28 de junio de 2020

Mario Monteforte Toledo, entre el rocío del paraíso y el veneno de la serpiente


El crítico literario dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) sostenía, en su libro "Las corrientes literarias en la América Hispánica", que gran parte de la literatura de la segunda mitad del siglo XX expone "los problemas sociales, o al menos describe situaciones sociales que contienen en germen los problemas. Normalmente es la novela el género que con más frecuencia apunta a estos aspectos de la sociedad en los tiempos modernos".
Superados los tiempos del descubrimiento, los de la creación de una sociedad nueva en una geografía distinta, los del florecimiento del mundo colonial, los de la declaración de la independencia política y los del espíritu romántico, anárquico y de organización que sucedieron, surgió una camada de escritores cuya literatura experimentó tanto en las formas como en los contenidos de sus obras.
Aparecieron los temas americanos desarrollados en un ambiente criollo -donde se planteaba la antinomia entre civilización y barbarie- en escritores como el mexicano Mariano Azuela (1873-1952), el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937), el venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969), los argentinos Benito Lynch (1885-1952) y Ricardo Güiraldes (1886-1927) y el colombiano José Eustasio Rivera (1888-1928) por citar algunos de los más destacados.
El ensayista argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000) aseguraba en su "Historia de la literatura hispanoamericana" de 1954 que "muchos novelistas contemporáneos del cono sur americano presentaron los temas americanos de los mayores pero con la imaginación entrenada en la literatura de vanguardia -la vanguardia de la entreguerra de 1918 a 1939- y así se vincularon a la promoción siguiente de narradores más experimentados con la forma y el lenguaje". De este modo se refiere a la generación de escritores hispanoamericanos comprendida entre 1925 y 1940 -nacidos de 1900 a 1915-, en la que se incluye a Mario Monteforte Toledo, el notable escritor guatemalteco nacido el 15 de septiembre de 1911.


Monteforte Toledo, un gran admirador de la cultura indígena de su país, asumió en su obra la complejidad y el compromiso: siendo un escritor que dejaba traslucir en sus páginas claras reivindicaciones políticas y sociales relacionadas con la indigna explotación del campesinado guatemalteco, no abandonó jamás el tono lírico y sentimental de los mejores narradores de la generación precedente.
Estas características se hicieron evidentes a lo largo de su obra novelística: "Anaité" (1948), "La piedra y la cruz" (1949), "La cueva sin quietud" (1950), "Donde acaban los caminos" (1952), "Una manera de morir" (1957), "Llegaron del mar" (1966), "Los desencantados" (1974), "Unas vísperas muy largas (1996) y "Los adoradores de la muerte" (2000), en las que abordó los conflictos del hombre inmerso en una sociedad convulsionada por las contradicciones entre indios y blancos, paisanos y extranjeros, habitantes de la ciudad y campesinos.
Su técnica narrativa ha sido comparada a la del estadounidense John Dos Passos (1896-1970) y su temática concuerda con la de su connacional Miguel Angel Asturias (1899-1974), aunque se le reconoce una expresión de protesta más directa, aproximándolo a autores como los peruanos José María Arguedas (1911-1969) y Ciro Alegría (1909-1967) y el ecuatoriano Jorge Icaza (1906-1978).


El crítico literario peruano Luis Alberto Sánchez (1900-1994), en su "Proceso y contenido de la novela hispanoamericana" (1953), lo incluyó entre los narradores de tendencia subjetiva, pero también lo mencionó entre sus contrarios, aquéllos que construyeron su literatura a partir de un punto de vista objetivo. "No puede aseverarse que Monteforte sea sólo un autor indigenista, a pesar de haber abordado en sus obras esta temática, usando el léxico apropiado. Puestos a ser ambiguos, y a aceptar este adjetivo sin connotaciones peyorativas, Monteforte posee temperamento lírico, siendo poeta antes que novelista o, mejor, es novelista porque es poeta".
En "Una manera de morir" puede leerse: "La gente cree que la libertad consiste en gritar y exponer los defectos de las leyes y de los que las aplican. La libertad es mucho de soledad, de tiempo para acordarse de uno mismo y sobre todo de capacidad para no someterse. No es que uno haga algo; basta que se sepa con fuerzas para poder hacerlo". Y en "Donde acaban los caminos" expuso sus dudas, contempló su razón y la comparó con la sabiduría inocente del campesino, que sabía colocar a cada uno en el lugar que le correspondía: "En vano he buscado a mis congéneres, a la gente que piensa como yo. Sé que existen, la hay, por todo el mundo, y anda acorralada y perdida y confusa como yo. Pero, ¿dónde está?".
Aquel que de niño se fascinaba con la lectura de Julio Verne (1828-1905) y Emilio Salgari (1862-1911), que en su adolescencia lo hacía con James Joyce (1882-1941) y, sobre todo, con Ezra Pound (1885-1972) -cuya obra se convirtió en su "más profunda y constante escuela literaria", según sus propias palabras-, también se dedicó a la política, llegando a ser diputado y más tarde vicepresidente de la República. Sin embargo, su trayectoria política se vio bruscamente truncada tras el golpe de estado de 1954 propiciado por el gobierno norteamericano, por lo que tuvo que salir de Guatemala para vivir en el exilio.


