28 de mayo de 2019

Buenos Aires y el cuento. Sinopsis de los primeros cien años de una relación fructífera

5º parte. Los años ’30 y la revista “Sur”

El año 1930 representó un momento crítico de ruptura coyuntural, el comienzo de una década conservadora, autoritaria, católica y nacionalista, signada por el primer golpe de Estado surgido después de la consolidación nacional, que quebró el orden legal y marcó el descrédito de las formas democráticas. Una época que pasaría a la historia como la “década infame”, en la que el clima ominoso predominante generó la desazón de muchos de los intelectuales porteños. Fueron años de crisis, depresión económica, interrupción del proceso democrático, fraude electoral y negociados, años de desesperanza y escepticismo que, más que un estancamiento literario, clausuraron el laboratorio cultural y político de la década anterior, lo cual indujo a varios historiadores de la literatura a repensarla como intrínsecamente vinculada y hasta derivada de la realidad política. Fue una década signada también por la muerte de algunos escritores por decisión personal, como lo demuestran los suicidios de Leopoldo Lugones (1874-1938), Alfonsina Storni (1892-1938) y el ya aludido Horacio Quiroga.


Por aquellos tiempos se produjo una paulatina radicalización política del campo intelectual, convulsionado por la crisis institucional del país. Además de las polémicas sobre la función social de la literatura, se debatió intensamente acerca de la necesidad de superar el círculo estrecho de los conocedores de la vanguardia para alcanzar públicos más amplios. Para algunos sectores de la cofradía artística la literatura creativa ya no tenía, en general, la fuerza provocativa de las primeras vanguardias. Se actualizaron vigorosamente las arduas disputas que envolvían a los intelectuales argentinos en una continua y tan variable como compleja línea que había atravesado distintas épocas. El proceso de profesionalización de los escritores y la ubicación de los ensayistas en perfiles ideológicos, culturales y políticos no siempre exactamente coincidentes, se pusieron de relieve a partir de configuraciones discursivas en las que cobró especial importancia la construcción de la propia imagen y la de los restantes escritores del país, así como su vinculación con las esferas extraliterarias. Las tensiones entre democracia y autoritarismo, nihilismo y catolicismo, y progresismo y conservadurismo determinaron concepciones estéticas muy disímiles y todo el campo literario pareció sumergirse en un terreno de oposiciones.
Observados desde la dimensión cultural, los años ’30 fueron un verdadero punto de inflexión entre la Argentina del supuesto progreso indefinido y otra más real y conflictiva tanto en lo social como en lo político. En la década anterior el mundo cultural había experimentado una variedad de caminos enriquecedores. Puede decirse que, en términos de la esfera intelectual, la década que comenzaba fue, en cambio, una época de escepticismo. Algunos intelectuales provenientes en su mayoría del Grupo de Florida, pusieron sus ojos con más fuerza en los centros culturales mundiales y crearon una relación de respeto y admiración por las producciones de las capitales de la cultura; a la vez, miraron despectivamente las formas de comportamiento de la población y la política criollas ya que, según ellos, impedían una organización racional de la sociedad. En el otro extremo del arco ideológico, diferenciados de quienes se vieron ganados por el escepticismo político y la desazón, un grupo de escritores progresistas identificados con los primeros momentos del Grupo de Boedo, se encargó de reflexionar sobre el posible fin del capitalismo a partir de la profunda crisis económica y los modelos de la Rusia soviética instaurada en 1917 y la República española de 1931. Tenían en común la preocupación por dar cuenta de las injusticias de las sociedades tal como estaban organizadas y la esperanza de cambio a partir del advenimiento del socialismo.


Fue en ese ambiente que nació “Argentina. Periódico de arte y crítica”, una publicación dirigida por Cayetano Córdova Iturburu (1902-1977) en la cual colaboraron, entre muchos otros, Macedonio Fernandez (1874-1952), María Rosa Oliver (1898-1977), Guillermo de Torre (1900-1971), Raúl González Tuñón (1905-1974), Ulyses Petit de Murat (1907-1983) y los ya mencionados Ricardo Güiraldes, Brandan Carafa y Roberto Arlt. En un artículo aparecido en el primer número, Córdova Iturburu decía sin ambages: “El espíritu burgués -que en realidad, no es otra cosa que carencia de espíritu- es el mal de nuestro país. El mundo sufre en estos momentos las convulsiones de una quiebra. Y la culpa de esa quiebra debe adjudicarse, sin titubeos, al burgués. El burgués ha hecho de la política un negocio, del arte un negocio, de la religión un negocio, de la vida un negocio. El burgués ha convertido la organización social y la estructura económica en una forma de satisfacer sus apetitos con impunidad y ha hecho de las armas y de la religión garantías de su impunidad. El burgués es nuestro enemigo. Su zarpa sucia de dinero ha mancillado la religión, el arte y la política, exteriorizaciones de la aspiración humana a la eternidad, a la hermosura y a la justicia en la tierra”. La dureza de este discurso originó que sólo apareciesen tres números de la revista durante aquellos tiempos dictatoriales.


En las antípodas, por la misma época el periodista Atilio Dell’Oro Maini (1895-1974) fundaba el semanario “Criterio”, una revista de orientación nacionalista que expresaba la doctrina católica con la pretensión de conformar un referente cultural e ideológico para “mejorar la raza” y producir una población “sana y fuerte para la nación”. Prácticamente todos los temas que atravesaron el debate público en esos años involucraron a la revista: la crisis del liberalismo, la incierta situación económica luego de la crisis de 1929 y las políticas a adoptar, las transformaciones urbanas, sociales, culturales, del consumo, la familia o el trabajo, etc. Si bien era una revista católica destinada al público culto en su sentido más amplio, su pretensión era extender su influencia por sobre toda la sociedad argentina, incluso por sobre los no católicos a la manera de un moderno líder de opinión.
El nacionalismo argentino, desde 1930, se perfiló progresivamente como una tendencia tradicionalista que cuestionaba los legados liberales y socialistas de la Revolución Francesa. La categoría de literatura nacionalista respondió al intento por parte de un grupo de intelectuales y políticos de crear una “cultura nacional”, una homogeneidad cultural que impidiese la subversión del orden social. A esos postulados respondieron los cuentos de Manuel Gálvez (1882-1962) reunidos en “Luna de miel y otras narraciones” y mucho más en la más famosa de sus novelas: “Nacha Regules”. Siguiendo esa orientación, en el semanario “Criterio” colaboraron, entre otros, los sacerdotes Julio Meinvielle (1905-1973), quien afirmaba que la Guerra Civil española era una “guerra santa” y Leonardo Castellani (1899-1981), autor de “Martita Ofelia y otros cuentos de fantasmas”; los escritores Ignacio Anzoátegui (1905-1978), antisemita y admirador confeso del nazismo y Gustavo Martínez Zuviría (1883-1962), autor del libro de cuentos “Sangre en el umbral” publicado bajo el seudónimo Hugo Wast; y el letrista de tangos y milongas Homero Manzi (1907-1951). También lo hicieron los poetas Baldomero Fernández Moreno (1886-1950), Ricardo Molinari (1898-1996 y Francisco Luis Bernárdez (1900-1978), y hasta el mismísimo Borges publicó algunos artículos en esta revista, entre ellos, “La conducta novelística de Cervantes” y sus poemas “Muertes de Buenos Aires. La Chacarita. La Recoleta”, “La noche que en el Sur lo velaron” y “El paseo de Julio”.


En 1931 apareció en Buenos Aires una revista literaria que haría historia en Argentina: “Sur”. Fundada por Victoria Ocampo (1890-1979), en sus primeros tiempos publicó ensayos de cultura general, asumiendo principalmente problemas de la cultura americana e incorporando también artículos de escritores nacionalistas como Ramón Doll (1896-1970) o Julio Irazusta (1899-1982), y de filocomunistas como Rafael Alberti (1902-1999) o Ernesto Sabato (1911-2011). Por sus páginas pasaron tanto prosistas como poetas de la talla de Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), José Bianco (1908-1986), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y los ya citados Erro, González Lanuza, Mallea y Borges. También se publicaron traducciones de obras de prestigiosos escritores extranjeros como Emily Dickinson (1830-1886), Henry  James (1843-1916), Virginia  Woolf (1882-1941), William Faulkner (1897-1962) y Vladimir Nabokov (1899-1977), entre muchos otros. En sus comienzos, el proyecto programático de la revista consistió en la publicación de relatos de carácter histórico y testimonial y de numerosas reseñas bibliográficas. Si bien en ella se cruzaron discursos de signos ideológicos diferentes, sin dudas funcionó como un factor de europeización de la cultura argentina de élite ya que sus editores se movían con la convicción de que la literatura argentina precisaba de un vínculo con la europea y la norteamericana para cerrar los huecos de la cultura argentina producidos por la distancia, por la juventud sin tradiciones del país y por la ausencia de linajes y maestros. Como quiera que sea, lo cierto es que, para bien o para mal, la modernidad de las letras y las artes se vieron reflejadas en “Sur”, generando un impacto determinante en la cultura argentina de las décadas posteriores.


