30 de diciembre de 2022

Trotsky revisitado (C). A manera de epílogo

Un intento de conclusión hermenéutica (y apesadumbrada)

En las primeras páginas de “The lessons of history” (Las lecciones de la historia) que el filósofo e historiador estadounidense Will Durant (1885-1981) escribió junto con su esposa y que fuera publicado en 1968, puede leerse: “Cuando sus estudios llegan a término, el historiador afronta un desafío: ¿de qué utilidad han sido esos estudios? ¿Se aprende acerca de la naturaleza humana más de lo que el hombre de la calle puede aprender sin abrir un libro? ¿Se obtiene de la historia cualquier esclarecimiento de la condición presente, cualquier orientación sobre los juicios y conductas de los seres humanos? ¿Se encuentran en la sucesión de los acontecimientos pasados regularidades que permiten predecir los futuros actos de la humanidad o la suerte de las naciones? ¿Es posible que, al fin de cuentas, la historia no tenga sentido, que no enseñe nada y que el inmenso pasado no sea más que el enfadoso ensayo de los errores que en el futuro se cometerán en grados y escalas mayores?”.
A todas estas preguntas Durant da una vaga respuesta. Es más, asegura que “evidentemente, la historiografía no puede ser una ciencia”, una afirmación que por lo menos resulta polémica. Según el diccionario de la Real Academia Española (RAE), la historia es la narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean públicos o privados, una disciplina que estudia y narra cronológicamente esos acontecimientos pasados. Por otro lado, la RAE define a la historiografía como la disciplina que se ocupa del estudio de la historia, como el estudio bibliográfico y crítico de los escritos sobre historia y sus fuentes, y de los autores que han tratado estas materias; y también como el conjunto de obras o estudios de carácter histórico. Así, mientras la historia es el pasado en sí mismo y la narración de los sucesos importantes que tuvieron lugar en él, la historiografía es el método y el conocimiento que se usan para la descripción de esos acontecimientos históricos. Por esa razón, se llega a la conclusión de que la historiografía es la ciencia de la historia.
Es innegable que una narración histórica es una construcción hecha por el historiador en base a su estudio de las fuentes. Cuando un historiador decide investigar el pasado, inevitablemente se enfrenta con diferentes problemas. No es posible reconstruir la totalidad del pasado. Por eso los historiadores realizan una selección de aquellos aspectos del pasado que les resultan más interesantes. Hace casi dos milenios, el escritor sirio-romano Luciano de Samósata (125-181) aseguraba en su “Quomodo historia conscribenda sit” (Cómo debe escribirse la historia) que “si la historia fuera además acompañada de amenidad, atraería a muchos seguidores, pero antes de ocuparse de la belleza debe atender a su propio fin, es decir, poner en claro la verdad”. Tarea difícil si las hay, más cuando se trata de estudiar la historia de una figura como Trotsky quien, a causa de su accionar revolucionario y de su ideología política, ha encontrado con el correr de los años tanto adeptos como antagonistas, admiradores como detractores, discípulos como enemigos. En fin, su historia no está libre de las habituales opiniones contradictorias que provocan la infinidad de personajes cuyo paso por la vida ha implicado, para bien o para mal, algún acontecimiento trascendental en la historia de la humanidad.
Allá por 1944, el físico y filósofo austríaco Erwin Schrödinger (1887-1961) postuló en su obra “Was ist leben?” (¿Qué es la vida?), que “la tendencia natural de las cosas es el desorden”. Si bien se refería a aspectos de la biofísica, en sus últimos años decidió aplicar ese principio al estudio de los procesos políticos y sociales que inciden en la vida. Así, en “Meine weltansicht” (Mi visión del mundo), escribió: “Si un hombre nunca se contradice a sí mismo, la razón debe ser porque prácticamente nunca dice nada”. Indudablemente han de ser muchísimas las personas que han dicho mucho a lo largo de sus vidas, y entre ellas el que tuvo una existencia desordenada y en medio de ese barullo dijo mucho con aciertos y contradicciones, fue Trotsky. ¿O acaso Müntzer, Robespierre, Blanqui y tantos otros revolucionarios no tuvieron contradicciones?
Las armas de Trotsky fueron primordialmente las de la palabra, hablada y escrita, una herramienta intelectual en la que se conjugaron la teoría y la acción política en el convulsionado siglo XX, un siglo marcado por acontecimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios, crisis económicas, guerras mundiales. Un siglo en el que la supremacía del sistema capitalista se hizo cada vez más notoria y la germinación del imperialismo financiero a manos del neoliberalismo provocó un colosal aumento de la desigualdad socio-económica en el mundo, un problema del que la inmensa mayoría de las personas no toma conciencia y que constituye un verdadero desafío para la humanidad.


El antes mencionado Will Durant esbozó un panegírico de este sistema al asegurar en la obra citada que “el capitalista, desde luego, ha cumplido una función creadora en la historia: ha reunido los ahorros de la gente en un capital productivo mediante la promesa de dividendos o intereses; ha costeado la mecanización de la industria y de la agricultura y la organización racional de la distribución; y el resultado ha sido una corriente de bienes del productor al consumidor nunca presenciada antes por la historia. Este capitalista ha puesto a su servicio el evangelio de la libertad, alegando que los hombres de negocios relativamente liberados de portazgos y reglamentaciones legislativas pueden ofrecer al público una abundancia de alimentos, casas, comodidades y conveniencias. En la libre empresa, el acicate de la competencia y el celo y los afanes de la propiedad estimulan la producción y la inventiva; casi toda capacidad económica encuentra tarde o temprano su lugar y premio en la barajadura de talentos y la selección natural de aptitudes”.
Por su parte, con un sentido más práctico, la socióloga chilena Marta Harnecker (1937-2019) decía en su ensayo “Explotación capitalista”: “El capitalismo representa un avance muy grande en el desarrollo de la sociedad en comparación con los sistemas sociales anteriores. Ello hace que el sistema capitalista aparezca como el único sistema capaz de proporcionar al hombre su completo bienestar. Sin embargo, basta observar la realidad de la sociedad capitalista para darnos cuenta de que esto no es así. Si pensamos en el extraordinario aumento de la capacidad productiva que se ha alcanzado bajo este sistema, de ella debería haber resultado la abolición de las privaciones y la miseria. Pero no ha sido ese el resultado, ni siquiera en los países capitalistas más avanzados y ricos del mundo, en los que existe hambre en medio de la abundancia, pobreza en medio de la riqueza. Tiene que existir algo fundamentalmente malo en un sistema económico en el que existen tales contradicciones”.
“Efectivamente -agregó-, algo anda mal. El sistema capitalista es ineficiente y destructivo, irracional e injusto. Lo es porque es incapaz de dar trabajo útil a todos los hombres y mujeres que lo desean y, al mismo tiempo, permite que miles de personas, física y mentalmente sanas, vivan sin haber trabajado jamás. Es incapaz de desarrollar los recursos del país, de aprovechar la totalidad del potencial humano; es incapaz de resolver la contradicción de que existan tierras ociosas junto a campesinos sin tierras. Es ineficiente y destructivo porque destina muchos hombres y materiales a la producción de los más extravagantes bienes de lujo, dejando de producir los bienes más elementales para la vida del pueblo. Esta ineficiencia y destrucción no es una simple falla que pueda corregirse, sino que forma parte de la naturaleza del sistema capitalista. Esos males sólo desaparecerán cuando el sistema capitalista sea abolido en toda la tierra”.
Ya en el siglo XXI, bajo la potestad del tan egregio “evangelio de la libertad”, las crisis del sistema económico dominante son cada vez más periódicas. Fenómenos como la globalización, la concentración económica, el crecimiento del capital especulativo, el lavado de dinero, la fuga de capitales, la proliferación de paraísos fiscales, las fraudulentas deudas externas, la desocupación, la informalidad laboral, el incremento de las migraciones clandestinas, el desarrollo desigual de las fuerzas productivas, el daño ecológico, etc. son síntomas evidentes e incontrastables de la decadencia de un sistema irracional e injusto que ya ni siquiera puede garantizar el bienestar de los sectores medios de la población mundial. ¿Es esta realidad el “fin de la historia”, el “punto final de la evolución ideológica de la humanidad” que pregonaba hace tres décadas el politólogo estadounidense Francis Fukuyama (1952)? ¿O esta realidad es una versión de la historia como una repetición sin fin de desastres, una “catástrofe única que se acumula derrota tras derrota” según palabras del filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940)?