Esos años los pasó en Francia, Inglaterra, España, Ecuador, Estados Unidos y -principalmente- México. En París estudió sociología, ciencias políticas, historia y arte, y frecuentó la casa de la poetisa, escritora y dramaturga estadounidense Gertrude Stein (1874-1946), quien despertó su pasión por la literatura norteamericana y la Generación Perdida (grupo de escritores de ese país que vivió en París y otras ciudades europeas desde la Segunda Guerra Mundial hasta la Gran Depresión). En Madrid entabló amistad con los poetas León Felipe (1884-1968), Juan Rejano (1903-1976) y Bernardo Clariana (1912-1962).
Más tarde, en Londres, trabajó con el crítico literario y escritor británico Cyril Connolly (1903-1974) en la revista "Horizon", donde escribían también gran cantidad de intelectuales antifascistas como Benedetto Croce (1866-1952), André Gide (1869-1951), Aldous Huxley (1894-1963) y Arthur Koestler (1905-1983); y luego, en Nueva York, conoció a Dylan Thomas (1914-1953), cuya poesía tradujo al español, algo que más adelante haría con la de Emily Dickinson (1830-1886), Thomas S. Eliot (1888-1965) y Wystan H. Auden (1907-1973) entre otros distinguidos poetas.
Ya en México, sobrevivió ejerciendo la docencia y la investigación en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma (UNAM), donde su trabajo le ameritó el Águila Azteca, el máximo reconocimiento del gobierno mexicano a los extranjeros que enriquecieron su cultura nacional. Luego, después de más de tres décadas y media, regresó a Guatemala. En una entrevista, el escritor respondió a la pregunta de qué era lo peor del exilio: "El retorno, y encontrar que las mujeres que uno ama son abuelas o ya aman a otro". Allí reanudó sus estudios en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales y se graduó como abogado y notario, una carrera que había abandonado en 1944 cuando se produjo la llamada Revolución Universitaria y un hermano suyo de apenas dieciséis años fue asesinado por la policía en una manifestación de estudiantes.


Alternando con su obra novelística, también escribió algunos libros de cuentos como "La cueva sin quietud" (1949), "Cuentos de derrota y esperanza" (1962) y "La isla de las navajas" (1993); obras de teatro como "El santo del fuego" (1977), "La noche de los cascabeles" (1988), "El escondido" (1994) y "La torre de papel" (1995). También se destacó como ensayista, fundamentalmente sobre temas sociológicos y políticos. En ese sentido pueden mencionarse "Guatemala. Monografía sociológica" (1959), "Izquierdas y derechas en Latinoamérica. Sus conflictos internos" (1968), "Mirada sobre Latinoamérica" (1975), "Literatura, ideología y lenguaje" (1983), "Centroamérica. Subdesarrollo y dependencia" (1983), "Los signos del hombre" (1984), "Las formas y los días. El barroco en Guatemala" (1989) y "Palabras del retorno" (1992).
Además, escribió aproximadamente unos 2.500 artículos para diversos diarios y revistas, en muchos de los cuales denunció las intervenciones en la región del gobierno de Estados Unidos y de la United Fruit Company, una empresa que producía y comercializaba frutas tropicales cultivadas en las llamadas "repúblicas bananeras" de América Latina y que, para mantener sus operaciones con el mayor margen posible de ganancias, sobornaba políticos y auspiciaba golpes de Estado.
Mario Monteforte Toledo, quien se describió a sí mismo como "un testigo del siglo XX", murió por problemas cardiacos el 11 de septiembre de 2003, unos días antes de cumplir noventa y dos años de edad. Sus restos fueron incinerados; parte de las cenizas de "el último gigante de las letras guatemaltecas" -tal como lo describió la prensa en sus artículos necrológicos- fueron enterradas en el Cementerio General, en el centro de la capital, y el resto esparcidas en el Lago de Panajachel.


"El culto mayor de mi vida -escribió en uno de sus ensayos- es la búsqueda de la libertad y el sentido de la realidad y lo de adentro del ser humano; esa lucha no es un deporte sino una necesidad intelectual y física constante y creciente. Escribir es la actividad más frustrante, menos reconocida y más absorbente que se pueda elegir. Yo escribo porque es lo único que sé medio hacer y segundo porque soy testigo o protagonista de muchas de las cosas ocurridas en siglo XX y creo que deben conocerse mejor. No pretendo ni transmitir experiencias útiles porque los consejos no se siguen y todos andamos cometiendo los mismos errores de nuestros antepasados".

