20 de marzo de 2023

Julio Cortázar y Fredi Guthman. La lucidez narrativa y la lucidez existencial en la génesis de “Rayuela” (4)

Publicación y corolario

El 22 de agosto de 1953 Julio se casó por civil con Aurora en el barrio parisino de La Mairie, frente a la Place d’Italie y vivieron en un pequeño departamento de la Rue de Gentilly, lugar en donde comenzó a escribir “Rayuela”. Poco después consiguió que su esposa ingresase también como traductora en la UNESCO, lo cual alivió notoriamente la estrechez económica en la cual vivía la pareja. Esta situación cambió por completo cuando el escritor español Francisco Ayala (1906-2009), a quien Cortázar había conocido en Buenos Aires mientras el autor de los ensayos “El problema del liberalismo” e “Historia de la libertad”, entre muchos otros, se había exiliado huyendo de la Guerra Civil y por entonces era profesor invitado en la Universidad de Puerto Rico, le ofreció un suculento contrato para traducir las obras completas de Edgar Allan Poe (1809-1849) para incluirlas en la colección “Biblioteca de Cultura Básica” editada por dicha universidad. La traducción, considerada por la crítica como la mejor hecha sobre la obra del escritor estadounidense, Julio ayudado por Aurora, la realizó en Roma, y dicho trabajo les reportó el dinero suficiente para adquirir una vieja casa en el barrio de Montparnasse.
A fines de agosto de 1953 le escribió a Fredi: “Me han confiado la traducción de todas las obras en prosa de Edgar Poe, trabajo para seis meses por lo menos, ya que además hay que escribir un estudio crítico-bibliográfico. En vista de eso, largué mi empleo matinal, y me voy a Roma a trabajar allá. Parece que en Roma se pueden conseguir pequeños studios o departamentos por unas 20.000 liras mensuales. Tendríamos así seis meses romanos, tiempo suficiente para llegar a conocer muy bien la ciudad. Luego volveremos a París a lo largo de la primavera, dando toda la vuelta de la Toscana y el norte. (…) Créeme que mucho esperamos que se decidan a darse una vuelta por París para estar juntos. Me da un poco la impresión de que tú y yo jugamos a las esquinitas; en Buenos Aires, te imaginaba todo el tiempo en París, y ahora es al revés. Naturalmente, el día en que llegues aquí, yo estaré en Venecia o en Budapest. Quién sabe si no somos piezas de algún misterioso ajedrez que se está jugando poco a poco. Y ya se sabe que no puede haber dos piezas en el mismo cuadro. Un gran abrazo a Natacha y otro muy fuerte para ti de Julio”.


El 16 de marzo de 1954 le envió otra carta, esta vez desde Asís, una ciudad italiana ubicada en la provincia de Perugia: “Hace tanto que te debo carta que me da vergüenza empezar ésta. Desde Roma quise escribirte muchas veces, sobre todo después de diciembre (pues hasta fin de año tuve la esperanza de que aparecieras en persona, según me habías insinuado la posibilidad). Después Edgar Poe fue más fuerte que mis ganas de escribirte. Después de 15 páginas diarias de traducción, uno no está en condiciones físicas ni mentales para escribir. Ahora, hoy, es muy distinto. Aunque estoy muy cansado, es de la cintura para abajo, después de subir y bajar a pie todo Asís. Ahora, desde el hotel, me resulta muy grato escribirte. (…) Aurora y yo llegamos a Asís haciendo una escapada de una quincena que terminará en Firenze, donde yo tengo que acabar de traducir a Poe y escribir el prólogo. Nos hacía falta esta vacación después de 6 meses de trabajo seguido. He traducido 1.300 páginas de Poe. (…) Nuestra temporada en Roma fue estupenda. Ahora contamos quedarnos mes y medio en Firenze, tiempo suficiente para verla bastante bien. Después veremos el norte, pues ya cobraré por fin el Poe y dejaré de vivir haciendo equilibrios terribles. Y volveremos a París, que extraño terriblemente. Escribe y dime si vendrás a París, si nos veremos. Siempre esperamos ir a B.A. a fin de año, pero depende de que la Unesco me dé trabajo y dólares. Ya veremos. Dale un gran abrazo a Natacha de mi parte. Aurora les manda sus cariños, y yo te abrazo fuerte. Julio”.
Entre 1955 y 1962, Julio y Aurora realizaron cuatro viajes a Buenos Aires. Durante ese período concluyó los cuentos que se incluyeron en “Las armas secretas”, los relatos cortos que conformarían “Historias de cronopios y de famas” y la novela “Los premios”. Se encontró con viejos amigos, pero no pudo hacerlo con Fredi Guthmann, quien ya no vivía en Buenos Aires. Con quien sí se encontró fue con el cineasta argentino Manuel Antín (1926), quien le había solicitado autorización para filmar el cuento “Cartas de mamá” adaptado por el guionista Antonio Ripoll (1930-2011) bajo el título “La cifra impar”. El director cinematográfico contaría años después detalles de aquel encuentro: “Julio y yo nos comunicamos por teléfono y quedamos en encontrarnos en la sala del microcine de los laboratorios Alex, que estaba en Dragones 2250. Y ahí vimos la película por primera vez. Estábamos él y yo solos en la sala. Julio en el asiento de atrás y yo, para no sufrir cualquier expresión de desagrado, me puse adelante. En una escena determinada, en la que la madre sube la escalera, el hijo la mira y le dice ‘mamá, sí, Laura es vos’, en ese momento Cortázar me puso la mano sobre el hombro y me dijo: ‘Pibe, entendí mi cuento’. Seguramente, una gentileza de un escritor afectuoso. Hasta ahí teníamos un trato profesional, pero desde ese momento nos tuteamos y nos hicimos amigos”. Finalmente, el filme se estrenaría el 15 de noviembre de 1962.


También usó parte del tiempo para revisar “Rayuela” y, ¿premonitoriamente?, tuvo la oportunidad de conocer personalmente al editor Paco Porrúa y a su esposa, en cuya casa compartieron una cena. Porrúa había fundado en 1955 Ediciones Minotauro y era uno de los principales editores en Editorial Sudamericana. Para ella, por encargo de Paco -como amistosamente se lo conocía- Cortázar hizo la traducción de “Mémoires d'Hadrien” (Memorias de Adriano) de la escritora francesa Marguerite Yourcenar (1903-1987). Tiempo después le escribiría desde París: “A usted y a su mujer les tengo un poco de rabia: yo me iba muy tranquilo de Buenos Aires cuando los conocí, y entre los dos me estropearon la partida. Hubiera querido quedarme dos o tres meses más para seguir charlando con ustedes, en esa maravillosa tarea de pasarle revista al mundo con nuevos amigos, que es como lavarle la cara y hacerlo más tolerable. Qué absurdo que no nos hayamos conocido muchos años atrás”.
Asimismo por entonces, desde Buenos Aires, le escribió a su amigo el catedrático y ensayista francés Jean Philippe Barnabé (1954) diciéndole que había terminado de escribir la novela “Los premios” y que estaba escribiendo otra “más ambiciosa, que será, me temo, bastante ilegible; quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela, sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género”. Se refería, claro está, a “Rayuela”, obra en la que estaba enfrascado aún durante los viajes laborales que debía realizar para la UNESCO.
Ya en mayo de 1961 le había escrito una carta a Porrúa en la que le contaba que había terminado una primera versión de “La rayuela”. Y en agosto, en otra carta, le dijo que “no me imagino a la Sudamericana publicando eso. Se van a decepcionar horriblemente, este Cortázar que iba-tan-bien”. Y al mes siguiente le escribió a Paul Blackburn (1926-1971), el escritor estadounidense que había traducido sus cuentos al inglés y era su agente literario en Estados Unidos, diciéndole que había terminado la versión definitiva de “Rayuela” (le había quitado al título el artículo La). “Es, creo humildemente, una cosa muy bella”, y le expresó que se trataba de un libro “infinito” ya que podría “seguir y seguir añadiendo partes nuevas hasta morir. Pienso que es mejor separarme brutalmente de él. Lo leeré una vez más y enviaré el condenado artefacto a mi editor. Si te interesa saber lo que pienso de este libro, te diré con mi habitual modestia que será una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana”. Y en una carta a Paco Porrúa le dijo: “El libro tiene un sólo lector: Aurora. Su opinión del libro puedo quizá resumírtela si te digo que se echó a llorar cuando llegó al final”.


