29 de diciembre de 2020

Slavoj Zizek: “Estamos en un estado de emergencia, nuestra realidad nos pone frente a frente con problemas filosóficos: ¿cuál es el significado de nuestra vida? ¿Cómo debemos reorganizarla?”

Nacido en Ljubljana, capital de Eslovenia, en la época en que ésta formaba parte de la República Federativa Socialista de Yugoslavia, el controvertido filósofo y psicoanalista Slavoj Žižek (1949) pasó la mayor parte de su infancia en la ciudad de Portorož sobre el mar Adriático esloveno. En su adolescencia, ya en su ciudad natal, cursó sus estudios secundarios en la escuela Gimnazija Bežigrad y luego estudió filosofía y sociología en la Univerza v Ljubljani y psicoanálisis en la Université Paris 8 Vincennes Saint-Denis. Fue profesor invitado en diversas instituciones como la New School for Social Research y la Columbia University de Nueva York, la Princeton University de Nueva Jersey y la University of Michigan de Ann Arbor. Actualmente es director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities de la University of London. Considerado como uno de los pensadores críticos más importantes de su generación, Žižek es autor de numerosísimos artículos para la prensa escrita y de una cuarentena de ensayos entre los que pueden mencionarse “The sublime object of ideology” (El sublime objeto de la ideología), “For a theologico-political suspension of the ethical” (Para una suspensión teológico-política de lo ético), “In defense of lost causes” (En defensa de las causas perdidas) y “Living in the end times” (Viviendo el final de los tiempos). Caracterizado como “celebridad filosófica” por algunos y como “el filósofo más peligroso de Europa” por otros, Žižek es uno de los más ardientes críticos del sistema capitalista y de las ideologías sobre las que se apuntala. En “Against the populist temptation” (Contra la tentación populista), por ejemplo, asegura que el capitalismo “se ve lanzado a una dinámica constante, a una suerte de estado de excepción permanente a fin de evitar el enfrentamiento con su antagonismo básico, su desequilibrio estructural”. Y en “Tarrying with the negative” (La permanencia en lo negativo) se pregunta: “¿En qué clase de universo vivimos que celebramos ser una sociedad que elige pero la única opción disponible para un consenso democrático forzado es una representación ciega? La ideología predominante actual no es una visión positiva de algún futuro utópico, sino una cínica resignación, una aceptación de cómo es ‘el mundo de la realidad’, acompañada de la advertencia de que, si queremos cambiarlo (demasiado), lo único que nos espera es el horror totalitario”. En su más reciente trabajo, “Pandemic. Covid-19 shakes the world” (Pandemia. La covid-19 estremece al mundo), apunta a que el coronavirus ha destapado la realidad insostenible de otro virus que infecta a la sociedad: el capitalismo. Mientras que muchas personas mueren, la gran preocupación de los estadistas y empresarios es el golpe a la economía, la recesión, y la falta de crecimiento del producto bruto interno. Este colapso económico se debe, dice Žižek, a que la economía está basada fundamentalmente en valores propugnados por el capitalismo como el consumo y la persecución de la riqueza material. El filósofo esloveno sugiere que la actual pandemia de coronavirus presenta la oportunidad de tomar conciencia de los otros virus que se esparcen por la sociedad desde hace mucho tiempo y reinventar la misma. Y no sólo ha estado atento a la pandemia, sino también a los estallidos sociales que se producen alrededor del mundo, a los que entiende como “dolores de parto” de una sociedad ya agotada en sus propias contradicciones: “Nuestra vieja sociedad ya está muerta, simplemente hay quienes no lo saben”. Lo que sigue es un extracto editado de las entrevistas publicadas en el diario digital argentino “Infobae” (facilitada por Ediciones Godot) y en el periódico chileno “La Tercera” (a cargo de Constanza Michelson) los días 15 de julio y 26 de octubre del corriente año respectivamente.


En distintas partes del mundo han ocurrido estallidos sociales, se han dicho muchas cosas al respecto, pero hay algo muy concreto y que coincide en varios de ellos, y es que la palabra que surge espontáneamente es “dignidad”. ¿Cómo lee eso?
 
Creo que este punto es crucial. A pesar de la pobreza, el hambre y la violencia, a pesar de la explotación económica, las protestas que estallan ahora evocan regularmente la dignidad. Creo que la dignidad es la respuesta popular al cinismo abierto de los que están en el poder. Como señaló Peter Sloterdijk hace casi medio siglo, la fórmula de la ideología actual no es “no saben lo que están haciendo” sino: “saben lo que están haciendo, y no obstante, lo siguen haciendo”.
 
¿Le parece que la crisis tiene que ver con que las democracias liberales se han topado con su propia contradicción?
 
Yanis Varoufakis señaló una señal clave de lo que vendrá: la reacción de las bolsas de valores. Cuando se anunció la mayor recesión en Reino Unido y Estados Unidos, el mercado de valores registró un récord. Aunque parte de esto puede explicarse por hechos simples (la mayoría de los máximos del mercado de valores pertenecen a unas pocas empresas que prosperan ahora, desde Google hasta Tesla), lo que vemos es una disociación entre la circulación y especulación financiera con la producción y las ganancias. La verdadera elección es entonces: ¿en qué tipo de poscapitalismo nos encontraremos?
 
Hannah Arendt escribía, a propósito de las protestas estudiantiles de principios de los ‘70, que los estallidos violentos eran los dolores de parto de una sociedad que ya se encontraba en transición.
 
Arendt decía esto en su polémica contra Mao, quien dijo que “el poder surge del cañón de un arma”. Arendt calificó esto como una convicción “completamente no marxista” y afirmó que, para Marx, los estallidos violentos eran como “los dolores de parto que preceden, pero por supuesto que no causan, el nacimiento orgánico del evento”. Básicamente estoy de acuerdo con ella, pero agregaría dos cosas. Primero, recuerda la clásica escena de dibujos animados de un gato que simplemente continúa caminando por el borde del precipicio, ignorando que ya no tiene tierra bajo sus pies; se cae solo cuando mira hacia abajo y se da cuenta de que está colgando en el abismo. Nuestra vieja sociedad ya está muerta, simplemente no lo saben y tenemos que recordárselo, hacer que miren hacia abajo y vean el abismo bajo sus pies, pero ¿cómo? No creo que sea posible hacer ver, a los que están en el poder, que “ya están muertos”: en nuestro universo cínico, en cierto sentido ya lo saben, pero siguen como de costumbre. Así es cómo funciona la ideología en nuestra era cínica: no tenemos que creer en ella. Nadie se toma en serio la democracia o la justicia, todos somos conscientes de su corrupción, pero la practicamos, demostramos nuestra fe en ellas, porque suponemos que funcionan aunque no creemos en ellas. Lo que esto significa en nuestro caso es que nunca se producirá un traspaso del poder “democrático” plenamente pacífico sin los “dolores de parto” de la violencia: siempre habrá momentos de tensión en los que se suspendan las reglas del diálogo democrático y los cambios.
 
La violencia en las protestas es justamente lo que genera un problema para la izquierda, que tiene un pie en la calle y otro en la política institucional. No logran tomar posición.
 
Por lo que entiendo de la situación, creo que en este momento el foco debería estar en el “apruebo”, que es un procedimiento institucional de votación. El objetivo no es asustar a la “mayoría silenciosa”, sino conseguir que el mayor número posible de ellos esté de nuestro lado. La violencia de nuestro lado debe ser estrictamente reactiva (autodefensa) para que se vea que claramente es el otro lado el que está perdiendo los nervios y actúa con violencia. Hay que evitar que surja el cliché de que hay extremistas violentos en ambos lados. Los que están en el poder provocaron la crisis y la inestabilidad, mientras que “apruebo” está a favor de la paz y la estabilidad ciudadana. La violencia que preferiría es la violencia pasiva de abstenerse y boicotear, de no hacer cosas donde se espera que uno haga algo. Como escribí al final de mi libro sobre la violencia, a veces lo más auténticamente violento es no hacer nada.
 
Ha sido muy crítico con la culturalización de la política, también con las militancias anti-representación. ¿Cómo piensa la política del siglo XXI?
 
El siglo XXI comenzó con los atentados del 11 de septiembre que marcan el fin de la visión de Fukuyama: ahora sabemos que el sueño de una expansión universal del capitalismo liberal-democrático ha terminado. Pero estoy dispuesto a dar un paso más aquí. Lo que hoy debería volverse problemático es precisamente un rasgo que Marx, Lenin y sus oponentes anarquistas tenían en común: destrozar los aparatos estatales existentes y reemplazarlos con algún tipo de auto-organización transparente de la sociedad que excluya la alienación y la re-presentación política. Por el contrario, pienso que hay que finalmente abandonar el mito de la inocencia perdida de la “Comuna de París”, como si los comunistas fueran comunistas antes del terror comunista “totalitario” del siglo XX, como si en la “Comuna” un sueño se hiciera realidad incluso si la gente efectivamente comiera ratas ¿Qué pasaría si, en contraste con la gran obsesión por superar la alienación de las instituciones estatales y lograr una sociedad auto-transparente, nuestra tarea hoy fuera, casi la opuesta? Es decir, promulgar una “buena alienación” ¿Qué pasa si necesitamos un conjunto de instituciones “alienadas”? Que, precisamente como “alienadas”, sustentan el espacio de nuestra libertad, de la misma manera que podemos pensar y hablar libremente solo a través del lenguaje, que no es sino una sustancia no transparente de nuestra vida mental.
 
