27 de marzo de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

XIII. El Estado de Bienestar / El florecimiento del neoliberalismo

En “The plot of neoliberalism” (La trama del neoliberalismo), el historiador y ensayista político inglés Perry Anderson (1938) opina que “el blanco inmediato de Hayek, en aquel momento, era el Partido Laborista inglés en las vísperas de la elección general de 1945 en Inglaterra, que este partido finalmente ganaría. El mensaje de Hayek era drástico: ‘A pesar de sus buenas intenciones, la socialdemocracia moderada inglesa conduce al mismo desastre que el nazismo alemán: a una servidumbre moderna’. Tres años después, en 1947, cuando las bases del Estado de Bienestar en la Europa de posguerra efectivamente se constituían, no sólo en Inglaterra sino también en otros países, Hayek convocó a quienes compartían su orientación ideológica a una reunión en la pequeña estación de Mont Pélerin, en Suiza. Entre los célebres participantes estaban no solamente adversarios firmes del Estado de Bienestar europeo, sino también enemigos férreos del ‘New Deal’ norteamericano”.
En la reunión que menciona Anderson se encontraban, entre otros, el economista austríaco Ludwig von Mises (1881-1973), el alemán Walter Eucken (1891-1950), el húngaro Michael Polanyi (1891-1976), el británico Lionel Robbins (1898-1984) y el estadounidense Milton Friedman (1912-2006), además del filósofo estadounidense Walter Lippman (1889-1974) y el austríaco Karl Popper (1902-1994). Allí se fundó la Sociedad de Mont Pélerin, una suerte de “franco masonería neoliberal” -según Anderson- altamente dedicada y organizada, con reuniones internacionales cada dos años. Su propósito era combatir el keynesianismo y el solidarismo (el sistema de ordenamiento social contrapuesto al individualismo), y preparar las bases de otro tipo de capitalismo, duro y libre de reglas para el futuro. Para los allí presentes, los viejos principios liberales debían revisarse en su totalidad dado que en los últimos cien años la ciencia había sufrido una revolución completa, por lo que era preciso buscar otros fundamentos sociológicos y económicos a la doctrina liberal. Nacía así, en los hechos, el neoliberalismo.
Ya en 1919, tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, von Mises había publicado “Nation, Staat und Wirtschaft” (Nación, Estado y Economía), obra en la que realizó un análisis sobre el materialismo y el cálculo económico en la sociedad socialista. También se explayó sobre el rol de las matemáticas en la economía, el “laissez-faire”, la educación, los empresarios y el nacionalismo a la vez que planteó lo perjudicial que era la intervención gubernamental en la economía lo que, según su teoría, por lo general llevaba a un resultado distinto al natural y, por esto, muchas veces perjudicial para la sociedad ya que generaba caos en el largo plazo. “El liberal clásico -escribió- defiende la propiedad privada y la economía de libre mercado precisamente porque es el único sistema de cooperación social que brinda una amplia laxitud para la libertad y de libre elección para todos los miembros de la sociedad, al tiempo que genera los medios institucionales para coordinar las acciones de miles de millones de personas, de la forma económicamente más racional”.
Tres años después, el mencionado sociólogo y filósofo austríaco Max Adler calificó a la obra de von Mises como “el neoliberalismo más nuevo y más celoso” en su ensayo “Die Staatsauffassung des marxismus” (El concepto de Estado del marxismo), a la vez que redactó un código de ética socialista en el cual introdujo el término “neuer mensch” (hombre nuevo), una propuesta que consideró incompatible con el Estado capitalista caracterizado como un Estado de clase. La tarea del socialismo era educar a la clase trabajadora con el fin de lograr la hegemonía cultural, para llegar así a convertirse en un “hombre nuevo”. Fue en esta obra que se acuñó por primera vez el término “neoliberalismo”.


Con la crisis del año 1929 en Estados Unidos, el encumbramiento del estalinismo en la Unión Soviética, el ascenso del fascismo en Italia y el nazismo en Alemania de por medio, el sociólogo y economista alemán Alexander Rüstow (1885-1963) escribió “Ortsbestimmung der gegenwart” (Libertad y dominación), obra en la que volvió a utilizar el término “neoliberalismo” no peyorativamente como lo había hecho Adler, sino como una estrategia que permitiese encontrar nuevas vías entre el liberalismo y la planificación económica por parte del Estado, ya que consideraba que el liberalismo clásico y la economía “laissez faire” habían fracasado. Para la renovación del liberalismo partió de la convicción de que los mercados no eran naturales ni se creaban y se mantenían por sí mismos, sino que necesitaban al Estado para formarlos, para garantizar su funcionamiento, pero sobre todo para protegerlos de los impulsos colectivistas de todo tipo. Además consolidó la idea de que la libertad económica debía tener prioridad sobre las libertades políticas para poner al mercado a salvo de las tentaciones totalitarias de la democracia, y que lo privado era siempre, técnica y moralmente, superior a lo público. Fue Rüstow quien propuso que este programa se llamase neoliberalismo.
Simultáneamente a que las ideas neoliberales comenzaran a expandirse con el aporte fundamental del citado economista estadounidense Milton Friedman con obras como “Capitalism and freedom” (Capitalismo y libertad) o “Essays in positive economics” (Ensayos sobre economía positiva), el sistema económico liberal era objeto de diversas críticas. Algunas de las más notables provinieron de miembros de la renombrada Escuela de Frankfurt, un centro de investigación que reunió a una serie de filósofos para analizar, desde un punto de vista crítico, los aspectos sociales, políticos, culturales y económicos de las sociedades industriales desarrolladas. Frente a la optimista visión neoliberal de la existencia de un mercado autónomo, el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas (1929), uno de los integrantes de la llamada Segunda Generación de la Escuela de Frankfurt, consideraba que, para sobrevivir después de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo necesitó introducir la regulación estatal. A este modelo lo llamó “capitalismo tardío”, un sistema que organiza el mercado utilizando al Estado como un mecanismo más. Así, los beneficios son adjudicados al mercado y las pérdidas son asumidas por el Estado, convirtiéndose éste de esa manera en un mecanismo de equilibrio económico y social. Para la antropóloga estadounidense Sherry Ortner (1941) no habría entonces una distinción contundente entre el capitalismo tardío y el neoliberalismo. En su ensayo “About neoliberalism” (Sobre el neoliberalismo) expresó que, en diversos sentidos “el neoliberalismo es simplemente el capitalismo tardío llevado a sus extremos”.


En “Legitimitätsprobleme im spätkapitalismus” (Problemas de legitimación en el capitalismo tardío), Habermas apunta que existen dos transformaciones centrales en el capitalismo tardío: el proceso de concentración de empresas, esto es, el  nacimiento de corporaciones nacionales y multinacionales que deviene en la formación de estructuras oligopólicas, y el incremento de la participación estatal en el ámbito de la economía a través de diversas formas de planificación general buscando atender la creciente necesidad de remediar las fallas funcionales del mercado y sus crisis recurrentes. “El Estado interviene -manifiesta- en el proceso de acumulación de capital, elevando la productividad del trabajo, mejorando infraestructuras, otorgando créditos y subvenciones, regulando precios, estabilizando la moneda, equilibrando el comercio exterior, invirtiendo en ciencia y en educación, transporte, salud, comunicación, planificación urbana, entre otros. En el cumplimiento de sus tareas, el Estado no sólo debe favorecer, regular y administrar el crecimiento económico, sino que también debe ser capaz de mantener un nivel adecuado de lealtad de las masas, de aprobación social, de legitimidad. Exigencia que se ve acrecentada por la politización de las relaciones de mercado que promueve el mismo Estado”.
Poco antes de que finalizara la Segunda Guerra Mundial, en 1944, dos miembros de la Primera Generación de la Escuela de Frankfurt escribieron en coautoría “Dialektik der Aufklärung” (Dialéctica de la Ilustración). Se trata de los filósofos y sociólogos alemanes Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903-1969), quienes en el prefacio del ensayo revelaron que “lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género de barbarie”. Y en el capítulo titulado “Massengesellschaft” (Sociedad de masas) aseveran que “el aparato económico adjudica automáticamente a las mercancías valores que deciden el comportamiento de los hombres. A través de las innumerables agencias de la producción de masas y de su cultura, se inculcan al individuo los estilos obligados de conducta, presentándolos como los únicos naturales, decorosos y razonables. El individuo queda cada vez más determinado como cosa, como elemento estadístico, como ‘éxito o fracaso’. Su criterio es la autoconservación, el adecuamiento logrado o no a la objetividad de su función y a los módulos que le han sido fijados. La condena natural de los hombres es hoy inseparable del progreso social. El aumento de la producción económica que engendra por un lado las condiciones para un mundo más justo, procura por otro lado al aparato técnico y a los grupos sociales que disponen de él una inmensa superioridad sobre el resto de la población. El individuo se ve reducido a cero frente a las potencias económicas”.
A su vez, ese mismo año el antropólogo y economista austrohúngaro Karl Polanyi (1886-1964) publicó “The great transformation” (La gran transformación), obra en la que expresó sus conclusiones respecto al fracaso de lo que consideraba la utopía del liberalismo económico y su pretensión de edificar una sociedad a partir de un mercado autorregulado, y expuso sus ideas en torno al cooperativismo y la economía solidaria proponiendo un modelo de asociaciones entre productores y consumidores que determinaran conjunta y democráticamente la distribución de los recursos comunes. Polanyi consideraba que la teoría económica debía estudiar los sistemas económicos (producción, distribución y consumo) de las sociedades humanas y no sólo enfocarse en el mercado o el sistema de precios. “La economía liberal -escribió- orientó nuestros ideales en una falsa dirección. La idea de un mercado que se regula a sí mismo es una idea puramente utópica. Una institución como ésta no podría existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto”.


