29 de marzo de 2021

Marie Monique Robin: “El mejor antídoto contra la próxima pandemia es preservar la biodiversidad”

“Todos los alimentos producidos de manera industrial hoy llegan a nuestros platos cargados de veneno y pesticidas. Las empresas dicen que no se pueden hacer de otra manera, que si no, no podríamos alimentar a todo el mundo. Hoy existen mil millones de personas que sufren hambre en el mundo, así que estamos hablando de un gran fracaso. Tanto dinero invertido en este modelo para que después de cuarenta años de locura química, una de cada siete personas muera de hambre”. Quien así se expresa es la periodista, documentalista y escritora francesa Marie Monique Robin (1960), quien estudió ciencias políticas en la Universität des Saarlandes de Alemania, y se diplomó en periodismo el Centro Universitario de Estudios en Periodismo de la Université de Strasbourg de Francia. Robin posee una destacada trayectoria en el campo del periodismo de investigación y es autora de alrededor de cien documentales y numerosos libros, en los cuales investigó y denunció los males y abusos del mundo globalizado, sobre todo en lo concerniente al urticante tema de la producción de semillas transgénicas que contaminan la cadena alimentaria. En su último libro, “La fabrique des pandémies” (La fábrica de pandemias), a partir de copiosas investigaciones y entrevistas a un gran número de investigadores de todo el mundo, proporciona una visión general sobre las actividades humanas que, basadas en la destrucción de los ecosistemas por la deforestación, la agricultura industrial y la globalización económica, precipitan el colapso de la biodiversidad y amenazan la salud planetaria, creando así las condiciones para una “epidemia de pandemias”. Desde el Ébola hasta el Covid-19, forman parte de las “nuevas enfermedades emergentes” que van en aumento por mecanismos que ella explica en este ensayo. En él también augura otras pandemias incluso peores si no se elimina la influencia mortífera del modelo económico dominante sobre los ecosistemas y asegura que, más allá de la carrera por las vacunas o el encierro crónico de la población, el único antídoto es la preservación de la biodiversidad. A continuación se reproduce la entrevista que concedió a la cadena de televisión “France 3” en febrero del corriente año.


Una epidemia de pandemias amenaza al planeta, eso es lo que se desprende de la lectura de su libro. ¿Los científicos con los que ha conversado lo tienen claro?

Los sesenta y dos científicos de los cinco continentes con los que he hablado trabajan en disciplinas muy diversas. Algunos son infectólogos, otros, epidemiólogos, médicos, parasitólogos o veterinarios, pero todos tienen la misma convicción: el mejor antídoto contra la próxima pandemia es preservar la biodiversidad. En este punto son categóricos. De hecho, han descubierto una serie de mecanismos que muestran cómo la destrucción de la biodiversidad -la deforestación o la destrucción de bosque tropical primario en África, Sudamérica o Asia- está en el origen de las zoonosis. Las zoonosis son enfermedades provocadas por patógenos que se transmiten de la fauna silvestre al ser humano y, muy a menudo, a través de los animales domésticos.

Y sobre esto se ha determinado claramente la responsabilidad del ser humano, ¿no?

Totalmente, y fue muy sorprendente para mí. No se trata sólo de decir “es una pena, las aves y los pandas están desapareciendo”. Hay, por ejemplo, mecanismos que muestran realmente cómo en una selva tropical equilibrada que no ha sido fragmentada, los agentes patógenos que albergan los animales que la habitan están presentes de forma latente. Cuando rompemos ese equilibrio eliminando a los grandes mamíferos, los depredadores desaparecen también. El problema es que esos depredadores se alimentan de roedores, que son el principal reservorio de agentes patógenos, antes incluso que los primates o los murciélagos. Si preservamos la integridad de los bosques, todo se mantiene en un estado latente; si la desequilibramos, estamos ante una verdadera bomba biológica. El mejor ejemplo de este “efecto de dilución” es la enfermedad de Lyme.

¿Cómo funciona este “efecto de dilución”?

En Estados Unidos, los investigadores han demostrado que el reservorio de la bacteria que transmite la enfermedad de Lyme (a través de las garrapatas) es el ratón de patas blancas. Si queremos evitar que las garrapatas se alimenten de la sangre de estos ratones, hay que lograr que haya muchos mamíferos en los bosques, por ejemplo, zarigüeyas, que no portan la bacteria. En cambio, si reducimos la biodiversidad eliminando a las zarigüeyas y a las ardillas (que han acabado huyendo por falta de espacio), sólo quedará un tipo de roedor. Los “especialistas”, que sólo se alimentan de determinados alimentos, van a desaparecer; no así los “generalistas” que se alimentan de cualquier cosa. Y los roedores generalistas son los principales reservorios de agentes patógenos como la bacteria que causa la enfermedad de Lyme. De ahí la importancia de preservar el equilibrio.

Eso es también lo que pasó en Malasia con el virus Nipah, ¿no?

Es otro buen ejemplo. En 1997, se quemó de forma intencionada la selva de Borneo para introducir plantaciones de palma aceitera. Los murciélagos que vivían en esos bosques tropicales se vieron obligados a huir. Hay que decir que son animales extraordinarios: son los únicos mamíferos capaces de volar y, por ello, han desarrollado un sistema inmunitario que les permite estar llenos de agentes patógenos y aun así no enfermar, una verdadera proeza. Sin embargo, cuando destruimos su hábitat, estos murciélagos excretan todos los patógenos que albergan como reservorios que son debido al estrés. Los científicos han llegado a calibrar esas hormonas del estrés en animales huidos. En 1997, los murciélagos que se vieron obligados a huir se refugiaron en los árboles frutales plantados en la costa de Malasia. Se comieron los mangos, defecaron en los cerdos de las granjas intensivas que se encontraban justo debajo y les contagiaron este nuevo virus denominado “Nipah” por el nombre de la localidad malasia donde se produjo el contagio, el que, a su vez, infectó a los humanos. Los cerdos son el mejor huésped intermedio entre los agentes patógenos de la fauna silvestre y el ser humano. Compartimos con este animal el 95% de nuestros genes y en términos de intercambio de agentes patógenos es el mejor amigo del hombre. Se ve bien la conexión: la deforestación, la industrialización y, al final, la globalización, porque esos cerdos iban destinados al mercado chino. Tenemos todos los ingredientes necesarios. Y ese modelo lo observamos en muchas otras enfermedades zoonóticas.

¿Como el Ébola?

Sí. Es la primera gran enfermedad zoonótica. Apareció en África en 1976 y fue transmitida por primates expulsados de su hábitat a causa de la deforestación. Había tráfico de primates para comer su carne y a partir de ahí, es fácil imaginar cómo se encadenó todo. Y lo mismo con el Sida.

Leyendo su libro uno se da cuenta de que finalmente la barrera de las especies ha desaparecido, ¿no?

