19 de noviembre de 2021

Thomas Piketty: “Es erróneo asumir que la libre competencia de los actores económicos es suficiente para conducirnos como por milagro a la armonía social y universal. La desigualdad no es algo natural, es un fenómeno estructural del capitalismo que concentra la riqueza”

Thomas Piketty (1971) es un economista francés reconocido internacionalmente por sus trabajos teóricos sobre la desigualdad económica. Nacido en Clichy, estudió Economía en la École Normale Supérieure de París. En 1993 obtuvo su doctorado en la parisina École des Hautes Études en Sciences Sociales y en la londinense London School of Economics con una tesis sobre la teoría de la distribución de la riqueza, estudio que fue premiado como la mejor tesis del año por la Association Française de Science Économique. Luego, durante dos años, fue profesor asistente de Economía en el Massachusetts Institute of Technology de Estados Unidos, para regresar luego a su país natal e incorporarse como investigador en el Centre National de la Recherche Scientifique. Más tarde, en el año 2000, ingresó como director de investigación en la École des Hautes Études en Sciences Sociales y, en 2006, pasó a la École d'Économie de París como profesor. Para Piketty, los beneficios de la riqueza crecen en una proporción mucho más rápida que la economía en su conjunto, y la acumulación de esa riqueza en pocas manos empuja a las sociedades hacia la oligarquía. Sostiene que la desigualdad no es un asunto tecnológico o económico sino ideológico y político, y su aumento es una condición intrínseca del capitalismo. También manifiesta que los gobiernos tienen la obligación de actuar de forma coordinada para evitar la fuga de capitales hacia los llamados paraísos fiscales, y propone una serie de medidas para disminuir la cada vez mayor desigualdad socioeconómica que predomina en el mundo. Una de sus principales propuestas está vinculada con la progresividad fiscal, la cual propone alcanzar a través de impuestos a la propiedad, a la herencia y al ingreso, además de otro tipo de gravámenes a la emisión de carbono de acuerdo con el tamaño de las industrias. Entre los ensayos de su autoría cabe mencionarse “Introduction à la théorie de la redistribution des richesses” (Introducción a la teoría de la redistribución de la riqueza), “L'economie des inégalités” (La economía de las desigualdades), “Le capital au XXIème siècle” (El capital en el siglo XXI) y “Capital et idéologíe” (Capital e ideología). Elogiado por unos, cuestionado por otros, este economista francés se ha convertido en uno de los autores más influyentes en los círculos políticos y académicos de buena parte del mundo. Lo que sigue es un resumen editado de las entrevistas que concediera a Hernán Gómez Bruera y a Nikolaos Gavalakis, publicadas en las revistas “Este País” (México) y “Nueva Sociedad” (Argentina) en agosto y diciembre de 2020 respectivamente.


Uno de los principales argumentos de su libro “Capital e ideología” es que “la desigualdad es una ideología”. La desigualdad no es un proceso natural, sino que se funda en decisiones políticas. ¿Cómo llegó a esa conclusión?

En mi libro, el término “ideología” no tiene una connotación negativa. Todas las sociedades necesitan la ideología para justificar su nivel de desigualdad o una determinada visión de lo que es bueno para ellas. No existe ninguna sociedad en la historia donde los ricos digan “somos ricos, ustedes son pobres, fin del asunto”. No funcionaría. La sociedad se derrumbaría inmediatamente. Los grupos dominantes siempre necesitan inventar narrativas más sofisticadas que dicen “somos más ricos que ustedes, pero en realidad eso es bueno para la organización de la sociedad en su conjunto, porque les traemos orden y estabilidad”, “les brindamos una guía espiritual”, en el caso del clero o del Antiguo Régimen, o “aportamos más innovación, productividad y crecimiento”. Por supuesto, estos argumentos son claramente interesados, guardan algo de hipocresía. En el libro, investigo la historia de lo que llamo regímenes de desigualdad, que son sistemas de justificación de distintos niveles de desigualdad. En la práctica, el cambio histórico proviene de las ideas e ideologías en pugna y no solo del conflicto de clases. Existe esta vieja concepción marxista de que la posición de clase determina por completo nuestra visión del mundo, nuestra ideología y el sistema económico que deseamos, aunque en verdad es mucho más complejo que eso, porque para una posición de clase dada existen distintas formas de organizar el sistema de las relaciones de propiedad, el sistema educativo y el régimen impositivo. Existe cierta autonomía en la evolución de la ideología y de las ideas.

Aun así, en las democracias el pueblo decide colectivamente a través del voto vivir en ese tipo de sociedades desiguales. ¿Por qué?

En primer lugar, es difícil determinar el nivel exacto de igualdad o desigualdad. La desigualdad no siempre es mala. La gente puede tener objetivos muy diferentes en su vida. Algunos valoran mucho el éxito material, mientras que otros tienen otro tipo de metas. Alcanzar el nivel adecuado de igualdad no es algo sencillo. Cuando digo que los factores determinantes de la desigualdad son ideológicos y políticos no quiero decir que deban desaparecer y que mañana tengamos una igualdad completa. Creo que deberíamos tener un acceso más igualitario a la propiedad y a la educación y que deberíamos continuar en esa dirección. Hemos aprendido que la historia es un proceso no lineal. Con el tiempo avanzamos hacia una mayor igualdad y esto es lo que también ha creado una mayor prosperidad económica en el siglo XX. Sin embargo, también ha habido reveses. Por ejemplo, el colapso del comunismo produjo una desilusión sobre la posibilidad de establecer un sistema económico alternativo al capitalismo, y esto explica en gran medida el aumento de la desigualdad desde finales de la década de 1980. Pero hoy día, treinta años más tarde, comenzamos a darnos cuenta de que tal vez hemos ido demasiado lejos en aquella dirección. Entonces, comenzamos a repensar cómo cambiar el sistema económico. El nuevo desafío introducido por el cambio climático y la crisis medioambiental también ha puesto el foco en la necesidad de cambiar el sistema económico. Se trata de un complejo proceso en el que las sociedades intentan aprender de sus experiencias. A veces se olvidan del pasado lejano, reaccionan de manera exagerada y avanzan demasiado lejos en una dirección. Pero me parece que si ponemos la experiencia histórica sobre la mesa -y ese es el objetivo del libro- podemos entender mejor las lecciones y experiencias positivas del pasado.

Usted dice que la desigualdad deriva en nacionalismos y populismos. En Alemania y en otros países, los partidos de derecha están en alza. ¿Por qué la derecha suele tener más éxito que la izquierda?

La izquierda no se ha esforzado por proponer alternativas. Después de la caída del comunismo, la izquierda ha atravesado un largo periodo de desilusión y desánimo que no le ha permitido presentar alternativas para modificar el sistema económico. El Partido Socialista en Francia o el Partido Socialdemócrata en Alemania no han intentado realmente cambiar las reglas del juego en Europa tanto como debieran haberlo hecho. En algún momento aceptaron la idea de que el libre flujo de capital, la libre circulación de bienes y servicios y la competencia por los mercados entre países eran suficientes para lograr la prosperidad y que todos nos beneficiemos de ella. Pero, en cambio, lo que hemos visto es que esto ha beneficiado principalmente a los sectores con un elevado capital humano y financiero y a los grupos económicos con mayor movilidad. Los sectores bajos y medios se sintieron abandonados. También hubo partidos nacionalistas y xenófobos que propusieron un mensaje muy simple: vamos a protegerlos con las fronteras del Estado-Nación, vamos a expulsar a los migrantes, vamos a proteger su identidad como europeos blancos, etc. Por supuesto, al final esto no va a funcionar. No se reducirá la desigualdad ni se resolverá el problema del calentamiento global. Pero dado que no existe un discurso alternativo, una gran parte del electorado se desplazó hacia estos partidos. Aun así, una gran parte incluso más grande del electorado decidió quedarse en casa. Simplemente no votan, no debemos olvidar eso. Tenemos un nivel muy reducido de participación, especialmente entre los grupos socioeconómicos más bajos, los cuales están a la espera de una plataforma política o una propuesta concreta que realmente pueda cambiar sus vidas.

En su país natal, Francia, el impuesto al carbono derivó en la protesta de los “chalecos amarillos”. ¿Cuál fue en este caso el error de cálculo político?

Para que los impuestos sobre el carbono sean aceptables, deben ir acompañados de la justicia tributaria y fiscal. En Francia, el impuesto al carbono solía ser bien aceptado y se aumentaba año tras año. El problema es que el gobierno de Macron utilizó los ingresos fiscales del impuesto sobre el carbono para hacer un enorme recorte de impuestos para el 1% más rico de Francia, suprimiendo el impuesto sobre la riqueza y la tributación progresiva sobre las rentas del capital, los intereses y los dividendos. Esto enervó a la gente porque se le dijo que la medida era para la lucha contra el cambio climático pero, de hecho, fue sólo para hacer un recorte impositivo a aquellos que financiaron su campaña política. Así es como se destruye la idea de los impuestos sobre el carbono. Uno debe ser muy cuidadoso en Alemania porque también puede haber muchos sentimientos negativos, especialmente en los grupos socioeconómicos más bajos. Para que un impuesto al carbono funcione, tiene que incluir los costos sociales y debe ser aceptado por el conjunto de la sociedad.

Algunos creen que las desigualdades son inevitables, incluso necesarias. ¿Qué les dice usted en este libro a quienes piensan así? ¿En qué casos las desigualdades son particularmente dañinas para nuestras sociedades?