24 de junio de 2020

La Argentina y sus escritores malditos


Existieron en la Argentina algunos autores que por las características de sus obras, muchas veces repulsivas, otras tantas incomprendidas, fueron desplazados a algún oscuro rincón de la memoria colectiva. Fueron escritores incómodos que sobrepasaron la moral dominante, que fueron a contramano de los paradigmas de su época. Esa suerte de anatematización ha recorrido la historia de la literatura no como un fantasma sino como una presencia incómoda tanto para la sociedad como para el propio ambiente literario. Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher y Alejandra Pizarnik, sólo por citar a algunos, se encuentran en esa incómoda casilla de los escritores considerados malditos.
La necesidad de clasificar sus textos, llevó a interpretar el imaginario de estos autores a través de la estética del “neobarroso” (una suerte de mezcla entre el barroco y el barro rioplatense). Este movimiento latinoamericano se distingue por aquel movimiento común de la lengua española que tiene sus matices en el caribe (musicalidad, gracia, artificio, picaresca), que convierten al barroco en una propuesta y que tiene sus diferentes matices en el Río de la Plata (racionalismo, ironía, ingenio, nostalgia, escepticismo, psicologismo).
Osvaldo Lamborghini nació en Necochea, Buenos Aires, el 12 de abril de 1940. Poco antes de cumplir los treinta años, en 1969, apareció su primer libro, “El fiord”, que había sido escrito unos años antes. Era un pequeño librito que se vendió mucho tiempo mediante el trámite de solicitárselo discretamente al vendedor en una sola librería de Buenos Aires. Aunque no fue nunca reeditado en vida de su autor, recorrió un largo camino y cumplió el cometido de los grandes libros: fundar un mito. En 1973 apareció su segundo libro, “Sebregondi retrocede”, cuya recepción en el ambiente de las letras fue polémica. Lo común de sus textos era la decadencia de los seres humanos, la cual se podía llevar a cabo por tres tipos de violencia: física, sexual y psicológica. Así, en sus textos todos habían sufrido algún tipo de abuso o eran generadores de uno.
Poco después formó parte de la dirección de una revista de vanguardia, “Literal”, donde publicó algunos textos críticos y poemas, los que, por algún motivo, causaron una impresión más enfática que su prosa. Durante el resto de la década del ‘70, sus publicaciones fueron casuales o directamente extravagantes: sus dos grandes poemas, “Los Tadeys” y “Die Verneinung” (La negación), aparecieron en revistas norteamericanas. Unos pocos relatos, algún poema y escasos manuscritos lograron circular entre sus numerosos admiradores.
Pasó por entonces varios años fuera de Buenos Aires, en Mar del Plata o en Coronel Pringles. En 1980 salió su tercer y último libro, “Poemas”, y poco después viajó a Barcelona, de donde regresó, enfermo, en 1982. Convaleciente en Mar del Plata, escribió una novela, “Las hijas de Hegel”, por cuya publicación no se preocupó (no se ocupó siquiera de mecanografiarla). Luego volvió a irse a Barcelona, donde murió víctima de un infarto el 18 de noviembre de 1985 a los cuarenta y cinco años de edad.
Esos últimos tres años, que pasó en una reclusión casi absoluta, fueron increíblemente fecundos. Su talento reveló una obra amplia y sorprendente, que culminó en el ciclo “Tadeys” (tres novelas, la última inconclusa, y una voluminosa carpeta repleta de notas y relatos) y los siete tomos del “Teatro proletario de cámara”, una experiencia poética-narrativa-gráfica en la que trabajaba al morir.
Gran cultor del género epistolar, también escribió una innumerable cantidad de cartas, las que eran para él una manera de sortear la ansiedad por un texto que no terminaba de escribir. En ellas jugaba a la ficción, se inventaba un personaje para sí a la vez que planteaba microensayos sobre literatura. En una carta de febrero del ‘77, por ejemplo, le decía al escritor argentino César Aira (1949): “Escribo, pero todo lo que escribo pertenece al género de los 'inéditos', los textos póstumos de un gran escritor. Doble sabor de muerte y de gloria”. Y más adelante seguía: “Escribo como si ya estuviera muerto y canonizado pero como no siempre logro leerme así, lo que ocurre es una sensación de completo derrumbe. El único escaso consuelo sobreviene cuando pienso que a la literatura argentina le faltaba este escritor que estoy inventando. Una sombra, un escritor apócrifo”.


