15 de febrero de 2024

Entremeses literarios (CCXV)

EL DESENLACE
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)
 
- Estoy muy cansada, no me cuentes más historias, no hables tanto. Nunca hablas tanto. Vení, vamos a dormir. Acostate conmigo.
- Estás loca, ¿no me oíste, acaso? Basta de macanas. Se acabó nuestro jueguito, ¿entendés? Se acabó para mí, lo que quiere decir que también se acabó para vos. Telón. Entendelo de una vez por todas, porque yo me las pico.
- ¿Te vas a ir?
- Claro, ¿o pretendés que me quede? Ya no tenemos nada más que decirnos. Esto se acabó. Pero gracias de todos modos, fuiste un buen cobayo, hasta fue agradable. Así que ahora tranquilita, para que todo termine bien.
- Pero quedate conmigo. Vení, acostate.
- ¿No te das cuenta de que esto ya no puede seguir? Basta, reaccioná. Se terminó la farra. Mañana a la mañana te van a abrir la puerta y vos vas a poder salir, quedarte, contarlo todo, hacer lo que se te antoje. Total, yo ya voy a estar bien lejos...
- No, no me dejes. ¿No vas a volver? Quedate.
Él se alza de hombros y, como tantas otras veces, gira sobre sus talones y se encamina a la puerta de salida. Ella ve esa espalda que se aleja y es como si por dentro se le disipara un poco la niebla. Empieza a entender algunas cosas, entiende sobre todo la función de este instrumento negro que él llama revólver.
Entonces lo levanta y apunta.
 
 
OLOR A CEBOLLA
Camilo José Cela
España (1946)
 
Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
- Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
- Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?
- No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
- ¿Quieres lavarte las manos?
- No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
- Tranquilízate.
- No puedo, huele a cebolla.
- Anda, procura dormir un poco.
- No podría, todo me huele a cebolla.
- Oye, ¿quieres un vaso de leche?
- No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
- No digas tonterías.
- ¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
- ¡Huele a cebolla!
- Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
- ¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
- ¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
- Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
- Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente. El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
- ¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.
- ¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
- Nada, que olía un poco a cebolla.
 
 
A MAIL IN THE LIFE
Fernando Iwasaki
Perú (1961)
 
Desde hace unos meses le mando correos electrónicos a mi mujer haciéndole creer que soy otro. A principio se los tomó a broma, pero poco a poco empezó a entregarse, a fantasear con mis mensajes, a compartir con mi otro yo sus deseos más inconfesables.
Le he puesto trampas para saber si sospecha algo y no es así. Ha caído redonda.
No puedo negar que parece más feliz y hasta me hice de rogar cuando me pidió que la sodomizara, tal como se lo había recomendado bajo mi personalidad secreta. Pero hasta aquí hemos llegado porque he decidido escarmentarla.
Voy a suicidarme para que nos pierda a los dos.
 
 
POSTRIMERÍAS
Adolfo Bioy Casares
Argentina (1914-1999)
 
Cuando entró en el edificio buscó las escaleras para subir. Encontrarlas era difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay”. Otros le daban la espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas -eran todas de tamaño reducido- estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra que lo llevó a otro piso. Éste era un antecomedor donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir. Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: “Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño para subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me quemaré”. Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree fuera de lugar.
 
 
EPITAFIO DE UN BOXEADOR
Ignacio Aldecoa
España (1925-1969)
 
Pasaban las nubes de tormenta con su gorgojo tronador dentro; pasaban sobre el cementerio, agrio y cuaresmal de luz morada. Altos cipreses, hemiciclos mortuorios, taxis en la avenida, un fulgor diamantino en los lejos del sudoeste, urdimbres de coronas pudriéndose, colgado como trapos viejos de las ventanas de los muertos y de las cruces de los panteones. Los acompañantes formaban un grupo friolero contemplando el trabajo de los enterradores. Eran pocos y se hablaban en voz baja. Abrieron el ataúd antes de meterlo en el nicho. Las monjas del hospital no habían logrado cruzar piadosamente las manos del ex campeón, que conservaba la guardia cambiada con el brazo derecho caído según su estilo. Eso le quedaba. Todo lo demás fue miseria hasta su muerte, y la Federación pagó el entierro. Un periodista joven tuvo que ser reconvenido por su director. Había escrito: “Cuando abrieron la caja, el ex campeón parecía totalmente K.O.”. Los muertos deben ser respetados, pero era un buen epitafio.
 
 
LA CONDENA DE UN HOMBRE BUENO
Bertolt Brecht
Alemania (1898-1956)
 
Escucha: sabemos que eres nuestro enemigo. Por eso ahora queremos mandarte al paredón. Pero en vista de tus méritos y buenas prendas, será un buen paredón, y te fusilaremos con buenas balas disparadas por buenos fusiles y te enterraremos con una buena pala y en tierra buena.

 
AMOR A LA CARTA
Edgar Allan García
Ecuador (1958)
 
En la carta él le decía cuánto la amaba y todo lo que estaba dispuesto a sacrificar por el amor de los dos. Si ella le respondía que sí, no en otra carta, sino llevando el lunes siguiente un clavel en el abrigo, esa sería la señal para que él cortara los hilos que lo ataban y se jugara entero por ambos. Si ella no quería, si sentía que el amor por él no era tan grande, ni valía la pena lo que él estaba decidido a hacer, entonces la ausencia del clavel le diría a él que se marchara lejos, para siempre, allá donde nadie lo pudiera encontrar, allá donde el reencuentro se tornaría imposible.
Esta era una de las cartas que más le gustaba leer al cartero jubilado y, siempre que lo hacía, se preguntaba qué habría pasado si él, en lugar de robarse esa carta perfumada, la hubiera depositado bajo la puerta de la dirección que estaba escrita en el sobre.


TABÚ
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)
 
El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
- ¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
- ¿Zangolotino?  -pregunta Fabián azorado.
Y muere.


UNICORNIO
Fabiola Figueroa
México (1972)
 
La vimos aproximarse desde muy lejos, salir del rincón más denso y alejado del bosque. Bajó la montaña caminando por el sendero de piedras rojizas. El aire elevaba su cabellera color zanahoria y su vestido blanco vaporoso. El recorrido que tuvo que hacer para llegar hasta nosotros fue tan largo que por momentos tenía que detenerse a comer zarzas de los arbustos o a beber un poco de agua fresca de algún manantial. Cuando la distancia nos permitió distinguir los rasgos de su rostro, detuvo su carrera para tomar aire y hacernos señas con la mano. Supimos que toda ella era pálida y hermosa. Cuando por fin nos tuvo enfrente nos sonrió y nos miró lentamente uno a uno, mientras nosotros no dejábamos de asombrarnos de haberla visto llegar.
- ¿Han visto ustedes mi unicornio? -finalmente se atrevió a romper el silencio.
Uno de nosotros venció el estado de estupefacción y negó con la cabeza.
- Tal vez se fue por allá -se respondió ella misma, al tiempo que señaló el corredor de la izquierda.
Estábamos a punto le verla correr en esa dirección cuando reaccionamos:
- ¡No! ¡Espera! ¡Tú no eres de aquí, regresa al cuadro!
- No puedo, tengo que encontrar mi unicornio.
Y diciendo esto la vimos desaparecer por los pasillos del museo.
 
 
SOR
Silvia Ruete
Argentina (1946)
 
Una sombra corporizada se desliza por la galería fresca, mientras agobia el sol llegando al mediodía. El negro velo opaco la cubre de la cabeza a los pies y acompaña el bamboleante movimiento de su figura. En el fondo del comedor las novicias, todas blancas, preparan las mesas, blancas, entre murmullos de rezos y chismes inocentes. Cuando perciben el olor a incienso que la precede, mudas, paralizan el quehacer.
La obesa figura de la Madre Superiora se recorta en la puerta ojival y relumbra en magnífica aureola, mientras sus ojos ladinos descubren el instante prohibido. Con pasos cortitos recorre el pasillo que dejan los bancos y no se detiene hasta llegar exactamente donde todas saben que lo hará. Perdida la mirada en la pared, donde está pintada “La última cena”, estira los dedos regordetes y una a una van cumpliendo el aprendido rito del besamanos sumiso, mientras musitan letanías:
“Gorda chancha”, ora pro nobis...
“Vieja chupacirios”, ora pro nobis...
“Calentona de monaguillos”, ora pro nobis...
Y ella, beatíficamente sorda, sonríe.