En aquel contexto de una sociedad que se transformaba profundamente, publicaron sus primeros libros de cuentos varios autores cuyas obras trascenderían, en mayor o menor medida, con el paso de los años. Son los casos de “Los bestias” de Abel Rodríguez (1893-1961), “La manga” de Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959), “Cuentos cortos” de Luis Gudiño Krámer (1898-1973), “Viaje olvidado” de Silvina Ocampo (1903-1993) y “La Vuelta de Rocha. Brochazos y relatos porteños” de Bernardo Kordon (1915-2002). Luego, la finalización de la guerra civil española en 1939 incidió fuertemente en la vida literaria y editorial porteña. Diversos emigrados españoles llegados de la derrotada zona republicana dieron comienzo a un nuevo período en la industria editorial argentina al participar en la fundación de empresas que rápidamente adquirieron una notable importancia. Es el caso de Arturo Cuadrado (1904-1998) en Emecé Ediciones, Antonio López Llausás (1888-1979) en Editorial Sudamericana y Gonzalo Losada (1894-1981) en Editorial Losada. Este crecimiento de la industria del libro, con sus nuevos proyectos destinados a un público masivo, y la ampliación del mercado lector, supuso una correlativa extensión de las posibilidades laborales de los escritores. Muchos de ellos convirtieron en actividad paralela las funciones de asesor literario, director de colecciones, antologista y traductor. Esto se vería con mayor notoriedad en la década de los años ’40, pero esa ya es otra historia.

27 de mayo de 2019

Buenos Aires y el cuento. Sinopsis de los primeros cien años de una relación fructífera

4º parte. La generación del Centenario y los grupos de Florida y Boedo

En el panorama generacional del Centenario se produjeron además nuevos aportes que favorecieron la actividad del intelecto. Un rol fundamental jugaron las nuevas revistas literarias que aparecieron por entonces, sobre todo “Ideas”, fundada por Manuel Gálvez (1882-1962) y Ricardo Olivera (1882-1938); y “Nosotros”, dirigida por Roberto Giusti (1887-1978) y Alfredo Bianchi (1882-1942). Mientras tanto surgían escritores que señalaron capítulos realmente notorios en la historia del devenir del cuento argentino. No todos ellos perduraron de manera prolongada en la memoria y el interés tanto de los lectores como de la crítica. Puede decirse que algunos de ellos tuvieron un paso fugaz y cayeron prontamente en el olvido, una idea que, por cierto, es siempre relativa. Otros, en cambio, generaron una apreciable influencia en la literatura argentina posterior. De todas maneras, nada de esto es seguro ni definitivo; muchas obras que en algún momento fueron notorias en otro fueron a parar al desván de los recuerdos. En una época se las encumbra, en otra se las olvida, y aún en otra pueden ser vueltos a considerar; así parecen ser las reglas de juego en esta materia.


Como quiera que sea, vale la pena mencionar algunos de los libros de cuentos publicados por entonces en Buenos Aires: “Borderland” de Atilio Chiappori (1880-1947), “El potrillo roano” de Benito Lynch (1880-1951), “Cuentos de muerte y de sangre” de Ricardo Güiraldes (1886-1927), “Viaje a través de la estirpe” de Carlos Octavio Bunge (1875-1918), “El color y la piedra” de Ángel de Estrada (1872-1923), “Los egoístas” de Guillermo Guerrero Estrella (1891-1944), “No toda es vigilia la de los ojos abiertos” de Macedonio Fernández (1874-1952), “Tres relatos porteños” de Arturo Cancela (1892-1956), “Las tentaciones de don Antonio” de Enrique Méndez Calzada (1898-1940) y “Cuentos de Chamico” de Conrado Nalé Roxlo (1898-1971), por citar sólo algunos de los ejemplos más representativos de entonces.
Hacia 1910 nació la denominada “Generación del Centenario”, un movimiento cultural heterogéneo que inauguró el período del postmodernismo desarrollando parte de su actividad principal en tiempos de las grandes conmemoraciones patrióticas. Un componente importante dentro del clima ideológico de ese momento fue el nacionalismo cultural. Desde diversas sensibilidades, los intelectuales de aquella generación trataron de liberarse de los artificios y preciosismos verbales del modernismo y buscar nuevos modos expresivos, generando de esa forma un amplio proceso estético con el propósito de preconizar un nacionalismo literario en oposición al europeísmo característico de la generación del ’80.


Con un propósito de reivindicación idiomática, los escritores del Centenario bregaron por una escritura más depurada y se opusieron al voseo y al bastardeo lingüístico que, para ellos, provenía de las expresiones gauchescas y lunfardas. En este movimiento de nacionalismo castizo se enrolaron, entre otros, Ricardo Rojas (1882-1957), Evaristo Carriego (1883-1912) y Arturo Capdevila (1889-1967), autores de los libros de cuentos “El país de la selva”, “Flor de arrabal” y “La ciudad de los sueños” respectivamente. También lo hicieron varios filósofos, poetas y dramaturgos como José Ingenieros (1877-1925), Antonio Monteavaro (1876-1914), José González Castillo (1885-1937), Alberto Vacarezza (1886-1959) y Enrique Banchs (1888-1968), quienes solían reunirse en el café “Los Inmortales” ubicado en la avenida Corrientes 920, en pleno centro de Buenos Aires. En sus visitas a la Argentina, plumas ilustres como Jean Jaurès (1859-1914), Ramón del Valle Inclán (1866-1936) y Jacinto Benavente (1866-1954) compartían con ellos una misma mesa.
Más adelante, las distintas etapas de la vida literaria porteña, muy significativas todas ellas, hallaron su correlato en la eclosión de la vanguardia agrupada en torno a los fervores de la polémica sobre lo que debía ser el arte. Dos de los movimientos representativos de este período -que se extendieron hasta los años ‘30- expresaron esta situación en el mundo de la literatura, aunque su repercusión se extendió a otras zonas de la cultura. Se trata de los que se conocen como los grupos de Florida y Boedo. Fueron denominados así por las zonas de la ciudad en donde se reunían: los primeros lo hacían en la sede de la revista literaria “Martín Fierro” en la esquina de la tradicional calle Florida y Tucumán, y también porque acostumbraban a reunirse en “La Richmond”, un café ubicado sobre la calle Florida entre Lavalle y la avenida Corrientes; los segundos, en cambio, lo hacían en la editorial “Claridad”, ubicada en calle Boedo 837, y en el café “El Japonés” en Boedo 873, ambos ubicados en una zona que por entonces era eje de uno de los barrios obreros de Buenos Aires.


Estos grupos expresaban dos visiones contrapuestas. Si el Grupo de Florida reivindicaba la autonomía frente a lo político-social, el arte por el arte frente a la utilidad de la sociedad burguesa, el Grupo de Boedo exigía un arte comprometido, identificado con la causa de los desposeídos. En el primer caso, la preocupación por los procedimientos estéticos provenía de la identificación con los movimientos artísticos que, en la Europa de los años ‘20, se denominaron “vanguardias”. En el segundo, influyeron el socialismo, el anarquismo y, posteriormente, la experiencia de la Revolución Rusa. Para los “martinfierristas” -como también se los conoció a los integrantes del Grupo de Florida- se debía servir a la belleza a través de la creación pura, transitando los infinitos caminos de la sensibilidad y la fantasía humanas. Para los “boedistas”, en cambio, la consigna era servir al hombre en sus conflictos de índole social a través de la expresión crítica de protesta y denuncia.
En el Grupo de Florida y con su actividad centrada en la supremacía de la metáfora -demostrando la herencia del ultraísmo, aquel movimiento literario nacido en España de la mano de Vicente Huidobro (1893-1948) y Rafael Cansinos Assens (1882-1964)-, se concentraron Eduardo González Lanuza (1900-1984), que ensayó audaces formas imaginativas en “Aquelarre”; Oliverio Girondo (1891-1967), que en “Interlunio” incursionó en la fantasía onírica; Leopoldo Marechal (1900-1970), que demostró una notable pulcritud estilística en los cuentos reunidos en “El rey Vinagre”; Eduardo Mallea (1903-1982), que puso su cuota de gracia en el juego frívolo de las fantasías en “Cuentos para una inglesa desesperada”; Pablo Rojas Paz (1896-1956), que en su libro de relatos “El patio de la noche” destacaba a los recuerdos como tradición, historia y resurrección; y, por supuesto, Jorge Luis Borges (1899-1986), el más trascendente de aquellos escritores, sin dudas el maestro del cuento contemporáneo, quien publicaría su primer libro de cuentos “Historia universal de la infamia” en 1935.


