoamericanos. Pero la novela, la novela… Lo decía con su suave voz de erres ronroneadas. Nos separamos al anochecer afirmando que volveríamos a vernos pronto. El 14 de febrero del siguiente año la atroz noticia me llegó justo cuando estaba yendo a una librería del East Village a leer unos fragmentos de mi propia obra. Ante tamaña pérdida sentí que me sería imposible emitir palabra, la garganta oprimida por el dolor, pero supe encontrar el sonido para hablar del libro que lo estaría esperando en el espacio virtual”.
Quien así se expresó en el capítulo “Último sueño” de su ensayo “Entrecruzamientos. Cortázar-Fuentes/Fuentes-Cortázar”, fue Luisa Valenzuela (1938), una escritora, periodista y traductora argentina ampliamente leída que ya ha publicado más de cuarenta libros, la mayoría de los cuales se editaron en una veintena de países de América, Europa, Asia y Oceanía, y fueron traducidos al inglés, francés, alemán, holandés, italiano, portugués, serbio, coreano, japonés y árabe. Atraída  por la escritura desde joven, empezó a publicar a los diecisiete años en diversas revistas como “Atlántida”, “El Hogar” y “Esto Es” hasta que, en 1959 se trasladó a París donde fue corresponsal de diario “El Mundo” de Buenos Aires y escribió su  primera novela: “Hay que sonreír”. Dos años después regresó a Buenos Aires y se desempeñó como redactora durante diez años del Suplemento Gráfico dominical del diario “La Nación”, y posteriormente fue columnista en la revista “Crisis”.
Desde 1972 hasta 1974 vivió entre Barcelona y París, pasando por México con una breve permanencia en Nueva York, donde investigó aspectos de la literatura marginal norteamericana becada por el Fondo Nacional de las Artes. Por entonces escribió las novelas “El gato eficaz” y “Como en la guerra”. Luego, otra vez en la Argentina, publicó el volumen de cuentos “Aquí pasan cosas raras” y escribió otro llamado “Cambio de armas”, el cual, a raíz de la atroz dictadura cívico-clerical-militar del llamado Proceso de Reorganización Nacional, debió permanecer oculto y recién se publicaría en 1982. Dada la incómoda situación que le impedía realizar tanto su trabajo periodístico como el literario con normalidad, en 1979 aceptó la invitación que le hizo la Universidad de Columbia para trabajar en el área de Escritores en Residencia del Centro de Relaciones Interamericanas, cuyo objetivo era explorar los espacios comunes entre la ciencia y la literatura. Allí permaneció diez años durante los cuales también fue profesora adjunta de Literatura Latinoamericana en dicha universidad y dictó diversos seminarios y talleres de escritura. Además fue Profesora Invitada del Instituto de Humanidades de Nueva York, miembro de la Academia Norteamericana de Artes y Ciencias, miembro del Consejo Consultivo de la Cátedra Alfonso Reyes de la Universidad de Monterrey, miembro de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, Profesora Honoraria en la Universidad de Corea y fue nombrada Doctora Honoris Causa por la Universidad de Knox, Illinois, y por la Universidad de San Martín, Buenos Aires.
En 1989 regresó a Buenos Aires pero siguió siendo invitada a dictar conferencias y lecturas en congresos y ferias del libro alrededor del mundo. De su extensa obra pueden mencionarse, además de las ya citadas, las novelas “Cola de lagartija”, “Novela negra con argentinos”, “Realidad nacional desde la cama”, “La travesía”, “Carta de navegación”, “El mañana”, “Cuidado con el tigre”, “La máscara sarda. El profundo secreto de Perón” y “Fiscal muere”; los volúmenes de cuentos y de microficciones “Los heréticos”, “Libro que no muerde”, “Simetrías”, “Juego de villanos”, “Donde viven las águilas”, “Tres por cinco”, “ABC de las microfábulas”, “Zoorpresas zoológicas” y “El chiste de Dios y otros cuentos”; y los ensayos y escritos autobiográficos “Peligrosas palabras. Reflexiones de una escritora”, “Los tiempos detenidos. Encierros y escritura”, “Los deseos oscuros y los otros. Cuadernos de New York”, “Escritura y secreto”, “Acerca de Dios (o aleja)”, “La mirada horizontal”, “Taller de escritura breve”, “Lecciones de arte”, “Conversación con las máscaras”, “La cortina negra” y “Diario de máscaras”.
En una nota publicada en el diario “Infobae” el 30 de junio de 2023, el editor y periodista Daniel Divinsky (1942), uno de los fundadores de la reconocida “Ediciones de la Flor”, escribió: “Deslumbró a Cortázar y denunció la violencia de los ‘70 pero no fue profeta en su tierra. Esta escritora argentina de vastísima y muy recomendable obra narrativa es, paradojalmente, más famosa fuera del país que aquí: sus libros han generado sesudas exégesis en la academia en diversas partes del mundo. Fue celebrada por la crítica latinoamericana y de todo el mundo. Tiene fanáticos en toda la región y fue elegida como referente para catálogos literarios de enorme importancia. No por nada Julio Cortázar, que no era un lector complaciente, escribió luego de la publicación de las primeras novelas de la autora: ‘Valiente, sin autocensuras ni ultranzas, Luisa Valenzuela avanza a lo largo de varios libros que marcan un derrotero poco frecuente. Leerla es tocar de lleno nuestra realidad, allí donde el plural sobrepasa las limitaciones del pasado; leerla es participar en una búsqueda de identidad latinoamericana que contiene por adelantado su enriquecimiento’”.
En el nº 12 de “El Perseguidor. Revista de Letras”, aparecida a fines de 2004, Luisa Valenzuela publicó “Cortázar, payaso sagrado”, texto que puede leerse a continuación.