Lo que les diría es que tenemos que observar la evolución de la desigualdad en las distintas sociedades a lo largo de la historia. Lo que se puede percibir al hacerlo es que existe una gran variedad de evoluciones a lo largo del tiempo. En cada periodo histórico hay distintos grupos dominantes que tratan de hacer parecer la desigualdad como algo natural, como si fuera la única forma posible de organización social. En realidad, esto no es lo que se observa a lo largo de la historia. Por el contrario, lo que vemos es que hay una gran diversidad de formas de organización y que estas pueden cambiar de manera muy rápida, especialmente cuando se gestan movilizaciones políticas y cambios ideológicos. En el siglo XX, después de la Gran Depresión, hubo una gran transformación del sistema tributario con el surgimiento de la progresividad fiscal, incluyendo una forma muy específica del mismo que se dio entre los años ‘20 y los años ‘70 en los Estados Unidos y que transformó por completo los niveles de desigualdad. Durante ese periodo se dio el surgimiento de los Estados de bienestar y de la seguridad social. Lo que a fin de cuentas pretendo demostrar en esta obra es que, en el largo plazo, esta transformación ha llevado a la reducción de la desigualdad, en conjunto con la prosperidad económica. El mensaje optimista que intento dar, a fin de cuentas, es que, en el largo plazo, la prosperidad económica es resultado de la reducción de la desigualdad y, particularmente, de la inversión en un sistema educativo relativamente inclusivo e igualitario. Si observamos algunos de los países más exitosos durante el siglo XX, por ejemplo, el liderazgo económico de Estados Unidos en gran medida dependía de que este país era también un líder en el terreno educativo; lo fue al menos hasta épocas recientes. En los años ’50, el 90% de los estadounidenses cursaba la educación media superior, en un momento en el que en Europa Occidental y en Japón ese porcentaje oscilaba entre el 20 y el 30%. Esta es la razón por la que ese país tenía niveles tan altos de productividad. Podemos ver, por tanto, que el camino a la prosperidad no estaba en la búsqueda de la desigualdad. Muy por el contrario, estaba en la búsqueda de mayores niveles de igualdad. En los años ‘80, sin embargo, Reagan intentó cambiar la narrativa diciendo: “Bueno, Roosevelt, Kennedy y Johnson llegaron muy lejos con el Estado de Bienestar y la reducción de la desigualdad. Nosotros vamos a tener más desigualdad, más billonarios”. Se pensó a partir de entonces que eso era lo que podría generar más empleos y más innovación. Que de esta manera el ingreso de todos crecería como nunca antes y en beneficio de todos.

¿Pero qué fue lo que vimos al final?

Al final esto no fue lo que se logró. Lo que podemos atestiguar es que el crecimiento económico en los Estados Unidos se redujo a la mitad. Que entre 1990 y 2020 el país solamente creció 1.1% al año, cuando entre 1950 y 1990 había crecido a una tasa anual per cápita del 2.2%. Creo que también esa es la razón, en cierta medida, del cambio ideológico que estamos viendo hoy en los Estados Unidos. Con el surgimiento del nacionalismo se está intentando encontrar una nueva narrativa y una nueva explicación de las razones por las que la clase media estadounidense o los sectores económicos ubicados más abajo no se beneficiaron del crecimiento que les prometió Reagan. Es por eso que se buscan todo tipo de explicaciones. Las sociedades intentan reaccionar a los nuevos desafíos que perciben para cambiar sus visiones sobre la organización de la economía. A través de mi trabajo lo que intento hacer es proporcionar a los lectores un sentido amplio de las trayectorias históricas para que puedan formarse su propio criterio en el futuro. Para mí el enemigo más grande siempre es el nacionalismo, particularmente el nacionalismo intelectual que vuelve a las naciones reacias a compararse con otros países.

En su libro usted explica cómo Suecia fue por mucho tiempo un país extremadamente desigual. Sin embargo, las movilizaciones políticas transformaron el destino de esa nación. Hoy en día México es una de las naciones más desiguales en el mundo. ¿Cuáles son los mayores cambios que deberíamos experimentar para transformar este escenario y qué podemos aprender de la experiencia sueca?

Como lo dije antes, las cosas pueden cambiar muy rápido a través de la movilización política, pero también si somos capaces de aprender de la experiencia de otros países. El caso de Suecia es particularmente llamativo. En la actualidad tendemos a ver a esa nación como si viviera en una permanente equidad. Sin embargo, hasta 1911 este era uno de los países más desiguales de Europa y tenía un sofisticado sistema electoral, donde los votos se contaban a partir de la riqueza de las personas. En elecciones municipales entre 1865 y 1911, 80% de la población no podía votar, mientras que el otro 20% -representado por hombres adinerados y dueños de propiedades- votaban de acuerdo con su lugar en la escala social. Su voto valía entre 1 y 100 dependiendo del tamaño de su propiedad. En varios municipios una sola persona podía aglutinar el 50% de la riqueza, e incluso las corporaciones tenían el derecho a votar en elecciones municipales. Un sistema político así sería el sueño de un multimillonario hoy. Sin embargo, los multimillonarios no pueden plantear directamente una cosa así, por eso buscan otras formas de influir en el sistema político, como puede ser el financiamiento a partidos políticos o las fundaciones. En fin, así eran las cosas en Suecia hasta 1911, hasta que una gran movilización política de la clase trabajadora, de los sindicatos y de los partidos socialdemócratas permitió cambiar la situación. Ahí hay una lección para México, pero también creo que para muchos otros países. Hubo un equilibrio entre una suerte de movilización de abajo hacia arriba, realizada por los sindicatos y las asociaciones de trabajadores, junto con una movilización político-electoral que permitió transformar el sistema económico. En Suecia fue posible impulsar un programa muy ambicioso para construir servicios públicos universales en materia de educación, salud y finanzas; un gran sistema de recaudación de impuestos al ingreso y a la riqueza, así como más derechos laborales en las empresas, algo que ya había en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. Esto se dio en un contexto en el que las élites habían sido bastante desacreditadas por la guerra y la clase trabajadora se encontraba en una buena posición para pedir cambios sustantivos. El hecho es que, tanto en grandes empresas de Suecia y Alemania, como en muchos países nórdicos en Europa, los trabajadores conquistaron un derecho, que aún conservan, a tener hasta un 50% de los votos en las decisiones de las mesas directivas sin necesidad de aportar capital a la compañía, y sólo por el hecho de ser trabajadores de la misma. En Suecia, además, los trabajadores poseen entre el 10 y el 20% de las acciones de la compañía y los gobiernos locales tiene entre el 10 y el 20% (o a veces hasta la mitad), lo que significa que pueden modificar la mayoría y tomar el control de la mesa directiva de la compañía, aun cuando existan accionistas que posean el 70 u 80% del capital de la empresa. Esta es una gran transformación de la propia noción de propiedad privada basada en la premisa: “una acción, un voto”. Lo interesante es que este sistema ha sido utilizado en Alemania, Suecia y Noruega desde los años ‘50, por más de medio siglo, y ha sido muy exitoso al incentivar un mayor involucramiento de los trabajadores en las estrategias de largo plazo desplegadas por las distintas compañías. Eso, sin embargo, no se extendió a otros países. No fue llevado a los Estados Unidos, al Reino Unido o a Francia porque, de alguna manera, los accionistas lograron resistir la presión y también porque entre ciudadanos, trabajadores, sindicatos y dirigentes de partidos políticos no se diseminó la idea de que algo semejante pudiera realizarse.

En su libro se formulan algunas propuestas muy interesantes para crear un sistema fiscal más progresivo. Parece que a usted le gustan mucho los impuestos porque propone impuestos a la propiedad, a la renta, a las herencias, e incluso a las emisiones de carbono. ¿Cuál sería el propósito de todos estos impuestos?

Históricamente, el crecimiento de los países europeos, incluso también de los Estados Unidos, vino del poder centralizado del Estado y de la recaudación de impuestos que permitieron invertir en educación, salud e infraestructura pública. Ciertamente, los impuestos a veces son usados para declarar la guerra, financiar gastos que no son útiles para promover la prosperidad económica o el crecimiento. Sin embargo, si los impuestos se utilizan bien pueden ser una parte importante de un camino al desarrollo más exitoso. No hace falta imitar a Suecia, cada país debe seguir su propio camino. Sin embargo, una lección importante es la necesidad de alcanzar un balance en los impuestos a la renta y a la riqueza. La renta es el total de ingresos que se percibe al año, mientras que la riqueza es el total de las propiedades y bienes que se poseen. Históricamente, en el siglo XIX los impuestos se enfocaron en la propiedad mucho más que en la renta tanto en Europa como en los Estados Unidos. Durante el Siglo XX, en cambio, el impuesto sobre la renta se volvió más importante. En el siglo XXI tenemos que enfocarnos en el impuesto a la riqueza mucho más que en las décadas recientes. Hay dos razones de ello: primero, si no tienes un registro apropiado de propiedad de bienes y capital resulta muy complicado tener un sistema fiscal adecuado. Típicamente, cuando se tiene un sector informal muy grande -como ocurre en países como México-, donde hay pequeñas empresas, tiendas o negocios que no están registrados ante la autoridad y no se sabe quién posee determinado comercio o propiedad, es imposible esperar que vayan a pagar el impuesto sobre la renta o que se pueda construir un sistema de recaudación tributaria más sofisticado. El pago de impuestos, incluso a una tasa de impuesto a la propiedad baja, ha sido históricamente muy importante en todos los países desarrollados para al menos tener la capacidad de conocer lo que posee cada quién en el país. Si no se sabe lo que cada quien tiene, no hay mucho que se pueda hacer para desarrollar un sistema de recaudación tributaria medianamente adecuado. Una vez que esto se sabe ya se puede crear un sistema de recaudación del impuesto sobre la renta más sólido. En general, esta es una lección general para todos los impuestos. Se tiene que construir cierto sentido de justicia, cierto consenso sobre la justicia social y económica si se quiere inspirar confianza en un Estado, y en el proceso de desarrollo económico debe haber progresividad en los impuestos.