En 1995, el astrónomo y divulgador científico estadounidense Carl Sagan (1934-1996) advertía en “The demon haunted world” (El mundo y sus demonios) sobre los peligros de la manipulación histórica. De pensamiento liberal y simpatizante de las instituciones en el marco del capitalismo, en su ensayo varias veces defendió a Trotsky como adversario del estalinismo y el sistema burocrático imperante en la Unión Soviética. “Poco después de que Stalin llegara al poder -escribió-, empezaron a desaparecer las fotografías de Trotsky, figura monumental en las revoluciones de 1905 y 1917. Ocuparon su lugar cuadros heroicos y totalmente anti-históricos de Stalin y Lenin dirigiendo juntos la Revolución Bolchevique, mientras Trotsky, el fundador del Ejército Rojo, no aparecía por ninguna parte”.
Y agregó: “Esas imágenes se convirtieron en iconos del Estado. Las nuevas generaciones crecieron creyendo que aquella era su historia. Las generaciones anteriores empezaron a pensar que recordaban algo, una especie de síndrome de falsa memoria política. Los que conseguían acomodar sus recuerdos reales a lo que los líderes deseaban que creyeran, ejercitaban lo que Orwell describió como ‘doble moral’. Los bolcheviques viejos que recordaban el papel periférico de Stalin en la Revolución y el central de Trotsky, eran denunciados como traidores o pequeño-burgueses incorregibles, encarcelados, torturados y, después de ser obligados a confesar su traición en público, ejecutados. Es posible -dado el control absoluto sobre los medios de comunicación- reescribir los recuerdos de cientos de miles de personas si hay una generación que lo asume”. Alertaba así sobre los peligros de la manipulación histórica para las generaciones venideras, y a la vez dejaba un mensaje esperanzador sobre el futuro de la humanidad al afirmar que “es difícil mantener siempre ocultas verdades históricas poderosas”.
Algunos años después, en 2009, en “Pour sauver la planète, sortez du capitalisme” (Para salvar el planeta, salir del capitalismo), el ecologista francés Hervé Kempf (1957) afirmó que “el capitalismo se trata de un proceso histórico que se extiende desde hace tres siglos y que, en la actualidad, alcanza un estado de supremacía sobre las otras culturas, en donde manifiesta sus consecuencias más extremas”. ¿Pero, qué es?, se pregunta. “La discusión al respecto llena volúmenes pero, extrañamente, es raro encontrar una definición clara. La del mafioso estadounidense Al Capone (1899-1947), publicada en ‘Alternatives économiques’, es sin duda la más exacta: ‘El capitalismo es el chantaje legítimo organizado por la clase dominante’. Pero, la franqueza de la expresión de este especialista podría perturbar la serenidad del debate, por lo que prefiero una definición más técnica: el capitalismo es un estado social en el que se supone que los individuos sólo están motivados por la búsqueda del beneficio y aceptan que el mecanismo del mercado regule todas las actividades que los relacionan entre ellos”.
“El punto culmine de la alienación capitalista -agregó más adelante- tiene lugar cuando el humano mismo se convierte en mercancía. ‘Es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal o, para hablar en términos de economía política, el tiempo en donde todo, moral o físico, habiéndose transformado en valor venal, es llevado al mercado’, escribía Karl Marx en ‘Miseria de la filosofía’. Ahora bien, en el capitalismo, el control del sistema económico por parte del mercado tiene efectos irresistibles sobre toda la organización de la sociedad: significa, sin más, que la sociedad es auxiliar al mercado. En lugar de hacer que la economía encaje en las relaciones sociales, son las relaciones sociales las que deben encajar en el sistema económico. Ahí tenemos nuestra guía: salir del capitalismo es reconocer que las personas tienen otras motivaciones para actuar además de su propio interés. Hay trabajo por hacer, ya que la representación del mercado como única forma de expresar las relaciones sociales invadió la conciencia política”.
Un año después, el escritor y político germano-francés Stéphane Hessel (1917-2013) publicaba “Indignez-vous!” (¡Indignaos!), un alegato contra la indiferencia y a favor de la insurrección pacífica en el cual afirmaba que “todo buen ciudadano debe indignarse actualmente porque el mundo va mal, gobernado por unos poderes financieros que lo acaparan todo”. El escritor y economista español José Luis Sampedro (1917-2013) escribió el prólogo de ese ensayo, en el cual afirmó que “lo esencial del capitalismo es su creencia de que, gracias a la competencia privada, cuanto más egoísta se comporte cada individuo, tanto más contribuirá al progreso colectivo. Se desprestigian así, todas las actitudes cuyos móviles no sean los económicos”.
“¿De verdad estamos en una democracia? -se pregunta el Premio Nacional de las Letras Españolas-. ¿De verdad bajo ese nombre gobiernan los pueblos de muchos países? ¿O hace tiempo que se ha evolucionado de otro modo? El dinero y sus dueños tienen más poder que los gobiernos. Como dice Hessel, ‘el poder del dinero nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos, desde sus propios siervos hasta las más altas esferas del Estado. Los bancos, privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos, y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general’. Luchad para salvar los logros democráticos basados en valores éticos, de justicia y libertad prometidos tras la dolorosa lección de la Segunda Guerra Mundial. Para distinguir entre opinión pública y opinión mediática, para no sucumbir al engaño propagandístico. ‘Los medios de comunicación están en manos de la gente pudiente’, señala Hessel. Y yo añado: ¿quién es la gente pudiente? Los que se han apoderado de lo que es de todos. Y como es de todos, es nuestro derecho y nuestro deber recuperarlo al servicio de nuestra libertad. No siempre es fácil saber quién manda en realidad, ni cómo defendernos del atropello”.
Anticipándose a todas las sombrías opiniones sobre el sistema capitalista antes mencionadas (seguramente debe haber muchas más en esa dirección), siete décadas antes Trotsky escribió: “El capitalismo tiene el doble mérito histórico de haber elevado la técnica a un alto nivel y de haber ligado todas las partes del mundo con sus lazos económicos. De esa manera, ha proporcionado los prerrequisitos materiales para la utilización sistemática de todos los recursos de nuestro planeta. Sin embargo, el capitalismo no se encuentra en situación de cumplir esa tarea prioritaria. Las fuerzas productivas superaron, ya hace tiempo, los límites del Estado nacional, transformando en consecuencia lo que antes era un factor histórico progresivo en una restricción insoportable”.
Resulta una tarea bastante ardua tratar de desacreditar los razonamientos de Trotsky. Sus ideas se han vuelto, por las lecciones y debates que concentran, herramientas para los desafíos de la época actual, una época en la cual la gran mayoría de las personas viven una contradicción manifiesta entre su naturaleza humana y su existencia vital. El capitalismo es un modo de producción históricamente condicionado y, por lo tanto, condenado a agotarse como consecuencia de sus propias contradicciones. Esas contradicciones son las “más peligrosas para el presente inmediato, no sólo para la capacidad del motor económico del capitalismo de continuar funcionando, sino también para la reproducción de la vida humana en unas condiciones mínimamente razonables”, afirmó el geógrafo y teórico social inglés David Harvey (1935) en su ensayo “The enigma of capital and the crises of capitalism” (El enigma del capital y las crisis del capitalismo).


En “Das kapital” (El capital), Marx concebía el desarrollo capitalista como un proceso plagado inevitablemente de movimientos catastróficos. Y alertaba, ya por aquel entonces, que la sobrevida del capitalismo entrañaba una destrucción abismal de las condiciones de existencia de la civilización humana y de su medio ambiente como un todo. Hace ochenta años, el economista austro-estadounidense Joseph Schumpeter (1883-1950), un economista heterodoxo, ni neoclásico ni marxista, no habló de “catástrofe” sino de “destrucción creativa”, un proceso continuo de innovación tecnológica. En su ensayo “Capitalism, socialism and democracy” (Capitalismo, socialismo y democracia) aseguró que lo que llevaría al fin del capitalismo sería su propio “éxito”. La “destrucción creativa” suponía un proceso de mutación industrial que revoluciona constantemente la estructura económica desde adentro, destruyendo incesantemente la antigua y creando incesantemente una nueva.
Schumpeter, quien para algunos economistas fue para el capitalismo lo que Sigmund Freud (1856-1939) había sido para la mente, y para otros fue para la economía lo que Charles Darwin (1809-1882) había sido para la biología, sostuvo en su ensayo que el capitalismo era por naturaleza una forma o método de cambio económico y no sólo nunca era, sino que nunca podía ser estacionario. Las innovaciones exitosas eran normalmente una fuente de poder temporal en el mercado, erosionando las ganancias y la posición de las empresas antiguas, pero en última instancia sucumbían a la presión de nuevos inventos comercializados por otros competidores. Y se preguntaba: “¿Puede el capitalismo sobrevivir?”. “No, no creo que pueda”, fue su respuesta en el mismo ensayo.
El recuerdo de Trotsky es relevante porque muchas de sus predicciones y sus análisis se cumplieron con exactitud casi profética después de su muerte. Su herencia intelectual ha sido rescatada en foros académicos, conferencias y simposios donde se discute la mejor forma de enfrentar la globalización y la mundialización del capital. Para el historiador costarricense Rodrigo Quesada Monge (1952), en una conferencia que dictó en la Universidad de Costa Rica en mayo de 2013, Trotsky dejó como legado una caja de herramientas metodológicas, teóricas y analíticas excepcionales. Cuando Thomas Carlyle (1795-1881), el gran historiador inglés, preparaba en 1845 su biografía de Oliver Cromwell (1599-1658), decía que había tenido que extraer a su biografiado de debajo de una enorme pila de perros muertos. “Con esto -expresó Quesada Monge- Carlyle se refería a que la labor del historiador, con más frecuencia de la debida, es ingrata y no retribuye siempre con el éxito los esfuerzos realizados para recuperar procesos y personas, que se encuentran enterrados bajo montañas de prejuicios, mitos y maledicencia”. Luego agregó: “Se requiere voluntad y dedicación, a pesar de las grandes desilusiones y frustraciones que trae consigo la investigación histórica, para devolverle a personas y procesos de civilización el perfil justo y verdadero que merecen en un determinado momento. Por eso, también, alguien decía que cada época cuenta con sus propios historiadores y con sus propias formas de escribir y de investigar la historia. Pero todo este penoso asunto es comprensible en un primer momento, porque la personalidad política de Trotsky genera pasiones, odios y rencores en todos aquellos que defienden no sólo al sistema capitalista como totalidad, sino también en quienes fueron responsables de haber destruido y malversado una de las revoluciones más radicales y profundas de que tenga registro la historia. ¿Por qué tanto esmero en destruirlo política e históricamente?”.
El renombrado escritor argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) escribió alguna vez: “No hay memoria que empañar, porque nadie recuerda nada”. Los numerosos textos que preceden a este colofón fueron publicados precisamente para evitar caer en la desmemoria. Son miradas diferentes pero todas tienen algo en común: se apartan del estereotipo acrítico e irreflexivo con el que muchas veces se biografía a algún protagonista de la historia. Lógicamente, al referirse a uno los personajes más emblemáticos, controvertidos y polémicos del siglo XX, de alguna manera influyen en cada una de las observaciones los posicionamientos ideológicos o los compromisos políticos. Por esa razón, a cada una de ellas es conveniente leerlas con objetividad, dejando de lado los prejuicios o los intereses particulares.
“Como sabemos -escribió el filósofo francés Jean Paul Sartre (1905-1980) en uno de los ensayos que componen su voluminosa obra titulada “Situations” (Situaciones)-, el mundo exterior se percibe a través de los sentidos. Esos conocimientos sensibles se transforman luego en conocimientos racionales, es decir, en conceptos, en ideas. Este es el primer gran paso del pensamiento humano: la transformación de los hechos (externos) en ideas (internas). El segundo gran paso es el movimiento inverso (y complementario), la transformación de las ideas en hechos. De la transformación de los hechos en ideas nace el pensamiento y de ellas nacen las acciones. El pensamiento produce acciones y las acciones, nuevos pensamientos”.
Lamentablemente, muchas veces las acciones derivadas del pensamiento son producto de la omisión del razonamiento, requisito indispensable para validar los pensamientos y las acciones que ellos estimulan. ¿Desidia o necedad? Seguramente tenía razón el comediógrafo cartaginés Publio Terencio (194-159 a.C.) cuando afirmaba que “tantos pareceres hay como cuantos son los hombres”, aserto que no quita validez a la sentencia del poeta y dramaturgo francés Casimir Delavigne (1793-1843): “Desde los tiempos de Adán, los necios son mayoría”. Así está el mundo hoy.