Por su lado, en el Grupo de Boedo, impresionados por el realismo ruso de grandes escritores como Iván Turguéniev (1818-1883), Fiódor Dostoyevski (1821-1881) y Antón Chéjov (1860-1904), participaron, entre otros, Roberto Mariani (1892-1946), quien supo internarse en el mundo oficinesco y rescatar la vida monótona del empleado en sus “Cuentos de la oficina”, una suerte de himno de seria preocupación por el hombre de clase media; Alvaro Yunque (1889-1982), quien manifestó su interés por los seres miserables y postergados en sus libros de cuentos “Zancadillas” y “Espantajos”; y Leónidas Barletta (1902-1975), quien se aproximó al dolor de las almas sumidas en una vida rutinaria y subestimada con sus “Cuentos realistas” y “Los pobres”. Otro tanto hicieron Abel Rodríguez (1893-1961) en “Los bestias”; Elías Castelnuovo (1893-1982) en “Tinieblas” y “Entre los muertos”; Enrique Amorim (1900-1960) en “Horizontes y bocacalles”, “Tráfico” y “La trampa del pajonal”; Lorenzo Stanchina (1900-1987) en “Desgraciados”, “Inocentes” y “Endemoniados”; Alberto Pinetta (1906-1971) en “Miseria de quinta edición. Cuentos de ciudad” y “La inquietud del piso al infinito”; y Arturo Cerretani (1907-1986) en “Celuloide”, “Triángulo isósceles” y “El hombre despierto”, todos ellos libros de cuentos en los que sobresalían personajes marginados, sujetos cuyas historias mínimas dibujaban la línea descendente e inexorable de la decadencia y la crudeza de las injusticias sociales.
El escritor de mayor talento y trascendencia dentro de este grupo, quien para algunos historiadores vivió en cuerpo y alma para Boedo y para otros perteneció a él de manera muy tangencial, fue Roberto Arlt (1900-1942), quien en sus dos primeros libros de cuentos, “El jorobadito” y “El criador de gorilas”, presentó una galería de personajes marginales, humillados, desplazados, alucinados, en los cuales la angustia del hombre moderno tenía como base la hipocresía de la sociedad burguesa. Fue Arlt el escritor que incorporó con originalidad el drama y los delirios de personajes sumergidos en el anonimato a que los condenaba una Buenos Aires hostil, ajena. Una ciudad que más que un trasfondo urbano, era una jungla siniestra, un espacio a veces demoníaco y a veces canallesco que condensaba toda la fuerza opresiva de las condiciones sociales; una ciudad indiferente por donde vagaban, grises y delirantes, sus anónimos personajes. Mientras tanto, encaminados en rumbos más personales, alejados o por lo menos manteniendo una posición equidistante entre los grupos literarios, hubo narradores que volcaron una buena dosis de originalidad en sus textos. Es el caso de Pablo Rojas Paz (1896-1956) en “Arlequín” y “El patio de la noche”, y de Fermín Estrella Gutiérrez (1900-1990) en “Desamparados” y “El ladrón y la selva”. En todos estos libros de cuentos predominaba, en general, una estética realista que revelaba evaluaciones más o menos explícitas, moralejas o reflexiones sobre la vida social de entonces.


Durante la década de los años ’20, época del apogeo de ambos grupos, aparecieron en Buenos Aires varios periódicos y revistas literarias representativas de las vanguardias artísticas predominantes. La más exitosa fue, sin dudas, “Martín Fierro”, dirigida por Evar Méndez (1888-1955), una publicación emblemática del Grupo de Florida. También lo fueron “Proa” y “Prisma”, fundadas por Borges y por Guillermo de Torre (1900-1971) respectivamente. El Grupo de Boedo también tuvo importante presencia en publicaciones como las revistas “Claridad” y “Los Pensadores”, dirigidas por Antonio Zamora (1896-1976); y “La Campana de Palo”, dirigida por Alfredo Chiabra Acosta (1889-1932). Hubo también otras publicaciones que siguieron un derrotero oscilante entre Florida y Boedo, entre ellas “Inicial”, cuyos principales redactores eran Alfredo Brandán Caraffa (1898-1978)​, Guillermo de Torre (1900-1971) y Homero Guglielmini (1903-1968); la “Revista de América”, dirigida por Carlos Alberto Erro (1903-1968); y “Síntesis”, dirigida por Xavier Bóveda (1898-1963). En todas ellas colaboraron poetas, narradores, ensayistas, artistas plásticos y críticos literarios planteando debates estéticos sobre las cuestiones que animaban a las vanguardias internacionales desde principios del siglo XX.

26 de mayo de 2019

Buenos Aires y el cuento. Sinopsis de los primeros cien años de una relación fructífera

3º parte. Las innovaciones en el espacio intersecular

La Generación del ’80 retomó entusiastamente una voluntad de creación y de innovación vinculada con la compleja y densa amalgama demográfica y social que habitaba Buenos Aires. Este proceso de modernización cultural incluyó nuevas publicaciones que señalaron cambios de tono y de contenido. En esa dirección descolló el médico Eduardo Holmberg (1852-1937), cuyos relatos entre policiales y fantásticos publicados en diversos periódicos y semanarios porteños mostraron un uso literario del saber científico distinto al de otros escritores de la época. Además de incorporar las teorías científicas en la ficción, aprovechó la autonomía de la esfera literaria respecto al rigor de la metodología de las ciencias para polemizar con la academia y cuestionar los alcances del saber científico. Entre sus relatos más interesantes pueden citarse: “Clara”, “Dos partidos en lucha”, “Viaje maravilloso del señor Nic Nac al planeta Marte”, “El ruiseñor y el artista”, “Horacio Kalibang o los autómatas”,La pipa de Hoffmann”, “Nelly”, “Filigranas de cera”, “La bolsa de huesos”, “Boceto de un alma en pena” y “La casa endiablada”, narraciones que aparecerían reunidas en 1904 bajo el título de “Cuentos fantásticos”. También pueden leerse en la serie de la literatura fantástica los relatos de Eduarda Mansilla de García (1838-1892) “El ramito de romero”, “Dos cuerpos para un alma” y “La loca” reunidos en “Creaciones”; “El doctor Whüntz” de Luis Vicente Varela (1845-1911), jurista que firmó sus obras bajo el pseudónimo de Raúl Waleis sumando a los debates científicos el saber de la jurisprudencia; algunas producciones narrativas de Carlos Olivera (1854-1910) incluidos en el volumen “En la brecha” como “Los muertos a hora fija” y “El hombre de la levita gris”, y varios de los textos recogidos en “Páginas literarias” de Carlos Monsalve (1859-1940) como “El caso del Dr. Pánax y su ayudante” y “De un mundo a otro”.