18 de noviembre de 2021

Entremeses literarios (CCVIII)

NAUFRAGIO
Francisco Rodríguez Criado
España (1967)
 
Después de pasar toda la noche braceando en las frías aguas del Atlántico, llegó exhausto a la orilla justo cuando empezaban a clarear las primeras luces de la mañana. Exhausto, se arrojó sobre la arena y, palpando tierra seca, se echó a llorar de rabia y alegría: sabía que estaba a salvo. Cuando se giró para maldecir a ese desaprensivo océano que había tratado de acabar con su vida, vio que allí no había agua sino un inhóspito e interminable desierto. ¡Un desierto! El náufrago se echó a llorar de nuevo. Pero de repente vislumbró a lo lejos un reluciente oasis. Venciendo al cansancio, empezó a correr en dirección hacia el oasis. El suelo, duro y agreste, lastimaba sus pies desnudos. Loco de emoción –el objetivo estaba cada vez más cerca–, el náufrago recobró la creencia de que la felicidad es posible. Aquel pensamiento no duró demasiado, porque a pocos metros de alcanzar el oasis el desierto se cubrió nuevamente con las frías aguas del Atlántico. Su vida volvía a correr peligro.
Tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para bracear por segunda vez hasta ganar la orilla. Afortunadamente, en esta ocasión las olas jugaban a su favor. Y también por segunda vez alcanzó la arena, tumbándose sobre ella, más exhausto aun si cabe, ahora con más rabia que alegría, prometiéndose no abrir los ojos bajo ningún concepto. Y en esa posición hubiera estado un día entero de no ser porque su mujer entró en la habitación, vistiendo un raída bata de color fucsia, los rulos en la cabeza y los brazos en jarras, para preguntarle, airada, si tenía pensado quedarse toda la mañana del domingo en la cama, o si por el contrario iba a levantarse de una vez para ayudarle en las tareas domésticas. El hombre, incapaz de seguir escuchando la voz agreste de su malhumorada esposa, por la que ya no sentía sino hastío, se tapó los oídos y hundió el rostro en la vivificante arena.


DES/IGUALDADES
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)
 
En cuanto el matrimonio igualitario fue aprobado por ley en el país, mi amigo el magnate maduro se casó con su nuevo novio, estibador del puerto. Joven y fornido el novio, razón por la cual los más graciosos del grupo opinaron que nuestro magnate debía de tener el sueño muy pesado para verse en la necesidad de dormir con un estibador. No les presté atención, en absoluto, no hay duda de que los encantos del novio son bastante menos alusivos y más contundentes. Además parece recatado, buen tipo, y eso me tranquiliza. Porque cuando mate a mi amigo lo hará de la manera más discreta e indolora posible. Porque de la muerte me temo que mi amigo no se salva: está muy bien que sea igualitario el matrimonio, el problema acá es el patrimonio.


EL PASTOR ALEMÁN
Sir Helder Amos
Venezuela (1990)
 
Cuando escuchó la rejilla del jardín abrirse, la mujer salió rápidamente de la casa para ver quién era.
- ¿Amor? ¿Qué haces tan temprano de vuelta? - preguntó al ver a su esposo.
- Me despidieron.
- ¡¿Otra vez?! ¿Qué pasó esta vez?
- Lo mismo de siempre, mi vida, me quedé dormido en el trabajo.
- ¡¿De nuevo?!
- Sí.
- ¿Y todo el café que te tomaste antes de ir a trabajar? ¿No funcionó?
- No.
- ¿Y no hablaste con el dueño del rebaño? ¿no intentaste explicarles?
- Si, mi vida, yo les expliqué que es común que los pastores nos quedemos dormidos en nuestro trabajo, porque contar ovejas da sueño y no podemos evitar quedarnos dormidos al hacerlo: pero ellos no entienden, pareciera que nunca hubieran tenido problemas de insomnio.
- Ay qué mal, amor, ahora te tocará buscar otro trabajo.
- Sí. ¡Qué ironía! ¿No? Porque ahora voy a pasar largas noches sin poder dormir por la ansiedad de estar desempleado otra vez, cuando quedarme dormido en el trabajo siempre ha sido la causa de mi despido.


SANGUIJUELAS
Miguel Bravo Vadillo
España (1971)
 
Anabel y Luis llevan diez años casados, viven en un piso hipotecado y son donantes de sangre. Luis era reacio a hacerse donante, pero su mujer lo convenció. Anabel es una buena persona a la que nada le parece más importante que salvar vidas humanas, y eso que se considera a sí misma una mujer moderna y laica. Su lema siempre ha sido Haz el bien y no mires a quien. Anabel no lee la Biblia, claro, y por eso no ha podido leer aquel versículo del Eclesiástico que reza “Si haces el bien, mira a quién lo haces, y por tus beneficios recibirás favor” (Si 12, 1; palabra de Dios).
Anabel, por cierto, es amiga de Ana. Ana es cuñada de Enrique. Enrique es primo de Juan. Juan es el mejor amigo de Asunción. Asunción es hermana de Beatriz. Beatriz es la esposa de David O. Segovia, un importante financiero (aunque la “O” no signifique nada) y socio mayoritario de uno de los bancos más influyentes del país. Segovia es también el tercer vértice del triángulo de personajes que sostiene esta historia, ya que hace tan solo un mes sufrió un accidente de tráfico en el que estuvo a punto de perder la vida. Finalmente se salvó, aunque para ello necesitaron varias transfusiones de sangre (todas del grupo O). Parte de esa sangre -yo lo sé de buena tinta- era de Luis, el marido de Anabel.
Ni Luis ni Anabel lo saben todavía, pero dentro de tres semanas los directivos de la empresa para la que trabajan -y cuyo presidente ejecutivo es el propio Segovia-harán un gran reajuste de plantilla y los dos serán despedidos. Poco tiempo después serán desahuciados por mediación del banco cuyo socio mayoritario es (¿adivinen?), pues sí, el mismísimo David O. Segovia; un hombre importante al fin y al cabo, un hombre que vale tanto como tiene.


SERVICIO DE CORREOS
Orlando Van Bredam
Argentina (1952)
 
Mi natural desconfianza del servicio de correos me llevó a probar la eficacia del sistema. Me envié cartas a mí mismo para saber si llegaban a tiempo. Nada más particular que la cara del cartero cuando descubría que el destinatario y el remitente eran la misma persona. En una oportunidad, el texto me resultaba extraño. Supuse que se trataba de una broma de los empleados o de mi vieja costumbre de pensar una cosa y escribir absolutamente lo contrario. Lo cierto es que nada me proporcionaba más placer que recibir mis propias cartas. Eso tenía sus ventajas; en primer lugar, nunca había sorpresas desagradables; en segundo lugar, eran líneas sinceras, nunca trataba de engañarme con adulaciones hipócritas, y tercero: en caso de que la carta se extraviara del correo a mi casa, no importaba, ya sabía de qué se trataba.

 
Y SUCEDIÓ LO INESPERADO
Rafael Midence Ávila
Honduras (1984)
 
Después de que centenares de lágrimas le laceraran las mejillas, tomó un objeto de debajo de su cama. Lentamente acercó la pequeña pistola calibre 22 a su sien. Se situó frente a la ventana que daba a la calle Los poetas muertos. El pianista al que un dictador fascista (de apellido italiano) le mandó a cortar las manos vendía globos en el parque de Los Truenos, donde, un viejo y desdentado perro callejero luchaba por devorar un hueso putrefacto. Se detuvo un instante y pensó: Ellos aún le buscan un sentido a la vida, se aferran a ella y yo solo por el engaño de mi novia quiero suicidarm…
Accidentalmente, la pistola se disparó y el poeta cayó al piso, mientras se le dibujaba una sincera sonrisa en su ensangrentado rostro.


MI PIERNA DERECHA
Juan José Millás
España (1946)
 
Mi padre estaba en el borde de la carretera, junto a su automóvil. Esperaba, con un bidón de plástico en la mano, que alguien lo recogiera. Yo iba en moto, con un casco que me ocultaba la cara. Me detuve junto a él sin identificarme.
- ¿Te has quedado sin gasolina? -pregunté.
- Sí -respondió.
- Sube.
Mi padre subió a la moto sin haberme reconocido. Hacía cinco años que no nos veíamos, ni nos hablábamos. La última vez que nos habíamos dado un abrazo fue en el entierro de mi madre. Después, sin que hubiera sucedido nada entre nosotros, habíamos ido espaciando las llamadas telefónicas hasta que se cortó la comunicación.
Noté cómo agachaba la cabeza para protegerse del aire. Sin duda, reparó en el alza de mi zapato derecho, pues tengo esa pierna un poco más corta que la izquierda. Mi padre me había hablado muchas veces del disgusto que se habían llevado cuando, tras mi nacimiento, el médico les dio la noticia. Yo nunca lo he vivido como un drama, pero siempre me pareció que ellos se sentían culpables por aquellos centímetros de menos, o de más, según se mire: jamás conseguí averiguar cuál de las dos piernas consideraban defectuosa.
Conduzco con mucha agilidad, colándome entre los coches con movimientos que desde algún punto de vista podrían parecer imprudentes. Noté que mi padre, pese al pudor que le daba el contacto con otro hombre, se cogía a mi hombro con la mano izquierda mientras intentaba pegar a su muslo el bidón de plástico que llevaba en la derecha. Supe que no dejaba de mirar el alza del zapato. Sin duda, se habría preguntado por la posibilidad de que yo fuera su hijo. Quizá recordara la sucesión de médicos por los que había pasado, la cadena de radiografías, el rosario de soluciones, para llegar al fin a ese remedio sencillo, mecánico, de colocar un pequeño suplemento en el zapato de la pierna más corta. Entonces, ejerció sobre mi hombro una presión que podría interpretarse como una muestra de afecto a la que no respondí. Al poco llegamos a la gasolinera, donde se bajó de la moto con el bidón de plástico en la mano. Le dije que no podía llevarlo de regreso hasta su coche y él respondió que no me preocupara, que ya encontraría a alguien. Noté que intentaba ver mi rostro a través de la visera ahumada de mi casco. Esa noche sonó el teléfono un par de veces en mi casa, pero colgaron cuando lo cogí.


LA INTRUSA
Pedro Orgambide
Argentina (1929-2003)
 
Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día en que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. “González -me dijo el Gerente- lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios”. Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.


LA EJECUCIÓN
Herman Hesse
Alemania (1877-1962)
 
En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
- ¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
- Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.
- Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:
- ¿Cómo lo adivinaste, maestro?
Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:
- No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.