29 de diciembre de 2022

Trotsky revisitado (XCIX). Colofón prudencial y equitativo

Walter Laqueur: Un lacónico resumen general
 
Walter Laqueur (1921-2018) fue un historiador alemán nacionalizado estadounidense. Tuvo que huir de Alemania ante la persecución nazi, refugiándose en Palestina. Después vivió en Israel e Inglaterra y finalmente se instaló en Estados Unidos. Fue profesor en las universidades de Tel Aviv
, Harvard, Chicago y Georgetown. Autor de artículos que se publicaron en diversos medios internacionales, sus ensayos tratan principalmente de la historia de Europa en los siglos XIX y XX, especialmente en Rusia, Alemania y Medio Oriente. Entre ellos se destacan “Fascism. Past, present, future” (Fascismo. Pasado, presente, futuro), “Europe since Hitler” (Europa después de Hitler), “A history of terrorism” (Una historia del terrorismo), “The fate of the revolution. Interpretations of soviet history” (El destino de la revolución. Interpretaciones de la historia soviética), “The Middle East in transition. Studies in contemporary history” (Oriente Medio en transición. Estudios de historia contemporánea), “Black hundred. The rise of the extreme right in Russia” (La centuria negra. Los orígenes y el retorno de la extrema derecha rusa), “Russia and Germany. A century of conflict” (Rusia y Alemania. Un siglo de conflicto)
y “Stalin. The glasnost revelations” (Stalin. La estrategia del terror), ensayo este último al cual pertenecen los fragmentos que se reproducen a continuación.
 
Liev Davídovich Trotsky se ha incorporado a la historia soviética como el más grande de los antagonistas de Stalin, aunque en realidad los caminos de los dos hombres rara vez se cruzaron. Trotsky se las había ingeniado para quedar fuera de la carrera por el liderazgo mucho antes de la fase decisiva del ascenso de Stalin al poder. Durante décadas se educó a los ciudadanos soviéticos en la creencia de que Trotsky era la encarnación del mal, e incluso después de la muerte de Stalin la rehabilitación política de Trotsky continuó siendo inconcebible. Aun durante la apertura política (glásnost), su personalidad y su papel en la historia continuaron siendo un importante tema polémico.
Nacido en Rusia meridional en 1879, pocas semanas antes que Stalin, hijo de un terrateniente judío, fue uno de los muy pocos jefes de la izquierda rusa que alcanzó la edad adulta viviendo más en el campo que en la ciudad. Los primeros capítulos de su autobiografía están consagrados a la vida en una pequeña aldea de Ucrania. Se incorporó al movimiento revolucionario cuando cursaba la enseñanza media. Fue arrestado por primera vez a la edad de diecinueve años y exiliado a Siberia. Consagró el período de su exilio al estudio de Marx; después se fugó y se unió a Lenin en Londres como miembro del comité de redacción de “Iskra”. Entre 1902 y 1907 a veces apoyó a los bolcheviques; en otras ocasiones, a los mencheviques. Durante la Primera Guerra Mundial se acercó más a los primeros, pero no se unió a ellos hasta su regreso a Rusia en 1917.
En la Revolución de 1905 representó un papel importante y fue el último presidente del Soviet de Diputados Obreros de San Petersburgo. Debió su ascenso a la fama principalmente a su destacado talento oratorio; fue también un escritor prolífico. En la preparación de la Revolución de 1917, también demostró una considerable capacidad de organización. Durante ese período el lugar que ocupaba junto a Lenin jamás fue discutido seriamente. Y cuando Lenin tuvo que pasar a la clandestinidad, Trotsky se convirtió de hecho, ya que no de nombre, en el jefe del Partido. Incluso Stalin escribió más tarde que todo el trabajo de organización y preparación práctica con perspectivas a la conquista del poder fue realizado con la “dirección inmediata del camarada Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado”.
Trotsky fue durante no mucho tiempo el primer comisario de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética; después, durante un período mucho más largo (hasta enero de 1925), fue comisario y presidente del Supremo Consejo de Guerra. Entre ambas designaciones, también fue comisario de Transportes. En todos estos cargos demostró que era un jefe enérgico y duro, dinámico y eficiente. Aunque cometió muchos errores, achacables a su absoluta falta de experiencia, y a la enormidad de las tareas que el joven Estado afrontaba, la Unión Soviética probablemente debe su supervivencia durante el período inicial de su existencia más a Trotsky que a cualquiera de los jefes restantes, excepto Lenin.
Su declive en la esfera del poder y desde el punto de vista de la jerarquía política comenzó con el fin de la guerra civil y, poco después de la muerte de Lenin, Trotsky estaba casi totalmente aislado. Las razones fueron principalmente personales; Trotsky, polemista y hombre de inusitada arrogancia, se veía en dificultades para trabajar con otros. Carecía de la paciencia y del instinto político necesarios para organizar una base de poder; en cambio, se enredaba en permanentes controversias ideológicas y políticas con los restantes líderes, en una actitud más propia de un literato prerrevolucionario que de un estadista que actuaba después de la Revolución.
En 1927 Trotsky fue expulsado del partido, y dos años más tarde deportado de la Unión Soviética. Vivió primero en Turquía, después en Francia y Noruega, y finalmente en México, donde fue asesinado el 20 de agosto de 1940 por orden de Stalin. Escribió mucho en el exilio, pero sus actividades políticas (por ejemplo, la creación de la Cuarta Internacional) no aportaron resultados. Sus antiguos partidarios en la Unión Soviética se separaron de él desde temprano. Los más prominentes perecieron en las purgas. Sus partidarios en otros países formaron pequeñas sectas que no representaron un peligro para los partidos comunistas locales, y mucho menos para la Unión Soviética.
Lenin, que a menudo había mantenido disputas ideológicas y políticas con Trotsky, tenía una elevada opinión de él, y sostenía que después de la incorporación de Trotsky al partido no había existido un bolchevique más genuino. En su “Testamento” publicado durante la “glásnost”, Lenin escribió que Trotsky era quizás el hombre más capaz de la dirección del Partido, pero que demostraba excesiva confianza en sí mismo y excesiva preocupación por los aspectos puramente administrativos del trabajo. Las innovaciones ideológicas de Trotsky, por ejemplo la “Revolución Permanente” (concebida inicialmente por Parvus), provocaron interminables debates entre los bolcheviques, pero originaron escasas consecuencias prácticas. Lo mismo puede afirmarse respecto de la disputa de los años ‘20 acerca de la doctrina estalinista del “socialismo en un solo país”. Una vez que pareció que la Revolución Rusa no sería seguida por revoluciones análogas en otros países, Trotsky demostró el mismo entusiasmo de Stalin en el desarrollo de la agricultura y la industria rusas, y en la construcción de estructuras socialistas en la propia Unión Soviética.
Pero no por primera vez Trotsky se las había arreglado para ocupar una posición impopular, en gran parte como consecuencia de su rigidez ideológica, su falta de instinto pragmático y su incapacidad para entender lo que era y lo que no era posible en una determinada situación. En diferentes ocasiones razonó mejor que Stalin. Por ejemplo, en su oposición a la liquidación de los “kulaks” como clase y en su admisión del peligro que representaba el nazismo. Erró el juicio con respecto al fenómeno Stalin (una “mediocridad creada por la máquina del partido”) y sobrestimó la importancia de la burocracia soviética durante el período estalinista. Como hacia el fin de su vida rehusó modificar su enfoque marxista ortodoxo, perdió demasiado tiempo en debates acerca de la existencia de un nuevo “termidor”, o tratando de dilucidar si la Unión Soviética era un capitalismo de Estado o un Estado Obrero viciado, y acerca del carácter esencialmente socialista de la burocracia, en vista de que los medios de producción aún estaban nacionalizados.
Durante el régimen de Stalin, Trotsky representó a los ojos de la mayoría de los ciudadanos soviéticos todo lo que era perverso, criminal y traicionero; fue el enemigo por excelencia. Se exhumaron todos los comentarios negativos de Lenin acerca de Trotsky y se ocultaron todos los comentarios positivos. De acuerdo con la línea del Partido, que rigió durante el período estalinista, Trotsky había sido un criminal y un traidor desde el comienzo. Había hecho todo lo que estaba a su alcance para subvertir a Lenin y la Revolución. Era el principal enemigo de la clase trabajadora y el Partido Comunista; ser “trotskista” era mucho peor que ser “racista”. Con este último uno podía tratar; con el primero, ni siquiera un arreglo provisional era posible. Podía redimirse a los fascistas considerados individualmente; a los trotskistas... jamás.