Pero da la impresión de que la idea de que no somos transparentes a nosotros mismos es poco popular, más bien son tiempos de extrema confianza en la voluntad y el “yo”. Supongo que esa es la parte en que incorpora el psicoanálisis y a Hegel en sus análisis.
 
Hago esto en un movimiento crítico contra el marxismo tradicional que también se basa en el progreso histórico general que conduciría al comunismo. Entonces los comunistas pueden así permitirse confiar en la Historia, actuar de acuerdo con sus leyes y saber lo que hacen. Pero creo que deberíamos darle la vuelta a la fórmula propuesta por Robert Brandom, el gran hegeliano liberal de hoy: “el espíritu de confianza”. ¿No es el rasgo más profundo de un verdadero enfoque hegeliano un espíritu de desconfianza? Es decir, el axioma básico de Hegel no es la premisa teleológica de que, por terrible que sea un evento, al final resultará ser un momento subordinado que contribuirá a la armonía general; su axioma es que no importa lo bien planificada y pensada que sea una idea o un proyecto, de alguna manera saldrá mal: la comunidad orgánica griega de una polis se convierte en una guerra fraterna, la fidelidad medieval basada en el honor se convierte en un halago vacío, el revolucionario luchar por la libertad universal se convierte en terror. El punto de Hegel no es que este mal giro de las cosas, podría haberse evitado, sino que tenemos que aceptar que no hay un camino directo hacia la libertad concreta, la “reconciliación” reside solo en el hecho de que nos resignamos a la amenaza permanente de destrucción que es una condición positiva de nuestra libertad.
 
¿Es feminista?
 
Sí lo soy. A lo que me opongo es sólo a cierto tipo de teoría de género que ve la diferencia sexual como una construcción social impuesta por el orden patriarcal opresivo, sobre una sexualidad fluida previa. Más bien pienso la diferencia sexual desde Lacan, que no es binaria en el sentido de una oposición simbólica fija: es una diferencia “imposible”, una brecha traumática que diferentes identidades sexuales intentan ofuscar. Otro problema adicional que veo con el feminismo contemporáneo en los países occidentales desarrollados es que, como ha demostrado Nancy Fraser, la forma predominante del feminismo estadounidense fue básicamente cooptada por la política neoliberal: debería haber más mujeres en posiciones de poder, pero la estructura de poder en sí no debería cambiar; debemos ayudar a los pobres, pero debemos seguir siendo ricos; no se debe abusar de una posición de poder en una universidad para obtener favores sexuales de aquellos que están subordinados a nosotros, pero el poder que no se sexualiza está bien.
 
A propósito de la hegemonía que va tomando la racionalidad de la técnica, y que, como decía Heidegger, la ciencia no piensa en consecuencias, ¿qué exigencia tiene el pensamiento en el tiempo que nos toca?
 
Lo que se necesita es simplemente un pensamiento filosófico verdadero, un pensamiento que reflexione sobre los presupuestos e implicaciones de lo que estamos haciendo. Tendremos que aprender a plantear cuestiones tan básicas. Creo que está llegando una nueva era de la filosofía.
 
En un contexto sociopolítico en el cual, como afirma en “Contra la tentación populista”, se ha perdido la capacidad de distinguir la izquierda de la derecha, ¿es posible pensar hoy en la posibilidad de construir un sujeto revolucionario? En ese caso, ¿cómo podría describirse?
 
Mi postura es mucho más paradójica. Primero, sobre el populismo: no creo que esos activistas políticos que se denominan populistas sean realmente de izquierda. Cuando encontramos populismo en la izquierda es simplemente un signo de que algo no es verdaderamente radical, de que hay algo falso en ese populismo. Por eso no creo en el populismo. Especialmente, y ahora voy a la segunda parte de la pregunta, en relación con la crisis actual (me refiero a la crisis pandémica), que está explotando en diversas dimensiones. No sé cómo fue en América Latina, pero en Europa (Italia, Francia, Inglaterra), la primera reacción fue pensar que los populistas de derecha usarían la crisis para desembocar en un nuevo movimiento anti-inmigratorio y nacionalista… ¡No! Lo que efectivamente sucedió es que los tres países más afectados por el coronavirus: Estados Unidos, Brasil, Rusia (cuatro si sumamos a Inglaterra), tuvieron una respuesta populista frente al coronavirus. En resumen, no, no es un momento del populismo. Creo que hay un deseo de que el populismo sea el gran perdedor. ¿Por qué? Porque el populismo, el populismo actual, no es simplemente un viejo fascismo. Los populistas juegan un juego en el que aparentan ser radicales, pero continúan sometidos a las coacciones del capitalismo. Tienen cierta retórica de pelear contra el enemigo, contra los inmigrantes, pero son solo juegos de palabras, retórica vacía. Ahora, que debería proveer resultados, el populismo ha perdido completamente. Por lo tanto, el populismo será la víctima.
 
¿Cómo se relaciona el concepto psicoanalítico de la histeria con la necesidad de consumo que parece crecer año tras año, cada vez con mayor velocidad?
 
No creo que el consumo capitalista sea realmente histérico, porque un consumo histérico implicaría que estemos todo el tiempo disconformes: comprás un producto, que es una promesa de que será la cosa, el objeto que estás buscando. Pero después tenés que comprar otro producto, entonces siempre estás disconforme. Yo creo que el consumismo de hoy es perverso, es la histeria incluida en la perversión, en el sentido de que un pervertido sabe. Nosotros somos conscientes cuando compramos una nueva cámara de fotos, una computadora, ropa. Sabemos de antemano que en cualquier momento vamos a necesitar comprar más cosas, y no nos fastidia en absoluto. Somos conscientes de esta eterna repetición, y la disfrutamos. No estamos disconformes. Creo que la verdad sobre el consumismo de hoy es exactamente opuesta: si comprás una cosa que funciona bien, la podés guardar y durante uno o dos años probablemente no necesites comprar otra. El consumismo de hoy no es histérico, exhibe una falsa histeria, subordinada a la economía de la perversión.
 
¿Qué piensa hoy del concepto de “intelectual orgánico” de Gramsci? ¿Cómo lo caracterizaría? ¿Cómo lo actualizaría a la luz de lo que está pasando hoy en día? ¿Cuál es el rol de los intelectuales hoy?
 
No quiero meterme en detalles teóricos, en qué sentido podría utilizarse el concepto de Gramsci. “Intelectual orgánico”, ¿orgánico de quién? Del movimiento de los trabajadores. ¿Qué movimiento? Una gran parte de la izquierda de Europa occidental y de América piensan que lo que queda de la clase trabajadora del Occidente desarrollado es lo que Lenin denominaba “aristocracia trabajadora”, que lo único que quieren es mantener sus privilegios, que ya no son, en ningún sentido, sujetos revolucionarios. Para ellos, entonces, son los inmigrantes del tercer mundo, tal vez algunos trabajadores precarios e intelectuales. No estoy de acuerdo con estas afirmaciones. Que ahora estemos en un estado de emergencia no implica que tengamos que olvidarnos de la política y la ideología. Tenemos problemas empíricos reales. Es necesario que nos movilicemos, estamos en una compleja situación de salud y el problema es qué hacer con la economía, etc. Creo que ahora nuestra realidad nos pone frente a frente con problemas filosóficos: ¿cuál es el significado de nuestra vida? ¿Cómo debemos reorganizar nuestra vida? Para Hegel, la filosofía entra en escena cuando aparece lo que él llama “desesperación”, cuando cierta forma de vida empieza a desaparecer. Y ahora esto está sucediendo. Queda claro que incluso si la situación mejorara, no seríamos capaces de volver a la normalidad anterior. Vemos lo que está sucediendo, la crisis del coronavirus explota en una crisis económica, hay perspectivas reales de hambre a nivel mundial. El problema es qué nuevo mundo reemplazará al viejo. No es meramente un problema empírico, político, técnico, en el sentido de qué debe cambiar. Es una pregunta más fundamental, porque el capitalismo no es solamente una cuestión económica. El capitalismo es un modo de vida dirigido hacia la expansión constante, la autorreproducción expandida, el consumismo, etc. ¿Podemos seguir viviendo de este modo? Son preguntas filosóficas. Está claro que el tan mentado “American way of life” no va a sobrevivir. O al menos sobrevivirá, pero de un modo mucho más salvaje. Esta crisis va a dar un nuevo impulso a intelectuales públicos, gente que está refiriéndose a cuestiones sociales y existenciales, no solamente en un sentido técnico sino también en un sentido filosófico serio. Vivimos un momento de confusión total. Este es el momento de la filosofía. No podemos ni siquiera pensar qué va a pasar dentro de un año. ¿Va a haber una segunda ola de coronavirus? ¿Cómo se va a organizar nuestra vida? Y esto no es simplemente una pregunta empírica de qué podemos hacer para pelear contra el virus. Acá está la cuestión de cómo reorganizar nuestras sociedades. La dimensión en juego es una dimensión filosófica. ¿De qué se trata la vida humana? ¿Dónde reside su libertad, su decencia, etc.?