Pero, a partir de aquellas dos últimas décadas del siglo XIX, el realismo, unido luego al naturalismo, ganó terreno tal vez influido por las narrativas española y francesa en las que sobresalieron escritores como, por ejemplo, Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) con sus “Cuentos amatorios” y “Narraciones inverosímiles”; Benito Pérez Galdós (1843-1920) con cuentos como “La sombra”, “La pluma en el viento o El viaje de la vida” y “La novela en el tranvía” publicados en diversos periódicos y revistas; Emilia Pardo Bazán (1851-1921) con “Cuentos de la tierra” y “Cuentos sacro-profanos”; Émile Zola (1840-1902) con “Contes à Ninon” (Cuentos a Ninon); Alphonse Daudet (1840-1897) con “Les contes du lundi” (Cuentos del lunes); y, principalmente, Guy de Maupassant (1850-1893) con “Contes du jour et de la nuit” (Cuentos del día y de la noche), “Contes de la bécasse” (Cuentos de la becada), “La maison Tellier” (La casa Tellier) y “Le Horla” (El Horla) entre muchos otros. El periodismo reflejó ese momento de la producción narrativa con sus folletines y sus traducciones. Diarios como “Sud América”, “El Diario”, “El Nacional” y “La Nación”, publicaron una buena cantidad de esas narraciones.
Durante esos años se produjo una gran renovación en las prácticas literarias y las corrientes estéticas, cuyo principal escenario fue, como ya se ha dicho, Buenos Aires; una urbe que aceleradamente comenzó a introducir los ritmos de la ciudad moderna. Las grandes ciudades fueron desde la antigüedad un espacio generador de imágenes, tal vez uno de los más movilizadores. Ya en la literatura antigua el tema de la “polis griega”, la “civitas” romana, estaba presente, y Buenos Aires, a partir del impacto industrial y urbano de ese período, impregnó toda la literatura. Fue un momento de grandes cambios políticos, culturales y sociales que, originados en gran medida por las olas inmigratorias, produjeron un proceso de creciente urbanización y alfabetización, un desarrollo comercial y administrativo, y varias formas de democratización que fueron creando las bases del moderno público masivo.


La existencia de este público, nacido de las campañas de alfabetización, se articuló con el surgimiento de la prensa popular, cuyas primeras manifestaciones fueron el aumento decisivo de la oferta periodística y la proliferación de revistas. En esta expansión de la prensa se ubica el nacimiento en 1898 de la revista “Caras y Caretas” dirigida por el susodicho Fray Mocho, cuyo gran hallazgo fue la mezcla miscelánea de caricaturas e ilustraciones junto con gran cantidad de temas nacionales y extranjeros que abarcaban desde noticias sociales y notas de interés general hasta consejos sanitarios y novedades sobre la moda. Junto a esa mezcla de notas, la revista publicaba textos literarios, provenientes también de estéticas diferentes: el modernismo, el costumbrismo y el realismo. Muchos escritores desarrollaron su iniciación literaria de estilo breve en esa revista, sobre todo en sus primeros tiempos cuando el espacio dedicado a ellos se reducía a una página. De allí que, dada la notoriedad que ofrecía aquella tribuna, germinara copiosamente en la prosa el cuento corto.


En 1893 había arribado a Buenos Aires el poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), una figura que despertó interés en los medios intelectuales, no sólo entre la alta clase social sino también en los cenáculos literarios de cafés y tertulias. El restaurante “Aue's Keller”, ubicado en Piedad 650, entre Maipú y Florida, fue el ámbito de los coloquios que giraban alrededor de Darío y a la que asistían muy diversos personajes de la vida artística e intelectual de la época. Gracias a él el modernismo se convirtió en la expresión emblemática de la autonomía del mundo artístico frente a lo político. El propio Darío fundó junto a Ricardo Jaimes Freyre (1866-1933) la "Revista de América" -de efímera existencia- con el propósito de convertirla en órgano de la nueva generación. Otros medios periodísticos que surgieron por entonces con esa orientación fueron “El Mercurio de América”, dirigido por Eugenio Díaz Romero (1877-1927); “El Almanaque Sud-Americano”, fundado por Casimiro Prieto Valdés (1847-1906); y “El Almanaque Peuser” (1888), una creación de Jacobo Peuser (1843-1901). Groussac, si bien no adhería completamente a la orientación ideológica de la generación del ’80, permitió que colaboraran varios representantes del modernismo en las páginas de “La Biblioteca”, revista que publicaba la Biblioteca Nacional por él dirigida. También contribuyeron en la difusión de los objetivos literarios modernistas los diarios “La Prensa” y “La Nación”.
Si bien la producción literaria modernista alcanzó sus manifestaciones más logradas en la poesía lírica gracias a la fuerte influencia de Rubén Darío y también la de su amigo el poeta cubano José Martí (1853-1895), no dejó sin embargo de proyectar sus novedades temáticas y expresivas en la novela y el cuento. En medio de un clima de rebeldía social y política generado por el enfrentamiento entre la pequeña y privilegiada elite gobernante de ideas conservadoras y las florecientes y heterogéneas clases medias y trabajadoras compuestas en su mayoría por inmigrantes de Europa que traían ideas socialistas y anarquistas, surgieron cuentistas como Leopoldo Lugones (1874-1938), autor de “Cuentos fatales”, “La guerra gaucha” y “Las fuerzas extrañas”; Manuel Ugarte (1875-1951) autor de “Crónicas del boulevard” y “Cuentos de la pampa”; y Alberto Ghiraldo (1875-1946), quien publicara varios cuentos en el semanario “El Sol”. A la vez, el empuje modernista de las influencias del llamado “príncipe de las letras castellanas” generó el surgimiento de un conjunto de escritores provincianos que, lejos de Buenos Aires, vigorizaron el aspecto nativista de la literatura. En ese sentido descollaron, por ejemplo, Martiniano Leguizamón (1858-1935) con “Recuerdos de la tierra”, Francisco Soto y Calvo (1858-1936) con “Cuentos de mi padre”, Joaquín V. González (1863-1923) con “Mis montañas” y Roberto Payró (1867-1928) con “Pago Chico”. En todos estos tomos de cuentos abundaron temas costumbristas, las tradiciones y los hábitos regionales.


Mientras tanto en la gran urbe porteña, con la llegada del nuevo siglo, los hábitos culturales iban cambiando de manera gradual. El crecimiento poblacional supuso, entre otras cosas, la modificación del consumo -y también de la oferta- de las actividades artísticas. Las colectividades de inmigrantes, principalmente, la italiana y española, fundaban asociaciones y a ellas se sumaba, frecuentemente, un teatro que contrataba compañías del país de origen, con un repertorio atractivo para su amplio público. La nueva población mostraba destrezas y aptitudes como la lectura y la escritura, necesarias para participar de esas actividades en expansión. No sólo hubo más gente que fuera al teatro y leyera, sino también más variedad de obras y de textos a disposición de un número creciente de consumidores con gustos diferentes. En principio, el público se configuró en torno de la asistencia a los teatros de las comunidades de inmigrantes. Como esas personas eran también potenciales lectores, se diseñó para ellas un conjunto variado de ofertas: revistas de humor político, revistas culturales, secciones en los diarios tradicionales -como la de crítica teatral- y diarios no tradicionales, como “La Protesta”, de orientación anarquista, que llegó a competir en tirada con el prestigioso “La Nación”. Poco a poco comenzaron a surgir editoriales que ofertaron publicaciones periódicas en el económico formato del folletín; los textos de ficción eran, en general, melodramas y policiales. También se editó literatura clásica a bajo precio y en grandes tiradas. Las pequeñas imprentas que editaban un periódico y unos pocos libros por cuenta de los autores dieron paso entonces a las editoriales, empresas que producían textos porque existía un público dispuesto a consumirlos. Surgía así una incipiente industria de bienes culturales.


Por lo que atañe al cuento, en general sus características hacia la primera década del siglo XX no variaron en lo sustancial con respecto al siglo anterior. Pero, con la llegada de la época del Centenario aparecieron nuevos valores. Todos los escritores de esa época escribían cuentos, aun aquéllos que se dedicaban a otros géneros y actividades. El periodista y crítico teatral Juan Pablo Echagüe (1875-1950) publicaba sus cuentos “Por donde corre el Zonda”; Héctor Blomberg (1889-1955), letrista de tangos y comediógrafo, hacía lo propio con “Los habitantes del horizonte”; y Godofredo Daireaux (1849-1916), ganadero y agricultor, lo hacía con “Las veladas del tropero” y “Cada mate un cuento”. Sería Horacio Quiroga (1878-1937) el más destacado de esta generación con sus relatos breves de una marcada inclinación por lo regional o lo sociológicamente tradicional en sus libros de cuentos “El crimen del otro”, “El salvaje”, “Las sacrificadas”, “Anaconda”, “El desierto”, “Los desterrados”, “Cuentos de amor de locura y de muerte” y “Cuentos de la selva”.