12 de febrero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XL) Gabriel García Márquez
 
El 12 de febrero de 1984, hace exactamente cuarenta años, fallecía en París el escritor Julio Cortázar a causa de una leucemia. Ya desde años antes de su fallecimiento no fueron pocos las personalidades vinculadas al mundo literario que vertieron sus opiniones sobre Cortázar, ya sea en entrevistas, en artículos de prensa, en conferencias, en ensayos, etc. También lo hicieron en los aniversarios tanto de su nacimiento como de su muerte, o de la publicación de “Rayuela” la más trascendental de sus obras.
El poeta, narrador y ensayista argentino Rodolfo Modern (1922-2016), miembro de la Academia Argentina de Letras, de la Real Academia Española y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, autor entre otros ensayos de “El expresionismo literario” e “Hispanoamérica en la literatura alemana”, en uno de sus numerosos artículos publicados en diversos medios de prensa aseguró que “un solo libro puede, en ocasiones, consagrar a su autor, aunque la circunstancia no sea común”. ¿Puede decirse que eso es lo que ocurrió con Julio Cortázar (1914-1984) y su novela “Rayuela”? Es cierto que con esta obra experimental rompió las convenciones narrativas tradicionales con su estructura no lineal e impulsó la prosa literaria en castellano hacia horizontes hasta entonces inexplorados, algo que, para muchos críticos literarios, significó su lanzamiento hacia la fama.
Pero Cortázar ya había escrito libros de cuentos como “Bestiario”, “Final del juego” y “Las armas secretas”, y la novela “Los premios”, obras todas ellas que entraron en la historia de la literatura desde sus respectivas publicaciones. Por ello, desde hacía unos cuantos años era considerado por gran parte de la crítica literaria como uno de los autores más originales de su tiempo, cuya obra había ejercido una profunda influencia en las sucesivas generaciones de escritores tanto de Argentina como del resto del mundo. Una de estas grandes figuras de la literatura fue el escritor colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), autor de recordadas novelas como “Cien años de soledad”, “El coronel no tiene quien le escriba” y “El otoño del patriarca”, y de las colecciones de relatos “Doce cuentos peregrinos” y “Los funerales de la Mamá Grande”. El colombiano, quien fue uno de los principales paradigmas del “boom latinoamericano”, considerado como uno de los principales autores del realismo mágico y premiado con el Premio Nobel de Literatura en 1982, se refirió muchas veces a Cortázar.
Lo hizo, por ejemplo, en septiembre de 1967 cuando dio una charla sobre literatura latinoamericana en la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima, Perú, junto a Mario Vargas Llosa (1936). En esa oportunidad citó a Cortázar como ejemplo de escritor latinoamericano y lo contrapuso a Jorge Luis Borges (1899-1986), a quien consideró como simplemente argentino: “Yo creo que es una literatura de evasión. Con Borges a mí me sucede una cosa: es uno de los autores que más leo y que más he leído y tal vez es que el menos me gusta. A Borges lo leo por su extraordinaria capacidad de artificio verbal; es un hombre que enseña a escribir, es decir, que enseña a afinar el instrumento para decir las cosas. Desde ese punto de vista sí es una calificación. Yo creo que Borges trabaja sobre realidades mentales, es pura evasión; en cambio Cortázar no lo es”.
A fines de 1968, junto con Cortázar y Carlos Fuentes (1928-2012), fue invitado por la Unión de Escritores Checoslovacos para dar una charla en Praga sobre el “boom latinoamericano”. Por entonces el país todavía vivía días tormentosos debido a la invasión de tropas de la Unión Soviética en oposición a la llamada “Primavera de Praga”, un proceso de reformas políticas que perduró durante poco más de la primera mitad de ese año. Pese a ello, los tres escritores aceptaron la invitación y fueron recibidos como las grandes estrellas literarias del momento. Hasta entonces se habían traducido al checo “El perseguidor y otros relatos”, “Rayuela” e “Historias de cronopios y de famas” de Cortázar, “La región más transparente” y “La muerte de Artemio Cruz” de Fuentes, y se estaba gestionando la traducción de “Cien años de soledad” de García Márquez. Al término de la conferencia, los tres narradores latinoamericanos fueron entrevistados por el escritor checo Petr Pujman (1929-1989), una conversación que sería publicada en el sexto número de la revista “Listy” el 13 de febrero de 1969.
En ella, mientras Cortázar y Fuentes hablaron principalmente sobre la identidad de la literatura latinoamericana y sus vínculos con la literatura europea, García Márquez se centró en la literatura de su país natal. “Colombia -dijo-, a diferencia de otros países latinoamericanos, ha estado y está expuesta a una mayor influencia de la literatura y la cultura españolas. En Colombia se intentó continuar con la literatura española sin tener en cuenta los rasgos específicos nacionales. Sólo ahora eso está cambiando. No decimos adiós a la literatura española, pero nos inspira mucho más nuestro país. Por supuesto, también están las influencias europeas de las que habló Cortázar. Pero la literatura española fue lo primero. Entonces no me siento español, pero no puedo olvidar que nuestros abuelos eran españoles. Colombia es un país completamente colonizado por los españoles. No había otra cultura originaria antes”.
Más adelante García Márquez, en un Coloquio de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, México, leyó un artículo de su autoría llamado “Resucitan sus devotos a Cortázar”, el cual escribió tras la muerte de su amigo argentino y que sería publicado en el periódico mexicano “Mural” el 15 de febrero de 1984. Pocos días después, apareció en el periódico español “El País” su artículo “El argentino que se hizo querer de todos”. Años antes, en diciembre de 1967, había publicado en “Enfoque Internacional” -el sitio web de la radio francesa RFI (Radio Francia Internacional)- una nota titulada “El deber revolucionario de un escritor es escribir bien”. Luego, en abril de 1971 publicó una columna en el periódico mexicano “Excelsior” llamada “Primero soy hombre político”, y en septiembre de ese mismo año dio una conferencia en la Universidad Nacional de Ingeniería en la ciudad de Lima, Perú, titulada “La novela en América Latina”, intervenciones todas ellas en las que Cortázar fue la figura principal. Fragmentos de esos textos se reproducen editados a continuación.
 
Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Esto fue desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído “Bestiario”, su primer libro de cuentos, en un hotel de lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta centavos, entre peloteros mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquel era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande.
Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del Boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo.
Años después, cuando ya éramos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a sí mismo en uno de sus cuentos mejor acabados -“El otro cielo”-, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo, Cortázar lo describió así: “Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia”. Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera recibido una interpelación semejante.
Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En las muchas veces que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez.
Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados. A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.
Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: “La noche de Mantequilla”. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aun para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.
Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también los que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más impresionante que he tenido la suerte de conocer.
Compartía un poco la idea bastante generalizada de que Cortázar no era un escritor latinoamericano; y esta idea un poco “guardada” que tenía la rectifiqué por completo cuando llegué a Buenos Aires. Conociendo Buenos Aires, esa inmensa ciudad europea entre la selva y el océano, después del Matto Grosso y antes del Polo Sur, se tiene la impresión de estar viviendo dentro de un libro de Cortázar, es decir, lo que parecía europeizante en Cortázar es lo europeo, la influencia europea que tiene Buenos Aires. Ahora, yo tuve la impresión en Buenos Aires de que los personajes de Cortázar se encuentran por la calle en todas partes. Hay que llevar adentro las cosas para que exploten convertidas en un libro. Por ejemplo, yo me di cuenta de lo profundamente argentino que es Cortázar cierto día en que el tránsito en Buenos Aires estaba totalmente congestionado. Para cruzar la calle un hombre subió a un taxi por un lado y salió inmediatamente por el otro. “Eso es de Cortázar”, me dije.
Por primera vez en Latinoamérica somos escritores profesionales. Cortázar fue el primero que nos dijo: “Vamos a ser escritores y todo lo que no sea escribir es secundario, aunque tengamos que morirnos de hambre”. Esta actitud termina por crear conciencia profesional. Yo podía haber resuelto mi situación de escritor, aceptando becas, subvenciones, en fin todas las formas que han inventado para ayudar al escritor, pero yo me he negado rotundamente, y sé que es una cosa en la cual estamos de acuerdo los que se llaman los nuevos escritores latinoamericanos. Con el ejemplo de Julio Cortázar, nosotros creemos que la dignidad del escritor no puede aceptar subvenciones para escribir, y que toda subvención de alguna manera compromete.
Cortázar fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estarse muriendo otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de “La vuelta al día en ochenta mundos” un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elegías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.

