25 de abril de 2022

Noam Chomsky: “La invasión rusa de Ucrania se sitúa junto a otros grandes crímenes de guerra como la invasión de Polonia por Hitler y Stalin, la invasión de Irak por parte de Estados Unidos y otros sombríos episodios de la historia moderna”.

El lingüista, filósofo y politólogo estadounidense Noam Chomsky (1928), profesor emérito del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), fue invitado a participar en el “Seminario Internacional sobre Resolución de Conflictos en el marco del Derecho Internacional ante la invasión de Ucrania”, organizado por la Universidad Carlos III de Madrid. En su conferencia, realizada el 30 de marzo pasado, analizó las reglas que caracterizan el derecho internacional, los antecedentes de Estados Unidos en el mundo en general y en Ucrania en particular, y la necesidad de movilizarse para conseguir una salida diplomática al conflicto, la única posible si se tiene en cuenta la posible escalada hacia un holocausto nuclear. Entre otras cosas, Chomsky aseveró que Estados Unidos es quien lleva dominando la sociedad mundial desde la Segunda Guerra Mundial, reemplazando al Reino Unido y Francia, adoptando las políticas de sus antecesores: desdén absoluto por el derecho internacional, tanto de palabra como de hecho. “Un ejemplo verdaderamente aterrador es Afganistán -afirmó-. Millones de personas literalmente se enfrentan a la inanición, una tragedia colosal. Hay comida en los mercados, pero con todos sus fondos bloqueados en los bancos internacionales, la gente con poco dinero tiene que ver cómo sus hijos mueren de hambre. ¿Qué podemos hacer? No es ningún secreto: presionar al gobierno de los Estados Unidos para que libere los fondos de Afganistán, custodiados en bancos de Nueva York para castigar a los pobres afganos por osar resistirse a los veinte años de guerra de Washington. La excusa oficial es aún más vergonzosa: los Estados Unidos deben retener los fondos de los afganos hambrientos por si los estadounidenses quieren resarcirse por los crímenes del 11-S de los que los afganos no son responsables. Los talibanes ofrecieron su total rendición, lo que habría implicado entregar a los sospechosos de Al-Qaeda, pero Estados Unidos respondió rotundamente que ‘no negociamos rendiciones’”.
Otro caso es el que la ONU describió como la peor crisis humanitaria del mundo: Yemen. “El número oficial de víctimas -continúa Chomsky- alcanzó el año pasado las 370.000 personas. El número real no se conoce. El país, destrozado, se enfrenta a la hambruna generalizada. Arabia Saudita, la principal culpable, ha ido intensificando el bloqueo al único puerto que se usa para la importación de alimentos y combustible. Las fuerzas aéreas saudíes no pueden funcionar sin aviones, formación, inteligencia o repuestos estadounidenses. Una orden de Estados Unidos salvaría cientos de miles de niños de una muerte de hambre inminente. El Reino Unido y otras potencias occidentales también participan del crimen, pero Estados Unidos está muy adelante. Como poder hegemónico mundial está al frente de la desgracia”.
“Según las encuestas -agregó Chomsky-, más de un tercio de los estadounidenses están a favor de tomar medidas militares en Ucrania aunque esté en juego la guerra nuclear con Rusia. Eso significa que más de un tercio de los estadounidenses obviamente no tienen la menor idea de lo que significa un conflicto nuclear y escuchan proclamas heroicas en el Congreso y los medios sobre crear una zona de exclusión aérea, algo que hasta ahora está evitando el Pentágono porque entiende que eso requeriría destruir instalaciones antiaéreas en Rusia y, probablemente, pasar a una guerra nuclear. Dejando de lado esta locura, resulta obvio para cualquiera que tenga un cerebro funcionando que, nos guste o no, habrá que ofrecer a Putin algún tipo de salida, al menos si nos preocupa algo el destino de los ucranianos y del mundo. Desafortunadamente, parece que los atrevidos y descerebrados imitadores de Winston Churchill son más atractivos que preocuparse por las víctimas de Ucrania y más allá. ¿Qué podemos hacer? La única opción es trabajar con fuerzo educando, organizando y realizando acciones que consigan comunicar las amenazas que enfrentamos y movilizar al conjunto. No es una tarea sencilla. Pero es necesaria para sobrevivir”.
Noam Chomsky es uno de los activistas sociales más reconocidos internacionalmente por su compromiso político. Es autor de más de medio centenar de obras entre las que se pueden mencionar “Class warfare” (Lucha de clases), “Propaganda and the public mind” (La propaganda y la opinión pública), “Failed states. The abuse of power and the assault on democracy” (Estados fallidos. El abuso de poder y el ataque a la democracia) y el reciente “Climate crisis and the global Green New Deal. The political economy of saving the planet” (Crisis climática y el Green New Deal global. La economía política para salvar el planeta). Lo que sigue es la entrevista que concediera a C. J. Polichroniou publicada en el portal de noticias “Truthout” el pasado 4 de abril. En ella, el prestigioso intelectual estadounidense reflexiona sobre las causas y consecuencias de la guerra en Ucrania.
 

Ya llevamos más de un mes de guerra en Ucrania y las conversaciones de paz se han estancado. De hecho, Putin está subiendo el nivel de violencia mientras Occidente aumenta la ayuda militar a Ucrania. En una entrevista anterior, usted comparó la invasión rusa de Ucrania con la invasión nazi de Polonia. ¿La estrategia de Putin está entonces sacada del mismo manual que usó Hitler? ¿Quiere ocupar toda Ucrania? ¿Intenta reconstruir el imperio ruso? ¿Es este el motivo por el que se han estancado las negociaciones de paz?
 
Hay muy poca información creíble sobre las negociaciones. Algunas de las informaciones que se filtran parecen ligeramente optimistas. Hay buenas razones para suponer que si Estados Unidos aceptara participar seriamente con un programa constructivo, las posibilidades de poner fin al horror aumentarían. Cuál sería ese programa constructivo, al menos en líneas generales, no es ningún secreto. El elemento principal es el compromiso de neutralidad de Ucrania: no pertenecer a una alianza militar hostil, no albergar armas dirigidas a Rusia (incluso las llamadas engañosamente “defensivas”), no realizar maniobras militares con fuerzas militares hostiles. Difícilmente puede considerarse algo inédito en asuntos internacionales, incluso donde no existe nada formal. Todo el mundo entiende que México no puede unirse a una alianza militar dirigida por China, emplazar armas chinas dirigidas a Estados Unidos y realizar maniobras militares con el Ejército Popular de Liberación. En resumen, un programa constructivo sería todo lo contrario a la Declaración Conjunta sobre la Asociación Estratégica entre Estados Unidos y Ucrania firmada por la Casa Blanca el 1 de septiembre de 2021. Este documento, que tuvo poca repercusión, declaraba enérgicamente que la puerta de Ucrania para entrar en la Organización del Tratado del Atlántico Norte estaba abierta de par en par. También había “finalizado un Marco Estratégico de Defensa que crea una base para la mejora de la cooperación estratégica en materia de defensa y seguridad entre Estados Unidos y Ucrania”, proporcionando a Ucrania armas avanzadas antitanque y de otro tipo, junto con un “sólido programa de entrenamiento y ejercicios acorde con el estatus de Ucrania como Socio de Oportunidades Mejoradas de la OTAN”. La declaración fue otro ejercicio intencionado de meter el dedo en la llaga. Es otra contribución a un proceso que la OTAN (es decir, Washington) ha estado perfeccionando desde que Bill Clinton violó en 1998 la firme promesa de George H.W. Bush de no ampliar la OTAN hacia el Este, una decisión que suscitó fuertes advertencias de diplomáticos de alto nivel como George Kennan, Henry Kissinger, Jack Matlock, el actual director de la CIA William Burns y muchos otros, y que llevó al secretario de Defensa William Perry a estar a punto de dimitir en señal de protesta, al que se unió una larga lista de otros con los ojos abiertos. Eso, por supuesto, además de las acciones agresivas que golpearon directamente las preocupaciones de Rusia (Serbia, Irak, Libia y crímenes menores), llevadas a cabo de tal manera que se maximizara la humillación. No requiere demasiado empeño sospechar de que la declaración conjunta fue un factor que indujo a Putin y al estrecho círculo de “hombres duros” que lo rodean a decidir intensificar su movilización anual de fuerzas en la frontera ucraniana, en un esfuerzo por ganar algo de atención hacia sus preocupaciones en seguridad, en este caso sobre la agresión criminal directa que, de hecho, podemos comparar con la invasión nazi de Polonia en combinación con Stalin. La neutralización de Ucrania es el elemento principal de un programa constructivo, pero hay más. Debería haber movimientos hacia algún tipo de acuerdo federal para Ucrania que implique un grado de autonomía para la región del Donbass, siguiendo las líneas generales de lo que queda de Minsk II. De nuevo, esto no sería nada nuevo en asuntos internacionales. No hay dos casos idénticos y ningún ejemplo real se acerca a la perfección, pero existen estructuras federales en Suiza y Bélgica, entre otros casos, e incluso en Estados Unidos hasta cierto punto. Unos esfuerzos diplomáticos serios podrían encontrar una solución a este problema, o al menos contener las llamas. Y las llamas son reales. Se calcula que unas 15.000 personas han muerto en el conflicto de esta región desde 2014. Eso deja de lado Crimea. En cuanto a Crimea, Occidente tiene dos opciones. Una es reconocer que la anexión rusa es simplemente un hecho por ahora, irreversible sin acciones que destruirían Ucrania y posiblemente mucho más. La otra es ignorar las muy probables consecuencias y hacer gestos heroicos sobre cómo Estados Unidos “nunca reconocerá la supuesta anexión de Crimea por parte de Rusia”, como proclama la declaración conjunta, acompañada de muchos pronunciamientos elocuentes de otros que están dispuestos a condenar a Ucrania a una catástrofe total mientras hacen propaganda sobre su valentía. Nos guste o no, esas son las opciones. ¿Quiere Putin ocupar toda Ucrania y reconstruir el imperio ruso? Sus objetivos anunciados, principalmente la neutralización, son bastante diferentes, incluida su declaración de que sería una locura intentar reconstruir la antigua Unión Soviética, pero puede que tuviera algo así en mente. Si es así, es difícil imaginar lo que él y su círculo siguen haciendo. Para Rusia, ocupar Ucrania haría que su experiencia en Afganistán pareciera un picnic en el parque. A estas alturas eso está muy claro. Putin tiene la capacidad militar -y a juzgar por Chechenia y otras escapadas, la capacidad moral- para dejar a Ucrania en ruinas. Eso significaría que no hay ocupación, no hay imperio ruso y no hay más Putin. Nuestros ojos se centran, con razón, en los crecientes horrores de la invasión de Ucrania por parte de Putin. Sin embargo, sería un error olvidar que la declaración conjunta es sólo uno de los placeres que la mente imperial está conjurando en silencio. Hace unas semanas hablamos de la Ley de Autorización de Defensa Nacional del presidente Biden, tan poco conocida como la declaración conjunta. Este brillante documento aboga por “una cadena ininterrumpida de estados centinela armados por Estados Unidos -que se extienden desde Japón y Corea del Sur en el norte del Pacífico hasta Australia, Filipinas, Tailandia y Singapur en el sur y la India en el flanco oriental de China”- destinada a rodear a China, incluyendo a Taiwán “de forma bastante ominosa”. Cabe preguntarse cómo sienta a China el hecho de que, según se informa, el comando Indo-Pacífico de Estados Unidos esté planeando mejorar el cerco, duplicando su gasto en el año fiscal 2022, en parte para desarrollar “una red de misiles de ataque de precisión a lo largo de la llamada primera cadena de islas”. Para la defensa, por supuesto, por lo que el gobierno chino no tiene motivos de preocupación.
 