Y añadió: “Una economía de mercado debe comprender todos los elementos de la industria, incluidos la mano de obra, la tierra y el dinero. Pero la mano de obra y la tierra no son otra cosa que los seres humanos mismos, de los que se compone toda la sociedad, y el ambiente natural en el que existe tal sociedad. Cuando se incluyen tales elementos en el mecanismo de mercado, se subordina la sustancia misma de la sociedad a las leyes del mercado. El trabajo es sólo otro nombre para una actividad que va unida a la vida misma, la que a su vez no se produce para la venta sino por razones enteramente diferentes, ni puede separarse esa actividad del resto de la vida, almacenarse o movilizarse. La Tierra es otro nombre de la Naturaleza, que no ha sido producida por el hombre; por último, el dinero es sólo un símbolo del poder de compra que por regla general no se produce sino que surge a través del mecanismo de la banca o de las finanzas estatales. Ninguno de estos elementos se produce para la venta. La descripción de la mano de obra, la tierra y el dinero como mercancías -como lo requiere el sistema capitalista liberal a ultranza, que excluye por ello siempre la legitimidad de acción del Estado- es enteramente falsa”.
En una sociedad liberal, observó, el significado de la libertad se convierte en algo contradictorio y tenso. En su opinión, había dos tipos de libertad, una buena y otra mala. Dentro del primer grupo citaba “la libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad de reunión, la libertad de asociación, la libertad para elegir el propio trabajo”. Y en el segundo grupo incluía “la libertad para explotar a los iguales, la libertad para obtener ganancias desmesuradas sin prestar un servicio conmensurable a la comunidad, la libertad de impedir que las innovaciones tecnológicas sean utilizadas con una finalidad pública, la libertad para beneficiarse de calamidades públicas tramadas secretamente para obtener una ventaja privada”. El utopismo neoliberal estaba destinado, en su opinión, a verse frustrado por el autoritarismo o incluso por el neofascismo. Las buenas libertades desaparecen y las malas toman el poder.
Como puede observarse, no fueron pocas las críticas -todas ellas bien fundamentadas- que recibió el liberalismo de posguerra que sentaría las bases para desarrollo del neoliberalismo, el sistema económico que se expandiría prácticamente a todo el mundo hacia fines del siglo XX privilegiando, ante todo, la preeminencia del principio de propiedad privada y la libertad individual, y dándole una importancia secundaria a cuestiones sociales como la pobreza y la desigualdad. Para sus ideólogos, la desigualdad social era una cuestión inherente al sistema económico. El mercado le garantiza a los individuos la libertad de aprovechar al máximo los recursos que están a su disposición, siempre que no interfieran con la libertad de los demás de hacer lo mismo, pero no garantiza que todos tendrán los mismos recursos, por lo que no puede evitarse una gran disparidad en la distribución de la riqueza y los ingresos.
A todo esto, unos 60 millones de personas -dos tercios de ellas civiles- habían muerto a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. A su término, Estados Unidos se colocó a la cabeza de la economía mundial; era el único país acreedor de cierta importancia y además, su territorio no había sufrido la devastación bélica de los otros países aliados. Sin embargo, en 1949 se produjo una recesión económica, la primera recesión grave desde el final de la guerra, la cual generó que 4 millones 500 mil personas quedaran desocupadas. Al respecto, el filósofo y politólogo estadounidense Noam Chomsky (1928) señaló en “Deterring democracy” (El miedo a la democracia): “A fines de los años ‘40 se hizo patente que el país avanzaba hacia un declive económico. Los círculos empresarios fueron partidarios de apelar una vez más al poder del Estado para salvar la empresa privada. Prefirieron más que el gasto social la alternativa militar, por razones de poder y por los privilegios, y no por racionalidad económica”.


“En 1948 -continúa Chomsky-, cuando hubo los primeros síntomas de una recesión, el gasto de la Guerra Fría fue considerado la fórmula mágica para una buena época. Se quería un continuo aumento del gasto militar que obligara a un cambio en el gasto social para, de esa manera, mantener el estímulo económico. Este tipo de política industrial no tenía los indeseables defectos colaterales del gasto social dirigido a las necesidades humanas. El público se preocupaba por los hospitales, las carreteras, los vecindarios y cosas por el estilo, pero no tenía opinión sobre la elección de misiles y aviones bombarderos de alta tecnología”.
Un parecer semejante manifestó el economista estadounidense Paul Sweezy (1910-2004) en su obra “The present as history” (El presente como historia): “En los últimos veinte años (1929-1949) el capitalismo norteamericano no ha sido capaz de alcanzar un alto nivel de producción y empleo sin acudir a enormes gastos bélicos por parte del gobierno federal. Hay otras formas de gasto público para provocar expansión, sin embargo, en el capitalismo el poder económico y político está en manos de la clase capitalista, y la única forma de gasto público masivo para esta clase es aquel cuyo objetivo es la expansión imperialista y la preparación bélica. La reforma liberal estimula con obras públicas, empleo, mayor consumo, pero esto implica distribución de la renta que favorece a los más pobres, las inversiones bélicas, en cambio, no están sujetas a ninguno de estos inconvenientes. Los capitalistas confían en el imperialismo y en el militarismo para mantener el sistema de que se benefician”.
Una reducción de impuestos que favoreció a los grandes capitales y que, en parte auspició el consumo, contuvo parcialmente la recesión, pero el mayor factor de influencia fue el incremento del gasto estatal en armamentos al comienzo de la guerra de Corea, país que había sido dividido en dos partes en la Conferencia de Yalta llevada adelante en febrero de 1945 por los presidentes de Gran Bretaña, la Unión Soviética y Estados Unidos. Durante el encuentro, estos dos últimos establecieron en cada zona de ocupación un gobierno aliado los que, a su vez, demandaban autoridad total sobre el país. El Sur quedó bajo la influencia estadounidense mientras que el Norte quedó a cargo de los soviéticos hasta que, como era previsible, en el verano de 1950 estalló la guerra. El conflicto duró tres años e incluyó la intervención china para apoyar a los norcoreanos. Finalmente, Estados Unidos celebró un acuerdo con la Unión Soviética para que cada uno de los rivales volviera a las fronteras del Paralelo 38 establecidas en Yalta. China aceptó este acuerdo sin haber participado en la negociación. Las fuerzas estadounidenses habían utilizado en el combate armas biológicas (napalm) y empleado 5 millones 700 mil soldados entre hombres y mujeres, de los cuales murieron 34 mil.

26 de marzo de 2022

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XII. Crisis económica de posguerra / El nacimiento del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional

Según afirmaba el historiador británico Alan Milward (1935-2010) en “War, economy and society. 1939-1945” (Guerra, economía y sociedad. 1939-1945), “las pérdidas ocasionadas por la guerra son literalmente incalculables y es imposible incluso realizar estimaciones aproximadas, pues a diferencia de lo ocurrido en la Primera Guerra Mundial, las bajas civiles fueron tan importantes como las militares, y las peores matanzas se produjeron en zonas o en lugares en que no había nadie que pudiera registrarlas o que se preocupara de hacerlo. Según las estimaciones, las muertes causadas directamente por la guerra fueron de tres a cinco veces superiores a las de la Primera Guerra Mundial y supusieron entre el 10 y el 20 % de la población total de la Unión Soviética, Polonia y Yugoslavia y entre el 4 y el 6 % de la población de Alemania, Italia, Austria, Hungría, Japón y China. En Francia y Gran Bretaña el número de bajas fue muy inferior al de la Primera Guerra Mundial -en torno al 1 % de la población-, pero en los Estados Unidos fueron algo más elevadas”.
“De cualquier forma -se pregunta el susodicho Eric Hobsbawm en su “Historia del siglo XX”-, ¿qué importancia tiene la exactitud estadística cuando se manejan cifras tan astronómicas? ¿Acaso el horror del holocausto sería menor si los historiadores llegaran a la conclusión de que la guerra no exterminó a 6 millones de personas sino a 5 o incluso a 4 millones? ¿Qué importancia tiene que en el asedio al que los alemanes sometieron a Leningrado durante 900 días (1941-1944) murieran un millón de personas por efecto del hambre y el agotamiento o tan sólo 750.000 o medio millón de personas? ¿Es posible captar el significado real de las cifras más allá de la realidad que se ofrece a la intuición? El único hecho seguro respecto a las bajas causadas por la guerra es que murieron más hombres que mujeres. En la URSS, todavía en 1959, por cada siete mujeres comprendidas entre los 35 y 50 años había solamente cuatro hombres de la misma edad. Una vez terminada la guerra fue más fácil la reconstrucción de los edificios que la de las vidas de los seres humanos”.
Ciertamente la guerra tuvo efectos nocivos sobre la economía mundial. En los países europeos hubo daños considerables en toda la infraestructura productiva, sobre todo en los transportes, las fábricas y los campos de cultivo, a lo que hay que sumarle la disminución de la población activa, la escasez de materias primas y que la industria que permaneció en pie contaba con maquinaria obsoleta. Sin embargo, fuera de Europa la guerra había generado algunos efectos positivos. América Latina, Asia y Oceanía vieron favorecidas sus industrias locales por el aumento de la producción de alimentos, materias primas y bienes manufacturados. Pero, sin dudas, fue en la economía de Estados Unidos donde la guerra tuvo los mayores efectos positivos. Mientras durante el conflicto bélico la mitad de su capacidad industrial se dedicaba a la producción de armamentos, tan sólo dos años después la había reconvertido en productora de bienes y servicios.