Completamente. Es lo que dice Jean François Guégan, investigador del Instituto Nacional Investigación para la Agricultura, la Alimentación y el Medioambiente, y del Instituto de Investigación para el Desarrollo. Guégan dice que eso que nos enseñaron cuando éramos estudiantes de que existe una barrera entre las especies, que nos protege y que permite que los patógenos no puedan pasar…, todo eso es falso, es completamente falso. Lo que sabemos también es que la humanidad se encuentra en una situación totalmente inédita: nuestra actividad antrópica, la actividad humana, ha modificado considerablemente el entorno hasta tal punto que si seguimos deforestando como hasta ahora -por hablar de los bosques tropicales-, pronto no quedara ni uno. Y esto está ocurriendo muy rápidamente. Al modificar los paisajes, estamos generando cambios muy profundos: obligamos a las poblaciones de animales a desplazarse o a desaparecer y alteramos el clima. Los investigadores nos dicen que las causas que están en el origen de las nuevas enfermedades son las mismas que están provocando el cambio climático. Esto significa que cuando se es responsable político, si se quiere evitar la próxima pandemia, hay que tomar medidas a nivel internacional. Por ejemplo, hay que dejar de importar soja transgénica para alimentar al ganado europeo. Porque cuando importamos soja de Argentina o de Brasil, antes de eso ha habido una deforestación que hará enfermar no sólo a los pueblos que viven en esos países, sino también a nosotros. También hay que dejar de importar aceite de palma para usarlo como combustible para nuestros vehículos. Todo está ligado, todo está interconectado. Y estas medidas que adoptemos para preservar la biodiversidad también serán positivas para el clima. Serán buenas para el clima, buenas para la salud y buenas para la biodiversidad.

Una de las grandes demostraciones del libro es que hace ya tiempo que los investigadores habían detectado los riesgos. “Lo sabíamos” es lo que usted escribe...

Todos estos científicos llevan dando la voz de alarma desde hace al menos veinte años, demostrando cómo la biodiversidad protege la salud. Y no se les escucha. Seguimos teniendo una visión muy fragmentada de la ciencia y de la acción política que la acompaña; funcionamos con la lógica de los silos: cuando uno es médico no se ocupa de los animales y cuando es veterinario no se ocupa de los humanos. Es ridículo. Hasta hace dos siglos, ambas disciplinas se enseñaban al mismo tiempo porque no hay nada más cercano a nosotros que los animales. Pensemos por ejemplo en los cerdos, o mejor, en los primates. El 99% de los genes de los chimpancés son similares a los nuestros. Tenemos una visión muy fragmentada y eso hace que ya no tengamos una visión global, pese a estar en la era del Antropoceno. Hemos cambiado de era geológica, ya no estamos en el Holoceno. Estamos alterando el clima y nos encontramos de lleno en la sexta extinción de especies, algo muy grave. La última desaparición de una especie se dio con los dinosaurios hace 65 millones de años. Estamos en la sexta extinción de especies y somos nosotros, los humanos, los que la hemos provocado con nuestra actividad. Vivimos una época muy particular, única: tenemos que revisar nuestra manera de funcionar. Los científicos a los que he entrevistado invocan un nuevo concepto, el “One health”, del que se habla cada vez más. Lo que dice este concepto de “salud planetaria” es que es absolutamente necesario tener una visión global: no podemos disociar la salud de los animales, ya sean domésticos o salvajes, de la de los humanos, es imposible. Cuando los ecosistemas están enfermos, todo el mundo está enfermo. Los científicos dicen que hay indicios que demuestran cuándo el ecosistema está enfermo y que se traducen en diarreas en ciertas poblaciones, enfermedades crónicas, etc. Esto quiere decir también que tenemos que salir de esta lógica tecnicista que hace que hoy día, frente a la pandemia, nuestra única obsesión sea la de encontrar una vacuna y un medicamento.

Si el riesgo de pandemias va a incrementarse según lo previsto, ¿quiere eso decir que la carrera por la vacuna a la que asistimos actualmente es completamente inútil?

Al menos eso es lo que dicen los científicos. Esta carrera es inútil en el sentido de que lo único que hacemos es eso. No es que no haya que buscar una vacuna contra la pandemia en estos momentos, a pesar de todas las dudas que hay sobre su eficacia, ya que es un virus que muta enormemente, más que el de la gripe. Los científicos tienen dudas sobre la capacidad de sacar una vacuna tan rápidamente. El problema es que no estamos haciendo otra cosa. No hacemos lo que los científicos preconizan, que es abordar las causas que provocan que los agentes patógenos que desde siempre se han alojado, por ejemplo, en los murciélagos sin causar daños, de pronto se hayan convertido en un riesgo para los humanos. Eso es lo que tenemos que resolver realmente de forma colectiva, es muy importante. Hay, pese a todo, algunos indicios que demuestran que se empieza a tomar conciencia. El año que viene se celebrará en Marsella el Congreso Mundial de la Naturaleza, aplazado debido a la pandemia, y Francia va a presentar una moción sobre la deforestación importada. Cuando echamos aceite de palma a nuestros motores, estamos contribuyendo a la deforestación en Indonesia y en otros lugares. Cada acto de consumo en Europa tiene un impacto en el medioambiente al otro lado del mundo. Como dice un científico en mi libro, cuando talamos árboles en la Guayana Francesa podemos provocar una enfermedad en la otra punta del mundo y eso mismo se aplica a los aviones de largo recorrido.

¿Por eso el riesgo de que surja un nuevo virus es mayor en Asia o África?

Exactamente. Los científicos han constatado que los agentes patógenos no se reparten de cualquier forma en el planeta. Mientras más descendemos hacia los trópicos, mayor es la biodiversidad, más mamíferos y aves silvestres hay y, por tanto, más agentes patógenos potenciales. Lo que demuestran los estudios es que cuanto más se destruye el medioambiente en esas zonas, mayor es el riesgo debido al efecto de dilución. Porque, como he dicho antes, es en los bosques tropicales donde se encuentra el mayor número de reservorios de agentes patógenos potenciales. Y una vez más, esos agentes patógenos siempre han existido y hasta hace poco no eran un problema. Ahora mismo sí lo son porque los estamos echando de los bosques. Evidentemente, la solución no está en eliminar a todos los murciélagos o a todos los roedores del mundo; todos desempeñan una función para la ecología. La solución consiste en revisar nuestra relación con el medioambiente y con la fauna silvestre y reconsiderar nuestro lugar en el planeta. Hay científicos que me han dicho que tenemos que dejar de pensar que estamos en la cúspide de la pirámide, porque con esta actitud tan arrogante estamos destruyendo la vida de la que dependemos para vivir y acabaremos destruyéndonos a nosotros mismos.

¿Es el objetivo del libro despertar conciencias? ¿Tenemos tiempo todavía?

Es como con el clima: es urgente, pero aún es posible hacer algo. Hay que parar definitivamente la deforestación, dejar de intervenir en los bosques tropicales, pero eso también significa que hay que alentar a esos países para que encuentren cultivos de sustitución o medios para reducir la pobreza. Hay que tener en cuenta que la presión ejercida sobre los ecosistemas, principalmente sobre los bosques tropicales, se debe también a la explosión demográfica que, en gran parte, está ligada a la pobreza. De hecho, me sorprende mucho escuchar a científicos que me hablan de eso, que me dicen que, para frenar las próximas pandemias, evidentemente hay que dejar de destruir la biodiversidad, pero también hay que resolver el problema de la pobreza, porque está relacionado. En Asia se interviene cada vez más en los bosques tropicales, ya sea por parte de las grandes multinacionales que quieren producir aceite de palma o cualquier otra cosa, o por los pequeños campesinos que sencillamente no tienen tierra para alimentarse. Es necesario instaurar una nueva ética que cuide mejor el medioambiente, pero también a los seres humanos. Es un cambio profundo que incluye a la economía.

¿Qué hacer?