De regreso en París, le escribió a Fredi: “He pensado mucho en vos en estos últimos tiempos, porque mi próximo libro, que se llamará ‘Rayuela’ y se publicará -if we are lucky- a fines de año, va a ser el libro donde me vas a encontrar a fondo, donde vos y yo hemos dialogado muchas veces sin que lo supieras. No es que seas un personaje de la obra, pero tu humor, tu enorme sensibilidad poética, y sobre todo tu sed metafísica, se refleja en la del personaje central. Por suerte no hay nada de autobiográfico en ese libro (salvo episodios de mis primeros dos años en París) pero en cambio he puesto todo lo que siento frente a este fracaso total que es el hombre de Occidente. Contrariamente a vos, el personaje central no cree que por los caminos del Oriente se pueda encontrar una salvación personal. Entrevé esa vieja sospecha de que el cielo está en la tierra, pero es demasiado torpe, demasiado infeliz, demasiado nada para encontrar el pasaje. Todo eso se mezcla con episodios que van mostrando lo que le pasa en este mundo a un tipo que pretende ser consecuente con esas ideas. Escribime alguna otra vez, o vení a París donde siempre te esperamos. Aurora los abraza a los dos, y también Julio”.
Finalmente “Rayuela” se publicó en Buenos Aires el 28 de junio de 1963 y su aparición implicó una verdadera revolución en el lenguaje literario ya que Cortázar, a diferencia de la narrativa tradicional, propuso dos maneras de leerla: o bien leyendo los capítulos en su orden consecutivo o bien siguiendo un “tablero de dirección” -como él lo llamó en la primera página del libro- que indica el orden en el que se pueden leerlos. “Rayuela” indudablemente marcó un hito insoslayable dentro de la narrativa contemporánea. Tras su publicación y el suceso que alcanzó la “contranovela”, como la llamó el propio Cortázar, se sucedieron las traducciones a muchos idiomas, los artículos y ensayos críticos, las invitaciones a conferencias, las cartas enviadas por otros escritores o simplemente lectores, etc. “Recibo muchas cartas, sobre todo de gente joven y desconocida, donde me dicen cosas que bastarían para sentirme justificado como escritor”, le escribió unas semanas después a su amiga la escritora y crítica literaria Ana María Barrenechea (1913-2010).
Como no podía ser de otra manera, también recibió una carta de Fredi Guthmann felicitándolo, a la cual Cortázar respondió el 24 de septiembre de 1963: “Valía la pena escribir ‘Rayuela’ para que alguien como tú me dijera lo que me has dicho. Ahora empezarán los filólogos y los retóricos, los clasificadores y los tasadores, pero nosotros estamos del otro lado, en ese territorio libre y salvaje y delicado donde la poesía es posible y nos llega como una flecha de abejas, como me llega tu carta y tu cariño. Fredi y Natacha, ojalá que podamos vernos en París. Un abrazo muy fuerte para los dos de Julio”. También fueron múltiples los comentarios halagüeños de sus colegas, por ejemplo el mexicano Octavio Paz (1914-1998): “Prosa hecha de aire, sin peso ni cuerpo pero que sopla con ímpetu y levanta en nuestras mentes bandadas de imágenes y visiones, vaso comunicante entre los ritmos callejeros de la ciudad y el soliloquio del poeta”, o el colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014): “Una obra tan bella e indestructible como su recuerdo”, o el mexicano Carlos Fuentes (1928-2012): “Cortázar es casi un Bolívar de la literatura latinoamericana. Es un hombre que nos ha liberado, que nos ha dicho que se puede hacer todo”.


El escritor chileno Luis Harss (1936), por su parte, en el capítulo titulado “Julio Cortázar, o la cachetada metafísica” de su libro “Los nuestros” afirmó: “En ‘Rayuela’ la broma, el chiste y la burla son no sólo condimentos sino parte de la dinámica de la obra misma. Con ellos Cortázar construye escenas enteras. Nos prepara una sorpresa y un chasco en cada página. Explota con brillo el grotesco, la ironía, el glíglico -su jeringoza-, el retruécano, la obscenidad y hasta el clisé, que saborea con apetito carnívoro. La farsa alterna con la fantasía, el vulgarismo y el lunfardo con la erudición. Todos los recursos del arte cómico se suceden en su obra con un virtuosismo deslumbrante”. Y el escritor argentino Néstor García Canclini (1939) aseguró en su ensayo “Cortázar. Una antropología poética” que “Rayuela” es “una especie de metáfora de la inagotable significación del universo, de su ilimitada ambigüedad. En ello, más aún que en las imágenes, radica su sentido poético”.
El propio Cortázar señalaría tiempo después que originalmente la novela iba a llamarse “Mandala”, el símbolo espiritual y ritual de las religiones hindúes que representa el universo, un tema sobre el cual había mantenido extensas conversaciones con Fredi. “Cuando pensé el libro, estaba obsesionado con la idea del mandala, en parte porque había estado leyendo muchas obras de antropología y sobre todo de religión tibetana. La tentativa de encontrar un centro era y sigue siendo un problema personal mío. ‘Rayuela’ prueba cómo mucho de esa búsqueda puede terminar en fracaso, en la medida en que no se puede dejar así nomás de ser occidental, con toda la tradición judeocristiana que hemos heredado y que nos ha hecho lo que somos. La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo.


Muchas cosas pasarían en la vida de Cortázar después de la publicación de “Rayuela”, tanto en lo literario y lo afectivo, como en lo político y lo ideológico, aspectos todos ellos que marcaron su vida hasta su fallecimiento en París el 12 de febrero de 1984. Mientras tanto Guthmann se retiraba de los negocios y cerraba la joyería para afincarse definitivamente en Mar del Plata, donde pasó sus últimos años dedicándose a la lectura y meditación de los grandes místicos y a escuchar la música barroca de su admirado Johann Sebastian Bach (1685-1750). Si se le preguntaba por qué no publicaba sus poemas, respondía “mi hora ya ha pasado”. En 1992 sufrió un infarto cerebral que lo privó del habla, y el 8 de enero de 1995 falleció en la ciudad balnearia. Su obra poética fue editada póstumamente por Natacha, su viuda. En 1997 apareció “La grande respiration dansée” (La gran respiración bailada) y al año siguiente “Le grand matin définitif” (La gran mañana definitiva). Luego, en 2004, por iniciativa de la Dirección Cultural de la Alliance Française (Alianza Francesa), la editorial Somogy Éditions d'Art publicó en París “Fredi Guthmann”, una obra en la que se incluyeron los testimonios fotográficos de sus expediciones por Asia y el Pacífico, su numerosa correspondencia, junto a textos de y sobre el autor.