Los factores que beneficiaron a Estados Unidos fueron su alejamiento del escenario central de la guerra, su condición de principal proveedor de arsenal a sus aliados y la capacidad de su economía para organizar la expansión de la producción más eficazmente que ninguna otra. En este aspecto mucho tuvo que ver la adecuada planificación estatal basada en programas de formación profesional dirigidos al antiguo personal militar, al desarrollo de la ciencia y la tecnología, y a las inversiones en equipos e instalaciones. Esto generó un veloz incremento del consumo privado y la exportación de bienes y servicios, lo que hizo que alcanzase un extraordinario índice de crecimiento  del producto bruto interno en torno al 10% anual, el ritmo más rápido de su historia hasta ese momento. Además, la economía estadounidense alcanzó una situación de predominio mundial durante casi todo el siglo XX.
Al término del conflicto las viejas potencias europeas -Alemania, Inglaterra y Francia- habían perdido definitivamente el liderazgo económico. Estados Unidos se convirtió en el mayor proveedor de productos manufacturados a los aliados, a quienes había concedido importantes sumas de dinero en forma de créditos. En 1945 era acreedor de la mayoría de los Estados y controlaba dos tercios del total de las reservas mundiales de oro. Su hegemonía como potencia industrial, financiera y agraria se impuso sin discusión; en el nuevo orden mundial geopolítico, económico y social, asumió el papel de líder. Tras la convención que a mediados del año anterior se realizó en la localidad de Bretton Woods en New Hampshire, a la que asistieron representantes de cuarenta y cuatro países incluyendo la Unión Soviética, se encargó de dirigir la creación de las instituciones que en materia económica serían las encargadas de la reconstrucción y el ordenamiento de las relaciones económicas internacionales: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Además, por sugerencia del Secretario Adjunto del Tesoro Harry Dexter White (1892-1948), el dólar se convirtió en la divisa del comercio mundial.
En lo concerniente al aspecto laboral, la guerra supuso que millones de hombres dejasen sus trabajos en las fábricas para marchar al frente, con lo que muchas mujeres ocuparon sus puestos. Mujeres a las que les había sido imposible encontrar un trabajo durante la Gran Depresión consiguieron un empleo en la industria norteamericana. Si bien los salarios de los norteamericanos aumentaron en mayor proporción que el costo de vida, el país no estuvo exento de conflictos sociales. Tal como lo cuenta el historiador estadounidense William H. Chafe (1942) en “The unfinished journey. America since World War II” (El viaje inacabado. Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial), “aún con la prosperidad de la era de la posguerra, una minoría significativa de los estadounidenses continuaba viviendo en la pobreza hacia finales de los ‘50. En 1947 entre un quinto y un cuarto de la población no podía sobrevivir con el ingreso que obtenía. La generación mayor de los estadounidenses no se benefició tanto con el auge económico de la posguerra, especialmente porque muchos no se habían podido recuperar financieramente de la pérdida de sus ahorros durante la Gran Depresión. Muchos obreros continuaron viviendo en la pobreza. El 60% de las familias negras vivían por debajo del nivel de pobreza comparado con el 23% de las familias blancas”.


Como quiera que fuese, al término de la guerra en el mundo occidental imperaba la creencia de que la era de las catástrofes no se había acabado en modo alguno; que el futuro del capitalismo mundial y de la sociedad liberal distaba mucho de estar garantizado. La mayoría de los observadores esperaba una crisis económica de posguerra grave incluso en los Estados Unidos, algo semejante a lo que había sucedido tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Sobre esa cuestión, en 1943 se publicó en Estados Unidos “Postwar economic problems” (Problemas económicos de la posguerra), una colección de ensayos de varios autores, entre ellos el economista estadounidense de la escuela keynesiana Paul Samuelson (1915-2009). En el texto de su autoría, titulado “Full employment after the war” (Pleno empleo después de la guerra), habló de la posibilidad de que se diera en los Estados Unidos “el período más grande de desempleo y de dislocación de la industria al que jamás se haya enfrentado economía alguna”. De hecho, tal como lo mencionó el historiador estadounidense Gabriel Kolko (1932-2014) en “The politics of war. The world and United States foreign policy” (Las políticas de guerra. El mundo y la política exterior de Estados Unidos), los planes del gobierno de los Estados Unidos para la posguerra “se dirigían mucho más a evitar otra Gran Depresión que a evitar otra guerra, algo a lo que Washington había dedicado poca atención antes de la victoria”.
De todas maneras el capitalismo y la democracia liberal protagonizaron un regreso triunfante a partir de 1945. Esto a pesar del notable y creciente desequilibrio en la economía internacional como consecuencia de la asimetría existente entre el nivel de desarrollo de los Estados Unidos y el del resto del mundo. Ya en 1920, cuando había finalizado la Primera Guerra Mundial, el citado Keynes argumentaba en “The economic consequences of the peace” (Las consecuencias económicas de la paz) que si no se reconstruía la economía europea, “la restauración de una civilización y una economía liberal estables será imposible”. Esta conjetura resultaría vital al término de la Segunda Guerra Mundial, a tal punto que el Secretario de Estado norteamericano George Marshall (1880-1959) propuso en 1947 un plan oficialmente llamado European Recovery Program (Programa de Recuperación Europea) declarando que su país iba a hacer todo lo necesario para garantizar la salud económica de Europa, “sin la cual no puede haber ni estabilidad política ni paz asegurada”.
El “Plan Marshall” -así se lo conocería usualmente- se puso en marcha en 1948 impulsado por el presidente Harry Truman (1884-1972), el mismo que tres años antes había ordenado el uso de armas atómicas contra Japón. En virtud de este plan, Estados Unidos ofreció asistencia técnica y administrativa a los países europeos, así como 13 mil millones de dólares para reactivar sus economías. En un inicio, esta ayuda consistió en el envío de alimentos, combustible y maquinaria, y más tarde en inversiones en industria y préstamos a bajo interés. Los dos países que más asignaciones recibieron fueron Inglaterra y Francia. Italia y Alemania también recibieron importantes ayudas, a pesar de que habían sido enemigas de Estados Unidos durante la guerra. Durante los años siguientes varios países recibieron también la ayuda, entre otros Austria, Grecia, Bélgica, Dinamarca y Portugal.


El plan tuvo efectos tanto económicos y sociales como geopolíticos. En cuanto a los efectos económicos, dio los resultados que se perseguían ya que se produjo una rápida recuperación económica de los países que se beneficiaron del plan, lo que los llevó a participar en la economía de mercado junto a los Estados Unidos. En cambio en el plano social los efectos no fueron tan buenos ya que las condiciones de recuperación económica que Estados Unidos impuso a los beneficiarios del plan incluían un saneamiento económico y una política estricta para la inversión de capital, lo cual limitó los gastos sociales y, con ello, las asistencias y ayudas a los más desfavorecidos. Pero el resultado más visible fue el de las consecuencias geopolíticas ya que provocó la división del mundo en dos bloques: los países que dependían de Estados Unidos y los que dependían de la Unión Soviética, dando así inicio a lo que se conoció como “Guerra Fría”, un “telón de acero” -como se lo llamó- que dividió a Europa durante más de cuarenta años.
“La singularidad de la Guerra Fría -explica Hobsbawm en uno de los capítulos de la mencionada ‘Historia del siglo XX’- estribaba en que, objetivamente hablando, no había ningún peligro inminente de guerra mundial. Más aún: pese a la retórica apocalíptica de ambos bandos, sobre todo del lado norteamericano, los gobiernos de ambas superpotencias aceptaron el reparto global de fuerzas establecido al final de la Segunda Guerra Mundial, lo que suponía un equilibrio de poderes muy desigual pero indiscutido. La Unión Soviética dominaba o ejercía una influencia preponderante en una parte del globo: la zona ocupada por el Ejército Rojo y otras fuerzas armadas comunistas al final de la guerra, sin intentar extender más allá su esfera de influencia por la fuerza de las armas. Los Estados Unidos controlaban y dominaban el resto del mundo capitalista, además del hemisferio occidental y los océanos, asumiendo los restos de la vieja hegemonía imperial de las antiguas potencias coloniales. En contrapartida, no intervenían en la zona aceptada como de hegemonía soviética”.
No obstante la relevancia del Plan Marshall, para muchos historiadores y economistas, difícilmente podría exagerarse la importancia del papel jugado en la historia económica posterior a la Segunda Guerra Mundial por los acuerdos de Bretton Woods. En ese sentido se destaca la obra del especialista canadiense en economía política internacional Robert W. Cox (1926-2018). Notoriamente influido por las ideas de filósofos italianos como Nicolás Maquiavelo (1469-1527), Giambattista Vico (1668-1744), Benedetto Croce (1866-1952) e incluso Antonio Gramsci (1891-1937), en su obra “Production, power and world order. Social forces in the making of history” (Producción, poder y orden mundial. Fuerzas sociales en la creación de la historia) afirmaba que, efectivamente, los acuerdos de Bretton Woods “favorecieron la vigorosa resurrección de las ideas liberales abandonadas en el fragor de la Gran Depresión. Se trató de un ‘régimen económico’ internacional establecido a finales de la Segunda Guerra Mundial, un régimen que establecía unas reglas del juego inspiradas en la doctrina del liberalismo económico para un mundo que, pese a estas exhortaciones, las violaba impunemente con el proteccionismo y el neoproteccionismo, con los fabulosos déficits fiscales y con las políticas migratorias restrictivas”.