27 de diciembre de 2020

Cuentos selectos (XVII). Italo Calvino: "La aventura de un matrimonio"

Desde sus iniciales inclinaciones neorrealistas y su siguiente tránsito por la fabulística hasta sus postreras novelas filosóficas, a lo largo de sus cuarenta años de carrera como escritor, Italo Calvino (1923-1985) se dedicó a analizar no sólo la soledad y el miedo implícitos en la condición humana sino también la realidad contemporánea, aquella en la que las personas viven en un mundo en el que se les niega la más sencilla individualidad y sus conductas son reducidas a una serie de comportamientos preestablecidos. Nacido en Cuba, de padres italianos, se trasladó a Italia en su juventud. Después de la II Guerra Mundial, durante la que luchó contra los nazis en un grupo de partisanos, se licenció en Literatura con una tesis sobre Joseph Conrad (1857-1924) para luego comenzar a trabajar en la editorial creada por Giulio Einaudi (1912-1999). En ella se relacionó con intelectuales y escritores como Cesare Pavese (1908-1950), Elio Vittorini (1908-1966), Leonardo Sciascia (1921-1989) y Ottiero Ottieri (1924-2002), los que influyeron notablemente en el modelado de su
  pensamiento y su visión del mundo. Durante los años ’70 vivió en París, donde se integró al taller de literatura potencial OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle) fundado en 1960 por el escritor Raymond Queneau (1903-1976) y el matemático François Le Lionnais (1901-1984). Ello fue una experiencia crucial en su carrera como escritor, la que a partir de entonces se abrió a un nuevo clima cultural, moral y estilístico, al adoptar una actitud irónica con respecto a la realidad cotidiana, los problemas de la sociedad industrial contemporánea y la alienación urbana. Ya en Roma, desde 1980 y hasta el final de su vida, su producción literaria se tornó autobiográfica en buena medida pero también se caracterizó por sus ensayos y meditaciones sobre literatura y sociedad publicados en distintos periódicos y revistas. Moralista para algunos, trágico existencialista para otros, lo cierto es que Calvino mostró siempre ser un escritor políticamente comprometido huyendo de las costumbres de la imaginación para poder comunicar la verdad de una manera muy personal y con gran virtuosismo estilístico. “El infierno de los vivos -escribió- no es algo por venir; hay uno, el que existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno y hacer que dure y dejarle espacio”.


Su obra, una original mezcla de fantasía, curiosidad científica y especulación metafísica, incluye, entre otros títulos, las novelas “Il sentiero dei nidi di ragno” (El sendero de los nidos de araña), “Il visconte dimezzato” (El vizconde demediado), “Il barone rampante” (El barón rampante), “Il cavaliere inesistente    “ (El caballero inexistente), “La giornata d'uno scrutatore” (La jornada de un interventor electoral), “Il castello dei destini incrociati” (El castillo de los destinos cruzados), “Le città invisibili” (Las ciudades invisibles), “Se una notte d'inverno un viaggiatore” (Si una noche de invierno un viajero) y “Palomar”; los libros de cuentos “Le cosmicomiche” (Las cosmicómicas), “Ti con zero” (Tiempo cero), “Gli amori difficili” (Los amores difíciles) y “Sotto il sole giaguaro” (Bajo el sol jaguar); y los tomos de ensayos “Sulla fiaba” (De fábula), “Una pietra sopra. Discorsi di letteratyra e società” (Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad), “Sei proposte per il prossimo millennio” (Seis propuestas para el próximo milenio), “Eremita a Parigi. Pagine autobiografiche” (Ermitaño en París. Páginas autobiográficas) y “Perché leggere i classici” (Por qué leer los clásicos).


Hacia el final de su vida diría: “El estímulo de la lectura me es indispensable aunque sólo consiga leer unas cuantas páginas de cada libro. Pero ya esas pocas páginas encierran para mí universos enteros. Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué será”. A continuación, el cuento “L'avventura di due sposi” (La aventura de un matrimonio), relato que forma parte de “Los amores difíciles”, un conjunto de historias cortas escritas por Calvino entre 1949 y 1967 que fuera publicado en 1970.

LA AVENTURA DE UN MATRIMONIO
 
El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café.
Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide: “¡Dios mío! ¿Qué hora es ya?”, y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después: “Arriba, un poco de coraje”, decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos. Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.

23 de diciembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

XVIII. Doble discurso y protagonismo crucial

Apenas cuatro meses más tarde, la posición de Ramírez estaba bastante alicaída. En octubre designó al general Farrell como vicepresidente de la República reteniendo también el Ministerio de Guerra. Mientras tanto Perón, que después de la revolución había permanecido casi en el anonimato, fue nombrado presidente del Departamento Nacional del Trabajo y, un mes después, a fines de noviembre cuando se creó la Secretaría de Trabajo y Previsión, asumió su conducción e impulsó desde allí un programa de reformas laborales. La misma noche de su asunción pronunció por Radio Nacional un largo discurso anunciando los objetivos de su futura labor, planteando la organización de los trabajadores como una necesidad del Estado más que como una necesidad de los propios trabajadores. En él se esforzó por otorgarle un nuevo estatus al movimiento obrero refiriéndose a la virtud del trabajo: “El trabajo después del hogar y de la escuela es un insustituible modelador del carácter de los individuos. El trabajo da forma a los hábitos y las costumbres colectivos y, por lo tanto, a la tradición nacional”. La tesis central enunciada esa noche fue aquella que sería conocida como “Tercera Posición”, una tesis que proponía que el capital y el trabajo eran dos elementos indispensables de la producción que no debían luchar entre sí sino concurrir juntos a la elaboración de la riqueza y la grandeza de la patria. El Estado, puesto por encima de ambos como padre protector, sería el encargado de armonizar intereses y limar diferencias cuando éstas surgiesen.
Esto generó que, tras algunas ambigüedades y vacilaciones, un gran número de dirigentes sindicales le dieran su apoyo. En sus encuentros con los gremialistas, en los que jugó un rol preponderante su viejo amigo el teniente coronel Mercante, Perón empezó a llamar “compañeros” a todos los participantes, con lo que logró que lo admiraran y hasta lo idolatraran, excepto los que estaban enrolados en las filas del Partido Comunista. En una de sus primeras declaraciones de prensa aseguró que “en general, la situación del obrero ha empeorado, pese al progreso de la industria. Mientras que diariamente se realizan grandes ganancias, la mayoría de la población está forzada a reducir su estándar de vida. La distancia entre los salarios y el costo de vida aumenta constantemente. La mayor parte de los empresarios se niegan a otorgar aumentos de salarios”. Perón rápidamente elaboró decretos que pusieron en marcha una nueva política social otorgando importantes conquistas al movimiento obrero, reivindicaciones todas ellas por las que venían luchando desde finales del siglo XIX. Mediante esos decretos creó los Tribunales de Trabajo para el control de las condiciones laborales e impulsó la sindicalización y el reconocimiento de los sindicatos por rama aunque con una política represiva sobre los dirigentes opositores y combativos. Su idea era combinar contención con disciplinamiento. “Buscamos suprimir la lucha de clases, suplantándola por un acuerdo justo entre obreros y patrones, al amparo de la justicia que emana del Estado”. Buscaba, en definitiva, aquello que en sociología política se denomina “conciliación de clases”, algo ilusorio e inviable tal como, con el correr de los años, el vertiginoso desarrollo del sistema capitalista de producción se encargaría de evidenciar.