Después de todos estos años haciendo documentales y escribiendo libros, llego siempre a la misma conclusión: tenemos un modelo económico que se basa en beneficios ilimitados de los que sólo disfruta una pequeña minoría. Imagínese, 28 multimillonarios en el mundo poseen tanto como 3.500 millones de personas. ¡Se ve claramente que aquí hay un grave problema! No es posible seguir con este sistema de producción ilimitada sin tener en cuenta en ningún caso los daños causados al medioambiente y que sufren una mayoría de personas que no se benefician de esas actividades económicas. ¡Es muy importante que lo entendamos! Todos los científicos a los que he entrevistado para escribir mi libro estaban confinados en sus casas en Australia, Estados Unidos o Gabón y todos estaban muy deprimidos y muy preocupados por sus hijos y sus nietos. Todos me dijeron que nos dirigimos hacia el desastre y que tenemos que despertar de una vez. En los últimos treinta años se ha acelerado el ritmo de pandemias. Hasta mediados de los años ‘70 aparecía una nueva enfermedad emergente cada quince años. En la actualidad, surgen entre una y cinco al año, y el ritmo se acelera. De momento se ha paralizado la economía por un virus que mata al 1% de la población. Obviamente, es demasiado, pero hay que poner las cosas en su contexto: este virus mata menos que la Malaria o el Ébola, que mata al 50/60% de las personas contagiadas. Imagínese que llega un virus tan letal como el Ébola que se transmite por vía aérea, ¿qué haríamos? Está claro que estamos en una encrucijada y que debemos adoptar una visión a medio y largo plazo y no una visión cortoplacista como la que tenemos en estos momentos.

27 de marzo de 2021

Algunos aspectos de la cultura incaica

El historiador y antropólogo peruano Luis Eduardo Valcárcel y Vizcarra (1891-1987) fue un ilustre investigador del Perú prehispánico y una de las figuras más sobresalientes de la corriente indigenista peruana. En su obra "Machu Picchu" de 1978 dice: "Cronológicamente, el Estado incaico se desen­vuelve entre los siglos XI y XVI de la Era cristiana. En los primeros doscientos años, los incas ensayan sus métodos en limitado espacio. Mas, consolidadas sus instituciones básicas, el desarrollo alcanzó su máxima celeridad entre 1400 y 1500. El apogeo del Cuzco coincide con el largo gobierno del noveno monarca, Pachacuti. Con él, la cultura peruana antigua deja marcadas huellas en el espíritu de la población aborigen y gran número de testimonios materiales, sobre todo en sus magnas construcciones de piedra". De entre éstas, la que ha cobrado más fama en todo el mundo es Machu Picchu, la prodigiosa "ciudad perdida", redescu­bierta el 24 de julio de 1911 por Hiram Bingham (1875-1956), un profesor oriundo de Hawaii, al frente de una expedición científica financiada por los Es­tados Unidos.
Sin embargo, desde hace unos diez mil años los cazadores de guanacos incursionaban por los Andes y más de siete mil que las colinas de la costa cubiertas de vegetación alojaban a otros hombres que solían ya aprovecharse de recursos de la tierra y el mar. Más de cuarenta siglos transcurrieron desde que un invento fundamental transformó a la sociedad y a los seres humanos que la componen: la agricultura. Los des­cubrimientos arqueológicos realizados en el Perú duran­te buena parte del siglo XX han alargado su historia en varios milenios: la alta cultura se remonta a una anti­güedad mucho mayor que la calculada por los investiga­dores clásicos como el arqueólogo alemán Friedrich Maximiliano Uhle Lorenz (1856-1944) o el peruano Julio César Tello Rojas (1880-1947).


Antes del imperio de los incas florecieron otras organizaciones po­derosas en la costa y en la sierra que trataron de incorporar en una gran sociedad a los miles de pequeños gru­pos que se habían acomodado en los valles y en la altiplanicie. Una vez, la cultura Chavin, otra la cultura Tiahuanaco, consiguieron extender por vastas áreas sus creencias re­ligiosas y sus estilos. Es posible que lograran cierta uni­dad espiritual reflejada en el arte ampliamente difun­dido, que persistió por centurias. Los objetos de ambas civilizaciones encontrados son innumerables y marcan con su presencia en determinados estratos su existencia ancestral en el actual territorio peruano.
No cabe duda de que los monumentos principales, que revelan su arquitectura, corresponden a centros o núcleos de carácter religioso, grandes centros o grandes núcleos que ejercían la función difusora de corrientes de pensamiento que alcanzaron los más lejanos límites. Función semejante tuvieron en la costa los llamados "santuarios" de Pacatnamu en el norte y Pachacamac en el centro. En tiempos posteriores, aparecieron concen­traciones de otro carácter, como Chan Chan y Cusco.
En el proceso general de la cultura antigua del Pe­rú se puede establecer con claridad un ritmo en la vida de relación entre los distintos grupos humanos. Es un ritmo de al­ternancia entre movimientos de separación, aislamiento y autonomía y movimientos de unificación. En la época preincaica, los elementos aglutinantes fueron de natu­raleza mágico-religiosa, que se expresó mediante las ar­tes como lenguaje de lo sobrenatural, como simbo­lismo puro.
En la época incaica, los medios empleados fueron múltiples y perfectamente coordinados. Se trataba ya de una verdadera planificación que tenía como objetivo último "integrar" al Perú en una vasta sociedad, par­tiendo del principio de que todas las pequeñas socieda­des no eran sino fragmentos de una sola gran cultura, cuyo proceso de desarrollo se remontaba a millares de años. Los incas no eran gente extraña que venía al Pe­rú en actitud hostil de conquistadores. Los incas eran hermanos, copartícipes del mismo estilo de vida, que ve­nían a cumplir una misión tradicional que se repetía en forma cíclica: primero Chavin, después Tiahuanaco, más tarde Cusco. Los animaba la mística del "pueblo esco­gido", al proclamarse Hijos del Sol, y fueron recorrien­do la vastedad del mundo andino, con el mensaje de unión y trabajo que encerraban las enseñanzas del mí­tico fundador: Manco Capac.
Los primeros jefes de esta empresa persuadieron a muchos grupos menores a que, conservando su propio gobierno, se adhirieran a la nueva organización unitaria. Lejos de ser "pueblos conquistados", resultaban sien­do aliados y asociados del Inca. Pero, en el amplio mosaico de poblaciones existentes, resaltaban ciertas agrupaciones mayores con suficiente poder como para disputar a los iniciadores la exclusividad de la idea. Ellos fue­ron los kollas y los chancas -en la región andina- y los chinchas y los chimus -en la costa- los que no sólo no acep­taron el mensaje cusqueño sino que provocaron sangrien­tas guerras. De todas estas contiendas salieron vencedores los incas, y así pudie­ron coronar su esfuerzo al consolidar, bajo su rey Pachacuti, el estado "imperial".
Solo por una lejana analogía puede llamarse imperio a una organización política que careció de los caracteres comu­nes a todos los imperios: imposición violenta de una mi­noría acaparadora del poder y la riqueza, explotación de pueblos de distinta cultura, opresión de grandes mayo­rías. Nada de eso nos ofrece el análisis del Estado incaico, en el cual el ejercicio de la autoridad estaba repartido entre el gobierno central y los gobiernos locales, en una estructura armónica que permitió el desenvolvimiento de un sistema económico que desembocaba en el bienestar universal, gracias a los adelantos técnicos aplicados a una agricultura de gran producción.
Los incas obtuvieron, en asombrosa proporción, el cumplimiento de sus planes. Fue desterrada la miseria por una política de previsión social y de justicia estric­ta. El orden establecido permitió equilibrar matemática­mente la producción y el consumo, constituyendo reser­vas para los casos de emergencia. Una red de caminos pu­so en estrecho contacto a los grupos más alejados entre si y la adopción de un idioma común perfeccionó el bá­sico sistema de comunicaciones. Las migraciones dirigi­das permitieron una racional distribución demográfica. Una religión oficial concilió las discrepancias. La cuida­dosa preparación de una élite aseguró el acierto político. Un ejército garantizaba la estabilidad de las institucio­nes sin abusar del militarismo, como tampoco el clero fue tan poderoso que pudiera hablarse de teocracia. Un ré­gimen atemperado hizo que la sociedad incaica discurrie­se sin temor y una exigente moral no hizo excepciones ni con el soberano, puesto que el corrompido perdía el tro­no y era borrado de la Historia. Están de acuerdo los investigadores antiguos y modernos sobre la excepcional orga­nización incaica, única que obtuvo el mayor de los éxi­tos: que todos los hombres gozaran de pleno bienestar, satisfechas sus necesidades primarias, y que no se levan­tara en sus dominios la trágica dicotomía de ricos y pobres.