25 de mayo de 2019

Buenos Aires y el cuento. Sinopsis de los primeros cien años de una relación fructífera

2º parte. Del costumbrismo a la Generación del ‘80

Fue la producción poética la que, durante esos años, consolidó los prestigios literarios ya que los escritores entendían la literatura ante todo como poesía. En lo referente a la producción cuentística, la misma fue bastante dispersa, discontinua, inestable. No obstante pueden citarse los cuentos escritos hacia mediados del siglo XIX por Juana Manuela Gorriti (1819-1892), entre ellos “Quien escucha su mal oye”,El pozo del Yocci”, “Una apuesta”, “El lucero del manantial”, “La hija del silencio”, “El guante negro” y “La hija del mazorquero”. También “El gigante Amapolas”, “Tobías o la cárcel a la vela” y “Peregrinación de luz del día” del abogado y autor intelectual de la Constitución Argentina Juan Bautista Alberdi (1810-1884); “Crisóstomo”, “El cabo Gómez”, “Un hombre comido por las moscas”, “Los siete platos de arroz con leche”, “Tipos de otro tiempo” y “El famoso fusilamiento del caballo” de Lucio V. Mansilla (1831-1913); “Las mujeres del año 1900” de Casimiro Prieto Valdés (1846-1906), y “El hombre hormiga” y “El capitán de Patricios” del ya mencionado Juan María Gutiérrez.


De ese modo, a medida que avanzaba el siglo, muy lentamente el género cuentístico fue adquiriendo caracteres propios e independientes de la novela, de la cual, para muchos académicos de la época, era tan sólo una deformación. Para avalar este análisis se basaban en las dimensiones minúsculas que el cuento poseía, como si la extensión de la historia narrada fuese una imperiosa condición de lo artístico. Pero, más allá de esas disquisiciones, lo cierto es que el romanticismo que cultivaban aquellos ignotos literatos revalorizó el cuento popular elaborándolo literariamente en un proceso lento que conservó la forma de la narración breve para toda clase de temas y no sólo limitada a las anécdotas y leyendas fantásticas y fabulosas tan frecuentes en la cultura de la época, sobre todo acerca de los mitos fundacionales de Buenos Aires, la trama trágica de la conquista, los espejismos de la evangelización, el asedio y la resistencia de los pobladores indígenas, la hostilidad de una naturaleza desmesurada, el hambre, las enfermedades, la antropofagia y demás.
Vale la pena recordar que la palabra cuento deriva del verbo contar, forma castellana de “computare”, que en latín significa “contar” en sentido numérico. De aquel significado originario de enumerar objetos, se pasó por ampliación al de exponer acontecimientos tanto ciertos como imaginarios. Es que toda narración, sea crónica de historiadores o relato maravilloso, incorporó desde tiempos muy lejanos el significado de enumerar acontecimientos reales o ficticios.


Los cuentos, con una procedencia de la tradición oral, pasando el tiempo se fueron fijando en la escritura y llegaron hasta nuestros días a través de versiones y testimonios recogidos en diferentes momentos de su itinerario secular. En la literatura española se registró el verbo contar antes que el sustantivo cuento. Por ejemplo, en el “Cantar de Mio Cid” -obra de autor anónimo que se estima fue escrita a comienzos del siglo XIII- ya se empleaba el verbo contar en el sentido de relatar. Un siglo después, las “Crónicas de los Reyes de Castilla” -atribuidas a Fernán Sánchez de Valladolid (1325-1364)- presentan expresiones que indican un empleo habitual del verbo contar aplicado a la relación de acontecimientos. Con la llegada a finales del siglo XVIII del movimiento cultural conocido como Romanticismo, los escritores descubrieron en las antiguas narraciones la figura de un género que rápidamente se iría precisando: el cuento literario. Fue en esa época cuando los grandes narradores del siglo XIX cultivaron el género e intentaron definirlo y delimitar sus alcances, un empeño que sigue evolucionando hasta el presente ya que, a pesar de ser considerado como una categoría autónoma dentro de la narrativa, aún sus márgenes son un tanto difusos.
Pero, retomando el enunciado inicial en cuanto a la federalización de Buenos Aires, puede admitirse que, en torno al eje cronológico del año 1880, actuó en esta ciudad una nueva pléyade de intelectuales que dieron una fisonomía característica a las letras y pasó a ser conocida como la Generación del ‘80 (dicho esto sometiendo el concepto de generación a cautelosos reparos y utilizando un criterio muy amplio). Entre 1820 y 1880, paulatinamente se fue dando un proceso de entrecruzamiento, de cierta aproximación entre la cultura de los sectores altos de la sociedad y el conglomerado heterogéneo que habitualmente se denomina “sectores populares”. Las personas de los sectores altos, en su mayoría, sabían leer y escribir.


Algunos pocos habían pasado por universidades americanas o españolas, conocían otro idioma y, eventualmente, leían la literatura prestigiada en el mundo europeo. Su composición era relativamente homogénea en lo que respecta a las maneras de vestir, de comportarse frente a los otros, de usar el lenguaje y de organizar la vida cotidiana. El mundo de los sectores populares era, sin dudas, más complejo y heterogéneo, de acuerdo con su procedencia (criolla, nativa de diferentes países de América, mestiza, negra por descendencia de esclavos y demás) y con el lugar que habitaban (grandes o pequeñas ciudades, campaña del litoral, noroeste). El factor que, en términos de la relación entre estos sectores y los dominantes, jugaba como elemento caracterizador y homogeneizador era la no posesión de la lectoescritura. Esto no significa que los llamados “sectores populares” no poseyeran un conjunto de elementos ricos en términos culturales, sino que éstos eran claramente insuficientes para establecer una relación con los sectores dominantes distinta de la subordinación.
Evidentemente, la manera dramática y sangrienta que revistió el enfrentamiento entre Buenos Aires y las provincias, y el posterior retraso en que éstas quedaron relegadas a partir de la consolidación del poder de la ciudad capital se vio reflejada en la literatura. La hegemonía literaria de Buenos Aires no fue más que otro síntoma de un país escindido y desequilibrado prácticamente todos los órdenes, en el cual los sectores provincianos vivían culturalmente aislados, empobrecidos y aún absorbidos por el centro porteño, ya que era precisamente allí donde se decidían las líneas rectoras predominantes de las tendencias y estilos, el lugar donde más rápidamente se iniciaban las transformaciones y adopciones de las modas literarias. De hecho, era en sus librerías, en sus redacciones de periódicos y en sus instituciones educativas donde funcionaban los espacios de reunión y de tertulia para reflexionar y debatir sobre estos temas.
La colocación central de Buenos Aires en todos los aspectos que hacen a la organización de una nación incidió indiscutiblemente en su entronización como epicentro del sistema cultural del país y, al menos durante los primeros tiempos, esto fue en desmedro de la literatura regional. Ésta, a partir de los sustratos tradicionales y folklóricos de cada lugar, reaccionó frente a los fenómenos de urbanización, cosmopolitismo e inmigración que transformaron a la Argentina en las dos últimas décadas del siglo XIX iniciando un movimiento de rescate y revalorización del terruño y de figuras arquetípicas como el indio y el gaucho. En ese sentido, José Hernández (1834-1886) escribió una obra emblemática: “El gaucho Martín Fierro”, un poema narrativo publicado en 1872 cuya segunda parte, “La vuelta de Martín Fierro”, aparecería siete años más tarde. Tiempo después, el extenso poema escrito en versos octosílabos pasaría a ser considerado como el texto fundador de la nacionalidad. Tanto esta obra como la novela gauchesca “Juan Moreira”, de Eduardo Gutiérrez (1851-1889), supusieron una manera peculiar de relación entre el mundo de la alta cultura y la cultura popular, en la medida en que el lenguaje y las temáticas eran de los sectores populares y que los sectores dominantes se apropiaron de ellos para crear bienes que consumirían los dos sectores. Esa relación se iría afianzando luego de los años ‘80 y, sobre todo, a principios de siglo XX cuando se alfabetizó a la población y se constituyeron las bases de la industria cultural.