19 de marzo de 2023

Julio Cortázar y Fredi Guthman. La lucidez narrativa y la lucidez existencial en la génesis de “Rayuela” (3)

Paseos y prolegómenos

Poco antes de partir le escribió a Fredi: “Estoy encantado con la noticia de que se puso a traducir ‘Les rois’. No me importa en absoluto que se represente o no (vanidad peligrosa es el teatro) pero me siento muy orgulloso de que usted haya considerado a ‘Los reyes’ digno de traducirse al francés. Por supuesto que esperaré que algún día me haga llegar esa traducción, cuya perfecta coincidencia con el original está descontada -lo que no ocurriría con otro traductor que me conociera menos y se limitara a repetir las palabras-. Muchas gracias de nuevo, y ojalá algún día pudiera yo tener la recompensa de traducir cosas suyas -que tan poco y mal conozco, pero que tanto admiro- al español. (…) Preparo mi viaje. Un amigo me ha sugerido alguna combinación para habitar en la Ciudad Universitaria mientras esté en París. (…) En cuanto a Italia, haré una vida errática, pero me gustaría que (si algún día le vienen ganas de hacer de cicerone epistolar) me diga cuáles son las ciudades y aún las cosas dentro de ciudades que me aconseja ver. No quiero trazarme desde aquí un itinerario meramente estético, para el cual me ayudarían mis lecturas. Tengo un poco de miedo al procedimiento. (…) Cariños a Natacha y un gran abrazo para usted”.
Y poco después, tras recibir la respuesta, le escribió otra: “Querido Fredi: Le agradezco de todo corazón su generosa oferta de dinero. No será necesaria, pero tenga la seguridad de que si hubiese necesitado más plata, no hubiera vacilado en pedírsela. Me arreglaré bastante bien con lo que he juntado. Eso sí, acepto su ofrecimiento de una lista de amigos franceses e italianos, y también todo lo que pueda decirme usted sobre condiciones de vida en París. Puedo vivir en una piecita cualquiera, y comer en donde el apetito me sorprenda. Me dicen que París es horriblemente caro, pero que en cambio puedo economizar más en Italia. De manera que si tiene diez minutos libres, mándeme sus consejos. Me vendrán estupendamente”. Me parece estupendo que persista usted en traducir ‘Los reyes’. ¿De veras suena bien en francés? Un par de personas me habían dicho que les parecía notar una analogía entre ciertas formas poéticas francesas y mis diálogos. No sé, pero me gusta tanto que usted haga con él esa cosa tan bella que hizo con los cuentos y con Ícaro. Y me gusta que haya alguien en Francia a quien le guste el libro… y lo cite. Uno se siente muy importante. Querido Fredi, que tengan ustedes el mejor de los viajes, y un grandísimo abrazo de su amigo Julio”.
Embarcado en el transatlántico “Conte Biancamano”, a mediados de enero de 1950 comenzó su tan anhelada excursión. No sólo visitó París, también fue a Italia y recorrió Roma, Florencia, Padua, Ravenna, Siena y Venecia. El 22 de febrero le escribió una carta a Aurora contándole sus andanzas y, sugestivamente, agregó: “A ratos me siento un poco solo y preferiría compartir experiencias que han sido magníficas”, una suerte de premonición de lo que ocurriría en un par de años. A bordo del buque “Anna C” regresó a Buenos Aires en abril. Años después escribió “Razones de la cólera”, un texto que sería incluido como capítulo final de su poemario “Salvo el crepúsculo” publicado en 1984. Allí expresó: “Desembarqué en un Buenos Aires del que volvería a salir dos años después, incapaz de soportar desengaños consecutivos que iban desde los sentimientos hasta un estilo de vida que las calles del nuevo Buenos Aires peronista me negaban. ¿Pero para qué hablar de eso en poemas que demasiado lo contenían sin decirlo? La ironía, una ternura amarga, tantas imágenes de escape eran como un testamento argentino de alguien que no se sentía ni se sentiría jamás tránsfuga pero sí dueño de vender hasta el último libro y el último disco para alejarse sin rencor, educadamente, despedido en el puerto por familia y amigos que jamás habían leído ni leerían ese testamento”.
El año 1951 fue trascendental tanto para Guthmann como para Cortázar. Mientras Fredi abandonaba concluyentemente su condición de poeta y aventurero y adoptaba como filosofía de vida el misticismo y la meditación, Julio comenzó en enero la escritura de su ensayo “Imagen de John Keats”, el que se publicaría póstumamente. Del poeta inglés había traducido unos años antes “Ode on a grecian urn” (Oda a una urna griega)”. En febrero fallecía en París el escritor francés André Gide (1869-1951), autor a quien Cortázar admiraba y del que había traducido en 1947 su novela “L'immoraliste” (El inmoralista). Escribió: “Ha muerto Gide. Verdaderamente estamos en 1951, a 20 de febrero del primer año de la segunda mitad del siglo. Con Gide muerto, con Valéry muerto, ¿qué queda de una juventud plantada a su clara sombra, atenta a las dos voces más altas de mi Francia?”.
Al mes siguiente, con modesta tirada se publicó su libro de cuentos “Bestiario” y, en los primeros días de mayo, le escribió una carta al titular de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuyo, en la cual le pedía un certificado de las materias que allí había dictado con el fin de solicitar una beca en París a la Embajada de Francia en Buenos Aires, ofreciéndose a realizar allí estudios sobre las conexiones entre la novela y la poesía francesa contemporáneas con la literatura inglesa. Resulta más que evidente que Cortázar quería dejar una ciudad en la que, según diría, “un altoparlante en la esquina de mi casa me impedía escuchar los cuartetos de Béla Bartók”. Finalmente, el 24 de julio el gobierno francés le informó que le concedía una beca por diez meses. Ya seguro de la realización del tan ansiado viaje, con el objeto de reunir algo de dinero vendió su discoteca de jazz y blues que incluía principalmente discos de Jelly Roll Morton (1885-1941), Bessie Smith (1894-1937), Big Bill Broonzy (1898-1958), Duke Ellington (1899-1974), Louis Armstrong (1901-1971) y Dizzy Gillespie (1917-1993). También hizo lo propio con sus libros en las librerías de la avenida Corrientes, entre ellos su gran colección de novelas policiales y de misterio del “Séptimo Círculo”, la serie que dirigían Borges y Bioy Casares. Se despide de amigos y conocidos, lee y relee cartas que guardaba y las termina quemando, y acuerda con la Editorial Sudamericana que el dinero que le correspondería cobrar por la traducción de libros que se publicasen en Buenos Aires, fuera enviado directamente a su madre.