 
Han pasado veinte años. “Veinte años después”, dice Dumas padre y nos muestra la otra cara de los mosqueteros; “veinte años no es nada”, dice el tango y sin embargo todo ha cambiado; en la Argentina “correrá un río de sangre y después vendrán veinte años de paz”, dice la profecía de don Bosco que conviene revisar ya para que no se repitan los horrores. Veinte años tardó Ulises en regresar a Itaca. Y han pasado veinte años de aquel 12 de febrero tan lamentado. Como si se hubiera apagado una luz. Nos quedan los resplandecientes reflejos que irradia su caleidoscópica escritura. Así es el mundo Cortázar, territorio de lo aterrador, lo casero-siniestro; hay que irse asomando con cuidado.
Me escudo en esta introducción para hacer hoy una propuesta que puede sonar irreverente, y es sin embargo de la más profunda admiración. Mejor dicho, es a un tiempo irreverente y de profunda admiración, porque con Julio aprendimos a desatender las dualidades, a apartarnos del simplista mundo binario, del maniqueísmo occidental y judeocristiano y ahora computatorial y cibernético. Propongo entonces que consideremos a Julio Cortázar el payaso sagrado por excelencia. Habrá por supuesto quienes trepiden ante uno u otro término, quienes insistan que calificar de “payaso” a un escritor de tamaña envergadura y vuelo tan alto... Habrá a quienes la palabra sagrado les dé urticaria, sobre todo referida a un hombre que con lucidez se inclinó por el socialismo.
Procedo a aclarar el concepto: en las culturas indoamericanas, entre otras, los payasos sagrados tienen por función principal -con sus bromas por demás procaces y hasta abyectas- desacralizar lo sagrado volviéndolo aún más sacro. Una vuelta de tuerca suplementaria gracias a la cual entran en juego instancias superiores que dan acceso a una sincera suspensión del descreimiento. Entre los indios Pueblo, los locos payasos semidesnudos, embarrados, transgresores a ultranza, son los únicos seres capaces de interpretar el idioma de los dioses y pueden, y hasta deben, molestar y burlarse de los solemnes oficiantes. Los payasos señalan el inefable punto de contacto entre la sacralidad y lo profano, entre el secreto y su develamiento: las dos caras de una misma moneda.
Julio Cortázar hizo lo propio en literatura. Como en el caso de los payasos sagrados, su mirada seria y a la vez irónica supo detectar lo grotesco que nos circunda y traducir esa “realidad detrás de la realidad”, como bien la definió el mexicano Javier Wimer. Julio supo poner el sentido del humor al servicio de su lucidez, y no viceversa como hacen los humoristas. Al igual que los cronopios, sus lectores solemos alcanzar el pavor de aquello que estamos siempre a punto de comprender y que sin embargo nos elude. Dicen los sabios Navajo que hay que ver el mundo dos veces: con la penetrante mirada diurna y con la brumosa mirada de las sombras. Simultáneamente.
Grandes de la literatura han caminado el difícil filo hasta tocar con la punta de los dedos el vértigo de lo inefable. Pocos o ninguno lograron la mirada doble de quien está inmerso en la búsqueda y a la vez observa al que busca y de a ratos se burla de ambos. Johnny Carter y su abominable biógrafo, ¿quién de los dos es el verdadero perseguidor? Oliveira y Traveler, y todos los personajes que se encuentran en la ciudad de sueños en la memorable novela “62…”, en un modelo para armar que se nos desarma en las manos y se rearma a cada instante para brindar nuevas figuras, donde el vampirismo es sólo una anécdota más del misterio de la vida y la muerte que Julio entrevió de cerca, entreverado.
La unión de los opuestos le hizo guiños desde la infancia, y la frase “qué risa, todos lloraban”, dicha por un compañerito de colegio durante un velorio, acompañó a Cortázar como llamado de atención cuando algo esperaba ser tomado a la tremenda. No tomar lo serio en serio, dice uno de los sabios preceptos de la Patafísica, su ciencia favorita. Es quizá este sesgo el que lo vuelve intolerable en la Argentina banalizada. Horacio González nos recuerda: “en los ‘60 alguien que pretendía ser de esa época pero al mismo tiempo colocaba una incerteza (sic) muy grande entre la ironía y la realidad se convertía en persona molesta”. Y resulta aún más incómodo hoy en día. Como si la realidad fuera unívoca y -lo que resulta aún más insensato- explicable. En la vida, y eso lo entendió bien Julio, el horror y el humor bailan al unísono. Es un salto al vacío, posición post-existencialista que miles de ávidos lectores acogieron como propia, “rayueleando” entre la tierra y el infierno, y se vieron en espejo. En espejo oscuramente, como por supuesto alentaba “el que te jedi”, que alguna vez aclaró que “se explicará como en broma para despistar a los que buscan con cara solemne el acceso a los tesoros”.
Hoy, partiendo de Lacan, se dice que el ser humano es un extranjero en la casa de nadie: el lenguaje. Cortázar pudo haberse reído de tamaña pretensión porque supo llevar su extranjería al extremo y al mismo tiempo pareció sentirse perfectamente “at home” en la casa de nadie. Como nadie. Traductor de los mundos. Lezama Lima supo reconocer en Cortázar el “non plus ultra” de lo porteño y lo comparó a Macedonio y a Marechal, pero además dijo que Julio era “un hombre que habita su propio secreto (...), habita una nueva isla, una nueva región, penetra una zona oscura con la que puede considerarse que tiene una verdadera fiesta inaugural”.
En realidad, Julio Cortázar fue argentino de alma, casi por antonomasia, fiel a eso que los lacanianos suelen llamar “lalangue”, la lengua materna, la del terruño. Fue argentino hasta la médula porque nació en Bruselas, se crió en Barcelona, vivió casi toda su vida adulta en París. ¿Qué somos, al fin y al cabo, sino gauchos, verdaderos nómades, mezcla de descendientes de los barcos -como dice la célebre broma- con aquellos hombres de la tierra que supieron hacer del caballo su segundo cuerpo?