En torno a esa etapa histórica, un grupo de escritores se destacó a la par de la conversión de Buenos Aires de una “gran aldea” a una ciudad cosmopolita. Nacidos y educados dentro de una misma época, alcanzaron la madurez bajo semejantes influencias políticas, sociales y económicas, por lo que reflejaron en sus obras una unidad de criterio de acuerdo con el período cronológico en que desarrollaron sus actividades. Integraban aquel grupo literario, entre otros, el ya citado Lucio V. López, Ricardo Gutiérrez (1838-1896), Olegario V. Andrade (1839-1882), Eugenio Cambaceres (1843-1888), Eduardo Wilde (1844-1913), Paul Groussac (1848-1929), Rafael Obligado (1851-1920), Calixto Oyuela (1857-1935) y José S. Alvarez (1858-1903), quien publicaba bajo el seudónimo de Fray Mocho.
La mayoría de ellos se inclinó por la novela, el ensayo o los poemas. En cuanto a la producción cuentística, Wilde se destacó con “La primera noche de cementerio” y “Prometeo y Cía”, libros en los que se recopilaron cuentos aparecidos en periódicos; Oyuela con “Crónicas dramáticas”, su único libro de cuentos; Fray Mocho con “Esmeraldas (Cuentos mundanos)”, una colección de relatos compilados póstumamente en los que utilizó la ironía y el sarcasmo para describir la ostentación en la vida porteña, la corrupción de los funcionarios públicos, la presencia de los inmigrantes y el consecuente cambio de costumbres en la sociedad; y Groussac con “La pesquisa”, un cuento originalmente publicado como “El candado de oro” en el periódico “Sud América” en junio de 1884 y trece años después con el título definitivo en la revista “La Biblioteca”, un relato que es considerado como el primer cuento policial argentino. Años después, como una sutil paradoja de aquella generación tan afrancesada, el mismo autor francés entregaría a las letras argentinas páginas ponderables por su corrección y por su fidelidad a la lengua castellana, tal como puede apreciarse en “El hogar desierto”, “La rueda loca”, “La herencia”, “La monja” y “El número 9090”, cuentos de raíces psicológicas que integraron su libro “Relatos argentinos”.


Este grupo de escritores denotó evidentemente una mayor preocupación formal, con obras que registraban notorias influencias de Edgar Allan Poe (1809-1849), Charles Dickens (1812-1870) y Alphonse Daudet (1840-1897) en algunos, y de Walter Scott (1771-1832), Ernst T. A. Hoffmann (1776-1822) y José Maria Eça de Queirós (1845-1900) en otros. El periodista José María Cantilo (1840-1891), por ejemplo, agrupó en “Un libro más” una novela, impresiones y artículos costumbristas, y algunos cuentos como “El Doctor Quijano y Golilla”, “Un idilio” y “El despertar de Marta” entre los más sobresalientes. Por su lado, Francisco Sicardi (1856-1927) en “Un anónimo más” publicado en la revista “Nosotros”, y Carlos María Ocantos (1860-1949) en los numerosos relatos reunidos en “Sartal de cuentos” y “El camión”, representaron también esa dualidad de los hombres del ‘80, que se debatieron entre un enfoque costumbrista de la realidad y el medio ambiente, con espíritu crítico y preocupación social, y una fuerte presión de tono europeo en el plano ideológico, formal y lingüístico, con influencias manifiestas y nuevos desarrollos fantásticos y psicológicos.

24 de mayo de 2019

Buenos Aires y el cuento. Sinopsis de los primeros cien años de una relación fructífera

1º parte. Los cafés, las tertulias y la Generación del ‘37

El entorno en el que viven los seres humanos no es sólo un entorno físico sino también -y sobre todo- cultural y social. El ámbito de una ciudad está tan incorporado en el ambiente cultural que puede afirmarse que las interacciones, las relaciones entre ambos están profundamente relacionadas. El hombre, en definitiva, como decía Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.)​​​ en “Koinonia politike” (Comunidad política), es un ser social por naturaleza, capaz de crear cultura y transmitirla. Dentro del patrimonio cultural de cualquier ciudad la literatura desempeña un rol sustancial y, dentro de ese arte, el cuento ocupa un lugar sin dudas relevante. El núcleo urbano y ese espacio de la cultura están firmemente vinculados en el ser humano; los ambientes citadinos y culturales se confunden y se compenetran, modificándose entre sí sin cesar a medida que transcurren los años. Y ese portento se dio en Buenos Aires desde los lejanos tiempos de finales del siglo XVIII.
En su obra “Orígenes de la novela”, publicada en tres tomos entre 1905 y 1910, el escritor y filólogo español Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) decía que el cuento era un “género tan antiguo como la imaginación humana”. Ciertamente, el origen del cuento se remonta a tiempos tan remotos que resulta difícil indicar con precisión una fecha aproximada de cuándo alguien creó el primero. Muy distinto es el caso de la ciudad de Buenos Aires, de la que se conocen muchos aspectos de su historia desde su primera fundación en 1536 por el conquistador español Pedro de Mendoza (1499-1537). Su existencia fue efímera -apenas cinco años- debido a la resistencia presentada por los pueblos originarios que habitaban la región desde tiempos inmemoriales, mayoritariamente querandíes y charrúas. Los invasores españoles debieron esperar hasta 1580 para refundar la ciudad, esta vez a manos de Juan de Garay (1528-1583) y recién tres siglos más tarde, esto es, en 1880, tras la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata -tal como se llamaba por entonces la actual República Argentina- y después de algo más de seis décadas de cruentas guerras civiles, el gobierno sancionó la Ley de Federalización de Buenos Aires y la convirtió en su Capital Federal.


Había llegado a su fin un viejo pleito entre porteños y provincianos y se iniciaba una nueva época en la evolución histórica argentina, con grandes cambios tanto en el panorama político y económico como en el social y cultural. Y es en este último aspecto precisamente donde la narrativa realiza sus primeros escarceos de la mano de algunos escritores que pasarían a la historia justamente por eso, por ser los iniciadores de una corriente que iría desarrollándose con el paso de los años. Ya desde fines del siglo XVIII en la viaja capital virreinal se habían registrado novedosas formas de sociabilidad política que acompañaban las nuevas cuestiones, como quién representaba a quién, donde residía la soberanía y porqué los hombres se unían entre sí. Estas formas se expresaron en el surgimiento de espacios públicos de discusión, como los cafés, los billares y los hoteles, así como en la explosión de la prensa periódica de opinión. En 1801 se inauguró un lugar de encuentro que cobró creciente importancia durante el período revolucionario: el Café de Marco, ubicado muy cerca del Cabildo y el Fuerte, frente a la Plaza Mayor (hoy Plaza de Mayo). Luego, tanto el proceso revolucionario como la guerra por la independencia y la tensión que se produjo como consecuencia de la ruptura con España impusieron a la sociedad rioplatense -en particular, en Buenos Aires- la convicción de que la autonomía implicaba la necesidad de debatir, de decidir, de participar. Los ámbitos de debate se ampliaron y los periódicos se multiplicaron.
La costumbre de la tertulia o peña era una necesidad para los porteños, y así fueron naciendo otros espacios con esa finalidad: la Jabonería de Vieytes, el café de Los Catalanes, el Café de la Comedia y el Café de la Victoria, lugares todos ellos en los que se retomaron los viejos hábitos de analizar, discutir y polemizar que habían aflorado ya hacia 1791 en lugares emblemáticos como el Café La Amistad o el Café de los Trucos.


Eran tiempos en que, en Europa, las ideas del romanticismo -aquel movimiento socio cultural derivado del idealismo impulsado por el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1762-1814)- comenzaban a reclamar una nueva organización social acorde a los principios liberales surgidos de la Revolución Francesa. En Buenos Aires, aquellas ideas se hicieron presentes en las jóvenes generaciones, sobre todo en las manifestaciones literarias y artísticas inspiradas primordialmente en poetas, novelistas y dramaturgos alemanes de la talla de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) y Friedrich Schiller (1759-1805), y expandidas luego a Francia por Jean Jacques Rousseau (1712-1778), a Inglaterra por John Keats (1795-1821), a Italia por Giácomo Leopardi (1798-1837), a Rusia por Aleksandr Pushkin (1799-1837) y a España por José de Espronceda (1808-1842), por citar sólo algunos ejemplos.
Pero, para llegar a esa coyuntura, fueron necesarios largos años de luchas encarnizadas entre unitarios y federales, entre el centralismo y el asociativismo; el enfrentamiento entre una sociedad “aristócrata y cosmopolita” y otra “conservadora y tradicional”, entre una población “culta e ilustrada” y otra “bárbara e incivilizada”, una hostilidad de un maniqueísmo explícito que, tras la fachada de las afinidades ideológicas de cada bando, escondía solapadamente las conveniencias económicas de cada uno. Fue en ese contexto que nació en Buenos Aires la denominada Generación del ’37 de la mano de Esteban Echeverría (1805-1851), Juan Bautista Alberdi (1810-1884), Juan María Gutiérrez (1809-1878), Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), Vicente Fidel López (1815-1903) y Carlos Tejedor (1817-1903), entre otros.