11 de febrero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXXIX) Jorge Ruffinelli

Jorge Ruffinelli (1943) es un académico, crítico lioterario, docente universitario y escritor uruguayo, naturalizado mexicano en 1972 y naturalizado estadounidense en 1988. Nacido en Montevideo, estudió Literatura en la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República y comenzó a escribir reseñas de libros, artículos y entrevistas con escritores en el semanario “Marcha”. En 1973, el escritor y profesor universitario argentino Noé Jitrik
(1928-2022)​​​ lo encontró en una librería de Montevideo y lo invitó a ser Profesor Adjunto de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires. Así, Ruffinelli empezó a dividir su vida entre dos ciudades, Buenos Aires y Montevideo, hasta que, en 1974, viajó a México tras haber ganado por concurso un puesto como Investigador en el Centro de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana.
A todo esto en Uruguay, el gobierno dictatorial instalado en 1973 había librado una orden de detención contra él por haber sido jurado en un concurso de cuentos que las Fuerzas Armadas habían considerado ofensivo, lo que le impidió regresar a su país natal hasta fines de 1984 cuando la dictadura cívico-militar que había sido impulsada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense, dio paso a un nuevo gobierno civil y democrático. En 1986 comenzó su carrera como profesor en la Universidad de Stanford, Estados Unidos, de la que también fue director del Centro de Estudios Latinoamericanos y de su revista “Nuevo Texto Crítico”. Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura y crítica literaria, entre ellos “Palabras en orden”, “Comprensión de la lectura”, “El lugar de Rulfo”, “John Reed en México. Villa y la Revolución Mexicana”, “Poesía y descolonización. La poesía de Nicolás Guillén” y “Las infamias de la inteligencia burguesa y otros ensayos”.
En 1980, invitado por Ruffinelli como representante de la Universidad Veracruzana, Cortázar viajó a Xalapa, México, en donde dio una conferencia acompañado por, entre otros escritores, Carlos Fuentes (1928-2012), Jaime Sabines (1926-1999) y Salvador Elizondo (1932-2006). Cuando el autor de “Todos los fuegos el fuego” falleció, Ruffinelli lo despidió con un artículo titulado “Julio Cortázar: adiós a un gran escritor”, el cual fue publicado en “Cuadernos de Marcha” nº 26 de marzo/abril de 1984 y, tres años más tarde, formó parte del libro “Julio Cortázar. Al término del polvo y el sudor” editado por la editorial “Biblioteca de Marcha” en Uruguay. Dicho artículo es el que sigue a continuación.
 