Hay pocas dudas de que la agresión de Putin contra Ucrania no cumple con la teoría de la guerra justa, y que la OTAN también es moralmente responsable de la crisis. Pero, ¿qué pasa con el hecho de que Ucrania arme a los civiles para luchar contra los invasores? ¿No está esto moralmente justificado por los mismos motivos que la resistencia contra los nazis?
 
La teoría de la guerra justa, lamentablemente, tiene tanta relevancia en el mundo real como la “intervención humanitaria”, la “responsabilidad de proteger” o la “defensa de la democracia”. A primera vista, parece una obviedad que un pueblo en armas tiene derecho a defenderse de un agresor brutal. Pero, como siempre en este triste mundo, surgen preguntas cuando se piensa un poco en ello. Por ejemplo, la resistencia contra los nazis. Difícilmente podría haber habido una causa más noble. Uno puede ciertamente entender y simpatizar con los motivos de Herschel Grynszpan cuando asesinó a un diplomático alemán en 1938; o los partisanos entrenados por los británicos que asesinaron al asesino nazi Reinhard Heydrich en mayo de 1942. Y uno puede admirar su coraje y su pasión por la justicia, sin reservas. Sin embargo, ese no es el final de la historia. El primero proporcionó a los nazis el pretexto para las atrocidades de la “Noche de los Cristales” e impulsó el programa nazi hacia sus horribles consecuencias. El segundo condujo a las impactantes masacres de Lidice. Los acontecimientos tienen consecuencias. Los inocentes sufren, quizás terriblemente. Estas cuestiones no pueden evitarse por personas con un mínimo sentido moral. Las preguntas no pueden dejar de surgir cuando consideramos si armar y cómo a aquellos que se resisten valientemente a la agresión asesina. Eso es lo de menos. En el caso que nos ocupa, también tenemos que preguntarnos qué riesgos estamos dispuestos a asumir respecto a una guerra nuclear, que no sólo supondrá el fin de Ucrania, sino mucho más allá, hasta lo verdaderamente impensable. No es alentador que más de un tercio de los estadounidenses esté a favor de emprender una acción militar en Ucrania aunque se arriesgue a un conflicto nuclear con Rusia, tal vez inspirados por comentaristas y líderes políticos que deberían pensárselo dos veces antes de hacer sus imitaciones de Winston Churchill. Tal vez se puedan encontrar formas de proporcionar las armas necesarias a los defensores de Ucrania para repeler a los agresores, evitando al mismo tiempo las graves consecuencias. Pero no debemos engañarnos creyendo que se trata de un asunto sencillo, que se resuelve con pronunciamientos audaces.

¿Sería más exacto decir que la crisis fronteriza entre Rusia y Ucrania se deriva en realidad de la intransigente posición de los Estados Unidos sobre la pertenencia de Ucrania a la OTAN?

Las tensiones en torno a Ucrania son extremadamente graves, con la concentración de fuerzas militares de Rusia en las fronteras de Ucrania. La postura rusa lleva siendo bastante explícita desde hace tiempo. El ministro de Asuntos Exteriores, Sergei Lavrov, la expuso claramente en su conferencia de prensa en las Naciones Unidas: “La cuestión principal estriba en nuestra clara postura sobre lo inadmisible de una mayor expansión de la OTAN hacia el Este y el despliegue de armas de ataque que podrían amenazar el territorio de la Federación Rusa”. Lo mismo reiteró poco después Putin, como ya había dicho a menudo con anterioridad. Hay una forma sencilla de abordar el despliegue de armas de Estados Unidos: no desplegarlas. No hay justificación para hacerlo. Estados Unidos puede alegar que son defensivas, pero Rusia no lo ve así, y con razón. La cuestión de una mayor expansión es más compleja. Se remonta a más de treinta años atrás, cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se estaba derrumbando. Hubo amplias negociaciones entre Rusia, los Estados Unidos y Alemania. La cuestión central era la unificación alemana. Se presentaron dos visiones. El líder soviético Mijail Gorbachov propuso un sistema de seguridad euroasiático desde Lisboa hasta Vladivostok sin bloques militares. Estados Unidos lo rechazó: la OTAN permanece, y el Pacto de Varsovia de Rusia desaparece.

 
¿Prevé usted una evolución política dramática dentro de Rusia si la guerra dura mucho más tiempo o si los ucranianos resisten incluso después de que hayan terminado las batallas formales? Al fin y al cabo, la economía rusa ya está asediada y podría acabar con un colapso económico sin parangón en la historia reciente.
 
No sé lo suficiente sobre Rusia ni siquiera para aventurar una conjetura. Una persona que sí sabe lo suficiente como para “especular” -y sólo eso, como nos recuerda- es Anatol Lieven, cuyas ideas han sido una guía muy útil en todo momento. Considera muy poco probable que se produzcan “acontecimientos políticos dramáticos” debido a la naturaleza de la dura cleptocracia que Putin ha construido cuidadosamente. Entre las conjeturas más optimistas, “el escenario más probable -escribe Lieven- es una especie de semi-golpe, que en su mayor parte nunca se hará público, por el que Putin y sus colaboradores inmediatos dimitirán ‘voluntariamente’ a cambio de garantías de su inmunidad personal frente a la detención y de la riqueza de su familia. Quién sucedería como presidente en estas circunstancias es una cuestión totalmente abierta”. Y no es necesariamente una cuestión agradable de considerar.

El presidente ucraniano Volodímir Zelenski condenó la decisión de la OTAN de no cerrar el cielo de Ucrania. Una reacción comprensible dada la catástrofe causada a su país por las fuerzas armadas rusas, pero ¿no sería la declaración de una zona de exclusión aérea un paso más hacia la Tercera Guerra Mundial?

Como usted dice, la petición de Zelenski es comprensible. Responder a ella llevaría muy probablemente a la obliteración de Ucrania y mucho más allá. El hecho de que incluso se discuta en Estados Unidos es asombroso. La idea es una locura. Una zona de exclusión aérea significa que las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos no sólo atacarían aviones rusos, sino que también bombardearían instalaciones terrestres rusas que proporcionan apoyo antiaéreo a las fuerzas rusas, con los consiguientes “daños colaterales”. ¿Es tan difícil comprender las consecuencias?

17 de abril de 2022

Entremeses literarios (CCIX)

APRENDAN GEOMETRÍA
Fredric Brown
Estados Unidos (1906-1972)

Henry miró el reloj. A las dos de la mañana cerró el libro, desesperado. Seguramente lo suspenderían al día siguiente. Cuanto más estudiaba geometría, menos la comprendía. Había fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la universidad. Solo un milagro podía salvarlo. Se enderezó. ¿Un milagro? ¿Por qué no? Siempre se había interesado por la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones muy sencillas para llamar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había probado. Y aquel era el momento o nunca. Tomó de la estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas, ponerse a cubierto en un pentágono, llega el demonio, no puede hacernos nada y se obtiene lo que se desea.­ ¡El triunfo es nuestro! Despejó la sala retirando los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo, con tiza, el pentágono protector. Por fin pronunció los encantamientos. El demonio era verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje.
- Siempre he sido un inútil en geometría… -comenzó.
- ¡A quién se lo dices! -replicó el demonio, riendo burlonamente.
Y cruzó, para devorarse a Henry, las líneas del hexágono que aquel idiota había dibujado en vez del pentágono.