Después de la muerte de Stalin, durante el primer deshielo, las mentiras más absurdas fueron desechadas. En primer lugar, se admitió que Trotsky, aunque “generalmente estaba equivocado”, había servicio en posiciones fundamentales antes, durante y después de la Revolución, y que a pesar de sus inclinaciones “bonapartistas” había beneficiado un tanto la causa del bolcheviquismo como orador de masas y organizador. Pero en general, la mentira intencionada del papel de Trotsky perduró en los libros de texto; la tendencia general era describir a Trotsky como una figura secundaria que no había sido agente de potencias extranjeras (como se sostenía antes), sino una influencia negativa sobre el Partido, a cuya desorientación había contribuido demasiado. Sus beneficiosos aportes se veían compensados sobradamente por sus errores y fechorías.
En líneas generales, ésa era la línea del partido acerca de Trotsky hasta 1987. En su discurso acerca del septuagésimo aniversario de la Revolución de Octubre, Gorbachov dio a entender que, en su enfrentamiento con Stalin, Trotsky se había equivocado. Aunque se rehabilitó a la abrumadora mayoría de los acusados en los procesos de Moscú -incluyendo a casi todos los trotskistas (reales y supuestos)-, se excluyó a Trotsky, y no por razones meramente técnicas; también él había sido condenado a muerte “in absentia”. El único cambio de actitud fue al principio la restauración de la figura de Trotsky en las fotografías de las cuales se lo había eliminado durante casi sesenta años. Como manifestó uno de los portavoces de los liberales del régimen, la rehabilitación de Trotsky llevaría mucho tiempo pues la convicción de su culpabilidad estaba tan profundamente arraigada en el público, que la idea de afrontar los verdaderos hechos despertaba una tremenda resistencia.
Unos pocos historiadores y ensayistas provocaron la primera fisura en la imagen tradicional de Trotsky. Pável Volobúyev, miembro de la Academia de Ciencias, escribió que si bien Trotsky nunca había sido realmente un auténtico bolchevique, de todos modos fue un revolucionario que llegó a representar un papel principal en el Partido. Yuri Afanásiev, director del Instituto de Archivos Históricos, llegó bastante más lejos, y reclamó tanto la rehabilitación legal de Trotsky como la publicación de sus libros. Después, durante 1988 y 1989, comenzaron a aparecer artículos acerca de Trotsky, y en ellos se manifestaban diferentes puntos de vista. A principios de 1989 se anunció que en un futuro no muy lejano se publicarían algunas obras de Trotsky.
El 15 de noviembre de 1988 la Asociación Conmemorativa organizó una velada consagrada a la memoria de Trotsky, e hizo un llamamiento en favor de su rehabilitación. Las cuatrocientas entradas se vendieron con mucha anticipación, a pesar de que no se había realizado la más mínima publicidad. La asamblea fue presidida por el historiador V. Lisenko y entre los los presentes se hallaban los hijos y nietos de la vieja guardia bolchevique. Los bisnietos de Trotsky, así como el hijo de Víctor Serge y algunos izquierdistas norteamericanos pidieron al Kremlin que anulase los decretos acerca de Trotsky; manifestaron que todos debían estar en condiciones de definir su posición acerca de Trotsky. Pero podía llegarse a este resultado únicamente si los escritos de Trotsky eran accesibles al público. Tales solicitudes de ningún modo provocaron reacciones positivas de carácter general; en los medios de difusión soviéticos se publicaron artículos con el título “Tratan de embellecer la figura del pequeño Judas”, y en las revistas literarias de extrema derecha casi no pasaba un mes sin que se publicase una denuncia contra Trotsky.
Fuera de los círculos extremistas, la suerte de Trotsky mejoró durante la “glásnost”. El juicio general fue más positivo que durante la época estalinista. Algunos escritores soviéticos llegaron a la conclusión de que Trotsky había sido un líder político de talento, mucho más próximo a Lenin que Stalin y que, con todos sus defectos, Trotsky y el trotskismo habían continuado siendo una tendencia del movimiento obrero. Para otros, el trotskismo representaba una posición confusa y debería habérselo atacado en el nivel político-ideológico. Llegaron al extremo de reconocer que en su crítica a Stalin, Trotsky había estado en lo cierto más de una vez. Sin embargo, el sesgo general de los escritos continuó siendo negativo. De acuerdo con el historiador Nikolai Vasetski, como jefe militar Trotsky fue una figura mediocre. El Ejército Rojo repelió la intervención imperialista y prevaleció en la guerra civil, no a causa sino a pesar de la presencia de Trotsky.


Vasetski también afirmó que Trotsky no había representado ningún papel activo en el planeamiento o la ejecución de la Revolución. Si así fue, ¿cómo se explica que incluso Stalin haya escrito en noviembre de 1918, cuando los hechos aún estaban frescos en su mente, que Trotsky “representó un papel fundamental”. ¿Quizás Stalin padeciera de alucinaciones o bien deseara congraciarse con Trotsky? Pero si Trotsky no era una figura fundamental, Stalin no necesitaba halagarlo. Es inevitable que los lectores soviéticos se sientan confundidos en presencia de contradicciones tan extrañas. También se les dice que el concepto de comunismo de guerra, la militarización del trabajo y la vida pública, y la burocratización del país fueron todas posiciones esencialmente falsas y todas producto del pensamiento de Trotsky.
Si Trotsky no fue un estratega consumado, las restantes grandes figuras de la guerra civil, incluso Tujachevski, también cometieron graves errores. Pese a todo su extremismo y su rigidez, Trotsky podía mostrarse más liberal que la mayoría de sus camaradas. Si en definitiva casi un millar de generales zaristas sirvió en el Ejército Rojo, fue principalmente gracias a Trotsky, no a los Stalin y los Voroshílov, que se opusieron violentamente a la utilización de esos expertos del antiguo régimen. De manera análoga, Trotsky adoptó una actitud más liberal en el campo de la literatura y en general en la vida cultural, en contraste con los protagonistas de la cultura pura de los trabajadores. Se convirtió en crítico implacable de la nueva burocracia soviética que se formó durante los años ‘20 en su libro “El nuevo curso” y en el luchador más ardiente por la democracia interior en el Partido, e incluso propugnó algo parecido a un sistema multipartidario (socialista). Conforme al resumen de Vasetski, el historiador oficial de las ideas de Trotsky:
“El interés fundamental que se manifiesta en ‘El nuevo curso’ es la preservación del espíritu revolucionario. En un período en el que la Revolución en la Unión Soviética, sin hablar de la revolución en Occidente, apenas había comenzado, Trotsky juzgó que el partido ya estaba convirtiéndose en una fuerza institucionalizada conservadora, más interesada en proteger lo poco que se había conseguido que en perseguir lo mucho que faltaba realizar. Sangre nueva, ideas nuevas, la crítica, la discusión, el entusiasmo de las masas, creía que todo esto no sólo democratizaría al Partido, sino que preservaría su carácter revolucionario, sus fuentes originales de inspiración, su obsesión misma con las auténticas metas socialistas”.
Es cierto que Trotsky se convirtió en el gran defensor de la democracia y en el enemigo de la burocracia sólo cuando pasó a la oposición, pero eso no invalida por completo su campaña. Sus ideas eran muy populares entre los jóvenes comunistas contemporáneos, y en realidad su propósito principal fue movilizar a la juventud contra la estructura del Partido. Si durante muchas décadas el Stalin bueno había sido contrapuesto al archivillano Trotsky, durante la “glásnost” ambos se convirtieron en personajes polémicos, pero en una perspectiva general Trotsky conservó la condición de una figura incluso más negativa y destructiva. Nuevos mitos remplazaron a los antiguos. Ahora se creía que Stalin había heredado (y asimilado) la mayor parte de sus ideas del propio Trotsky, y que le temía tanto que se embarcó en las sangrientas purgas de los años ‘30 sólo después de que Trotsky lo provocara en ese sentido. Tales especulaciones adquirían formas acentuadas no sólo en los nacionalistas extremos y los neoestalinistas, sino también, y a menudo, en miembros pertenecientes al centro del espectro político.


De acuerdo con la nueva mitología que apareció durante la “glásnost”, gran parte de la culpa del terror, los falsos procesos y las purgas corresponde a Trotsky, porque éste reclamó el exterminio físico de Stalin. “La revolución traicionada”, el libro de Trotsky que llegó a manos de Stalin a principios de 1937, fue una de las últimas gotas que colmaron el vaso. Una versión anterior de esta absurda teoría aparece en “Que la historia juzgue” de Roy Medvédev, publicado en la Unión Soviética en 1988. Allí dice: “Exactamente al principio de la década de los ‘30, los artículos de Trotsky no pedían el derrocamiento de Stalin. Por el contrario, Trotsky escribió que en las condiciones vigentes el derrocamiento del aparato burocrático estalinista acarrearía inevitablemente el triunfo de la contrarrevolución. Por consiguiente, recomendaba que sus partidarios se limitasen a la propaganda ideológica. Pero a mediados de la misma década, es decir, cuando comenzó la represión masiva, Trotsky y algunos de sus consejeros más cercanos aparentemente llegaron a la conclusión de que era necesario destruir al tirano Stalin. En ese momento, Stalin ordenó a la NKVD que preparase el asesinato de Trotsky”.
¿Cómo entender este género de afirmaciones? En primer lugar, la cronología no encaja. Los primeros ejemplares de “La revolución traicionada” aparecieron en mayo de 1937, e incluso si la NKVD hubiese trabajado noche y día en la traducción del libro, no podía haberlo entregado a Stalin en 1936 por la época de los primeros procesos. Ciertamente, en una publicación anterior, Volkogónov había afirmado que Stalin recibió el manuscrito traducido sólo a fines de 1937. Ignoramos la causa que lo indujo a modificar la cronología; pero sea cual fuere la razón, es imposible que el libro de Trotsky moviese a Stalin a adoptar su “desesperada decisión”. Pero esta versión entraña otro inconveniente: no hay en “La revolución traicionada” un enunciado, ni siquiera una sugerencia, en el sentido de que es necesario asesinar al tirano Stalin porque en su carácter de marxista ortodoxo, y a diferencia de Stalin, no creía en el terror individual. Trotsky jamás reclamó la eliminación física de Stalin ni se dedicó a ningún tipo de actividades que condujesen a ese fin.
Volkogónov afirma de Trotsky que fue “el gran maestro de la intriga”, pero en la práctica Trotsky rara vez se comprometió en intrigas, y para eso no era eficiente; era un aficionado novato comparado con Stalin. Si hubiese sido un conspirador más astuto, Stalin no habría podido desplazarlo con una desenvoltura tan desdeñosa. Había una diferencia fundamental entre él y Stalin: Trotsky tenía una personalidad autoritaria pero carecía de la mentalidad de un déspota oriental; tampoco era un paranoico inclinado al asesinato en masa. Por tanto, equiparar el trotskismo con el estalinismo es injusto y poco fiel a la historia, y el intento de explicar la campaña de terror por las “provocaciones” de Trotsky pertenece a la esfera de la fantasía.
Con el gobierno de Stalin las víctimas propiciatorias eran esenciales, y Trotsky un candidato ideal. Cuando Trotsky fue asesinado en México, en agosto de 1940, “Pravda” informó, con un retraso de tres días, que el “espía internacional” había sido muerto por uno de sus partidarios cercanos. Después, y durante décadas, no se supo más. Trotsky había sido Satán, y para preservar la continuidad, durante la “glásnost” continuó siendo hasta cierto punto un villano. Como dijo el patriarca en “Nathan el sabio” -la obra teatral escrita por Gotthold Lessing- después de escuchar todo tipo de pruebas que demostraban que Nathan era inocente: “No importa, el judío a la pira”. Cierto, la comparación entre Trotsky y el Nathan de Lessing, un hombre bueno y sabio, no es del todo satisfactoria. Pero sean cuales fueren los muchos pecados cometidos por Trotsky, nuestro sentido de equidad se rebela contra la tendencia a convertirlo en el villano principal en un grupo de santos encabezado por Lenin.