Sin embargo, en la sociedad incaica imperaba un orden jerárquico muy estricto estructurado alrededor de una pirámide social compuesta por cuatro clases sociales muy diferenciadas entre sí, lo que implicaba necesariamente que, entre unos y otros, existiesen deberes y derechos desiguales. A la cabeza de la pirámide se encontraba la Realeza, conformada exclusivamente por el Sapa Inca (monarca), llamado Intipchurip (Hijo del Sol), seguido de su esposa legítima, la Colla o Pihuihuarmi y el Auki (heredero del Inca).
Luego le seguía la Nobleza, que podía ser de sangre (Panaka) o de favor (Orejones). La primera de ellas estaba constituída por la Pihui (esposa secundaria del Inca), la Cipacolla (concubina del Inca), el Inga (hijo casado), la Ñusta (hija soltera) y la Palla (hija casada). La segunda, incluía a los que se destacan en el desempeño de sus funciones: los Quipucamayoc (secretarios contables), los Amautas (maestros de la nobleza), los Willaqhuma Incaq (sumos sacerdotes), los Vilcas (obispos), los Inticamaccuna (dedicados al culto solar), las Quillamamacuna (sacerdotisas), los Illapacamac (adoradores del rayo), los Yana Vilcas (representantes de los obispos), los Huacacamayoc (encargados del templo), los Ayatapuc (ministros religiosos), los Hechecoc (adivinos), los Aucachic Ichuri (confesores), los Curacas (caciques locales), los Aqllas (altos jefes) y las Willac Umu (mujeres escogidas del Inca). Los sectores nobles no tenían la obligación ni la necesidad de trabajar la tierra.
En tercer lugar existía una Elite conformada por artesanos cualificados, los Chasquis (mensajeros), los Hatun Runa (habitantes del pueblo) y los Ayllu (campesinos), y en el último peldaño quedaban los Mitimaes (migrantes obligatorios) y los Yanacones (auténticos siervos).
La base de la economía fue la agricultura; las tierras eran comunales y cada familia tenía sus tierras para cultivarlas y alimentarse. La forma de trabajo de las tierras era la “minka”, esto es que se ayudaban en las tareas agrícolas en forma comunitaria, como por ejemplo cuando un individuo tenía tanto trabajo que no podía con él, o en el caso de los huérfanos, los enfermos y las viudas. Cuando no se podían cultivar ciertas especies necesarias (papas, maíz, camote), parte de la comunidad se asentaba en otras zonas. Esta forma de obtener recursos se conocía como "complementariedad ecológica".
Sin duda, la organización social y política del Imperio Inca fue su aspecto más original. El ejercicio de un poder absoluto controlado por el Sapa Inca a través de una compleja red burocrática que alcanzaba a todos los súbditos, apoyado en la religión que garantizaba la unidad del imperio y respaldado por un ejercito poderoso, dieron como resultado una administración eficaz que coordinaba en particular toda la economía del país. Existen interpretaciones diversas al respecto: el historiador francés Louis Baudin (1748-1799) caracterizó al Imperio Inca como socialista; el naturalista alemán Hermann Karsten (1817-1908) lo definió como totalitario y el antropólogo francés Maurice Godelier (1934) como "la existencia combinada de comunidades primitivas donde reina la posesión común del suelo y organizadas, parcialmente todavía, sobre la base de relaciones de parentesco y de un poder de Estado que expresa la unidad real o imaginaria de estas comunidades, controla el uso de los recursos económicos esenciales y se apropia directamente de una parte del trabajo y de la producción de las comunidades que él domina".
La coexistencia de las diversas interpretaciones acerca de la forma de gobierno del Imperio Inca constituye un ejercicio constante en la búsqueda de nuevas interpretaciones y sin duda, una necesidad de revisión constante de este período histórico. Nadie puede discutir la espectacular organización inca, no solo por el manejo del inmenso territorio, sino además por el éxito de la conducta paternalista de la nobleza inca. Pese a que la autoridad en el imperio era unipersonal, es decir, comparable a una monarquía europea de aquellas épocas, la población del imperio nunca pasó hambrunas ni privaciones. Este equilibrio social actualmente es conceptuado por los estudiosos básicamente como un entendimiento de clases o castas sociales que generó, a pesar de ello, un desarrollo desigual comparable al de las comunidades cazadoras-recolectoras y agroalfareras de esa misma época en otras sociedades precapitalistas. Este desarrollo desigual permitió a los españoles y portugueses imponer sus formas de colonización y, ulteriormente, al capitalismo europeo, especialmente el inglés, establecer las reglas del mercado internacional a las nacientes repúblicas latinoamericanas.
Cronológicamente el Estado incaico se desenvolvió entre los siglos XI y XVI de la era cristiana. En los pri­meros doscientos años, los incas ensayaron sus métodos en limitado espacio. Mas tarde, consolidadas sus instituciones bási­cas, el desarrollo alcanzó su máxima celeridad entre los años 1400 y 1500. El apogeo del Cusco coincide -como se dijo anteriormente- con el largo go­bierno del noveno monarca. La nómina oficial de los emperadores cusqueños es la siguiente: 1°- Manco Capac, 2°- Sinchi Roca, 3°- Lloque Yupanqui, 4°- Mayta Capac, 5°- Capac Yupanqui, 6°- Inca Roca, 7°- Yahuar Huacac, 8°- Huiracocha, 9°- Pachacútec, 10°- Inca Yupanqui, 11°- Tupac Inca Yupanqui, 12°- Huayna Capac, 13°- Huáscar y 14°- Atahuallpa. De todos modos, hay indicios de que han sido borrados de la lista algu­nos reyes, como Tarcohuaman, Orcon o Amaru Tupac In­ca. Por otro lado, Inca Yupanqui, que aparece en la obra "Comentarios reales de los Incas" (1609), del cronista mestizo Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), no figura en las de la mayoría de los otros cronistas.
Es posible que aparecieran las inevitables pasiones: rivalidades de estirpes, rencores, odios que seguramente estallaron arrolladoramente tras la muer­te sin sucesión de Huayna Capac entre sus hijos de dis­tintas madres, que culminaron en la guerra civil que tanto aprovechó Francis­co Pizarro y el grupo de aventureros que lo acompañaba para la conquista del Perú. El 15 de noviembre de 1532, era traidoramente aprisio­nado Atahuallpa en la plaza de Cajamarca y pocos meses después decapitado, bajo la acusación de supuestos de­litos.
La cultura peruana antigua, bajo la influencia incaica, ha dejado marcadas huellas en el espíritu de la población aborígen y numerosos testimonios materiales, sobre todo en sus magnas construcciones de piedra. La región del Cusco, cuna del Estado incaico y teatro de sus hazañas, ofrece las muestras más preciadas de tal arquitectura en las ruinas de sus ciudades, terrazas agrícolas, templos, pa­lacios y fortalezas. Se atribuye a que fueron razones ecológicas las que influyeron en la formación del grupo inca, pues se trata de la comarca más rica y variada del Perú, con todos los climas y producciones, los más impresionantes paisa­jes de valle, meseta, cordillera, páramo y bosque. Son tie­rras bañadas por grandes ríos como el Urubamba, el Apurimac y el Paucartambo desde donde emergen las más altas montañas coronadas de nieve perpetua.