NO HAY PRISA EN ABRIR LOS OJOS     
Medardo Fraile
España (1925-2013)
 
Tras las cortinas se adivinaba ya la luz aún manchada de sombras, pero serían –pensó- las ocho, la hora de levantarse, como todos los días de su vida. ¿Por qué? Se removió en la cama y sintió el cuerpo magullado por la batalla de cada noche, la colcha caída, sábanas arrugadas, las cenizas de tanta gente soñada y muerta doliéndole en la almohada endurecida, pero las siete de la mañana le habían parecido siempre temprano y las nueve demasiado tarde. Sólo por eso. No había otra razón. ¿Qué prisa tienes? No abras los ojos, no hay prisa. ¿Quién le hablaba? ¿Oía otra voz o se hablaba a sí mismo? Sigue ahí, descansa. No abras los ojos. La noche ha sido terrible y te ha vencido. Sigue durmiendo, abre los ojos hacia ti mismo, mira dentro de ti, donde aún te late el corazón, donde están las cenizas de los que habitan tus sueños en las sombras. Pero eran ya las ocho, ¡las ocho! Y abrió los párpados y no halló cosa en que poner los ojos que no fuera recuerdo del olvido.
 

14 de noviembre de 2021

Robert Louis Stevenson, el contador de historias

Robert Louis Balfour Stevenson nació en Edimburgo, Escocia, el 13 de noviembre de 1850. Tuvo una vida agitada y corta. A raíz de la tuberculosis que padeció desde su niñez, pasó la infancia recluido en su alcoba bajo el cuidado de una niñera, Alison Cunnigham (1822-1913), una calvinista estricta que le leía la Biblia y lo entretenía con una pequeña sala teatral de juguete con la que imaginaba aventuras de piratas y duelos de caballeros. Como él mismo reconocería tiempo después, su obsesión por las peripecias y los descubrimientos nació sobre aquel escenario de cartón. Un reino de fantasía que no encajaba con los planes que su padre, un constructor de faros, que quería que su hijo fuese ingeniero náutico.
Debido a esa presión empezó los estudios de ingeniero en la Universidad de su ciudad natal. Sin embargo, su precaria salud y el gusto por la literatura lo llevaron a oponerse a la voluntad paterna y a matricularse, como contrapartida, en la Facultad de Derecho, en donde se licenció en 1875 aunque nunca ejercería la abogacía. Como reacción al puritanismo victoriano del ambiente familiar y social, del que por otra parte quedó profundamente marcado, llevó una juventud rebelde. En los años ‘70 de aquel siglo XIX mostró un interés desmesurado por el ocultismo, los fenómenos paranormales y los casos de desdoblamiento de la personalidad.
Debido a las dificultades respiratorias que le provocaban su enfermedad se vio obligado a viajar continuamente en busca de climas apropiados a su delicado estado de salud. Así, sus primeros libros son descripciones de algunos de estos viajes: “An inland voyage” (Viaje tierra adentro, 1878), “Travels with a donkey in the Cévennes” (Viajes en burro por las Cevennes, 1879) y “Across the plains” (A través de las llanuras, 1880) entre otros.
En 1879 se encontró en Estados Unidos con la mujer de la que se había enamorado unos años antes en Francia, Fanny Osbourne (1840-1914), una norteamericana divorciada y madre de un hijo, diez años mayor que él, con la que se casó un año más tarde. A su regreso a Escocia, escribió las dos obras en las que se basó fundamentalmente su popularidad: “Treasure island” (La isla del tesoro, 1883), una historia acerca de la búsqueda de un tesoro enterrado que presenta el bien bajo la forma evidente de un chico, Jim, y el mal aparentemente personificado en los piratas Pew y Long John Silver, y “Strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde” (El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, 1886), una historia de misterio en la que los dos extremos, el bien y el mal, se unen en una sola persona, el médico Henry Jeckyll, que descubre una sustancia química capaz de transformarlo, primero a voluntad y después incontrolablemente, en el monstruo Hyde.


Stevenson también escribió ensayos, poemas y cuentos. Entre los primeros cabe mencionar “An apology for idlers” (Apología del ocio), “Familiar studies of men and books” (Estudios familiares del hombre y los libros) y “On the choice of a profession” (Sobre la elección de una profesión). Entre los segundos los reunidos en “A child's garden of verses” (Jardín de versos para niños), “Ballads” (Baladas) y “Songs of travel and other verses” (Cantos de viaje y otros versos). Y entre los últimos se destacan “The bottle imp” (El diablo de la botella), “The waif woman” (La mujer errante) y “The suicide club” (El club de los suicidas), por citar sólo algunos de los más conocidos.
Su prosa precisa, lúcida, ordenada, cargada de sugerencias y el contenido de sus obras, reflejan su tensión interior entre el racionalismo y la atracción por lo prodigioso, el rechazo del moralismo, una sincera pasión ética y una clara conciencia de las contradicciones de la naturaleza humana. Para el egregio escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) Robert Louis Stevenson era uno de sus autores predilectos, una de las figuras a quien le dedicó varios párrafos en “Introducción a la literatura inglesa”, el ensayo que escribiera en 1965 con la colaboración de María Esther Vázquez (1937-2017). Allí escribió: “Stevenson es una de las figuras más queribles y más heroicas de la literatura inglesa”, y más adelante: “La teoría y la práctica del estilo lo preocuparon siempre; escribió que el verso consiste en satisfacer una expectativa en forma directa y la prosa en resolverla de un modo inesperado y grato”. Es notable que uno de los principales objetivos de Borges al escribir este ensayo es destacar la versatilidad y la brillantez del escocés en todos sus géneros; Stevenson es su modelo a seguir, uno de sus espejos.
Una de las historias más conocidas del escritor escocés es “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”, obra de la cual no es posible leer el primer original. Se sabe, por el testimonio de su hijastro, que el autor tiró enfadado el manuscrito al fuego después de que se lo leyera a su mujer y a ella no le gustase. Se sabe también que en tres días reescribió la historia que estaría destinada a ser uno de los mayores sucesos que el lector universal ha podido encontrar en materia de novelas cortas. Todos los lectores pueden intuir que la historia narrada en la “nouvelle” no es más que una precisa apología de la condición humana. La atracción de este pequeño libro está en esa conciencia dubitativa y vacilante del lector. Cada uno de ellos es el doctor Jekyll, y también, cada uno de ellos es el señor Hyde.


El doctor Jekyll encuentra a través de la ciencia, la forma de concretar en un personaje determinado e independiente, las partes abominables de su alma protegida por la seductora respetabilidad burguesa y por la estima pública que se le tiene como científico relevante y benéfico. El señor Hyde es la explicitación de lo escondido, de lo que se alberga en el fondo oscuro de cada hombre que se cree honesto. En este sentido es una verdad mantenida secreta, es lo que se debe suponer siempre de las personas y que, sin embargo, no se percibe, ocultado por los estereotipos culturales a los que están inconscientemente sujetos y de los que están ambiguamente protegidos. Se vive en la mentira y a la verdad no le queda más remedio que esconderse, hasta que, cuando sale a la luz, lo hace de forma explosiva con consecuencias de una tragedia difícil de contener.
Los experimentos que realiza el doctor Jekyll se pueden reducir a dos: la polarización de la personalidad entre dos contrarios que se excluyen mutuamente y el intercambio entre esos dos opuestos. Con la primera, el doctor Jekyll legitima a su parte negativa y rechazable, y con la segunda la autoriza a vagar en busca de excesos y crueldades. Esta alegoría es muy lúcida y está muy bien articulada en la compleja narración de tipo policíaco: el hombre que le crea una vida autónoma a su propia parte negativa se expone al peligro de convertirse en víctima. Al principio el juego parece estar controlado y dirigido por la voluntad de quien lo conduce, pero pronto Hyde escapa al control del que lo ha construido.
La desventura que recae sobre Jekyll es el riesgo que acarrea toda infracción a las leyes de la naturaleza y, para mitigarla, le ha permitido a su otro yo que se autonomice y lo ha separado completamente de sí. Jekyll y Hyde no pueden estar en contacto ni estar enfrentados, lo que no impide que Hyde pueda absorber completamente en sí a Jekyll y hacerlo su sirviente. En el clima trágico del relato victoriano no queda más que una solución: la muerte redentora, tanto del monstruo como del científico que se ha hecho responsable de la autonomía de aquél. Siempre, según el testimonio de su hijastro, parece que Stevenson, antes de tirar al fuego el primer manuscrito, reconoció que había perdido de vista “el auténtico corazón de la historia, la verdadera justificación”, y por eso la reescribió.
Para Borges, como dijera en el curso de literatura inglesa que dictó en 1966 en la Universidad de Buenos Aires, a diferencia de “The picture of Dorian Gray” (El retrato de Dorian Gray) que el escritor irlandés Oscar Wilde (1854-1900) publicara en 1890, “cuando Stevenson publicó ‘El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde’ en el año 1880 -es decir mucho antes de ‘El retrato de Dorian Gray’, que está inspirado en la novela de Stevenson´-, lo publicó como si fuera una novela policial: sólo al final sabemos que esos dos personajes son dos caras de un mismo personaje”. Y agregó: “Stevenson procede con suma habilidad. Ya en el título tenemos una dualidad sugerida, se presentan dos personajes. Luego, aunque esos dos personajes nunca aparecen simultáneamente, ya que Hyde es la proyección de la maldad de Jekyll, el autor hace todo lo posible para que no pensemos que son el mismo. Empieza distinguiéndolos por la edad. Hyde, el malvado, es más joven que Jekyll. Uno es un hombre oscuro, el otro no: es rubio y más alto. De Hyde se dice que no era deforme. Si uno miraba su rostro no había ninguna deformidad, porque estaba hecho puramente de mal”.