28 de diciembre de 2022

Trotsky revisitado (XCVIII). Memorias de un secretario (7)

Jean van Heijenoort: Mudanza, atentados y muerte

En noviembre de 1939 la vida de Jean Van Heijenoort dio un giro total. Trotsky le dijo que había estado muchos años a su sombra, que ya era hora de que viviese por sí mismo, y lo envió a estudiar la situación interna del Socialist Workers Party, el partido trotskista norteamericano. En Estados Unidos vivió en pensiones mientras fabricaba estanterías para libros y hacía reparaciones de plomería para mantenerse mientras preparaba su informe. Respecto a ese período, su amargura y cierto rencor fueron producto de la pasividad de la dirección del SWP la que, para él, sofocaba y paralizaba las condiciones elementales de funcionamiento de la IV Internacional. El 21 de agosto 1940, en las calles de Baltimore se enteró por los diarios del asesinato de Trotsky y se derrumbó. Si bien continuó participando en los debates del SWP y colaborando asiduamente en la prensa trotskista usando diferentes seudónimos (Karl Mayer, Marc Loris, Daniel Logan, Jean Rebel), en 1948 renunció a las actividades políticas. Antes publicó “The national question in Europe” (La cuestión nacional en Europa), “Revolutionary tasks under the nazi boot” (Las tareas revolucionarias bajo la bota nazi), “The european situation and our tasks” (La situación europea y nuestras tareas) y “How the Fourth International was conceived” (Cómo fue concebida la IV Internacional). Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, logró entrar en los cursos gratuitos de la State University of New York, donde se doctoró en Matemáticas y Lógica. Luego sería profesor emérito especializado en Historia y Filosofía de la Lógica Matemática en las universidades de Columbia, Brandeis, Harvard y Stanford. A todo esto, siguió clasificando y traduciendo los papeles de Trotsky, y logró que Harvard comprara esos miles de documentos y abriera un archivo sobre Trotsky. En el área de su especialidad, en 1967 publicó “Logic as calculus and logic as language” (La lógica como cálculo y la lógica como lenguaje) y “From Frege to Gödel. A Sourcebook in mathematical logic” (De Frege a Gödel. Un libro de consulta en lógica matemática), obras que le dieron una gran notoriedad entre los especialistas. Para concluir, se reproduce a continuación la séptima y última parte de los textos tomados de “Con Trotsky en el exilio. De Prinkipo a Coyoacán”.

Dejamos a Breton y regresamos a Coyoacán. Unos días después, reapareció. Se había repuesto bastante rápidamente. Salimos, finalmente, del impasse a propósito del manifiesto. Fue Breton el que dio el primer paso. Entregó a Trotsky algunas páginas escritas a mano, con su letra apretada. Trotsky dictó unas páginas en ruso, yo las traduje al francés y se las mostré a Breton. Después de nuevas conversaciones, Trotsky tomó el conjunto de los textos, los recortó, agregó palabras aquí y allá y pegó todo en un rollo bastante largo. Pasé a máquina el texto final en francés, traduciendo el ruso de Trotsky y respetando la prosa de Breton. El primero escribió un poco menos de la mitad del texto, el segundo un poco más. Dirigido a los artistas, el manifiesto fue publicado con las firmas de Breton y Rivera, aunque éste no hubiera participado en su redacción. El manifiesto llamaba a la creación de una Federación Internacional de Artistas Revolucionarios Independientes (FIARI). Fue traducido a varios idiomas y es bien conocido.
El último encuentro entre Trotsky y Breton, justo antes de la partida de éste para Francia, fue muy cálido. La guerra amenazaba y Breton iba tal vez a ser movilizado a su regreso a Francia. Eran los últimos días de julio. Estábamos en el patio lleno de sol de la casa azul de Coyoacán, en medio de los cactos, naranjos, buganvillas e ídolos, a punto de separarse, cuando Trotsky fue a buscar a su escritorio, el manuscrito común del manifiesto y se lo entregó a Breton. Éste estaba muy emocionado. De regreso a Francia, fue movilizado, como se había temido, pero solamente durante unas semanas. El 11 de noviembre de 1938 pronunció un vibrante discurso en el que describía su estadía en México. Ese discurso ha sido publicado.
La visita de Breton no había interrumpido la política revolucionaria. Se preparaba entonces la conferencia de la fundación de la IV Internacional. El 18 de julio nos llegó la noticia de la desaparición de Rudolf Klement. Su cuerpo decapitado fue encontrado en el Sena unos días más tarde. Era él quien tenía entre sus manos todo el trabajo administrativo del Secretariado Internacional. Por Zborowski, la GPU conocía exactamente el papel de Klement y había golpeado cuando comenzaba a prepararse la mencionada conferencia. Esta debía tener lugar en septiembre, en París. Siguiendo el ejemplo de Marx que ante las propuestas inesperadas de algunos de sus discípulos había declarado no ser “marxista”, Trotsky decía a veces que él no era “trotskista”. De hecho, era “trotskista” en todo, si se entiende por eso que tenía una preocupación constante por los problemas internos de los diferentes grupos trotskistas.
En la mayor parte de los casos, cada uno de esos grupos estaba dividido en dos o tres fracciones. Las luchas entre esas fracciones, sus alianzas y sus rupturas en el interior de un grupo o de un grupo al otro, todo eso le llevaba mucho tiempo. Consagraba a esas luchas de fracciones gran parte de su vida, de su energía y de su paciencia. El reproche que incansablemente Trotsky hacía a los grupos trotskistas era su composición social: demasiados intelectuales, no los suficientes obreros. “Pequeñoburgueses”, ésa es una acusación que aparece constantemente en sus escritos contra las personas y contra los grupos. Los dos únicos grupos sobre los que le escuché expresar una admiración sin reservas eran el de Charleroi, en Bélgica, compuesto por mineros, y el de Minneápolis, en los Estados Unidos, formado por camioneros.
Reconstruir el desarrollo de todas las luchas intestinas en las diversas secciones nacionales de la organización trotskista, constituiría un trabajo complejo y arduo. Sin embargo, sólo un estudio detallado y concreto que recreara las condiciones propias de cada situación, permitiría emitir un juicio sobre las decisiones de Trotsky en esas materias. Sin duda, el resultado aparente de los enormes esfuerzos que Trotsky desplegó en las cuestiones organizativas fue más bien pobre. No hay que olvidar las dificultades de esos años terribles. Las calumnias y las persecuciones estalinistas arreciaban. El dinero faltaba en un grado difícilmente imaginable y la falta de medios financieros paralizaba las tareas más simples.
Sin duda fue al desarrollo del trotskismo en Francia a lo que Trotsky dedicó los mayores esfuerzos. Unos meses después de su llegada a Turquía prestó una gran atención al periódico “La Vérité”, que entonces se fundaba. De 1929 a 1931, los conflictos entre Raymond Molinier, Pierre Naville y Alfred Rosmer le tomaron mucho tiempo. En Coyoacán, las novedades sobre la vida interna del grupo francés y, en particular, sobre el funcionamiento de su conducción nos llegaban, sobretodo, a través de Jean Rous, quien escribía bastante regularmente largas cartas. Un universitario norteamericano, Hubert Herring, organizaba seminarios de estudio en México. Una o dos veces por año, llevaba su pequeño grupo, de unas treinta personas, a Coyoacán. Durante una o dos horas, Trotsky respondía a sus preguntas. A cambio de eso, Herring había puesto a disposición de Trotsky una casa que tenía en Taxco. Cada dos o tres meses íbamos allí a pasar una semana o dos. La primera estadía de este tipo se hizo poco tiempo después de las sesiones de la comisión Dewey.