En “Revolución y contrarrevolución en Argentina”, el antes mencionado historiador Jorge Abelardo Ramos afirmaba que Perón “sacó la conclusión de que la mejor manera de conjurar el ‘peligro comunista’ en el país era concediendo importantes mejoras en las condiciones de vida y trabajo de las masas, desde el Estado protector. Eso lo enfrentaba a la burguesía que era la obligada a hacer el ‘sacrificio’ material para llevar a cabo ese objetivo. La realidad del creciente desarrollo industrial argentino configuraba una situación verdaderamente explosiva. Los capitalistas argentinos preocupados tan sólo de amasar inmensas fortunas no tenían la menor visión política. No comprendían ‘el peligro’ de que mientras ellos se enriquecían cada vez más, los obreros que elaboraban esa riqueza para ellos no sólo no recibieron siquiera una miserable migaja de tanta prosperidad, sino que estuvieron aún peor que en la Década Infame sellada por la depresión del comercio mundial y la quiebra de la bolsa de Wall Street en Nueva York, el año 1929. Tampoco comprendían que la espina dorsal de nuestra antigua economía independiente estaba a punto de romperse. O mejor aún, estaba ya rota. El viejo león inglés, con su territorio arrasado por las bombas alemanas, era incapaz de continuar sosteniendo su imperio y de enfrentar la competencia de la nueva superpotencia mundial: los Estados Unidos. Los antiguos colonos de Inglaterra eran ahora una potencia de primer orden, cuya bota alcanzaba incluso al territorio británico, en forma de una ‘ayuda’ sin la cual Inglaterra hubiera sucumbido al avance hitleriano. Los británicos, viejos zorros, preparaban una ‘retirada en orden’ de sus posesiones y dentro de esos planes figuraba, naturalmente la Argentina”.
“Desde luego -agregó Ramos-, el secretario de Trabajo y Previsión no se quedó corto en el uso de medios de represión y soborno para captar a los dirigentes sindicales que le interesaban y desembarazarse de los recalcitrantes. Además, la mayor parte del nuevo proletariado, de los trabajadores de origen rural recién ingresados a la industria, permanecía fuera de los sindicatos y era campo virgen para el proselitismo de los sindicalistas peronistas. La Secretaria de Trabajo y Previsión sólo reconocía ‘personería gremial’ -es decir, carácter legal- a los sindicatos controlados por ella; los otros eran declarados ilegales y condenados a la clandestinidad. Todos los recursos estatales de represión y catequesis fueron puestos en juego para que los trabajadores ingresaran a los sindicatos dirigidos por la Secretaría de Trabajo. Pero el énfasis no se puso en la represión sino en las concesiones reales a la clase obrera efectuadas a través de los sindicatos estatizados. Mejoras apreciables en los salarios y en las condiciones de trabajo, una marcada tendencia a favorecer a los obreros en los conflictos gremiales, el amparo concedido a los dirigentes y delegados frente a la tradicional prepotencia patronal en el trato con los obreros, todo esto facilitó que los obreros se dejaran afiliar en los sindicatos estatizados”.


“De esta manera -afirmaron los sociólogos argentinos Miguel Murmis (1933) y Juan Carlos Portantiero (1934-2007) en su ensayo “Estudios sobre los orígenes del peronismo”-, las concesiones a los trabajadores quedaban dentro del marco de la transformación que se estaba produciendo. En otras palabras, a los terratenientes les convenía porque no era una verdadera revolución industrial que los desplazara del centro de la escena; a los industriales los beneficiaba porque las medidas de Perón alentaban la formación de un masivo proletariado disponible para ser explotado según las necesidades; y a los trabajadores les resultaba imposible resistirse al shock coyuntural que los colocaba en un lugar impensado para ellos hasta el momento”. Puede decirse que esta fue la primera gran victoria de Perón en su lucha por la conquista del máximo poder nacional. No fue contra la oligarquía agroexportadora, que de alguna manera se beneficiaba con la industrialización superficial que abastecía los productos que, por la guerra mundial, no podían importarse, ni tampoco contra el imperialismo estadounidense cuyos intereses se verían beneficiados paulatinamente con los cambios que operaría Perón al firmar tiempo después tratados comerciales y acuerdos crediticios favorables al expansionismo regional de Estados Unidos.
Por supuesto que Perón no sólo se dirigió con sus discursos a los trabadores. También lo hizo con los empresarios, con los líderes de los partidos políticos, con los dignatarios de la Iglesia Católica y hasta con los dirigentes de las sociedades de fomento. Apelando constantemente a la consigna de que se dirigía a “todos los argentinos”, encontró para cada uno de esos sectores el discurso adecuado. Un ejemplo arquetípico de esto fue su disertación ante grandes empresarios en la que, mientras explicaba que su política tenía como objetivo que los obreros no cayeran “en manos comunistas”, les aseguró que “no encontrarán ningún defensor más decidido que yo de los capitales”. Y en otro coloquio empresarial manifestó que “la masa obrera es un instrumento de acción dentro de la política. Para conducirla tenemos que conocerla, prepararla y organizarla. Una masa no vale por el número de hombres que la forman sino por la calidad de los hombres que la conducen, porque las masas no piensan, las masas sienten y tienen reacciones más o menos intuitivas u organizadas. Ocurre como con el músculo: no vale el músculo, sino el centro cerebral que hace producir la reacción muscular”. Así, jugando a dos puntas con el afán de quedar bien con todos, a finales de ese año el fortalecimiento de Perón era notable. En esos días, un corresponsal del diario “El Mercurio” de Chile escribió: “Si la marea sigue como va, el coronel Perón será el caudillo argentino quien sabe por cuánto tiempo”.
Muchas cosas sucedieron aquel año de 1943. En Europa, como consecuencia de los diversos reveses de los alemanes en el Este, la invasión aliada a la Italia fascista, el desembarco de tropas estadounidenses, británicas y canadienses en las playas de Normandía y la expulsión de las tropas germanas del norte de África, el Eje fue perdiendo la iniciativa y tuvo que emprender la retirada estratégica en todos los frentes. Mientras se producía este relevante viraje en la coyuntura bélica, en Nueva York se realizaba la primera edición de la novela corta “Le petit prince” (El principito), la obra más famosa del escritor y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) -quien había vivido cerca de un año y medio en la Argentina a fines de la década del ’30 trabajando para una compañía de correo aéreo de capitales franceses- y la de “Das glasperlenspiel” (El juego de los abalorios) del escritor alemán Hermann Hesse (1877-1962). Mientras tanto en Buenos Aires se organizaba la primera Feria del Libro Argentino -al aire libre y sobre la avenida 9 de Julio entre Cangallo (hoy Perón) y Bartolomé Mitre-. Al mismo tiempo José Bianco (1908-1986), secretario de redacción de la revista “Sur”, lanzaba su libro de cuentos “Las ratas”, otro tanto hacía Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) con “La inundación”, y Borges publicaba en el diario “La Nación” su “Poema conjetural” en el que rememoró la vida y la muerte de su antepasado Francisco Narciso de Laprida (1786-1829), aquel que presidiera el Congreso de Tucumán cuando se declaró la independencia del país el 9 de julio de 1816. También Borges y Bioy Casares publicaron la famosa antología “Los mejores cuentos policiales”, obra que estableció un canon en la materia.


Hacia fines de 1943, en medio de una alta complejidad a nivel socio económico y de los diferentes debates que se daban tanto en la esfera pública como la privada, el gobierno de facto se comprometió a emplear todas sus energías “para el restablecimiento del pleno imperio de la Constitución, el afianzamiento de las instituciones republicanas y la restauración de la honradez administrativa”. Su tarea -decía- consistía en “renovar el espíritu nacional y la conciencia patria que ha sido ahogada, infundiéndole una nueva vida” y “dar contenido ideológico argentino al país entero”. También afirmó públicamente que apelaba a los estados vecinos para que alinearan sus políticas exteriores con la de la Argentina declarando la neutralidad, y reafirmó su intención de seguir una política exterior independiente. Perón hizo declaraciones similares, instando vehementemente a los países vecinos a que se unieran a la Argentina para combatir el imperialismo norteamericano. Esa vehemencia la dejaría de lado tiempo después cuando, días antes de las elecciones de 1946 que lo llevarían a la presidencia, en un reportaje que le hiciera el “New York Times” caracterizó a la administración de Roosevelt como modelo y ejemplo de la democracia social y señaló que los caminos que transitaría en el tema económico, social y laboral se inspirarían en las políticas norteamericanas.
A principios de 1944 se descubrieron tres células de espionaje nazi operando en el país. El canciller Gilbert se lo comunicó al embajador de Estados Unidos Norman Armour (1887-1982) y, por intermedio de éste, le solicitó al gobierno estadounidense el descongelamiento de los depósitos argentinos en Washington. Fue entonces cuando reapareció el secretario de Estado Hull, quien se rehusó argumentando que eso no sería posible hasta que Ramírez eliminase todos los elementos nacionalistas y neutralistas del gobierno argentino. Después de que los servicios de inteligencia de los aliados detuvieran en la isla Trinidad a un diplomático argentino en su camino hacia Berlín, con un poder para comprar armas y una comprometedora carta en la que Ramírez expresaba su simpatía por el Tercer Reich, éste quedó aún más debilitado.
El 15 de enero un terremoto sacudió la ciudad de San Juan. Fue la peor catástrofe de la historia argentina. Causó la muerte de unas diez mil personas y lesiones de distinta consideración a otros tantos miles de habitantes además de provocar cuantiosas pérdidas materiales. El inusitado movimiento de la tierra ocasionó daños de consideración en rutas y caminos, vías férreas, edificios públicos y establecimientos fabriles. El día después del terremoto, Perón anunció por cadena nacional la realización una gran colecta para ayudar a las víctimas, lo que generó una gran movilización de solidaridad con el pueblo sanjuanino. Gente de diversos sectores sociales hizo numerosas donaciones mientras que el Estado desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, organizó numerosas actividades para recaudar fondos. En una de ellas, realizada el 22 de enero en el estadio Luna Park, hizo su aparición pública un personaje que ocuparía un sitio esencial en la historia argentina durante la siguiente década: la actriz Eva María Duarte (1919-1952). Cuando ocurrió el terremoto Perón era influyente dentro del gobierno militar, pero su figura era poco conocida fuera de las filas castrenses. Con sus discursos a través de los medios de comunicación reivindicando la presencia del pueblo en la reconstrucción y concibiéndolo como un sujeto activo, se volvió visible para la sociedad argentina. Tiempo después, tras contraer matrimonio con Eva, él se convertiría en el “Primer trabajador” y ella en la “Abanderada de los humildes”.


