29 de septiembre de 2020

Los vericuetos de Hamlet

William Shakespeare nació en Stratford, condado de Warwick, Inglaterra, el 23 de abril de 1564 y falleció 52 años más tarde, el 23 de abril de 1616, siendo sepultado en la iglesia mayor de Stratford, donde hoy se conserva su sepulcro.
Con el correr de los años, algunas teorías propusieron que no fue Shakespeare el autor de sus obras sino alguien de educación superior como el estadista y filósofo Francis Bacon (1561-1626) o Henry Wriothesley (1573-1624), conde de Southampton y protector del autor, o incluso el dramaturgo Christopher Marlowe (1564-1593). Se basan estas especulaciones en que no se conservan escritos o cartas personales del autor, quien parece que sólo escribió -aparte de su producción poética- obras para la escena; o en que, en su testamento sólo se mencionan muebles e inmuebles, pero no se menciona ningún libro. Parece ser que no entregaba su obra a la imprenta ya que, según conjetura Thomas de Quincey (1785-1859), para Shakespeare, lo importante era la representación teatral y no la impresión del texto.
Como sea que fuera, "Hamlet" la tragedia que ahonda en la locura, las dudas del protagonista ante la madre adúltera y cómplice en el asesinato del padre, la lucha entre la razón y la locura, entre el bien y el mal, indagando en los sentimientos y pasiones humanas, es la obra más famosa y en la que más trabajó Shakespeare.
Su argumento procede de una leyenda que, según ha demostrado el lingüista inglés Gilbert Murray (1866-1957), es una variante nórdica de la "Orésteia" (Orestíada) de Esquilo de Eleusis (525 a.C.- 456 a.C.). En la versión que da el historiador medieval danés Saxo Grammaticus (1150-1220) en los libros III y IV de su "Gesta danorum" (Historia danesa), escrita en latín hacia 1185 e impresa en 1514, se menciona a un príncipe danés, Amled, versión que probablemente llegó hasta Shakespeare.
Esta narración se tradujo al francés en 1576, tal como figura en las "Histoires tragiques" (Historias trágicas) del poeta y traductor Francois de Belleforest (1530-1583), para luego pasar al inglés en la "Hystorie of Hamlett" (Historia de Hamlett), una novela de autor desconocido. Antes de 1587 existía ya una obra dramática sobre el tema en Inglaterra: en la introducción a su cuento fantástico "Pierce penniless. His supplication to the divell" (Pierce el pobre. Una súplica al demonio) titulada "Private epistle of the author to the printer" (Epístola privada del autor de la impresora), el escritor satírico inglés Thomas Nashe (1567-1601) habló del "Séneca inglés", que dará "Hamlets enteros... puñados de discursos trágicos", refiriéndose a Thomas Kyd (1558-1594), el autor de "The spanish tragedy" (La tragedia española) en la que aparece el personaje Ur-Hamlet.
En el Diario que llevaba Philip Henslowe (1550-1616), un empresario teatral del Londres renacentista, consta que el 9 de junio de 1594 se representó en el Teatro de Newington Butts un drama intitulado "Hamlet", del que se cree que es el mismo a que se aludía en 1587. Todavía en 1596, el dramaturgo Thomas Lodge (1558-1625), en su "Wits miserie and the world's madnesse" (Miseria del ingenio y locura del mundo), hace otra alusión: "Está pálido como el espectro que gritaba míseramente en el teatro como una vendedora de ostras: ¡Hamlet, venganza!". De este drama es posible que se haya servido Shakespeare como base para el suyo.
En 1598, el sacerdote protestante Francis Meres (1565-1647), publica en su obra Tesoro de Ingenios Palladis Tamia. Wits treasury" (Palladis Tamia. Tesoro de ingenios) una lista de doce obras de Shakespeare -seis tragedias y seis comedias- entre las que no menciona el "Hamlet". En 1601 el escritor Gabriel Harvey (1545-1630) ya hace observaciones sobre el "Hamlet" de Shakespeare, y un año después aparece anotado en el registro del célebre teatro Stationers Hall de Londres. Por esa razón, la mayor parte de los investigadores creen que se escribió entre 1600 y 1601.
El dramaturgo Thomas Dekker (1572-1632), en su "Satiro-Mastix" de 1602 incluye la frase: "Mi nombre es Hamlet: ¡venganza!", aunque no queda claro si alude ya al "Hamlet" de Shakespeare o todavía al anterior.
En 1603 apareció la primera edición conocida de la obra, con el título de "The tragicall historie of Hamlet Prince of Denmark by William Shakespeare, As it hath been at divers times acted by his Highnesse servants in the Cittie of London: as also in the two Universities of Cambridge and Oxford and else where" (La trágica historia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, por William Shakespeare, según en diversas ocasiones ha sido representada por los criados de Su Alteza en la ciudad de Londres; y también en las dos Universidades de Cambridge y Oxford y en otros lugares).
Según el filólogo y crítico literario dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1986), ésta es una edición espuria, cuyo texto fue reconstruido de memoria, probable­mente con ayuda de actores infieles a sus compañías. La obra resulta muy corta: sólo tiene 2.143 líneas, entre verso y prosa, muchas incompletas y con lagunas y erratas muy grandes, lo que hace que, si sólo se conociera este texto, resultaría a ratos ininteligible. En 1604 apareció una nueva edición de "Hamlet", muy diverso del texto de 1603, pero ya plenamente desarrollado, tal como se lo conoce hoy en día, edición que se reprodujo en 1611.
El tercer texto de "Hamlet" -probablemente el que dejó Shakespeare como última versión- es el que figura en la gran edición póstuma de sus obras completas en 1623, hecha por sus socios, los actores John Heminge (1556-1630) y Henry Condell (1576-1627). Entre este texto y el segundo las diferencias no son grandes, pero existen: aparte de pormenores pequeños, hay poco más de 200 líneas que están en uno o en otro de los dos, pero no en ambos. El más largo es el de 1604. La versión corriente que se lee actualmente -fusión de los textos de 1604 y 1623- editada por Oxford, tiene 3.875 líneas.
Tal como recomendaba el diplomático y escritor italiano Baldassarre Castiglione (1478-1529) en su tratado práctico de política y costumbres titulado "Il cortegiano" (El cortesano), la mayor parte del lenguaje de la obra es rico en figuras retóricas y metáforas elaboradas. Con el paso del tiempo, junto a "Romeo and Juliet" (Romeo y Julieta) y "The merchant of Venice" (El mercader de Venecia), "Hamlet" se convirtió en una de las obras más reconocidas de William Shakespeare.