Estos intelectuales solían reunirse en la casa del escritor Miguel Cané (1812-1863) para luego proseguir sus actividades en la librería del periodista y escritor Marcos Sastre (1808-1887) agrupándose bajo el nombre de Salón Literario. Sus debates giraban en torno a las costumbres, los sentimientos, las ideologías y los distintos y contrapuestos intereses sociales que imperaban a la sazón en la incipiente Argentina. Cada uno de los escritores que conformaban el grupo -que, más allá de la unidad manifiesta en sus propósitos también los diferenciaba una cierta heterogeneidad ideológica- leía sus ensayos en los que proponían un sistema legislativo y constitucional coherente, la búsqueda de una teoría política y la necesidad de crear una literatura nacional.
Los temas que enfatizaron el romanticismo de aquella generación fueron el paisaje natural, los tipos humanos, las maneras de vivir en las diferentes circunstancias sociales y la historia, favoreciendo, de ese modo, el desarrollo de la narración costumbrista, la que llegó a constituirse, muchas veces, en su objetivo. Ese afán por la representación de personajes estereotípicos o situaciones cotidianas desarrollando sus rasgos característicos y más pintorescos (la forma de hablar, los ademanes, los hábitos, las fiestas, las comidas), señaló, si no todas, muchas de las características del cuento decimonónico argentino. Aquellos escritores de algún modo siguieron en el Río de la Plata los postulados de Mariano José de Larra (1809-1837), maestro del costumbrismo hispánico de gran influencia entre ellos. El escritor y periodista español señalaba un buen número de condiciones que debía poseer el escritor costumbrista, desde un agudo instinto de observación y sutileza hasta un profundo conocimiento de la sociedad. Desde sus gacetillas periodísticas aparecidas en el periódico madrileño “La Revista Española” se propuso convertir la estampa costumbrista en un instrumento de opinión para sacudir las conciencias amodorradas. En un artículo publicado en 1832 en la revista “El Pobrecito Hablador” por él fundada, decía: “Un pueblo no es verdaderamente libre mientras que la libertad no esté arraigada en sus costumbres e identificada con ellas”.


Pero si de influencias se habla, ese gusto romántico por el colorido local y la toma de posición frente a los cambios que comenzaban a operarse en la sociedad que dieron lugar al costumbrismo, venía de algún modo a continuar el debate con la línea del realismo, aquella corriente literaria surgida en Francia de la mano de Honoré de Balzac (1799-1850) y desarrollada plenamente por Gustave Flaubert (1821-1880). León Tolstói (1828-1910), uno de los principales exponentes del realismo literario ruso había señalado en 1897 en su “Chto takoye iskusstvo?” (¿Qué es el arte?): “Si quieres ser universal muestra la aldea en que naciste”. El mejor exponente de esta recomendación tal vez haya sido James Joyce (1882-1941), quien algunos años más tarde lo haría con Dublín, su ciudad natal, en “Ulysses” (Ulises), una de las novelas más influyentes, discutidas y renombradas del siglo XX. En el caso puntual de Buenos Aires acaso haya que remitirse a “La gran aldea” de Lucio Vicente López (1848-1894), una novela en la que la describe con una mirada que oscila entre la nostalgia y la ironía.
Individualistas unos, universalistas otros, lo innegable parece ser que la descripción por medio de la narrativa del cuadro de costumbres de una sociedad en ambos casos no deja de ser un arte romántico. Así, puede afirmarse que el parentesco, aunque tangencial, del romanticismo con el costumbrismo y el realismo literarios se relacionó en Buenos Aires con dos hechos cruciales: la existencia de una sociedad en vías de transformación, donde las revueltas políticas, los desengaños y las pasiones ciudadanas eran abundantes, y el incipiente desarrollo de los periódicos, que permitían transmitir de manera más directa los ideales de los integrantes de aquella generación de intelectuales.


La desconfianza que sus ideas generaron en el gobierno de turno hizo que tuvieran que pasar a desarrollar sus actividades en forma clandestina bajo el nombre de Asociación de la Joven Generación Argentina a partir de mediados de 1838. Fue Echeverría quien dio forma al anhelo liberador que bullía en aquellos jóvenes con su obra “Dogma socialista”, y fue también él el autor de “El matadero”, narración considerada como el primer cuento argentino. Casi en simultáneo, José Mármol (1817-1871) publicaba “Amalia”, la que pasaría a ser evaluada como la primera novela relevante, ya que, hasta entonces era un género de escasa eficacia literaria con exponentes poco significativos como “Las aventuras de Learte” del escritor navarro radicado en Córdoba Miguel de Learte (1724-1795) o “Alejandro Mencikou, príncipe y ministro del estado ruso” y “Clementina o triunfo de una mujer sobre la incredulidad y filosofía del siglo” del sacerdote cordobés Juan Justo Rodríguez (1751-1832), tres curiosidades bibliográficas prácticamente desconocidas. Apenas un poco más de atención merecieron las incursiones novelísticas de Juana Manso (1819-1875) con “Los misterios del Plata” y “La familia del comendador”, o las del citado Miguel Cané con “Una noche de bodas” y “La familia Sconner”.

5 de mayo de 2019

Ricardo Piglia, el artífice del policial negro en la Argentina (II)


Indudablemente, en relación con el desarrollo del género policial en la Argentina, la figura de Borges constituye un hito insoslayable que no puede ni debe obviarse. Sus aportes a la difusión del género aparecieron en una serie de reseñas y notas periodísticas publicadas en revistas como “El Hogar” o la mencionada “Sur” entre los años '30 y '40, en las que desarrolló una tarea de exégesis del policial clásico y delineó su propio canon, el que tenía como maestro indiscutido a Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). En 1945 nació “El Séptimo Círculo”, una colección dirigida por Borges y Bioy Casares que estuvo destinada desde un principio al policial clásico inglés. Así, se publicaron obras de Wilkie Collins (1824-1889) -autor muy popular hacia el último cuarto del siglo XIX por sus narraciones enmarcadas dentro de la “sensation novel” (novela sensacionalista), un género equivalente y precursor de las posteriores novelas policíacas, de suspenso y misterio- y también de Eden Phillpotts (1862-1960), Cecil Day Lewis (1904-1972) y John Mackintosh Stewart (1906-1994), escritores que publicaban bajo los seudónimos de Harrington Hext, Nicholas Blake y Michael Innes respectivamente, revelando la desconfianza que todavía provocaba el policial.
Si bien aparecieron algunos autores del policial negro en los primeros títulos de la colección, el verdadero enemigo conceptual para Borges no era el policial norteamericano sino el francés. Por eso en sus artículos periodísticos siempre se limitó a la valoración de la tradición inglesa del género por sobre otras manifestaciones del género, sobre todo las provenientes de Francia de la mano de escritores como Émile Gaboriau (1832-1873), Maurice Leblanc (1864-1941), Gastón Leroux (1868-1927), Pierre Véry (1900-1960) y Georges Simenon (1903-1989) a los que no valoraba por considerarlos “literatos muy olvidables”. Pero “El Séptimo Círculo” estaba lejos de ser la puesta en práctica de los criterios expresados por Borges en aquellas notas. La orientación hacia el género policial clásico de la colección probablemente tuvo que ver con la decisión de la editorial Emecé de competir con la “Serie Amarilla”, la colección que publicaba editorial Tor en ediciones muy económicas, impresas en papel de diario, con tapas de papel satinado y dibujos anónimos en colores.