El Día de los Muertos en México es una fiesta popular y en los años ‘30 se celebraba todavía con más estruendo que en la actualidad. Ese día se desfilaba en las calles, en medio de los petardos, con esqueletos de cartón articulados. Los niños mordisqueaban dulces macabros, calaveras de azúcar rosa, tibias de malvavisco. El 2 de noviembre de 1938, a la tarde, Diego Rivera llegó a la casa de Coyoacán. Jocoso como un aprendiz que acaba de hacer una broma, traía a Trotsky una enorme calavera de dulce color violeta, en cuya frente había escrito, en letras de azúcar blanca, “Stalin”. Trotsky no dijo nada, hizo como si el objeto no estuviera allí. Cuando Rivera se fue, me pidió que la destruyera.
El grupo trotskista mexicano contaba con veinte o treinta miembros verdaderamente activos. A pesar de esa pequeña cantidad estaba dividido en fracciones. Una se reunía en torno a Octavio Fernández, otra, de Galicia. Rivera por lo general hacía bando aparte. Era también un miembro bastante particular. Mientras que los otros miembros de la organización eran jóvenes, maestros u obreros, con medios económicos muy reducidos, Rivera era una gloria nacional, la venta de sus cuadros le reportaba sumas bastante altas y era él quien a menudo subvenía a las necesidades financieras del grupo. Cuando se planteaba la cuestión de una acción cualquiera, por ejemplo la impresión de un cartel o la organización de un mitin, podía ya sea contribuir inmediatamente y de manera suficiente si estaba de acuerdo, y en el caso contrario, rezongando, imponer su voluntad. Una situación semejante conducía inevitablemente a tensiones en el interior del grupo. Hubiera sido preferible que Rivera se mantuviera al margen de la actividad cotidiana y sólo fuera un generoso simpatizante. Pero no, insistía mucho en participar en la vida interna del grupo.
La presencia de Trotsky en México no simplificaba las cosas. Los miembros activos del grupo, de cualquier fracción que fueran, nos ayudaban a asegurar la guardia durante la noche. Cada noche, dos o tres llegaban a la casa y se iban por la mañana. Trotsky conversaba con ellos cuando llegaban. Intervenía en las luchas de fracciones mediante consejos. Los militantes sentían esa presión constante sobre ellos. La situación en el interior del grupo era por lo tanto bastante caótica. El Secretariado Internacional y luego la Conferencia de fundación de la IV Internacional habían tenido que tomar decisiones a propósito de la sección mexicana. En dicha conferencia, se votó una resolución que ordenaba la reorganización de dicha sección. Se leía allí: “En lo que se refiere al camarada Diego Rivera, la Conferencia declara asimismo que teniendo en cuenta las dificultades surgidas en el pasado con este camarada en las relaciones internas de la sección mexicana, no formará parte la organización reconstituida; pero su trabajo y su actividad en relación con la IV Internacional quedarán bajo el control directo del Subsecretariado Internacional”.
Rivera no era hombre que aceptara sin protestar las decisiones tomadas de lejos, sin su participación directa. Los choques no podían sino ser constantes e inevitables. Trotsky tenía con Rivera conversaciones frecuentes sobre la actividad del grupo mexicano. Los consejos que le daba variaban con el tiempo. En el otoño de 1938, Trotsky sin duda había llegado a la conclusión de que Rivera debía mantenerse a cierta distancia de la actividad cotidiana del grupo. Hay que agregar que el trotskismo de Rivera era bastante relativo. Durante el transcurso de nuestras relaciones, muy a menudo declaró: “Yo, usted sabe, soy un poco anarquista”.
¿Cuáles fueron exactamente los sentimientos de Trotsky respecto de Rivera? Después de las ignominias del gobierno noruego, Trotsky evidentemente reconocía los esfuerzos que había hecho Rivera para conseguirle la visa mexicana (Rivera, enfermo, había hecho un largo viaje a través de México para ir a hablar directamente con Cárdenas, por entonces de gira). Estaba muy agradecido igualmente por la hospitalidad que Rivera le ofrecía en su casa azul de Coyoacán. Pero había más. Rivera fue con el que más calurosamente y con la mayor entrega llegó a hablar. Por cierto, había con Trotsky límites que la conversación no franqueaba jamás, pero esos encuentros con Rivera tenían una confianza, una naturalidad, una soltura que no se daba con ninguna otra persona. Que un artista de fama mundial se hubiera unido a la IV Internacional era algo que hacía feliz a Trotsky.
El malestar, con su entrecruzamiento de factores políticos y personales, comenzó a dibujarse en octubre de 1938, dos o tres meses después del regreso de Breton a Francia. En esas semanas, Rivera oscilaba entre actitudes opuestas. Un día quería ser secretario del grupo trotskista mexicano, él, el hombre menos dotado del mundo para ser secretario de lo que fuera. Al día siguiente, hablaba de renunciar al grupo e incluso a la IV Internacional y de consagrarse únicamente a la pintura. A mediados de diciembre, Trotsky fue a verlo a San Ángel. Al final de la entrevista, Rivera manifestó estar de acuerdo en no hablar de renuncia y se separaron aparentemente en buenos términos.


El incidente que encendió la pólvora fue una carta de Rivera a Breton, a fin de diciembre. En ella cuestionaba los “métodos” de Trotsky. Cuando Trotsky la leyó se produjo una explosión. Las quejas de Rivera contra los “métodos” de Trotsky se referían a dos pequeños hechos recientes. Después de la publicación del manifiesto Breton-Rivera se había formado en México un núcleo minúsculo de la FIARI que publicaba una revista, “Clave”. En una sesión de la redacción de esta revista, un joven mexicano, José Farrel, fue nombrado secretario. Rivera, que había asistido a la reunión, no objetó nada. En la carta a Breton calificaba este nombramiento de golpe de Estado, “amistoso y tierno” de Trotsky. Segundo punto, un artículo de Rivera, por decisión de última hora en la imprenta y sin que Trotsky lo supiera, había sido presentado como una carta a la redacción. Rivera atribuía la responsabilidad de este acto a Trotsky.
Trotsky pidió a Rivera que escribiera una nueva carta a Breton para rectificar los dos puntos. Rivera aceptó pero a último momento la suspendió. Era visible que atravesaba por una crisis emocional. Ante la negativa de Rivera a escribir una nueva carta a Breton, el tono se elevó. Se atravesó rápidamente las etapas sucesivas que, en una ruptura, van de la familiaridad a la hostilidad. No hubo más encuentros entre Trotsky y Rivera. Charles Curtiss, representante en México del Buró Panamericano de la IV Internacional, y yo, servíamos de intermediarios. No teniendo más que rendir cuentas políticas a Trotsky, Rivera se lanzó a una serie de combinaciones con diversos grupitos obreros, políticos o sindicales, que eran más o menos hostiles al trotskismo. Trotsky atacó con furia. Los puentes estaban cortados.
Después de la ruptura con Rivera, Trotsky no podía permanecer en la Casa Azul de Coyoacán. ¿Cómo encontrar, tan rápidamente, una nueva casa de renta módica y que satisficiera cierto número de condiciones bien precisas? Desde fines de febrero, Trotsky propuso a Rivera, por mi intermedio, pagarle una renta mientras yo buscaba una nueva casa. Rivera rechazó, luego aceptó, finalmente rechazó. Todo eso vino a sumarse a la acrimonia de la última fase de la ruptura. En marzo encontré una casa, en Coyoacán, de alquiler muy bajo, pero en muy mal estado. Esa casa, que se encontraba en la avenida Viena, bastante cerca de la que íbamos a dejar, no estaba habitada. Pertenecía a una familia de comerciantes de México, los Turati, a quienes les había servido de casa de campo. Los propietarios estuvieron contentos de alquilarla, aún a Trotsky. Tenía sus aspectos positivos: un número bastante grande de piezas, un jardín grande, bardas, alrededores fáciles de vigilar pues el barrio estaba por entonces bastante despoblado. Pero había que hacer algunos arreglos para ponerla en condiciones, tenía incluso algunos pisos hundidos. Era necesario también amueblarla.
Un joven trotskista mexicano, Melquíades, ayudado por otros, puso manos a la obra. Apenas en los primeros días de mayo pudimos mudarnos de la avenida Londres a la avenida Viena. El 5, Trotsky pasó de una casa a la otra. Trotsky se sintió bien en la nueva morada. Una vez puesta en condiciones, no dejaba de tener atractivo. Había espacio. La disposición de las habitaciones era tal que la parte de la casa en la que vivían Trotsky y Natalia estaba bien separada y podían tener intimidad. Trotsky comenzó a plantar cactos, se instalaron conejeras y era él quien se encargaba todas las tardes de cuidar los conejos.
En junio o julio de 1939, Trotsky me pidió que fuera a investigar a la Biblioteca Nacional de México a fin de encontrar textos sobre el siglo XVI y sus guerras de religión, así como sobre el fin del Imperio Romano. Según él, con esas épocas de quiebra histórica teníamos que comparar la nuestra. La declaración de la Segunda Guerra Mundial se produjo en septiembre. Recuerdo haber escuchado, con Trotsky, en una radio de onda corta, la noticia del primer ataque de un barco inglés por un submarino alemán. Todo eso tenía el aire de algo ya sabido. Se advertía en Trotsky el cansancio de ver que se repetía una catástrofe de la que ya había sido testigo en 1914, pero también la fe de que en unos pocos años la guerra llevaría a la revolución socialista.
En octubre se decidió mi partida a los Estados Unidos. Dejé la casa de Coyoacán el 5 de noviembre a la madrugada. La víspera, por la noche, tuve mi último encuentro con Trotsky. Hablamos de la situación en el grupo trotskista norteamericano. Ese grupo atravesaba por una crisis profunda; estaba dividido entre una mayoría, agrupada en tomo a Cannon, y una oposición dirigida por Shachtman y Burnham. Trotsky temía que Cannon, del que era solidario políticamente, tuviera tendencia a reemplazar el esclarecimiento de desacuerdos políticos por medidas organizativas, forzando la expulsión de la minoría. “Hay que contener a Cannon en el plano organizativo y empujarlo en el plano ideológico”, me dijo. Un poco lo que me había pedido que comunicara a Raymond Molinier en agosto de1933. Es esa última conversación Trotsky no me daba ciertamente “directivas”, me explicaba cómo veía él la situación y en qué dirección debía actuar, según mis medios. Todo eso, por otro lado, había sido desbordado por los acontecimientos. Cuando llegué a Nueva York, la escisión ya era un hecho. Yo mantenía una correspondencia regular con Trotsky, le daba informaciones sobre lo que veía en el grupo norteamericano después de la escisión.


En la madrugada del 25 de mayo de 1940 Trotsky sufrió el primer atentado en Coyoacán encabezado por David Alfaro Siqueiros, un pintor mexicano que Stalin conocía personalmente, quien, después de haber combatido durante la Guerra Civil española, había regresado a México en donde se había convertido en uno de los organizadores del Partido Comunista Mexicano. “Aparte de Trotsky, no hay ninguna otra figura importante en el movimiento trotskista. Si eliminamos a Trotsky, todo peligro desaparecerá” había dicho Stalin por aquel entonces. Después de haberse aguantado, en medio de la noche, los disparos de los asesinos conducidos por Siqueiros, y mientras esperaba la llegada de la policía mexicana, Trotsky hizo exactamente lo mismo que había hecho tras el incendio de la casa Izzet Pashá en Prinkipo, durante la noche del 28 de febrero al 1 de marzo de 1931. Se sentó a la mesa y se puso a escribir. Dictar o empuñar la pluma, eran para él medios de conservar su equilibrio moral.
El futuro asesino, Ramón Mercader, teledirigido por la GPU, se ligó en París con una joven trotskista norteamericana, Sylvia Ageloff, y se convirtió en su amante. Ésta había sido bien elegida, pues tenía una hermana, Ruth Ageloff, por quien Trotsky tenía mucha simpatía. Ruth había estado en México en el momento de las sesiones de la comisión Dewey. Nos había ayudado mucho, traduciendo, escribiendo a máquina, buscando documentos. Trotsky conservaba de ella un excelente recuerdo y una hermana de Ruth no podía sino ser bien recibida por él y por Natalia.
Agosto de 1940. Vivo en Baltimore, donde enseño francés. El 21 por la mañana estoy en la calle. La pila de “New York Times” está sobre la acera. Echo un vistazo a los titulares. Está allí, en medio de la página: “Trotsky, wounded by ‘friend' in home, is believed dying” (Trotsky, herido por un 'amigo' en su casa, se cree que agoniza). Deambulo por las calles, luego, espero las noticias de la radio. Una voz anuncia: “León Trotsky died today in México City” (León Trotsky murió hoy en la ciudad de México). Todo se confunde. Después de la muerte de Trotsky milité durante siete años en el movimiento trotskista. En 1948, las concepciones marxistas-leninistas sobre el papel del proletariado y su capacidad política me parecieron cada vez más en desacuerdo con la realidad. Fue también en ese momento cuando conocieron, quienes no querían cerrar los ojos ni taparse los oídos, toda la amplitud del universo concentracionario estalinista.