También el sociólogo y politólogo argentino Atilio Boron (1943) se refirió a esos acuerdos en su ensayo “La sociedad civil después del diluvio neoliberal”, en el cual consolidó la idea de que los mismos sirvieron para acordar los lineamientos del “liberalismo global” que habría de prevalecer al emergente orden mundial de posguerra. “La premisa subyacente -explica- era que el proteccionismo comercial había sido el gran culpable de las tragedias ocurridas en los convulsionados treinta años que siguieron al estallido de la Primera Guerra Mundial. En consecuencia, buena parte de las deliberaciones estuvo dedicada a identificar mecanismos que asegurasen el predominio del libre comercio y la eliminación de todo vestigio de proteccionismo; el financiamiento externo de países agobiados por problemas de corto plazo, y la aprobación de un conjunto de políticas dirigidas a hacer posible la reconstrucción y el desarrollo de las economías devastadas por la guerra”.
Puede decirse entonces que, mientras el Plan Marshall se desarrolló hasta 1952, los Acuerdos de Bretton Woods tuvieron vigencia hasta principios de la década de los  ‘70. Fueron años en los que, en el terreno de la economía mundial, el ascenso a la hegemonía internacional de Estados Unidos fue un hecho inocultable y, además, los que marcaron el desarrollo del neoliberalismo, la teoría económica cuyo texto de origen es “The road to serfdom” (Camino a la servidumbre) del economista austríaco Friedrich Hayek (1899-1992). El ensayo, escrito en 1944, fue una reacción teórica y política vehemente contra el Estado intervencionista, un ataque apasionado contra cualquier limitación de los mecanismos del mercado por parte del Estado, denunciados como una amenaza letal a la libertad no solamente económica sino también política.
En sus páginas, entre otros dictámenes, puede leerse: “No es practicable la idea de una comunidad de objetivos e intereses que abarque a todos los hombres. El colectivismo no tiene espacio para el amplio humanitarismo del liberalismo. (…) Cualquier política dirigida directamente a un ideal de justicia distributiva, es decir, a lo que alguien entienda como una distribución ‘más justa’, tiene necesariamente que conducir a la destrucción del imperio de la ley porque, para poder producir el mismo resultado en personas diferentes, sería necesario tratarlas de forma diferente. Y entonces, ¿cómo podría haber leyes generales? (…) Los moralistas que enarbolan las banderas de la ‘justicia social’ deben recordar que la moral es necesariamente un fenómeno individual. Sólo puede existir en la esfera en que el individuo es libre de optar por sí mismo, de decidir si sacrificar alguna ventaja material a una regla moral. Fuera de la esfera de la responsabilidad individual no existe ni bien ni mal, ni oportunidad de mérito moral. (…) El individualismo se ha convertido en una mala palabra y se le ha querido hacer sinónimo de mezquindad y de egoísmo. Esto es completamente erróneo. El individualismo es el opuesto del socialismo, el fascismo y las demás formas de colectivismo. Los rasgos esenciales del individualismo se han derivado de elementos cristianos y de la filosofía de la antigüedad clásica que se cristalizaron por primera vez en el Renacimiento, y que se siguieron desarrollando en lo que conocemos hoy como la civilización occidental”.

20 de marzo de 2022

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XI. La Segunda Guerra Mundial / Grandes masacres

Sobre los orígenes de la Segunda Guerra Mundial dice Hobsbawm: “Con muy raras excepciones, ningún historiador sensato ha puesto nunca en duda que Alemania, Japón y (menos claramente) Italia fueron los agresores. Los países que se vieron arrastrados a la guerra contra los tres antes citados, ya fueran capitalistas o socialistas, no deseaban la guerra y la mayor parte de ellos hicieron cuanto estuvo en su mano para evitarla. Si se pregunta quién o qué causó la Segunda Guerra Mundial, se puede responder con toda contundencia: Adolf Hitler. La situación internacional creada por la Primera Guerra Mundial era intrínsecamente inestable, especialmente en Europa, pero también en el Extremo Oriente y, por consiguiente, no se creía que la paz pudiera ser duradera. La insatisfacción por el ‘statu quo’ no la manifestaban sólo los Estados derrotados, aunque éstos, especialmente Alemania, creían tener motivos sobrados para el resentimiento, como así era. Todos los partidos alemanes, desde los comunistas en la extrema izquierda hasta los nacionalsocialistas de la extrema derecha, coincidían en condenar el Tratado de Versalles como injusto e inaceptable”.
El Tratado de Versalles fue un tratado de paz firmado el 28 de junio de 1919 entre los dignatarios de los países aliados y Alemania en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, el cual puso fin formalmente a la Primera Guerra Mundial y, al mismo tiempo, sentó las bases de la Segunda Guerra Mundial. Aunque fue precedido de una conferencia de paz que duró más de un año, no gustó demasiado a ninguno de los países firmantes, sobre todo a Alemania a la que se hizo responsable moral y materialmente de haber causado la guerra. El documento, que entró en vigencia el 10 de enero de 1920, quitó a Alemania el 13% de su territorio y una décima parte de su población. La región de Renania fue ocupada y desmilitarizada. El ejército alemán quedó reducido a 100 mil hombres y se prohibió que el país reclutase soldados. Se confiscó la mayor parte de sus armas y su armada se quedó sin grandes buques. Además le exigió a Alemania a pagar exorbitantes indemnizaciones económicas a los Estados victoriosos. Este tratado supuso una bofetada para Alemania, cuyos residentes consideraron la famosa cláusula de “culpabilidad de la guerra” una humillación.


Si se analizan los motivos que promovieron la guerra desde un punto de vista económico, puede decirse que los gobiernos de Alemania y Japón hicieron una elección deliberada del conflicto armado, convencidos de que éste podría servirles para solucionar los problemas económicos que venían arrastrando. Ya antes del inicio de las hostilidades, el gobierno nacionalsocialista alemán había elevado el gasto militar para el rearme como base de su política económica e implementado el control de precios y salarios, del comercio interior y exterior y del tipo de cambio para mantener altos niveles de producción y de empleo. En cuanto a Japón, desde los años '30 la mitad de su producción nacional estaba concentrada en la fabricación de armamento de guerra.
En el caso específico de Alemania, desde que Hitler -líder del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán)- fue nombrado Canciller Imperial en 1933, se pusieron en práctica dos doctrinas: la de la “grossraumwirtschaft” (economía a gran escala) y la del “lebensraum” (espacio vital). La tesis de la “grossraumwirtschaft” buscaba un nuevo orden económico de tipo autárquico, para lo cual era necesaria una política expansionista con el fin de lograr la autosuficiencia económica. En cuanto a la tesis del “lebensraum”, su aplicación implicó buscar la ampliación del territorio de Alemania y conformar un área suficientemente grande para permitirle desempeñar su liderazgo económico en Europa. El término fue acuñado por el geógrafo alemán Friedrich Ratzel (1844-1904) para establecer una relación entre espacio y población, asegurando que la existencia de un Estado quedaba garantizada cuando dispusiera del suficiente espacio para atender a las necesidades de la misma.
El nazismo sostenía que la crisis mundial desencadenada en 1929 había puesto punto final a la etapa de desarrollo económico basado en el capitalismo liberal y en el comercio internacional. Los Estados nacionales como unidad económica debían ser reemplazados por grandes áreas geográfico-económicas. Estas grandes áreas proporcionarían un mercado más amplio que podría ser satisfecho, aún en una era de depresión, con sus propios recursos y potencial productivo. De esta manera, el empleo y el ingreso ya no dependerían del comercio internacional sino de la reordenación del mapa mundial en áreas económicas de mayor tamaño, tal como se habían constituido los Estados Unidos y la Unión Soviética. La idea era que Alemania, con la conquista de algunos territorios, se convirtiese en el centro manufacturero y de desarrollo de una tercera gran área económica, en tanto que la periferia suministraría materias primas y alimentos.


Hobsbawm sostiene en la obra mencionada que “si no se hubiera producido la crisis económica no habría existido Hitler y, casi con toda seguridad, tampoco Roosevelt. Además, difícilmente el sistema soviético habría sido considerado como un antagonista económico del capitalismo mundial y una alternativa al mismo. Las consecuencias de la crisis económica en el mundo no europeo, o no occidental, fueron verdaderamente dramáticas. Por decirlo en pocas palabras, el mundo de la segunda mitad del siglo XX es incomprensible sin entender el impacto de esta catástrofe económica”. En ese sentido es lícito recordar que a los burócratas del gobierno nacionalsocialista de Alemania no les gustaba el sistema de libre mercado. Lo despreciaban como capitalista, plutocrático, burgués, occidental y judío, y lamentaban el hecho de que el sistema de libre empresa hubiera incorporado a Alemania a la división internacional del trabajo.
En “To hell and back. Europe 1914-1949” (Descenso a los infiernos. Europa 1914-1949), el historiador británico Ian Kershaw (1943) escribió: “Es muy difícil realizar un análisis racional del fenómeno del nazismo. Bajo la dirección de un líder que hablaba en tono apocalíptico de conceptos tales como el poder o la destrucción del mundo, y de un régimen sustentado en la repulsiva ideología del odio racial, uno de los países cultural y económicamente más avanzados de Europa planificó la guerra, desencadenó una conflagración mundial que se cobró las vidas de casi cincuenta millones de personas y perpetró atrocidades de una naturaleza y una escala que desafían los límites de la imaginación”.
En efecto, Hitler siempre había alentado la convicción de que, en determinadas etapas de su programa, la guerra era inevitable. Pero a toda costa deseaba evitar la guerra general e ilimitada de desgaste y agotamiento que Alemania había sufrido durante la Primera Guerra Mundial. Alentaba el propósito de retornar a la “blitzkrieg” (guerra relámpago) que Otto von Bismarck (1815-1898) había utilizado para la conformación del Imperio alemán durante las décadas de los ‘60 y ’70 del siglo XIX. El hecho de que, desde que tomara el poder, estuviese equipando y entrenando a su ejército evidentemente constituía una parte integral de su filosofía expansionista.
“A su juicio -narra el historiador británico Paul Johnson (1928) en “Modern times” (Tiempos modernos)-, ni la economía ni el pueblo alemán podían soportar más que campañas breves y duras, de potencia e intensidad abrumadoras, pero de duración muy limitada. La última de estas guerras relámpago sería la decisiva contra Rusia; después, ya en condiciones de explotar un dilatado imperio eurasiático, Alemania podía acrecentar su fuerza para mantener un conflicto prolongado y global. Pero hasta que tal cosa sucediera, debía tratar de lidiar con un sólo enemigo por vez, y sobre todo evitar las campañas prolongadas en dos o más frentes importantes.
El resultado fue lo que él denominó en privado ‘un pacto con Satán para expulsar al demonio’. El 28 de abril de 1939, en su último discurso público importante, destrozó la retórica propuesta por Roosevelt de garantías de no agresión, y de hecho anunció que todos los pactos, tratados o supuestos previos, ahora carecían de valor. En adelante, su única guía estaría representada por los intereses del pueblo alemán, según él los entendía”.
De allí en adelante Alemania suscribió nuevos pactos. El primero de ellos fue el “Pacto de Acero” firmado el 22 de mayo de 1939 en Berlín entre Joachim von Ribbentrop (1893-1946) y Galeazzo Ciano (1903- 1944), ministros de Relaciones Exteriores de Alemania e Italia respectivamente. Mussolini reconocía, igual que Hitler, que el orden internacional finalmente se había desintegrado y que había comenzado el reinado de la fuerza. El siguiente se firmó en Moscú el 28 de setiembre del mismo año entre von Ribbentrop y el ministro soviético Vyacheslav Mólotov (1890-1986). El “Tratado Germano-Soviético de Fronteras y Amistad”, así se llamó, fue de hecho un protocolo de división de la Europa oriental. Alemania se quedaría con la mitad occidental de Polonia mientras que la Unión Soviética ocuparía la parte oriental además de Finlandia, Letonia, Estonia, Lituania y parte de Rumania. Este pacto fomentó también una ordinaria hipocresía. Stalin afirmó que Hitler era “un hombre genial, que como él se había elevado de la nada”. En tanto Hitler declaraba que Stalin había originado “una suerte de nacionalismo eslavo-moscovita”, despojando al bolchevismo de su “internacionalismo judío”. Por su parte Mussolini manifestaba que el bolchevismo estaba muerto ya que Stalin lo había remplazado por “una especie de fascismo eslavo”.