El fervor de Borges por Stevenson tuvo un precursor ilustre: G. K. Chesterton (1874-1936), quien en la biografía de Stevenson que publicó en 1927 dijo: “Si el ambiguo público victoriano no supo apreciar la ética profunda e incluso trágica de Stevenson, todavía era menos apto para apreciar la perfección y la meticulosidad -al modo francés- de su estilo; en el cual parecía que ensartase en la punta de su pluma la palabra precisa, como si fuera un hombre ocupado en un juego de paciencia”. El autor de “The innocence of Father Brown” (El candor del Padre Brown) y “The man who was thursday” (El hombre que fue jueves), entre muchas otras obras, precisó que en la obra de Stevenson, “donde un científico intenta anular mediante una pócima el bien y el mal, alternativamente, en un mismo individuo, el impactante final de la novela transforma un relato policial en otro de horror”.
La historia de la doble personalidad ideada por Robert L. Stevenson fue llevada al cine en numerosas oportunidades, destacándose entre ellas la realizada en 1941 por Victor Fleming (1889-1949), con Spencer Tracy (1900-1967), Ingrid Bergman (1915-1982) y Lana Turner (1921-1995). También otras obras fueron adaptadas a la pantalla grande; las más notables son: “The suicide club” (El club de los suicidas) dirigida por David W. Griffith (1875-1948) en 1909, “The body snatcher” (El ladrón de cadáveres) dirigida por Robert Wise (1914-2005) en 1948, “Le testament du docteur Cordelier” (El testamento del doctor Cordelier) dirigida por Jean Renoir (1894-1979) en 1959, “The wrong box” (La caja de sorpresas) dirigida por Bryan Forbes (1926-2013) en 1966 y “Treasure island” (La isla del tesoro) dirigida por Fraser C. Heston (1955) en 1990.
Stevenson fue un escritor vivaz y soñador, tenía sus propias ideas sobre lo que era el oficio literario y las expuso numerosas veces. “Darwin dijo que nadie podría observar sin una teoría… Me atrevo a jurar que tampoco nadie escribe sin una teoría”, le comentó alguna vez a su amigo Henry James (1843-1916). En un artículo publicado en 1883 en la revista mensual “The Magazine of Art” bajo el título “A note on Realism” (Una nota sobre el Realismo), expresó: “El estilo es la invariable marca de un maestro, y para el aprendiz que no aspira a ser contado entre los gigantes es, a pesar de todo, la cualidad en la que puede adiestrarse a voluntad. La pasión, la sabiduría, la fuerza creativa, el talento para el misterio y el colorido nos son otorgados a la hora de nacer, y no pueden ser ni aprendidos ni estimulados. Pero el uso justo y diestro de las cualidades que sí tenemos, la proporción de una con respecto a la otra y con respecto al todo, la eliminación de lo inútil, el énfasis en lo importante, y el mantenimiento de un carácter uniforme de principio a fin: éstas, que juntas constituyen la perfección técnica, pueden ser alcanzadas hasta cierto punto a fuerza de trabajo y de coraje intelectual”.


En 1887, Stevenson abandonó definitivamente Europa y volvió a Estados Unidos. Pero un año después, habiendo alcanzado una notable tranquilidad económica, se embarcó en un viaje que lo llevó a establecerse en Upolu, en la isla de Samoa, donde él y su esposa permanecieron hasta 1894, en un último esfuerzo por recuperar la salud del escritor. Allí murió de un ataque cerebral a finales de ese mismo año, el 3 de diciembre, y fue enterrado en la cima del monte Vaea, un cerro cerca de Vailima, la ciudad situada a cuatro kilómetros de Apia, la capital samoana. Los nativos lo llamaban “Tusitala” (el que cuenta historias) y le concedieron unas honras fúnebres excepcionales.

8 de noviembre de 2021

Cuentos selectos (XXIII). Sandra Russo: "Néstor y Alicia"

Sandra Russo (1959) es una multifacética intelectual argentina. Periodista, escritora, conductora de programas de radio y televisión, docente y editora, estudió Sociología, Letras, Arte Dramático y Comunicación, carreras todas ellas que, por una u otra razón, no terminó pero que le sirvieron de sustento para el desarrollo de su notable capacidad de raciocinio y su erudición como pensadora. Sus primeros desempeños en el campo periodístico, dentro de los medios gráficos, se remontan a los años ‘70. Estuvo brevemente en la revista contracultural de rock “El Expreso Imaginario”, fue correctora y columnista en la revista “Humor” y prosecretaria de redacción de la revista “Superhumor”. Durante los años ‘80 pasó por varios programas de la televisión y la radio y, a partir de 1987, se incorporó al diario “Página/12” en el cual fue sucesivamente redactora de Política Internacional, directora del suplemento femenino “Las/12”, editora de las secciones Cultura y Espectáculos e Información General y columnista de la sección Contratapa. También trabajó como editora de la revista “Página/30” y de la revista “Luna” de editorial Perfil. Ya en el actual siglo, volvió a pasar por distintos programas tanto televisivos como radiofónicos sin por ello abandonar las contratapas del diario “Página/12”. Desde 2002 en adelante lleva publicados una docena de libros entre los cuales pueden mencionarse los tomos de ensayos “Crónicas del naufragio. Apuntes sobre la caída argentina”, “Arquetipos. Diccionario de varones disponibles”, “Perdonen nuestros placeres”, “Amar y flirtear” y “Lo femenino. Aproximaciones a las mujeres como enigma”. También ha incursionado en la ficción con las novelas “No sabés lo que me hizo” y “La reinvención del amor”, y los libros de relatos “Cleopatra y otros cuentos” y “Veintidós cuentos cortos y ligeros”. Lo que sigue a continuación es “Néstor y Alicia”, uno de los cuentos de su autoría.