Julio Cortázar, escritor de los bordes, de las fronteras donde lo oscuro celebra su fiesta en honor al brillo de las tinieblas. En su libro “Border writing”, la crítica Emily Hicks habla de los “contrabandistas biculturales”: “La escritura del borde ofrece una nueva forma de conocimiento: información sobre y comprensión del presente hacia el pasado en cuanto a las posibilidades del futuro”. Habla de Julio Cortázar, naturalmente, habitante de los desespacios y de los destiempos, contrabandista de lo inesperado. El mismo supo reconocerlo al escribir en ese juego semiautobiográfico, “La vuelta al día en 80 mundos”: “Siempre seré como un niño para tantas cosas, pero uno de esos niños que desde el comienzo llevan consigo al adulto, de manera que cuando el monstruo llega verdaderamente a adulto ocurre que a su vez éste lleva consigo al niño, y “nel mezzo del camín” se da una coexistencia pocas veces pacifica pero de por lo menos dos aperturas al mundo”. Años más tarde habría de confesar: “El título inicial de esa novela iba a ser ‘Mandala’, pero después me dije mandala a... y le puse ‘Rayuela’”. Los puntos suspensivos quedaron flotando, como las palabras que en su infancia le gustaba dibujar en el aire para observarlas en transparencia.
Nada es binario en las novelas de Cortázar. El abanico se abre en multiplicidad de personajes que hablan y actúan en consonancia, en disonancia, en fuga o en contrapunto, como aceitadas piezas de una maquinaria en busca del Secreto con mayúscula que sólo se puede rozar con la punta de los dedos; y entonces esos personajes con sus dobles y sus paredros son uno solo, el payaso sagrado, el jánico autor que puso sus multiplicidades en juego en la escritura, como puso en juego su vida al seguir excavando cada vez más hondo en la gruta del lenguaje en busca de la veta.
Cecilia Graña, en un ensayo titulado “Recorrer el silencio desde la palabra”, dice: “Entre lo familiar y lo ajeno, entre lo propio y lo desconocido, entre el olvido y la memoria, (Cortázar) trata de leer aquello que no está e incluye la belleza como un secreto. Desde el lenguaje, desde un mundo de categorías, articulaciones, distinciones, el autor quiere hablarnos de una totalidad indivisible, para acabar diciéndonos que es inaferrable”. Cierto, es “inaferrable”, pero está allí como latencia, nos demuestra Julio utilizando la simple arma del lenguaje, arma por cierto de doble filo que traiciona a muchos. Julio supo enfrentar la traición, ponerla en evidencia, y supo burlarse de ella hasta llevar al extremo de la lógica el precepto patafísico de ver la realidad complementaria de la que nos tiene acostumbrado nuestro magro razonar maniqueísta.
Los payasos sagrados son los únicos que han llegado a conocerse a sí mismos porque se han asumido en todas sus contradicciones. Son quienes aceptan de la vida tanto el lado oscuro como el claro quienes se han enfrentado con los infiernos y han sabido retornar casi ilesos y más sabios. Todo payaso sagrado sabe cómo empujar los límites de lo concebible, de lo inconfesable, hasta las últimas consecuencias. Hasta volverlo peligroso, y no sólo porque se puede también morir de risa sino porque todo acceso al conocimiento secreto, por oblicuo que sea, representa una amenaza. Pero una amenaza, si tenemos el coraje de mirarla de frente y hasta de reírnos de ella, ayuda a salvarnos, como bien nos enseña Cortázar en cada una de sus deslumbrantes páginas.

28 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXV) Juan Jesús Payán Martín
 
Doctorado en Filología Hispánica por la Universidad de Cádiz y en Lenguas y Literaturas Hispánicas por la Universidad de California, Los Ángeles, Juan Jesús Payán Martín (1978) lleva años dedicados al estudio de la poesía contemporánea, de investigación sobre lo fantástico como construcción cultural decimonónica y del rol desempeñado por escritores y artistas españoles en el desarrollo y reformulación de dicha categoría estética durante el siglo XIX. También ha explorado el entrecruzamiento entre literatura y pintura examinando las fuentes literarias de la obra del pintor español Francisco José de Goya (1746-1828), y revalorizado la producción de escritores españoles a menudo olvidados como Jorge Montgomery (1804-1841) y Luis García de Luna (1834-1867).
Además es Profesor Asistente en el Departamento de Lengua y Literatura en Lehman College de Nueva York, institución en la cual también organiza el Simposio Bianual de Estudios Hispánicos y Latinoamericanos y edita la revista electrónica de crítica literaria y de cultura “CiberLetras”.
En su país natal es miembro de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos y del Grupo de Investigación Lazos Culturales entre España e Iberoamérica de la Universidad de Cádiz. Es autor de numerosos ensayos y artículos entre los que pueden mencionarse “Entre las dos orillas”, “Los conjuros del asombro. Expresión fantástica e identidad nacional en la España del siglo XIX”, “Por las rutas de lo insólito. Don Quijote y su legado fantástico”, “Picaresca literaria”, “Cadencia rota”, “El viaje en la literatura hispanoamericana. El espíritu colombino”, “Wáshington Delgado: un poeta peruano de la generación del ‘50”, “Viaje por la poesía de Washington Delgado”, “Fantasías a la manera de Callot. La poética ecfrástica de E.T.A. Hoffmann”, “La heteronimia como ‘gestus’ brechtiano en los poemas de Sydney West”, “La Alhambra en Zorrilla. Variaciones crepusculares de un sueño nacional”, “La magia postergada. Género fantástico e identidad nacional en la España del XIX”, “Una imagen rebelde. Raíces de lo fantástico en la pintura de Goya”, “Búsquedas de la igualdad. Feminismo y abolicionismo en los siglos XVIII y XIX”, “Inexacta impureza. Sesgos de recepción y canonizabilidad decimonónicas en la construcción de lo pseudofantástico” y “Aproximación a ‘Salvo el crepúsculo’ de Julio Cortázar”. Este último es el que puede leerse a renglón seguido.