De la constelación de monarcas cusqueños que reali­zó la proeza de integrar en una gran sociedad a los nu­merosos pueblos cordilleranos de la América del Sur -hoy repartidos en seis repúblicas, se destaca la excelsa fi­gura de Pachacútec, en cuyo reinado llegó el imperio a su máximo esplendor y bajo cuya dirección se edificaron los conjuntos ar­quitectónicos de más sorprendente perfección, como los que se pueden admirar en el valle del Urubamba, en Yucay, en Ollantaytambo y en Machu Picchu. Tanto político como ar­tista, fue el arquitecto del apogeo incaico y la más es­clarecida personalidad de la América antigua.

23 de marzo de 2021

Frigga Haug: “Rosa Luxemburgo hizo escuela de la política y nos enseñó cómo se hace política, y eso es totalmente actual”

En el seno de una familia de origen judío, hace ciento cincuenta años nacía en Zamosc, una pequeña ciudad ubicada en el suroeste de Polonia -por entonces bajo el dominio del imperio zarista ruso- una de las mujeres más trascendentes de la historia, tanto por sus aportaciones teóricas como por su incansable lucha por los derechos de la mujer: Rosa Luxemburgo (1871-1919). Hija de un comerciante maderero y víctima de la discriminación que las autoridades zaristas imponían en Polonia contra los judíos, tras finalizar sus estudios en un liceo femenino de Varsovia, con tan sólo dieciocho años de edad y debido a su temprana militancia en la organización clandestina socialista Proletariat, debió refugiarse en Suiza. Allí asistió a la Universität Zürich -la única de toda Europa que por entonces aceptaba mujeres- donde se matriculó en Zoología, aunque pronto abandonaría las Ciencias Naturales y comenzaría a cursar clases de Economía, Filosofía y Derecho.
En esa universidad conoció al intelectual ucraniano Anatoli Lunacharski (1875-1933), futuro Comisario de Instrucción Pública de la Unión Soviética, al revolucionario socialista lituano Leo Jogiches (1867-1919) y al activista polaco Julian Marchlewski (1866-1925). Con estos últimos dos fundaría en 1893 el periódico “Sprawa Robotnicza” (La Causa de los Trabajadores) y poco después el Socjaldemokracja Królestwa Polskiego (Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia), en el cual se hizo cargo de la agitación entre los trabajadores y mineros de la Alta Silesia. Por entonces publicó “Die industrielle entwickelung Polens” (El desarrollo industrial en Polonia), una versión revisada de su tesis doctoral en Ciencias Políticas. En 1898 contrajo matrimonio con el anarquista alemán Gustav Lübeck (1873-1945), lo que le permitió obtener la ciudadanía alemana. Ese mismo año se mudó a Berlín, ciudad en la conoció a los principales referentes del Sozialdemokratische Partei Deutschland (Partido Socialdemócrata de Alemania), entre ellos Wilhelm Liebknecht (1826-1900), August Bebel (1840-1913), Paul Singer (1844-1911), Karl Kautsky (1854-1938) y Clara Zetkin (1857-1933). Con ésta, una incansable luchadora por los derechos de la mujer, entablaría una gran amistad y un compañerismo que duraría toda la vida.
Luego vendrían una gran actividad política, numerosas intervenciones en congresos y debates, varias encarcelaciones, su tenaz oposición a la participación de los socialdemócratas en la Primera Guerra Mundial, y sus polémicas con el líder de la Revolución Rusa Vladimir Lenin (1870-1924). También, durante esos años, publicó numerosos artículos y varios ensayos, entre ellos “Massenstreik, partei und gewerkschaften” (Huelga de masas, partido y sindicatos), “Sozialreform oder revolution” (Reforma o revolución), “Die akkumulation des kapitals” (La acumulación del capital), “Die krise der sozialdemokratie” (La crisis de la socialdemocracia) y “Die proletarischen frauen” (La mujer proletaria). El distanciamiento ideológico con la mayoría de los miembros del partido a medida que éstos se inclinaban hacia los métodos parlamentarios la llevó a fundar en 1916 la Spartakusbund (Liga Espartaquista), germen del Kommunistische Partei Deutschlands (Partido Comunista Alemán). Lo hizo junto a la citada Clara Zetkin, Franz Mehring (1846-1919) y Karl Liebknecht (1871-1919).
En 1918 el disgusto de las masas alemanas sobre la guerra llevó en un levantamiento popular hoy conocido como la Revolución de Noviembre, la cual logró la destitución del emperador Wilhelm II de Hohenzollern (1859-1941) y la proclamación de la República de Weimar bajo las severas condiciones impuestas por el Tratado de Versalles al término de la Gran Guerra. Pero dentro del movimiento revolucionario había una división interna. Por un lado, los socialdemócratas liderados Friedrich Ebert (1871-1925) -convertido en el presidente de la nueva república- que optaron por la instalación de una democracia liberal-burguesa. Por otro lado, los espartaquistas que proponían la creación de un estado socialista en el cual los trabajadores tomaran el control de las instituciones burguesas y las suplantaran con sus propios órganos representativos. Este enfrentamiento llevó en los primeros días de 1919 a una insurgencia conocida como Levantamiento Espartaquista, el cual fue brutalmente reprimido. Grupos paramilitares encabezados por el capitán Waldemar Pabst (1880-1970) -con el visto bueno presidencial- el 15 de enero detuvieron, torturaron y asesinaron a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. El cuerpo de Liebknecht, el único parlamentario que en el año 1914 había votado en el Reichstag (Parlamento) en contra de los créditos de guerra para financiar la presencia de Alemania en la Primera Guerra Mundial, fue abandonado en el parque berlinés Tiergarten, mientras que el de la Luexemburgo fue arrojado a las aguas del Landwehr Canal y recién fue encontrado el 31 de marzo bajo el puente Freiarchenbrücke. Fue este el primer crimen político de la República de Weimar.
Obviamente el desarrollo teórico de Rosa Luxemburgo estuvo fuertemente situado en la Alemania de comienzos del siglo XX, una nación asediada por la Primera Guerra Mundial. Sus reflexiones no sólo fueron teórico metodológicas sino que abarcaron también las propias contradicciones de la vida política y la frecuente incoherencia de los dirigentes que proponían llevar adelante un cambio revolucionario. Hoy, cuando la pauperización de los derechos de la clase trabajadora, los procesos de precarización y control de la vida cotidiana, la burocratización de las instituciones, la ineficacia de los sindicatos, la disociación entre el discurso y la práctica de los partidos políticos, el avance de los conservadurismos y el resurgimiento de los nacionalismos son moneda corriente a lo largo y ancho del mundo, sus reflexiones, críticas y propuestas para interpretar la realidad tienen, con los lógicos matices que impone el paso del tiempo, una enorme vigencia. Así lo entendió la socióloga y filósofa alemana Frigga Haug (1937) quien, en el año 2007, publicó “Rosa Luxemburg und die kunst der politik” (Rosa Luxemburgo y el arte de la política), obra que fue publicada en la Argentina en 2019 al cumplirse el centenario del asesinato de aquella que luchaba “por un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres”.
Frigga Haug nació en Mülheim y estudió sociología y filosofía en la Freie Universität Berlin, donde se graduaría en Sociología en 1971 y obtendría un doctorado en Sociología y Psicología Social cinco años más tarde. Investigadora del Institut für Kritische Theorie, entre su numerosa obra ensayística pueden citarse “Kritik der rollentheorie und ihrer anwendung in der bürgerlichen deutschen soziologie” (Crítica de la teoría de roles y su aplicación en la sociología burguesa alemana), “Historisch kritisches wörterbuch des feminismus (Diccionario histórico crítico del feminismo) y “Nachrichten aus dem patriarchat” (Noticias sobre el patriarcado). En su libro sobre el “águila de la revolución” (tal como la llamaba el líder soviético Lenin), trata no sólo sus cuestiones biográficas sino también sus análisis teóricos e intervenciones políticas en artículos periodísticos, discursos en conferencias del partido y congresos sindicales, su estudio sobre los acontecimientos mundiales y, según palabras de la autora, “cómo informaba sobre ellos y qué método seguía para descomponer los sucesos, cómo unía las doctrinas con los pensamientos habituales entre la población y así los animaba a pensar críticamente por sí mismos”.
Lo que sigue es la entrevista que le realizara Sigrun Matthiesen aparecida el 6 de noviembre de 2020 en el suplemento “Las 12” del diario “Página/12”. En ella, la socióloga y filósofa alemana reconoce haber esquivado a la Luxemburgo en su formación inicial pero luego haberse volcado con devoción a la autora de la frase “Para la mujer burguesa, su casa es el mundo; para la proletaria, el mundo es su casa”, y ofrece una revisión del pensamiento de la pensadora polaca más trascendente de la historia y una actualización permanente de sus ideas.
 