Luego de muchas vacilaciones, finalmente el 24 de enero de 1944, ante la enorme presión del gobierno de Estados Unidos, el general Ramírez rompería relaciones con Alemania y Japón, una decisión que fue entendida por los nacionalistas y neutralistas a los que aludía el secretario de Estado Hull como “una concesión de soberanía decisoria al imperialismo yanqui”. Tan sólo un mes después sería echado de la Casa Rosada por los sectores más inflexibles del GOU, un hecho que fue recibido con beneplácito por la Iglesia Católica argentina dado que, en tanto el régimen carecía de respaldo popular, los militares recurrieron  a ella como sustento de legitimidad, consolidando así el mito de la “nación católica” en contra de las amenazas del liberalismo y del socialismo.
El poder quedó en manos del general Farrell mientras que Perón ocuparía las funciones de ministro de Guerra primero y de vicepresidente cinco meses después mientras mantuvo su cargo en la Secretaría de Trabajo y Previsión. En aquel momento ya existían en la Argentina una cantidad de leyes protectoras del trabajo que, sin ser numerosas ni necesariamente respetadas o aplicadas -ya por la displicencia de los dirigentes políticos, ya por la negligencia de los empresarios, favorecidos ambos por la fragmentación de las centrales sindicales-, reflejaban el avance de la legislación social en buena parte del mundo occidental de entonces. Se trataba de leyes paradigmáticas como las del descanso dominical de 1905, la de protección del trabajo infantil de 1907, la de accidentes de trabajo de 1915, la de reglamentación del trabajo a domicilio de 1918, la de jubilaciones de 1924, la de la jornada laboral de ocho horas de 1929 y las de vacaciones pagas, indemnización por despido sin causa y licencia paga por enfermedades de 1933. Desde la Secretaria de Trabajo y Previsión, Perón revitalizó esas leyes y sumó otras como el Estatuto del Peón, que estableció un salario mínimo y procuró mejorar las condiciones de alimentación, vivienda y trabajo de los trabajadores rurales; la creación de Tribunales de Trabajo, que aseguraron sentencias más justas para la clase trabajadora; y el establecimiento del aguinaldo para todos los trabajadores. Por entonces intensificó sus contactos casi diarios con los sindicalistas, con los que armó una sólida alianza que le resultaría fundamental para acceder a la presidencia en 1946.
“El hombre nunca es sólo el hombre, sino es el hombre y sus circunstancias”, aquella metáfora del filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) permite entender el ascenso de la imagen de Perón. Puede decirse que desde ese momento inició formalmente su carrera política, consolidando su doctrina y dando forma a un movimiento hegemónico que trascendería durante décadas en la historia argentina. Indudablemente cuando se habla de alguien, en este caso de un personaje histórico, es imposible medir lo que se sabe con lo que se ignora de ese alguien. Lo cierto es que, para una gran parte de la población argentina, Perón se convertiría en el gran defensor de la clase trabajadora, en un héroe popular. En un pasaje de su drama “Leben des Galilei” (La vida de Galileo), el dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht (1898-1956) ponía en boca de uno de los personajes -Andrea, el hijo de su casera-: “¡Desgraciada la tierra que no tiene héroes!”, a lo que Galileo respondía: “No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes”.

22 de diciembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

XVII. Descontento social y turbulencias

La “Revolución de los Coroneles”, tal como sería conocido el golpe de Estado del 4 de junio de 1943, contó con el apoyo de amplios sectores del arco político y corporativo desconformes con el precario orden liderado por el conservador Castillo. En ese marco, la posibilidad de reformular el mapa del poder político y modificar el panorama de descomposición y crisis institucional generaron expectativas entre los partidos opositores al conservadurismo -encabezados por la Unión Cívica Radical- que criticaron los mecanismos de fraude electoral y el creciente autoritarismo del gobierno. Fue así que, consumado el golpe, el senador nacional y dirigente de la UCR Diego Luis Molinari (1889-1966) envió al general Rawson el siguiente telegrama: “Buenos Aires, 4 de junio de 1943. Al general Arturo Rawson, Casa de gobierno. La mesa directiva del Partido Radical que me honro en presidir, ante los acontecimientos históricos de esta jornada y el pronunciamiento de las fuerzas armadas, triunfantes bajo la jefatura de Ud., en sesión especialmente convocada al efecto, después de oír las proclamas que expresan el plan a desenvolverse por la autoridad que ahora se constituye, ha resuelto prestar a Ud. y al gobierno nacido al calor de las más nobles y puras esperanzas populares, su decidido apoyo, pues entiende que, sin ningún género de duda, la acción ha de desenvolverse sobre la base de los principios que nos han identificado con Ud. en horas no lejanas, cuando juramos, mancomunados, ofrecer nuestras vidas en aras de la liberación de la patria”.
Al conocerse la noticia del levantamiento militar, la agrupación FORJA publicó un documento donde decía: “El derrocamiento del ‘régimen’ constituye la primera etapa de toda política de reconstrucción de la nacionalidad y de expresión auténtica de la soberanía” y alrededor de trescientos de sus militantes, con sus boinas blancas, rodearon al dirigente Darío Alessandro (1916-1999) quien, desde la escalinata del Congreso Nacional, arengó a las tropas a que se orientaran en sentido nacionalista y popular y, en nombre de la agrupación, declamó las exequias de la Década Infame. Por su parte, el diario de orientación socialista “La Vanguardia” observaba en su edición del 5 de junio que “el gobierno del doctor Castillo fue el gobierno de la burla y el sarcasmo. Su gestión administrativa se desenvolvió en el fango de la arbitrariedad, el privilegio, la coima y el peculado. Toleró ministros y funcionarios ladrones y firmó, displicentemente, medidas que importaban negociados. Eligió su sucesor a pesar del clamor de la opinión pública y de la repugnancia de algunos miembros del partido oficial. La fórmula de los grandes deudores de los bancos oficiales contaba con la impunidad oficial”.