El caldo de cultivo para el estallido de la guerra iba tomando temperatura. Mientras tanto, en Alemania se torturaba y asesinaba a judíos en la docena de campos de concentración que ya se habían creado, y en Estados Unidos la organización xenófoba Ku Klux Klan linchaba a afroestadounidenses. Por otro lado, mientras en Alemania se censuraban las obras de escritores como Thomas Mann (1875-1955), Stefan Zweig (1881-1942), Berthold Brecht (1898-1956), Erich Maria Remarque (1898-1970) o Anna Seghers (1900-1983), quienes se vieron obligados a exiliarse para salvar sus vidas, en Estados Unidos grandes figuras de la literatura como Sinclair Lewis (1885-1951), William Faulkner (1897-1962), Ernest Hemingway (1899-1961), John Steinbeck (1902-1968) y Erskine Caldwell (1903-1987) “pintaban la vida norteamericana con un realismo y una esperanza que se asemejaba al naturalismo francés. Representaban una reacción contra el optimismo complaciente, el puritanismo y el sentimentalismo”, según apuntó el novelista y ensayista francés André Maurois (1885-1967) en su “Histoire des États-Unis” (Historia de los Estados Unidos).
Entretanto, en Perú nacía la Unión Revolucionaria, un partido político abiertamente fascista. A través de su órgano de prensa “La Batalla” manifestaba no sólo su oposición al liberalismo y al comunismo sino también proclamaba al sistema fascista como el necesario para el desarrollo del país. A su vez, en Chile se fundaba el Partido Nacional Fascista (PNF) durante cuya existencia, si bien fue bastante efímera, desarrolló campañas antijudías y mediante el semanario “La Patria” difundía consignas contrarias al liberalismo, la democracia y el comunismo. Cruzando la Cordillera de los Andes, el por entonces Agregado Militar de Argentina en Italia Juan D. Perón (1895-1974) declaraba que “hasta la ascensión de Mussolini al poder, la nación iba por un lado y el trabajador por otro, y este último no tenía ninguna participación en aquélla. Descubrí el resurgimiento de las corporaciones y las estudié a fondo. Empecé a descubrir que su evolución nos conduciría a una fórmula en la cual el pueblo tuviera participación activa y no fuera un ‘convidado de piedra’ de la comunidad. Al descubrir esto, pensé que en Alemania ocurría exactamente el mismo fenómeno con el Nacionalsocialismo, o sea, un Estado organizado para un pueblo perfectamente también organizado; una comunidad donde el Estado era el instrumento de ese pueblo, cuya representación era, a mi juicio, efectiva”. Poco después definió al fascismo como “un gran movimiento espiritual contemporáneo, lógica reacción contra un siglo de materialismo comunizante”.
Finalmente, la guerra comenzó el 1 de septiembre de 1939 con la invasión alemana a Polonia. Fue sólo el principio de una nefasta conflagración que se extendería hasta el 7 de mayo de 1945 en Europa, cuando las fuerzas alemanas se rindieron en Reims, Francia, y hasta el siguiente 2 de septiembre en Asia, cuando las autoridades de Japón firmaron el Acta de Rendición en Tokio. En sus inicios se enfrentaron las fuerzas armadas del Eje, constituido por Alemania, Italia y Japón, contra las de los Aliados, conformados en un principio por Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética. Luego, hasta 1944, al menos cincuenta naciones acabarían uniéndose a la alianza y trece más lo harían en 1945, entre ellas: Australia, Bélgica, Canadá, India, Checoslovaquia, Dinamarca, Francia, Grecia, Países Bajos, Noruega, Polonia, Filipinas y Yugoslavia.


Durante su desarrollo abundaron las traiciones, las delaciones, las conjuras, las defecciones y los contubernios a la par de las descomunales atrocidades cometidas por los contendientes de ambos bandos. “Cuando hablamos de atrocidades de la Segunda Guerra Mundial -cuenta el periodista e historiador barcelonés Jesús Hernández (1966) en “Grandes atrocidades de la Segunda Guerra Mundial”- acuden a nuestra cabeza los nombres de Auschwitz, Sobibor o Treblinka, en donde aquella conflagración que segó la vida de millones de personas inocentes se mostraría en todo su espeluznante horror. También provoca escalofríos conocer los detalles de lo ocurrido en Hiroshima o Nagasaki, cuando la humanidad se enfrentó por primera vez al apocalipsis atómico. Pero, desgraciadamente, son muchos más los nombres escritos con sangre en la historia del conflicto de 1939-1945”.
Efectivamente, los sucesos más conocidos son el exterminio de alrededor de seis millones de judíos y cientos de miles de gitanos, protestantes, homosexuales y personas con discapacidades mentales o físicas que murieron en los campos de concentración nazis; y el bombardeo atómico a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, el cual produjo que unas 100 mil personas murieron el día de la explosión -el 6 y 9 de agosto de 1945 respectivamente-, y que otras 200 mil murieran en las décadas posteriores debido a problemas de salud relacionados con la radiación. Ambas poblaciones quedaron prácticamente en ruinas. Hogares, escuelas, iglesias y hospitales fueron reducidos a escombros, mientras que el intenso calor generado por la radioactividadprodujo incendios que durante tres días devoraron grandes áreas alrededor de las ciudades.
Pero también se puede hablar de la brutal limpieza étnica que realizó Stalin en 1939 deportando a Siberia a miles de civiles polacos desde la región de Volinia en Ucrania. O la masacre del bosque de Katyn, una ciudad ubicada en Rusia occidental en la que la policía secreta soviética asesinó aproximadamente a 22 mil personas entre oficiales del ejército, policías, intelectuales y otros civiles polacos entre abril y mayo de 1940. O el asesinato masivo por las fuerzas soviéticas de la población civil de Khaibakh, un pueblo de Chechenia en 1944. Alrededor de 700 aldeanos, incluidos ancianos, mujeres embarazadas y niños, fueran encerrados en un establo al que le prendieron fuego con la intención de quemarlos vivos. Los que pudieron escapar del establo en llamas fueron fusilados. O la matanza de entre 100 y 150 mil personas cometida por los “einsatzgruppen” (grupos operativos) alemanes entre 1941 y 1943 en el barranco de Babi Yar en las afueras de Kiev. Entre las víctimas, además de judíos había gitanos, prisioneros de guerra soviéticos y simpatizantes comunistas. O la masacre de Oradour-sur-Glane, una ciudad emplazada en el departamento de Alto Vienne, Francia, en la que efectivos de un batallón del ejército nazi asesinó en 1944 a algo más de 640 civiles indefensos. Hombres, mujeres y niños fueron  ametrallados y luego quemados en la iglesia.
“Pero no sólo alemanes y soviéticos recurrieron a la violencia indiscriminada contra la población civil -asevera el citado Jesús Hernández-. Los aliados occidentales no pueden presentar un expediente impoluto en este terreno. A la campaña de bombardeos sobre las ciudades germanas, tan encarnizada como inefectiva, le costaría encontrar una justificación, dejando aparte las matanzas puntuales de prisioneros de guerra y civiles italianos cometidas por soldados norteamericanos en Sicilia, sobre las que se extendería un manto de silencio. Todos estos crímenes de guerra, y otros más, conforman el panorama del horror sin precedentes que supuso la Segunda Guerra Mundial, mostrando los límites a los que puede llegar el género humano cuando se entrecruzan el fanatismo, la crueldad, el odio y, en la mayoría de casos, la impunidad”.