16 de septiembre de 2020

Cuentos selectos (XVI). Almudena Grandes: "Amor de madre"


La narradora española Almudena Grandes (1960) nació en Madrid y estudió Geografía e Historia en la Universidad Complutense de esa ciudad. Tras una etapa vinculada al mundo editorial escribiendo textos para enciclopedias y coordinando una colección de guías turístico-culturales, comenzó su carrera literaria en 1989 con “Las edades de Lulú”, novela que adquirió el reconocimiento del gran público y de la crítica especializada y fue traducida a más de veinte idiomas. Habitual colaboradora en medios de prensa, principalmente en el diario “El País” y en algunos programas de la Sociedad Española de Radiodifusión (Cadena SER), con el correr de los años se ha convertido en uno de los nombres más consolidados y de mayor proyección internacional de la literatura española contemporánea. En su obra literaria está presente su ciudad natal, y sus personajes son un fiel muestrario de la vida familiar de la burguesía madrileña en los años finales del siglo XX y su rol en el establecimiento de las diferentes dinámicas de poder en la España contemporánea. Su obra se compone de las novelas “Te llamaré Viernes”, “Malena es un nombre de tango”, “Atlas de geografía humana”, “Los aires difíciles”, “Castillos de cartón”, “El corazón helado” y “Los besos en el pan”. Bajo el nombre de “Episodios de una guerra interminable” publicó “Inés y la alegría”, “El lector de Julio Verne”, “Las tres bodas de Manolita”, “Los pacientes del doctor García”, “La madre de Frankenstein” y “Mariano en el Bidasoa” una serie de novelas independientes que narran momentos significativos de la resistencia antifranquista en el período comprendido entre el fin de la Guerra Civil y mediados de los años '60. También es autora de los libros de relatos “Modelos de mujer” y “Estaciones de paso”, y de “Mercado de Barceló” y “La herida perpetua”, libros que reúnen crónicas y artículos aparecidos en la prensa. Lo que sigue a continuación es el cuento “Amor de madre”, escrito un mediodía de diciembre de 1993 en Viena y publicado tres años después en el citado “Modelos de mujer” junto a otros seis relatos protagonizados todos por mujeres que, en distintas edades y circunstancias, se enfrentan en algún momento a hechos extraordinarios.