LA ELEFANTA
Alfonso Reyes
México (1889-1959)
 
Los elefantes de un circo que llegaban a la ciudad de México se escaparon en la estación y, espantados con los pitos de las locomotoras, se echaron a correr por las calles, enfurecidos, haciendo destrozos. Un pobre señor salía con su mujer y su niña de alguna comida con amigos y traía su par de copas. Al pasar junto a él, a la elefanta le tiraron de la cola. El animal se volvió, lo levantó con la trompa, lo aplastó en el suelo y lo pisoteó. Me parece todavía más horrible el dolor de la viuda y la hija, porque no pueden ni contar de qué murió el pobre hombre. Si dicen “Lo mató una elefanta”, todo el mundo se echa a reír.
 
 
TARDE DE TOROS
Rosa Beatriz Valdez
Argentina (1950)
 
Domingo de sol. En la plaza de toros la multitud aplaude entusiasmada. El torero hace ondear su capote y saluda al público que lo aclama. “¡Que te coge el toro, Manolete!”. En la arena, un reguero escarlata...
Congoja nacional. Cierre de comercios. Suspensión de actividades. Bandera a media asta. Todo el pueblo llora y quiere darle su último adiós. Al llegar al cementerio, el cortejo se detiene frente al portal de hierro con cadena y candado. Un gran cartel: “Cerrado por duelo”.
 
 
REPERCUSIÓN
Roberto Perinelli
Argentina (1940)
 
Soy un adicto lector de diarios, obligado a consumir la droga todas las mañanas, mientras desayuno. Por eso estoy enterado de las noticias del mundo, de, por ejemplo, que la NASA festejó su cincuenta aniversario enviando al espacio “Across the Universe” de los Beatles. También es por eso que no me sorprendí para nada cuando un ET (pariente, me dijo), verde, petisito, tres orejas, siete dedos, uno, el del medio, mucho más largo que los otros seis, me paró en la esquina de Diagonal Norte y Maipú para preguntarme dónde quedaba Liverpool.
 
 
REDES
Eliana Soza Martínez
Bolivia (1979)
 
La tarde languidecía. El trinar de las aves despidiendo el día era el aviso del comienzo de mi jornada. Salí con premura a calles húmedas, mojadas por el dolor de sus transeúntes. Mis pasos seguros demostraban mi reinado en las aceras apenas iluminadas, que se desdoblaban hasta una plazuela transformada por las sombras de la noche. La luna jugaba con las estrellas y yo con mi cartera. Me quedé ensimismada viéndolas en una esquina, pero un golpe de realidad me sacó de mi abstracción. La bocina de un auto me llamaba, alguien me iba a recoger. Subí, como siempre, con una sonrisa fingida. Lástima, era otro esquizofrénico que fantaseaba con asesinar mientras lo hacía. Lo que no sabía es que no era el primero; varios habían caído en mis redes hechas de satén y encaje. No por nada me llaman la Viuda Negra.
 
 
UN VIERNES DE MAÑANA
Milia Gayoso Manzur
Paraguay (1962)
 
Doña María solía cantar alegres canciones en la pequeña cocina. Vivía en un inquilinato, donde su reino se reducía a una pieza y otra aún más pequeña que servía como cocina, comedor y lugar para guardar los trastos, que ella tenía a montones. Era morena, de cabellos ensortijados poblados de numerosas canas. Tenía un carácter jovial, le gustaba conversar, reunirse con los demás inquilinos, pero la gente en general le huía porque exhalaba un tufo insoportable. Los que la conocían de antaño contaron que vivía allí desde hacía cuarenta años atrás, llegó de España con su primer marido y se instalaron en esa pieza. Diez años después enviudó y volvió a casarse enseguida. Por aquella época ella era una mujer hermosa, de aspecto cuidado, pero años después volvió a enviudar, entonces se descuidó por completo.
Vivía sola, con un gato negro con quien se pasaba horas conversando. Le hablaba al animal como si éste fuera a entenderle, le reprochaba constantemente que orinara sobre el piso de madera y no en la caja de cartón con aserrín que le preparaba. La pieza de doña María era un misterio, siempre tenía la puerta y la enorme persiana cerradas, y sólo se percibía un poco de luz por las rendijas. Solamente otra señora española que tenía casi el mismo tiempo que ella en el inquilinato solía contar que tenía hermosos muebles, finas joyas. Pero algunos comentaban que seguramente sus sábanas estaban duras como una lona de tanta mugre.
Los jueves, un olor insoportable salía de la pieza de doña María, y todos los demás inquilinos se tapaban la nariz cuando pasaban cerca, pero no le decían nada porque conocían el origen de tal olor desagradable. En dos enormes tachos, sobre sus calentadores, hervía todo tipo de menudencias de vaca para alimentar a veinticuatro perros, protegidos suyos. Tales animales vivían con una anciana amiga y una vez a la semana doña María salía cargada con dos enormes bolsones en los cuales llevaba bofe, corazón o riñón hervido, además de galletas duras que compraba en los almacenes. Nadie sabía de dónde sacaba el dinero para mantenerse y comprar la comida para sus perros, entonces se conjeturaba que tal vez fuera vendiendo sus joyas de a poco, o que su anterior marido le haya dejado dinero en el banco. Lo cierto es que, aunque doña María no cuidaba su aspecto exterior, sí cuidaba su alimentación, y jamás dejaba de comer galletitas de hojaldre con su mate de la mañana, y solía preparar aromáticos bifes que compartía con su gato.
Una vez estuvo sin salir tres días de su pieza, entonces tres vecinos forzaron su puerta y entraron a verla, la encontraron con fiebre y delirando, sobre su colchón húmedo de orín. Trajeron un médico para atenderla y cuando estuvo mejor, una de las vecinas la llevó al baño y munida de jabón y esponja, la bañó como a un bebé, le cambió la ropa y las sábanas y le barrió la habitación. Los muebles de su pieza, la cama, la araña, correspondían a la habitación de una princesa. Una larga cortina de terciopelo rojo, ennegrecido por el tiempo, cubría casi toda una pared, y todo estaba extrañamente ordenado, nada fuera de lugar. Los aparadores y el ropero estaban llenos de hermosos vestidos que no usaba desde mucho tiempo atrás. Sanó. Continuó hirviendo bofe los jueves y peleando con su gato, amenazándole de que le iba a cortar la cabeza y ponérselo en un florero por orinar en el piso. Continuó comiendo galletitas con el mate y canturreando mientras ofrecía un sandwich de queso a la vecina que nunca le aceptaba comida alguna.
Muchísimos jueves después, un viernes de mañana, se escuchó llorar al gato dentro de la pieza. La vecina española golpeó la persiana pero doña María no abría. Entonces pidió ayuda para forzar la cerradura. Vestida con un vestido de lana verde, doña María dormía. En su rostro blanco, se veían perfectamente los surcos negros y las manchas. A un costado de la cama estaban los dos bolsones con comida, y uno de ellos ya había sido asaltado por el gato, que sentía mucha hambre.
 
 
DOLOR PASAJERO
Ernesto Bustos Garrido
Chile (1943)
 
La niña tropezaba y lloraba; lloraba y tropezaba; gemía y lloraba; tropezaba y gemía. De sus ojos ya no fluían lágrimas; de sus ojos solo brotaban ríos de pena. Y la sorbía y la sorbía, con el ruido de la niñez, porque pañuelo no llevaba. A veces se pasaba la manga de su chalequita para limpiar sus mocos. Salía del cementerio. La llevaba de la mano una mujer mayor, con cara de carcelera y vestida con hábito de color café. La niña había llegado desde el orfanato hasta la tumba de su madre para contarle su desgracia.
- Mamita, tengo mucha pena -le decía, abrazada a la piedra de la lápida-. Mamita, tengo mucho dolor y mucha vergüenza. Mamita, el hombre me dijo que era bonita y me levantó las polleras. Las monjitas me dicen que eso fue pecado. ¿Qué me dices tú? ¿Qué puedo hacer para sacarme este dolor?
La tumba había guardado silencio. La monja, al salir del camposanto, le dio un tirón a su brazo y le dijo:
- Olvídate chiquilla, es sólo un dolor pasajero.
 
 
UNA BREVE NOTICIA DE HACE MUCHO TIEMPO
Lydia Davis
Estados Unidos (1947)
 
Escuchamos esta historia hace varios años en el noticiero vespertino: en su noche de bodas una novia y un novio se embriagaron con sus amigos y luego abordaron el auto de la novia y se marcharon. En un camino sin salida junto a un paso elevado detuvieron el coche, apagaron el motor y comenzaron a discutir en voz alta. La discusión se oía en las casas cercanas y se prolongó tanto que varios vecinos empezaron a atenderla. Al cabo de un rato, el novio gritó a la novia:
- Está bien, entonces atropéllame.
A estas alturas los vecinos también miraban la escena desde sus ventanas. El novio bajó del auto, cerrando de un golpe la puerta tras él, y se acostó frente a la llanta delantera del lado del pasajero. La novia arrancó el coche y le pasó por encima el vehículo de mil ochocientos kilos. El novio murió al instante. El matrimonio había durado unas cuantas horas. Al momento de su muerte, el novio aún vestía esmoquin.
 
 
UNA INMORTALIDAD
Carlos Almira
España (1965)
 
El poeta de moda murió y levantaron una estatua. Al pie grabaron uno de los epigramas que le valieron la inmortalidad y que ahora provoca la indiferencia o la risa, como la chistera, el corbatín y la barba de chivo del pobre busto. El Infierno no es de fuego ni de hielo, sino de bronce imperecedero.
 