27 de diciembre de 2022

Trotsky revisitado (XCVII). Memorias de un secretario (6)

Jean van Heijenoort: Los trajines legales y artísticos en Coyoacán

Desde su llegada a México, Jean van Heijenoort se dedicó a revisar, clasificar y traducir los papeles de Trotsky con el fin de utilizarlos como pruebas ante la comisión Dewey. En buena medida, la defensa de Trotsky ante la “Comisión de Investigación de los cargos hechos contra León Trotsky en los Juicios de Moscú” resultó exitosa gracias a su trabajo. El informe final de la Comisión, tras probar la falsedad de las acusaciones, concluyó: “Por lo tanto decidimos que los Juicios de Moscú son un fraude. Por lo tanto decidimos que Trotsky y Sedov son inocentes”. Luego de este suceso, se convirtió en el hombre de mayor confianza de Trotsky. En pocos meses logró construir una sólida red de relaciones con la prensa, con el mundo político y con gran cantidad de personalidades mexicanas. También jugó un rol significativo en las relaciones y encuentros que Trotsky mantuvo con los pintores Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco y André Breton. Con éste escribió el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente”, una particular proclama que reivindicaba la libertad total en el arte surgida de un líder revolucionario y un referente surrealista aunados por su oposición común al nazismo y al estalinismo. Por otro lado, la llegada de Trotsky a México despertó una campaña de oposición a su derecho de asilo, la que fue comandada por el Partido Comunista Mexicano (PCM) y la Central de Trabajadores de México (CTM), ambos estalinistas. Cuando no lograron su propósito orquestaron una feroz campaña de calumnias. Los recuerdos de Jean van Heijenoort reflejan fielmente las vicisitudes que atravesó Trotsky en Coyoacán, y recrean detalladamente la atmósfera en la que vivía y trabajaba en esos años de exilio. Lo que sigue es la sexta parte de los fragmentos extraídos de “Con Trotsky en el exilio. De Prinkipo a Coyoacán”.

 
A comienzos de febrero pasamos con Hidalgo dos o tres semanas en la casa de campo de Bojórquez cerca de Cuernavaca. Era también un alto funcionario, amigo de Hidalgo. Las relaciones entre Trotsky y él eran corteses, pero nada más. Durante esa estadía en la residencia de Bojórquez fuimos a pasar el día a casa de Mújica, el secretario de Comunicaciones y Obras Públicas; de hecho, era el amigo y colaborador más cercano de Cárdenas. Un encuentro entre Trotsky y Cárdenas, jefe del Estado, era imposible, pero no así una reunión con Mújica, que de cierta manera se hizo en lugar de la reunión con Cárdenas. La conversación fue amistosa y animada. Se habló de México, sobre todo de sus problemas económicos y sociales, pero sin tocar temas políticos inmediatos. Los trotskistas norteamericanos habían organizado, para el 16 de febrero, un mitin en una gran sala de Nueva York, el Hipódromo. Trotsky debía hablar por teléfono desde México, en ruso y en inglés. Al final de la tarde estábamos, Trotsky, Natalia y yo, en una piecita del edificio de la compañía de teléfonos de México. Un micrófono había sido instalado en el medio de la pieza y un ingeniero había dado instrucciones a Trotsky sobre la forma de hablar. Nos quedamos allí varias horas. Por momentos, la comunicación con Nueva York parecía establecerse, pero luego inmediatamente se cortaba. Finalmente hubo que abandonar la idea.
En Nueva York, Max Shachtman sacó de su bolsillo el texto en inglés del discurso de Trotsky enviado como medida de precaución unos días antes y lo leyó al auditorio. Las comunicaciones telefónicas, evidentemente, no tenían en 1937 la calidad que tienen hoy en día. Pero estábamos, después de todo, en la central de teléfonos misma, rodeados de ingenieros. No hay en mi espíritu la menor duda de que la comunicación fue saboteada en alguna parte, ya sea por agentes rusos, o por las autoridades norteamericanas.
Desde el mes de febrero Trotsky había reclamado la formación de una comisión investigadora internacional para examinar las acusaciones lanzadas contra él y su hijo en los procesos de Moscú. El proyecto dio un gran paso adelante cuando John Dewey, el filósofo norteamericano, aceptó formar parte de esa comisión e incluso ser su presidente. Además de seis norteamericanos, la comisión comprendía un francés (Alfred Rosmer), dos alemanes (OttoRühle y Wendelin Thomas), un italiano (Cario Tresca) y un mexicano (Francisco Zamora). Suzanne La Follette fue extremadamente activa y diligente como secretaria de la comisión. Una subcomisión vino a México a oír la declaración de Trotsky y a interrogarlo. Las audiencias de esta subcomisión se realizaron del 10 al 17 de abril en el salón de la casa de avenida Londres, arreglado para la ocasión. Había unos cuarenta asientos para los periodistas y el público y todo eso planteaba grandes problemas de seguridad.


Las audiencias de la subcomisión significaron, para quienes estaban alrededor de Trotsky, largas jornadas de trabajo. Legajos que habían pasado por Alma Ata y Prinkipo fueron abiertos por primera vez desde la partida de Moscú. Había que leer todo para encontrar, aquí y allá, un documento útil. Docenas de declaraciones, reunidas a través del mundo, concernían a los puntos del proceso cuya falsedad se podía demostrar. A menudo había que obtener declaraciones de personas que habían sido siempre, o se habían vuelto adversarios políticos de Trotsky; había que traducirlas, hacerlas comprensibles al público y en particular a los miembros de la comisión. Había que aclarar, explicar, coordinar innumerables puntos de detalle. Inútil decir que no hubo, en todo este trabajo, ninguna adulteración, ningún disimulo, ni el menor dedazo a la balanza.
Fueron semanas de actividad febril en la casa de Coyoacán. Cada mañana, toda la gente de la casa se reunía en el estudio de Trotsky, donde se repartían las tareas. Se sentía revivir en Trotsky al organizador que había sido en los años de la revolución. Hacia el final de los trabajos, durante un alto en la sesión, Trotsky y Dewey se encontraban en el patio. “Si todos los marxistas fueran como usted, señor Trotsky, yo sería marxista” dijo Dewey. A lo que retrucó Trotsky: “Si todos los liberales fueran como usted, señor Dewey, yo sería liberal”. La vivacidad del intercambio fue notable, pero no podía dejar de encubrir cierta dosis de diplomacia. Trotsky tenía en ese momento respeto por el empuje y la fuerza del carácter de Dewey. Pero cuando unos meses más tarde, luego de oír por la radio el veredicto de la comisión de investigación, Dewey agregó algunas palabras personales sobre el bolcheviquismo, Trotsky se puso furioso.
A fines de septiembre llegó un nuevo norteamericano, Joseph Hansen. Al día siguiente, o quizás el día mismo de su llegada, teníamos que ir de visita a casa de la familia Fernández, que vivía en un suburbio de México. Era una familia mexicana cuyos tres hijos eran miembros del grupo trotskista mexicano. Todos los miembros de la familia tenían mucho afecto a Trotsky y a Natalia. A Trotsky le gustaba estar con ellos. Al día siguiente de esa visita, fue necesario que volviéramos a casa de Fernández. Dos visitas en dos días, era más bien extraordinario, pero en fin eso fue lo que sucedió. Joe, de hecho, se convirtió, de todos los norteamericanos que vinieron a vivir a Coyoacán, en el que mejor se entendió con Trotsky y por el que Trotsky tuvo más estima.
La casa de la avenida Londres, con su patio, sus jardines y sus dependencias, formaba un rectángulo exacto. Dos de los lados de ese rectángulo se encontraban sobre dos calles paralelas, avenida Londres y avenida Berlín. Un tercer lado se encontraba sobre una calle perpendicular a las mencionadas, la calle Allende. Las ventanas que daban a esas calles habían sido clausuradas; las habían obturado con grandes bloques de adobe mexicano. En cuanto al cuarto lado, colindaba con otra propiedad. A lo largo de todo ese costado había un muro bastante alto. Pero eso era más bien un inconveniente porque no podíamos observar lo que pasaba del otro lado de ese muro, por lo demás bastante cercano al dormitorio de Trotsky y Natalia. Ése era un motivo constante de inquietud para Diego Rivera y para mí.
La inquietud de Trotsky se inclinaba hacia otra dirección. A fin de 1937, la campaña de injurias y de amenazas que los estalinistas mexicanos habían organizado contra él se hacía cada vez más virulenta. Trotsky temía un ataque contra la casa, de frente, por la esquina de la avenida Londres y la calle Allende, llevado a cabo por cientos de asaltantes. El ataque se disfrazaría de manifestación política y terminaría en un atentado contra él. Un día, me presentó su plan. Había que dejar permanentemente una escala apoyada contra el muro, en el extremo derecho del segundo patio, sobre la avenida Berlín. En aquella época esa calle no era más que un prado. Por la noche, estaba mal iluminada o, quizás, ni siquiera iluminada. No se veía, desde afuera, que nuestra casa se extendía hasta allí. En caso de ataque, Trotsky apoyaría esa escala contra el muro, saldría solo y sin que lo vieran, e iría rápidamente a pie a refugiarse a pocas cuadras en la casa de una joven mexicana que conocíamos.
Algunos indicios de idas y venidas hicieron que Diego Rivera y yo viéramos como cada vez más sospechosa la casa de al lado. Rivera, dando prueba de una gran generosidad, decidió comprarla, pero las formalidades iban a durar algunas semanas. Esas semanas eran peligrosas, pues si realmente había en preparación un atentado, los agentes iban a apresurarse a ejecutarlo antes de que se les escapara la casa de las manos. Finalmente nos quedamos con el siguiente plan: hasta que no nos entregaran la casa vecina, Trotsky iría a vivir a casa de Antonio Hidalgo, en las Lomas de Chapultepec, uno de los barrios más hermosos de México. Haríamos, además, todo lo posible por disimular la ausencia de Trotsky de la casa de Coyoacán.