En abril de 1980 conocí a Julio Cortázar en Nueva York, en ocasión del simposio que le dedicara el Barnard College. Habíamos intercambiado cartas durante casi diez años, desde mis tiempos de “Marcha”, dado que Julio Cortázar colaboraba con frecuencia en el semanario. Vienen a mi memoria precisamente sus polémicas, desde la más dolorosa, mantenida con José María Arguedas, hasta la más política, con Oscar Collazos, donde se ocupaba de su espacio de relación entre política y literatura. Sobre aquella larga colaboración con “Marcha” conversamos en Nueva York, pero en 1980 la década que habíamos dejado atrás parecía muy lejana, casi ajena, y las lides intelectuales e incluso la literatura que se hizo famosa bajo el rótulo del “boom”, habían pasado a ser un capítulo más en la historia de nuestra cultura. En 1980 la causa latinoamericana tenía su foco en la denuncia de los regímenes militaristas del Cono Sur y en la esperanza por la insurgencia en Centroamérica. Cortázar acababa de visitar Nicaragua, y sus preocupaciones políticas y literarias se relacionaban con aquel país y su revolución sandinista antes que con ningún otro.
Para asistir al simposio del Barnard, Cortázar había tenido que vencer resistencias  íntimas, ante todo la que le imponía una verecunda modestia en torno a su propia obra. Nunca se apareció a las sesiones del simposio referidas a sus libros, y esto pese a que muchos amigos -Ana María Barrenechea, Ángel Rama, Fernando Alegría, Jean Franco y tantos otros- estaban allí. Una sola excepción hizo y fue cuando la sesión no se dedicó a su literatura sino al “Contexto social de la Argentina de Cortázar”. Entonces con la imponencia de su figura alta, de ojos infantiles y tristes y barba cerrada y negra, se apareció, y como un asistente más escuchó las espléndidas exposiciones de Juan Corradi (“La Argentina ausente”), de James Petras (“El terror y la hidra: la represión y la resurgencia de la clase obrera argentina”) y de Ángel Rama (“Argentina: crisis de una cultura sistemática”).
Creo que aquella asistencia de Cortázar a la única mesa del simposio dedicada a la sociedad y la política de Argentina, tenía un significado especial aparte el interés por escuchar los trabajos que se presentarían. Lo pensé entonces y lo sigo   pensando. Porque el Julio Cortázar de 1980 había dejado definitivamente atrás al escritor que en 1951, en el auge peronista, había abandonado su país por Francia, como alguna vez él mismo lo dijo, molesto por el populismo, por los “cabecitas negras”, por las manifestaciones obreras que le impedían atender con tranquilidad “el último concierto de Alban Berg que estábamos escuchando”. En su propia obra literaria (con “Libro de Manuel”) y en la dedicación de su tiempo y de su esfuerzo a la lucha política, el cambio era notable.
Como muchos escritores latinoamericanos, Cortázar asumió la condición particular del intelectual en una época de grandes trastornos políticos como es la nuestra. Trizó su torre de marfil formada por un cultivo exquisito de las artes, y la trocó por una palabra más combativa aunque defendiendo siempre la cualidad intrínseca de la literatura, contra ciertas imposiciones dogmáticas que ven en las obras sólo un medio, un instrumento servil, un arma. Una de aquellas tardes neoyorquinas, recuerdo, Cortázar quería escuchar jazz. Las aficiones arraigadas se mantenían en él honestamente y estoy convencido de que también recorrió librerías, visitó museos y caminó largamente por las calles de aquella ciudad casi mítica, sin que la satisfacción de los gustos personales o la simple alegría de vivir se contrapusieran a su dolorosa conciencia de hombre latinoamericano de cara a un continente hostigado por la política exterior del país en el que estaba.
Hice reflexiones similares algunos meses más tarde, en septiembre de 1980, cuando Cortázar llegó a Xalapa para realizar la única intervención pública de aquel viaje a México: la conferencia -que resultó magnífica- escuetamente titulada “Realidad y literatura”. El lugar era otro y el estilo había de ser diferente. Si en Nueva York se admiraba inmensamente a Cortázar, su palabra sólo podía resonar en un estrecho medio académico. A su vez, Xalapa era una zona y un epítome de América Latina, y la recepción debía ser, por fuerza mucho más popular. Casi mil personas abarrotaron el nuevo Auditorio de Humanidades y jóvenes y adultos tuvieron que sentarse en los pasillos mientras, con su voz lenta, pausada, arrastrando la famosa erre francesa que lo ha caracterizado, Cortázar leyó su conferencia estremecedora a propósito del exilio y de la situación de los escritores latinoamericanos, sorprendido (así lo creo hasta hoy) por la multitud, la presencia de las cámaras de televisión y los micrófonos de radio, y luego, al terminar, por el alud de gente que quería seguir escuchándolo, o tocarlo, o pedirle su autógrafo en cuadernos, hojas sueltas, cualquier cosa a mano, incluyendo (nunca lo olvidaré) la etiqueta de una botella de tequila.
El entusiasmo que provocaban los libros de Cortázar se correspondía perfectamente con su persona. Al menos, con una virtud intelectual y moral que siempre lo distinguió: la integridad. Cortázar podía equivocarse o pecar de ingenuo a veces en asuntos políticos, pero nadie dudaría nunca de la honestidad de sus palabras. Vale la pena recordar aquella conferencia porque en ella, Cortázar desarrolló su posición como escritor y su concepto sobre la función del intelectual en América Latina. Si bien las referencias a su obra fueron escasas, de algún modo ilustró su itinerario personal, sus propios avatares. Como buen narrador, Cortázar inició su recuento histórico de nuestros cambios culturales ganándose a su auditorio mediante los recursos de un relato tradicional: “Hubo un tiempo entre nosotros, a la vez lejano y cercano como todo en nuestra breve cronología latinoamericana, un tiempo más feliz o más inocente en el que los poetas y los narradores subían a las tribunas para hablar exclusivamente de literatura; nadie esperaba otra cosa de ellos, empezando por ellos mismos, y sólo unos pocos escritores fueron aquí y allá la excepción de la regla”.
Probablemente un riguroso examen de la cultura occidental contradiría, a Cortázar; tal vez desde Virgilio la sociedad y su expresión política ingresaron como temas explícitos o como contextos implícitos en la literatura, y tal vez, de una manera cíclica, ha habido en diferentes épocas hegemonía bien del purismo, bien del compromiso del arte y la literatura. De todos modos es igualmente cierto el hecho de que en la primera mitad del siglo XX, después de un modernismo afrancesado, después de las vanguardias preocupadas por la innovación, la literatura en nuestro continente se vio sacudida y requerida, igual que sus autores, por el despertar de una conciencia latinoamericana que implicaba una cada vez más lúcida visión de las circunstancias políticas en que vivimos.
Por eso, en su recuento, Cortázar señala: “Hacia los años ‘50 la sacudida sísmica en el ‘establishment’ de lo intelectual, motivada por la postguerra, se hizo claramente perceptible en el cuerpo de la narrativa latinoamericana; los cambios fueron incluso espectaculares, en la medida en que entrañaban una resuelta toma de posición en el terreno geopolítico, más que un avance formal o estilístico; como el viejo marinero de Coleridge, muchos escritores latinoamericanos despertaron 'más sabios y más tristes' en esos años, porque ese despertar representaba una confrontación directa y deliberada con la realidad extraliteraria de nuestros países”. Sin embargo, en los años ‘50, Cortázar aún no escribía “Rayuela”, una novela extraordinaria, un hito incanjeable de nuestra cultura rioplatense de dos aguas -Europa y el Nuevo Continente- que marca un cambio generacional en la literatura y un “salto hacia dentro” en el propio Cortázar, pero que en casi ningún pasaje (sólo una pequeña alusión directa a la situación argentina) rozaba lo político. Los cambios en el propio Cortázar fueron posteriores, como el de muchos otros intelectuales que sintieron en sus vidas y en sus obras el vendaval de la entonces nueva, pujante, revolución cubana.
Cortázar señala, en su texto “Realidad y literatura”, la tajante diferencia entre aquel intelectual literario de la primera mitad de nuestro siglo, y el de hoy en día. Después de aludir al “salto hacia adentro” que dieron grandes poetas como Vallejo y Neruda, el primero si se midiera el paso que va de “Los heraldos negros” a “Trilce”, el segundo si se contemplara del mismo modo lo que lleva de “Residencia en la tierra” al “Canto general”, Cortázar se refiere a la narrativa: ésta, “que ya anunciaba esa nueva latitud de la creación a través de la obra de Mariano Azuela, Ciro Alegría y Jorge Icaza entre otros, se perfila cada vez más como un método estético de exploración de la realidad latinoamericana, una búsqueda a la vez intuitiva y constructiva de nuestras raíces propias y de nuestra identidad profunda”. ¿Consecuencias? Que “a partir de ese momento ningún novelista o cuentista que no sea un mandarín de las letras, subirá a una tribuna para circunscribir su exposición a lo estrictamente literario, como todavía hoy puede hacerlo en buena medida un escritor francés o norteamericano”. Y ésta, que es la condición del escritor de nuestro continente, de acuerdo con Cortázar, se inserta todavía en circunstancias más dramáticas: las del exilio, entendiendo a éste no sólo en un sentido lato, el de tantos hombres y mujeres que han debido dejar por fuerza sus países natales, sino también en el sentido de la ajenidad (por la ocupación, la explotación, la enajenación) de nuestras naciones latinoamericanas.
Escritor al fin y al cabo, y por ende más consciente del uso del lenguaje, Cortázar reparó en una anécdota significativa inserta en la nueva valoración que debernos dar al exilio latino-americano. Enfatizando su voluntad de mostrar los “posibles valores” de una “literatura del exilio” contra lo que las dictaduras pretenderían (“el exilio de la literatura”, refiere Cortázar: “Esa actitud positiva, esa determinación de asumir afirmativamente lo que por atavismo y hasta por romanticismo se tiende a ver a ‘priori’ como pura negatividad, exige poner en tela de juicio muchos lugares comunes, exige el valor de autocriticarse en circunstancias en que lo más inmediato y comprensible es la autocompasión. Hace unos días se me acercó un señor que se presentó con estas palabras: ‘yo soy un exiliado argentino’. En mi fuero interno  lamenté la prioridad que daba a su condición de exiliado, porque me pareció como tantas otras veces un reconocimiento sin duda inconsciente de la derrota, de la expulsión de una patria que de alguna manera pasaba a segundo plano en su presentación. Esto que parece psicología callejera no lo es cuando asume formas más complejas, cuando, por ejemplo, se convierte en un obsesivo tema literario. También aquí la usual noción negativa del exilio tiende a volverse poema, canción, cuento o novela, que en definitiva no pasan de ser alimentos de la nostalgia propia y ajena. Recuerdo una frase de  Eduardo Gaicano sobre el  exilio: ‘La nostalgia es buena, pero la esperanza es mejor’”.
Debo volver a un adjetivo anterior: integridad. En esas páginas glosadas, así como en tantas otras sobre la realidad latinoamericana que Cortázar escribió con frecuencia durante estos últimos años, su discurrir era el de la sensatez guiada, conducida, por la inteligencia habilidosa del escritor acostumbrado a emplear con suma maestría las palabras. Un gran escritor como fue Cortázar, fue también un hombre preocupado por su entorno y dispuesto a entregar de sí todo lo posible en pro de una América herida, aherrojada. Aunque señalé antes que en “Rayuela” no hay aún una conciencia social como tan vivamente se manifestaría luego en textos como “Libro de Manuel”, “Reunión” o   “Apocalipsis de Solentiname” (por señalar los vinculados más directamente a circunstancias inmediatas a la escritura), creo que fue entonces, en ese gran salto, que Cortázar inició un largo viaje hacia la modernidad estremecida.
Por eso creo que de todos los escritores latinoamericanos contemporáneos, Cortázar ha sido objeto de mayor admiración por varias generaciones de lectores, en especial por los que fueron jóvenes en los años ‘60, en los ‘70 y en la década en que estamos. El peligro que Cortázar sorteó fue el de convertirse en el gurú de una generación, ya que “Rayuela”, su gran novela, rozaba sin adentrarse nunca sistemáticamente en el misticismo. Yo diría que bajó el misticismo a tierra y le dio un sentido de cotidianeidad. Transformó los anhelos metafísicos en motivos literarios comprensibles y compartibles, les dio cauce en “El perseguidor” o bien en el descubrimiento de los tiempos simultáneos de la narración, o en placeres tan sensoriales como el de escuchar jazz. El avatar personal se dio en “Rayuela”. Después quedaban las consecuencias, y éstas fueron coherentemente las de una apertura cada vez mayor hacia su prójimo, y la busca de una identidad que no podía cifrarse sólo en el largo viaje del hombre europeo hacia el Nuevo Mundo. A esa búsqueda de nuevas dimensiones, ya cumplida en su obra irrepetible, Cortázar dedicó sus últimos años con calidez, sencillamente, sin asumir jamás la pose de alguien que ha alcanzado la celebridad.
Esta última imagen se me hizo irrecusable cuando lo vi bajar del autobús, sonriente, aquella tarde lluviosa de 1980, en la terminal de camiones de Jalapa. De camisa, con una chamarra clara y la mochila al hombro, acompañado de su dulcísima Carol, que por desdicha se le adelantaría un año en la muerte, Cortázar no era el figurón que muchos hubieran esperado. Era un hombre sencillo, el antiguo maestro de escuela, el magnífico escritor, simplemente cansado de viajar durante cinco horas por las carreteras de México, deseoso de tomarse una copa entre amigos y charlar a pasto antes de irse a dormir.