Fue justamente gracias a Aira que se editaron “El niño proletario. Poemas” (1980), “Las hijas de Hegel” (1982), “Novelas y cuentos” (1988) y “Tadeys” (incompleta, 1994), obras todas ellas en las que exacerbó los alcances de la ironía y la digresión como recurso de ruptura con la linealidad del discurso. Acudió al humor aliado a la crueldad, con frecuentes referencias pornográficas y el uso de las llamadas “malas palabras”. Su obra constituye una atrayente combinación de Isidore Ducasse de Lautréamont (1846-1870), Roberto Arlt (1900-1942) y Witold Grombowicz (1904-1969), además de una revisión paródica de otros autores de la literatura argentina como Esteban Echeverría (1805-1851), José Hernández (1834-1886), Horacio Quiroga (1878-1937) y Lucio V. Mansilla (1831-1913), entre otros.
El filósofo y semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) hablaba allá por 1971 en uno de sus ensayos sobre el “terrorismo textual”, haciendo referencia a aquellos escritores que fueron capaces de intervenir en la sociedad gracias a la violencia de sus textos que excedían la ley, la ideología o la filosofía y constituían así su propia inteligibilidad histórica. Osvaldo Lamborghini pertenece sin dudas a esa clase de escritores. En su obra, lo sexual se asocia a motivos como el poder, la sumisión y la humillación. Como observó el crítico español Rafael Conte (1935-2009) acerca de las relaciones entre lenguaje y violencia en la literatura latinoamericana, “plasmar la injusticia social y el absurdo de la suerte de los hombres implica hacer estallar las formas de la comunicación literaria, lo que no excluye la burla y la risa, lo escatológico y lo obsceno: lo ridículo suele ser el otro lado de lo trágico”. En una época en la cual se vivían en Latinoamérica varios procesos revolucionarios, para él fue la literatura la manera de hacer la revolución por otros medios.
Néstor Perlongher nació en Avellaneda, Buenos Aires, el 25 de diciembre de 1949. Durante el Proceso Militar fue detenido y procesado. En 1982, terminada su licenciatura en Sociología, se fue a vivir a San Pablo, donde ingresó en la Maestría de Antropología Social en la Universidad de Campiñas de la que en 1985 fue nombrado profesor. Su obra poética publicada comprende seis libros: “Austria-Hungría” (1980), “Alambres” (1987), “Hule” (1989), “Parque Lezama” (1990), “Aguas aéreas” (1990) y “El cuento de las iluminaciones” (1992).
Colaboró asiduamente en las revistas “El Porteño”, “Alfonsina”, “Ultimo Reino”, “Babel”, “Sitio”, “Xul”, “Pie de Página”, “La Papirola” y “Diario de Poesía”. Durante su estancia en Brasil colaboró en el diario “Folha de São Paulo” y preparó la antología “Caribe transplantino. Poesía neobarroca cubana y rioplatense” (1991). También publicó numerosos textos en prosa, entre los que se destacan “El fantasma del SIDA” (1988) y “La prostitución masculina” (1993).
En 1971, junto a otros escritores e intelectuales como Manuel Puig (1932-1990), Blas Matamoro (1942) y la activista feminista Sara Torres (1941), fundó el Frente de Liberación Homosexual. Antes de integrar este frente, Perlongher había hecho una experiencia de militancia de izquierda en la universidad, pero hacer pública su sexualidad le generó problemas ya que para muchos de los militantes de esos años reproducía, o bien los prejuicios de la moral católica que sostenía que era un tipo de atracción sexual no natural, “contrario al orden establecido por Dios”, o los del estalinismo que entendía la homosexualidad como un “vicio burgués”. Luego, en 1984, participó de la conformación de la Comisión pro-Libertades Cotidianas, una unión de grupos gays, feministas y anarquistas que, junto a la revista “Cerdos y Peces”, inició una campaña de firmas exigiendo la derogación de los edictos policiales.
“Néstor Perlongher fue un escritor insaciable. Creó un estilo propio que se fue agigantando de un modo tal que a esta altura aparece como una de las voces más necesarias de la última poesía argentina”, opinó el profesor de Literatura en la Universidad de Buenos Aires y crítico literario Ariel Schettini (1966) en un artículo aparecido en el diario “La Nación”. En sus ensayos trató temas polémicos como la Guerra de las Malvinas, la figura de Eva Perón (1919-1952) y los desaparecidos durante la dictadura militar argentina de 1976 a 1983.
Iluminado por el neobarroco de los escritores cubanos José Lezama Lima (1910-1976) y Severo Sarduy (1937-1993), fue él quien fundó el movimiento literario llamado “neobarroso”, “porque tenía el fango del estuario del Río de la Plata”. Él mismo lo definió como: “no decir nada como viene, sino complicarlo hasta la contorsión”. Tal como afirmó la periodista argentina Dolores Caviglia (1982), “jamás se concentró en comunicar. No al menos como el canon lo establecía. Sí se propuso extorsionar la lengua hasta el ultraje, contaminar el discurso con hermetismo y oscuridad, lograr que del barro salga lustre, alterar lo bajo por lo alto, desmontar las estrategias oficiales que domestican el cuerpo, ridiculizar lo prefabricado. No quería decir nada de la manera más simple, quería retorcer, escurrir, desplegar y enrollar el lenguaje hasta el desgarro para obtener un caos demente que mezclara lo guarro con lo culto”.


Su obra es un tratado sobre los márgenes sociales y tiene el valor de una provocación, porque hace que el lector ponga en entredicho los lugares comunes sobre el llamado “centro” de la sociedad. La psicóloga argentina Águeda Pereyra (1986) decía en un artículo publicado en enero de 2019 en la revista cultural digital “Polvo” que “la vida y obra de Perlongher se inscriben en el proceso de emergencia de la nueva izquierda y la lucha por derechos a las minorías sexuales. Su doble condición de homosexual y militante lo llevó a numerosas detenciones por las ‘fuerzas de seguridad’ argentinas y finalmente al exilio. La visibilización de la violencia sexual y política atraviesa todas las formas que adquiere su decir. Su obra incluye una enorme variedad de escrituras: la poética, la ensayística, la narrativa, la epistolar, la del investigador social: de allí que sea difícil pensar la obra de Perlongher como eminentemente poética, es decir, sin el necesario diálogo con el resto de su escritura”.
Trotskista, anarquista, ex militante del movimiento de liberación homosexual argentino, Néstor Perlongher murió en San Pablo el 26 de noviembre de 1992 a causa de una septicemia generalizada producida por el SIDA que padecía desde hacía algunos años. Tenía tan sólo cuarenta y dos años de edad. Una semana antes de morir, quizá como si hubiera escrito una carta de despedida, compuso el poema “Canción de una muerte en bicicleta”. En él repitió entre estrofa y estrofa la frase “ahora que me estoy muriendo”, que a la distancia puede leerse como un presentimiento.
Póstumamente se publicaron, en 1997, “Poemas completos” y “Prosa Plebeya”. Para la poeta, traductora y editora argentina Mercedes Roffé (1954), Perlongher fue el único poeta varón que por entonces presentó una poética tan renovadora como la que estaban dando a conocer las poetas mujeres en esos años. “Una poética donde el amor y la sexualidad cuestionaban y se liberaban de los remanidos patrones heteronormativos”.
Alejandra Pizarnik nació en Buenos Aires el 29 de abril de 1936 en una familia de inmigrantes de Europa oriental. Estudió filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires y, más tarde, pintura con Juan Batlle Planas (1911-1966). Entre 1960 y 1964, Pizarnik vivió en París donde trabajó para la revista “Cuadernos” y algunas editoriales francesas, publicó poemas y críticas en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud (1895-1948), Henri Michaux (1899-1984) y Aimé Cesaire (1913-2008), y estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona.
Antes de su viaje a París conoció a Héctor Álvarez Murena (1923-1975), un escritor perteneciente a la revista “Sur”, cuya amistad fuera fundamental para ella a la hora de conseguir trabajo en Francia. Su vinculación con la revista se produjo a su regreso a la Argentina, momento en que conoció y comenzó a frecuentar a las hermanas Ocampo: Victoria (1890-1979) y Silvina (1903-1993), así como a colaboradores fundamentales de la revista como José “Pepe” Bianco (1911-1986), Enrique Pezzoni (1926-1989) y Juan José Hernández (1931-2007).
Luego de su retorno a Buenos Aires, Pizarnik publicó tres de sus principales volúmenes, “Los trabajos y las noches” (1965), “Extracción de la piedra de locura” (1968) y “El infierno musical” (1971), así como su trabajo en prosa “La condesa sangrienta” (1971). En 1969 recibió una beca Guggenheim y en 1971 una Fullbright.
El 25 de septiembre de 1972, mientras pasaba un fin de semana fuera de la Sala 18 de Psicopatología del hospital Pirovano donde estaba internada, Pizarnik, en medio de una profunda depresión, murió de una sobredosis intencional de seconal sódico.
En el mismo hospital ya había estado internada en ocasión de sus dos intentos de suicidio en 1970 y 1971, comenzando un tratamiento psiquiátrico y asistiendo a talleres de terapia ocupacional. “Yo solamente quiero poner fin a esta agonía que se vuelve ridícula a fuerza de prolongarse”, escribió mientras estaba internada. De su sufrimiento y su certeza de no poder curarse da cuenta su texto “Sala de Psicopatología” uno de los más perturbadores que escribió. En la batalla decisiva de su drama interior se impuso la victoria de la muerte, una obsesión que recorrió toda su poesía. En alguna ocasión había escrito: “La muerte siempre al lado/ escucho su decir/ sólo me oigo/ Alguna vez/ alguna vez/ me iré sin quedarme/ me iré como quien se va”. Y lo hizo.
Entre sus obras merecen mencionarse “La tierra más ajena” (1955), “Un signo en tu sombra” (1955), “La última inocencia” (1956), “Las aventuras perdidas” (1958), “Arbol de Diana” (1962), “Nombres y figuras” (1969), “Los pequeños cantos” (1971), “La condesa sangrienta” (1971), “Botella al mar” (1976), “Una noche en el desierto” (1978) y “Zona prohibida” (1982). En su gran mayoría, su obra se remitió a la poesía, que procede esencialmente del surrealismo. Es concisa, de temática nocturna y angustiada, muy elaborada. En sus últimos años experimentó con textos en prosa, más largos, aunque, según su visión, la poesía era la única capaz de darle razón y sentido a la vida, rigiéndola y configurándola.