 
En Cort
ázar hay más escritor que novelista. Cómo él es gran escritor se puede decir. Julio Cortázar debe saber ya a estas alturas o profundidades de su vida, aunque no lo diga, que es un genial escritor sin género. Son palabras de Francisco Umbral, palabras atrevidas, sin duda, pero que hacen reflexionar acerca de uno de los rasgos que condicionan la obra del escritor argentino. Cortázar representa como pocos esa vertiente contemporánea que siente el género como un corsé que limita la creación artística. Su singularidad procede no sólo intrínsecamente del talento de su escritura, del manejo del lenguaje y la sorpresa, de su absoluta libertad genérica, sino, por encima de todo ello, de un marcado estilo, un carácter que deja un sello inconfundible. Quizá tenga razón Umbral al señalar que Cortázar es más escritor que novelista. Lo que es innegable al hacer repaso de su vertiente lírica, tan poco atendida por la crítica, es que Cortázar es más fabulador que poeta, y que también la poesía participa del universo cortazariano.
Resulta significativo a este respecto que la primera incursión del autor argentino en la literatura (y prácticamente la última) lleve el sello de la poesía. En 1938, bajo el seudónimo de Julio Denis, aparecía “Presencias”, poemario constituido básicamente de sonetos en los que era manifiesto el influjo mallarmeano. Transcurrirían treinta y tres años (1971) hasta la publicación de su siguiente libro de poemas, donde ya era perceptible la evolución del autor hacia senderos enteramente personales. El título ya adelantaba la voluntad libérrima de Cortázar. Los suyos no serían poemas, sino “Pameos y meopas”. De nuevo un lapso de tiempo mantiene al escritor lejos del género. Sin embargo, poco antes de su muerte reorganiza su material lírico. “Salvo el crepúsculo” (1984) iba a constituir el testimonio póstumo de sus inquietudes poéticas. En él aparecen recogidos algunos textos de sus libros anteriores (así como algunos diseminados en sus piezas misceláneas), junto con una amplia muestra de su producción última. Dicho libro, al que dedicamos este artículo, es por todo ello la expresión más acabada del Cortázar-poeta.
En el retorno de Julio Cortázar a la poesía se perciben fuertes elementos biográficos. El título y tono del poemario de seguro hubiese sido otro si no hubiera acaecido pocos años antes el fallecimiento de su segunda esposa, Carol Dunlop (1981), que melló mucho en su ya tocada salud. Al contemplar la producción de los años ‘80 se hace visible un cansancio creativo. Cortázar reduce su actividad a la recopilación de cuentos (“Queremos tanto a Glenda”, 1981) y a la redacción, solo (“Nicaragua tan violentamente dulce”, 1984) o en compañía de su mujer, de unos muy personales “libros de viajes” (“Los autonautas de la cosmopista o un viaje atemporal París-Marsella”, publicado en 1983). Lo mejor de su obra ya había sido escrito y Julio Cortázar, enfermo de leucemia, empezaba a echar una mirada sobre su vida y obra. Es en este punto donde adquiere sentido “Salvo el crepúsculo”.
En “El cazador de crepúsculos” incluido en “Un tal Lucas” (1979), el propio autor nos da la clave a la hora de entender el significado del título. “Si yo fuera cineasta me dedicaría a cazar crepúsculos. El crepúsculo no se deja cazar así no más, quiere decir que a veces empieza poquita cosa y justo cuando se lo abandona le salen todas las plumas. Creo que si fuera cineasta me las arreglaría para cazar un solo crepúsculo, pero para llegar al crepúsculo definitivo tendría que filmar cuarenta o cincuenta. Imposible predecir el destino de mi película; la gente va al cine para olvidarse de sí misma, y un crepúsculo tiende precisamente a lo contrario, es la hora en que acaso nos vemos un poco más al desnudo, a mí en todo caso me pasa, y es penoso y útil; tal vez que otros lo aprovechen, nunca se sabe”.
Estas líneas permiten varias fascinantes lecturas: de un lado, revelan una posible poética del autor en pos de un sólo crepúsculo abstracto e idealizado; de otro, el hondo contenido simbólico del título. Pareciera como si poco antes de su muerte Cortázar quisiera dejar a salvo ese espacio, ese espejo (la poesía) en que más desnudo ofrece una última mirada auto reflexiva sobre su vida y obra. En el propio poemario señala esta visión del género poético como pura interioridad del autor que entra en comunión con la del lector.
“Cómo no pensar después, que de alguna manera la poesía es una palabra que se escucha con audífonos invisibles apenas el poema comienza a ejercer su encantamiento. Podemos abstraemos con un cuento o con una novela, vivirlos en un plano que es más suyo que nuestro en la lectura, pero el sistema de comunicación se mantiene ligado al de la vida circundante, la información sigue siendo información por más estética, elíptica, simbólica, que se vuelva. En cambio el poema comunica el poema, y no quiere ni puede comunicar otra cosa. Su razón de nacer y de ser lo vuelve interiorización de una interioridad, exactamente como los audífonos que eliminan el puente de fuera hacia adentro y viceversa para crear un estado exclusivamente interno, presencia y vivencia de la música que parece venir de lo hondo de la caverna negra”, escribió en “Salvo el crepúsculo”.
Al leer este fragmento uno tiene la impresión de que “crepúsculo” o “audífono” son metáforas, excusas simbólicas a la hora de exponer su visión de la poesía. Tomando ambos textos como referencia podemos leer el título de una manera doble y paradójica (muy en línea en el autor). El poemario viene a ser, por un lado, tentativa imposible de cazar “el crepúsculo definitivo” del texto anterior, con lo que el poemario dejaría al lector con un amplio muestrario de intentos; y por otro lado, la obra viene a ser una declarada voluntad por rescatar esa faceta desnuda, propia de la poesía, que da postrero testimonio de su interioridad. Así pues, el uso prepositivo de “salvo” conduce a una visión colectiva, poema a poema del libro, mientras que el uso verbal remite a una visión global y simbólica de su poesía (concebida como crepúsculo interior). Esta última lectura permite además su relación con elementos biográficos, quizá no buscados por el autor. Cortázar vive la etapa final de su vida, aquejado de leucemia, como un último atardecer antes de la definitiva noche.