10 de febrero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXXVIII) María Esther Vázquez

Nacida en Buenos Aires en el seno de una familia de inmigrantes gallegos (su padre era oriundo de Cambados y su madre de Vilanova de Arousa), María Esther Vázquez (1937-2017)
fue una escritora argentina asidua colaboradora de Victoria Ocampo (1890-1979) y Jorge Luis Borges (1899-1986) en la revista “Sur”. Siendo aún una niña se sintió fascinada por las obras de Ramón María del Valle Inclán (1866-1936) y Álvaro Cunqueiro Mora (1911-1981) que le daba su madre para que leyera, en los que -según sus propias palabras- “encontró la esencia de la galleguidad”. En esa época conoció a muchos inmigrantes gallegos, “personas muy humildes, que siempre hacían muy buena letra, que trabajaban muchísimo, que eran personas de noble corazón”, recordaría años después. A los dieciséis años ingresó en la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires y, en 1957, empezó a trabajar en el Departamento de Extensión Cultural de la Biblioteca Nacional donde conoció a Borges, con quien entabló “una amistad que me abrió las puertas al mundo. Por él amplié mis conocimientos de muchos escritores que yo no conocía o conocía muy poco, sobre todo de literatura inglesa”, contaría en una entrevista.
En compañía del autor de “Historia universal de la infamia” viajó a varios congresos literarios en Europa, entre ellos el Congreso de la Libertad de la Cultura en Berlín Occidental en el que Borges fue uno de los oradores. En Santiago de Compostela lo llevó de visita a la casa de Ramón Piñeiro (1915-1990), una de las figuras históricas del galleguismo durante el siglo XX, fundador de la revista “Grial” y de la editorial Galaxia, en la cual publicó sus traducciones al gallego de obras como “Altkeltische dichtungen” (Poesía celta antigua) del lingüista checo-alemán Julius Pokorny (1887-1970) y “Vom wesen der wahrheit” (De la esencia de la verdad) del filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976). María Esther Vázquez lo había conocido cuando estuvo exiliado en Buenos Aires durante el apogeo del franquismo.
Gracias a su amistad con Borges, la maestra del cuento (tal como la calificaría la crítica literaria) conoció a Victoria Ocampo y se relacionó con muchos otros escritores, entre ellos Manuel Peyrou (1902-1974), Eduardo Mallea (1903-1982), Silvina Ocampo (1903-1993), Manuel Mujica Laínez (1910-1984) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999). Junto a Borges coescribió los ensayos “Introducción a la literatura inglesa” y “Literaturas germánicas medievales”. Fue ella quien le hizo profundizar a Borges el conocimiento de la obra de D.H. Lawrence (1885-1930), más allá de los prejuicios que éste tenía sobre el autor de “Lady Chatterley's lover” (El amante de Lady Chatterley). En su faceta de periodista cultural, fue columnista del diario “La Nación” durante cuatro décadas en las que publicó más de mil quinientos artículos, y colaboró con diversas publicaciones argentinas y extranjeras, entre ellas “El Cuento. Revista de Imaginación”, “Revista de Literaturas Modernas” y “Todo es Historia”.
Publicó los libros de cuentos “Los nombres de la muerte”, “Desde la niebla”, “La memoria de los días”, “Crónicas del olvido” e “Invenciones sentimentales”; los poemarios “Estrategias de la pena” y “Noviembre y el ángel”; y los ensayos “El mundo de Manuel Mujica Láinez”, “Borges. Esplendor y derrota”, “Borges, sus días y su tiempo”, “Victoria Ocampo. El mundo como destino” y “La memoria de los días. Mis amigos los escritores”. Fue galardona con el premio “Comillas” de Historia, Biografía y Memorias de la Editorial Tusquets de Barcelona, el “Premio al Libro del Año” de la Fundación El Libro de Buenos Aires, el premio “Rosalía de Castro” del Centro PEN Club de Galicia, y la Fundación Konex de Argentina la distinguió con el “Diploma al Mérito” en Letras y en Periodismo.
En 2014, al cumplirse el centenario del nacimiento de Cortázar, en la edición especial “Homenaje a Cortázar” de la revista “La Maga”, publicó “Cortázar: el azar, un barco, un vagón de subterráneo”, en el que narró aspectos de la vida de Edith Aron (1923-2020), la escritora alemana considerada la musa del personaje la “Maga” de la novela “Rayuela”.​ Además ese año dio una charla en la Fundación Victoria Ocampo, de la cual era presidenta, titulada “Cortázar, el escritor y el hombre”. Y también en 2014 publicó en la “Revista de la Bolsa de Comercio de Rosario” un artículo titulado “Cortázar, cien años después, el cual sigue a  continuación.
 