Una semana antes de partir le escribe a Fredi: “No le escribí antes porque estoy envuelto en la maraña previa a las partidas, y ésta es una partida para un largo tiempo, de manera que tengo que dejar resueltos montones de cosas. Es en estos días en que uno, convencido siempre de su libertad, descubre hasta qué punto estaba metido en la tela de araña, atrapado por mil pequeñas y grandes cosas que hay que ir despegando cuidadosamente, y que duelen como una lastimadura cuando se empieza a levantar despacito la venda. Un día es un amigo del que debo despedirme; su casa, sus libros, el olor de ese ambiente donde viví tantas horas agradables; oír por última vez un disco querido (antes de venderlo, como en mi caso) o mirar las láminas de un libro que va a pasar a otras manos. Y después hay que leer cartas, tantas cartas que el fuego espera; y revisar fotografías, para no dejar a la espalda testimonios que a nadie interesan y que es mejor liquidar de una vez por todas. Y cuadernos llenos de poemas, de apuntes, de dibujos; y entonces aparece otra carta entre dos páginas, y la letra es de aquellas que lo devuelven a uno a un lugar preciso, a un amor, a un perfume, a todo el romanticismo de la una de la mañana. Y otra vez el fuego; pero después viene la mañana, y hay que pensar en el cambio del dólar y las visas… Usted, viajero por elección y vocación, sabe mucho más que yo de esto. Me perdonará entonces que se me haya pasado el tiempo sin escribirle, y que aun ahora lo haga al volar de la máquina, y por supuesto sin pensar nada de lo que digo, que es como se escriben las buenas cartas”.
Más adelante, en la extensa carta agregó: “Le agradezco mucho todo lo que me dice y me aconseja sobre mi estadía en París. No se me escapa en absoluto el problema que enfrento, aún en el plazo limitado y relativo de un año, que es la duración de mi beca. Sé de sobra que me espera un invierno difícil, y que me costará salir del paso. Me han adjudicado una habitación en la Cité Universitaire, pero tengo pocas ganas de ir allí, sobre todo al pabellón argentino donde las cosas son una exacta prolongación del clima universitario argentino. Pero creo que ése es un asunto a resolverlo en el terreno. Iré y veré. (…) Me he preguntado a mí mismo si en el fondo lo que estoy buscando es quedarme por siempre en París. Quizá sí, quizá mi deseo intelectual (yo vivo en realidad allá, usted lo sabe bien) es un deseo absoluto, que me abarca por completo. (…) Me parece magnífica la posibilidad de que nos veamos, aunque sea pocos días, allá. Sí, cuánto quiero hablar con usted, cómo necesito medir desde mi ignorancia esa experiencia a la cual su alma está entregada. Me llevo a París un sólo disco, metido entre la ropa; es un viejísimo blues de mi tiempo de estudiante, que se llama ‘Stack O’Lee Blues’, y que me guarda toda la juventud. Tengo montones de cosas que hacer todavía aquí, y le pido me perdone. Yo le confirmaré una dirección apenas llegue allá, para que usted pueda avisarme cuándo pasarán por París. Hasta pronto, Fredi, con todo el afecto de Julio”.


Finalmente, a media tarde del lunes 15 de octubre de 1951, Cortázar se despide de Buenos Aires a bordo del barco “Provence”. Dos décadas después, en una nota publicada por la revista “Atlántida”, María Herminia Descotte (1894-1993), su madre, haría referencia a aquella partida: “En un principio era -me consta- un repudio a la situación política del país: el peronismo lo mortificaba. (…) Deben existir, también, afectos mínimos, de esos que sumados hacen un universo. Es un feroz enemigo de la chismografía, por ejemplo, y todo el mundo sabe de la independencia con que se vive allá, sin que a nadie se le importe un comino de lo que hace el vecino. Yo supongo que él ama seriamente a la Argentina, entendida como patria; pero piensa que tenemos demasiados defectos”.
No mucho tiempo después de su llegada, le escribió a su amigo el artista plástico
Eduardo Jonquiéres (1918-2000): “No me fui bien de Buenos Aires; después de haber creído que saldría de allí con pena pero sereno, ocurrió que me fui muy poco tranquilo, rodeado de sombras. Irse no es nada, la cosa es darse cuenta que hay una mecánica de chicle, que te has quedado adherido y te vas estirando. (…) Si París me tragó ya los cinco sentidos, no pudo aún sacarme del pozo personal en que vivo. Ordenar papeles, hoy, ver asomar letras, rostros, cosas compartidas, me ha dejado triste; cada libro coincide con un tiempo, una casa, una voz, una polémica. La sola contemplación de un sobre, o el olor del papel, me devuelven a latigazos a Buenos Aires. No estoy triste de estar en París. Está bien, y ahora sé que es necesario que esté aquí. Es asombroso advertir cómo una cadena de decisiones puede modificar una vida y su circunstancia, por lo menos la circunstancia, de modo tan radical. ¿Soy yo aquel que traducía pasaportes en una oficina de la calle San Martín?”.
Ese mismo año, cuando el matrimonio Guthmann pasó por París tras regresar de la India camino a la Argentina, Fredi y Julio se encontraron e intercambiaron detalles de sus respectivas vivencias existenciales, uno en Tiruvannamalai y el otro en Buenos Aires. Cortázar dejó sentado por escrito su impresión del encuentro en una carta que le escribió a Guthmann -ya no tratándolo de usted, sino tuteándolo- al día siguiente: “Lo que puedo decirte (y esta tonta carta tiene ese objeto) es que en ti veo la presencia viva de eso que tus palabras no alcanzan todavía -por mi enorme ignorancia- a mostrarme con claridad. Tú has vuelto de allá con ojos nuevos. Ya te lo dije anoche, y es cierto. Tu cara es la misma, pero te han cambiado la mirada. Tenías una mirada huyente, acechadora, analítica. Ahora miras y ves de una manera que mi propia mirada siente profundamente. En cuanto a tus palabras, espero humildemente entenderlas mejor si tienes el deseo de continuarlas para mí. No sé lo que pasará, porque la batalla es dura y yo me he conformado hasta hoy con lo que tenía y alcanzaba. Pero el hecho de que haya una batalla te prueba (y me prueba) que nuestro encuentro de anoche no ha sido inútil ni estéril. Quisiera que me creas digno de seguir escuchándote”.


Fredi Guthmann, a su regreso a la Argentina, vivió alternadamente en Mar del Plata, en donde pasaba sus horas leyendo poesía y filosofía mística, y en Buenos Aires, en donde se ocupó de la joyería familiar. Y durante varios años siguió viajando con su esposa a Europa y también varias veces a Chile. En tanto Cortázar recibió en septiembre de 1952 una carta de Aurora Bernárdez avisándole que llegaría a París el 22 de diciembre, una noticia que cambió notablemente su estado de ánimo. Efectivamente, el 2 de diciembre de 1952, Aurora se embarcó en el buque “Laennec” y partió al encuentro de aquel escritor desgarbado que pronunciaba mal las erres con el cual había encontrado muchas afinidades intelectuales, algo que los llevó a establecer un vínculo indestructible a pesar de los vaivenes de la vida. 
A todo esto, la beca de Cortázar había concluido y pudo conseguir un trabajo como traductor en la sede parisina de la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), situada en el Hôtel Majestic del barrio residencial de Passy.