NÉSTOR Y ALICIA

Néstor iba a cumplir cincuenta y seis años el 4 de octubre, y Alicia el 4 de noviembre. Siempre, desde que se conocían, mientras festejaban el cumpleaños de Néstor empezaban a organizar el festejo del cumpleaños de Alicia. A lo largo de los años, muchos romances que habían germinado en el cumpleaños de Néstor florecían en el cumpleaños de Alicia. O al revés: muchos roces de pareja que habían asomado en el cumpleaños de Néstor se ponían en evidencia en el cumpleaños de Alicia, cuando algún amigo de él o alguna amiga de ella llegaba sorpresivamente solo. Desde que existían las heladeras con freezer, muchos pecetos mechados y tortas bombón de chocolate, que eran las preferidas de Néstor, habían permanecido congeladas desde el cumpleaños de él hasta el cumpleaños de ella.
Néstor y Alicia se habían conocido cuando a Néstor le faltaba una semana para cumplir los veinticinco, y a Alicia le faltaba exactamente una semana y un mes. Se habían visto antes, porque los dos merodeaban la Manzana Loca y el Instituto Di Tella, pero habían mantenido su primera conversación, esa conversación vital y fundante de las grandes amistades, en la casa de un amigo pintor. Corrían los años sesenta y todo el mundo tenía amigos pintores. Para tener amigos pintores no hacía falta que a uno le interesara el arte, sobre todo si se acostumbraba a ir a los bares de esa zona del microcentro. Era lo más natural del mundo ser pintor o ser poeta, era casi obligatorio, y no era el caso ni de Néstor ni de Alicia. Néstor siempre había tenido un fuerte sentido estético, pero decoraba vidrieras, y no lo hacía como quien se gana la vida decorando vidrieras hasta que pueda dedicarse a la pintura. Todos preferían suponer eso, pero a Néstor la pintura le parecía aborrecible, inexplicable, innecesaria. Alicia, por su parte, a veces escribía poemas en servilletas de papel, pero sabía que eran malos y nunca se los mostró a nadie. En aquella época además estudiaba psicología. No creía en nada de lo que aprendía. Después se recibió y hasta ejerció como psicóloga, pero nunca creyó ni una palabra de las que dijo en su consultorio. Tampoco creyó nunca ninguna palabra de las que escuchó. Alicia estaba convencida de que los pacientes mentían. Por eso nunca se tomó en serio a ninguno. Néstor despreciaba la pintura y Alicia despreciaba a los pacientes, pero los dos ejercían ese desprecio con mucha educación, cierto pudor y una abundante dosis de encanto.
Esa noche, la noche en que se conocieron, estaban en la casa del amigo pintor, y los dos recorrían el enorme taller-estudio sin paredes más que las que servían para colgar los cuadros del dueño de casa, unas geometrías despampanantes por sus colores y sus tamaños. Los dos, cada uno por su lado, miraban las obras con cierta reticencia. Se notaba en la mirada de Néstor y también en la de Alicia que ninguno de los dos se había rendido al influjo del arte. En un momento se cruzaron. Se sonrieron. Fue una sonrisa de disculpa que los dos cazaron como se caza a una mariposa: con un placer mezclado con arrepentimiento, con un arrepentimiento sin el cual el placer se hubiese diluido. Néstor, con aquella sonrisa, le confió a Alicia que esas pinturas que estaban ahí colgadas no lo impresionaban en lo más mínimo. Alicia, con aquella sonrisa, le confesó a Néstor que ella estaba allí por compromiso, porque el pintor dueño de casa era un paciente suyo.
Después se fueron juntos a tomar café a un bar del Abasto, y mantuvieron su primera gran conversación. Estuvieron charlando hasta la madrugada, embriagados por el éxtasis de haber encontrado un alma gemela: la coincidencia de cumplir años con un mes de diferencia no era gran cosa, pero a los dos les pareció algo extraordinario. Aquella noche Alicia fue a dormir a la casa de Néstor. Tuvieron sexo casi a desgano, un sexo simpático, entretenido, pero inmediatamente los dos supieron que la de ellos no iba a ser una relación de amantes. No se atraían sus cuerpos, sino sus mentes. Más específicamente, se atraían por una rara compensación de sus mentes, hiperrealista la de él, mágica la de ella. Por lo menos ésa era la idea que cada uno tenía de sí y del otro.
Durante unos meses, no se dejaron de ver un sólo día. Los unía entrañablemente ese desprecio respetuoso que sentían los dos por casi todos los que conocían. Y también los unía cierta manera de disculparse mutuamente por lo que no eran: a Néstor le parecía divertido que Alicia fuera una mala psicóloga, y a Alicia la enternecían las poco notables vidrieras de Néstor. En el grupo que frecuentaban, Alicia era la única que no esperaba que Néstor se dedicara a la pintura y Néstor era el único que dispensaba a Alicia de publicar un libro de poemas.
Cuando andaban por los treinta años, empezaron a descubrir otra faceta de esa relación tan intensa. Alicia recordaba cosas que Néstor había olvidado. Néstor tenía muy mala memoria. Ya de chico estudiaba pero olvidaba las lecciones. Olvidaba las letras de las canciones que estaban de moda. Olvidaba los nombres de los jugadores de Independiente, que era su club. Nada grave. Simplemente no era el indicado para recitar nada de memoria. Néstor tenía una mente deductiva. Alicia no. La mente de Alicia era un cofre. Una caja registradora. Guardaba cada dato, cada imagen, cada fecha.
- ¿Cómo se llamaba esa novia mía que hablaba con la zeta? -le preguntaba Néstor.
- Lidia -le contestaba Alicia.
- ¿Dónde fuimos a comer esa vez que me encontré con mi hermana y discutimos?
- A Bachín.
- ¿Cuál era la película de Fellini que me mató?
- Amarcord.
- ¿Por qué era que me había peleado con Laura?
- Porque estaban en una plaza y había una mosca y ella se quejó y vos le dijiste que las moscas revolotean donde hay mierda.
- ¿A dónde me mudé después que dejé el departamento de Bulnes?        
- Al de Mario Bravo.
- ¿Qué tengo ganas de comer siempre que venimos a Hermann?
- Higaditos de pollo.
- ¿Por qué me enamoré de esa pendeja?
- Porque le gustaba que le dieras palmadas en la cola.
- ¿Y por qué me pudrí tan rápido?
- Porque era lo único que le hacías.
- ¿Dónde puse la plata que había ahorrado?
- En el libro de Nietzsche, en el segundo estante, tapas rojas.
- ¿Adónde me fui de vacaciones en 1957?
- A Mar Chiquita, con tus tíos.
Las conversaciones entre Néstor y Alicia eran largas y jugosas. Es cierto que constaban, en su mayor parte, de preguntas que él le hacía a ella sobre sí mismo, pero también incluían reflexiones, descripciones, chistes, divagues, observaciones en una sintonía fabulosa, y además hay que decir que con el paso del tiempo para Alicia hablar de Néstor con Néstor fue perfectamente natural. A medida que Alicia empezó a convertirse en la memoria de Néstor, los dos se acoplaron en una nueva modalidad de relación. Alicia tenía una memoria notable, pero poco a poco fue adaptándola a la vida de Néstor, fue aceitándola y sincronizándola para que le funcionara mejor. Prestaba mucha atención a cómo estaban vestidas las mujeres que salían con él, cómo hablaban, cómo se peinaban, donde residía el atractivo que él les encontraba. Tomaba nota mentalmente de los platos que Néstor pedía en los restaurantes y de los vinos que sorbía con gestos de aprobación. Sabía cuántos pantalones y cuántas camisas tenía él, cómo ordenaba su casa, qué tenía en la heladera, qué citas de trabajo tenía cada día, qué libros había leído, qué discos prefería, qué películas veía, cómo administraba su dinero.
Hablaban mucho de sexo. Alicia preguntaba con curiosidad de amiga pero también de archivera. Preguntaba dónde y cómo, cuántas veces, en qué lugar, por dónde, con qué dedo, con qué mano, cuánto tiempo, si la chica en cuestión gritaba mucho o susurraba, qué gritaba o susurraba, qué palabras exactas, si él la arrastraba hacia sus preferencias o se demoraba en las de ella. No había en esas preguntas más morbo que el necesario para después poder contestar con destreza cualquier pregunta que él le hiciera. Aunque en realidad había además el morbo necesario para reemplazar con la vida de él la de ella. Es que Alicia dejó de tener amantes y de tener amigos, y lentamente, después del tercer o cuarto desengaño, más o menos cuando los dos cumplieron treinta y tres, se dedicó de lleno y con obstinación a ser testigo de la vida de Néstor.
Por su parte, Néstor era un enamoradizo al que le costaba pasar a la etapa siguiente del enamoramiento. Posiblemente si Néstor hubiese encontrado a una mujer con la que establecer una pareja, los detalles que él le contaba a Alicia con fruición y entusiasmo se hubiesen ido acomodando en esas mesetas en las que estacionan todos los matrimonios, las que ninguno de sus miembros juzga que vale la pena ventilar. Pero apenas una relación estaba por consolidarse, Néstor se desinteresaba. Jamás se sabrá hasta qué punto la razón de sus vaivenes amorosos era la necesidad de mantener a Alicia atenta, de entretenerla con historias nuevas.
Él le contaba todo. Cada palabra. Cada roce. Cada altercado. Cada ilusión. Cada desilusión. Cada duda. Cada corazonada. Ella archivaba. Después él confundía a Marisa con Mirta, a Clara con Raquel. No se acordaba si la que lo había encontrado por la calle con otra era Marcela o Julia. No se acordaba si había llorado borracho por Estela o por Silvia. Alicia se lo recordaba. Y con las palabras de Alicia la memoria de Néstor iba recuperando no sólo los nombres de las mujeres que habían pasado por su vida: recuperaba también las emociones.
- ¿Cuál fue la que me plantó un lunes cuando yo estaba esperándola en el cine?
- Marisa.
- Era Mirta la que acababa diez veces seguidas, ¿no?
- No. Era Clara.
- Cómo lloré esa noche, cuando Julia me dejó.
- Era Estela. Te tomaste media botella de JB y vomitaste en el ascensor. Te hice entrar a mi casa y te acosté en el sillón. Te dormiste llorando.
Y cuando Alicia se lo contaba, Néstor volvía a sentir la desesperación de esa noche cuando Estela, que le gustaba tanto, que casi lo doblegaba, lo había acusado de frívolo y de mentiroso, y él se había quedado sin palabras porque en el fondo sabía que era frívolo, si por frivolidad se entiende el sobrevuelo ligero y a baja distancia que él hacía sobre seres y cosas, sin decidirse a aterrizar jamás. Y sabía que era mentiroso: a las mujeres les mentía para gustarles, para parecerse al que ellas querían ver, para hacerlas felices quince días.
- ¿Qué me había dicho Estela que yo estaba tan mal?
- Que eras un frívolo y un mentiroso.
- ¿Pero por qué me dijo eso?
- Porque ella quería presentarte a los padres. Quería que fueses con ella al cumpleaños del padre.
- ¿Y por qué yo no quise ir, si ella me gustaba tanto?
- Porque sos un frívolo y un mentiroso.
Hasta que los dos cumplieron cincuenta años todo fue más o menos así. Pero cuando los primeros síntomas de la menopausia se hicieron presentes en Alicia, con calores y estremecimientos, la vida de los dos cambió para siempre. Alicia dio por terminada su edad fértil y su mente decidió enterrar junto con ella la fertilidad de su memoria. Fue a ver a dos o tres médicos que no le dieron ninguna explicación razonable: el olvido no es un síntoma de la menopausia. Pero Alicia comenzó a olvidar. Era un olvido perfectamente selectivo. Olvidó, de un día para el otro, toda la historia de Néstor. Ella presenció su propia metamorfosis en el living de su casa, sola, una tarde, mientras iba a la cocina a servirse un vaso de Coca. Sintió en su cabeza una tapa que se abría y dejaba volar todo lo que había adentro. Sintió un ventilador dentro de su cabeza. Sintió páginas y páginas, miles de páginas que se desparramaban sin orden, sin numeración, sin destino. Sintió cómo se le borraba, el archivo, cómo sus neuronas atentaban cargadas de explosivos contra cada mínimo recuerdo relacionado con Néstor. Se quedó quieta. Estupefacta. Como sin vida, sin vida ajena.
Lo primero que hizo fue callar. No formaba parte del vínculo entre los dos que ella le contara a él qué le pasaba. Sonrió cuando todavía se cuestionaba ese silencio: de todos modos, Néstor lo olvidaría, y sería Alicia la que tendría que repetirle a cada rato, ante cualquier pregunta sobre sí mismo, que ella ya no recordaba nada. Durante un largo tiempo mintió.
- ¿De quién era esa novela que leí en dos días?
- De Scott Fitzgerald.
- ¿Qué tengo que evitar en las comidas?
- El ajo.
- ¿Por dónde me dijo Perla que la pase a buscar?
- Por el consultorio del dentista.
- ¿Quién era la que me quería ordenar el placard a toda costa?
- Marisa.
- ¿Ya vi la última película de Al Pacino?
- Sí.    
Algunos datos coincidían y otros no. Durante ese tiempo Néstor fue cayendo a su vez en una lenta confusión, porque estaba tan acostumbrado a que la memoria de Alicia le devolviera los recuerdos y las emociones del pasado, que lo primero que pensó fue que estaba haciéndose viejo y que era por eso que ya un recuerdo no lo conmovía, que ya no sentía nada, que ya no era capaz de revivir las imágenes de las mujeres, los libros, las películas, los viajes. Su mente comenzó a estar en blanco.
Poco a poco Néstor fue advirtiendo, no obstante, que la que estaba cambiada era Alicia. A Perla, por ejemplo, la había esperado una hora en la puerta del consultorio del dentista y ella no apareció. Después encontró en su contestador un airado mensaje de Perla recriminándole su ausencia en la Biblioteca Nacional, que era donde habían quedado en encontrarse. Lo primero que Néstor pensó fue que Perla estaba loca. Si Alicia había dicho “en el consultorio del dentista”, era allí adonde habían quedado. Pero la información de sí mismo que provenía de Alicia lo siguió confundiendo. Comía sin ajo pero descubrió por simple deducción que lo que le hacía mal era el vinagre. Decidió ver por segunda vez la película de Pacino y entonces se dio cuenta de que no la había visto nunca. Y sobre todo, estaba desconcertado por su completa falta de emociones: advirtió, en esa época, que él había vivido para recordar, que hasta entonces lo había conmovido más el relato que Alicia le hacía sobre su vida que su vida misma. Que tenía tanto miedo de las emociones profundas que sólo podía tolerarlas ya tamizadas por el pasado y en boca de Alicia. Que durante casi treinta años había vivido el presente disfrutándolo porque sabía que ese presente era en sí mismo el pasado del futuro: todo lo que vivía estaba destinado a ser metabolizado por Alicia en futuros relatos que hablarían de su pasado.
Néstor nunca se animó a decirle a Alicia que se había dado cuenta de todo. Alicia le daba pena. Se había ido convirtiendo en una triste mujer madura que ya casi no hablaba. Él dejó de salir con mujeres. Para qué, si ya no iba a poder revivir esos encuentros. Seguían viéndose, seguían pasando mucho tiempo juntos, pero él ya no le hacía preguntas y ella ya no estaba obligada a falsear las respuestas.
Estaban a punto de cumplir cincuenta y seis años. Estaban solos. Se querían. Sostenían entre ellos, todavía, muchos ritos cotidianos. Llamadas, cenas, caminatas, compañías de sábados y domingos. Un día a Néstor se le cruzó por la cabeza, por primera vez en treinta años, que tal vez Alicia alguna vez había estado enamorada de él. Después de todo, había vivido para él. Y viéndose ante el espejo las arrugas del cuello, tomando nota de la fatiga que le daba últimamente subir escaleras, bañado de pronto en la conciencia de la soledad que lo rodeaba y de la apatía que le iba brotando en el pecho, tuvo miedo y recién cuando tuvo miedo pensó que después de todo la mujer de su vida era Alicia.
Esa noche estaban en la casa de Alicia. Él hojeaba una revista en el sofá. Ella revolvía en la cocina una ensalada. Él se paró, tiró la revista y fue hasta la puerta de la cocina. Miró la espalda de Alicia, los movimientos de sus brazos. Lo enterneció el silencio de ella. Esa forma que había adquirido su dignidad.
- Alicia, te voy a preguntar algo pero no te asustes. No es para que lo tomes en serio. Es solamente curiosidad. ¿Vos alguna vez pensaste que nosotros...?
Ella se dio vuelta con la delicadeza de una geisha, lentamente, dejando el torso inmóvil y ofreciéndole a Néstor nada más que su mejor perfil. Con aire distraído le dijo:
- La verdad, no me acuerdo.