¿En qué radica la actualidad de Rosa Luxemburgo?
 
La pregunta por su actualidad es electrizante porque espontáneamente responderíamos que no es actual. Esa mujer de sombreros enormes y polleras increíbles, a la que además ya nadie conoce, ¿cómo podría ser actual? Sin embargo, cuando la leemos y nos introducimos en su obra, comprobamos que es de una actualidad absoluta, como si viviera en esta época y se enfrentara a nuestros mismos interrogantes. Voy a dar un ejemplo: ella acuña el concepto de “realpolitik” revolucionaria (política real revolucionaria). ¿A qué se refiere con eso? Puede que suene un poco complicado. Y la palabra “revolucionaria”… puede resultar difícil hacerse cargo de tal palabra. Cuando presenté esta idea por primera vez, fue inmediatamente traducida y una persona, alguien importante, dijo “mejor hablemos de política radical de reformas y no de “realpolitik revolucionaria”. Pero Rosa Luxemburgo se refiere a que la política debe guiarse por un objetivo distante, que es lo que queremos alcanzar, lo que ansiamos para nuestra sociedad, identificar la opresión y los caminos para superarla. Eso es lo revolucionario, pero es un objetivo a largo plazo. Actualmente no se puede hacer política de esa manera, no se puede ir por las calles -como el movimiento del ’68- diciendo “aboliremos la policía, aboliremos todo tipo de orden”, sino que hay que hablar de “realpolitik” e ir a los parlamentos, porque esa es hoy la forma de lo político; hay que formular demandas que sean factibles aquí y ahora. Pero, a su vez, Luxemburgo dice que no deben ser “reformistas” en el sentido de darse por satisfechas con lo primero que consiguen, sino que las personas llevan en sí la fuerza de seguir luchando hacia el objetivo distante, y eso es “realpolitik” revolucionaria. Luxemburgo emplea el concepto una única vez en todos sus escritos, pensábamos que no era así, pero es así, una única vez, y ella dice que… -cito de memoria-: “Fue recién Marx quien nos permitió reconocer los medios para ver hacia dónde queremos llegar, a qué sociedad queremos llegar, es decir, a tener en vista el objetivo último que debe orientar cada uno de los pasos de nuestra política de reformas”. Es una frase muy sencilla, pero si la estudiamos y miramos de cerca lo que hizo, cobra una actualidad absoluta.
 
Además su tesis del imperialismo es también decisiva para hoy…
 
Hoy reviste enorme actualidad el llamado “Teorema de la apropiación de tierras”. Aun si se lo discute completamente separado de Luxemburgo, como si hubiera surgido de otra manera, es ella quien lo desarrolla exhaustivamente en el libro “La acumulación del capital”, tomo 5 de sus obras completas. Dicho en términos muy sencillos eso significa que es intrínseca al capitalismo la necesidad siempre de más, el modelo de crecimiento requiere siempre más de lo que podemos, no puede existir sin multiplicarse constantemente. Pero esto supone un modo de producción que no es viable porque la tierra es finita, los trabajadores son finitos, las fuerzas son finitas, y ahora en plena crisis ecológica, climática, en medio de tantas crisis se advierte que esto así no funciona. No es un modelo de administración económica ni sostenible, ni sustentable. Ella presupone en el capitalismo un entorno no capitalista, y el crecimiento consiste justamente en ir “comiéndose” todo alrededor, de modo que el entorno no capitalista se reduce cada vez más. Pero no se puede permitir que los mercados se expandan cada vez más sin subordinarse ni adecuarse a otros modos de producción. Esto podemos reconocerlo de inmediato, cualquiera puede entenderlo, se puede transmitir a las personas, que pueden ponerlo a prueba en sus pequeños jardines. Y al mismo tiempo esto explica lo terrible, catastrófica que es la situación y cómo la finitud de los recursos de la tierra pone todo al borde de una nueva guerra. El momento actual es en cierta manera modélico por la forma en que deja entrever los diferentes elementos. Y también esto se puede estudiar en Rosa Luxemburgo.
 
¿Cómo empezó su vínculo con sus ideas?
 