 
EN EL CAFÉ
Kjell Askildsen
Noruega (1929-2021)
 
Una de las últimas veces que estuve en un café fue un domingo de verano, lo recuerdo bien, porque casi todo el mundo iba en mangas de camisa y sin corbata, y pensé: tal vez no sea domingo como yo creía, y el hecho de que pensara exactamente eso hace que me acuerde. Me senté a una mesa en medio del local, a mi alrededor había mucha gente tomando canapés y bollos, pero casi todas las mesas estaban ocupadas por una sola persona. Daba una gran impresión de soledad, y como llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie, no me habría importado intercambiar unas cuantas palabras con alguien. Estuve meditando un buen rato sobre cómo hacerlo pero, cuanto más estudiaba las caras a mi alrededor, más difícil me parecía, era como si nadie tuviera mirada. Desde luego el mundo se ha vuelto muy deprimente. Pero ya había tenido la idea de que sería agradable que alguien me dirigiera un par de palabras, de modo que seguí pensando pues es lo único que sirve. Al cabo de un rato supe lo que haría. Dejé caer mi cartera al suelo fingiendo que no me daba cuenta. Quedó tirada junto a mi silla, completamente visible a la gente que estaba sentada cerca, y vi que muchos la miraban de reojo. Yo había pensado que tal vez una o dos personas se levantarían a recogerla y me la darían, pues soy un anciano, o al menos me gritarían, por ejemplo: “Se le ha caído la cartera”. Si uno dejara de albergar esperanzas, se ahorraría un montón de decepciones. Estuve unos cuantos minutos mirando de reojo y esperando, y al final hice como si de repente me hubiera dado cuenta de que se me había caído. No me atreví a esperar más, pues me entró miedo de que alguno de aquellos mirones se abalanzara de pronto sobre la cartera y desapareciera con ella. Nadie podía estar completamente seguro de que no contuviera un montón de dinero, pues a veces los viejos no son pobres, incluso puede que sean ricos, así es el mundo, el que roba en la juventud o en los mejores años de su vida tendrá su recompensa en su vejez. Así se ha vuelto la gente en los cafés, eso sí que lo aprendí, se aprende mientras se vive, aunque no sé de qué sirve, así, justo antes de morir.

10 de abril de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

Epílogo. La neurociencia como motor del consumismo / La derechización de la ortodoxia neoliberal

Un largo camino ha recorrido la humanidad para llegar a esbozar nociones sobre la capacidad humana de razonar para transformar la información en conclusiones. Sobre la vaga localización de la inteligencia fueron los griegos Pitágoras de Samos (569-475 a.C.), Hipócrates de Cos (460-370 a.C.) y Nemesio de Emesa (350-402 a.C.) quienes la ubicaron en el cerebro. En cambio Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) y Galeno de Pérgamo (129-216) le atribuyeron al corazón ser el motor de la vida mental y del comportamiento. Serían necesarios los estudios de anatomistas, médicos y fisiólogos como Andreas Vesalio (1514-1564), Thomas Willis (1621-1675), Franz Joseph Gall (1758-1828), Johann Spurzheim (1776-1832), Paul Broca (1824-1880), Roger Sperry (1913-1994) y David Hubel (1926-2013), por nombrar sólo algunos de los centenares de científicos que se dedicaron al tema, para llegar a las neurociencias, un conjunto de disciplinas cuyo propósito es desentrañar los enigmas del cerebro y del sistema nervioso, comprender como funcionan a la hora de producir y regular emociones, pensamientos, conductas y funciones corporales básicas.
Conceptos elementales de la psicología establecen que entender el cerebro es entender el comportamiento humano. Fue Sigmund Freud (1856-1939), el médico neurólogo austríaco padre del psicoanálisis, quien estableció que los seres humanos están a merced de instancias ingobernables e incluso incognoscibles que están en algún lugar ignoto de la mente, demostrando que gran parte de los procesos mentales son inconscientes. Con el desarrollo de la neuropsicología desde la segunda mitad del siglo XX, se llegó a determinar la correlación existente entre el cerebro y los procesos cognoscitivos y emocionales, y a comprender como éstos influyen en las interacciones que el ser humano establece en el mundo social. Pero no sólo los psicoanalistas recurrieron al cerebro para conocer mejor la toma de decisiones, también lo hicieron los economistas con el fin de entender los procesos cerebrales que empujan a las personas a tomar decisiones económicas. En “Neuroeconomics” (Neuroeconomía), el economista e ingeniero alemán Franz Heukamp (1973) describió la estructura física y los procesos básicos del cerebro y explicó cómo los economistas pueden aplicar las ideas y los resultados de las investigaciones de la neurociencia a su propio campo.
A partir de estos criterios, hacia fines del siglo pasado los economistas estadounidenses Vernon Smith (1927) y Daniel Kahneman (1934) centraron sus investigaciones en la profundización del conocimiento de la psicología individual a fin de tornar más previsibles las decisiones de los individuos ante las posibilidades que ofrece el mercado. Esto significó, en suma, el nacimiento de la neuroeconomía y su aplicación, el “neuromarketing”, disciplinas derivadas de las neurociencias que sirven para profundizar los principios del neoliberalismo basados en la tan mentada libertad de mercado. Estas ramas de la neurociencia se ocupan en indagar la relación que existe entre las decisiones que toma un individuo y el significado que ello tiene para cada uno en cada circunstancia. Se parte de la idea de que la red neuronal ligada a las decisiones racionales funcionaría en relación a la totalidad del sistema nervioso y, por ende, a los centros vinculados a las emociones, pasiones, recuerdos y significados que los acontecimientos tienen para cada uno.


Estas interacciones psicológicas son el escenario en donde se producen decisiones cerebrales económicas y sociales que tienen que ver con el consumo. En relación a ello, en un artículo titulado “Subjetividad y psicología en el capitalismo neoliberal”, que apareció en septiembre de 2017 en la revista “Psicología Política”, el psicólogo y filósofo mexicano David Pavón Cuéllar (1974) señala que “antes como ahora, en el viejo liberalismo como en el actual neoliberalismo, el capital se entrega libremente a su movimiento vertiginoso y desenfrenado en los mercados liberalizados. Tal movimiento del capitalismo tiene efectos desastrosos en el mundo: inestabilidad económica, destrucción de la riqueza, desempleo y pauperización, creciente precariedad social e inseguridad laboral, dislocación de las comunidades, corrupción en los gobiernos, mayor concentración de la riqueza, incremento de las desigualdades y aceleración en la contaminación y devastación de la naturaleza. Estos efectos amenazan con destruir la sociedad, la humanidad y hasta la vida sobre la tierra, pero aparecen como el justo precio a pagar por la elevada libertad a la que aspiran liberales y neoliberales”.
Y añade: “Una sociedad como la actual, profundamente estructurada por un mercado generalizado que convierte en mercancía todo lo que toca, que impone en todos los aspectos del vivir las leyes de la competencia y la exigencia de rendimiento, ¿cómo influye en los modos de vida, cómo se inmiscuye en zonas de la intimidad que antes parecían libres de esta clase de influencia? Desde luego que la base material de las políticas liberales no deja de ser el sistema capitalista que las requiere para su funcionamiento. Sin embargo, al funcionar así a través del liberalismo, el capitalismo está sirviéndose también de la psicología en la que radica el fundamento de su dispositivo liberal”. Ya en 1937 el mencionado filósofo y sociólogo alemán Max Horkheimer afirmaba en “Traditionelle und kritische theorie” (Teoría tradicional y teoría crítica) que la ideología liberal “con rasgos propios del sentido común es, en su esencia, psicológica. Los seres humanos son individuos que persiguen sus propios intereses y obedecen a fuerzas psíquicas al actuar como comerciantes en el juego recíproco de la sociedad concebida como un mercado”.
En una dirección similar, pero con mucha más crudeza, el filósofo Gilles Deleuze (1925-1995) junto al psicoanalista Félix Guattari (1930-1992), franceses ambos, platearon en “Capitalisme et schizophrénie” (Capitalismo y esquizofrenia) el modo en que funciona el capitalismo y su ensamble histórico con el psicoanálisis en el terreno de la producción de deseos y de enunciados como experimentaciones inconscientes, sociales y políticas. “Toda la existencia humana se ha reducido a las categorías más abstractas. De un lado el capital y del otro, o quizás en el otro polo del sinsentido, la locura y, dentro de la locura, justamente la esquizofrenia. Estos dos polos, en su tangente común de sinsentido, guardan relación. No solamente la relación contingente, según la cual puede afirmarse que la sociedad moderna enloquece a la gente. Es mucho más que eso: para dar cuenta de la alienación, de la represión que sufre el individuo cuando cae presa del sistema capitalista, y también para entender la verdadera significación de la política de apropiación de la plusvalía, hay que poner en juego conceptos que son los mismos a los que hay que recurrir para interpretar la esquizofrenia”.