16 de marzo de 2023

Julio Cortázar y Fredi Guthman. La lucidez narrativa y la lucidez existencial en la génesis de “Rayuela” (2)

Peripecias y anécdotas

En aquel tiempo Cortázar, además de trabajar en la Cámara Argentina del Libro, tras cursar los estudios de Traductor Público Nacional, en su nueva vivienda se dedicó a traducir para las editoriales “Nova”, “Argos” y “Gulab y Aldabahor”. Así se fueron sucediendo “La poésie pure” (La poesía pura) de Henri Bremond (1865-1933), “L'immoraliste” (El inmoralista) de André Gide (1869-1951), “Memoirs of a midget” (Memorias de una enana) de Walter de la Mare (1873-1956), “The man who knew too much” (El hombre que sabía demasiado) de Gilbert K. Chesterton (1874-1936) y “Naissance de l'Odyssée” (Nacimiento de la Odisea) de Jean Giono (1895-1970). También trabajó como traductor de documentos en el Estudio de Traducción Havas ubicado muy cerca de su nuevo domicilio, exactamente en la calle San Martín 424, adonde llegó por recomendación de Fredi Guthmann, que era amigo del dueño, con quien Cortázar se asoció.
En el libro “La fascinación de las palabras”, en el que se reproduce un exhaustivo diálogo entre Cortázar y el escritor y periodista uruguayo Omar Prego Gadea (1927-2014), el autor de “Todos los fuegos el fuego” manifestó: “Yo fui efectivamente traductor público en Buenos Aires, donde tuve una oficina, y les traduje cartas a las prostitutas del puerto que me traían las que les mandaban sus marineros desde diferentes lugares del mundo. Había que traducir del inglés al español y luego contestar en inglés a la persona en cuestión. Fue mi socio quien me dejó eso en herencia y yo lo continué por lástima, porque esas chicas eran totalmente indefensas en materia epistolar y en materia idiomática”. Algo similar expresó en una entrevista que le realizó en París el escritor y periodista Osvaldo Soriano (1943-1997), la que apareció publicada en la revista “Humor” en septiembre de 1983: “Entre la clientela que me dejó mi socio me encontré con cuatro o cinco clientas que eran prostitutas del puerto a quienes él les traducía y escribía cartas en inglés y en francés. Entonces yo me encontré con ese problema. Recuerdo que él les cobraba cinco pesos, más por la forma que por el trabajo. Entonces, cuando yo heredé eso, me pareció cruel decirles que porque yo era el nuevo traductor no iba a hacer ese trabajo”.


En 1983, en su relato “Diario para un cuento” incluido en el libro “Deshoras”, Cortázar contó en primera persona la historia de una prostituta de Buenos Aires llamada Anabel quien le encomendó la traducción de la correspondencia entre ella y un marinero. A lo largo del cuento, es inevitable conjeturar si se trata de un relato autobiográfico o ficticio, sobre todo cuando narra su “casi” amistad con el escritor Adolfo Bioy Casares (1914-1999): “Quisiera ser Bioy porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona, aunque nuestras timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser amigos. Sacando la cuenta lo mejor posible creo que Bioy y yo sólo nos hemos visto tres veces en esta vida. La primera en un banquete de la Cámara Argentina del Libro, al que tuve que asistir porque en los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación, y en cuanto a él vaya a saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por encima de una fuente de ravioles, nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación se redujo a que en algún momento él me pidió que le pasara el salero”.
Simultáneamente escribía y, en los números 20, 21 y 22 de la revista “Los Anales de Buenos Aires” que dirigía Jorge Luis Borges (1899-1986), los cuales aparecieron respectivamente en octubre, noviembre y diciembre de 1946, publicó dividido en tres partes su cuento “Casa tomada” ilustrado por Norah Borges (1901-1998), la hermana del autor de “Historia universal de la infamia”, “El Aleph” y “El libro de arena”, entre muchas otras obras memorables. Asimismo publicó trabajos críticos en las revistas “Realidad” y “Sur”. En la primera de ellas, dirigida por el filósofo hispano-argentino Francisco Romero (1891-1962), aparecieron sus notas sobre “The heart of the matter” (El revés de la trama) de Graham Greene (1904-1991) y sobre “Adan Buenosayres” de Leopoldo Marechal (1900-1970). En la segunda, dirigida por la escritora argentina Victoria Ocampo (1890-1979), se publicaron sus reseñas sobre “The unquiet grave” (La tumba sin sosiego) de Cyril Connolly (1903-1974) y sobre “Libertad bajo palabra” de Octavio Paz (1914-1998).


En diciembre de 1948 le escribió una carta a Fredi (la primera de las diecisiete que le escribiría a lo largo de veinte años), quien se encontraba en Italia, en la cual entre otras cosas le decía que “no hay como un título de Traductor Público para precipitarlo a uno en la más vergonzosa disolución moral. Todas las imprecaciones de Artaud serían pocas para calificar esta desmenuzación del alma que se opera cuando uno vive envuelto, por fuera y por dentro, en una atmósfera blanda y legamosa. Pero yo no he nacido para quejarme, además que Musset y Lamartine agotaron la cuota de la self-pity [autocompasión]. No sólo no me quejo sino que en realidad estoy bastante contento. (…) De modo que queda usted perfectamente enterado de mi ubicación burocrática en el gran Panteón de los tradittores [traductores]. Me burlo, como usted ve, pero estoy tan agotado que me descubro a mí mismo haciendo tonterías, creándome problemas inexistentes (si eso es posible) y añorando épocas felices, que no lo eran en absoluto, y me consta; pero se llega a tal grado de embrutecimiento…”.
En aquel año Cortázar conoció a la precoz poetisa María Elena Walsh (1930-2011)​​ quien el año anterior, con tan sólo diecisiete años, había publicado su primer libro: “Otoño imperdonable”. Cincuenta años más tarde, en una nota publicada en el diario “La Nación”, la escritora y cantautora que trascendería fundamentalmente por sus libros y canciones dedicados al público infantil, recordó que “en Florida y Viamonte estaba el roñoso café donde era posible irrumpir en una rueda juvenil y discutir sobre proyectos de revistas siempre nonatas y destilar maldades contra Arturo Capdevila, Hugo Wast o Ricardo Rojas, dinosaurios bien apodados figurones. (…) Pero quien abría las puertas y las páginas de esa efímera empresa, quien daba una bienvenida entusiasta con el inevitable café de la amistad, era Alberto Mario Salas, autor de encantadoras crónicas históricas. (…) A veces, una cabecita sobresalía de la rala multitud y algún experto informaba quién era: un sonetista secreto que leía a Paul Valéry, cultivaba el cine europeo y se llamaba Julio Cortázar”.