4 de noviembre de 2021

Thomas Pogge: “Es difícil imaginar un mundo completamente justo, pero es posible imaginar un mundo en el que los ingresos y la riqueza se distribuyan de forma más equitativa, así como otros bienes importantes como la educación, el respeto y la participación social” (2)

Thomas Pogge, actual profesor de Filosofía y Relaciones Internacionales en la Yale University de Estados Unidos, también ha dado clases en la Columbia University -del mismo país-, en la Australian National University de Australia, en el King's College London y en la University of Central Lancashire de Inglaterra y en la Universitetet i Oslo de Noruega. Especializado en Filosofía Política, desde hace algo más de una década trabaja sobre la problemática de la pobreza mundial y la justicia global. En esa dirección, desde 2009 es miembro de “Giving What We Can” (Donemos lo que Podamos), una comunidad de donantes fundada en Oxford, Inglaterra, cuyos integrantes se han comprometido a donar una parte significativa de sus ingresos a organizaciones benéficas. También fundó y dirigió el “Global Justice Program” (Programa de Justicia Global), y es presidente de “Academics Stand Against Poverty” (Académicos Contra la Pobreza), una red internacional dedicada a potenciar el impacto de investigadores, profesores y estudiantes sobre la pobreza, y de “Incentives for Global Health” (Incentivos para la salud global), un equipo dedicado a desarrollar una alternativa complementaria al actual régimen de patentes que mejore el acceso de los pobres del mundo a los avances médicos. Hace unos años, cuando se le preguntó si alguna experiencia personal lo había empujado para involucrarse con esta temática, Pogge constestó: “Sí, tres experiencias. Nací en Alemania. La generación de mis padres hizo algo terrible: sostener el nazismo, por lo tanto a los 6 o 7 años entendí que uno tenía que desconfiar de los juicios morales de sus padres. En segundo lugar, la guerra de Vietnam, los bombardeos estadounidenses me hicieron identificar con los países en desarrollo. En tercer lugar, un viaje que hice mientras era estudiante de posgrado y fui desde Estambul a Japón. En ese recorrido vi una pobreza increíble que nunca me había imaginado, en Deli, Pakistán, Bangladesh, Tailandia..., ver a nenas que se vendían como objeto para prostitución en las estaciones me impactó muchísimo. Es cierto, la pobreza siempre existió pero nunca fue tan escandalosa. La pobreza se podría terminar fácilmente. Si un país como Estados Unidos redujera en un tercio su presupuesto bélico, sería suficiente”. Estudios de distintas organizaciones internacionales ponen en evidencia que la pobreza masiva aumenta según pasan los años y que la desigualdad global es cada día más abismal. Respecto a esto, Pogge reunió evidencias estadísticas que demuestran que hoy el 45,8% de la riqueza de todo el mundo está concentrada en una mínima porción de la población que equivale a 1,1%, mientras que el 55% de la población mundial sólo tiene acceso al 1,3% de la riqueza global. Esta desigualdad tan arbitraria, perjudicial y creciente afecta estructuralmente a las sociedades y, obviamente, resulta injustificable. La prosperidad de los más favorecidos está provocando un crecimiento de la desigualdad global, aunque la mayoría de los opulentos millonarios cree que no tiene responsabilidad alguna al respecto. En su obra, el filósofo alemán intenta explicar por qué se mantiene en pie esa creencia. Para ello, analiza la forma en que se han configurado muchas teorías morales y económicas con el fin de desvincularlos de la creciente pobreza y ofrece un criterio modesto pero aplicable de justicia económica global, elaborando propuestas detalladas y realistas capaces de satisfacerlo. Sus ensayos sobre la pobreza mundial y la justicia global son pioneros en su campo. Entre ellos sobresalen “Eradicating systemic poverty. Brief for a global resources dividend” (Erradicar la pobreza sistémica. Propuesta para un dividendo sobre recursos globales) y “World poverty and human rights” (La pobreza en el mundo y los derechos humanos). A continuación, la segunda y última parte de la entrevista que le hiciera Jorge Fontevecchia publicada en el diario argentino “Perfil” el 30 de octubre del corriente año.
 

¿Qué rol tienen el periodismo y las ONG de periodistas en la transformación ética y cultural?
 
Un papel enormemente importante. La democracia no funciona si los ciudadanos no están informados y movilizados. Los ciudadanos deben saber qué ocurre, lo que se hace en su nombre. Deben estar organizados y movilizados en torno a determinadas cuestiones. Decidir ellos las prioridades, encontrar formas de ejercer presión colectiva. Es muy poco lo que podemos hacer individualmente. Pero colectivamente, como grupos, podemos influir. Los periodistas y las ONG, al menos las buenas, desempeñan un papel importante. Siempre debemos recordar que también hay malos, que defienden el statu quo, pagados para mejorar imágenes o para defender acuerdos injustos. Pero hay verdaderos héroes en la profesión periodística que a menudo arriesgan su vida para obtener información crucial, como la que aparece en asuntos como los que estamos comentando. Cada año, varias decenas de periodistas son asesinados por hacer su trabajo. Lo mismo ocurre con las ONG, aunque algunas sean defensoras del statu quo.
 
En los Pandora Papers se supo que la Argentina ocupa el tercer lugar y nueve de las diez familias más ricas del país tienen dinero en empresas y cuentas offshore. ¿Qué revela eso acerca de la Argentina y la relación del país con las leyes y la economía?
 
Muestra que Argentina se enfrenta a un viento en contra considerable en términos de no ser capaz de explotar plenamente su base fiscal. Un país tiene potencial, que proviene de la fuerza económica de sus ciudadanos. Pero debe ser capaz de captar esta base fiscal. Asegurarse de que todos paguen su parte justa para el mantenimiento colectivo del Estado. Argentina se queda corta en ese aspecto. Es un país con un enorme potencial y se está quedando muy corto. Esperemos que, con la ayuda de estas revelaciones, sea capaz de captar una mayor parte de su base fiscal potencial.
 
Acerca de los paraísos fiscales hay un debate entre lo legal y lo éticamente sostenible. ¿Hay agujeros éticos en las leyes globales?
 
Hay agujeros éticos. Se debe reforzar el sistema fiscal de manera que los ricos paguen su parte justa. Y, en segundo lugar, los impuestos que se pagan tienen que distribuirse de manera más justa. Son los dos grandes problemas, y se requiere una reforma. En Estados Unidos, los multimillonarios solo pagan una fracción muy pequeña de sus ingresos como impuestos. Una persona como Elon Musk, que tiene casi 300 mil millones de dólares, acumuló todos estos ingresos, adquirió todo este dinero y no pagó prácticamente ningún impuesto, porque casi todo es ganancia de capital, que no es imponible. Por supuesto, nunca venderá el activo. Puede cubrirse, y también puede pedir un préstamo contra el activo. Y si muere, entonces todo ese capital acumulado vuelve a ser perdonado. El heredero recibe el dinero sin tener que pagar ningún impuesto sobre las ganancias de capital. Esencialmente, este hombre acumuló 300 mil millones de dólares mientras pagaba solo unos pocos millones de dólares en impuestos. Ocurren cosas similares en otros países; también con las corporaciones. Hay una gran injusticia en el código tributario. Los pobres pagan un porcentaje mucho más alto de sus verdaderos ingresos en impuestos que los ricos. Los países ricos tienen una tremenda ventaja en el poder de negociación. Y entienden mucho más sobre la alta complejidad de los códigos fiscales.
 
En la Argentina se debatió fuertemente la aplicación de un impuesto a las riquezas mayores del país. ¿Está de acuerdo con ese tipo de medidas?
 
Es una obviedad. No quiero inmiscuirme en la política argentina, pero es una condición mínima de justicia que la tasa impositiva real que pagan los ricos sobre su riqueza e ingresos acumulados tiene que ser más alta que la tasa impositiva de los ciudadanos comunes. Y como acabo de decir sobre los Estados Unidos, donde conozco la situación mucho mejor que en Argentina, aquí es al revés. La gente rica paga impuestos a una tasa mucho, mucho, mucho más baja que la gente común con ingresos medios o incluso la gente de bajos ingresos. Imagino que en Argentina es similar. Es una clara injusticia. El sistema fiscal debería estar diseñado según el principio de la capacidad de pago. Los ricos deberían pagar entonces mayores impuestos.
 