Un cuarto de siglo más tarde, con la intención de refrendar el policial negro norteamericano, la editorial Tiempo Contemporáneo lanzó en 1969 la “Colección Serie Negra”. Por entonces Borges y Bioy Casares ya habían abandonado sus tareas en la selección de los títulos de “El Séptimo Círculo” y la editorial Tor había entrado en una etapa recesiva. Cuando Piglia se hizo cargo de organizar las publicaciones produjo unos de sus mayores logros, el de trasladar por primera vez el “slang” norteamericano al argot porteño, algo completamente novedoso en la historia de la traducción de las editoriales argentinas que generalmente traducían a un español neutro. Así, en su catálogo aparecieron obras de Raymond Chandler (1888-1959), Erle Stanley Gardner (1889-1970), James M. Cain (1892-1977), Peter Cheyney (1896-1951), Horace McCoy (1897-1955), Fredric Brown (1906-1972), James Thompson (1906-1977) y David Goodis (1917-1967) traducidas por encargo de Piglia por figuras prestigiosas como Estela Canto (1916-1994), Floreal Mazía (1920-1990) o Rodolfo Walsh (1927-1977).
El primer título de la colección fue “Cuentos policiales de la serie negra”, una antología que Piglia firmó como Emilio Renzi, su “alter ego” de toda la vida, en la que incluyó cuentos de varios de sus autores predilectos: Hammett, Brown, Chandler, Cain, etc. Fueron en total veintiún libros publicados hasta el cierre de la editorial en 1977 en tiempos de la dictadura del llamado Proceso de Reorganización Nacional. De todas formas, durante aquellos años sus ediciones tuvieron una enorme difusión, lo que permitió la escritura y publicación de una serie de autores argentinos de los años ‘70. Escritores como Rubén Tizziani (1937), Osvaldo Soriano (1943-1997), José Pablo Feinmann (1943), Juan Martini (1944-2019), Sergio Sinay (1947), Guillermo Saccomanno (1948) y el mismo Ricardo Piglia encontraron un público lector que ya estaba entrenado en las novelas de Hammett o Chandler. Ese fue el nacimiento del género negro en la Argentina.
A continuación, la segunda y última parte del prólogo que el autor deLos casos del comisario Croce” y de imprescindibles ensayos como “Crítica y ficción”, “El último lector” y “Escritores norteamericanos” escribió para “Cuentos de la serie negra”, la antología que publicara en 1979 el Centro Editor de América Latina.


Si la novela policial clásica se organiza a partir del fetiche de la inteligencia pura, y valora, sobre todo, la omnipotencia del pensamiento y la lógica abstracta pero imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa, en los relatos de la serie negra esa función se transforma y el valor ideal pasa a ser la honestidad, la decencia, la  incorruptibilidad. Por lo demás, se trata de una honestidad ligada exclusivamente a cuestiones de dinero. El detective no vacila en ser despiadado y brutal, pero su código moral es invariable en un solo punto: nadie podrá corromperlo. En las virtudes del individuo que lucha solo y por dinero contra el mal, el “thriller” encuentra su utopía. No es casual en fin, que cuando el detective desaparezca de la escena la ideología de estos relatos se acerque peligrosamente al cinismo (caso Chase) o mejor, cuando también el detective se corrompe (caso Spillane) los relatos pasan a ser la descripción cínica de un mundo sin salida, donde la exaltación de la violencia arrastra vagos ecos del fascismo. Asistimos ahí a la declinación y al final del género: su continuación lógica serán las novelas de espionaje. Visto desde James Bond, Philip Marlowe es Robinson Crusoe que ha vuelto de la isla.


La transformación que lleva de la policial clásica al “thriller” no puede analizarse según los parámetros de la evolución inmanente de un género literario como proceso autónomo. Es cierto que la novela policial clásica se había automatizado (en el sentido en que usan este término los formalistas rusos), pero esa automatización (denunciada por Hammett y Chandler y parodiada en novelas como “La ventana alta” y “El hombre flaco”) y el desgaste de los procedimientos no pueden explicar el surgimiento de un nuevo género ni sus características. De hecho, es imposible analizar la constitución del “thriller” sin tener en cuenta la situación social de los Estados Unidos hacia el final de la década del ‘20. La crisis en la Bolsa de Wall Street, las huelgas, la desocupación, la depresión, pero también la ley seca, el gangsterismo político, la guerra de los traficantes de alcohol, la corrupción: al  intentar reflejar (y denunciar) esa realidad los novelistas norteamericanos inventaron un nuevo género. Así al menos lo creía Joseph. T. Shaw quien al definir la función de “Black Mask” señalaba que el negocio del delito organizado tenía aliados políticos y que era su deber revelar las conexiones entre el crimen, los jueces y la policía. En 1931 declaró: “Creemos estar prestando un servicio público al publicar las historias realistas, fieles a la verdad y aleccionadoras sobre el crimen moderno de autores como Dashiell Hammett, Burnett y Whitfield”.
En este sentido la novela policial se conecta con un proceso de conjunto de la literatura norteamericana de esos años. El pasaje de los “twenties” al “New Deal” está signado por la toma de conciencia social de los escritores norteamericanos. El ejemplo más notable es el de Scott Fitzgerald (hay que leer su “Notebook” donde se define como socialista o analizar en ese marco “El último magnate” y las notas que acompañaron la redacción de esa novela) pero el proceso alcanza también  a  Faulkner (basta ver su saga de los Snopes) y por supuesto a Hemingway (que en los años ‘30 no sólo trabaja por la República Española e integra el Comité de escritores antifascistas, sino que colabora en “New Masses”, periódico del PC). 



Son los años de la literatura proletaria, de la “Partisan Review” en la que Edmund Wilson, Lionel   Trilling y Mary McCarthy defienden posiciones “radicals”; los años en que Dos Passos publica su trilogía “U.S.A.”, Steinbeck “Viñas de ira”, Michael Gold “Judíos sin dinero”, Caldwell “El camino del tabaco”, Hemingway “Tener y no tener” (cuyo primer capítulo, publicado antes como cuento con el título de “On trip across” es un modelo de “thriller”); los años en que empiezan a publicar sus libros, desde la misma óptica, Nathaniel West, Katherine Ann Porter, Daniel Fusch, Nelson Algren, John O'Hara. Los escritores de “Black Mask” están ligados a esa tendencia: el caso de Hammett (también él colaborador de “New Masses”) es el más conocido y Lilian Hellman lo ha narrado, con cierta incómoda distancia, en el retrato biográfico que prologa “Dinero sangriento”.
El “thriller” surge como una vertiente interna de la literatura norteamericana y la constitución del género debe ser pensada en el interior de cierta tradición típica de la literatura norteamericana (lo que podríamos llamar el costumbrismo social que viene de Ring Lardner y de Sherwood Anderson) antes que en relación con las reglas clásicas del relato policial. En la historia del surgimiento y la definición del género el cuento de Hemingway “Los asesinos” (1926) tiene el mismo papel fundador que “Los crímenes de la calle Morgue” (1841) de Poe con respecto a la novela de enigma. En esos dos matones profesionales que llegan de Chicago para asesinar a un ex boxeador al que no conocen, en ese crimen por encargo que no se explica y en el que subyace la corrupción en el mundo del deporte, están ya las reglas del “thriller”, en el mismo sentido en que las deducciones del caballero Dupin de Poe preanunciaban toda la evolución de la novela de enigma desde Sherlock Holmes a Hércules Poirot.



Por lo demás en ese relato (y en el primer Hemingway) está también la técnica narrativa y el estilo que van a definir el género: predominio del diálogo, relato objetivo, acción rápida, escritura blanca y coloquial (no es casual que Chandler haya comenzado por escribir una parodia de Hemingway, “The sun also sneezes”, “dedicado sin ninguna razón al mayor novelista norteamericano actual: Ernest Hemingway” o que Hemingway se llame uno de los personajes de “Adiós, muñeca”). Por lo demás, en 1931 aparece “Santuario” de Faulkner que puede ser considerada una de las mejores novelas del género y que tiene un papel clave en su transformación. Porque el desarrollo del thriller hacia formas cada vez más alejadas del relato policial propiamente dicho (como de un modo u otro lo practicaban Hammett o Chandler) está marcado por la primera novela de James Hadley Chase, “El secuestro de la señorita Blandish” (1937) que no es más que una remake de “Santuario”.
El “thriller” es uno de los grandes aportes de la literatura norteamericana a la ficción contemporánea. Nacido en una coyuntura histórica precisa, literatura social de notable calidad, el género se cristaliza y culmina en la década del ‘30: “El largo adiós” de Chandler (1953) marca su final y es ya un producto tardío. Los que siguen, siendo excelentes (como Chester Himes, D. Henderson Clarke, Kenneth Fearing o David Goodis, para nombrar a los mejores) se desligan cada vez más de esa tradición y en el fondo no hacen más que repetir o exasperar las fórmulas establecidas por los clásicos. En esta antología hemos seleccionado cinco relatos que se ligan al momento de constitución del género. Publicados en la década del ’30 en “Black Mask”, recibieron algunos de ellos el premio “Memorial O’Henry” al mejor cuento norteamericano del año, lo que prueba que, en aquel momento, los escritores de “Black Mask” estaban lejos de ser considerados prácticamente de una literatura “menor”.