En el suplemento “Radar Libros” del diario “Página/12” del 6 de marzo de 2011, el poeta y periodista cultural Juan Pablo Bertazza (1983) decía que “la consideración internacional sobre la obra poética de Alejandra Pizarnik se expande cada vez más, aunque aún hoy se puede afirmar que sigue atada a la fascinación que despierta su figura, la leyenda negra de su locura y su final trágico. Que fue una flor exótica, distinta y refractaria en el jardín de la poesía argentina ya no es novedad; lo notable es que, a poco tiempo de cumplirse cuarenta años de su muerte, gran parte de la crítica siga obnubilada con su tragedia en detrimento de su obra. A tal punto que esa frase que encontraron escrita en un pizarrón de su departamento antes del suicidio –‘no quiero ir nada más que hasta el fondo’-, se convirtió en un latiguillo inagotable, lo cual, paradójicamente, condenó a gran parte de sus críticos a la superficialidad”.
Más allá de estas consideraciones, es indudable que Alejandra Pizarnik es una de las voces más representativas de la generación del ‘60 y está considerada como una de las poetas líricas y surrealistas más importantes de Argentina. “Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”, arguyó en alguna de las numerosas notas de su diario personal. Tras de sí, dejó una obra que marcó un antes y un después en el modo de hacer poesía, una obra emotiva y original.
Algunos críticos, con el afán de encasillar lo inclasificable, la definieron como una poeta extravagante incapaz de adaptarse a su entorno. Pero ni la violencia en sus expresiones poéticas ni el gusto por exhibir impúdica sus fantasmas interiores ni su permanente reflexión sobre las fronteras del lenguaje fueron imposturas. La franqueza, la honestidad en el compromiso con la propia obra, resultan incuestionables. Su voz estuvo siempre bajo el control de una lucidez extraordinaria y de un deseo inquebrantable de poesía.
Como escribió el poeta, ensayista y dramaturgo mexicano Octavio Paz (1914-1998) en el prólogo de “Árbol de Diana”, sus poemas no contienen ni una sola partícula de mentira. Dibujan el perfil de una femineidad no convencional, poseedora de una pasión extrema, capaz de “escribir con su cuerpo el cuerpo del poema”, frente a una sociedad de la que siempre se sintió excluida y que terminaría por recluirla. Ella eligió vivir en la palabra y eso significó encubrirse en el lenguaje, tal vez, para resguardarse en él”. “¿Qué significa traducirse en palabras? Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra”. Alejandra Pizarnik dixit.