La esquizofrenia es un trastorno que afecta como las personas piensan, sienten y actúan. Uno de los síntomas propios de esta enfermedad mental es la conducta desorganizada con relación a gastos innecesarios y excesivos con el fin de salir de la angustia y lograr llevar adelante una vida plena y feliz. Fue en esa dirección que la socióloga franco-israelí Eva Illouz (1961) en “Happycratie. Comment l'industrie du bonheur a pris le contrôle de nos vies” (Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas) difundió una serie de reflexiones derivadas de numerosos años de estudio de la historia social de las emociones y sus dispositivos políticos y económicos. “Vivimos una época en la que ser feliz es un imperativo moral, cuyos mecanismos son funcionales a un sistema que privilegia el individualismo al mismo tiempo que lo explota y precariza; que genera lo mismo ansiedad y pesadumbre que soluciones de mercado para evadirlas. Un sistema que, sostenido por el estigma y la sanción social que recaen sobre la infelicidad y la tristeza como signos de ineficiencia, disfuncionalidad o fracaso, consigue incrustarse en el núcleo más profundo de las emociones y se experimenta no sólo como un asunto de voluntad personal, sino como un deber. Vista así, la felicidad, esta idea de la felicidad al menos, es una norma, una economía y una tecnología de dominación”.
En medio de una realidad socioeconómica que frustra -consciente o inconscientemente- a una buena parte de la humanidad, la obsesión por la felicidad ha sobrepasado la esfera de los individuos para instalarse en los discursos económicos que señalan la felicidad como una medida del bienestar. De esta forma, existe dentro de la economía una rama, la economía emocional, que estudia aspectos del comportamiento humano relacionados con el consumismo exacerbado. En la economía emocional las empresas se valen de la publicidad para supuestamente hacer feliz a los consumidores y crear vínculos emocionales con ellos. Tal como dice el licenciado en Ciencias de la Información español Raúl Eguizábal Maza (1955) en “Teoría de la publicidad”, “relacionar publicidad y felicidad no es algo novedoso, puesto que la publicidad desde sus inicios ha utilizado una propuesta de venta implícita de felicidad, la cual se alcanza mediante el consumo de los productos que se publicitan”. Con el apoyo de los medios de comunicación, especialmente la televisión, la publicidad instala el concepto de felicidad de una forma sencilla en la mente del consumidor al recordarle o crearle una insatisfacción material, insatisfacción que se resuelve con la compra del producto o servicio que aparece en el anuncio. Se trata de aprovechar, en definitiva, la seducción de la comunicación digital, aquella que el filósofo francés Étienne Balibar (1942) define en 
“Citoyen sujet” (El sujeto ciudadano) como “el imperialismo de la comunicación”.
La transmutación del capitalismo a partir de los años ‘70 tuvo profundas consecuencias psicosociales. Progresivamente, el primitivo capitalismo de producción se transformó en un neocapitalismo de consumo en el que lo simbólico ganó cada vez más importancia. A propósito de esta variación el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky (1944) publicó en el año 2006 “Le bonheur paradoxal. Essai sur la société d'hyperconsommation” (La felicidad paradójica. Ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo), ensayo en el que, entre otras cuestiones, aseveró: “En apariencia, nada o casi nada ha cambiado, sin embargo, en los dos últimos decenios se ha puesto en marcha una nueva fase del capitalismo de consumo y es la sociedad de hiperconsumo. La nueva era del capitalismo se construye estructuralmente alrededor de dos agentes fundamentales: el empresario por un lado y el consumidor por el otro. (…) Ha nacido el ‘homo consumericus’, una especie de ‘turboconsumidor’ desatado, móvil y flexible, liberado en buena medida de las antiguas culturas de clase, con gustos y adquisiciones imprevisibles. Del consumidor sometido a las coerciones sociales de la reputación se ha pasado al hiperconsumidor al acecho de experiencias emocionales y de mayor bienestar. (…) Condición profundamente paradójica del hiperconsumidor. Por un lado se afirma como consumidor-actor informado y libre, que ve ampliarse su abanico de opciones, que consulta portales y comparadores de costos, aprovecha las ocasiones de comprar barato, se preocupa por optimizar la relación calidad- precio. Por el otro, los estilos de vida, los placeres y los gustos se muestran cada vez más dependientes del sistema comercial”.


Y agregó: “El hiperconsumidor ya no está sólo deseoso de bienestar material: aparece como demandante exponencial de confort psíquico, de armonía interior y plenitud subjetiva. El materialismo de la primera sociedad de consumo ha pasado de moda: actualmente asistimos a la expansión del mercado del alma y su transformación, del equilibrio y la autoestima, mientras proliferan las farmacopeas de la felicidad. En una época en que el sufrimiento carece totalmente de sentido la cuestión de la felicidad interior vuelve a estar ‘sobre el tapete’. (…) La tristeza y la tensión, las depresiones y la ansiedad forman un río que crece de manera inquietante. Un número creciente de personas vive en la precariedad y debe economizar en todas las partidas del presupuesto, ya que la falta de dinero se ha vuelto un problema cada vez más acuciante. Las incitaciones al hedonismo están por todas partes: las inquietudes, las decepciones, las inseguridades sociales y personales aumentan. Son estos aspectos los que hacen de la sociedad de hiperconsumo la civilización de la felicidad paradójica”.
Desde que irrumpió en la escena política global para reorganizar radicalmente el orden de la posguerra, el neoliberalismo se mostró resistente, cambiante, adaptativo. Varias veces, tras las crisis, pareció condenado a la desaparición, pero siempre logró sobrevivir. Una de las claves que explican esta asombrosa supervivencia es su capacidad de ensayar múltiples fórmulas para reconstruir sociedades cuya institución principal sea el mercado. A lo largo de su período de hegemonía, el neoliberalismo ha demostrado que es lo suficientemente dúctil como para expandirse tanto en los gobiernos democráticos como en las dictaduras. No son pocos los sociólogos y economistas que advirtieron que los problemas actuales de desigualdad social, debilitamiento de las democracias y degradación ecológica son generados por los imperativos sistémicos de la acumulación capitalista en su actual fase global. La filósofa y politóloga estadounidense Wendy Brown (1955) desmenuzó los efectos que la racionalidad neoliberal había tenido en el cuestionamiento del rol regulatorio del Estado y en la consecuente deslegitimación de la democracia vía la objeción permanente a la política en su ensayo “Undoing the demos. Neoliberalism's stealth revolution” (El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo) publicado en 2015.
Cuatro años después, en “In the ruins of neoliberalism. The rise of antidemocratic politics in the West (En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente), aportó algunas consideraciones sobre las acciones y los discursos antidemocráticos de importantes sectores de la derecha. Escribió: “Por sorpresa, incluso para sí mismas, las fuerzas de la derecha dura han llegado al poder en las democracias liberales a lo ancho del mundo. Estas nuevas fuerzas aúnan elementos conocidos del neoliberalismo (desregulación del capital, represión de los trabajadores, demonización del Estado y lo político, ataque a la igualdad, promulgar la libertad) con sus aparentes opuestos (nacionalismo, refuerzo de la moral tradicional, populismo antielitista y demandas de soluciones estatales a problemas sociales y económicos). Combinan su supuesta superioridad moral con una conducta casi celebratoriamente amoral e irrespetuosa. Respaldan la autoridad, al tiempo que presentan una desinhibición social pública y una agresión sin precedentes. Desprecian a los políticos y a la política y a la vez evidencian una voluntad de poder y una ambición política feroces. ¿En qué quedamos?”.


En la actualidad, sumado a las crecientes desigualdades sociales, al incremento generalizado del hambre y la pobreza, al calentamiento global y la crisis ecológica, al agotamiento de las energías fósiles, a los desplazamientos masivos de población emigrante y refugiada, hay que agregar la pandemia de coronavirus y la guerra en Ucrania con sus efectos devastadores. Pero, a pesar de todas estas tragedias, el capitalismo en su fase neoliberal ha seguido favoreciendo el aumento de la riqueza y el poder de una pequeña minoría. Si se observa el extraordinario aumento de la capacidad productiva que se ha alcanzado bajo este sistema, uno de sus resultados debería haber sido la abolición de las privaciones y la miseria en amplios sectores de la sociedad. Sin embargo, no ha sido ese el resultado. La irracionalidad y la injusticia siguen predominando en el mundo.
“Para algunos, la respetabilidad es tener dinero. Si le quita usted al rico la satisfacción de saber que mientras él duerme otro se hiela y que mientras él come otro se muere de hambre, le quita usted la mitad de su dicha”, escribió alguna vez el novelista español Pío Baroja (1872-1956). Y con una monumental crudeza calificó al hombre: “Un milímetro por encima del mono cuando no un centímetro por debajo del cerdo”. Mientras desprecia opciones productivas más justas y equitativas como el cooperativismo, el sistema capitalista ha demostrado ser ineficiente y destructivo porque, entre otras desavenencias, sigue explotando a los trabajadores, no sólo para producir los bienes elementales para la vida de los pueblos sino también para producir los más extravagantes bienes de lujo para las clases privilegiadas. Todo esto no hace más que garantizar el mantenimiento de la ortodoxia neoliberal. Como decía el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984), “la humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre”.

9 de abril de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

XX. El crecimiento exponencial de China / Paraísos fiscales y fuga de capitales

A todo esto, el papel de China en la economía mundial se incrementaba significativamente, al punto de convertirse en la segunda economía a nivel global. Su preponderancia no sólo abarcó la producción, el consumo y el comercio mundial, sino que también se transformó uno de los actores más importantes del sector financiero siendo el principal acreedor de los bonos del Tesoro de Estados Unidos. La magnitud de su incidencia en el comercio internacional residía en que era el mayor exportador mundial de bienes y el segundo mayor importador del mundo detrás del país norteamericano. En ese sentido, la nación asiática se convirtió en un socio estratégico para América Latina. El comercio bilateral entre ambas creció cuantiosamente a lo largo de la primera década del siglo XXI. La mayoría de los países sudamericanos y México impulsaron sus economías en ese período al posicionarse como los proveedores oficiales de un importante número de productos que China utilizaba para impulsar su desarrollo, fundamentalmente bienes primarios -conocidos como “commodities”- ya fuesen agrícolas (trigo, maíz, soja), ganaderos (ganado en pie, carne vacuna), energéticos (petróleo, carbón, gas natural) y minerales (cobre, níquel, zinc). A su vez, América Latina importaba productos industriales con contenido tecnológico elevado (máquinas, productos electrónicos) y bienes manufacturados de menor proceso (prendas de vestir).
Semejante progreso del país oriental originó una suerte de guerra comercial con Estados Unidos. Dada su influencia en todo el mundo, las dos superpotencias enfrentadas directamente ocasionaron efectos globales. El trasfondo de la disputa comercial fue el fenomenal crecimiento que tuvo el comercio entre ambos países desde que China se uniera a la Organización Mundial del Comercio en 2001. Dicha relación de intercambio comercial arrojó, año tras año, un creciente saldo negativo para Estados Unidos. La coyuntura generada entre Estados Unidos exportando insumos intermedios e importando bienes terminados de China fue un patrón típico de la globalización en el que se introdujeron varios países asiáticos, entre ellos Corea del Sur, India, Indonesia, Tailandia y Taiwán.
Este proceso se debió básicamente al hecho de que muchas empresas de los países desarrollados llevasen a Asia, aprovechando los bajos salarios, las tareas más intensivas en mano de obra mientras que retenían las partes del proceso productivo vinculadas al diseño o la elaboración de bienes de alta complejidad. Por esa razón se ocasionó la paradojal dinámica de que Estados Unidos exportase piezas de computadoras e importase computadoras terminadas. De todas maneras este proceso se fue modificando a medida que, tanto China como los otros países del sur asiático, fueron avanzando en la incorporación local de conocimientos tecnológicos más complejos, lo que les permitió ingresar en el reducido club de países que lograron desarrollarse durante las dos primeras décadas del siglo XXI.