AMOR DE MADRE 

Es ella, ¿no se acuerdan?, mi hija Marianne, la jovencita que está a mi lado en esta diapositiva, la misma... A ver, voy a quitarme de delante para que la vean mejor... Claro, si ya sabía yo que la recordarían, con la de disgustos que me ha dado durante tantos años, un quebradero de cabeza perpetuo, no se lo pueden ustedes ni figurar, o bueno, a lo mejor sí que se lo figuran, porque si me hubiera tocado en suerte una hija así, no seguiría yo viniendo a las reuniones, todos los lunes y todos los jueves, sin faltar uno, en fin... Y no saben lo mona que era cuando era pequeña, pero monísima, de verdad una ricura de cría, alegre, dócil, ordenada, obediente, cuando era bebé y la sacaba en su cochecito a dar un paseo por la avenida, tardaba más de media hora en recorrer cien metros, en serio, porque al verla tan gordita, tan rubia, tan sonrosada..., en resumen, tan guapa, todas las señoras se paraban a admirarla, y le acariciaban las manitas, y le hacían cucamonas, y le mandaban besitos en la punta de los dedos, bueno, esa clase de cosas que se le hacen a los niños que se crían tan hermosos como ésta, que parecía un anuncio de Nestlé, eso mismo parecía. De más mayorcita, en el colegio, hacía todos los años de  Virgen María en la función de Navidad -pero todos los años, ¿eh?, no uno, ni dos, no se vayan a creer, sino todos, ¡yo me sentía tan orgullosa!-, y por las noches, cuando se quitaba la blusa del uniforme, me encontraba el cuello y los puños igual de limpios que cuando se la había puesto por la mañana, pero lo mismo lo mismo, blanquísimos. Mi Marianne no practicaba deportes violentos, no se revolcaba por el suelo, no se pegaba con sus compañeras, qué va, nada de eso. Era una alumna ejemplar, todas las maestras lo decían, tan simpática, tan abierta, tan sociable que, como suele decirse, se iba con cualquiera. ¡Quién nos iba a decir, a sus maestras y a mí, que con el tiempo, el principal problema de mi hija acabaría siendo precisamente ése, que se larga con cualquiera!
Al llegar a la adolescencia empezó a torcerse, ésa es la verdad. Antes de cumplir los veinte años, ya se había aficionado a montarme unas escenas atroces, y llegaba a ponerse como una fiera, en serio, chillando, pataleando, me hacía pasar unos bochornos espantosos, qué apuro, todos los vecinos la escuchaban, a mí me resultaba tan violento...Al final, cogía la puerta y salía sin mi permiso, gritando que ya estaba harta de que no la dejara hacer nada. ¡Nada! ¿Se lo pueden creer? Pues eso me decía, que no la dejaba hacer nada, y a mí me daba por llorar, porque... ¡qué barbaridad!, ¡qué ingratos pueden llegar a ser los hijos! Creo que fue entonces cuando empecé a permitirme alguna que otra copita, lo confieso, sé que no estaba nada bien, pero Marianne estaba ahí fuera, en la calle, rodeada de peligros, y yo no podía vivir, ésa es la verdad, que no podía ni respirar siquiera imaginando los riesgos que correría mi niña, sola entre extraños, en locales subterráneos, ese aire mefítico, cargado de humo, y de vapores alcohólicos, y del producto de los cuerpos de tantos hombres sudorosos, esas enormes manchas húmedas que sin duda exhibirían sus camisetas oscuras cuando levantaban los brazos para abandonarse a los ritmos infernales, y las motos, eso es lo que más miedo me daba, que Marianne se montara en una moto, con la cantidad de accidentes que hay en cada esquina, y violadores, y asesinos, y drogadictos, y extranjeros, que no hay derecho, es que no hay derecho, desde luego, sacar adelante a un ángel para condenarlo luego a vivir en el infierno, para que luego digan que la maternidad no es un drama...En fin, que era un no vivir, les juro que era un auténtico no vivir, y fíjense que lo intenté todo, para retenerla, pero ella se negó a seguir celebrando guateques en casa, como antes, decía que sus amigas no querían venir, con lo buena que me salen a mí las medianoches, que les pongo mantequilla por los dos lados, que ingratitud, y entonces me dejaba sola, y yo me tomaba una copita, y luego otra, y luego otra, hasta que oía el chirrido de su llave en la cerradura, a las diez, o a las diez y media de la noche, porque la muy desaprensiva nunca llegaba antes, qué va, y bien que ha sabido siempre que a mí me gusta cenar a las ocho y media...
Claro que lo peor todavía estaba por llegar. Lo peor no mediría más de un metro cincuenta y siete, tenía el pelo negro, crespo, largo, y una cara peculiar, despejada por los bordes y atiborrada de rasgos en el centro, como si las cejas, los ojos, la nariz, los pómulos y los labios –unos morros gordos, pero gordísimos, se lo juro, propiamente como los de un mono-  se quisieran tanto que pretendieran montarse unos encima de otros, juntarse, apiñarse, competir por el espacio. Se llamaba Néstor Roberto, tocaba la trompeta -¡qué era lo que le faltaba, vamos, con esa boca!, y había nacido en El Salvador. ¡Era salvadoreño! ¿Se lo pueden imaginar? ¡Salvadoreño!  Y a ver, díganme ustedes..., ¿puede una madre europea conservar la calma cuando su única hija de lía con un salvadoreño? Naturalmente que no. Por eso le dije a Marianne que tenía que elegir. Y Marianne eligió. Y se fue de casa con el salvadoreño.
Durante los siguientes tres años, apenas la vi algún domingo a la hora de comer. Reconozco que mi vicio aumentó -me pasé al coñac, dejé de imponerme un límite diario, me enchufaba alguna que otra copa por las mañanas-, pero debo especificar, en mi descargo, que el vicio de mi hija empeoró mucho más intensamente que el mío. Después del salvadoreño, vino un paquistaní, tras el paquistaní, se lió con un argelino, y terminó abandonando a aquel moro por un terrorista -activista, decía ella, la muy lianta- norteamericano del Black Power. El caso es que este último me sonaba bastante, y por eso me interesé por él, no fuera a ser atleta o baloncestista, no sé, o músico de jazz, porque podría estar forrado de pasta, y eso significaría que mi hija no habría perdido del todo la cordura, porque, sinceramente, en cualquiera de esos casos, el color de su piel siendo un detalle importante, pues tampoco... importaría tanto, las cosas como son, pero en qué hora se me ocurrió preguntar, Dios bendito, ¡en qué hora, Jesús, María y José me valgan siempre! No, mamá, me dijo Marianne, te suena porque hace unos años, cuando vivía en Nueva York, fue modelo de un fotógrafo muy famoso, ese que se ha muerto de sida... Yo no caía, y ella pronunció un apellido indescifrable, que sí, mujer, continuó, si es ese que ahora se ha puesto de moda porque le censuran las exposiciones... Cuando me enseñó las fotos -y eso que las iba escogiendo, que se guardaba en el bolsillo por lo menos dos de cada tres, como si yo fuera tonta-, bueno, pues cuando por fin vi aquellas fotos, creí que me moría, que me caía redonda al suelo creí, pero ella siguió hablando como si nada, sin comprender que me estaba matando, que yo me estaba muriendo al escuchar cada sílaba que pronunciaba. ¡No pongas esa cara mamá!, eso me dijo, si las fotos son de hace mucho tiempo, de cuando vivía en América y era homosexual, es cierto, pero ahora también le gustan las chicas. No te preocupes por mí, anda, si nunca he sido tan feliz, y yo estuve borracha tres días, tres días enteros, lo reconozco, tres días, cuando me llamó para contarme que se marchaba con él en moto, hasta Moscú, de vacaciones, no fui capaz de asustarme siquiera.
En estas circunstancias, comprenderán ustedes que el accidente se me antojara un regalo de la Divina Providencia. Marianne volvió a estar en casa, en su cama, rodeada de sus muñecos, de sus peluches -que estaban como nuevos, porque yo los había seguido lavando a mano con un detergente neutro incluso después que me abandonase, fíjense, si no la echaría de menos, que los cepillaba y todo, de verdad que parecían recién comprados-, vestida con un camisón azul celeste sobre el que yo misma había aplicado un delantero de ganchillo, y arropada con una mañanita de lana a juego, tejida también por mí, o sea, igual que cuando era una niña, aunque con todos los huesos rotos. Cuando estaba dormida me sentaba a su lado, a mirarla, y me sentía tan feliz que me tomaba una copa para celebrarlo. Cuando estaba despierta, se quejaba constantemente de unos dolores tremendos, y yo no podía soportarlo, no podía soportar verla así, tan joven, mi niña, sufriendo tanto, así que me tomaba otra copa, para insuflarme fuerzas, y le daba un par de pastillas más. El médico se ponía pesadísimo, me lo había advertido un centenar de veces, que era peligroso sobrepasar la dosis, que aquellos calmantes creaban adicción, pero, claro, ¡qué sabrán los médicos del dolor de una madre...! Y los días pasaban y Marianne mejoraba, su rostro recobraba el color, las heridas se cerraban sobre su piel blanca, tersa y su carácter volvía a ser el de antaño, dócil y manso, dulce y sumiso, yo le metía en la boca aquellas pastillas maravillosas, le inclinaba la cabeza para que se las tragara, le daba un sorbo de agua y la miraba después, y ella me sonreía con los ojos en blanco, estaba tan contenta, y ya no me llevaba la contraria, ya no, nunca, dormía muchísimas horas, como cuando era un bebé, y por las noches se sentaba a mi lado a ver la televisión, y jamás se le ocurría cambiar de canal, todo le parecía bien, las dos unidas y felices otra vez, igual que antes.
Cuando aquella bruja me dijo que no podía seguir vendiéndome aquel medicamento sin receta, creí que el mundo se me venía encima. Debo confesar, porque para eso estoy aquí, para confesar que soy alcohólica, que al volver a casa me cepillé una botella entera del brandy español más peleón que encontré en el supermercado, y todavía no habían dado las doce del mediodía. Pero... ¡háganse ustedes cargo de mi angustia, de mi desesperación! Todavía se me saltan las lágrimas al recordarlo, pensar en perderla otra vez, tan pronto, cuando apenas la había recobrado, a ella, que tan maltrecha había vuelto a mis brazos, que estaba deshecha, pobre hija mía, cuando por fin atinó a buscar refugio en mí, en su madre, la única persona que de verdad la quiere, que la ha querido y que la querrá durante el resto de su vida... Entonces decidí que nos vendríamos a vivir aquí, a la casa donde transcurrió mi maravillosa infancia, a este pueblecito de las montañas donde mi mejor amiga del colegio instaló, al terminar la carrera, una farmacia surtidísima, se lo aseguro, porque tiene de todo, mi amiga, y es madre de cuatro hijos, ¿cómo no iba a entender ella una cosa así? A grandes males, grandes remedios, eso me dijo poniendo un montón de cajas sobre el mostrador, y aquí estamos. A Marianne le gusta mucho vivir en el campo, ya le encantaba esto de pequeña, cuando veníamos a veranear, y ahora, pues lo mismo, porque nunca dice nada, no se queja de nada, sólo sonríe, está todo el día sonriendo, pobrecilla, ahora es tan buena otra vez...
¿El chico? ¡Ah! El chico se llama Klaus, y es el novio de mi hija... Claro que les tiene que sonar, era el cajero del banco, ¿no se acuerdan? En cuanto que lo vi, me dije, éste sí que me gusta para Marianne. Alto, delgado, apuesto, nada que ver con la fauna de hace unos años, pero nada, ¿eh?, y bien simpático, sí señora por aquí, sí señora por allá, hasta cuando usted quiera señora, aunque un poco corto sí que me pareció, la verdad porque el primer día que hablamos yo le conté que yo tenía una hija guapísima, y le invité a cenar, y no vino. Me extrañó, pero pensé que a lo peor era tímido. Un par de días después volví a verle, y le llevé una foto de Marianne, pero se limitó a darme la razón como a los locos, pues sí que es guapa su hija, dijo, muy guapa, señora, claro que sí. Le volví a invitar a cenar y se excusó, no podía. Bueno, pues venga mañana, ofrecí, y él, dale que te pego, que tampoco podía el día siguiente, ni al otro, ni al otro, ¡me dio una rabia! Entonces dejé de hablar con él, y cuando necesitaba dinero, me iba derecha al cajero automático. ¡Toma!, pensaba para mí, ¡fastídiate, que no vales más que esta máquina!
Pero no me resigno a no ser abuela, esa es la verdad que no me resigno. Y Marianne va a cumplir treinta años, por muy felices que seamos viviendo las dos juntas, necesita casarse, y yo necesito que se case, celebrar la boda, vestir el traje regional que mamá llevó a la mía, dejar escapar alguna lagrimita cuando ella diga que sí... ¡Vamos, qué madre renunciaría a un placer semejante! Sobre todo porque, bien mirado, esto no es un placer... ¡es un derecho! Así que, un jueves por la tarde, cuando venía a una de estas reuniones de Alcohólicos Anónimos, vi a Klaus cerrando la puerta del banco, y elaboré un plan perfecto. Una semana después, el mismo día, a la misma hora, me acerqué a él por la espalda y le puse en la sien izquierda la pistola de mi difunto marido, que en Gloria esté. ¡Hala Klaus!, le dije, ahora vas a venirte conmigo... Déjeme señora, le daré todo lo que llevo encima, decía, el muy desgraciado. Pero si esto no es un atraco, hijo, le contesté... ¡esto es un secuestro! Y el muy mariquita se me echó a llorar, se puso a gimotear como una niña. ¿Se lo pueden creer? ¡Ni hombres quedan ya en este asco de mundo!
Ahora vivimos los tres juntos, Marianne, Klaus y yo. ¿Qué de cuándo es esta foto? De hace cuatro días... Si, él no parece muy contento, intenta escaparse todo el tiempo, ésa es la verdad, que le tengo que fijar a la cama con unos grilletes para que no se escape por la noche, pero ya se acostumbrará, ya... Yo procuro que esté entretenido, cortando leña, trabajando en el campo, arreglando la cerca, porque así lo lleva mejor y nos sale todo mucho más barato, por cierto, ya que no necesitamos a nadie, lo hacemos todo entre los dos, él trabaja y yo voy detrás con la pistola... ¿Marianne? A ella todo le parece bien, ya ven cómo sonríe, alargando la mano para acariciarle... ¿Un gesto extraño? Bueno, sí, es que, desde que toma las pastillas, tiene los brazos como blandos, hace movimientos un tanto bruscos, inconexos, en fin... A mí sí que se me ve satisfecha, ¿verdad? Claro, porque estoy segura que al final todo saldrá bien. Lo único que me hace falta ahora es dejar de beber, y luego, un buen día, ellos se mirarán a los ojos, y comprenderán, y todos mis sacrificios habrán servido para algo, porque, a ver... ¿qué no haría una madre por su única hija?