La redacción de sus poemas según confiesa el argentino es manifiestamente discontinua. Se trata, las más de las veces, de “poemas de bolsillo, de rato libre en el café, de avión en plena noche, de hoteles incontables”. Por ello no es fácil situar cronológicamente el marco en que están redactados. Al comienzo del libro Cortázar deja clara las claves del juego: “Discurso del no método, método del no discurso, y así vamos. Lo mejor: no empezar, arrimarse por donde se pueda. Ninguna cronología, baraja tan mezclada que no vale la pena. Cuando haya fechas al pie, las pondré. O no. Lugares, nombres. O no. De todas maneras vos también decidirás lo que te dé la gana. La vida: hacer dedo, auto-stop, hitchhiking: se da o no se da, igual los libros que las carreteras. Ahí viene uno. ¿Nos lleva, nos deja plantados?”.
Existe una débil selección de su etapa en Mendoza, allá por los años ´40, así como otra muestra fechada en 1951 en París. No obstante la mayor parte de los poemas con año de redacción pertenecen a su etapa como traductor de la Unesco. Un amplio conjunto de textos pertenece a 1968, escritos en Nairobi. Los poemas restantes o bien carecen de datación o admiten una referencia próxima al acto de ensamblaje allá por los años ‘78-‘84. Sería un error creer que “Salvo el crepúsculo” funciona al modo de una antología. Sería otro error considerarlo como un libro completamente nuevo. Es más una suerte de síntesis azarosa y personal, un caleidoscopio cortazariano montado ex profeso para legar una imagen más real de su vida y obra que otra cosa. No había género más idóneo que la poesía. No había método mejor que la ausencia de método: el caos como espejo de vida. “Armar este libro sigue siendo para mí esa operación aleatoria que me mueve la mano, como la vara de avellano la del rabdomante”.
Una y otra vez, Cortázar habla de la aleatoriedad de su selección, de la despreocupación de su acto creativo, algo que, siendo cierto, no deja de ser exagerado. Porque, a pesar de todo, existe una estructura, una organización sobre ese caos aparente. El libro se articula en torno a quince secciones encabezadas y cerradas por citas literarias que dan una mirada panorámica de la producción poética global del autor. A este material, el poeta añade textos en prosa que actúan como marco organizador y orientativo de cara a la lectura. Cada capítulo o sección es independiente y puede ser leída como tal, pero es a través de la prosa como su poesía se manifiesta declaradamente unitaria, engarzando los episodios aislados como memorias de un viaje.
La estructura de un lado es lineal y sucesiva mientras que de otro es enteramente orgánica. Hay un eje expreso que es el capítulo titulado “Salvo el crepúsculo”. Este funciona como corazón de la obra, pero, al igual que el corazón humano, éste se halla desviado del centro real o matemático, que sería en este caso “El nombre innominable”. Dicha sección dedicada a la mujer y de tono poderosamente amoroso se organiza a su vez en cinco episodios, interrumpidos por citas literarias. En la central leemos tal vez su poema más intenso (¿en recuerdo de Carol Dunlop?, difícil es saberlo). El autor tratará por pudor de velar la importancia del trasfondo vivido en su poesía. Sin embargo, pese a su recelo hacia lo autobiográfico y su enorme timidez (expreso en la página 65) las secciones centrales de su poemario van dirigidas hacia el nostálgico recuerdo de lo perdido o la evocación reflexiva del pasado. En torno a ese eje que constituye “El nombre innominable” van relacionándose por parejas los capítulos centrales del libro: “Permutaciones” y “Grece-Grecia-Greece 59” (secciones 7 y 9, técnicamente experimentales); “El agua entre los dedos” y “Salvo el crepúsculo” (secciones 6 y 10, que versan sobre la vivencia del amor); y “Ars amandi” y “Preludios y sonetos” (secciones 5 y 11, que retoman la pasión de Cortázar hacia las estrofas clásicas). No parece que esta estructuración global pueda mantenerse respecto a los cuatro primeros y cuatro últimos bloques, que admiten una asociación más libre.
Queda un último apartado por explicar, que es la interpolación de diálogos entre el autor y dos de sus personajes: Calac y Polanco. Ambos proceden, aunque con nombres invertidos, de su novela” 62/Modelo para armar” (a su vez desarrollo del capítulo 62 de “Rayuela”). Para nuestro estudio sirven las notas que sobre dichos personajes elaboran tanto Ángel Manuel Vázquez Bigi en “Temperamento y polaridad en los personajes de Julio Cortázar”, como Saúl Yurkievich en “62/Modelo para armar modelos que desarman”: “En 62/Modelo para armar”, el par opuesto y complementario lo forman los argentinos expatriados Polac y Calanco, quienes a lo largo del relato se clasifican a sí mismos y recíprocamente de “petiforro” y de “cronco” el segundo. En Calac, de mente abstractiva, de actitudes y gustos imposibles de predecir, se ven correspondencias con el temperamento esquizotímico y en la espontaneidad y euforia de los “croncos” como Polanco, -“útiles y sobre todo leales amigos”- se ven correspondencias con el carácter ciclotímico opuesto al anterior”, dice el primero. “Polac y Calanco asumen una distancia irónica, se ejercitan en la distensión lúdica y en la sustracción humorística. Son los transmisores del humor que desinfla la hinchazón sentimental. Ejercen un sarcasmo fraterno, aparentes pantallas de separación con las que simulan mantenerse al margen de los entuertos sentimentales”, dice el segundo.
En efecto, ambos personajes cumplen idéntica función de anticlímax sentimental, remitiendo además al universo de su infancia a través de su habla argentina. Pero además de ello, tienen una nueva dimensión. Actúan como opositores críticos a la labor compositiva del poeta. Mientras Calac se manifiesta como un divertido alter ego (“mi mejor alter ego”, llega a decir Cortázar), Polanco se muestra como un censor malhumorado y metódico. Se trata de dos visiones contrapuesta de la crítica literaria: una más abierta y dinámica, otra más cerril y estrecha. En cierto modo son la proyección visible de la típica pareja ángel/demonio de las representaciones de conciencia. Puesto que “Salvo el crepúsculo” también es un “modelo para armar”, como “62…”, admite en su interior la presencia invertida de ambos personajes. Lo que no deja de ser paradójico es que gracias a la dramatización del diálogo se aligere el peso dramático de la poesía cortazariana.