Así como la máquina de vapor fue la gran impulsora de la Revolución Industrial en la segunda mitad del siglo XVIII, puede afirmarse que las tecnologías de la información y las telecomunicaciones desarrolladas vertiginosamente desde el último cuarto del siglo XX, han impactado en la evolución de la industria e impulsaron la transformación de la economía global. Por un lado, las empresas hacen raudos buenos negocios comunicándose mediante los avanzados sistemas de redes y utilizan todo tipo de medios digitales para sus campañas de comercialización. Pero, por otro lado, sustituyen a trabajadores por sistemas de automatización y robótica industrial, lo cual genera mayor mano de obra desocupada y los consiguientes problemas sociales de exclusión, deterioros psicológicos y pobreza.
Además, el gran avance tecnológico jugó un rol sustancial en la realización de actividades delictivas como el lavado de dinero, también conocido en algunos países como lavado de capitales, lavado de activos, blanqueo de dinero, blanqueo de capitales o legitimación de capitales. Mediante este procedimiento se encubre el origen de fondos generados mediante el ejercicio de algunas actividades ilegales o criminales, y se los hace aparecer como fruto de actividades legítimas para que circulen sin problemas en el sistema financiero. El desarrollo de Internet y de la nueva tecnología del dinero digital favoreció ampliamente el accionar de las organizaciones delictivas en este proceso, ya que amplió las diferentes posibilidades en los mecanismos de transferencia, otorgándoles mayor rapidez y anonimato. Asimismo, hay ambientes que inherentemente son más propensos que otros a favorecer estas operaciones ilícitas. Los países denominados “paraísos fiscales”, entre ellos las británicas islas Bermudas, Vírgenes y Caimán, Emiratos Árabes Unidos, Hong Kong, Luxemburgo, Singapur y Suiza permiten la existencia de las denominadas “empresas fantasmas” en las que se legalizan todos los activos de origen ilegal.
Un buen ejemplo de ello fue el escándalo de los “Panamá Papers”. El 3 de abril de 2016, el diario alemán “Süddeutsche Zeitung” recibió de una fuente anónima 11,5 millones de documentos internos del estudio de abogados panameño Mossack Fonseca & Co. Los archivos incluían correos electrónicos, listados de sociedades, actas, cuentas bancarias, escrituras y registros de sociedades “offshore” (empresas registradas en un país en el que no realizan ninguna actividad) intercambiados entre el estudio jurídico y sus clientes desde hacía cuarenta años. Esa filtración de documentos, los que pasarían a conocerse como los “Panamá Papers”, llevaron a la ICIJ (International Consortium of Investigative Journalists / Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación) a realizar una pesquisa a nivel mundial que arrojó como resultado que políticos, empresarios, narcotraficantes, deportistas, actores y directores de cine de algo más de doscientos países poseían en total 214.488 empresas “offshore”. Entre los nombres que aparecieron figuraban doce jefes de Estado, entre ellos el del 
“liberal democrático” presidente de Argentina. Hasta su cierre definitivo en marzo de 2018 a raíz del escándalo, el estudio panameño brindaba el servicio de creación de sociedades en la jurisdicción elegida por el cliente con el fin de ocultar negocios espurios, actos de corrupción o para evadir impuestos.


Por otra parte, el mundo siguió azotado por diversos conflictos bélicos. En el año 2013 fue el de mayores enfrentamientos armados desde la Segunda Guerra Mundial. Al imperecedero conflicto árabe-israelí y las guerras ya enquistadas en Afganistán, Irak, Nigeria, Pakistán y Siria, se le sumaron entre otras las de Filipinas, Libia, Mali, República Centroafricana, Somalia, Sudán del Sur y Yemen. A ello hay que sumarle la innumerable cantidad de protestas, tanto pacíficas como violentas, que ocurrieron en muchos lugares del mundo causadas por la crisis financiera y económica global. Todos estos conflictos hicieron aumentar notoriamente el número de personas forzadas a huir de sus países en calidad de refugiados o asilados. Según un informe de ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), en 2014 se contabilizó la cifra más alta de desplazados forzosos desde la Segunda Guerra Mundial. Fueron casi 60 millones de personas de las cuales más de la mitad eran niños.
Sumado a todos estos infortunios, la caída de los precios de las materias primas (minería, energéticos, alimentos y en especial el petróleo), la laxitud de la demanda global, la desaceleración del crecimiento del consumo, la volatilidad de los mercados financieros, la reducción de las inversiones y el aumento de la inestabilidad política mostraron sus efectos en el crecimiento de la economía mundial hacia 2015, aunque ya desde 2011 atravesaba una disminución conjunta, tanto de la producción como del volumen del comercio. En ese período, la tasa de crecimiento del PBI mundial cada año fue menor que la del anterior, un trastorno que no sólo se observó en las economías avanzadas sino también en las emergentes. En el caso particular de China, la desaceleración de su economía fue el resultado de factores externos e internos. Por un lado, la crisis financiera internacional de 2008 tuvo un impacto negativo sobre sus exportaciones. Los principales mercados de destino de sus ventas al exterior eran Estados Unidos y Europa, que experimentaban por entonces tasas de crecimiento cada vez más lentas. El exceso de endeudamiento, origen de la crisis, llevó a una disminución en el consumo de manera de liberar recursos para poder pagar las deudas. Al comprarle menos Estados Unidos y Europa, China se desaceleró y por ende fue menor su demanda de materias primas a los países de América Latina. De esta forma, la crisis se extendió a través del canal comercial por el resto del mundo. Por esa razón, China comenzó un conjunto de reformas estructurales que implicaron una reducción de las inversiones y las exportaciones para centrarse más en el consumo privado interno y en la industria de servicios.
El hecho de que las economías latinoamericanas en general y sudamericanas en particular fuesen dependientes en un promedio de algo más del 80% de las exportaciones de materias primas, la baja de la demanda constituyó un determinante fundamental para la caída de sus respectivas economías. Fue así que el endeudamiento externo volvió a ser una forma de paliar provisoriamente los menores ingresos pero, al mismo tiempo, sirvió para poner de manifiesto una vez más las debilidades de la estructura productiva latinoamericana. Desde hace varias décadas la deuda externa se constituyó en una verdadera carga sobre los habitantes de la región en general y de Argentina en particular, a partir de las crecientes partidas presupuestarias destinadas al pago de sus intereses. Esos desembolsos impactan inevitablemente en el debilitamiento estructural de la economía, en la posterior falta de divisas y en el achicamiento de las reservas de los bancos centrales, lo cual siempre se traduce en volatilidad cambiaria, ciclos inflacionarios y aumento de la pobreza.


Es evidente el impacto que genera la deuda externa en materia de derechos humanos, incluido el hecho de que los escasos recursos nacionales de los programas fundamentales de educación, salud, vivienda, agua y saneamiento e infraestructura pública se desvíen al pago de la deuda. Además, las condiciones que los países tienen que cumplir para conseguir nuevos préstamos o para calificar para el alivio de la deuda a menudo obligan a realizar nuevas reducciones en el gasto público destinado a los servicios sociales básicos. Un estudio realizado por la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) de Argentina en el contexto de su programa “Aula Global” señala que “mientras persistan condiciones tales como las medidas de austeridad, la privatización de las empresas públicas, las reformas estructurales, la liberalización del sector financiero y la liberalización del comercio, que hipotéticamente tienen como objetivo promover el crecimiento económico y restaurar la capacidad de pago de la deuda de los países endeudados, los estudios indican que a menudo estas condiciones tienen un impacto negativo en la realización de los derechos humanos en el largo plazo y que han contribuido a la pobreza y la desigualdad en muchos países”.
En estas condiciones, la desaceleración de la economía sudamericana fue acompañada por un acentuado descontento con la calidad del crecimiento económico desde el punto de vista social y ambiental, en un contexto de desigualdades generalizadas y una crisis climática creciente. Dada la irrebatible preeminencia de la globalización económica, los problemas de desarrollo a los que se enfrentaron los países sudamericanos durante la segunda década del siglo XXI eran de carácter mundial, por lo que las políticas estructurales nacionales por sí solas no fueron suficientes para resolverlos. Forzosamente dichas políticas no hicieron más que confirmar la condición semicolonial de los países de la región. Porque, si bien la crisis iniciada en 2008 generó pérdidas económicas en los países de altos ingresos, el costo humano de los desastres recayó de forma abrumadora en los países de ingresos bajos y medios bajos, lo que no hizo más que poner de manifiesto la vulnerabilidad de estos últimos.
En su Balance Preliminar de las Economías de América Latina y el Caribe 2019, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) llegó a la conclusión de que la región mostraba una desaceleración económica generalizada. El balance económico era particularmente complejo al completar seis años consecutivos de bajo crecimiento. El organismo regional de las Naciones Unidas indicó que “la desaceleración en la demanda interna se acompañó de una baja demanda externa y de mercados financieros internacionales más frágiles. A ese contexto se le sumaron las crecientes demandas sociales y las presiones por reducir la desigualdad y aumentar la inclusión social”. “Por ello -agrega el informe- es fundamental reactivar la actividad económica mediante un mayor gasto público en inversión y políticas sociales. Asimismo, para dar cuenta de las demandas sociales, los esfuerzos redistributivos de corto plazo deben complementarse con aumentos en la provisión y calidad de bienes y servicios públicos”.
Como ya se ha dicho, la Argentina no fue ajena al desbarajuste socio-económico que se vivía por entonces en buena parte del mundo. El neoliberalismo y su lógica económica, basada en la doctrina del libre mercado y la desregulación económica, dejó afuera del sistema económico y social a bastante más de un tercio de la población. Y en una sociedad tan conflictuada como la argentina fue natural que, ante la transferencia de recursos a los sectores más concentrados de la economía en desmedro de los sectores populares, emergiesen cantidad de conflictos sociales de diferentes magnitudes y trascendencia. Movimientos sociales conformados por trabajadores desocupados o precarizados protagonizaron acciones colectivas de protesta en las calles de las grandes ciudades del país, reclamando y formulando propuestas de políticas públicas que atendiesen sus necesidades.