14 de septiembre de 2020

Tahuantinsuyo: el peón, la mujer, la burocracia.


La sociedad incaica tenía una rígida estructura piramidal, en cuyo vértice superior estaba el Sapa Inca, el emperador de todo, el hijo del Sol, sustentado por un estrato de administradores de sangre real, los "curacas", quienes obraban como jefes políticos de los "ayllus" o comunidades.
Entre éstos, los "suyuyuc apus" o "apocunas" se responsabilizaban del gobierno de cada una de las cuatro regiones o "suyus". Por cada diez mil súbditos había un funcionario conocido como "honocuraca" y así sucesivamente hasta llegar a la autoridad mínima, el "canchaca mayoc". De este modo, mediante una perfecta ramificación nadie escapaba al control del Sapa Inca. Inca sólo había uno, el Sapa Inca, y si se aplica el nombre al pueblo por él gobernado es por extensión. La casta gobernante creó su propia historia e hizo desaparecer todo recuerdo anterior a ella.


Lo que se sabe de civilizaciones previas, es por los restos encontrados en las tumbas preincaicas que hay en la región. Esas culturas anteriores habían alcanzado un buen grado de desarrollo, como las construcciones con piedra seca (sin argamasa). Entre esas culturas se puede mencionar la de Chavín, próspera en el cultivo del maíz y la papa; la de Paracas, con sus soberbios textiles; la Mochica, donde aparecen los patrones sociales que habrían de refinar los incas; la de Nazca (o Nasca), famosa por su cerámica y el trazo de las gigantescas y misteriosas figuras del desierto y los imperios de Tiahuanaco y Chimor, contemporáneos de los comienzos de la expansión inca y derrotados por ésta.
Los incas aportaron importantes innovaciones. La primera de ellas fue quizá la imposición del quechua como lengua oficial, que hasta la fecha es la lengua indígena que cuenta con más hablantes en América. Pero la base del imperio era el rígido control de los dominados. La propiedad privada no existía: la unidad de trabajo era la organización básica llamada "ayllu", que ocupaba un área determinada en donde se practicaba un tipo de trabajo colectivista en el que algunos autores han pretendido ver un principio socialista; aunque la propiedad no era comunal sino que por el contrario descansaba exclusivamente en las manos del emperador, dueño del Tahuantinsuyo (imperio).
El nombre Tahuantinsuyo proviene de dos palabras quechuas: “tahua”, que significa cuatro, y “suyo”, que quiere decir región. Esto se debe a que el imperio inca estaba dividido en cuatro regiones: el collasuyo, al sureste; el chinchaysuyo, al noroeste; el antisuyo, al noreste y el continsuyo, al oeste. La capital y sede del gobierno de este imperio era Cusco (o Cuzco). Se atribuye al gobernante Pachacútec (1418-1471), el noveno inca, el haberla convertido en un centro espiritual y político. Él, desde su llegada al poder en 1438, y más tarde su hijo Túpac Yupanqui (1441-1493), dedicaron cinco décadas a la organización y conciliación de los diferentes grupos tribales bajo sus dominios, entre ellos los lupacas y los collas. Durante ese periodo el dominio de Cusco llegó hasta Quito, al norte, y hasta el río Maule al sur, integrando culturalmente a los habitantes de 4.500 km. de cadenas montañosas.