19 de marzo de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

X. La Guerra Civil española / Dictaduras en Latinoamérica

El 17 y 18 de julio de 1936, las tropas militares españolas que se encontraban en África se alzaron contra el gobierno de la Segunda República. El golpe de Estado, llamado “Alzamiento Nacional” por los generales insurgentes, triunfó en algunas ciudades y encontró una encarnizada resistencia por parte de la población y de las fuerzas leales en otras. El levantamiento fracasó en Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao entre otras ciudades, lo que desató un conflicto armado con el fin de controlar toda España. La Guerra Civil entre el bando republicano que defendía al gobierno democrático y el bando nacional que lo quería derrocar se alargó hasta 1939. Mola se encargó de las regiones de Álava, Cantabria, Castilla-León, Galicia, La Rioja y Navarra, donde organizó una feroz represión que supuso alrededor de unos 30 mil fusilados. Su actuación culminó en Burgos el 3 de junio de 1937, cuando la niebla provocó que se estrellara su avión y encontrara la muerte.
Franco, ahora al mando absoluto de la sublevación, ante el temor de sufrir una derrota pidió ayuda a la Alemania nazi y a la Italia fascista. Gracias a su apoyo militar, Franco pudo transportar por aire a las tropas del Marruecos español a tierra firme para continuar su ataque a Madrid. Durante los tres años que duró el conflicto, Hitler y Mussolini proporcionaron apoyo militar crucial al Ejército Nacionalista Español. Aproximadamente 5 mil efectivos de la fuerza aérea alemana proporcionaron apoyo aéreo y llevaron a cabo bombardeos en las ciudades republicanas, entre ellos a la ciudad de Guernica en un ataque que mató a más de doscientos civiles. La Italia fascista, por su parte, suministró 75 mil soldados además de pilotos y aviones. Del otro lado, entre 35 y 40 mil voluntarios de más de cincuenta países se unieron a las Brigadas Internacionales para defender a la República.
Casi tres años después, el 1 de abril de 1939, el bando sublevado se hizo con la victoria y Franco pasó a concentrar todo el poder del Estado en su persona estableciendo un régimen dictatorial como “caudillo de España por la gracia de Dios”. A esa victoria le siguió una dura posguerra marcada por la destrucción del sector agropecuario, lo que afectó la cadena de producción y suministro de alimentos generando hambrunas y enfermedades en muchas regiones del país. La Guerra Civil fue el conflicto bélico más sangriento de la historia de España y dejó unas consecuencias devastadoras en todo el país: más de 600 mil muertos y más de 200 mil personas exiliadas a otros países. Como jefe nacional de la Falange Española Tradicionalista, el único partido político permitido durante su dictadura, Franco instauró un régimen de ideología nacional católica, totalitarista, centralista, antiliberal, antimarxista y, por lo menos en sus inicios, de carácter fascista.


En materia económica, la opción puesta en marcha por el franquismo fue la autarquía, una política económica basada en la búsqueda de la autosuficiencia económica con una significativa intervención del Estado. El gobierno fijó los precios agrícolas y obligó a los campesinos a entregar los excedentes de sus cosechas. Con el nacionalismo como motor ideológico, la intervención estatal no buscaba la sustitución del capitalismo sino complementar la iniciativa privada en los sectores donde la incierta rentabilidad no atraía a las conservadoras élites económicas. La base de la industrialización fue la concentración política de la élite financiera en torno al Estado, primero controlando el sistema crediticio y luego impulsando la industrialización bajo el estímulo del Instituto Nacional de Industria (INI), una entidad creada como un soporte institucional para promover el desarrollo de la industria en España. En este período se produjo un trasvase forzoso de capital desde el campo a la industria. Sin embargo, llegado a un determinado nivel, la política autárquica de este período apareció como un freno del desarrollo económico capitalista, dado que requería su integración en el mercado mundial. Así dadas las cosas, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, inició una tímida apertura a las inversiones extranjeras y comenzó a comprometerse con los principios del liberalismo occidental.
Entretanto, en América Latina surgieron también varias dictaduras. Hay que tener en cuenta que el liberalismo se había expandido por América desde finales del siglo XIX con algunos rasgos del “laissez faire”, creando y fortaleciendo de esa manera instituciones que articularon los nuevos tipos de relaciones sociales y económicas requeridas por el emergente capitalismo-periférico, y disciplinaron la cultura popular según los cánones hegemónicos del nuevo orden.
Una de las dictaduras instauradas por entonces fue la de Rafael Trujillo (1891-1961) en la República Dominicana, un dictador que gobernó su país como generalísimo del Ejército durante un período o valiéndose de presidentes títeres en otro desde 1930 hasta su asesinato en 1961.Sus treinta años de gobierno constituyeron una de las tiranías más sangrientas de América Latina. En 1937 ordenó a sus tropas la erradicación masiva de la población de origen haitiano que residía en el territorio dominicano, particularmente en las fincas agrícolas situadas a lo largo de la frontera entre ambos países. El operativo, que sería conocido como la “Masacre del perejil”, dejó un saldo de alrededor de 35 mil muertos. Durante su mandato aumentó enormemente la instalación de empresas norteamericanas y la economía experimentó cierta prosperidad.


Al año siguiente, 1931, Maximiliano Hernández Martínez (1882-1966) se convirtió en presidente de El Salvador, cargo al que accedió tras un golpe de Estado. Este dictador contaba con el apoyo y soporte de los terratenientes más importantes del país. En 1932 convocó a elecciones municipales y legislativas, las que ganó de forma fraudulenta y provocó que los indígenas y campesinos se levantaran en contra del gobierno. En poco tiempo, bajo las órdenes presidenciales, el ejército salvadoreño sofocó la revuelta y se instauró un estado de sitio. La insurrección acabó con la muerte de aproximadamente 25 mil indígenas. Farabundo Martí (1893-1932), líder de grupos estudiantiles y fundador del Partido Comunista Salvadoreño, fue fusilado, mientras que el líder indígena Feliciano Ama (1881-1932) fue linchado y ahorcado por fuerzas militares. Tras la matanza, los cadáveres fueron enterrados a poca profundidad y comidos por los cerdos y otros animales, provocando una contaminación que propagó focos de enfermedades entre los insurrectos que habían sobrevivido a la masacre. Fue así que el régimen dictatorial promovió el crecimiento económico basado en la expansión de las grandes fincas cafetaleras, beneficiando así a los terratenientes y la oligarquía.
En Uruguay, tras dirigir el golpe de Estado del 31 de marzo de 1933, con apoyo de la policía, los bomberos y la mayoría del Partido Nacional liderado por el liberal Luis Alberto de Herrera (1873-1959) así como sectores conservadores del Partido Colorado, Gabriel Terra (1873-1942) disolvió el Parlamento, censuró la prensa e instauró una política en beneficio de los intereses de la oligarquía industrial y ganadera. Si bien concedió algunos beneficios sociales, la alteración del orden constitucional por otro autoritario trajo aparejadas una serie de represiones discrecionales hacia los opositores. La intensa acción policial causó la muerte de cientos de antagonistas y obreros. En cuanto a las relaciones internacionales, el gobierno de Terra se caracterizó por sus estrechos vínculos con la Italia fascista y la Alemania nazi, e incluso por su abierto apoyo a la causa falangista en la Guerra Civil española.
Más tarde, Tiburcio Carías Andino (1876-1969), presidente de Honduras durante el periodo constitucional de 1932 a 1936, tras convocar elecciones para elegir a los miembros de una Asamblea Constituyente que modificara la Constitución para alargar el mandato presidencial de cuatro a seis años -unas elecciones que nunca llegaron a celebrarse-, se consolidó en el poder por medio de las armas y la represión. Pronto puso en práctica la teoría de que el “crimen útil” era necesario para la salud del Estado. Fue así que varios generales liberales que habían participado en un intento de evitar a toda costa su llegada a la presidencia en la insurrección que se conoció como “Revuelta de las traiciones”, fueron asesinados en Guatemala por agentes de los Servicios de Inteligencia de Tegucigalpa. Durante los dieciséis años que duró su dictadura se mantuvo fiel a los intereses de las empresas bananeras norteamericanas y, en lo concerniente a las reformas sociales, se opuso al sufragio femenino y no consintió la creación de sindicatos. Todos aquellos que discreparon con su forma de gobernar se vieron obligados a realizar trabajos forzados.


Y en 1937, con el pleno apoyo de Estados Unidos, Anastasio Somoza (1896-1956) perpetró un golpe de Estado y pasó a ocupar la presidencia de Nicaragua tras unas elecciones irregulares, consolidando su poder mediante la persecución política y la represión a través de la Guardia Nacional, un cuerpo miliar armado por el gobierno estadounidense. Desde diez años antes, el líder revolucionario Augusto César Sandino (1895-1934) había dirigido la resistencia contra el ejército de ocupación estadounidense en Nicaragua. Su lucha guerrillera logró que las tropas de los Estados Unidos salieran del país en 1933. Un año después, tras recibir órdenes desde la Embajada norteamericana, la Guardia Nacional lo asesinó. Luego de algunas vicisitudes, gracias a reformas constitucionales y pactos con la oposición, Somoza se mantuvo veinte años en el poder.
Como puede verse, todos estos golpes de Estado tuvieron un agente común: Estados Unidos. Resulta evidente que el fácil acceso y la explotación de los recursos naturales de los países afectados constituían un paliativo a la crisis que vivía el país del Tío Sam desde fines de 1929. La presencia de Estados Unidos en Latinoamérica -su “patio trasero”- fue indiscutible. En los años ‘30 su injerencia en los pequeños países centroamericanos y caribeños fue habitual, llegando a controlar dichos países con intervenciones armadas y los oligopolios empresariales que operaban en cada uno de ellos. Empezaba a ser relativamente normal que los presidentes o dictadores en aquella zona llegasen al poder gracias al beneplácito de Estados Unidos, y aquel que no tenía el favor de Washington era a menudo destituido y sustituido por uno afín.
Mientras tanto en la Argentina, el 6 de septiembre de 1930 se producía el primer golpe de Estado de la era constitucional. Ese día, el teniente general José Félix Uriburu (1868-1932) derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen (1852-1933) dando inicio a lo que se conocería como la “Década infame”, un período signado por la sucesión de gobiernos fraudulentos, inconstitucionales y represivos, las intervenciones federales a las provincias, la reducción de la producción y el comercio internacional y el crecimiento de la desocupación y la miseria. También se caracterizó por sus técnicas de represión y tortura: el uso de la picana eléctrica y las ejecuciones clandestinas de opositores.
En 1933, ya estando el país gobernado por el general Agustín Pedro Justo (1876-1943), quien fuera elegido el año anterior mediante el fraude electoral propiciado por la dictadura militar gobernante, la Argentina firmó un controvertido pacto con el Reino Unido mediante el cual garantizó la continuidad de las exportaciones de carne a cambio de importantes concesiones como la liberación de impuestos para los productos ingleses, el otorgamiento del monopolio de las exportaciones para las empresas inglesas, el control del Banco Central a mano de los capitales y bancos británicos, y la no regulación de las tarifas de los ferrocarriles operados por el Reino Unido.
Si bien para aquella época la economía argentina dependía mucho más de Inglaterra que de los Estados Unidos, desde principios del siglo XX la presencia norteamericana en esa cuestión fue tomándose cada vez más notoria. Estados Unidos estaba interesado en la explotación del petróleo y en el desarrollo de la industria automotriz. La producción petrolera ofrecía, además de cuantiosas ganancias, la posibilidad de constituirse en un bien exportable que sirviera de valor de cambio para las crecientes importaciones argentinas procedentes del país del norte, lo cual permitiría equilibrar la balanza comercial entre los dos países. Sin embargo, si la Argentina, tradicionalmente importadora de carbón inglés, lograba sustituir este combustible por petróleo, no sólo el desequilibrio comercial con Gran Bretaña se acentuaría, sino que también se corría el riesgo de que esta última, como medio de presión, disminuyera su demanda de productos agropecuarios.