El 13 de febrero de 1938 llegamos a la casa de Hidalgo que era muy confortable. Hidalgo y su mujer llenaban de atenciones a Trotsky. En Coyoacán, Natalia había puesto en la cama algunas almohadas que simulaban el cuerpo de Trotsky; Alexandra Sokolóvskaya había recurrido a la misma astucia treinta y cinco años antes, cuando Trotsky había huido de Siberia. Las criadas eran mantenidas lejos de la habitación y Natalia iba de tanto en tanto a buscar té a la cocina para un Trotsky presuntamente enfermo. En casa de Hidalgo, Trotsky leía y escribía. El contacto entre Coyoacán y Chapultepec se hacía ya a través de Hidalgo o de mí.
Esa era nuestra vida cuando nos llegó la noticia de la muerte de Liova, el 16 de febrero. Con la diferencia horaria, la noticia llegó a Coyoacán cuando terminaba el almuerzo. Creo que fue el representante de una de las grandes agencias de prensa norteamericanas quien nos la dio por teléfono. Joe Hansen y Rae Spiegel estaban conmigo en la casa. Decidimos no decir nada a Natalia, no dejarle ver los diarios de la tarde y no dejar que atendiera el teléfono. Partí a buscar a Rivera a su casa de San Ángel y fuimos a Chapultepec. Cuando entramos a la pieza en la que estaba Trotsky, Rivera se adelantó y le anunció la noticia. Trotsky, con el rostro endurecido, preguntó. “¿Natalia lo sabe?”. “No”, dijo Rivera. Trotsky replicó: “Yo mismo se lo diré”. En Coyoacán se encerró inmediatamente con Natalia en su habitación. De nuevo fue la reclusión que yo había conocido en Prinkipo, cuando la muerte de Zina. Por la puerta ligeramente entreabierta les pasábamos té.
El 18, a la una de la tarde, Trotsky me entregó unas hojas, escritas con su letra en ruso, que me pidió hiciera pasar a máquina, traducir y distribuir a los periodistas. En esas líneas reclamaba una investigación sobre las circunstancias de la muerte de su hijo. Cuando días después de su reclusión Trotsky volvió a su despacho, se puso a escribir el folleto bien conocido sobre León Sedov. Poco antes de irse a la casa de Hidalgo, había terminado el manuscrito de su largo artículo, “Su moral y la nuestra”, y le había puesto la fecha, 10 de febrero. Cambió esa fecha al 16 y le agregó una postdata. Liova había dejado, al morir, gran cantidad de papeles en su departamento de la calle Lacretelle. A Trotsky los papeles le correspondían por todos los derechos, escritos o morales. La policía francesa, pensaba, sólo buscaba la ocasión de poder meter la nariz en esos papeles; la GPU también, por otro lado.
Fue en esa época cuando supimos que André Breton iba a venir a México a dar unas conferencias, enviado por el Ministerio de Relaciones Exteriores. Trotsky me pidió que le procurara libros de Breton; no había leído nada suyo. Como el tiempo urgía, decidí hacerlos traer de Nueva York, en lugar de pedirlos a París. A fin de abril llegaron el “Manifiesto del surrealismo”, “Nadja”, “Los vasos comunicantes” y una o dos obras más. Abrí las páginas de los que estaban nuevos y se los llevé a Trotsky. Los apiló lejos, en una esquina de su escritorio, donde quedaron algunas semanas. Tengo la impresión de que los hojeó, pero que no los leyó ciertamente de punta a punta.
Cuando Breton llegó a México, en la segunda mitad de abril, lo fui a ver. Almorzamos en un restaurante mexicano tradicional. Breton parecía muy contento de estar en México, todo lo maravillaba. Conmigo se mostraba muy afectuoso. El 29 de abril de 1938, yo escribí a Pierre Naville: “Breton está aquí desde hace algún tiempo, maravillado por el país, por las pinturas de Diego y por todo lo que hay de magnífico en este país. La contraparte es que asiste a banquetes en recepciones oficiales, qué está asediado por una enorme multitud de personas”. Unos días después, es decir en los primeros días de mayo, fui a buscar a México a Bretón para llevarlo a Coyoacán. El propio Breton ha descrito ese primer encuentro con Trotsky y Natalia. Se habló del trabajo de la comisión investigadora sobre los procesos de Moscú en París, de la actitud de Gide, de la de Malraux. Se intercambiaron noticias, pero no se abordaron temas importantes. La segunda entrevista tuvo lugar el 20 de mayo.


Apenas nos habíamos instalado en el estudio de Trotsky, él se lanzó bastante rápidamente, y sin mayores miramientos, como si se hubiera preparado, en una defensa de Zola. Pretendía considerar al surrealismo como una reacción ante el realismo, en el sentido estrecho y específico de la concepción que había tenido Zola de la literatura. Dijo: “Cuando leo a Zola, descubro cosas nuevas que no conocía, penetro en una realidad más vasta. Lo fantástico, es lo desconocido”. Breton, bastante sorprendido, se puso tenso. Erguido, apoyado en el respaldo de su silla, dijo: “Sí, sí, sí, estoy perfectamente de acuerdo, hay poesía en Zola”. Trotsky continuó: “Usted invoca a Freud pero, ¿no es para una tarea contraria? Freud hace surgir al inconsciente en lo consciente. ¿No quiere usted ahogar lo consciente por el inconsciente?”. Breton respondió: “No, no, evidentemente que no”. Luego hizo la inevitable pregunta: “¿Freud es compatible con Marx?”. Trotsky respondió: “¡Oh! usted sabe… Esas son cuestiones que Marx no había estudiado. Para Freud, la sociedad es un absoluto, excepto quizás en ‘El porvenir de una ilusión’; ella asume la forma abstracta de la coacción. Hay que penetrar en el análisis de esa sociedad”.
La reunión se distendió. Se habló de las relaciones entre el arte y la política. Trotsky emitió la idea de crear una federación internacional de artistas y escritores revolucionarios, que contra balancearía las organizaciones estalinistas. Estaba claro: él tenía un plan en la cabeza desde que se había anunciado la venida de Breton a México. Se empezó a hablar de un manifiesto, Breton declaró estar de acuerdo para presentar el proyecto. Luego, los encuentros ya no fueron en el despacho de Trotsky sino excursiones en común, picnics en el campo mexicano.
El viaje de Breton a México había provocado reacciones de odio por parte de los estalinistas. Breton mismo habla de las maquinaciones dirigidas contra él en su discurso del 11 de noviembre de 1938. Su primera conferencia debía tener lugar en el Palacio de Bellas Artes. Trotsky estaba inquieto; pensaba que un grupo de estalinistas mexicanos podía perfectamente sabotearla. Me pidió que organizara un servicio de orden discreto. Me puse de acuerdo con los miembros del grupo trotskista mexicano para que, sin hacerse notar, se situaran en lugares estratégicos. No ocurrió nada enojoso. Pero el hecho de que Trotsky no hubiera vacilado en apelar a los miembros de un grupo político para asegurar la protección de una conferencia literaria de Breton, muestra toda su buena voluntad hacia él.
Poco después Trotsky comenzó a apurar a Breton para que le presentara el proyecto de manifiesto. Breton, con el aliento encendido de Trotsky en la nuca, se sentía paralizado y no podía escribir. Se creó así una situación en la que Trotsky venía a desempeñar el papel de maestro de escuela ante un Breton alumno recalcitrante que no había hecho su tarea. Breton estaba acongojado. La situación se arrastraba, y él se sentía completamente paralizado.
En junio tuvo lugar un viaje a Guadalajara. Diego Rivera estaba allí, pintando, y nosotros debíamos ir a encontrarnos con él. Llegamos y descendimos en un hotel.  Una vez que estuvimos instalados, lo primero que Trotsky me pidió fue que arreglara una entrevista con Orozco, quien entonces vivía en Guadalajara. Rivera y Orozco eran en esa época los pintores más célebres de México. No eran enemigos; no obstante, por su carácter, sus gustos, su modo de vida, el estilo de pintura, se situaban en dos polos opuestos. Orozco era un introvertido atormentado mientras que Rivera era un extrovertido jovial. El hecho mismo de ser los dos más grandes pintores del país no podía sino crear entre ellos una especie de rivalidad, tenían entre sí pocas relaciones personales, o ninguna. Lo que Trotsky me pedía tenía un sentido bien claro: quería establecer cierta distancia respecto del grupo Rivera-Breton. Fui entonces a ver a Orozco, quien me recibió en su estudio y arreglé la cita. Lo vimos al día siguiente o a los dos días. La conversación fue agradable, pero no tuvo la vivacidad ni la calidez que tenían frecuentemente los encuentros entre Trotsky y Rivera.
A principio de julio se decidió ir a pasar unos días a Pátzcuaro, en el Estado de Michoacán. La pequeña ciudad de Pátzcuaro era entonces apacible y encantadora. Al deambular por sus calles de piedra y por sus plazas silenciosas, uno se creería en el siglo XVII. El hotel que elegimos era en realidad una gran casa antigua con una decena de habitaciones y un jardín cubierto de flores. Después de las excursiones del día, por la noche había pláticas sobre arte y política. Se habló incluso de publicar esas conversaciones con el título “Las charlas de Pátzcuaro”, firmadas por Bretón, Rivera y Trotsky. En la primera velada fue sobre todo Trotsky el que habló. La tesis que desarrolló era que en la futura sociedad comunista el arte se disolvería en la vida. No habría más danza, ni bailarines, ni bailarinas, sino que todos los seres se desplazarían de una manera armoniosa. La discusión fue remitida a la siguiente velada y Trotsky se retiró bastante temprano, según su costumbre.
No hubo segunda sesión. Breton se enfermó. Tuvo fiebre y se le produjo una crisis de afasia. El 10 de julio Trotsky recibió la visita de un grupo de maestros de los alrededores. Se habían enterado que él estaba allí y habían venido a conversar. Se habló de las tareas y de los problemas del maestro rural. Trotsky comparó México con Rusia. Al final de esa conversación escribió a lápiz una nota breve en ruso sobre ese tema. La traduje al español y el texto fue enviado a los visitantes, que la publicarían en un pequeño periódico, “Vida”, órgano de los maestros de Michoacán.