En una sociedad que no tenía propiedad individual ni una economía monetaria, el concepto del valor estaba representado por la "mita", la obligación de todo individuo de ejecutar una determinada tarea de trabajo, ya fuera agrícola, artesanal, en las minas o en las obras públicas. Los alimentos eran almacenados para su reparto entre toda la población. Ya fuera maíz, pescado seco, algodón, telas, sandalias o cuerdas, todo era conservado en los graneros reales y así lo vieron los primeros cronistas españoles como Francisco de Jerez (1504-1554), quien citaba que estos bienes estaban ordenados en cestos apilados hasta el techo como en las bodegas europeas.
En ocasiones, todos los habitantes de un "ayllu" estaban destinados a una mita especial; por ejemplo, ser portadores de las literas reales, llevar mensajes o conservar los grandes puentes, como era el caso de quienes vivían en la aldea de Curahuasi, encargados de mantener en buenas condiciones el gran puente colgante Huacachaca sobre la garganta del río Apunmac. Tan profundamente arraigada estaba esta costumbre, que siguieron cuidando del puente hasta 1840, años después de establecido el régimen republicano.
Componían el "ayllu" los "puric" o peones, es decir, todos los varones cuya edad y salud fuesen compatibles con el trabajo agrícola, y sus familias, los "hantunruna". No existía la posibilidad de que un "puric" saliera de su "ayllu". Allí donde nacía, allí moría. Con ellos, esto es, con la explotación de su mano de obra, se cimentó el crecimiento del imperio.
El sistema funcionaba en base a un estricto patrón decimal, cuya herramienta de cómputo era el "quipu", un conjunto de nudos que hábiles contadores manejaban con gran destreza. El cronista español Pedro Cieza de León (1520-1554), que escribió inmediatamente después de la sanguinaria conquista, afirmó que en la capital de cada provincia había contables que eran llamados "quipu camayocs" los cuales al cabo de uno, diez o veinte años daban cuenta al supervisor del Estado de una manera tan exacta que "ni siquiera faltaba un par de sandalias".
Este cálculo decimal comenzaba ya desde el "puric": diez de ellos estaban sometidos a un capataz; diez capataces estaban a las órdenes de un encargado y diez encargados obedecían a un jefe, y así sucesivamente por aldeas, tribus, provincias, por cuartas partes del imperio hasta el Inca mismo. Esta organización demandó una impresionante burocracia calculada en unos 1.331 funcionarios por cada 10.000 habitantes.


También en la élite ocurría otro tanto. Los "orejones" eran de sangre real, pero nacían y morían dentro del "ayllu" del Inca, aunque su vida era mejor. Para distinguirse del vulgo se perforaban las orejas y el orificio era ensanchado para que en él cupiera un adorno de oro o joyas, según su posición. En cuanto al resto de los varones, se podía alcanzar la posición de "curaca" o administrador, pero no más.
El caso de las mujeres resultaba muy distinto. Al llegar a la pubertad se las sometía a la ceremonia de peinar sus cabellos. Cuando alguna era particularmente hermosa o poseedora de cierta habilidad, como tejer, podía ser destinada a cualquiera de los colegios internados de las provincias y aun del propio Cusco. Así se le abría la posibilidad de contraer matrimonio con algún noble o incluso llegar a convertirse en hija del Sol, o sea, concubina del Inca.
El Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), hijo de la princesa Isabel Chimpu Ocllo (1523-1571) y del capitán conquistador Sebastián Garcilaso de la Vega (1507-1559), en sus "Comentarios reales" describió detalladamente la condición femenina en el Imperio Inca. Las "vírgenes del Sol" constituían la flor y la nata, eran de sangre real y se alojaban cerca del Templo del Sol, en Cusco. Se las elegía desde la pubertad para que no hubiera dudas de su doncellez, y tenían que ser bellísimas. Sumaban unas mil quinientas. Al llegar a la madurez, algunas eran nombradas "mamaconas" y se hacían cargo de quinientas vírgenes. Todos los utensilios de mesa eran de oro, y además las doncellas tenían derecho a poseer un jardín enrejado con muebles preciosos. Si alguna faltaba a su voto de castidad se la enterraba viva, y su cómplice, con mujer, hijos, servidumbre y parientes próximos eran condenados a la horca. Pero además se daba muerte a sus llamas, se derribaba su casa y sobre su campo se esparcían piedras para que nada se volviera a cultivar. Las "vírgenes del Sol" tenían por cometido tejer las ropas del Inca y de su Coya, que era su esposa, elegida entre sus hermanas. Si alguna de estas vírgenes provincianas llegaba a acostarse con el Inca, era llevada al palacio real para servir a la reina, hasta el día en que fuera devuelta a su provincia, ricamente dotada de tierras y privilegios.


La mujer común, mientras tanto, se dedicaba al cuidado de la casa, hilaba y tejía, aunque poco, pues la vestimenta india -según cuenta Garcilaso- tenía una sola pieza. Hombres y mujeres trabajaban juntos en los campos. Estaba permitida la prostitución, pero las rameras vivían solas en el campo en miserables chozas y se les prohibía acudir a poblado para que ninguna mujer pudiera verlas.
La disciplina impuesta por la organización social de los incas era tan poderosa que creó verdaderos reflejos condicionados, capaces de operar independientemente de cualquier otra motivación. La agricultura formaba parte de esa disciplina y estaba tan arraigada que cuando en el año 1536 los indígenas reaccionaron ante los conquistadores sitiando la ciudad de Cusco donde se habían hecho fuertes los españoles, al llegar la época de la siembra el ejército inca se desbandó porque sus integrantes partieron hacia los campos de cultivo.
La agricultura del Tahuantinsuyo tuvo el gran mérito de adaptarse y desarrollarse en un medio geográfico que, a primera vista, no ofrecía las mejores condiciones. El relieve montañoso donde habitaba la mayor parte de la población, por ejemplo, fue aprovechado mediante la construcción de andenes o terrazas de cultivo que les permitió utilizar las laderas de las montañas. Estas verdaderas escaleras gigantes, erigidas sobre terraplenes con muros de contención de piedra, evitaban que las lluvias arrastraran la tierra y sus cultivos al fondo de los valles.
En esas terrazas obtenían hasta tres cosechas anuales, sobresaliendo las del maíz, el camote, los porotos, las calabazas, el maní y la quinoa, esta última con un 50% más de contenido proteico que el arroz, el trigo o el maíz. Estas plantas eran sembradas rotativamente, empleándose fertilizantes naturales como el guano de la costa, llevado especialmente hasta los Andes a lomo de llama. También cultivaron más de dos centenares de variedades de la papa en los valles de mayor altura, las que conservaban y almacenaban a través de su deshidratación. De ellas surgió el chuño, consumido por los ejércitos incaicos en sus empresas de conquista.
También la desértica franja costera del Tahuantinsuyo sirvió para obtener recursos a través de la agricultura y la pesca. La aplicación de técnicas hidráulicas de muy antigua data, como el riego artificial por medio de una extensa red de canales, posibilitaron las labores agrícolas en esta región. Igualmente, se excavaron pozos para poder contar con agua dulce y se utilizaron los fertilizantes.
Sin dudas la sociedad incaica fue un admirable ejemplo de organización socio política que le permitió implementar el sistema agrícola más avanzado de la América precolombina.