La fusión de poesía y prosa, desaconsejada por sus hijos de la fantasía, transmite al verso del argentino una base real, coherente y terrena. La referencia al mundo de la infancia, a sus lectores favoritos, la inserción de relatos como el dedicado a la prostituta Lala (desechado del “Libro de Manuel”), la transfiguración de anécdotas diarias que contienen la sabiduría de la escritura son otros aspectos que gracias a la prosa transmiten verosimilitud y cercanía a los textos que acompañan. Y es que “Salvo el crepúsculo” no es sólo un libro de poemas. Es la mejor encarnación del espíritu libre, conmovedor, sorprendente y cotidiano de Cortázar.
José Miguel Oviedo, según cuenta humorísticamente el argentino, decía que sus poemas eran “conmovedoramente malos”. Quizá sea cierto que en otros géneros la aportación de Cortázar haya sido más fecunda, pero ello no hace que su poesía carezca de interés y originalidad. Pocas antologías, pocos estudios han trabajado su vertiente poética. Y sin embargo, es gracias a su poesía que llegamos a conocer mejor la figura de un escritor inolvidable. Tanto... que nunca tuvo género.

27 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXIV) José Luis de Diego

El platense José Luis de Diego (1956) es doctor en Letras y profesor de Introducción a la Literatura y Teoría Literaria II de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Ha sido decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de dicha universidad entre 1992 y 1998 y entre 2001 y 2004, y también director del Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales entre 2009 y 2013. Ha dirigido junto a la escritora y profesora de Literatura Sylvia Saítta (1965) la colección “Serie de los Dos Siglos” para la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba) y, desde 2014, dirige la revista científica semestral en línea “Orbis Tertius”, editada por el Centro de Teoría y Crítica Literaria de la UNLP en la cual se tratan temas referidos a cuestiones teóricas acerca de todas las literaturas, preferentemente de las literaturas y procesos culturales argentinos y latinoamericanos, y se publican originales e inéditos y reseñas bibliográficas. Además es miembro de EDI-RED, el portal de Editores y Editoriales Iberoamericanos (siglos XIX-XXI) de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
Se ha especializado en temas de historia intelectual, teoría literaria y, en los últimos años, historia de la edición. Considerado como uno de los mayores especialistas argentinos en estas materias, es autor de una numerosísima obra ensayística tanto impresa como digital que incluye tesis universitarias, conferencias, biografías, análisis teóricos y críticas literarias.
De su autoría son los ensayos “Editores y políticas editoriales en Argentina (1880-2010)”, “Roland Barthes. Una Babel feliz”, “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986)”, “La otra cara de Jano. Una mirada crítica sobre el libro y la edición”, “Los autores no escriben libros. Nuevos aportes a la historia de la edición”, “Editores y políticas editoriales en Argentina (1880-2000)”, “La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates”, “La verdad sospechosa. Ensayos sobre literatura argentina y teoría literaria”, “Una poética del error. Las novelas de Juan Martini”, “Los escritores y sus representaciones: formación, campo literario, escritura, lector, crítica, canon, mercado editorial, libros”, “Americanismo y latinoamericanismo. Dos momentos en la constitución de un espacio editorial para nuestro continente”, “Nuevas perspectivas de diálogos en la literatura y la cultura españolas contemporáneas”, “La literatura y el mercado editorial”, “Libros y literatura en el espacio latinoamericano”, “1938-1955. La época de oro de la industria editorial”, “1976-1989. Dictadura y democracia: crisis de la industria editorial”, “Gelman y el exilio argentino”, “La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates”, “De Barthes a Pierre Menard. Estudios sobre Borges”, “La novela argentina, 1976-1983”, “Relatos atravesados por los exilios”, “La novela de aprendizaje en Argentina”, “Concentración económica, nuevos editores, nuevos agentes”, “Lecturas de historias de la lectura” y “La Argentina democrática. Los años y los libros”.
También ha publicado numerosos artículos en sitios web y revistas nacionales e internacionales. Entre ellos pueden mencionarse “José Boris Spivacow (Buenos Aires, 1915-1994) [Semblanza]”, “La edición en Argentina”, “Santiago Rueda (1905-1968) [Semblanza]”, “A propósito de Daniel Moyano. Treinta años de narrativa argentina (1960-1990)”, “Relatos atravesados por los exilios”, “Autor-editor. Avatares de una relación compleja”, “Políticas editoriales y políticas de lectura”, “Relatos atravesados por los exilios”, “Editores alemanes en Argentina”, “España y los intelectuales y escritores argentinos exiliados durante la última dictadura”, “El estatuto actual de los estudios literarios”, “Notas sobre la edición de literatura en la España democrática”, “Del mundo que perdimos. Las columnas de ‘El Día’” y “La narrativa de Piglia: figuras retóricas y cuestiones de género”.