Conocí a Julio Cortázar en París en 1964, él tenía cincuenta años y yo la mitad. Sin embargo, al verlo caminar hacia nosotros me pareció más joven que yo; alto y flaco, conservaba todavía el cutis sedoso y medio lampiño de un adolescente. Venía con Aurora Bernárdez -hermana menor del poeta Francisco Luis Bernárdez-, que fue su primera esposa. Ella y el pintor Luis Tomasello lo cuidaron y atendieron durante la cruel enfermedad que lo llevó a la muerte. Curioso destino el de Cortázar: nació en Bruselas en 1914 y cuatro años después regresó con su familia a la Argentina, vivió aquí treinta y tres años y los otros treinta y tres que le concedió la vida, en París, donde murió a la una de la tarde el frío domingo del 12 de febrero de 1984.
Estudió en el Instituto Superior del Profesorado en Buenos Aires y dictó clases en colegios secundarios del interior. A los veinticuatro años, en 1938, publicó su primer libro, “Presencia”, un volumen de sonetos firmados con el seudónimo de Julio Denis. Pero es Borges, que desde 1946 dirigía “Los Anales de Buenos Aires”, una revista literaria, y publicaba en ella a los escritores ilustres de la época, quien descubrió a dos desconocidos con verdadero talento, el uruguayo Felisberto Hernández y Julio Cortázar de quien editó “Casa tomada”. Acerca de los honorarios de estos jóvenes escritores, Borges tuvo un serio enfrentamiento con la señora Sara Durán de Ortiz Basualdo, presidenta de la institución, quien quería pagar a los “nuevos” un veinte por ciento de la retribución fijada a los consagrados. Borges no aceptó, se enojó y fue inflexible: “a todos hay que pagarles lo mismo”, exigió y ganó.
Mientras tanto, Cortázar daba clases en escuelas y universidades del país, donde empezó a tener dificultades y desavenencias con el peronismo, a tal punto que en 1951 renunció a sus cátedras en la Universidad de Cuyo y se fue a París. Antes de su partida había aparecido “Bestiario”, libro de cuentos en el cual, a la manera de los bestiarios medievales, hay una convivencia ambigua de hombre y bestia y reúne las diversas situaciones de lo humano-monstruoso y sus consecuencias, más allá del enfrentamiento de dos realidades: la no identificada coexistente con la verificable. En París, según contó alguna vez Aurora Bernárdez, trabajó en distintos lugares para ganarse la vida antes de ocupar un lugar importante como traductor para la UNESCO, viajando constantemente dentro y fuera de Europa. Su primer empleo -que le consiguió una amiga- fue hacer paquetes para regalo en “Le printemps”, una de las grandes tiendas de París, y parece que los hacía maravillosamente bien.
En “Final de juego” (1956) sus cuentos continúan la línea de enfrentamiento de realidades; en el texto “La noche boca arriba” el mundo del siglo XX se confunde con otro primitivo, bárbaro, desconocido, de varias centurias atrás. Ahí, después de un accidente sufrido con su motocicleta, un hombre es trasladado a un hospital donde asiste en su cama, boca arriba, a su recuperación. Pero de noche su sueño se puebla con otra realidad aterradora; en la cual es llevado, atado, boca arriba, a un suplicio mortal. “Las armas secretas” (1958) contiene uno de los cuentos más significativos de Cortázar: “El perseguidor”. Johnny Carter, el protagonista, encubre al real Charlie Parker, quien al tocar su saxo deja la realidad cotidiana para internarse en el mundo de la creación. A partir de “El perseguidor”, el escritor se inclina más hacia el contexto humano de sus personajes.
Dos años después apareció su primera novela, “Los premios”, una sátira de tipos porteños; y en 1962 “Historias de cronopios y de famas”, una suerte de antología de situaciones humorísticas: instrucciones para subir una escalera, para dar cuerda a un reloj… una sección de ocupaciones raras o “la conducta de los espejos en la isla de Pascua”. La definición de los cronopios, famas y esperanzas: seres que a partir de la realidad nos muestran su sutil diferencia en estas historias que barren con los prejuicios y los prestigios.
En 1963 se publicó “Rayuela”, la novela que le daría fama internacional y considerada como una de las más importantes dentro de la literatura hispanoamericana por la novedad de su planteo y la originalidad del plan narrativo. La estructura del libro conlleva una teoría del arte novelesco. Comienza por atacar todos los usos y costumbres literarias -la novela lineal que se narra en forma corrida- y abre una forma fragmentaria que obliga a recomponer su propio camino. Cortázar pide un lector activo, un lector cómplice que lo acompañe a elaborar una novela laberinto. El escritor propone dos lecturas: una, la tradicional, que siga el orden en que el libro está impreso y que entonces consta de una parte que transcurre en París, otra en Buenos Aires y una tercera de “capítulos prescindibles” en donde se acumulan citas y notas de varios autores y situaciones que podrían figurar en las dos primeras partes.
Si, en cambio, se opta por una segunda lectura siguiendo el “tablero de dirección”, no existen dos partes ni capítulos prescindibles, lo que da una mayor tensión a la lectura y crea la ineludible participación del lector como una suerte de complicidad, de humor y diversión. El libro plantea, desde su estructura y desde su lenguaje, el desarrollo gráfico de un proceso a seguir, como el juego infantil de la rayuela. El capítulo 62 de “Rayuela” da título a la tercera novela de Cortázar, “62/Modelo para armar”, que también espera la complicidad, la colaboración del lector. Es imposible en el breve espacio de un comentario casi periodístico, repasar en detalle la producción de Cortázar. Se puede sí enumerar sus libros más recordados: “Todos los fuegos el fuego”, “Octaedro”, “Un tal Lucas”, “Divertimento”, “Queremos tanto a Glenda”, “Deshoras”, “El examen”, “Salvo el crepúsculo”…
Mucho se ha hablado acerca de si Cortázar es mejor novelista que cuentista. Creo que en el género cuento se puede hablar de un antes y un después de Cortázar, como se habla de un antes y un después de Borges, con referencia, en este último, al manejo del lenguaje. Y si hablamos de las novelas de Cortázar hay como un redescubrimiento del género, como si reinventara otra manera de narrar. Cortázar es uno de esos pocos escritores que escribía naturalmente, como se respira, sin nada forzado, sin una trabajosa elaboración; y esta disposición unida a una gran originalidad y a una deslumbrante fantasía hacen de su literatura un arte único e inédito. En la docena y media de libros que publicó no hay ninguno prescindible, con mayor o menor encanto todos encuentran el tono seductor que atrapa y enriquece.
Nunca abandonó la poesía; de su libro “Salvo el crepúsculo”, que fue el último, quiero rescatar un poema escrito en Nairobi en 1976, titulado “Policromías” y dedicado indudablemente a Carol Dunlop: “Es increíble pensar que hace doce años/ cumplí cincuenta, nada menos./ ¿Cómo podía ser tan viejo hace doce años?/ Ya pronto serán trece desde el día/ en que cumplí cincuenta. No parece posible./  El cielo es más y más azul, y vos más y más linda./ ¿No son acaso pruebas/ de que algo anda estropeado en los relojes?/ El tabaco y el whisky se pasean por mi cuarto,/ les gusta estar conmigo./ Sin embargo es increíble pensar que hace doce años/ cumplí dos veces veinticinco./ Cuando tu mano viaja por mi pelo/ sé que buscás las canas, vagamente asombrada./ Hay diez o doce, tendrás un premio si las encontrás./ Voy a empezar a leer todos los clásicos/ que me perdí de viejo. Hay que apurarse,/esto no te lo dan de arriba, falta poco/ para cumplir trece años desde que cumplí los cincuenta./ A los catorce pienso que voy a tener miedo,/ catorce es una cifra/ que no me gusta nada/ para decirte la verdad”.
Reencontré a Cortázar en Buenos Aires en 1973, cuando vino a presentar el “Libro de Manuel”. Físicamente había cambiado, había aumentado de peso y lucía una tupida barba; ya no era el adolescente de diez años atrás sino un adulto de casi sesenta años que aparentaba cuarenta. Según la gente que lo trató mucho, siempre tuvo aspecto de joven y era muy afectuoso con los amigos, con la gente que quería. Tenía un conocimiento muy grande de música. Tocaba el saxo y el piano y por supuesto leía partituras. Le gustaban el jazz, la música clásica de todas las épocas -del barroco a Stravinsky-; le encantaban la lírica, la música instrumental, el tango… Por otra parte, tenía un gran sentido del humor y vivía la pasión del viaje y viajó mucho gracias a su trabajo en la UNESCO. Le apasionaba el boxeo, algo que Luis Tomasello, su gran amigo a lo largo de más de treinta años, no entendía ni compartía. Luis recordaba algunas extravagancias de Cortázar: por ejemplo, tenía una gran caja de herramientas de todo tipo. Parece que iba a las ferreterías y compraba destornilladores, taladros, perforadoras, pinzas, tenazas, serruchos… y luego se olvidaba que los tenía y los volvía a comprar. Así, un día revisando esa caja, buscando algo que necesitaba, Luis llegó a contar cuarenta destornilladores y veinte taladros.
Cortázar se compró una casa en Provenza y junto con su amigo se enamoraron de una hermosísima puerta Renacimiento que quedaba a pocos pasos. Tal fue el enamoramiento que Luis, a instancias de Cortázar, terminó comprando la puerta; pero la casa que estaba detrás de la maravillosa puerta era una verdadera ruina romana, que le llevó varios años ponerla en estado habitable. También por Tomasello nos enteramos que tenía cuatro máquinas de escribir, dos grandes y dos chicas. Con una de las portátiles viajaba siempre y solía escribir en cualquier sitio y a cualquier hora. Tenía pasión por los objetos artísticos, su casa en París estaba llena de cuadros de los amigos y era un lugar muy alegre y colorido. “Le gustaba mucho el asado. Le había enseñado los cortes argentinos a un carnicero francés -contaba Tomasello- pero siempre había alguien que lo hacía, él no, y yo que tengo buena mano y también me gusta, me desempeñaba como asador oficial varias veces por semana, sobre todo cuando se casó con Carol Dunlop, su tercera mujer, con quien fue muy feliz; se querían mucho. Ella era tan encantadora, tan frágil. Parecían dos estudiantes enamorados, iban siempre tomados de la mano”.
Cuando Carol murió, Cortázar quedó devastado, para él no tenía sentido seguir viviendo. Estaba solo y enfermo, tan enfermo que se fue quince meses después. Al parecer tenía leucemia y, cuando se agravó, Aurora Bernárdez se instaló en la casa y tomó las riendas de todo, porque él ya no podía hacer nada. Cortázar junto con Tomasello diseñaron la tumba en el cementerio de Montparnasse, donde fue enterrada primero Carol y después el propio Cortázar que, como quería estar junto a ella, se había reservado un espacio. Hace algunos años visitamos el cementerio de Montparnasse sólo para rendirle nuestro homenaje a Cortázar y, además de la lluvia, nos encontramos con gente muy famosa, algunos pocos conocidos nuestros como Carlos Fuentes, Roger Caillois y Raymond Aron. Pero allí están también Cioran, César Vallejo, Tristan Tzara, Claude Mauriac…
La tumba de Carol Dunlop y Julio Cortázar -realización de Julio Silva- la conforma un gran rectángulo de mármol blanco con unas esculturas del mismo material en forma de disco que se van superponiendo elevándose en forma de diagonal; cronopios, las llamó Tomasello. Una gran cantidad de piedras blancas sobre la lápida recuerdan las figuras de la rayuela, que para siempre inmortalizó en su novela. A medida que va pasando el tiempo, la figura de Cortázar, a diferencia de otras, parece agrandarse. Y aunque el siglo XX fue entre nosotros muy rico en excelentes escritores que dejaron su huella en forma indeleble y marcaron un rumbo, su caso es, en definitiva, un punto cumbre por su originalidad y por el don de creación, que le fue dado fácil y naturalmente como un regalo amable del destino, como un regalo de Dios.