12 de septiembre de 2020

Guillermo Saccomanno: “Más allá de que Borges podía deplorar a Arlt, algo tienen en común”


El escritor argentino Guillermo Saccomanno (1948) nació en Buenos Aires y actualmente alterna su residencia entre esa ciudad y Villa Gesell. Tras trabajar en publicidad, en 1972 comenzó a hacerlo como guionista de historietas para la editorial Columba y, dos años después, lo hizo en la revista “Skorpio” editada por Ediciones Record. En ella publicó las historietas “Derek” y “El condenado”, ambas ilustradas por el dibujante Domingo Mandrafina (1945). Durante años se dedicó plenamente al guión de historietas y colaboró con editoriales españolas, inglesas, italianas y norteamericanas, y también en las revistas argentinas “Fierro”, “Puertitas” y “Superhumo(r)”, una actividad que lo llevó a colaborar con destacados dibujantes como Alberto Breccia (1919-1993), Francisco Solano López (1928-2011) y Leopoldo Durañona (1938-2016). En 1979 publicó un libro de poemas: “Partida de caza” y, cinco años más tarde, mientras seguía produciendo historietas, se inició en la narrativa con la aparición de la novela “Prohibido escupir sangre” y el libro de cuentos “Situación de peligro”. A ellos les seguirían, con el correr de los años, las novelas “Roberto y Eva. Historias de un amor argentino”, “El buen dolor”, “La lengua del malón”, “El pibe”, “77”, “El oficinista”, “Cámara Gesell” y “Terrible accidente del alma”; los libros de cuentos “Bajo bandera”, “Animales domésticos”, “La indiferencia del mundo”, “El sufrimiento de los seres comunes” y “Cuando temblamos”; y los tomos de no ficción “Un maestro. Una historia de lucha, una lección de vida” -sobre la vida del militante y educador Orlando Balbo (1948)- y “Antonio” -sobre su amistad con el escritor Antonio Dal Masetto (1938-2015)- . En colaboración con el escritor y guionista de historietas Carlos Trillo (1943-2011) escribió la “Historia de la historieta argentina”, y con la novelista, cuentista, dramaturga y poeta Fernanda García Lao (1966) hizo lo propio con la novela “Amor invertido” y el libro de relatos “Los que vienen de la noche”. En la actualidad Saccomanno escribe una columna semanal titulada “La poética” en el Suplemento Literario de la Agencia Nacional de Noticias Télam, es un asiduo colaborador del diario “Página/12” y coordina talleres literarios. El nº 2.364 de la revista “Caras y Caretas” aparecida en abril del corriente año, fue dedicado íntegramente a la figura del insigne escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942). En ella, a través de la entrevista que le realizó Virginia Poblet, Saccomanno hace una entusiasta e irrefrenable cadena de reflexiones sobre el personaje en cuestión, autor de, entre otras obras, las inolvidables “Aguafuertes porteñas”.


¿Qué más se puede decir de Roberto Arlt? Vivió poco, escribió mucho: novelas, cuentos, obras de teatro, aguafuertes. Sus textos se reeditan una y otra vez y se estudian tanto como su vida. Se desmenuza su obra, se hacen coloquios, tesis y monografías. ¿Qué más?

Es un hartazgo hablar de Roberto Arlt a esta altura de la vida. Yo lo descubrí a los 15 años. En el fondo de mi casa había un galpón con una biblioteca enorme. Mi viejo era militante gremial, socialista, perseguido, y en esa biblioteca inabarcable estaban los rusos Bakunin, Dostoyevski, y los franceses Émile Zola, Victor Hugo, todo Balzac. Creo que tuve dos “cracks” en mi vida de lector: uno fue cuando descubrí a Dostoyevski, a los 14; hasta ahí yo era lector de historietas, aventuras, Oesterheld, Salgari, etcétera. Pero ahí algo me pasó, y eso fue equivalente a lo que me sucedió después, cuando leí por primera vez “El juguete rabioso”. A partir de ahí leí todo Arlt. Justo en ese momento empecé a laburar de cadete en una agencia de publicidad. Muy pibe, tenía quince años. Y Arlt fue como mi “Guía Peuser”, me enseñó a descubrir la ciudad. Estoy hablando de los ‘60. La obra de Arlt ya tenía más de veinte años. Lo que más me impresionaba es que esos personajes estaban vivos en ese momento. Yo los siento vivos hoy.

¿Por qué?

Porque había un reconocimiento de la ciudad y de sus seres. Arlt te enseña “los abismos del alma humana”, la traición, la abyección, la humillación, el resentimiento, y creo que todo eso sigue vivo. Para mí los personajes de Arlt son desclasados de clase media. No es una clase de literatura obrerista, sus personajes son sujetos urbanos, están ahí. Yo como pibe leía a Arlt y estaba viendo la realidad, me estaba viendo y me estaba reconociendo a mí mismo. Nada mejor en la literatura que los textos que te incomodan y te cuestionan, y Arlt me afirmaba en mis dudas. Un día me tomé el tren a Temperley nada más que para pasear por ahí y ver qué quedaba de lo que él había escrito. Lo mismo me pasó cuando leía “El amor brujo”, que muestra al matrimonio como una institución donde se juegan los resortes de la hipocresía social, la normativa social impuesta a través del matrimonio, la familia, el capitalismo. Pero también hay otra cosa en Arlt: cuando leés el discurso del Astrólogo en “Los siete locos” y ves esa “combineta” que hace entre Mussolini y Lenin, ¡es Perón! Si pensás que Perón tiene una formación mussoliniana y que a la vez Perón da, no me acuerdo en qué año, una clase en el Liceo Militar donde dice que en 1917 comenzó la era de las revoluciones populares… ¡Perón está hablando de la revolución rusa! Este tipo formado en Mussolini, que tiene simpatías claras con el Eje, está también pensando en el ‘17 en Rusia. Esta “mélange”, esta mezcla rara de sus personajes Shusheta y Mimí que es el peronismo, está en Arlt.

Arlt hacía una crítica del capitalismo. Sin embargo, sus personajes son individualistas, quieren dar el batacazo, salvarse.

“Los siete locos” comienza a partir de la estafa que hace Erdosain en la compañía azucarera. Es típico de clase media. Eso del canallita, de “rajá, turrito, rajá”, ¿por qué no decírselo a Macri? La clase media tiene esa cosa de traición de clase. La clase media, que fue tal vez la más favorecida con el gobierno kirchnerista, es también la que se identifica con el poder y termina votando a Macri. Arlt decodifica el funcionamiento de esta sociedad. ¿Cuál es la ecuación que sostiene el sistema capitalista o es emblemática del capitalismo? Sexo, dinero, poder. Esto está en Arlt.

Es una ecuación que no perdió actualidad.

Funciona. ¿Por qué no pensar que los personajes de Arlt son fascistas en potencia? Lo que plantean sus personajes es un golpe de Estado. A mí lo que me revienta es la lectura izquierdista de Arlt, creo que va más allá. La crítica al capitalismo se la ve en ese cóctel explosivo que está muy clara en “Los siete locos”. Después, el teatro de él va por otro lado. En “Saverio, el cruel” entra a trabajar otra dialéctica, otros mecanismos del poder, pero “Los siete locos” y “Los lanzallamas” son también un análisis del fascismo. ¿Qué se proponen? La toma del poder. ¿Cómo? Trayendo el oro de la Patagonia, explotando a las putas de los burdeles del rufián melancólico para financiar explosivos. Se plantean la toma del poder y, por qué no, la guerrilla. La lectura que impone Arlt es la lectura de la violencia política.