Yo no conocía a Rosa Luxemburgo en la época en que el movimiento estudiantil ya estaba en marcha, yo venía del movimiento antinuclear, unos diez años anterior, es decir, ya era madura y estaba politizada pero nunca había leído a Rosa Luxemburgo porque en el movimiento de trabajadores -aunque éramos estudiantes nos sentíamos parte del movimiento de trabajadores-, ella no tenía relevancia. Más bien tenía una imagen negativa porque el juicio generalizado era que no había hecho ningún aporte teórico, y para peor llevaba esos sombreros “demodé”, así que yo me venía ahorrando leer esos volúmenes de discursos y textos. Como no “había que leerla”, no la leía. Todo empezó por casualidad, en realidad. Corrían los años ‘70 y las estudiantes de la Universidad de Hamburgo lograron a fuerza de lucha que se creara un seminario de mujeres. Con sus diferencias, todos los grupos se habían unido y habían logrado que se creara ese seminario para que fuera reconocido como parte de la carrera universitaria. Pero no encontraban una profesora que las convenciera o que estuviera dispuesta a hacerse cargo, de modo que un día me tocaron la puerta. Yo no era profesora de la Universidad de Hamburgo sino de la Escuela Superior de Economía y Política, esa que tras la guerra había sido ganada sindicalmente por los trabajadores. Un día se me aparece en la puerta una estudiante de la Universidad de Hamburgo, y mientras estira la espalda, me dice: “La verdad es que usted no nos gusta, sabemos que no es lesbiana, que está casada, tiene un hijo y, como si fuera poco, es marxista, pero igual queremos que usted asuma el seminario”, y después me contó a las apuradas de lo que se trataba. Yo sentí que había que hacerlo, y que yo iba a tener que hacerlo. Así que fui. Era impresionante lo lleno que estaba, hasta los pasillos estaban colmados y yo me preguntaba “¿qué les doy para leer?”. Marx no les podía dar, no podía darles a leer un hombre, Clara Zetkin no me parecía adecuada, entonces me puse a leer a Rosa Luxemburgo. De pronto encontré “La proletaria”, un artículo muy breve. El lenguaje era imposible, todo el tiempo hablaba de “lucha de clases”, de “proletariado”, de “capital”, y yo me preguntaba: “¿qué hago con esto?”. Pero sin embargo la leímos y fue un aprendizaje increíble también para mí porque contiene algunas frases maravillosas y contundentes como una que todavía sé de memoria: “Para la mujer burguesa, su casa es el mundo; para la proletaria, el mundo es su casa”. Con esas palabras concisas, maravillosas, las mujeres pudieron aprender muy rápidamente sobre Rosa Luxemburgo, pero también sobre el lenguaje en la política, a manejar el lenguaje, a no evitar palabras. Me avergoncé mucho de mí misma por la forma en que había pensado sobre ella.
 
¿Cuál es la utilidad de Luxemburgo para los feminismos contemporáneos?
 
Hay algo que aprendimos muy tardíamente como feministas, y es que se debe trabajar con la contradicción; si pensamos las cosas en movimiento, debemos incorporar las contradicciones y ver adónde conducen, en lugar de confrontar y rechazar todo de plano. Tomemos un ejemplo: el parlamento. Ese parlamento que ya hemos reconocido como burgués, como conquista burguesa frente a la monarquía, ¿realmente queremos estar en el parlamento? Podríamos rechazarlo de plano enfurecidas, pero Rosa Luxemburgo no lo hace sino que nos enseña que el parlamento es el lugar donde podemos dirimir nuestras contradicciones, llevarlas al frente. Si bien estamos en contra del parlamento como tertulia burguesa -como ella dice- al mismo tiempo es el terreno donde se hace pública la cuestión de fondo. En cualquier caso se necesita el parlamento como escenario para interpelar al pueblo. Y con esa palabra estamos ante otro problema, uno de los principales en el feminismo contemporáneo, la palabra “pueblo”, ¿quién habla todavía de pueblo hoy en día? ¿Pero acaso hablamos de “masas”? Tampoco. Pero Rosa Luxemburgo es completamente intransigente, ella les habla a las masas, porque las concibe como personas en movimiento, esa es la masa, las propias personas que se han puesto en marcha. ¿Para qué? Para tomar el gobierno. Pero por supuesto no pueden hacerlo porque nadie les ha enseñado a gobernar. En todos sus textos habla dirigiéndose al pueblo, a cada una de las personas, como si estuvieran en el gobierno y debieran medir la magnitud de los problemas como si los tuvieran que resolver ellas mismas. Y yo no veo que eso sea muy distinto de lo que hacemos nosotras cuando escribimos artículos o realizamos acciones para explicar a las personas de qué se trata en el fondo todo esto, qué intereses están en juego ahora.
 
¿Y qué necesitamos entender y difundir hoy sobre los intereses en juego?
 
Debemos ver qué capitales están ahora asociados con qué parte, con quién; ver quién está tirando de ahí y dónde todo eso termina en guerra, y ver dónde podemos intervenir. Y no podemos hacerlo si no estudiamos los diferentes intereses particulares, las rutas comerciales, qué está pasando con las importaciones y las exportaciones, quién está del otro lado ahora. Así es como estamos en medio de eso, sentadas frente a nuestro escritorio teniendo que tomar posición sobre el conflicto entre China y Estados Unidos, y leemos los periódicos, no solamente lo que están haciendo los nuestros en nuestras pequeñas revistas, y es verdaderamente difícil dilucidarlo, no se puede resolver de manera emocional, no podemos decir simplemente que estamos a favor o en contra de China, o de Rusia, o si preferimos a Joe Biden. ¿Cómo lo resolvemos? En este sentido, el pensamiento de Rosa Luxemburgo es de total actualidad porque ella estudiaba fundamentalmente las rutas comerciales y escribía sobre cuántas toneladas llevaban esos barcos que iban en tal dirección y con qué volvían. Al principio se lee como si no tuviera nada que ver con nosotros, pero sí tiene que ver porque nos enseña a percibir la realidad, a los poderosos y sus actos, y a percibir en qué puntos podríamos intervenir. Rosa Luxemburgo hace algo que se ha vuelto “demodé”: ella “en-se-ña”, hace escuela de la política y nos enseña cómo se hace política, y eso es totalmente actual. No he leído nada de ella que no sea actual.
 
Cuando ve que no se avanza como se quisiera en términos de política concreta, ¿le consuela pensar en Rosa Luxemburgo, en sus frustraciones y perseverancias?
 
Mucho. Tiene una forma de pensar espontáneamente marxista, como si Marx estuviera en ella pero a ella no la sentimos tan lejana. Al leer a Marx no sentimos que su teoría nos penetre por los poros de la piel; aprendemos mucho, es cierto, nos damos cuenta de que estamos aprendiendo, pero con Luxemburgo es más directo, ella siente el abordaje marxiano en prácticamente cada cosa que ocurre, no como algo extraño a ella sino propio, y eso me resulta extremadamente conmovedor, como si él estuviera en ella. Personalmente no me pregunto “cómo pensaría Rosa Luxemburgo tal cosa” sino que he aprendido a ser muy autocrítica con mis primeras impresiones e ideas, a dar por sentado que llevo en mí el sentido común y que puedo equivocarme por lo cual debo mirar una segunda vez, debo estudiar y eso es laborioso, pero ella lo hizo y yo debo hacerlo, en cada punto. Por lo tanto también yo siento como si ella estuviera dentro de mí y me dijera “encáralo con serenidad, este es un nuevo encargo que debes aceptar y liderar”, como fue el caso de Brecht, que también era seguidor de Luxemburgo, o Peter Weiss, de quien viene la línea Gramsci-Luxemburgo. Y eso nos permite avanzar, advertir las cadenas que cercan el pensamiento en medio de la cotidianidad; leyendo los periódicos, releyendo lo que aprendimos en la universidad, reflexionamos y advertimos que debemos atravesar el cerco y que podemos hacerlo, y el coraje de hacerlo lo he aprendido de Rosa Luxemburgo. A veces podría confundirme y a mucha honra decirme “ahora es Rosa Luxemburgo la que piensa en ti, de modo que adelante, ve y hazlo”.