9 de febrero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXXVII) Horacio González

El sociólogo, filósofo, historiador, docente, investigador, narrador y ensayista argentino Horacio González (1944-2021) está considerado como uno de los referentes intelectuales más importantes de la Argentina gracias a sus análisis literarios y políticos que contribuyeron a lecturas críticas y comprometidas de la realidad. Nacido en el Hospital Pirovano del barrio de Coghlan de la ciudad de Buenos Aires, estudió en el colegio comercial de Villa Devoto por indicación de su abuelo, un italiano que trabajaba en la estación San Martín como ferroviario. Allí comenzó su interés por la política e integró el centro de estudiantes. Luego obtuvo la licenciatura en Sociología en la Universidad de Buenos Aires, en la que se destacaban las clases de personalidades como José Luis Romero (1909-1977) y Tulio Halperín Donghi (1926-2014), y más tarde se doctoró en Ciencias Sociales en la Universidad de São Paulo, Brasil. Militó en el movimiento estudiantil llegando a ser presidente del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Tras trabajar como bibliotecario en la Facultad de Psicología, desde 1968 ejerció la docencia universitaria y fue profesor titular de Sociología en la citada Universidad de Buenos Aires, en la Universidad Nacional de Rosario, en la Facultad Libre de Rosario y en la Universidad Nacional de La Plata, institución esta última que en el año 2013 lo distinguió con el título honorífico de Doctor Honoris Causa. En esa época fue uno de los profesores que dictaron las Cátedras Nacionales en el ámbito de la carrera de Sociología, dando clases sobre Teoría Estética, Pensamiento Social Latinoamericano y Pensamiento Político Argentino, las que conformaron un movimiento de resistencia a la dictadura cívico militar conocida como “Revolución Argentina” que había derrocado al presidente constitucional Arturo Illia (1900-1983) mediante un golpe de Estado el 28 de junio de 1966. Desde 1991 fue director y editor de “El ojo mocho. Revista de crítica cultural” y, en 2004, fundó “Guka. Revista de arte y literatura”, publicaciones en las que se difundieron con espíritu crítico reflexiones políticas, históricas, éticas, estéticas y filosóficas. Entre los años 2005 y 2015 fue director de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, y en 2019 fue director de la editorial del Fondo de Cultura Económica para Argentina.
Publicó novelas, aguafuertes y numerosos ensayos de gran valor sociológico, filosófico e histórico tales como “La ética picaresca”, “Retórica y locura”, “El filósofo cesante”, “Las multitudes argentinas”, “Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX”, “Filosofía de la conspiración. Marxistas, peronistas y carbonarios”, “Paul Groussac. La lengua emigrada”, “Las hojas de la memoria. Un siglo y medio de periodismo obrero y social en Argentina”, “Lengua del ultraje. De la generación del ‘37 a David Viñas”, “Genealogías. Violencia y trabajo en la historia argentina”, “Arlt. Política y locura”, “Los asaltantes del cielo. Política y emancipación”, “El peronismo fuera de las fuentes”, “Historia de la Biblioteca Nacional”, “El acorazado Potemkin en los mares argentinos”, “Historia conjetural del periodismo. Leyendo el diario de ayer”, “Las redacciones cautivas”, “Ecos alemanes en la historia argentina”, “Tomar las armas”, “Traducciones malditas. La experiencia de la imagen en Marx, Merlau Ponty y Foucault”, “Diario de la peste”, “Manuel Ugarte. Modernismo y latinoamericanismo”, “Saberes de pasillo. Universidad y conocimiento libre”, “La Argentina manuscrita. Cautivas, malones e intelectuales” y “El arte de viajar en taxi. Aguafuertes pasajeras”.
También fue compilador de ensayos de distintos sociólogos y filósofos reunidos en “Historia crítica de la sociología argentina. Los raros, los clásicos, los científicos, los discrepantes” y “Beligerancia de los idiomas. Un siglo y medio de discusión sobre la lengua latinoamericana”; y en coautoría con otros historiadores, economistas y docentes universitarios publicó “Decorados”, “La nación subrepticia. Lo monstruoso y lo maldito en la política y la cultura argentina”, “Imperialismo, guerra y resistencia al comienzo del nuevo siglo”, “La memoria en el atril”, “Entredichos. Osvaldo Bayer: 30 años de polémicas”, “La batalla por la renta”, “Dilemas políticos 2001-2011” e “Historia y pasión. La voluntad de pensarlo todo”. Tras su fallecimiento, se bautizaron con su nombre el Museo del Libro y de la Lengua, un anexo de la Biblioteca Nacional de la República Argentina ubicado en Buenos Aires, y la Biblioteca de la Universidad Nacional de General Sarmiento, un municipio situado en el noroeste del Gran Buenos Aires.
Horacio González publicó numerosos artículos en diarios como “Página/12” y revistas como “Topía”, “La Tecla Ñ”, “Envido”, “Zama”, “Crisis” y “Bordes”. En “El Perseguidor. Revista de Letras” nº 12 (primavera/verano 2004/2005), un número dedicado por completo a homenajear a Cortázar, hizo su aporte con “Escuchar a Cortázar”, texto que sigue a continuación y que, según aclaró su propio autor, ya había sido publicado unos meses antes en la revista “Debate”.
 