Ingleses y norteamericanos competían también por la modalidad del comercio internacional. Mientras en el esquema tradicional de intercambio se importaban desde Gran Bretaña bienes terminados, las nuevas inversiones norteamericanas en la industria requerían equipos, partes, materias primas y patentes procedentes, en general, de su país de origen. Esto generó que los factores fundamentales que desde mediados del siglo XIX habían impulsado el desarrollo económico argentino -la expansión de la demanda internacional de productos agropecuarios, el flujo sostenido y abundante de capitales y mano de obra extranjera e incorporación de nuevas tierras fértiles a la producción- dejaran de tener un rol dinámico en el proceso de crecimiento.
Evidentemente el progresivo desplazamiento del centro de gravedad de la economía internacional desde Gran Bretaña hacia los Estados Unidos, que comenzó a manifestarse desde antes de la Primera Guerra Mundial, tuvo enormes repercusiones en el funcionamiento de la economía internacional y la Argentina no pudo mantenerse al margen de los profundos cambios que la crisis del ’29 generó tanto en los países industrializados como en los agroexportadores. Para la Argentina, la crisis puso en evidencia las debilidades del esquema de desarrollo adoptado hasta entonces entramado en los principios del liberalismo decimonónico. La notable reducción de la demanda europea y estadounidense de sus productos agrícolas y ganaderos generó el desplome de los ingresos aduaneros, lo que limitó la capacidad de importar productos industriales  a la vez que dificultades para pagar a los trabajadores públicos, causando un creciente malestar.
Todos estos acontecimientos ocurrieron dentro de un complejo contexto internacional caracterizado por el afianzamiento del estalinismo en la Unión Soviética, la emergencia y consolidación de los regímenes nazi-fascistas en Europa, la Guerra Civil española y su consecuente falangismo -una corriente ideológica basada en un nacionalismo extremo, católico y radical-, y el inminente inicio de la Segunda Guerra Mundial. En la Argentina, dentro de este clima, la década acarreó consigo la restauración ilegítima del conservadurismo con el apoyo de los militares, de la Iglesia Católica y de las clases dominantes tradicionales en desmedro del movimiento obrero, cuyas condiciones de vida empeoraron a partir de la crisis debido al decreciente nivel de salarios.
Cuenta el citado historiador Eric Hobsbawm en “The age of extremes” (La era de los extremos), uno de los capítulos de su “Historia del siglo XX”, que “la sociedad durante cuarenta años sufrió una serie de desastres sucesivos. Hubo momentos en que incluso los conservadores inteligentes no habrían apostado por su supervivencia. Sus cimientos fueron quebrantados por dos guerras mundiales. Los grandes imperios coloniales se derrumbaron y quedaron reducidos a cenizas. Pero no fueron esos los únicos males. En efecto, se desencadenó una crisis económica mundial de una profundidad sin precedentes que sacudió incluso los cimientos de las más sólidas economías capitalistas y que pareció que podría poner fin a la economía mundial global, cuya creación había sido un logro del capitalismo liberal del siglo XIX. Mientras la economía se tambaleaba, las instituciones de la democracia liberal desaparecieron prácticamente entre 1917 y 1942, excepto en una pequeña franja de Europa y en algunas partes de América del Norte y de Australasia, como consecuencia del avance del fascismo y de sus movimientos y regímenes autoritarios satélites”.

13 de marzo de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

IX. La criminal tiranía de Stalin / Las dictaduras en la Península Ibérica

Con respecto a la economía soviética de esa época, el historiador francés Maurice Crouzet (1897-1973) detalló en “L'Époque Contemporaine. À la recherche d'une civilisation nouvelle” (La Edad Contemporánea. En busca de una nueva civilización): “La planificación de la economía, unida a un considerable aislamiento a nivel internacional del país, evitó a la nación males propios de las crisis como el desempleo, la caída de los precios y la superproducción. Durante los años que coinciden con la Gran Depresión en Occidente, la Unión Soviética elevó sus inversiones de capital y logró multiplicar su producción y población obrera. Así, su crecimiento anual rondó el 13-14%, triplicando y cuadruplicando el crecimiento que Estados Unidos y Europa occidental habían conseguido en los años de prosperidad de la década de 1920. De todos modos, la crisis mundial frenó las exportaciones previstas. Debido a la pérdida de divisas por esa situación, el Estado se vio obligado a financiar la importación de material industrial indispensable con reservas de oro y divisas”.
Al mismo tiempo, la colectivización forzosa del campo fue un proceso sumamente traumático. Las extensas llanuras de Kazajistán y de Ucrania y el norte de la región del Cáucaso eran los territorios más ricos en materia agrícola. El plan quinquenal de Stalin había dividido al campo en dos tipos de explotaciones: los “koljoses”, granjas colectivizadas de carácter cooperativo y los “sovjoses”, granjas directamente gestionadas por el Estado que utilizaban mano de obra asalariada. En ambos se potenció el uso de maquinaria y la aplicación de técnicas agrícolas avanzadas. De esa manera se prohibió cualquier tipo de explotación privada y se forzó a los campesinos, ya fueran antiguos propietarios o trabajadores, a integrarse en un “koljós”. Ante esta situación los “kulaks”, término con el que se conocía a los grandes terratenientes de la época zarista y, tras la Revolución, a todos los propietarios agrícolas que se oponían a la colectivización, organizaron amplios focos de resistencia especialmente violentos en los territorios más prósperos.
A esto se le sumó una combinación de catástrofes ambientales: sequías en algunas zonas, demasiada lluvia en otras, plagas de insectos y roedores, desastres todos ellos que generaron una reducción de la producción y una hambruna catastrófica durante dos años. El historiador estadounidense Mark B. Tauger (1954) afirma en “The 1932 harvest and the famine of 1933” (La cosecha de 1932 y la hambruna de 1933) que la hambruna fue causada por una combinación de factores, específicamente “la baja cosecha debido a los desastres naturales combinados con el aumento de la demanda de alimentos causada por la industrialización y la urbanización y, al mismo tiempo, la exportación de granos por la Unión Soviética. La industrialización se convirtió en un mecanismo inicial para la hambruna”.


Más allá de la importancia de los factores climáticos sobre el hambre, en Kazajistán y Ucrania también jugó un rol importantísimo la política colectivizadora implementada por el gobierno soviético, la cual fue severamente resistida mediante múltiples revueltas por los campesinos de estas, por entonces, repúblicas soviéticas. Para enfrentarlas el gobierno soviético envió al ejército para confiscar granos y comestibles e inició una campaña represiva de gran magnitud caracterizada por detenciones bajo falsos cargos, deportaciones a Siberia y fusilamientos. Esta política afectó principalmente a los campesinos ucranianos, marcadamente nacionalistas, que frecuentemente cuestionaban la línea soviética, y provocó una hambruna generalizada que causó la muerte de aproximadamente cuatro millones de personas, un hecho que pasó a la historia con el nombre de “Holodomor”.
Si bien el historiador estadounidense Dana G. Dalrymple (1932-2018) compartió en “The soviet famine of 1932-1934” (La hambruna soviética de 1932-1934) la idea de que la hambruna fue usada por Stalin para forzar a los campesinos a aceptar la colectivización, agregó que el régimen soviético estaba urgido por hacerse del cereal para obtener divisas ante la falta de inversiones dado el deterioro de los términos del intercambio producto de la crisis económica mundial. Frente a esa situación, “Stalin consideró como única alternativa posible vender al extranjero los cereales obtenidos como producto de la colectivización y así obtener monedas fuertes que le permitieran importar maquinaria. Esto aclara la aparente paradoja entre cosechas muy buenas de cereales en 1932 y una gran cantidad de muertes por hambre en el campo ucraniano”.
Se llegó así a la colectivización y liquidación de los “kulaks”, al desarrollo forzado de la industria y, en definitiva, al dominio autocrático exclusivo de Stalin. Con una nítida visión de este proceso, el citado filósofo György Lukács; escribió en “Demokratisierung heute und morgen” (Democratización hoy y mañana): “En 1917 y los años siguientes, muchísimas personas del mundo capitalista -de Anatole France a hombres y mujeres, simples trabajadores- sentían que todo lo que ocurría en el ámbito soviético era algo que contribuía a su propia liberación humana; que por lo tanto en todo lo que allá acaecía era una lucha por su propia causa, por su propia salvación. El tránsito de Stalin al predominio absoluto de la táctica en todas las cuestiones de teoría y práctica cortó en gran medida estos hilos de unión. Naturalmente en esa alienación del socialismo jugaron un rol importante acontecimientos como los procesos de los años treinta, etc.; pero cada acto particular adverso podría haber sido superado si no hubiera aparecido la tendencia burocrática en dirección a la cual evolucionó la Unión Soviética”.