20 de junio de 2020

Cuentos selectos (XV). Susan Sontag: “Diálogo entre una descendiente de Noé y un pájaro”


En “Regarding the pain of others” (Ante el dolor de los demás), uno de sus últimos libros publicados, Susan Sontag (1933-2004) afirmaba que “quizá se le atribuye demasiado valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión”. Se debería tener en cuenta, decía, que recordar no es un mero ejercicio memorístico o histórico, sino que la valiente tarea de rememorar el pasado encierra una ineludible carga ética. “La insensibilidad y la amnesia parecen ir juntas”. Hay demasiada injusticia en el mundo como para que sea obviada en nombre del futuro; más bien, éste reclama una revisión de aquello que se ha olvidado y de las razones por las que se lo olvida. Autora de numerosos ensayos, piezas literarias e incluso guiones cinematográficos, su obra se caracteriza por una firme intención de renovar y revolucionar la reflexión sobre el arte, la cultura y la manera de entender el dolor, la guerra y la enfermedad.
La escritora neoyorquina adquirió una inusitada relevancia social tras la aparición, en 1966, de “Against interpretation” (Contra la interpretación), considerada por numerosos críticos literarios como su obra cumbre al exponer una nueva forma de pensar y analizar la cultura contemporánea. “Las cosas podrían ir mejor, y todos lo sabemos”, afirmó en muchas de las entrevistas que realizó a lo largo de su vida. Para ella, pensar en y hacia la utopía significaba pensar, a la vez, críticamente. La utopía no es un simple castillo en el aire, sino un ideal al que acercarse paulatinamente bajo la constatación de que “por doquier los seres humanos se hacen cosas terribles los unos a los otros”. El sufrimiento ajeno (y su contemplación) supondrá, desde sus primeros trabajos, uno de los focos principales que iluminarán y guiarán sus trabajos. Fue una de las voces más autorizadas, pues exploró la distancia que hay entre la realidad humana, cultural, artística y la interpretación que de esa realidad hacen las personas.
Durante los años ‘60 escribió con frecuencia para “Harper’s”, “The New York Review of Books” y “The Partisan Review”; y, a fines de los años ’70, fue nombrada miembro de la American Academy of Arts and Letters (Academia Estadounidense de las Artes y las Letras) mientras su papel como activista de los derechos humanos empezaba a ganar en intensidad. A partir de entonces su presencia pública se hizo más frecuente, y más frecuente fue también su implicación en organizaciones tanto literarias como políticas.
Autora de cuatro novelas -“The benefactor” (El benefactor), “Death kit” (Equipo mortal), “The volcano lover” (El amante del volcán) e “In America” (En América)-, en 1978 publicó “I, etcetera” (Yo, etcétera), una colección de ocho relatos. Cuatro décadas después, esos cuentos más otros siete que habían aparecido en publicaciones varias fueron reunidos en “Debriefing. Collected stories” (Declaración. Cuentos reunidos) completando así la totalidad de su narrativa breve. A ese tomo pertenece “Dialogue between a descendant of Noah and a bird” (Diálogo entre una descendiente de Noé y un pájaro), cuento que se reproduce a continuación.

DIÁLOGO ENTRE UNA DESCENDIENTE DE NOÉ Y UN PÁJARO

– Cuéntame un cuento -dijo una de las descendientes de Noé-. Sí, cuéntame un cuento.
– ¿De qué clase? Mmmm. Puedo contarte uno con final feliz.
– No seas condescendiente. Puedo tolerarlo. Solo cuéntame un cuento.
– Entonces te contaré uno con final triste. Pero después de un rato ya no prestarás atención. Estarás inquieta, con la mirada distraída. Y te preguntaré lo que ocurre y me responderás que ya has oído ese cuento antes. Me dirás que no tenía por qué haber terminado tan mal.
– ¿Sólo hay dos clases de cuentos? No es cierto.
– Ay, el cielo es amplio. Ay, el océano, profundo. Y todos los cuentos ya han sido contados, ay, ay, ay…
– ¡Basta! Sólo quieres atemorizarme. Pero es inútil, no tiene remedio. Debo mantener el ánimo en alto. Sé que eres un pájaro agorero. Te gusta atemorizarme.
– ¿Agorero yo? Te equivocas. Me encanta estar vivo. Precipitarme, lanzarme y posarme donde me apetece. Lo que ocurre es que si observo mi entorno no puedo sentir más que desánimo.
– Escucha, se supone que eres el portador de buenas nuevas.
– Sólo puedo relatar lo que veo.
– Pues vuela, entonces. Y no vuelvas hasta que puedas contar algo optimista.
– ¿Ves? Te lo dije, no quieres oír malas noticias.
– Vaya, es que no quiero escuchar malas noticias siempre. No me lo reproches.
– Bien, lo intentaré de nuevo. No creas que me gustan las calamidades, claro que no. Así que quieta aquí y déjame echar otro vistazo.
– ¡Espera!
– ¿Qué?
– No te distraigas por ahí. Quiero decir, no hagas el tonto. Es decir, sólo trae las noticias.
– Primero me riñes por agorero y ahora me reprochas que lo pase bien. Pero no puedo evitarlo. El éxtasis es lo mío. Soy un artista, ya lo sabes.
– ¿El éxtasis, dónde?
– Por doquier.
– Vaya suerte.
– Qué, ¿nunca lo has sentido?
– Claro, pero…
– Sí, ya sé. Pero entonces algo te desanima. Cargas con todas estas posesiones que tanto te importan y tienes que guardar y reemplazar, y todos tus ambiciosos proyectos y tu crasa parentela, y…
– No hables de mis parientes, ¿te queda claro? Se esfuerzan mucho.
– Todos se esfuerzan. Sobre todo en ignorar las malas noticias hasta que vienen a posarse en tu regazo.
– ¿Y por qué no habríamos de albergar esperanzas? Considera a cuánto hemos logrado sobreponernos. Y aquí estamos, todavía. Perduraremos. Lo sé.
– Eso espero. Ojalá estés en lo cierto. En todo caso, ya me voy.
– Pero ¿volverás?
– Sin duda.
– ¿Me lo prometes?
– Desde luego que volveré.