Años más tarde, el catedrático estadounidense Joseph Page (1947) observaría en su obra “Perón. A biography” (Perón. Una biografía) que “el gobierno que se inició tuvo la virtud de terminar con la Década Infame, y adoptó algunas medidas de neto corte nacional. Sin embargo, su conformación era muy heterogénea y muchas de las medidas, particularmente en el plano cultural eran directamente reaccionarias. Pero los que no tenían ninguna duda eran la Embajada estadounidense y el Partido Comunista”. Y así fue, ciertamente. El empresario norteamericano Spruille Braden (1894-1978), dueño de la empresa minera Braden Copper Company de Chile, accionista de la multinacional United Fruit Company y futuro embajador en la Argentina, señalaría días después del golpe: “Los fascistas argentinos permanecieron a la sombra mientras la victoria de la Alemania nazi parecía posible ya que tal victoria automáticamente los ubicaba en el poder sin riesgo ni esfuerzo. Alemanes nazis se dieron cuenta de que debían tomar el poder abiertamente y con certeza a fin de preservar el país como base para vencer la guerra ideológica que seguiría al terminar el conflicto armado en Europa y así asegurar la sobrevivencia del fascismo”. Por su parte, el dirigente del P.C. Victorio Codovilla (1894-1970) afirmaba: “El golpe de Estado del 4 de junio fue preparado minuciosamente por agentes nazis. Su objetivo, al mismo tiempo que crear en la Argentina un régimen tipo nazi, era el de servir de punto de apoyo para, primero, contribuir a que el nazismo ganara la guerra en Europa y Asia, segundo, extender los regímenes fascistas a estos países de América Latina, y tercero, en caso de derrota de los nazifascistas en el campo de batalla, conservar una cabecera de puente en América”.
El ideólogo más influyente de la izquierda nacional e historiador argentino Jorge Abelardo Ramos (1921-1994) dio su versión sobre el golpe militar en “La era del peronismo. 1943-1976”. En él escribió: “La revolución del 4 de junio fue recibida por todo el país con un inmenso suspiro de alivio. Todos los partidos e instituciones, sin distinción alguna, desde ‘La Vanguardia’, órgano del Partido Socialista, hasta el radicalismo de todas las tendencias, desde los cabizbajos conservadores hasta los hombres de FORJA, pasando por los nacionalistas, los rupturistas y los neutralistas, los católicos y los liberales, la acogieron con ardorosa esperanza. Naturalmente, esta simpatía se fundaba en un equívoco colosal. Los sumergidos de la Década Infame se sentían interpretados. Los conservadores del viejo régimen confiaban en el ‘cumplimiento de los pactos internacionales’, o sea en la asociación estrecha con las grandes potencias, del mismo modo que todos los rupturistas. Los radicales se veían próximos al poder y reivindicados por la alusión al ‘fraude’. Pero casi todos estaban profundamente equivocados. Ni los propios participantes del golpe palaciego sabían realmente adónde irían a encaminar sus pasos. Entraban bruscamente a la historia pero la conciencia de sí mismos poco tenía que ver con lo que en realidad eran e irían a ser. Era una revolución engendrada por la objetividad misma y preparada por toda la historia anterior. Un solo hecho era claro: el aparato político de la oligarquía sobreviviente desde 1930 había caído del poder como un fruto pútrido”.
Al mediodía del 4 de junio el general Rawson se instaló en la Casa de Gobierno, nombró al almirante en actividad Sabá Héctor Sueyro (1889-1943) como vicepresidente y confirmó al general Ramírez como ministro de Guerra. En su proclama inicial, dirigida a los mandos militares, trató de ganar simpatías denunciando que el comunismo amenazaba con sentar sus bases reales en el país. Sin embargo la división dentro del Ejército era evidente. En su interior se desató una disputa plena de dilemas ideológicos y de ambiciones personales. La composición del gabinete de Rawson incrementó la incertidumbre, ya que estaba compuesto tanto por neutralistas que simpatizaban con el eje como por aliadófilos. La designación de dos ministros de origen conservador, como lo eran José María Rosa (1882-1960) y Horacio Calderón (1869-1950) -el primero simpatizante del Eje y el segundo de los aliados- sin consultar a los coroneles que lo habían instalado en el gobierno, profundizó la crisis. Rawson acostumbraba a comer todos los viernes con ellos en el Jockey Club. Eran amigos a pesar de sus antagonismos doctrinarios. Fue por eso que decidió nombrarlos ministro de Hacienda al primero y de Justicia al segundo. Los coroneles rupturistas objetaron a Rosa, los neutralistas a Calderón y todos a Rawson, que por alguna extraña razón rehusó ceder ante las presiones militares. Esa obstinación le costaría la presidencia 48 horas más tarde.


Los jefes militares pro-aliados de Campo de Mayo y los coroneles nacionalistas que, como Perón, se movían detrás del general Ramírez, convergieron en la idea de que Rawson debía renunciar. Ante semejante presión y viendo que no podía consolidar su liderazgo debió dar un paso al costado sin siquiera haber llegado a jurar formalmente como presidente del gobierno provisional. Con su desplazamiento quedaba de manifiesto que el GOU tenía el control de la situación y exigía que la primera magistratura estuviese en manos de alguien que fuese permeable a sus reclamos e iniciativas. El elegido fue el general Ramírez, quien nombró al general Farell como ministro de Guerra y éste, a su vez, a su amigo Perón como jefe de la secretaría del ministerio. De este modo, Perón, que ejercía cierta fascinación sobre su superior, un admirador de sus cualidades de trabajo, llegó a tener en sus manos el control sobre la oficialidad del Ejército.
El propio Perón contaría años más tarde la intimidad de aquellos episodios. “Nos dicen que Rawson va a jurar como presidente el día 6 y que ya ha nombrado a dos ministros. En el mando de la Primera División se empiezan a dejar caer los coroneles y a decirme ‘Che Perón… ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién ha traído a ése? ¡Ah, esto no puede ser!’. Y designaron a cinco coroneles para que le exigiéramos la renuncia, y si se resistía, le tiráramos por la ventana. Creo que fuimos designados Mascaró (que era el más antiguo y respetábamos mucho su opinión), Anaya, Agüero, Fragueiro y yo. Muy bien, llegamos a la Casa de Gobierno los cinco coroneles con el capote (pues hacía mucho frío) y todos con la pistola 45 debajo del capote. ‘Queremos ver al general Rawson’, dijimos. ¿Para qué? Bueno, ahora vamos a decirle a él para qué’. Entramos en el despacho, cerramos la puerta y nos quedamos parados delante. Él sentado en la mesa presidencial. ‘¿Qué? ¿A qué vienen ustedes?’. ‘Hemos venido a que renuncie’. Así se lo dijimos. ‘Pero, ¿cómo?’. ‘Sí señor, porque nos llama la atención que usted sea el presidente. Padito Ramírez me ha dicho que sea yo el presidente (Padito era el sobrenombre con que Perón lo llamaba a Ramírez)’. ‘En cualquier caso -añadió-, no tomaré ninguna decisión hasta que no venga Padito. Renuncie antes que venga el general Ramírez’, insistimos. ‘¿Y si me niego?’. ‘Si se niega, tenemos orden de tirarle por la ventana’. Entonces él renunció y nosotros nos quedamos en Casa de Gobierno. ¡Era un colado! ¡Un tipo que se había metido de prepotente! Una vez que lo renunciamos, llegó Ramírez. ‘Usted se va a quedar’. Y lo pusimos de presidente”.
El 7 de junio una acordada de la Corte Suprema reconoció al nuevo gobierno, admitiendo así la coexistencia de un poder de facto y un Poder Judicial de derecho. Ramírez hizo prohibir el término de “gobierno provisional” y declaró públicamente que la tarea de su gobierno era “renovar el espíritu nacional y la conciencia patria” y “dar contenido ideológico argentino al país entero”, pero las pugnas que marcaban la interna militar continuaron. Mientras Ramírez afirmaba que el Ejército se había movido para dar solución a la angustiosa situación en que se hallaba la “masa trabajadora”, muchos militares consideraban que el país exigía una conducción militar firme para enfrentar, cuando fuera el momento, las cuestiones de la posguerra y eliminar “el fantasma del comunismo” que se erguiría amenazante en una elección popular. Para otros, el GOU había hecho destrozos en lo más sólido del Ejército, es decir “la disciplina y la confianza en los jefes”. Muchas amistades se quebraron en las filas del Ejército. Caracterizadas por los personalismos, una vez más se hicieron notorias las diferencias en el seno de las fuerzas armadas, sobre todo entre la Marina y el Ejército.


Además, en el gabinete de Ramírez, al igual que en el de Rawson, las posiciones se dirimían entre neutralistas y aliadófilos. Incluso se conoció la existencia de un pequeño grupo de oficiales descontentos, dispuestos a intervenir de nuevo y cambiar el rumbo de la Revolución original. En ese sentido, tanto Farrell como Perón, que soportaron muchos ataques de algunos camaradas de armas, se mostraron cautos en sus deseos de marginar al presidente Ramírez. Fue por entonces que éste, decidido a acallar las voces disidentes, disolvió el Congreso Nacional, intervino la CGT Nº 2 -donde se habían organizado los sindicatos comunistas-, las universidades y los principales gremios y disolvió los partidos políticos. Estas medidas abrieron una confrontación con amplios sectores políticos y sociales, y en especial con el movimiento estudiantil. En ese sentido, ordenó el allanamiento de unos cincuenta centros estudiantiles y dispuso la disolución de la Federación Universitaria Argentina (FUA), algo que generó que escritores, diplomáticos, políticos y abogados firmaran una solicitada reclamando la vuelta a la democracia. Como respuesta, Ramírez procedió a declarar cesantes de los puestos que ocupaban a muchos de los firmantes.
Con el nombramiento como ministro de Justicia e Instrucción Pública del director de la Biblioteca Nacional Gustavo Martínez Zuviría (1883-1962) -quien bajo el seudónimo de Hugo Wast había publicado numerosas obras literarias de neto corte antisemita-, creció el temor a ataques a la comunidad judía. Los prejuicios racistas y discriminatorios de la época no eran pocos, y esa aprensión se hizo más notable con la designación del coronel Luís César Perlinger (1892-1973) al frente del Ministro del Interior. Miembro del sector más nacionalista del GOU, en sus disertaciones proponía “cultivar y mantener nuestra personalidad dentro del tronco institutor, que es criollo, por lo tanto hispánico, católico, apostólico y romano”. Para Martínez Zuviría la escuela laica era “una invención diabólica”, por lo que inició una campaña moralizadora que incluyó la obligatoriedad de la enseñanza de la religión católica en todas las escuelas públicas del país, la prohibición del uso del lunfardo en las radios y la censura de algunas letras de tangos.
Por su parte Perlinger, para quien la dignificación de la mujer consistía en “no sustraerla de su menester específico”, se ocupó de clausurar las oficinas de la Junta para la Victoria, una organización que aglutinaba mujeres de todos los estratos sociales que confluían en su oposición a los autoritarismos. Fue una época en la que las mujeres habían comenzado a discutir, a opinar, a criticar y a evaluar la política argentina a la luz de un clima de época que exigía respuestas, y pretendían, según lo indicaba el artículo 1º de los estatutos de la organización, “unir a las mujeres democráticas para prestar ayuda moral y material a los que luchan contra el fascismo, para estabilizar la paz, para defender los derechos de la mujer y solucionar los problemas de la salud y la educación de los niños”.