Esa confitería, llamada Jockey Club, era muy frecuentada por estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, por entonces ubicada a una cuadra y media de la confitería sobre la calle Viamonte. Entre ellos estaba la futura escritora y periodista Inés Malinow (1922-2016), quien años después recordaría que había conocido a Cortázar cuando ella obtuvo un premio de la Cámara Argentina del Libro, donde él trabajaba. “En ese momento él pasó a ser una persona más de las que yo conocía. Yo tenía trato con mucha gente, muchos profesores, muchos compañeros. Él era muy charleta. ¡Muy charleta, eh! Le gustaba mucho hablar, sobre todo de arte”. Inés era amiga de una estudiante hija de gallegos llamada Aurora Bernárdez (1920-2014), hermana del poeta Francisco Luis Bernárdez (1900-1978) con quien frecuentaba los cafés del microcentro porteño para discutir sobre arte y poesía. Estudiante también en la Facultad de Filosofía y Letras, Aurora había leído el cuento “Casa tomada” y le había gustado mucho.
Inés Malinow recordaría que “ella me dijo que lo admiraba por el cuento que él había escrito. Así fue, de admiración a admiración, que terminaron encontrándose”. Lo que Aurora -también traductora- desconocía, es que Cortázar ya sabía quién era ella. En enero de 1947 él había publicado varias notas en la revista “Cabalgata”, entre ellas una reseña de “La nausée” (La náusea) de Jean Paul Sartre (1905-1980), en la cual expresó que “no se tardará en advertir la maestría de Jean Paul Sartre en el manejo de una narración que comporta incesantemente las más sutiles intuiciones, el hallazgo del existir como pura contingencia, como absurdo al cual se debe dar -si se puede- un sentido”. Y con respecto a la traducción al español agregó en el último párrafo: “Aurora Bernárdez vertió el difícil lenguaje de la obra con una exacta noción del ritmo sartriano; en cada página hay pruebas de su esfuerzo y su eficacia”.
El primer encuentro entre ambos fue en el café Boston, en pleno microcentro porteño, y allí simpatizaron de inmediato. Desde el primer momento en que se conocieron encontraron fuertes afinidades, especialmente intelectuales. Además de Inés Malinow, estaba también el escritor Adolfo Pérez Zelaschi (1920-2005), pero la conversación se centró entre los dos traductores que hablaron sobre temas comunes. Los otros dos presentes en la reunión pasaron casi inadvertidos. Al día siguiente Cortázar le envió una brevísima carta: “Amiga Aurora, gracias por la grata charla de ayer, y hasta siempre”. Aurora Bernárdez recordaría años después: “Después de ese primer encuentro, seguimos viéndonos algunas veces, por supuesto. Éramos muy amigos”. Inés Malinow por su parte opinaría: “Yo creo que enseguida ellos se enamoraron. Pasaron uno o dos años hasta que se fueron a París. Bueno, Julio se fue primero y Aurora después”. Allí se casarían en 1953.


Por su parte, en 1948 Fredi y Natacha viajaron a París, donde se casaron al año siguiente y juntos emprendieron un viaje a la India,  país que acababa de lograr su independencia y en el que residieron durante dos años. Poco antes de emprender ese trascendental viaje, Guthmann recibió una carta que Cortázar le envió el 3 de marzo de 1949. En ella, entre otras cosas le contó sus caminatas por la ciudad. “He explorado sistemáticamente la Boca, Belgrano, Villa Lugano, los pueblecitos del oeste, y no crea usted que no me he divertido. Eran paseos sin propósito fijo, nada más que salir y tomar sol y meterme en los almacenes a chupar caña y comer salame (ahora conozco diez o quince sabores nuevos de salame). (…) Voy por las mañanas al estudio y aprendo lo mejor que puedo el oficio. Naturalmente, tiene múltiples triquiñuelas, y es preciso irlas conociendo una tras otra. (…) ¿Cómo andan Natacha y usted? La verdad es que los extrañamos mucho. Aquí se está empezando a leer cada vez más a los novelistas italianos de ahora, sobre todo Elio Vittorini y Carlo Levi. ¿Valen la pena? Querido Fredi, ahí van mis pocas noticias, si tiene ganas mándeme unas líneas (uno de sus célebres palimpsestos a lápiz que obligan a acudir a todos los recursos, inclusive las lupas, tintas simpáticas, lámparas fluorescentes, etc.). Dígale a Natacha cuánto la recuerdo con todo mi afecto y reciba un abrazo fuerte de su siempre amigo Julio”.
Tras la respuesta, Cortázar le envió otra carta: “Mil gracias por su carta. Me llegó justamente cuando me disponía a escribirle, pensando que pronto se pondría en viaje hacia el Este, y que después ya no sería fácil alcanzarlo. Usted se embarca hacia la fuente, es cierto; pero… ‘no me buscarías si no me hubieras ya encontrado’. Siempre me pareció ver en usted (¡y lo he conocido tan poco y tan mal!) una situación muy clara y definida, como la del hombre que a mitad de la vida se ha quitado ya de encima todo o casi todo lo accidental, lo transitorio. Incluso su tendencia a desplazarse, a ir de un lado a otro, me pareció un afán de no enraizarse, de no recaer en la triste condición del hombre que tiene una sola casa, una sola mesa, un solo libro, una sola ventana con un solo paisaje. Simplificación, y a la vez enriquecimiento. Por eso me parece que usted va admirablemente preparado para su experiencia oriental. En fin, buen viaje para Natacha y usted”.


En la India, el incansable viajero se dedicó a la meditación guiado por los grandes maestros espirituales hinduistas Ramana Maharshi (1879-1950) y Sathya Sai Baba (1926-2011). El hecho de haber visitado el “áshram” (centro espiritual de meditación) del gurú Maharshi en momentos en que éste agonizaba fue para Fredi una experiencia imborrable. Su espíritu torturado desde la infancia por las tempranas muertes de sus padres encontró cierta serenidad y sosiego espiritual, una vivencia mística que implicó el inicio de una nueva vida para él. A partir de entonces dejó definitivamente de escribir poesía, convencido de haber tenido acceso a una nueva serenidad frente a la cual toda palabra era inútil. De allí en adelante se dedicó a la lectura de las obras de filósofos hinduistas como Sri Aurobindo (1872-1950) y Surendranath Dasgupta (1887-1952), y también las de los fundadores de la mecánica cuántica Erwin Schrödinger (1887-1961) y Werner Heisenberg (1901-1976), quienes entrelazaron en sus estudios la física cuántica con el misticismo hindú.
Un par de años antes, en el verano de 1949 Cortázar escribió su primera novela, “Divertimento”, la cual recién sería publicada póstumamente en 1986. En la casa de la calle José Artigas 3246 en el barrio de Agronomía, donde vivían su madre y su hermana y él visitaba los fines de semana, recibió la visita de Aurora. También por entonces Natacha llegó un día a la oficina de Cortázar y le dijo que se iba Francia para casarse con Fredi. En una carta escrita dos años después, Cortázar le contó: “Siempre recuerdo su rostro cuando fue a visitarme a la Cámara del Libro y me dijo ‘me voy a París, pasado mañana me voy a París’. Todos los arcos de los puentes, todos los colores de Georges Rouault giraban como nubes en sus ojos. Ese día usted ya estaba en París, viviéndolo”.
Eran tiempos en los que Cortázar deseaba vehementemente viajar a Europa. Leía apasionadamente novelas de las escritoras Sidonie Gabrielle Colette (1873-1954) y Elizabeth Bowen (1899-1973). “Paris de ma fenêtre” (París desde mi ventana) y “Claudine à Paris” (Claudine en París) de la autora francesa, yTo the North” (1932)  (Hacia el Norte) y “The house in Paris” (Una casa en París) de la irlandesa, no hicieron más que incrementar aquel deseo. A fines de ese año Cortázar dejó su puesto de gerente en la Cámara del Libro y, en enero de 1950, finalmente cumplió su ansiado sueño. No le resultó fácil conseguir los fondos necesarios para costear el viaje. Fredi Guthmann se ofreció a prestarle dinero, pero Cortázar no aceptó; reunió sus escasos ahorros producto de los ingresos obtenidos por sus traducciones en la Cámara Argentina del Libro y en el Estudio de Traducción Havas, y sus artículos en las revistas “Realidad” y “Sur”.