Al fin, luego de tantas conmemoraciones, artículos periodísticos, reediciones y afiches callejeros, la voz de Cortázar vuelve a hablar. ¿Es que su nombre se va a instalar, como se dice, de una manera más permanente? ¿Quedará ya como una lectura, una mención, un horizonte verbal más cercano al lector contemporáneo? Porque no se trata solamente de vincular la lectura de un autor a los esfuerzos publicísticos o a los cálculos editoriales por reponerlo. Dijimos que de Cortázar vuelve a escucharse su voz. Y eso no es resultado de la nostalgia, sino de que quizás faltaba aún algo por saber de él, algo que permanecía sepultado en su época, que continúa de difícil percepción en la nuestra.
Acaso faltaba oír algo más de lo mucho que había dejado escuchar. Es que decir una voz, convengamos, es una forma de emplear una coquetería cuando se trata de mencionar una manera de escribir, una trama singular que respalda un texto y que opone cierta resistencia a la interpretación. Hay un ingrediente en la voz, una cuerda impalpable, que sería inaudible por métodos conocidos, que sostiene una identidad en estado vaporoso. En estas condiciones, al secreto que pugna por revelarse en un texto lo llamamos una voz. ¿Ocurre eso con Cortázar? ¿Tiene esa voz renovada para presentarla a sus nuevos lectores, incluyendo a los que volvieron a visitar su obra?
Sería fácil afirmar que no es posible extraer de él algo más. Sin embargo, un nuevo esfuerzo de audición -o, quizá más modestamente, volver al punto olvidado en que hace años habíamos dejado su lectura- nos permite verlo precisamente como un escritor que a su vez escuchó los planos múltiples en que se establecía el lenguaje, la conversación y la inflexión dialogada de los argentinos. Escuchó tanto que todo lo que sobró de sus reflexiones en torno a esa escucha aún son cabos sueltos en sus escritos.
Si pudiéramos intentar un catálogo (palabra absurda pero que sin embargo mantendremos) de todos los tonos en que aparece y se oculta su voz, diríamos que hay en primer lugar un nivel de murmullo. Luego hay un nivel de clamor. Luego un nivel de languidez. Y por fin una voz severa, preocupada. En todos estos casos -como veremos con algunas ejemplificaciones que pueden no resultar fastidiosas si aprovechamos para releerlo-, la voz aparece como palabra figurada de su propio modo de articular un fraseo con una paleta de tonos morales, de acentos existenciales que podemos intuir en lo que va quedando escrito. En su momento, pudimos no haber entendido esta coalición de planos contradictorios, juegos de idioma y tragedias morales. Ahora molestan menos, dan mucho más que pensar, parecen el síntoma de un gran proyecto de escritura incompleto, estropeado, asombroso.
En el plano del susurro, Cortázar nos deja notar los diferentes mapas cotidianos, familiares, del habla. Deberíamos decir también que alude a aspectos sociales del conversar, a gentes concretas que se nos acercan, y que en la voz de Cortázar vamos recordando como hombres con una marca social, con una existencia identificable en la cultura según la lengua que hablan. Así, en “Los premios”, el doctor Restelli, en su diálogo con López, habla de manera afectada, doctoral, ambos amenazados por el caos de la Avenida de Mayo observada desde el bar “London”, un caos que invita a lo que Cortázar siempre buscó: ese momento, un ahora en que todo se sostuviese por encanto, resumiendo en un único punto todas las tensiones de la vida y la lengua. Punto de tensión total en el pensamiento que Osvaldo Lamborghini llamó “fiord”, y que era lo mismo que se llamaba magia en su versión cortazariana.
En cierto momento, López le dice de su hermana al doctor Restelli: “Le aseguro que es de las que dicen ¿lo qué? y piensan que vomitar es una mala palabra”. A lo que responde Restelli: “En realidad, el término es un poco fuerte. Yo prefiero arrojar”. A lo que López objeta: “Ella, en cambio, es proclive a devolver o lanzar”. La conversación entre ambos hace desfilar las varias maneras de decir vomitar: arrojar, devolver o lanzar. Subyace aquí una meditación sobre la existencia según el modo de decir nada menos que vómito, palabra juguetona, de nuestra niñez, y también insultante, que se desgarra en nuestra lengua con su oscura carga vital.
En el susurro, Cortázar provoca el juego idiomático, la contingencia brutal del habla que define a una persona como una máscara cualquiera en el mundo.
Es el susurro con que realiza el estudio del idioma segmentado que revela el ser. Cuando Horacio Oliveira pregunta en “Rayuela”: “¿Che, Gregorovius va a venir a la discada?”, sentimos la fuerza soberana de ese “che” machacado muchas veces, como piedra remota o mitología casual. O cuando en “El examen” -temprana novela cortazariana (1950) que prefigura a “Los premios”, que a la vez prefigura a “Rayuela”- un personaje dice: “Che, el vómito es una cosa que no puedo soportar”. ¿No vemos aquí, apenas insinuado, como hablándonos a la oreja, el hecho de que decir “che” es una forma última de llamar a la literatura nacional por la vía de un lenguaje susurrado, confusamente vomitado?
El clamor, en cambio, funciona como extensión incontenible del recuerdo y del pensamiento frente a la imposibilidad de medirlo temporalmente. En el siempre mencionado viaje en metro de Johnny Cárter, en “El perseguidor”, sus recuerdos (según Johnny mismo dice) pueden mensurarse por una extensión que no cabría en los breves minutos que ha durado el viaje entre dos estaciones subterráneas. “Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? (...) Sólo en el metro me puedo dar cuenta, porque viajar en el metro es como estar metido en un reloj”. Nada cabe en el tiempo, y una unidad mínima de tiempo, a la vez, puede contenerlo todo. Este pensamiento de Cortázar se nos impone. Grita en nuestros oídos. Casi es una teoría de la existencia revelada y clamando en las imposibilidades del tiempo.
Veamos ahora la languidez de la voz de Cortázar. Una voz que parece desperezarse, gangosa, nasal. Nuevamente elegimos un ejemplo donde surge el vómito. Repasamos, pues, el comienzo de “Reunión” (1964): “Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco , consolándonos cuando podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordamos de nuestros nombres hasta que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones”. La languidez nos da la pesadez de la historia, con un resuello que intenta tomar la voz del Che y el sonido lingüístico “che” como cosa extensa y cosa pensante. Tomarlo en la historia y en el idioma, no como objeto exterior sino como voz interna, casi inaprehensible.
Signo oculto de un idioma convulso, todo el párrafo termina en una puntada un tanto risueña, como si otro estuviera hablando y el escritor lo hubiera escuchado casualmente, quizás una voz imposible. Y así encontramos una palabra ajena, divertida: escorpiones. Y más adelante, en el mismo cuento, el golpe maestro, casi el descubrimiento de ese juego del sí mismo que en la escritura se había desdoblado equívocamente: “Así que llegaste, che -dijo Luis-. Naturalmente, decía ‘che’ muy mal. Que tú crees, le contesté igualmente mal”. Había un necesario desliz anómalo en ese lenguaje con que Cortázar intentaba fundar un mundo desde él mismo pero con máscaras de la historia, en este caso alegorías de las sombras revolucionarias cubanas. Había también una risa interna, reconciliadora con la naturaleza. Y el vómito, las babas, el asco, todo confundido con la palabra ametralladora, materias viscosas o tenaces que convivían en un intento por ponerse en la piel de una revolución.
Y por fin, la voz preocupada, trágica, severa. Aquí invitamos al lector a releer un largo tramo de “Rayuela”: “A Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente comprensible, estaba como por debajo de su placer, la alcanzaba en él un momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como un despertarse y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco crepuscular que encantaba a Oliveira, temeroso de perfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo de él y lo arrebataba; se daba entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por una montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un ronquido quejumbroso que duraba interminablemente”.
Hay aquí un yo vacilante; apenas puede saberse que son dos personas. Cuando lo leíamos hace cuarenta años quizás no percibíamos que era ni más ni menos que el nombre de la Maga lo que estaba de más. Puede compararse esta inusitada y excepcional descripción de la tragedia amorosa con el ya mencionado comienzo de “Reunión”, donde hay una misma cadencia llena de empujones y espasmos en la frase, desde luego más sexuales en “Rayuela” y más épicos en “Reunión”, pero esa palabra interminablemente con que termina el párrafo en “Rayuela” y los escorpiones con que se cierra el primer envío de “Reunión” concluyen con remates casi de alivio en un caso, a pesar de mencionarse una alimaña, y de trastorno en otro, a pesar del inofensivo adverbio. Pero son finales casi balsámicos de frase, donde Cortázar parece caer ya sea del lado del juego vital o del impulso luctuoso, como en esa gran escena de amor infausto que sólo es tolerable porque la Maga le otorga un clima sensual. Pero también está el vómito ahí, y la Maga puede ser superflua.
En Cortázar hay un intento fallido de asociar un proyecto novelístico al debate filosófico de la época, adaptando a una lengua porteña irreal el tema de la náusea. ¿Cómo reconocer en la náusea la imposible unidad del ser, más allá de su lenguaje? Sin duda, Cortázar piensa en una filosofía del lenguaje que permita dejar en libertad una idea de novela y simultáneamente una crítica a la idea de sujeto autocentrado. Es en “Rayuela” donde este proyecto se hace notorio. Allí escribe, recordando sus tiempos de frecuentador de la calle Viamonte al 400 -la primitiva Facultad de Filosofía y Letras-, que “la supuesta unidad de la persona no pasaba de una unidad lingüística”, lo que si no era comprendido podía producir un “prematuro esclerosamiento del carácter”.
Así, ciertos conceptos se confundirían con las palabras que los mencionan, convirtiéndolas en “cosas”. Como si las palabras fueran “pelos o dientes”. Con lo cual se desarmaba el juego, pero con un desarme que también había que contar. Cortázar jugó el juego del lenguaje de varias maneras -habló con susurros, con clamores, con languidez y gravedad- y sus distintos tonos afloran ahora con más intensidad, testigos de las tragedias argentinas que perviven en la lengua, por debajo de los fantasmas que se pasean en “Los premios” o en “Rayuela”. Es por esta sospecha que debemos seguir leyéndolo.