Ramírez también designó como ministro de Relaciones Exteriores al contralmirante Segundo Storni (1876-1954), un nacionalista aliadófilo partidario de que la Argentina rompiera relaciones con el Eje. Éste le envió una carta personal al Secretario de Estado norteamericano, Cordell Hull (1871-1955), anticipándole que era intención de Argentina romper esas relaciones, pero también le solicitaba paciencia para ir creando el clima rupturista en el país y que Estados Unidos tuviese algún gesto en materia de suministro de armamentos para ir aislando a los neutralistas. Hull, con el fin de presionar al gobierno argentino, hizo pública la carta de Storni, cuestionando además en duros términos el neutralismo argentino. El hecho produjo un recrudecimiento del ya fuerte sentimiento antinorteamericano, sobre todo en las Fuerzas Armadas, llevando a la renuncia de Storni y a su reemplazo por el coronel Alberto Gilbert (1887-1973).
En cuanto al primordial Ministerio de Hacienda, Ramírez nombró a Jorge Santamarina (1891-1953), quien fuera presidente del Banco de la Nación Argentina durante la Década Infame y, por entonces, dirigente de la Sociedad Rural Argentina además de un poderoso hacendado. Rápidamente el ministro recibió el apoyo de los grandes propietarios de tierras en la región pampeana, de la Junta Reguladora de Granos, de la Unión Industrial Argentina y de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, todos ellos representantes de los sectores económicamente más poderosos del país. Su elección fue recibida con agrado tanto por el gobierno británico como por el estadounidense. Los diarios “The Times” y “Washington Post” coincidieron en que el régimen anterior había producido un quebranto en el comercio exterior y un enfriamiento en sus relaciones con sus países. Santamarina no tardó en declarar que era preciso examinar la naturaleza del intervencionismo estatal en la economía privada y estudiar con cuidado hasta qué punto era conveniente moderarlo o suprimirlo para “asegurar el desenvolvimiento de la iniciativa privada con el mínimo de trabas”.

20 de diciembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

XVI. Un castillo de naipes

En “Mañana es San Perón” el historiador argentino Mariano Plotkin (1961) se explayó sobre el tema: “El fuerte nacionalismo, el ultra catolicismo y el ferviente anticomunismo fueron los lineamientos generales para que la logia captara en un primer momento las adhesiones de los sectores más conservadores de la sociedad argentina. Como bien fue manifestado en su primer documento, muchas de las directivas del GOU estaban en sintonía con la posibilidad de una situación de guerra. En este sentido, los militares -autoproclamados protectores de la política de defensa nacional- interpretaron lo estatal sobre la base de esa lógica de conmoción”. Y en otro apartado explicó que, para los miembros del GOU, “los enemigos podían llegar a ser los Estados Unidos, los comunistas, los socialistas, los conservadores, como así también la masonería ‘creación judía apoyada por las fuerzas de extraordinaria importancia. Es una temible organización secreta de carácter internacional y por lo tanto enemiga del Estado y del Ejército por antonomasia’. También bajo esta idea muy amplia entraba el Rotary Club, una ‘institución similar y verdadera red de espionaje y propaganda internacional judía al servicio de Estados Unidos’”.
“Para ellos -dice Plotkin-, el sindicalismo argentino estaba contaminado por el germen del comunismo internacional, mientras que la problemática de las desigualdades sociales y sus derivaciones en la vida económica perturbaban la paz social de la República. Del mismo modo, para el GOU la posible democratización del sistema político luego de la experiencia conservadora era un tema de principal importancia. Desde un primer momento los miembros del grupo consideraban que ‘el pueblo no será tampoco quien elija su propio destino, sino que será llevado hacia el abismo por los políticos corrompidos y vendidos al enemigo. La ley ha pasado a ser el instrumento que los políticos ponen en acción para servir sus propios intereses personales en perjuicio del Estado. Algunos desean que el ejército se haga cargo de la situación, otros encaran el asunto por el lado nacionalista, otros por el comunismo y los demás se desentienden de todo mientras puedan vivir’”.
Al respecto, en otro de los documentos del GOU puede leerse: “En tanto los capitalistas hacen su agosto, los intermediarios explotan al productor y al consumidor. El gobernante se cruza de brazos ante el aparente panorama de bienestar; los pobres no comen ni se calzan ni visten conforme a sus necesidades. Las ciudades y los campos están poblados de lamentaciones que nadie oye; el productor estrangulado por el acaparador, el obrero explotado por el patrón y el consumidor literalmente robado por el comerciante. Tal es el panorama. El político al servicio del acaparador, de las compañías extranjeras y del comerciante judío y explotador desconsiderado mediante la paga correspondiente. La solución está precisamente en la supresión del intermediario político, social y económico. Para lo cual es necesario que el Estado se convierta en órgano regulador de la riqueza, director de la política y armonizador social. Ello implica la desaparición del político profesional, la anulación del negociante acaparador y la extirpación del agitador social”.


El politólogo uruguayo Alberto Spektorowoski (1952) analizó en su ensayo “Argentina 1930-1940. Nacionalismo integral, justicia social y clase obrera” las ideas imperantes en la Argentina de entonces. Dentro de las distintas variables del nacionalismo, los temas de la justicia social y del desarrollo industrial eran temas centrales, y a esas cuestiones no fue ajeno Perón. “Puede decirse que sus pensamientos de esta hora reflejan el clima de ideas que se vivía en el país y en el mundo en esos años y que él, en su intuición, las ponderó para orientar su praxis inicial: estas ideas básicamente tenían que ver sobre el nuevo rol del Estado y la relación con las masas, centradas en la cuestión social y el industrialismo, ideas en discusión en la sociedad argentina durante las décadas anteriores y que Perón percibió desde su cultura militar de la ‘Nación en armas’. Hay algunos temas centrales en su pensamiento: Un primer punto es el de la ‘organización’ tema que lo impresionó en sus experiencias de Alemania e Italia. ‘La organización es, sin duda, un imperativo importante de estos tiempos. No hay nada sin organización’. Librada a sí misma, a su espontaneidad, la sociedad es desordenada y amenaza a la integridad del cuerpo social y la unidad nacional. Sin organización, la sociedad se precipita en la disolución y anarquía. Los trabajadores, la ‘masa trabajadora’, son un dato inherente a la sociedad moderna que el Estado debe integrar. Libradas a sí mismas, sin organización, son un hecho amenazador: ‘las masas inorgánicas son siempre más peligrosas para el Estado y para sí mismas. Una masa trabajadora inorgánica como la que querrían algunas personas, es un fácil caldo de cultivo para las más extrañas concepciones políticas e ideológicas’”.
El clima socio-político imperante en el mes de mayo de aquel año era por demás efervescente. Pese a las continuas advertencias de sus asesores, el presidente Castillo desestimó toda posibilidad de un golpe de Estado. Incluso el dirigente de la FORJA Arturo Jauretche le había alertado a Castillo: “Si usted otorga mayor importancia a sus compromisos con los políticos conservadores que al Ejército, éste dejará de apoyarlo”. A pesar de esto, el pronunciamiento era inminente y no sólo el que promovían los integrantes del GOU. El ya mencionado general Arturo Rawson, sin vinculaciones con la logia, también realizaba sus maniobras para derrocar al gobierno. Rawson era un ferviente católico, miembro del conservador Partido Demócrata Nacional y de una tradicional familia de la aristocracia argentina que mantenía contactos con el sector más conservador del radicalismo. Dirigía un grupo de conspiradores que simpatizaban con los aliados que sería conocido como “los generales del Jousten”, dado que el lugar donde se reunían era el restaurante del hotel Jousten ubicado en la avenida Corrientes y 25 de Mayo, el mismo en el que espías alemanes e ingleses se daban cita con nombres supuestos, pasaportes falsos y profesiones aparentes.