12 de marzo de 2023

Julio Cortázar y Fredi Guthman. La lucidez narrativa y la lucidez existencial en la génesis de “Rayuela” (1)

Pormenores y revelaciones

Tanto para la crítica literaria como para los lectores, de las seis novelas que escribió el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) la más aclamada es “Rayuela”, una obra que revolucionó la concepción tradicional de la narrativa constituyéndose en una de las obras maestras del llamado “boom latinoamericano”, el fenómeno editorial y literario que floreció durante los años ‘60 y ‘70 del siglo XX. Sus dos principales protagonistas son Lucía (la Maga) y Horacio Oliveira. Para cimentar a la primera, Cortázar se basó en Edith Aron (1923-2020), una escritora, traductora literaria y docente alemana con quien, por esas cosas del azar, viajó tres semanas en un barco hacia Europa, aunque sin relacionarse. La primera vez que lo hicieron fue cuando se reconocieron en una librería de París tras haberse visto de lejos en el barco. Luego volvieron a encontrarse en un cine y en los Jardines de Luxemburgo, el mayor parque público parisino. Fue así que comenzaron una amistad y fue ella la primera traductora de las obras de Cortázar al alemán.
Pero, ¿en quién se inspiró el autor de “Todos los fuegos el fuego” para esbozar al segundo? Según relató en varias de sus cartas, su numen fue el errabundo bohemio y sensible poeta franco argentino Fredi Guthmann (1911-1995), a quien conoció en Buenos Aires tras regresar de Mendoza, en cuya Universidad Nacional de Cuyo había impartido cursos de literatura francesa entre 1944 y 1946. Guthmann, un intelectual trilingüe de cultura cosmopolita quien por entonces frecuentaba a escritores de la vanguardia literaria porteña, entre ellos Oliverio Girondo (1891-1967) y Eduardo Mallea (1903-1982), y a los pioneros y promotores de la literatura surrealista Aldo Pellegrini (1903-1973) y Enrique Molina (1910-1997), siempre mantuvo una singular discreción con respecto a su obra poética. No obstante ello, su inmenso caudal de lucidez existencial le permitió influir considerablemente entre sus amigos escritores.
Entre ellos se encontraba el incipiente Cortázar, quien por entonces sólo había publicado “Presencia”, un tomo de sonetos firmados con el seudónimo Julio Denis, y el poema dramático “Los reyes”, cuya traducción al francés la emprendió Guthmann aunque finalmente quedó inconclusa. Muchos años después, Cortázar contaría en su “collage” literario “La vuelta al día en ochenta mundos” los paseos que hizo con su amigo por Buenos Aires, algo que le enseñó a ver la ciudad con una mirada distinta, más atenta, más amplia. Fueron caminatas no por el centro ni por las zonas elegantes sino por las barriadas humildes, por las orillas “llenas de sueños” del Río de la Plata y por el barrio de Barracas, zona en la cual se encuentra el Hospital Neuropsiquiátrico Borda. Sobre estos últimos  paseos en particular, contó Cortázar en esa obra que “Fredi a las dos de la mañana de una noche de verano, vagando por el paredón del manicomio, al mirar el suelo ve algo que se mueve en el nacimiento del paredón: un palito entra y sale de un agujero imperceptiblemente. Agachándose, sujeta el palito y espera; del otro lado tiran, aflojan. Fredi cede el palito que desaparece y después de un momento vuelve a salir como un hocico de laucha. Empieza un diálogo increíble a través del orificio, palabras lejanas y ahogadas; del otro lado el loco pide un cigarrillo y Fredi lo desliza por el agujero, lo empuja con otro. El loco ya es su amigo, se tutean, convienen otro encuentro a la semana siguiente. Fredi vuelve, arrolla un billete de diez pesos, el loco le habla de su vida, de cómo se pasea de noche por el jardín, de cómo ha descubierto y completado el orificio hacia la calle”. La amistad duró varias semanas hasta que el desconocido majareta faltó a la cita.
Y fue Fredi también quien lo llevó a los bailongos, nombre con el que se conocía a los informales salones de baile de ambiente popular, una experiencia que Cortázar volcaría en “Las puertas del cielo”, uno de los cuentos de su libro “Bestiario”. Allí Cortázar ubicó ese baile en el Santa Fe Palace, cerca de la Plaza Italia, “un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta”, donde a las clases populares que concurrían las definió como “monstruos”. Resulta evidente que para el autor de este libro, en el que utilizó por primera vez su verdadero nombre, Fredi Guthmann era una suerte de sostén moral e intelectual. En “La vuelta al día en ochenta mundos” Cortázar llamó a Fredi “maestro”, “coleccionista y pararrayo de piantados” y “shamán de la avenida Santa Fe” -ya que Guthmann vivía en esa avenida-, un shamán de “pudor inexpugnable que no escribirá nunca sus memorias”.
Ahora bien, más allá de estas anécdotas, ¿quién era Fredi Guthmann? Hacia fines del siglo XIX millones de inmigrantes llegaron a la Argentina, hasta el punto de constituir, según el Censo Nacional de Población realizado en 1895, algo más del 25% de la población total. Muchas familias de acaudalados judíos nacidos en Alsacia, región que, tras la guerra Franco-Prusiana de 1870 fue anexada a Alemania, se radicaron en la Argentina tras ese incidente. Entre ellas figuraban los Guthmann, un matrimonio que fundó una joyería en pleno centro de Buenos Aires, primero en la calle Esmeralda y luego en la calle Florida, frente al Jockey Club. Tras la muerte del esposo, su mujer decidió trasladarse a Estrasburgo con sus dos hijos, Georges y Alfredo. Corría el año 1913 y la Primera Guerra Mundial ya se avizoraba en el horizonte. A pesar de las penurias padecidas durante el conflicto bélico, ambos hermanos realizaron sus estudios primarios y secundarios.
Cuando en 1925 fallece la madre, los dos quedaron bajo la tutoría de dos tíos, uno materno y otro paterno, los que alentaron en ellos el tradicional dictado familiar vinculado a la prosperidad económica y el éxito social. Esto los marcó notablemente, sobre todo al menor. Mientras Georges, el más dócil, estudió y se recibió de médico, Alfredo, el más rebelde, a pesar de haber sido un alumno brillante decidió no emprender estudios superiores. Tras permanecer un tiempo con su hermano en París aprendiendo orfebrería, con tan sólo diecisiete años viajó por Yugoslavia, iniciando así una vida aventurera que sería proverbial durante casi todo el resto de su vida. Sin embargo, en 1929 regresó a Buenos Aires para aprender el oficio paterno y reiniciar el lucrativo negocio familiar, del cual en poco tiempo se convertiría en un experto. Esa actividad, la que desarrolló de manera intermitentemente durante gran parte de su vida proporcionándole holgados recursos económicos, lo aburría marcadamente, por lo que un par de años después partió hacia Oceanía.