En los muchos estudios que se hicieron de su obra se señala su manejo del lenguaje, el pasaje del tú al vos, el uso de palabras y formas antiguas de conjugar verbos, probablemente a partir de la influencia de los libros que leyó Arlt y sus malas traducciones.

Son palabras que vienen de traducciones de Calleja o de Sopena. Pensemos que Dostoyevski, la literatura rusa, la hemos leído de tercera agua, traducida del francés en algunos casos y no sé si del inglés. Habría que ver cuál era el sistema de traducciones con el que trabajaba, aunque no creo que eso le preocupara mucho tampoco. Arlt era una rara bestia narrativa, entre otras cosas porque su prosa, que no está exenta de tremendismo, construye figuras que son muy expresionistas para la época. Yo creo que si uno pensara quién puede ilustrar a Arlt, alguien que cuaja perfectamente es George Grosz. Así como Grosz vivió la escuela de la República de Weimar, los personajes aquí son los mismos: el burgués, el desclasado, la prostituta, el burdel.

No parece que la verdadera molestia de sus detractores pasara por sus faltas de ortografía o el uso del lunfardo.

No, claro, lo que se le hace es una crítica de clase, una crítica política. Lo mismo puede aplicarse más acá, si querés, a Lamborghini, que fue corrido mucho tiempo del sistema de prestigio. Copi también. Creo que nuestros mejores escritores, llámense Di Benedetto o Puig, están fuera de los cánones de su época, muchas veces sin proponérselo. Es una crítica de clase. Arlt es un tipo que tiene una gran cultura popular. El tipo trabaja en el periodismo y es lector de las novelas de Ponson du Terrail, de “Fantômas”. La composición no de los personajes sino de la trama de “Los siete locos” tiene algo rocambolesco y también algo de la literatura miserabilista de Eugène Sue, de “El judío errante”, “Los misterios de París”; pareciera que esa fuera la fuente nutricia de Arlt, pero también Dostoyevski. Creo que hay además un prisma muy personal de esa literatura. Cuando se critica a Arlt también se critica la cultura popular, que sus fuentes no son genuinas, no son las fuentes de Borges. Pero guarda, que Borges también es un atorrante, porque de lo que nos olvidamos es de que Borges publica la “Historia universal de la infamia” en el diario “Crítica”. Empecemos a rever dónde estaba cada uno en ese momento, y más allá de que Borges podía deplorar a Arlt, algo tienen en común.

A Arlt lo rescataron escritores de generaciones posteriores.

A partir de la generación de “Contorno”. Arlt era una figura muy conflictiva para la cultura argentina de ese momento. Por otro lado, es curiosa la relación que tiene Arlt con Ricardo Güiraldes, de quien era como su asistente. Güiraldes lo convence de cambiar el título “La vida puerca” por “El juguete rabioso”. Y las dos grandes novelas de la Argentina de esa época son “Don Segundo Sombra” y “El juguete rabioso”, las dos de 1926. O sea que Arlt tenía contacto con la intelectualidad de la época, era un “outsider” pero no era un desinformado. Sí era un tipo desplazado por la “intelligentsia”. En ese momento no se define con respecto a formar parte del grupo de Boedo o de Florida. Creo que mantiene relaciones con ambos, está ahí en el medio. Esto lo vuelve más interesante. De algún modo, él elige la figura del apartado. Hay varias situaciones en Arlt. Es curioso que cuando descubre el teatro deja de escribir novelas: está esa obra de la galleguita que se suicida. Habría que analizar atentamente esa figura, si es solamente la puta o si la puta es algo más que tiene que ver con la reivindicación de la naturaleza femenina o con el género. Lo agarres por donde lo agarres, Arlt es muy interesante. Hoy es un objeto académico. Piglia, que fue un gran pensador de la literatura y un fan de Arlt, contribuyó a ponerlo en el lugar donde está ahora.

¿Vuelve a leerlo cada tanto?

Sí, no sé si todos los años, pero cuando lo leo vuelvo a quedar pegado y tengo otra percepción, diferente a la que tenía a los 15 años o a la que tenía a los 30. No conozco a nadie que haya pasado por Arlt y haya salido indemne.

¿Por qué cree que sigue vigente su obra?

Creo que Arlt sigue siendo molesto. Yo vivo en Villa Gesell y acá, en Retiro. Hace más de treinta años que vivo acá. Cuando salgo a caminar todas las mañanas temprano y bajo a la Costanera Sur, veo a un ejército de pibas y pibes que van a laburar acá a Catalinas. Son personajitos de Arlt. Por más que ellos vayan con pantalones bombilla y zapatos de punta cuadrada y ellas con tacos, ¡son explotados! Son los que Lenin llamaba explotados de cuello blanco. Arlt está ahí, en todas esas oficinas de Catalinas. Esos pibes que manejan guita en una computadora y hacen un desfalco. Yo los veo a los cajeros de los bancos, que tienen el gesto como encallecido, que la simpatía les cuesta. Esta zona es una fábrica de Erdosains. ¿Cómo puede ser feliz alguien contando guita ajena? ¿Cómo no te va a volver Erdosain esto?

6 de septiembre de 2020

José Gervasio Artigas: buscado vivo o muerto


El 11 de febrero de 1814, el director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Gervasio Antonio Posadas (1757-1833), expidió un insólito bando: se ofrecían 6.000 pesos a quien entregara la cabeza de José Artigas, al que se declaraba “enemigo de la Patria”. El decreto decía textualmente: “Art. 1 - Se declara a don José Artigas infame, privado de sus empleos, fuera de la Ley y enemigo de la Patria. Art. 2 - Como traidor a la Patria será perseguido y muerto en caso de resistencia. Art. 3 - Es un deber de todos los pueblos y las justicias, de los comandantes militares y de los ciudadanos de las Provincias Unidas perseguir al traidor por todos los medios posibles. Cualquier auxilio que se le dé voluntariamente será considerado como crimen de alta traición. Se recompensará con seis mil pesos a los que entreguen la persona de don José Artigas vivo o muerto”.
¿Por qué el teólogo y filósofo Posadas echaba mano a ese recurso bárbaro? La respuesta hay que buscarla en el efecto de demostración provocado por el jefe oriental en las masas del antiguo virreinato. En su libro “Revolución y guerra” (1972), el historiador argentino Tulio Halperín Donghi (1926-2014) señalaba agudamente que los efectos sociales de la Revolución de Mayo fueron diferentes según las regiones donde se proyectaron los ejércitos patrios: “En el Alto Perú las expediciones enviadas por Buenos Aires exhibieron una actitud indigenista que pudo ser de consecuencias explosivas en la estratificada sociedad del altiplano. En el interior del actual territorio argentino, en cambio, el efecto de la presencia patriota fue consolidar el orden social preexistente”. En la Banda Oriental, el proceso fue muy distinto.
El antiguo estanciero y capitán del Cuerpo de Blandengues José Gervasio Artigas, nacido en Montevideo el 19 de junio de 1764, tenía en ese entonces una dilatada campaña en favor de la independencia de los pueblos americanos. Ya en 1797 combatía contra el robo de ganado y el contrabando en la Banda Oriental y para proteger la frontera con Brasil de las pretensiones de los portugueses. En 1806, durante las invasiones inglesas, participó en la reconquista de Buenos Aires y en la defensa de Montevideo a las órdenes de Santiago de Liniers (1753-1810).