Con respecto al autor de “Historias de cronopios y de famas” ha escrito varias columnas de opinión en la revista “Orbis Tertius”, entre ellas “¿Por qué Cortázar?” en el nº 7 del año 2000, en la que afirma que el respeto y reconocimiento a la figura de Cortázar como un escritor central en la literatura argentina del siglo XX contrasta con el estrechamiento progresivo de la producción crítica sobre su obra, lo que atribuye a que la bibliografía sobre Cortázar fue vastísima en vida del autor. También, en el nº15 de la misma revista aparecido en el año 2009, publicó “Cortázar y sus editores”, artículo en el cual en dividió en tres etapas la relación entre Cortázar y los editores: la primera desde 1949 hasta 1959 con editores amigos como Luis Seoane (1910-1979), Daniel Devoto (1916-2001), Arturo Cuadrado (1904-1998) y Julián Urgoiti (1901-1979); la segunda desde 1959 hasta 1968 con Francisco “Paco” Porrúa (1922-2014); y la tercera desde los años ’70 hasta su muerte​​ con Arnaldo Orfila (1897-1998),​​ Jaime Salinas (1925-2011), Mario Muchnik (1931-2022) y Guillermo Schavelzon (1945). “El silencio sobre Cortázar”, el artículo de José Luis de Diego que sigue a continuación, apareció originalmente en febrero de 2004, al cumplirse veinte años del fallecimiento del autor de “Todos los fuegos el fuego”, en la revista “Caleta. Literatura y pensamiento” que edita el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz.
 
El Centro de Teoría y Crítica Literaria de la Universidad Nacional de La Plata edita, hace ya algunos años, la revista especializada “Orbis Tertius”. Para el nº 7, publicado en el 2000, me encargaron elaborar un dossier sobre Julio Cortázar. ¿Por qué Cortázar? Porque advertíamos un fenómeno que -basta mirar alrededor- resulta generalizado: el respeto y reconocimiento a la figura de Cortázar como un escritor central en la literatura argentina de nuestro siglo contrasta con el estrechamiento progresivo de la producción crítica sobre su obra.
No sólo en los seis números de “Orbis Tertius” no se había publicado ningún artículo que se ocupara de los textos cortazarianos, sino que no resultaba sencillo encontrar ponencias en ese sentido en jornadas y congresos, especialmente en Argentina, ni tampoco artículos en revistas, sean de circulación universitaria o de difusión algo más amplia. El tiempo no parece haber modificado esta tendencia: acabo de recibir el programa del XII Congreso Nacional de Literatura Argentina, que se realizará en octubre en Río Gallegos, y una vez más resulta llamativo el silencio sobre Cortázar.
Aventuro algunas hipótesis para explicar este fenómeno. La primera da cuenta de una suerte de saturación crítica: la bibliografía sobre Cortázar, que ya era vastísima en vida del autor, abarca cientos de trabajos producidos aquí y en el extranjero; ¿qué decir entonces sobre Cortázar que no se haya dicho? Esta hipótesis no parece satisfactoria, ya que es fácilmente rebatible a partir del contra-ejemplo de Borges, cuya obra continúa siendo objeto de numerosos trabajos que no parecen alcanzar nunca un punto de saturación.
La segunda se relaciona con la re-canonización de ciertos autores en la producción crítica de los últimos veinte años. Ya en 1969, David Viñas, en un conocido artículo, manifestaba su preocupación por la influencia que la literatura de Cortázar estaba ejerciendo en los jóvenes escritores -entre otros, Puig y Piglia-: “desinterés” y “enclaustramiento” son algunos de los efectos que podían advertirse, según David Viñas, en la narrativa de entonces, tal como lo expresó en “Después de Cortázar: historia y privatización” en “Cuadernos Hispanoamericanos” n° 234 publicado en Madrid en junio de 1969.
También muy conocida es la polémica que enfrentó a Cortázar con Liliana Heker durante la dictadura militar. Más allá de su obvia inclusión en la serie de debates entre “los que se quedaron” y los exiliados, en la polémica pueden leerse los síntomas de una re-configuración progresiva del canon. Cortázar afirma que antes le llegaban libros y manuscritos de jóvenes escritores argentinos y que ese vínculo se había cortado, y lo atribuye a los nefastos efectos de la dictadura. Heker le responde que si no le llegan más esos textos es porque se ha transformado en un “clásico”: claramente, en el mismo momento en que lo canoniza, lo corre del centro de la discusión. Esta polémica se publicó en “El Ornitorrinco” n° 7 (febrero de 1980) y en el n° 10 (octubre-noviembre de 1981) y se encuentra reproducida en “Cuadernos Hispanoamericanos” n° 517-519, Madrid, julio-septiembre de 1993.
Parece evidente que por aquellos años la figura de Cortázar se desplaza, desde el gran modelo estético de los jóvenes escritores de los ‘60 y los primeros ‘70, hacia un modelo ético, al erigirse en la figura más destacada de la resistencia a la dictadura en el exilio. Inversamente, Borges, el otrora cuestionado “faro” de la “intelligentzia” liberal, el que inicia el período dictatorial en un almuerzo con el presidente de facto, era reconocido por Piglia en la “Encuesta a la literatura argentina contemporánea” publicada en Buenos Aires por el “Centro Editor de América Latina” en 1982, como “il miglior fabbro” y, según vimos, está prácticamente fuera de los debates que enfrentan a exiliados con los que se quedaron en el país: ahora suscitaba “sentimientos complejos”, de acuerdo con la fórmula que eligió Noé Jitrik para titular su lúcido artículo publicado en 1981 en París en “Les Temps Modernes” n° 420-421: “Sentimientos complejos sobre Borges”.
Esta operación se torna evidente en la obra de Ricardo Piglia; visible de un modo que bordea la distorsión o la exasperación, según los casos, como el propio Piglia lo ha admitido a propósito de las teorías de Emilio Renzi, su reincidente personaje. La oposición Borges-Arlt a la que “Respiración artificial” -y algunos textos de “Crítica y ficción” como por ejemplo “Sobre Cortázar”- sirven de escenario, tuvo una influencia decisiva en el establecimiento de verdaderos lugares comunes de la crítica literaria y de la enseñanza universitaria. Esta operación pone de manifiesto, por contraste, el pálido lugar que ocupa Cortázar a quien, o bien se lo omite, o bien se lo menciona en pocas líneas que lo descalifican. Por otra parte, el propio Piglia se ha referido frecuentemente a las escrituras de autores que admira, Manuel Puig y Juan José Saer, como dos de los modos posibles de resolver los problemas con los que se enfrenta la narración en la sociedad mediática después de Borges. Parece obvio agregar que el interés crítico en las obras de Puig y de Saer ha sido casi explosivo en los últimos años.