En Tahití compró un velero y exploró decenas de islas de la Polinesia y la Melanesia, entre ellas Tahití, Fidji, Nueva Guinea, Vanuatu y Malakula, llegando incluso a convivir con diversas tribus antropófagas. La vida aventurera lo apasionaba, y esas experiencias las volcó en los poemas que escribió durante su periplo, poniendo de manifiesto una vocación que había adquirido a los dieciséis años tras leer a Arthur Rimbaud (1854-1891). No en vano para muchos críticos literarios argentinos, esos poemas, tras su edición póstuma, fueron fundamentales para completar el mapa del más puro y bastante desconocido surrealismo argentino, una escuela literaria que hasta entonces sólo había tenido a Aldo Pellegrini (1903-1973) como representante.
Ya en 1932 regresó a París y se relacionó con los poetas Antonin Artaud (1896-1948) y André Breton (1896-1966), quienes le propusieron publicar sus poemas, algo que Fredi (como ya se lo conocía por entonces) consideró inoportuno tras valorar que su obra no era merecedora de semejante halago. También trabó amistad con los escritores y filósofos Benjamin Fondane (1898-1944) y Emil Cioran (1911-1995), ambos rumanos radicados en Francia. En cuanto al viaje por las Islas del Pacífico, lo documentó en cartas dirigidas a su hermano Georges, en las cuales criticó profundamente al colonialismo europeo en el Pacífico denunciando el egoísmo y la explotación de los colonos hacia los pueblos nativos y la gran hipocresía de los misioneros cristianos, a quienes consideró cómplices de la empresa colonial.
También tomó una gran cantidad de fotografías, un arte que era una de sus pasiones en la juventud y, a su regreso, le entregó numerosas fotos tomadas en Vanuatu a su amigo el etnólogo y arqueólogo británico Tom Harrisson (1911-1976) de la Oxford University, quien las publicó en “Savage civilisation” (Civilización salvaje), un estudio antropológico sobre los indígenas de las Nuevas Hébridas, tal el nombre del archipiélago de Vanuatu durante su condición de colonia francesa. Lo mismo hizo con numerosos objetos de arte tribal que recogió durante su periplo. Se los cedió al etnólogo y coleccionista francés Paul Rivet (1876-1959), fundador del Musée de l'Homme (Museo del Hombre) de París, donde fueron exhibidos durante treinta años.
En 1934 emprendió otra aventura, esta vez por Sudáfrica, las Islas Seychelles, las de Nueva Caledonia, Singapur y Vietnam. Durante ese viaje le escribió otra carta a su hermano Georges: “La melancolía se ha adherido a mis talones y no me libraré de ella sino aislándome lejos de los mercados, de las ciudades. Mi experiencia va hacia su etapa crítica. El futuro me parece disponible, me refiero al futuro espiritual. ¿Acaso el destino se pondrá a solicitar más fuertemente mi vida? ¿Quién sabe? La unión de todo lo que fue vivido y de lo que será, sólo se realizará en la mente. Me hace falta un equilibrio permanente para lo que debo ser y debo hacer, y estoy cansado de ser un fragmento y de no expresarme más que en fragmentos”. Y otra vez volvió a criticar la “estrechez mental” de las sociedades coloniales francesas en el Pacífico.


Según precisó el catedrático argentino Axel Gasquet (1966) en “El mediador insomne”, un artículo aparecido en diciembre de 2019 en el nº 19 de la revista “El hilo de la fábula” que publica la Universidad Nacional del Litoral, “a la dificultad de tener que arraigarse en estas nuevas tierras, el colono debía ‘justificar’ su condición de colono legitimando su presencia con la misión de tutela civilizadora que su rol suponía respecto a los pueblos nativos; éste era el modo de asumirse como una nueva clase de propietarios coloniales frente a la legitimidad de la posesión de la tierra reclamada por los autóctonos. Fredi constituyó una suerte de anomalía en todos los sentidos sociales del término: demasiado culto para identificarse con la rudeza del medio colonial; demasiado cosmopolita para identificarse con las necesidades del colono; demasiado conocedor de la cultura francesa para ignorar sus defectos; demasiado privilegiado económicamente para ser una simple familia de inmigrantes en la Argentina; demasiado judío para coincidir con los imperativos de conquista espiritual de los misioneros cristianos; demasiado secular para identificarse con la cultura judía tradicional; demasiado citadino para sentirse cerca de la tierra. En definitiva, toda la existencia misma de Fredi Ghutmann, su condición particular de ‘joyero-aventurero’ y de ‘bohemio caballero vagabundo’, era demasiado marginal para asimilarse con el rígido orden social de las colonias”.
Esta vez la peregrinación de Fredi se extendió hasta Japón y China, pero la guerra entre ambos países enfrentados por la posesión de la región de la Manchuria, hizo que detuviese sus correrías y decidiese regresar a su ciudad natal. En una carta que le envió desde Shanghái a su hermano Georges a fines de septiembre de 1938, ya intuía que una nueva noche oscura y apocalíptica estaba a punto de ensombrecer al mundo. Y no se equivocaba. Durante la Segunda Guerra Mundial integró en Buenos Aires la delegación argentina del Comité National Français (Comité Nacional Francés), una organización de la Resistencia fundada en Londres en 1941 por el general Charles de Gaulle (1890-1970) con el fin de resistir la ocupación y continuar la lucha contra nazis y colaboracionistas.
Terminada la Segunda Guerra Mundial regresó a París y, por intermedio de su amigo el marchante francés Pierre Loeb (1897-1964), pudo mantener varias entrevistas con el pintor y escultor español Pablo Picasso (1881-1973), a quien admiraba. Gran aficionado a la pintura, hacia fines de los años ’40, ya en Buenos Aires, organizó exposiciones de dos grandes pintores uruguayos: Pedro Figari (1861-1938) y Joaquín Torres García (1874- 1949). También por entonces entabló una gran amistad con el editor hispano-argentino Francisco Porrúa (1922-2014), conocido como Paco Porrúa, quien se encargaría de publicar las obras de Cortázar “Las armas secretas” en 1959 y, nada más ni nada menos que “Rayuela” en 1963.
En 1939 Guthmann había conocido a Natacha Czernichowska (1919-2012), una traductora nacida en Odessa, Ucrania, que recién había llegado a la Argentina tras pasar por Alemania, Francia e Inglaterra, países todos ellos que se hallaban a las puertas del estallido de la Segunda Guerra Mundial. En Buenos Aires obtuvo el título de Traductora Pública de francés y de inglés en la Universidad Nacional de Bellas Artes y ejerció su profesión compartiendo trabajos con Cortázar en la Cámara Argentina del Libro, una asociación a la que él había ingresado en marzo de 1946 obteniendo por concurso el cargo de gerente. Y fue precisamente allí donde se encontraron por primera vez Fredi Guthmann y Julio Cortázar y, tras advertir que coincidían en sus gustos por las lecturas de los poetas John Keats (1795-1821) y Rainer Maria Rilke (1875-1926), se entendieron de inmediato. Natacha recordaría años después que “desde un principio Julio estaba tan fascinado con Fredi como Fredi con él. Eran dos caras de una misma moneda”.


Por entonces Cortázar vivía en el barrio de Agronomía y llegar hasta su oficina le llevaba una hora y media más otro tanto para regresar a su casa. Esa rutina lo irritaba, tal como contaría en una carta a su amigo Sergio Sergi (1896-1973), el escultor y dibujante que había sido compañero suyo en la Universidad Nacional de Cuyo en Mendoza. “De noche vuelvo tan cansado y tan exasperado por esa hora y pico en un tranvía (o colgado del estribo de un tranvía o aguantando a sudorosos descamisados en la plataforma) que los nervios se rebelan y cuando llega la hora de asomarse al papel en blanco lo primero que me brota en la Waterman [pluma estilográfica] es una hermosa maldición”, un tema que meses después le serviría de inspiración para su cuento “Ómnibus”. Conocedor de esta contrariedad, Guthmann le presentó a una amiga que vivía en un departamento en la calle Suipacha al 1200 que estaba por viajar a París y necesitaba a alguien que le cuidara la casa. Allí se mudó Cortázar, una circunstancia que le inspiraría su cuento “Carta a una señorita en París”.