– ¡Vaya, te has retrasado!
– Lo siento. Me lo estaba pasando bien.
– ¿Y qué más?
– Estaba buscando buenas noticias.
– ¿Y?
– Pues bien, siempre hay alguna buena noticia, si eso es lo que quieres saber. Te ruego que no creas que disfruto con tu preocupación.
– Vamos, preocúpame.
– Nada parece estar marchando muy bien allá. Vi cosas muy perturbadoras.
– Estoy seguro de que te desviaste para encontrarlas.
– No hizo falta ir muy lejos.
– Quizá no te parezcan bien a ti. Quizá mi punto de vista es distinto.
– Muy bien, prueba tú. Traigo algunas fotos.
– Vaya, fotos. ¡Qué bien!
– Míralas.
– ¡Dios mío, es la luna! Las aguas retrocedieron y recalamos en la luna. Alabado sea el Señor.
– No, es el desierto.
– Ah. Mira, estas son magníficas.
– Gracias.
– Me parece muy hermoso. Estos dorados, rosados y castaños. Y el cielo. Y la luz. No veo que haya nada malo.
– Bien, no se trata sólo de mirar. Tienes que saber lo que ha estado sucediendo. Hay un cuento que acompaña las fotos. Cuando conoces el cuento, las fotos cobran otro sentido.
– Ya sé, ahora me vas a venir con lo de la maldad humana. Ya me sé la historia. Por eso hubo un diluvio.
– No, no quiero contarte algo tan general. Más bien quiero hablar de la pasividad. Y del poder. Quizá adviertas que no hay gente en las fotos. Pues esto es lo que ha hecho la gente.
– De igual modo, me parece hermoso. ¿No puedes ver el friso sutil de las ruinas a lo lejos, casi del mismo color que la arena?
– A veces, cuando las cosas son destruidas, parecen hermosas.
– ¿Más hermosas?
– A veces.
– ¿Y cómo lo sabes?
– Debes aprender a interpretar las señales.
– No, puro graznido.
– Graznido humano, te lo aseguro.
– ¿Hay mucha gente que conoce esta historia?
– Sí. Mucha. La cuestión no está en saber sino en preocuparse.
– Pero debes aceptar que preocupaciones sobran. No puedes preocuparte por todo.
– Creo que esto debería preocuparte.
– Pero el mundo es un lugar muy amplio, ¿no es así? Quiero decir, hay mucho espacio. ¿Realmente importa lo que sucede en unos cuantos lugares? ¿Si unos lugares se estropean, arruinan o profanan? Siempre hay espacio para continuar. ¿Si se le prende fuego a unas bibliotecas llenas de libros y manuscritos viejos, si se saquean unos cuantos museos? Al mundo le sobran más cosas viejas, si eso es lo que te gusta ver.
– Debes de ser de Estados Unidos.
– ¿Cómo?
– No importa.
– Creo que le contaré esta historia a unas cuantas personas. ¿Les puedo mostrar las fotos?
– ¿Por qué no?
– No vueles ahora. Quédate en tu percha. ¡Volveré antes de que me eches de menos!

– ¿Me echaste de menos?
– ¿Qué dijeron los demás?
– Dijeron que las fotos eran hermosas.
– ¿Es todo?
– Dijeron que también estaban inquietos.
– ¿Qué más?
– Dijeron que no había nada que hacer.
– ¿Eso dijeron? ¿Todos?
– Bueno, no todos…
– Y…
– Dijeron que el mundo allí fuera es cruel.
– Yo diría que el mundo también es cruel aquí dentro. En tu, ¿cómo le has llamado?, arca.
– Nos las arreglamos.
– Ya veo.
– ¡De verdad! Sólo tenemos que, mira, reducir nuestras expectativas.
– A medida que todo empeora.
– Exacto.
– ¿Y ahora quién es el pesimista?
– No es pesimismo. Es realismo.
– Sí, claro.
– Y también me advirtieron de que me tomara con reservas lo que decías. Dijeron que eras un artista.
– Yo ya te dije eso.
– Creí que tu labor era traer noticias.
– Los artistas también hacen eso.
– Sí, malas noticias.
– No siempre, te lo aseguro.
– Dijeron que a los artistas les gusta centrarse en los desastres. Que se deleitan en las malas noticias. Y que son moralistas ingenuos que no comprenden las leyes de hierro de la historia. Y (no te rías) del progreso.
– ¿Como cuáles?
– Bien. El por qué tienen que hacer eso. La gente que todo lo domina. Por qué tienen que destruir el desierto. Y, a veces, las ciudades y los pueblos. Lo que me mostraste en las fotos.
– ¿Por qué, entonces? Dímelo tú.
– Porque tenemos enemigos. Enemigos malévolos. Hemos de estar preparados. Tenemos que defendernos. Tenemos que ir allá y detenerlos antes de que sean lo bastante fuertes para hacernos algo.
– Yo, el serio y solemne.
– Sí, tú.
– Hasta pronto, yo me largo al desierto de la alegría.
– Sabes, antes de que te marches, debes reconocer que la naturaleza es violencia.
– Y la naturaleza humana.
– Sí. Aunque no todos se comportan tan mal como la gente puede llegar a comportarse.
– Como si fuera perenne. Eso está sucediendo ahora mismo.
– Pues yo no soy una de las perpetradoras. La gente que de hecho hace esto ni siquiera hablaría con una criatura como tú. La gente que hace esto solo alzaría un arma y te borraría de los cielos. Se oye un aletear de alas.
– ¡Eh! ¡No te vayas! ¡No soy una de los dirigentes del planeta! ¡Soy una pobre criatura como tú! No te… vayas.