En este itinerario -sólo esbozado a modo de introducción- se puede incluir la labor de los críticos de “Punto de Vista”, seguramente la publicación especializada más influyente en nuestro país: el reiterado e insistente interés en Borges y en Saer pone de manifiesto, por oposición, las aisladas y esporádicas menciones a la obra de Cortázar -como por ejemplo el artículo “Novelas y política” que María Teresa Gramuglio publicó en el nº 52 de esa revista en agosto de 1995- que contrastan con el lugar central que ocupaba su figura en las revistas de los primeros ‘70, “Crisis” (nros. 2, 11 y 36), “Los Libros” (nros. 2, 3, 30 y 37), y “Nuevos Aires” (nros. 1, 2, 3 y 8), entre otras.
En diciembre de 1983, Beatriz Sarlo afirmó en “Literatura y política”, artículo publicado en el n° 19 de “Punto de Vista”, que durante los ‘70 se pasa “del sistema de la década del ‘60, presidido por Cortázar y una lectura de Borges (lectura contenidista, si se me permite la expresión) al sistema dominado por Borges, y un Borges procesado en la teoría literaria que tiene como centro al intertexto”. Sin embargo, en 1987, tres años después de la muerte de Cortázar, Juan Martini y Rubén Ríos organizaron desde la revista “Humor” una encuesta a escritores acerca de las diez novelas “más importantes” de la literatura argentina: para sorpresa de muchos, “Rayuela” fue la más votada y ocupó el primer lugar. Dicha encuesta se publicó, sucesivamente, desde la n° 196 de mayo de 1987 hasta la n° 203 de agosto del mismo año, en la cual apareció la “Tabla final”.
La pregunta sigue pendiente: ¿fue de las más votadas por su vigencia o porque es un “clásico”, con las connotaciones negativas con que usó el término Liliana Heker? En otro momento -en mi “Potsdamer Platz. Experiencia y narración en el caso argentino (1976-1983)” aparecido en “Orbis Tertius” n° 2/3 en 1996- planteé una tercera hipótesis posible para explicar el silencio, ya no relacionada con la crítica, sino con el público lector. Allí decía que en el año ‘93 incluimos “Rayuela”, en el programa de Introducción a la Literatura de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, dado que se cumplían treinta años de su publicación.
Un grupo de alumnos, disconforme, a los pocos días me reprochó esa inclusión: afirmaban que en la novela “no pasaba nada”, cosa que, en algún sentido, es rigurosamente cierta. En “La estructura de ‘Rayuela’ de Julio Cortázar”, uno de los textos decisivos sobre la novela del ‘63, Ana María Barrenechea reseñó el argumento en un pie de página de muy pocas líneas. Sería largo discutir sobre las causas de este rechazo que, por otra parte, no era unánime. En ese momento, yo recordé una reflexión de Umberto Eco, en la que afirmaba que la vida de cualquiera de nosotros se parece mucho más a la de Leopold Bloom que a la de D’Artagnan; sin embargo, se sigue diciendo que “Los tres mosqueteros” es un texto realista y que “Ulises” es experimental y vanguardista.
Podemos conjeturar que para muchos de esos chicos la idea de realismo en arte se asociaba al cine de acción norteamericano, que combina de un modo admirable la irrealidad con la verosimilitud. Si algún lector se acerca a Cortázar desde este verosímil, la experiencia será fuertemente deceptiva. Cuando Cortázar dice que reclama lectores-cómplice, está acercando al máximo la dimensión de la experiencia con la experiencia de la narración. En este sentido, “Rayuela” es una de las grandes novelas contemporáneas en las que se asocia la experimentación formal con una reflexión exhaustiva sobre la experiencia. Así, al igual que con “Ulises”, es difícil permanecer indiferente ante “Rayuela”, o se la abraza con fanatismo o se la abandona hastiado en la página veinte. El nuevo verosímil ha disociado totalmente narración y experiencia: uno se cree lo que le pasa a Bruce Willis, aunque eso jamás le pueda pasar a uno. Los alumnos de mi curso, en cambio, no se creían lo que le pasaba a Horacio Oliveira, porque eso jamás le ocurriría a Bruce Willis.
Se ha dicho muchas veces que el olvido que rodeó a la figura de Cortázar está ligado al hecho de que se trata de un escritor incómodo, cuyas posiciones políticas cuestionaban seriamente el orden capitalista y burgués, y esto es absolutamente cierto; Cortázar siempre tuvo detractores. No obstante, es una explicación que a mí siempre me pareció insuficiente. También en el ’93, se publicó en Rosario “La curiosidad impertinente”, libro de entrevistas de Guillermo Saavedra a dieciocho escritores argentinos; si no leí mal, Cortázar aparece mencionado sólo una vez, y de ninguna manera allí media condena o censura ideológica alguna. Como es fácil presumir, Borges aparece citado una multitud de veces.
Lo que quiero decir con relación a Cortázar es lo siguiente: a) Cortázar produjo lectores que abrazaron con fervor cierto pacto de verosimilitud basado en una estrecha aproximación entre narración y experiencia. Todos queríamos ir a París, todos queríamos discutir en el Club de la Serpiente, todos soñábamos con encontrar a la Maga; b) el silencio sobre Cortázar se produce menos por razones políticas que por desplazamientos estéticos; c) estos desplazamientos estéticos plantean una nueva relación entre narración y experiencia; o, para decirlo de un modo algo más impreciso, entre literatura y vida. No sé, finalmente, cuál de estas hipótesis resulte la más adecuada para explicar el hecho que estamos analizando; acaso la explicación no se encuentre sólo en una de ellas. Pero sea cual fuere, no me mueve, en estas breves notas, un afán de “desagravio” o algo semejante. Procuro, simplemente, comprender un fenómeno que, al menos para mi generación, no deja de ser extraño: el silencio sobre un escritor cuya obra resulta inescindible de nuestra novela de formación, cuya definitiva ausencia no debiera justificar un prematuro olvido.