“Desde sus orígenes -dice la socióloga argentina Maristella Svampa (1961) en “Cambio de época. Movimientos sociales y poder político”-,  estos movimientos estuvieron atravesados por diferentes corrientes político­ideológicas que incluyen desde el populismo nacionalista hasta una multiplicidad de organizaciones de corte anticapitalista, ligadas a las diferentes vertientes de la izquierda. Sin embargo, más allá de la heterogeneidad, estos grupos reconocen un espacio común recorrido por determinados repertorios de acción, entre los cuales se encuentra el piquete o corte de ruta, el trabajo comunitario en el barrio, la democracia directa y, por último, la institucionalización de una relación con el Estado a través del control de planes sociales y del financiamiento de proyectos productivos como huertas comunitarias, panaderías, emprendimientos textiles, cooperativas de limpieza integral de espacios públicos y de construcción, entre otros”.
Los integrantes de estos movimientos sociales conforman lo que se conoce como “economía social” o “economía popular” según las diferentes ópticas políticas de apreciación. Las crisis económicas de los últimos años integraron en este sector tanto a los trabajadores que fueron parte de la economía del trabajo registrado como a quienes lo hicieron de manera informal. En un escenario en el que los grandes monopolios transnacionales que manejan la economía argentina priorizan la especulación financiera, el boom tecnológico y la maximización de sus ganancias, la economía popular es una experiencia colectiva e inclusiva de trabajadores que con escasa tecnología, sin financiamiento y en su gran mayoría sin derechos, a partir de sus propios esfuerzos logran subsistir a pesar del maltrato que reciben por parte de una economía que funciona cada vez peor y por parte de los sectores adinerados de la sociedad que los trata de holgazanes mantenidos por el Estado.
Lo que debería tenerse en cuenta antes de hacer este tipo de apreciaciones es que múltiples estudios realizados por distintos investigadores en el mundo -entre ellos, economistas del Banco Mundial- han demostrado el nexo existente entre los numerosos problemas sociales que afectan a una comunidad con los altos niveles de desigualdad. En ese sentido, la socióloga argentina Roxana Kreimer (1959) afirma en su ensayo “Desigualdad y violencia social. Análisis y propuestas según la evidencia científica” que “no es la pobreza, la falta de educación o el desempleo lo que determina el mayor o menor grado de inseguridad en los países, sino la desigualdad social. Las sociedades de consumo proponen, en lo formal, las mismas metas para todos pero, en la práctica, sólo algunos las pueden alcanzar. La frustración, la violencia y el delito son los frutos de la desigualdad. Desde ya que la inequidad no es la única variable que produce violencia social, pero sí es la más influyente”. Habría que preguntarles a los fomentadores del individualismo liberal qué piensan al respecto.

7 de abril de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

XIX. Primera década del siglo XXI: atentados, nueva crisis económica, gobiernos populistas y más conflictos bélicos

La creciente turbulencia en el sistema financiero internacional ocasionó que en el año 2001 se registrara la primera declinación del volumen del comercio mundial de mercancías desde 1982 y la primera disminución de la producción mundial de mercancías desde 1991. Las desbastadoras consecuencias económicas y sociales que se venían evidenciando desde fines de los años ‘90, y que se incrementaron en el contexto de esa crisis, provocarían en los años siguientes una ola de protestas populares contra el proceso de globalización y las políticas del Consenso de Washington que ocasionaban profundas crisis económicas, sociales e institucionales. Para el año 2001 ya existían en varias partes del mundo expresiones contundentes de distintos movimientos sociales que se oponían a la globalización y a la hegemonía neoliberal.
Con la intensión de evitar una mayor recesión, en noviembre se realizó en Qatar una reunión de la Organización Mundial del Comercio con la intención de avanzar en la progresiva liberalización de los intercambios comerciales. Fue allí cuando, el 11 de diciembre, China ingresó a la OMC incorporándose así plenamente al mercado mundial y acelerando su participación en el intercambio de bienes y servicios. Este acontecimiento y el inusitado crecimiento de su economía a una tasa media anual del 10%, la convirtieron en un actor crucial en la recuperación económica mundial en general, y en la latinoamericana en particular. Durante la primera década del siglo XXI, los países de América del Sur se transformarían en importantes proveedores de productos primarios y de manufacturas basadas en recursos naturales para ese mercado asiático.
Tres meses antes, más precisamente el 11 de septiembre, se producían en Estados Unidos alevosos atentados. Alrededor de veinte extremistas musulmanes secuestraron aviones comerciales en la costa este y los estrellaron contra las Torres Gemelas -sede del World Trade Center (Centro de Comercio Mundial)- en Nueva York y contra el Pentágono -sede del Departamento de Defensa- en Washington. Los atentados, que dejaron un saldo de cerca de 3 mil víctimas fatales, impulsaron al gobierno estadounidense a invadir Afganistán con el fin de desmantelar a la organización Al Qaeda, responsable de dichos atentados. Esto daría comienzo a una guerra que se extendería por veinte años. También Estados Unidos, en el marco de lo que oficialmente llamó  “Global War on Terrorism” (Guerra contra el Terrorismo Internacional), multiplicó sus bases militares en la zona del Golfo Pérsico y en Asia Central. No fue ésta la única intervención militar de Estados Unidos en lo que va del siglo XXI. Con el paso de los años se sucederían en Irak, Filipinas, Somalia, Libia, Yemen, Pakistán y Siria, hechos todos ellos que evidenciaron una estrategia tendiente a incrementar la militarización y fortalecer una situación de unipolaridad.


Indiscutiblemente los atentados del 11 de septiembre de 2001 motivaron que el gobierno norteamericano hiciese un replanteo radical de sus prioridades y objetivos estratégicos en materia de política exterior. Específicamente, los ataques terroristas constituyeron un punto de inflexión decisivo tanto para Estados Unidos como para la comunidad internacional en su conjunto. La criminal agresión no sólo alteró para siempre el paisaje urbano de la ciudad de Nueva York sino que, de hecho, cambió radicalmente la naturaleza de las relaciones internacionales y la política exterior estadounidense. El gobierno utilizaría este episodio como pretexto para justificar la invasión a Irak en marzo de 2003. Bajo la consigna de “ataque preventivo” ante la supuesta posesión de armas de destrucción masiva por parte del régimen de Saddam Hussein (1937-2006), se dio comienzo a la Guerra del Golfo que duraría hasta fines de ese año.
Para América Latina, mientras tanto, el 2001 fue un año difícil debido a la retracción de la economía y la fuga de capitales. La extranjerización de sus economías, la redistribución regresiva de los ingresos, la concentración económica y el incremento del desempleo y la pobreza eran tesituras que venían acentuándose desde la década de los años ’70 producto de la implementación de severos ajustes y reformas estructurales según lo estipulaban las consignas del neoliberalismo, difundidas y defendidas por el bloque vencedor de la Guerra Fría y las élites nacionales, con amplio respaldo de los organismos multilaterales de crédito. Frente a esta situación, los países latinoamericanos tuvieron que ajustarse a una mayor restricción financiera ya que a la caída en el ingreso de capitales se le sumaron las transferencias al exterior en concepto de pago de las respectivas deudas externas.
La inestable economía internacional y el endeudamiento externo habían posicionado al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial y al Club de París como protagonistas decisivos en la formulación y gestión de las políticas económicas de estos países, las que, en mayor o menor medida, se formulaban, condicionaban y monitoreaban desde el exterior, limitando así sus autonomías y a la vez resignando la implementación de políticas de desarrollo nacional. De esta manera, la región mostró un exiguo crecimiento del PBI y un alarmante aumento de la pobreza, de la indigencia y del desempleo que alcanzó una de las mayores tasas observadas en los diez años anteriores.
En el caso específico de la Argentina, la crisis de 2001 probablemente haya sido el peor derrumbe social de su historia. Hacia fines de ese año, la disolución de los vínculos políticos, económicos y sociales -producto del colapso del aparato productivo, bancario y de las finanzas públicas como consecuencia de las políticas neoliberales implementadas durante la década anterior-, generó un verdadero cataclismo. Amplias franjas de la población se vieron afectadas, el malhumor social se expresó cada noche en cacerolazos, manifestaciones callejeras en los barrios y múltiples saqueos a supermercados, almacenes y comercios de todo tipo. Todas estas protestas no fueron más que un episodio de la historia de los pueblos postergados, olvidados, que de tanto en tanto gritan basta. Como respuesta al estallido, el presidente Fernando de la Rúa (1937-2019) anunció mediante una cadena nacional al atardecer del 19 de diciembre que había decidido “decretar el estado de sitio para asegurar la ley, el orden y terminar con los incidentes”.