– Aquí estoy de vuelta.
Silencio.
– ¿Hola?
– Creí que no ibas a volver.
– Ay, soy un pájaro persistente.
– ¡Sin duda alguna! Pero, en serio, te admiro porque no te has dado por vencido.
– Pensé que si seguía cantando, lo comprenderías finalmente.
– Pues sí, la tenacidad es una de las virtudes. Y las fotos son inolvidables. He de reconocerlo. Tus paisajes de catástrofe.
– Pero te gustaría olvidar lo que te he mostrado, ¿no es así?
– Claro que sí. ¿Quién quiere sentirse más desamparado?
– Pero no lo olvidarás.
– Aunque me quedara ciega no podría olvidar esas fotos.
– Es curioso que menciones la ceguera. Pues ese era el tema de la homilía que tenía intención de pronunciar. ¿Lista para la homilía?
– Dispara.
– ¡Loro!
– Oye, no todos somos pájaros aquí.
– ¿De verdad te crees lo que acabas de decir?
– Mira, estoy pensando en lo que me comentas. Es una pena, en verdad. Las marismas se convirtieron en desierto. El desierto profanado. Y lo que les sucedió a los animales. Y a la gente y a lo demás. Pero hay muchas otras consideraciones, políticas, económicas, científicas, que no comprenderías. Eres un vagabundo. Eres un artista.
– Es cierto. No tengo ataduras. Como un pájaro.
– Digamos.
– Veo que has conocido a muchos artistas.
– Si te he ofendido, lo lamento.
– ¡Dios mío, dame fuerzas! ¡Estos ilusos tan…!
– A mí no me graznes. Yo no fui. Yo no devasté el desierto. No maté a los animales. Ni masacré a los conscriptos. No prendí fuego a la biblioteca ni saqueé el museo de antigüedades.
– ¿Sabías que durante la primera Guerra del Golfo se mostraban películas pornográficas a los pilotos justo antes de que los enviaran a sus misiones de bombardeo?
– Pilotos de Estados Unidos.
– Así es.
– Oye, esa ha sido una práctica en más guerras coloniales norteamericanas que las que puedo contar. Pero los estadounidenses no inventaron el vínculo entre la testosterona y el placer de dar muerte, sobre todo de dar muerte desde lo alto de los cielos a gente indefensa en la tierra, del mismo modo que no es el único país que envenena su propio territorio.
– ¿Qué quieres decir?
– Que todos hacen lo mismo en cuanto se les presenta la oportunidad. Así pues, ¿por qué te metes con Estados Unidos?
– Supongo que porque soy un artista estadounidense.
– ¿Estás poniéndote sarcástico?
– ¿Yo?
– Sí, tú.
– Dios mío.
– Vamos, es una broma.
– No hay bromas.
– Tienes que tener sentido del humor. Para sobrevivir.
Silencio.
– Vale, pues.
Silencio.
– En serio, estoy escuchando.
– Mi homilía. Acaso lo sepas o no, pero hay dos clases de ceguera. La retiniana, que causa deterioro ocular, y la cortical, que resulta de una lesión en el cerebro y deja los ojos intactos.
– Qué interesante.
– El punto es que la gente con ceguera cortical ve, en algún sentido, es decir, recibe impresiones visuales en la conciencia. Pero se considera ciega porque esas impresiones no pasan a la plaza más pequeña de la conciencia. Esto ha sido demostrado en un experimento reciente.
– Me gustan los experimentos.
– Sí, ya lo sé. Bien, en todo caso, imagina una persona con ceguera cortical en un lado, por ejemplo, digamos, el derecho. La sientas a la mesa. Giras su cabeza a la izquierda. Colocas unos objetos, digamos, una taza de café y un candelabro, en la mesa, a la derecha. Si preguntas “¿Qué ves en el lado derecho de la mesa?”. La respuesta es “Nada. Ya sabes que estoy ciego de ese lado”. Pero si replicas: “Sí, es cierto, no puedes ver de ese lado, estás ciego. Pero supongamos que pudieras ver, imagina que puedes ver, ¿dónde crees que están los objetos en la mesa?”. Y entonces, oh milagro, apenas dudándolo, la persona ciega extiende el brazo, abre la mano un poco en busca del candelabro, y la abre más para la taza.
– ¡Vaya! ¿De verdad?
– Sí. Pero esta es una historia. Me pediste un cuento. Esta es una parábola.
– ¿Cuyo sentido es…?
– Que lo mismo sucede con nuestras acciones. De igual modo que sabemos mucho más de lo que nos damos cuenta, podemos hacer mucho más de lo que nos creemos capaces. Formula la pregunta directamente: ¿Qué podemos hacer para evitar la destrucción del planeta y la creciente ola de violencia humana? La respuesta tiene que ser: Nada. ¿Los seres humanos contra los animales, los hombres contra las mujeres, la historia contra la naturaleza? Nada. Pero qué sucede si decimos: De acuerdo, no puede evitarse. Sin embargo, si imaginamos, sólo como hipótesis, aunque desde luego es imposible…
– Ya veo –dijo la descendiente de Noé.
– Sí -respondió el pájaro-. Otro marco para la voluntad. Porque está tan claro como el día y la noche: los bosques están siendo arrasados, las aguas, envenenadas, el aire se está oscureciendo y volviendo tóxico. Y los gobiernos presuntuosos continúan proyectando su poder con éxito: para conmocionar y asombrar, masacrar, explotar y despojar. Es cierto, no se puede salvar al mundo. Pero, ¿y si actuamos de todos modos como si pudiera salvarse? Pues entonces…
– Ya veo -repitió la descendiente de Noé.
– Sí -dijo el pájaro agorero, algo más animado-. A lo mejor es posible que se pueda salvar el mundo.