Cuando Lukács hablaba de los “procesos de los años treinta” hacía referencia a los Procesos de Moscú, comúnmente conocidos como la “Gran Purga”, unos juicios basados en acusaciones falsas y confesiones que se obtuvieron tras torturar a los procesados. Entre 1936 y 1938 se llevaron a cabo tres juicios en Moscú donde fueron juzgados ex miembros del Partido Comunista, que fueron acusados de conspirar con las naciones occidentales para asesinar a Stalin y a otros líderes soviéticos, o para desintegrar la Unión Soviética y restaurar el capitalismo en Rusia. Durante este período pereció la casi totalidad de los viejos bolcheviques, eliminándose seguidamente sus nombres de los libros de historia. Acusados de ser asesinos, saboteadores, traidores y espías, fueron ejecutados casi todos los dirigentes de la revolución, la mayoría de los miembros del Comité Central de 1917 a 1923, los tres secretarios del Partido entre 1919 y 1921, la mayoría del Comité Ejecutivo entre 1919 y 1924, y ciento ocho miembros de los ciento treinta y nueve del Comité Central designado en 1934.
En el primer juicio, llevado a cabo en agosto de 1936, fueron acusados dieciséis presuntos miembros de un “Centro Terrorista” manejado por Trotsky desde su exilio en Weksal, Noruega. Después de pasar diez meses en los calabozos de la policía secreta, donde se realizaron simulacros de juicio, finalmente fueron juzgados públicamente y “confesaron”. Todos fueron sentenciados a muerte y ejecutados. En enero de 1937, se llevó a cabo el segundo juicio donde fueron juzgados diecisiete miembros del Partido, de menor rango que los del juicio anterior. Trece fueron sentenciados a muerte y fusilados, y el resto fue enviado a un “gulag” -campo de trabajos forzados-, donde no sobrevivieron mucho tiempo. En el tercer juicio, llevado a cabo en marzo de 1938, fueron juzgadas veintiún antiguos funcionarios acusados de pertenecer a un supuesto bloque de “derechistas y trotskistas”. Todos fueron encontrados culpables y ejecutados.
La represión se extendió a todos aquellos que el gobierno dictatorial de Stalin consideraba “enemigo del pueblo”. Ex generales del Ejército Rojo, socialistas, anarquistas, mencheviques, huelguistas, desertores del trabajo o aquellos que no hubiesen realizado un “número mínimo de horas de trabajo” en los koljoses, antiguos terratenientes, artesanos, los “últimos residuos clericales”, etc. También hubo purgas en las universidades, en los institutos, en las academias, en donde se reprimió a científicos, lingüistas, biólogos, artistas, escritores, músicos y gente del teatro. De acuerdo con los archivos soviéticos, durante 1937 y 1938 la policía secreta (llamada NKVD) detuvo 1.548.366 personas, de las cuales 681.692 fueron ejecutadas. Eso sin contar las centenas de millares que murieron de hambre, frío y enfermedades en los campos de concentración en Siberia.
Por entonces la Península Ibérica también estaba regida por gobiernos dictatoriales. En Portugal, tras el golpe militar que había derrocado al gobierno de la Primera República en 1926 a cargo de Bernardino Machado Guimarães (1851-1944), tomó el poder el almirante José Mendes Cabeçadas (1883-1965) quien, tras ser juzgado por los revolucionarios como incapaz, a los veinte días fue reemplazado por el general Manuel Gomes da Costa (1863-1929). Su  gobierno no duró mucho tampoco ya que se le acusó de tener una actitud algo débil y veintiún días después una nueva contrarrevolución liderada por el general Óscar de Fragoso Carmona (1869-1951) lo derribó. El notable aumento de la conflictividad social y laboral era notorio. En los años ‘30 se habían agudizado los problemas económicos a causa de la falta de industrias y servicios. Si bien la crisis mundial de aquellos años afectó brevemente a Portugal ya que pudo sostener una cierta estabilidad del comercio exterior, ante el aumento del desempleo se acometieron iniciativas económicas en las que el Estado asumió el control de sectores estratégicos mediante la creación de grandes compañías dedicadas a las industrias químicas y metalmecánicas. Esto ocurrió sobre todo en Lisboa, Oporto y Braga, el resto del país seguía siendo totalmente rural y pobre.


En medio de semejante inestabilidad política que había llevado al país a sumirse en el caos económico, Carmona nombró al economista António de Oliveira Salazar (1889-1970) -quien era Ministro de Hacienda desde 1928- como Primer Ministro. Ya en el cargo restauró las finanzas y fundó el Estado Novo, un régimen político dictatorial, autoritario, conservador y corporativista también llamado Segunda República o República Corporativa. En 1933 asumiría el poder supremo e instalaría su propia dictadura. Al frente del partido “Unión Nacional”, por él fundado en 1930, llevó adelante una economía planificada basada en sus interpretaciones de las encíclicas papales “Rerum novarum” y “Quadragesimo anno”, encíclicas en las cuales eran apreciables las influencias del liberalismo y en las que podían leerse consideraciones como “la propiedad privada es un derecho natural dentro de los límites de la justicia”; o “los obreros no deben perjudicar de modo alguno al capital, ni hacer violencia personal contra sus amos”; o “el socialismo es incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, puesto que concibe la sociedad de una manera sumamente opuesta a la verdad cristiana”. Estos argumentos le proporcionaron el borrador para la construcción de un sistema corporativo católico que duraría hasta 1968.
Mientras tanto en la vecina España, tras casi siete años de dictadura del general Miguel Primo de Rivera (1870-1930), seguida por un año del Teniente General Dámaso Berenguer (1873-1953) y dos meses del Almirante Juan Bautista Aznar Cabañas (1860-1933), apoyadas todas ellas por la Iglesia, el Ejército, los industriales y las fuerzas conservadoras, España sufría una profunda desigualdad socioeconómica signada por un alto índice de desempleo y numerosas huelgas obreras. La crisis económica desatada en 1929 encontró al país en una situación delicada en todos los órdenes. Por entonces las aspiraciones de democratización habían ido cobrando fuerza no sólo en sectores políticos e intelectuales sino también en los movimientos de masas. En ese marco reivindicativo, la República se concebía como la forma de Estado más idónea para salir de lo que el historiador español Enrique Moradiellos García (1961) llamó las “dos Españas socioeconómicas” en su libro “Historia mínima de la Guerra Civil española”: una conformada por un entorno rural mal comunicado y con altos índices de analfabetismo, y otra constituida por unos núcleos urbanos cada vez más poblados e industrializados en donde vivía la pequeña burguesía.
En ese ambiente, el 12 de abril de 1931 como primer paso del programa electoral de Aznar Cabañas, se celebraron elecciones municipales, las que se interpretaron como un plebiscito entre la monarquía y la república. La victoria de los republicanos en la mayor parte de las capitales de provincia y, sobre todo, en Madrid, Barcelona y Valencia, se consideró un triunfo indiscutible. Así, dos días después, se proclamó la Segunda República y Alfonso de Borbón (1886-1941), el rey Alfonso XIII, abandonó España.


En “República y guerra civil”, el historiador español Julián Casanova Ruiz (1956) precisó: “A finales de 1931, con Niceto Alcalá Zamora de presidente de la República y Manuel Azaña de presidente de Gobierno, España era una república parlamentaria y constitucional. En los dos primeros años de República se acometió la organización del ejército, la separación de la Iglesia del Estado y se tomaron medidas radicales y profundas sobre la distribución de la propiedad de la tierra, los salarios de las clases trabajadoras, la protección laboral y la educación pública. Nunca en la historia de España se había asistido a un período tan intenso y acelerado de cambio y conflicto, de avances democráticos y conquistas sociales. Pero al mismo tiempo la legislación republicana situó en primer plano algunas de las tensiones germinadas durante las dos décadas anteriores con la industrialización, el crecimiento urbano y los conflictos de clase. Se abrió así un abismo entre varios mundos culturales antagónicos, entre católicos practicantes y anticlericales convencidos, amos y trabajadores, Iglesia y Estado, orden y revolución. Como consecuencia de esos antagonismos, la República encontró enormes dificultades para consolidarse y tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos desde arriba y desde abajo. Pasó dos años de relativa estabilidad, un segundo bienio de inestabilidad política y unos meses finales de acoso y derribo”.
Para 1936 las desavenencias políticas y la división interna de los partidos, tanto de derecha como de izquierda, hizo que aumentase la violencia en las calles, con jornadas de huelga y protestas. El clima de tensión, desorden y caos social era cada vez más grande y fue enfáticamente fomentado por la Iglesia Católica y los medios de comunicación conservadores. En ese ambiente un grupo de militares pro monárquicos y antirrepublicanos entre los que sobresalían los generales Emilio Mola (1887-1937) y Francisco Franco (1892-1975), comenzaron a planear cuidadosamente un golpe contra el gobierno republicano a cuyos adherentes consideraban “ateos bolcheviques” que debían ser erradicados con el fin de crear una nueva España.
Mola, que había hecho la mayor parte de su carrera en el Protectorado de Marruecos -nombre con el que se conoció a la ocupación formal del norte del territorio africano por parte de España-, en 1934 se lo destinó a la comandancia de Pamplona. En tanto Franco, que durante los años ’20 al mando del Tercio de Extranjeros -o La Legión, como se la conocería popularmente-, sembraba el terror en las colonias españolas de Ceuta y Melilla, asesinando a la población civil y decapitando a los prisioneros, cuyas cabezas cortadas eran exhibidas como trofeos, fue destinado a la comandancia de Canarias. Ambos militares promovieron a un grupo de oficiales reaccionarios, conservadores y antiparlamentarios a los que se conoció como los “africanistas”, grupo que jugaría un papel fundamental en las conspiraciones contra la República.