En febrero de 1811, cuando el Gobernador español de Montevideo, Javier de Elío (1767-1822) -nombrado Virrey del Río de la Plata por el Consejo de Regencia español- le declaró la guerra a la Junta revolucionaria creada en Buenos Aires en mayo de 1810, Artigas desertó de la guarnición de Colonia y se puso a disposición del gobierno porteño, quien le dio el grado de Teniente Coronel, ciento cincuenta hombres y doscientos pesos para iniciar el levantamiento de la Banda Oriental contra el poder español.
Artigas fue reclutando un verdadero ejército popular formado por andrajosos gauchos orientales empobrecidos y repartió entre sus paisanos las tierras y los ganados que les iba tomando a los españoles. Con estas fuerzas, el 18 de mayo de 1811 derrotó a los realistas en el combate de Las Piedras y puso sitio a Montevideo hasta que, sorpresivamente y sin consultarlo, el Primer Triunvirato que gobernaba Buenos Aires, firmó el 20 de octubre un armisticio con el virrey de Elío por el cual se comprometía a retirar las tropas patriotas.
Cuando se concretó el armisticio entre el triunvirato porteño y los realistas, que se habían hecho fuertes en Montevideo, Artigas se sintió traicionado. Entonces emprendió una suerte de “larga marcha” para alejarse del territorio que la autoridad porteña abandonaba a los españoles (y también a los portugueses). El éxodo encabezado por Artigas -conocido como el Éxodo Oriental- fue un fenómeno que reconoce pocos precedentes: miles y miles de orientales, rurales y urbanos; hombres, mujeres, viejos y chicos lo siguieron en su retirada, una muda y conmovedora protesta civil. Consta que la marcha popular fue voluntaria -al menos mayoritariamente- y que acompañaban a Artigas tanto estancieros como peones, comerciantes de buen pasar y simples pobladores de la ciudad y el campo.


Ese pueblo en marcha cruzó el río Uruguay con 1.000 carretas y unas 16.000 personas con sus ganados y pertenencias en la primera semana de enero de 1812, y se radicó en el Ayuí, en la orilla occidental del río, pocos kilómetros al norte de la actual ciudad entrerriana de Concordia, entonces perteneciente a la provincia de Misiones.
De allí en adelante, Artigas instauró en los territorios bajo su influencia una democracia elemental pero auténtica: igualitaria, austera y representativa. Hizo una reforma agraria en 1815, disponiendo que “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suertes de estancia”, con tierras confiscadas a los “emigrados, malos europeos y peores americanos”. También le dio personería activa a los indios de las antiguas misiones y luchó contra la aristocracia de Montevideo para desplazar el poder de la Banda Oriental a la campaña.
Para el grupo que, bajo diferentes formas, había detentado la autoridad en Buenos Aires desde 1810, Artigas resultaba demasiado peligroso. Los dirigentes porteños llevaban con circunspección su guerra contra España; habían mandado emisarios al rey Fernando VII (cuando éste retornó al trono) para ratificarle su sumisión; solicitaron por intermedio del Director Supremo Carlos María de Alvear (1789-1852) el protectorado británico; se negaron a enarbolar la bandera de Manuel Belgrano (1770-1820) por temor a desencadenar incontrolablemente el proceso emancipador; buscaban príncipes e infantes desesperadamente y estaban dispuestos a entregar la Banda Oriental a los portugueses a cambio de su neutralidad. Y sobre todo ejercían un claro “gatopardismo”: nada debía cambiar, aunque todo pareciera estar cambiando y sólo la “parte más sana y principal” debía gobernar.


En este contexto es donde aparece Artigas, rodeado de gauchos e indios, pidiendo la declaración de la independencia en 1813, llevando de manera intransigente la guerra contra españoles y portugueses, exigiendo que las regiones del antiguo virreinato se vincularan libremente en una Confederación y que la capital de ésta estuviera en cualquier ciudad menos en Buenos Aires, postulando un puerto libre en Maldonado, proclamando su republicanismo y repartiendo tierras a los pobres.
De aquí la guerra total que se le libró desde Buenos Aires a partir de 1812 y hasta 1820, con breves intervalos de armisticios incumplidos o promesas desvanecidas. Juntas, triunviratos y directorios pasaron por el fuerte de Buenos Aires, pero aunque estas variantes pudieran estar enfrentadas en otros aspectos, todas coincidieron en su odio a Artigas, ese caudillo federal que, entre 1815 y 1816, llegó a tener bajo su órbita a las actuales provincias de Misiones, Chaco, Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes y Córdoba.
Un formidable alivio debió haber sentido la burguesía mercantil porteña cuando, en ese año terrible de 1820, se supo que el caudillo oriental había sido destrozado (primero, por los portugueses al mando del general Carlos Federico Lecor (1767-1836) y luego por su antiguo aliado, el caudillo entrerriano Francisco “Pancho” Ramírez (1786-1821) en la decisiva batalla de Tacuarembó.
Luego de esta derrota, Artigas se perdió para siempre en las selvas paraguayas, en donde se dedicó a la agricultura en una modesta chacra rodeado de indios y campesinos guaraníes que lo llamaban “caraí marangatú” (padre de los pobres). Había desaparecido de escena el republicano más radical de la década. El camino llevado adelante por Bernardino Rivadavia (1780-1845) durante el período transcurrido entre 1821 y 1824 como ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores de la provincia de Buenos Aires durante la gobernación de Martín Rodríguez (1771-1845) y como presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata entre febrero de 1826 y junio de 1827, etapa que denominó “feliz experiencia” -aquella de establecer una cultura política afín a las nuevas concepciones liberales de la época- quedaba ahora expedito.
El largo exilio del Protector de los Pueblos Libres finalizó el día de su muerte en Ibiray, cerca de Asunción, Paraguay -país en el que su presidente José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco (1766-1840) le había concedido el asilo-, el 23 de septiembre de 1850 a los 86 años de edad.
Los restos del precursor del federalismo en el Río de la Plata, aquel que en su adolescencia se había relacionado de manera intensa con los indios charrúas llegando incluso a convivir con ellos, y cuyo ideario se había formado en su juventud con la lectura de obras como “Du contrat social” (El contrato social) y “Common sense” (Sentido común) de los filósofos Jean Jacques Rousseau (1712-1778) y Thomas Paine (1737-1809) respectivamente, fueron repatriados al Uruguay en 1855.