Dicho anuncio generó diferentes protestas a lo largo y a lo ancho del país. Esa noche una multitud se concentró en la Plaza de Mayo frente a la Casa de Gobierno al grito de “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, una consigna que se generalizó y se volvió uno de los lemas que caracterizó las protestas. Ante esta situación, para tratar de controlar las manifestaciones y el caos social, el Gobierno desplegó las fuerzas de seguridad, las que reprimieron a la multitud con gases lacrimógenos. No obstante ello, al día siguiente las manifestaciones se multiplicaron. Al mediodía la Plaza de Mayo estaba colmada de oficinistas, operarios, jubilados, incluso familias enteras con sus pequeños hijos. Pronto, la plaza quedó rodeada por carros hidrantes y agentes de la Policía Federal, quienes comenzaron a reprimir a los manifestantes no sólo con gases lacrimógenos sino también con balas de goma. Una situación similar se replicó en las principales ciudades del país.
Mientras las centrales sindicales convocaban a un paro general por tiempo indeterminado, tanto las protestas como la violencia policial se extendieron hasta la tarde de ese 20 de diciembre. Poco después de las 19 hs., cuando ya la policía usaba balas de metal contra los manifestantes, después de renunciar, el presidente abandonó la Casa de Gobierno en un helicóptero. Durante las extensas jornadas de protestas, la represión dejó un saldo de treinta y ocho muertos, cientos de heridos, y algo más de 4 mil detenidos en todo el país. En su libro “La comuna de Buenos Aires” la periodista y crítica cultural argentina María Moreno (1947) comentó que este hecho causó una “conmoción económica, política y social con que terminó por derrumbarse el modelo neoliberal argentino -‘la dictadura del peronismo menemista’- y que a continuación sumió al país en densos años de especulación y desconcierto”. En los diez días siguientes cuatro presidentes se sucedieron. Recién el último de ellos -Eduardo Duhalde (1941)- logró acordar una salida política y gobernó al país como presidente interino hasta el 25 de mayo de 2003. A la par de estos acontecimientos, surgieron asambleas populares, se multiplicaron las fábricas ocupadas por los trabajadores y cobraron fuerza los movimientos de desocupados combativos.
En su conjunto, buena parte de América Latina comenzó el nuevo siglo con la instauración de gobiernos populistas. Estos gobiernos, si bien combinaron políticas reformistas en materia económica y fomentaron el equilibrio social con medidas inclusivas, nunca cuestionaron -más allá de los enfáticos y agresivos discursos- la estructura del liberalismo económico, orientándose más a reformarlo que a cuestionarlo. Partiendo de la base de que bajo el rótulo de populismo se suelen incorporar una gran variedad de movimientos populares y tendencias políticas con contradictorias posiciones políticas e ideológicas que deben analizarse en cada contexto en particular, puede decirse que hubo populismos de “derecha” en Chile, Colombia, Paraguay y Perú, y de “izquierda” en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela. En todos los casos, la clasificación de “derecha” e “izquierda” resultan sumamente ambiguas en un mundo en el cual no se sabe muy bien si lo que impera es la miseria de las ideologías o la ideología de la miseria.


Mientras tanto, al norte del continente, el déficit comercial de Estados Unidos llegaba casi al 7% de su PBI, un nivel extraordinario para cualquier país, pero especialmente para la economía más grande del mundo. Sus habitantes habían comenzado a vivir por encima de sus medios tomando préstamos a gran escala para sostener su excesivo consumo. Además, gran cantidad de ellos se vieron atraídos por la posibilidad de invertir en el mercado de la vivienda. Las bajas tasas de interés y los precios de las viviendas que crecían rápidamente hacían aparecer a estas inversiones como una oportunidad en las que el inversor no podía perder. La idea, profundamente especulativa, era venderlas después a precios más altos de modo de poder reembolsar la hipoteca y obtener una buena ganancia. Enormes recursos se invirtieron para construir nuevas viviendas, lo que llevó a lo que se conocería como “burbuja inmobiliaria”. Pero, a fines de 2007, los precios de las viviendas no sólo dejaron de subir sino que comenzaron a bajar, las tasas de interés para los compradores de aumentaron y muchos de aquellos que habían comprado viviendas dejaron de pagar sus créditos hipotecarios.
Esto generó que las instituciones financieras que habían concedido esos créditos se enfrentasen a graves problemas. Muchas de ellas quebraron, otras fueron rescatadas por el gobierno con gran costo para los contribuyentes. Las más grandes empresas de ese rubro eran Goldman Sachs, Morgan Stanley, Merrill Lynch y Lehman Brothers. Las tres primeras fueron respaldadas por el gobierno o adquiridas por otros bancos, pero la última de ellas quebró estrepitosamente provocando el colapso del sistema financiero de Estados Unidos. A partir de ese momento pareció que muchas naciones tomaron conciencia de la elevada inseguridad de las políticas crediticias y de los efectos del impago de las hipotecas de alto riesgo, por lo que, rápidamente, la crisis financiera se contagió al conjunto de las economías de buena parte del mundo y provocó la primera gran crisis económica global del siglo XXI. De alguna manera se estaba reproduciendo el “crack” de 1929.
Puede decirse que, de alguna manera, esta crisis aceleró el declive de Estados Unidos como garante del orden económico internacional. En tal sentido se expresó el economista venezolano director ejecutivo del Banco Mundial Moisés Naím (1952) en “Rethink the world. 111 Surprises from the 21st. Century” (Repensar el mundo. 111 sorpresas del siglo XXI), obra en la cual opinó que “la crisis de 2008 tuvo un fuerte impacto en sentido geopolítico, ya que vino a erosionar más aún la posición hegemónica de Estados Unidos y con ello la estabilidad internacional que se había logrado tras el fin de la Guerra Fría. De hecho, incluso afectó las tendencias globales dominantes, al grado que ha sido calificada como un síntoma de la globalización que se tornó inmanejable, y a la globalización como una víctima de la crisis”.
Fue así que tanto la crisis financiera como la crisis de la economía real pronto comenzaron a tener un gran efecto sobre las finanzas públicas de los países y sobre los balances de los bancos centrales. Así lo entendió el economista ítalo-estadounidense Vito Tanzi (1935) quien, en su ensayo “Government versus markets. The changing economic role of the State” (Gobierno versus mercados. El cambiante papel económico del Estado), precisó que “la crisis condujo a una aguda reducción de la confianza entre las instituciones financieras. La confianza es, obviamente, un activo fundamental para el mercado financiero. Sin confianza no puede operar con eficiencia. Los bancos dejaron de prestarse unos a otros y a otras instituciones financieras y no-financieras. Las empresas tuvieron dificultades para obtener préstamos para sus inversiones. Las empresas pequeñas se vieron particularmente golpeadas. El crédito a las exportaciones se vio afectado y tanto las exportaciones como las importaciones declinaron mucho por primera vez en muchos años. En este punto, la economía financiera se convirtió en una crisis de la economía real”.


A la quiebra de Lehman Brothers le siguió una crisis económica global que duraría poco más de un año y medio. El colapso de los mercados fue tan drástico que obligó a la Reserva Federal de Estados Unidos y al Banco Central Europeo a poner en marcha un programa de inyección masiva de liquidez en los circuitos financieros con el fin de evitar una recesión como la de los años ‘30 del siglo XX. Durante ese período se perdieron 8.7 millones de empleos en las economías industrializadas, y muchos que no perdieron sus empleos vieron recortados sus sueldos o fueron forzados a trabajar a tiempo parcial. La falta de crecimiento y las quiebras bancarias fueron la pauta predominante en los países industrializados. La crisis fue más allá de las instituciones financieras y embistió también a las economías productivas y el comercio global, e hizo impacto en la vida cotidiana de millones de personas.
La desaceleración de la economía complicó más gravemente la situación de los países de la eurozona que ya tenían niveles de deuda insostenibles, como eran los casos de Chipre, España, Irlanda, Italia, Portugal y Grecia. Las tensiones aumentaron particularmente en este último, donde hubo violentos enfrentamientos durante las protestas contra la crisis. Las políticas de austeridad destinadas a disminuir el déficit presupuestario implementadas por los gobiernos de Alemania y Francia, principales pilares de Eurozona, y que fueron adoptadas por sus diecisiete integrantes, incluyeron a cambio del apoyo financiero la reducción de subsidios sociales y el aumento de impuestos, lo que provocó indignación en los ciudadanos. En muchos países se manifestaron contra las políticas de austeridad y emitieron votos de castigo, sobre todo en las elecciones presidenciales en Francia, las generales en Grecia y las municipales en Alemania e Italia.
Mientras tanto, a fines de 2010 comenzó en el Norte de África y Oriente Medio un estallido sin precedentes de protestas populares y exigencias de reformas. Se inició en Túnez y, en cuestión de semanas, se extendió a Bahréin, Egipto, Libia, Siria y Yemen. Los efectos de estas masivas manifestaciones, que serían conocidas tiempo después como la “Primavera árabe”, fueron los derrocamientos de líderes autoritarios que ostentaban el poder desde hacía mucho tiempo, sobre todo en Egipto y Túnez. Mucha gente albergaba la esperanza de que, con esas movilizaciones, se lograría la instauración de nuevos gobiernos que implementasen reformas políticas y mejorasen las condiciones de la población en materia de  justicia social. Pero, transcurrido el tiempo, tras una feroz represión, los derechos humanos siguieron siendo atacados en toda la región y la guerra y la violencia continuaron asolando Libia, Siria y Yemen. Cientos de miles de personas murieron en los conflictos armados y muchas huyeron de sus países generando la mayor crisis de refugiados del siglo XXI.