El investigador argentino Julio Mutti (1978) cuenta en su ensayoGolpe de 1943: causas y papel real del GOU”: “La situación finalmente eclosionó a finales del mes de mayo de 1943. El aroma a golpe podía olerse en el aire porteño. Los radicales, con Juan Cook a la cabeza, no tuvieron mejor idea que ofrecer la candidatura presidencial al ministro Ramírez, quien en un principio parecía bastante entusiasmado. Pero Castillo se anotició de la jugada de su ministro nacionalista y pronto entraron en conflicto”. Efectivamente, al enterarse Castillo de la componenda, echó por decreto a Ramírez, le impuso un arresto que debía cumplir en las oficinas del Ministerio de Guerra y nombró al almirante Mario Fincati (1865-1962) en su lugar. “Entonces Ramírez -continúa Mutti- comenzó a moverse en las sombras. El coronel Enrique P. González, del GOU, como en tantas otras oportunidades, tomó la iniciativa. Ramírez dio libertad a la logia y les recomendó que hallaran a un general con mando de tropa que les permitiera montar la revolución. Pronto hallaron dispuesto al general Arturo Rawson, quien siempre dijo que tenía a su propio grupo de insurrectos. La noche del 3 de junio, todos los conjurados más importantes se reunieron en Campo de Mayo para ultimar detalles y coordinar el golpe que al día siguiente derrocaría a Castillo. Pronto se unieron los comandantes de tropas. Esa fría noche había catorce líderes militares; solo tres eran oficiales del GOU. Perón estaba citado a Campo de Mayo, pero no apareció en todo el día o esa noche. Y el día 4 sólo hizo su aparición cuando era un hecho que la revolución había triunfado”.
En la citada reunión en Campo de Mayo, Ramírez expuso los postulados que justificaban el movimiento: la eliminación de la candidatura de Patrón Costas a la presidencia de la República, la disolución o depuración de los partidos políticos y el llamamiento a elecciones basadas en comicios limpios en reemplazo de la baja politiquería de los comités utilizada hasta entonces. Aunque no contaba con muchas fuerzas militares, Rawson aceptó hacerse cargo del alzamiento, sobre todo gracias al apoyo que obtuvo del comandante de la Brigada de Caballería de Campo de Mayo, el coronel Elbio Anaya (1889-1986), y del director de la Escuela de Caballería, el coronel Leopoldo Ornstein (1898-1973). Entre los militares a quienes Rawson invitó a sumarse al levantamiento figuraba el coronel Perón, quién se excusó y manifestó que invitaría a su viejo amigo el general Farrell, pero éste se excusó igualmente y no quiso intervenir. Sin embargo, esa misma noche, desde el Comité Nacional de la UCR se lanzaba un comunicado interno que decía: “Hay oficiales radicales en la conspiración y también anda un coronel, no muy radical pero bastante culto para ser militar, un tal Juan Perón”.


Daniel Muchnik (1941), periodista e historiador argentino, cuenta en su obra “La Revolución del 43. Los primeros pasos del peronismo” los pormenores de aquella jornada: “En la madrugada del 4 de junio de 1943 el movimiento militar dirigido por el GOU depuso al presidente Castillo. El diario ‘La Nación’ publicó en la tapa de su edición la fotografía del general Arturo Rawson, aparente jefe del movimiento (así lo afirmaba), quien asumió la condición principal con bastón de mando, en los balcones de la Casa Rosada. Hasta Plaza de Mayo una columna militar que salió de Campo de Mayo, al desfilar ante el edificio de la Escuela de Mecánica de la Armada, en lo que es hoy la Av. del Libertador, mantuvo un fiero tiroteo con la gente de la Marina que no se había plegado a la toma del poder. Se registraron más de 80 muertos. El desconcierto ganó las calles. Algunos despistados creían que era un rescate de la imagen de Yrigoyen, fallecido hacía una década. Pero los ultras y pronazis proclamaron a los gritos que el golpe militar servía para ‘salvar a la patria de la demagogia radical, la corrupción parlamentaria y, sobre todo, del avance del comunismo’”.
En un primer momento Castillo intentó preservar su gobierno refugiándose en el buque “Drummond”, un rastreador de la Marina de Guerra con el que viajó hasta La Plata donde finalmente firmó su renuncia. A su regreso fue detenido por unas semanas y, tras su liberación, viajó al Uruguay y allí se exilió un tiempo hasta que regresó a una casa familiar en la provincia de Buenos Aires, totalmente retirado de la actividad política. Quince meses después de su derrocamiento falleció teniendo en su cuenta corriente únicamente 47 pesos con 25 centavos. El costo del sepelio ascendía a 290 pesos. Sus amigos tuvieron que pagarlo. Con el paso de los años se lo recordaría como un abogado que fue durante muchos años profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, donde llegó a ocupar el decanato; por su paso como gobernador de facto de la provincia de Tucumán tras el golpe de 1930; por sus puestos de ministro de Justicia e Instrucción Pública y del Interior durante el gobierno de Justo; por haber llegado a la vicepresidencia tras las fraudulentas elecciones de 1937 integrando la fórmula con Ortiz; por haber sido el 23º presidente constitucional de la Argentina tras la muerte de aquél; y por haber mantenido la neutralidad argentina en la 2º Guerra Mundial a pesar de las presiones diplomáticas de los Estados Unidos. Desde un punto de vista humorístico, también se lo recuerda por evitar firmar los documentos abreviando su segundo nombre -Antonio- con una “S” en vez de la “A” ya que podía leerse como “Ramona”, y por el complejo que tenía con su baja estatura física, lo que lo llevó a ponerse en puntas de pie durante los actos protocolares.
Entre el 26 y el 29 de marzo de 1970, el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez (1934-2010) entrevistó a Perón en Madrid. Parte de la grabación de esa charla fue publicada en la revista “Panorama” y años más tarde publicadas íntegramente en el libro “Las memorias del general”. Así relató Perón los sucesos de junio de 1943: “A mi regreso de Europa, en una reunión secreta, informé lo que había visto. El ministro de Guerra me encontró razón, pero los otros generales cavernícolas, que pretendían convertir al Ejército en una guardia pretoriana, me acusaron de comunista. Se resolvió sacarme de circulación: fui a parar a Mendoza, como director del Centro de Instrucción de Montaña. Allí pasé ocho meses, hasta que me nombraron en la Inspección de Tropas de Montaña. Fue entonces cuando se presentaron ante mí ocho o diez coroneles jóvenes, que habían escuchado mi conferencia secreta y me ofrecían su adhesión. ‘No hemos perdido el tiempo’, me dijeron. ‘Hemos organizado en el Ejército una fuerza con la cual podemos tomar el poder en veinticuatro horas’. Era el GOU, Grupo de Oficiales Unidos. En aquel momento estaba por elegirse a Robustiano Patrón Costas como presidente, en uno de esos ‘fraudes patrióticos’ que preparaban los conservadores en nuestro país. Los coroneles me dieron un susto de la ‘madonna’: era el destino el que se me ponía por delante. Les dije: ‘Muchachos, espérense. Tomar el gobierno es algo demasiado serio. Con eso no se puede jugar. Dénme diez días para pensarlo’”.


“Lo primero que hice -continuó Perón- fue llamar a Patrón Costas, con quien teníamos amigos comunes. Lo invité a pasar por casa. Allí se quedó cinco horas hablando conmigo. Era un hombre inteligente. Comprendió mis explicaciones sobre el nuevo giro que tomaban las cosas en el mundo con gran penetración y rapidez. Le dije que no aceptara la candidatura presidencial porque no llegaría a la elección. O en el caso de que llegara, lo iban a sacar del puesto enseguida. Tan convencido quedó el hombre luego de hablar conmigo, que hasta me dio la impresión de que quería acompañarme. Llamé entonces a los radicales. Cuando vi que el apoyo era grande, llamé al grupo de coroneles y les dije que en efecto algo se podía hacer. Toda revolución implica dos hechos: el primero es la preparación humana, el segundo la preparación técnica. De la preparación humana se encargan un realizador y cien mil predicadores, pero para la otra hay que formar un organismo de estudio que fijará los objetivos ideológicos y políticos de la revolución y preparará los planes para realizarla. Luego de esta reunión, los muchachos dijeron: ‘Está bien, tomaremos el gobierno’”.
No hay uniformidad de criterios entre los historiadores en cuanto a si fue o no Perón quién redactó el manifiesto público tras el golpe de Estado. Como quiera que fuese, la proclama de los militares rebeldes decía que “se ha defraudado a los argentinos, adoptando como sistema la venalidad, el fraude, el peculado, y la corrupción” y “se ha llevado al pueblo al escepticismo y a la postración moral, desvinculándolo de la cosa pública, explotándolo en beneficio de siniestros personajes movidos por las más viles pasiones”. Por esta razón “las Fuerzas Armadas, fieles y celosas guardianas del honor y tradiciones de la patria, como asimismo del bienestar, los derechos y libertades del pueblo argentino deciden cumplir el deber de esta hora” y propugnan “la honradez administrativa, la unión de todos los argentinos, el castigo de los culpables y la restitución al Estado de todos los bienes malhabidos”. Se comprometen a luchar por “mantener una real e integral soberanía de la nación, por cumplir firmemente el imperativo de su tradición histórica, por hacer efectiva una absoluta, verdadera y real unión y colaboración americana y cumplimiento de los pactos y compromisos internacionales”.