En 2014 usted dijo que “la responsabilidad inmediata por estos derechos humanos insatisfechos les corresponde a los gobiernos de los países en los que vive la mitad más pobre de la población. Pero estos gobiernos también son pobres”. ¿Cómo analiza la gestión de los gobiernos de Nicaragua y Venezuela en Latinoamérica?
 
Son ejemplos de gobiernos bastante corruptos. Están muy lejos de tener políticas justas, incluso dentro de las limitaciones de sus medios. En ambos países, el gobierno podría tener políticas mucho mejores, acuerdos institucionales. El sufrimiento de la población es evitable, incluso dentro del contexto altamente injusto de nuestro régimen institucional global. Pero siempre añadiría que los medios de estos países están significativamente limitados por los injustos acuerdos institucionales globales. También, la corrupción de estos dos gobiernos está facilitada por estos acuerdos. Estos gobiernos usan los mismos paraísos fiscales, las mismas jurisdicciones secretas, para mover dinero, robarlo. Es el mismo que utilizan las grandes corporaciones y los individuos ricos en los países más ricos.
 
¿Hay algo en la ideología que lleve a los populismos hacia la corrupción?
 
No soy amigo del populismo, pero no estoy seguro de que los regímenes populistas sean sistemáticamente más corruptos. La corrupción es un peligro en todas partes. La gente tiene tendencia a aprovechar las oportunidades de corromperse. Y la forma de frenar la corrupción y suprimirla es institucional. Se necesitan mecanismos institucionales de transparencia. También se necesita una ciudadanía vigilante, que no tolere la corrupción, que se movilice contra ella, que dificulte que alguien continúe en un puesto de autoridad si se descubriera su corrupción.
 
Su doctorado fue en la Universidad de Harvard bajo la supervisión de John Rawls. ¿Cómo fue ese vínculo?
 
Hoy el mundo es menos ético que el que había en la época en que estuve en Harvard. Estuve allí a finales de los ‘70 y principios de los ‘80. Tras la guerra de Vietnam, había gran interés por la política exterior y por restablecer el papel de liderazgo de Estados Unidos. Se discutía, como potencia líder en el mundo, como país más poderoso, la responsabilidad de actuar moralmente en nuestra política exterior y de apoyar los derechos humanos. De respetarlos. Fue una época en la que la gente estaba interesada en cuestiones de justicia. Parecía que las ideas de John Rawls podrían darle forma al futuro, ser ideas centrales para el desarrollo del país. Pero sucedió lo contrario. Estados Unidos en ese momento era potencialmente receptivo a las ideas de Rawls, se movió exactamente en la dirección opuesta. Ronald Reagan fue elegido, y lo primero que hizo fue decir “no más derechos humanos en América Latina. No nos preocupan más. Solo queremos amigos en la región”. Les dijo a los gobiernos de Latinoamérica que no tenían que preocuparse de que Estados Unidos les respire en la nuca y les diga que sean amables y respeten los derechos y los principios democráticos. Eso fue de la mano de un cambio interno. Reagan y la gente que lo rodeaba estaban haciendo el país mucho más desigual. Reducían los impuestos a las corporaciones y a los individuos ricos; también cambiaron el sistema político y judicial, en dirección de una mayor influencia para las elites. Estamos muy lejos del tipo de políticas que Rawls hubiera favorecido. Las políticas que Estados Unidos defiende en el mundo son mucho más injustas que en los años ‘70.
 
A casi cincuenta años de la publicación de “Teoría de la justicia”, ¿tenemos una visión diferente de los aportes de Rawls? ¿Por qué se lo criticó desde la izquierda más extrema y desde el pensamiento libertario? ¿El velo de la ignorancia sigue siendo un paradigma para comprender la organización de las sociedades?
 
Se cumplen cincuenta años de la publicación del libro. Fue criticado por la izquierda, básicamente porque decían que apoyaba o aceptaba el capitalismo. Él llama a eso una democracia de propiedad, es básicamente un sistema en el que el capitalismo prevalece, los medios de producción son de propiedad privada, pero los ingresos y la riqueza se distribuyen de manera más equitativa. Pero sobre todo las ventajas que la gente tiene desde el nacimiento están muy disminuidas. Lo que él quería es que cada niño que creciera tuviera un comienzo razonable y contara con oportunidades razonablemente iguales para aprender, encontrar una carrera y prosperar. Si podemos hacer estos cambios, hacer que los ingresos y la riqueza sean más iguales, que las oportunidades educativas sean más iguales, entonces una sociedad capitalista está bien. Desde la derecha también se lo criticó por motivos mayormente libertarios, diciendo que quería un Estado demasiado fuerte y redistributivo. El planteo era que debía mantenerse la competencia, pese a que se conserven las desigualdades.
 
¿Cuál es el vínculo posible y deseable entre ética y derecho? ¿Hay alguna conexión o son campos independientes de pensamiento?
 
Hay conexiones diferentes. Una es que la ética o, en términos generales, lo que yo llamaría justicia, es un control de la ley. La ley, por supuesto, tiene autoridad, pero está sujeta a la crítica. Las propias leyes son a menudo injustas. En mi país, Alemania, el mejor ejemplo es el período nazi. Ocurrieron cosas terribles de acuerdo con leyes realmente injustas. Las leyes eran escandalosamente injustas. Hoy, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, tenemos una injusticia significativa codificada en la ley. Escrita en la ley. Es una relación entre ética y derecho. La ética es un complemento del derecho. La ley no puede hacerlo todo, no puede llegar a todos los elementos de nuestras vidas e instruirnos completamente sobre cómo actuar, por ejemplo, en nuestra vida familiar. Sería terrible que la ley hurgara en la familia y nos diera reglas muy detalladas sobre cómo tenemos que interactuar con nuestros hijos y nuestros cónyuges. Son asuntos de ética en los que no queremos que la ley se inmiscuya, pero eso no significa que se pueda hacer lo que se quiera. La ética es aquí una directriz más suave, pero muy firme, sobre cómo comportarse en las relaciones interpersonales, en la familia, en el círculo de amistades, en el trabajo, en la vida profesional. No puede regular todas estas cosas. La ética complementa y se suma a las restricciones legales.
 
¿Cómo se constituye una universalidad racional para el derecho? ¿La “Crítica de la razón práctica” de Immanuel Kant sería la base?
 
El imperativo categórico kantiano es, en primer lugar, una pieza de ética. Es algo que nos imponemos a nosotros mismos. Se supone que solo adoptaremos las máximas de las que podamos disponer y que estarán disponibles para todos los demás también. Kant utiliza un modelo similar para pensar en la ley. Piensa que debe ser universal de manera similar, de modo que la ley debe dar los mismos derechos y deberes a todos. Todos deben tener el mismo tipo de oportunidades, los mismos derechos, las mismas libertades y también los mismos deberes. Pero esta es una condición muy débil que es compatible con una enorme desigualdad. No creo que la universalidad en términos de diseño de la ley nos lleve muy lejos. Es un déficit del pensamiento de Kant. Creo que no entendió lo suficiente y no pensó lo suficiente sobre los acuerdos económicos y lo importantes que son. Para él, se puede tener gente con igualdad de derechos, por ejemplo, para comprar y vender, para celebrar contratos, pero, por supuesto, este tipo de desigualdad es compatible con una enorme desigualdad de ingresos y riqueza. Enorme desigualdad, que se genera también en el estatus, en el respeto y el reconocimiento de que gozan las personas dentro de su sociedad. Lo reconoce implícitamente cuando dice que los sirvientes y quienes no tienen su propio negocio no deberían votar. Es algo terrible. Esta universalidad que respalda es demasiado débil para salir adelante, para la igualdad sustantiva que necesitamos en una sociedad democrática.
 
Un trabajo de Kant tiene el siguiente título: “Replanteamiento de la pregunta sobre si el género humano se halla en constante progreso hacia lo mejor”. ¿Usted se hace esa pregunta?
 
Si observamos a toda la humanidad, probablemente hayamos alcanzado un punto álgido en el período de la Ilustración. Fue el período en el que vivió Kant. Fue un período de gran esperanza, en el que la gente se tomaba muy en serio la moralidad. Decían que era muy importante que descubriéramos lo que es correcto y justo y que hiciéramos que nuestra sociedad y el mundo en general se ajustaran a ello. Hoy estamos muy lejos de esa mentalidad. Hoy cuando la gente piensa en derechos, justicia y moralidad, en su mayoría los conciben como herramientas para promover sus propios intereses. Prima el interés personal. Se convirtieron en herramientas en un juego competitivo donde todo el mundo intenta lograr sus propios propósitos individuales. La religión se desvaneció, la moralidad se ha desvanecido de la escena. El efecto es una desigualdad creciente. Las personas aventajadas tienen mejores oportunidades para cambiar las reglas a su favor. Cuentan con más experiencia, tienen más poder de negociación. Intentan manipular y cambiar las reglas del juego en su propio beneficio.
 
La Ilustración fue el momento de mayor aumento de la riqueza en la humanidad. ¿Qué relación existe entre la Ilustración y las evoluciones como la que constituyó la imprenta?
 
La prensa fue en la Ilustración temprana. Fue un factor importante para difundir la información a un mayor número de personas. Fue algo que preocupaba a muchos pensadores de la Ilustración. Querían que más personas participaran en la reflexión colectiva sobre la justicia y el bien común. Hubo varias cosas que sucedieron. Hubo el paso a la lengua vernácula. En lugar de que la gente culta conversara en latín con los demás, la gente escribía en su lengua materna, en alemán y en francés. Kant, por ejemplo, en su disertación inaugural todavía escribía en latín. Gottfried Wilhelm Leibniz escribió muchas de sus obras en latín, pero luego escribió cosas en alemán. Surgió un público educado de la clase burguesa, interesado en leer y participar en las discusiones sobre el bien común o cómo debería organizarse el Estado. Y eso, por supuesto, está relacionado con la Revolución Francesa y el cambio de la Europa de las monarquías a la Europa de las repúblicas democráticas.