22 de marzo de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (XII). Hugo Montero

Así como el año 1951 fue una bisagra sustancial en la vida de Cortázar, otro tanto ocurriría en los años ’60. El paulatino proceso de descomposición democrática en la mayoría de los países latinoamericanos, el triunfo de la Revolución Cubana, la instauración en la mayoría de los países de la región de regímenes militares que contaban con el apoyo manifiesto por parte de Estados Unidos y de las oligarquías locales, no dispuestos a aceptar gobiernos que pudieran afectar sus intereses -en el caso del primero- o a renunciar a sus privilegios -en el caso de las segundas-, fueron todos sucesos que lo llevaron a involucrarse cada vez más en cuestiones políticas más allá de cualquier alineamiento ideológico.
Fue así que comenzó a participar en las sesiones del Tribunal Russell -cuyo objetivo era investigar las violaciones de derechos humanos que se estaban cometiendo en países de Latinoamérica-, a publicar en París junto a Hipólito Solari Yrigoyen (1933), Carlos Gabetta (1943) y Osvaldo Soriano (1943-1997) la revista “Sin censura” -con la intención de generar un medio de análisis y reflexión crítica desde el punto de vista democrático-, y a emprender numerosos viajes -Alemania, Costa Rica, Cuba, España, Estados Unidos, Guadalupe, Italia, Jamaica, Kenia, México, Nicaragua, Trinidad y Tobago, Venezuela- para participar en foros de defensa de los derechos humanos y de denuncia de los sistemas represores estatales.
Por entonces, cuando le preguntaban si escribiría otra novela en breve, solía decir que le gustaría, pero que escribirla exigía un tiempo del que él, por su constante y cada vez más amplio compromiso en el ámbito de lo que entendía por actividad política, carecía. Esa cuota de tiempo fragmentado, decía, sólo le permitía escribir cuentos y relatos breves, dado que eso podía hacerlo en habitaciones de hoteles, en el compartimento de un tren o en la terminal de un aeropuerto, en un receso entre conferencias o mientras volaba en un avión. Para Cortázar, según le confesaría a un amigo, la literatura había pasado momentáneamente a un segundo plano.
En aquellos tiempos, en una entrevista que le hiciera la activista y escritora mexicana Margarita García Flores (1922-2009), Cortázar declararía: “Nuestra realidad esconde una segunda realidad (una realidad maravillosa), que no es ni misteriosa ni teológica, sino, por el contrario, profundamente humana. Se trata de una realidad que, desgraciadamente, a causa de una larga serie de equívocos, ha permanecido escondida bajo otra prefabricada por muchos siglos de cultura, una cultura que puede enorgullecerse de numerosos grandes hallazgos, pero que tiene, también, oscuras aberraciones, hondas distorsiones que esconder”.
Y en otra que le realizara el periodista y escritor argentino Martín Caparrós (1957), diría: “Mi último ideal es la revolución, un cambio total de las estructuras, porque sé muy bien que las llamadas democracias de América Latina son democracias burguesas, en las que las desigualdades sociales siguen existiendo y el control sigue estando en manos de la oligarquía, del poder económico. El capitalismo hace el juego de la democracia y es un juego útil para nosotros, pero también pienso que la democracia tal como la sentimos no puede quedarse en ella misma, sino que tiene que ser una puerta que se va abriendo a una evolución más amplia, evolución que pueda eventualmente llevar a una revolución”.
“Me invade cierta melancolía al pensar que el tiempo disminuye para mí. Tengo suficiente lucidez para comprender que no asistiré a la materialización de mi sueño: la soberanía total de América Latina, pero de ningún modo asocio esto a una sensación de fracaso. Estoy seguro de que los procesos históricos se cumplirán, que los libros que ya nunca escribiré serán obra de otros creadores latinoamericanos” reconoció en 1983, cuando el final se acercaba.
Hugo Montero (1976-2021), Licenciado en Periodismo y fundador y co-director de la revista “Sudestada”, fue un habitual colaborador en diversos medios de comunicación y autor de “Por qué Stalin derrotó a Trotsky”, “Oesterheld. Viñetas y revolución”, “Entre Dios y el Pentágono” y “La guerra blanca”, entre otros ensayos. El nº 1 de la edición titulada “Sudestada de Colección” fue dedicado íntegramente a Cortázar. En él, aparecieron de su autoría “Un sueño y dos orillas” y “El último adiós”, de los cuales se reproducen a continuación algunos fragmentos.
 
Exagerando los cuidados, invadido por los nervios, el joven alto y desgarbado cruza la calle transpirando frío en todo el cuerpo. Aferrado a la carpeta con las manos empapadas en sudor, el joven alto y desgarbado encara hacia la figura que camina pesadamente con rumbo a las sombras del final de la calle. Murmura un nombre conocido, detiene su paso y repite con torpeza el puñado de palabras estudiadas hasta el hartazgo para la ocasión. Un pálido Julio Cortázar, alto y desgarbado, hecho un manojo de nervios, le entrega su cuento “Casa tomada” a Jorge Luis Borges, quien acepta el manuscrito y se marcha en silencio prometiendo su lectura. Borges publicaría luego aquel relato en la revista en que trabajaba “Los anales de Buenos Aires”. “Años después, en París, Julio Cortázar me recordó ese antiguo episodio y me confió que era la primera vez que veía un texto suyo en letras de molde. Esa circunstancia me honra” comentaría tiempo más tarde el propio Borges.
Largo y sinuoso sería el camino para aquel joven alto y desgarbado desde el encuentro con su admirado Borges, desde aquella niñez en Banfield, rodeado de libros, de excelentes notas en el colegio y de algunos poemas borroneados; hasta aquel viaje iniciático a la capital francesa. “De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad”, explicó en una carta en 1967, lejos de Buenos Aires y de una historia que hasta entonces le parecía tan ajena como aquella que escribían, muy lejos de la calma parisina, unos rebeldes barbudos en la Sierra Maestra.
“Estaba instalado en mi vida europea con muy poca, prácticamente ninguna connotación o participación de tipo ideológico o político con el socialismo, una cuestión de simpatía teórica y nada más, la actitud típica del liberal que se imagina de izquierda”, reconoció en 1970, describiendo esa etapa en donde la literatura ocupaba su tiempo de forma exclusiva. Hasta ese día en que todo cambió: una revolución, un pueblo y un destino se cruzarían por su camino. “El triunfo de la Revolución Cubana, los primeros años del gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano esencial, en el inconcebiblemente difícil y simple principio de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre” explicaría en 1967.
¿Qué fue aquello que generó en el escritor argentino ese cambio que lo llevaría a defender durante toda su vida las conquistas de los pueblos oprimidos de América Latina? ¿Qué elementos modificaron la visión del mundo de un intelectual sensible a una realidad cruenta, a un presente de dolor y de esperanza, escenario de su obra? “Llegó el día en que frente a una injusticia cualquiera yo tuve la necesidad de sentarme a la máquina y escribir un artículo protestando por esa injusticia, me sentí obligado a no quedarme callado” señalaría el escritor sobre aquel pasaje.
Aquel flaco y desgarbado escritor había dejado atrás todo su universo lúdico y fantástico, la arcilla que conformaba hasta entonces las cuatro paredes de su obra. Ahora, de frente a una realidad cada vez más compleja, lo esperaba una ardua tarea: la de meterse sin vacilaciones en una batalla donde las críticas le llegarían de ambos flancos. Una de las primeras discusiones que protagonizó Cortázar fue aquella que intentaba definir los límites del “compromiso” para el artista, el valor de la obra como herramienta revolucionaria. Frente a este tema, jamás dudó: “El escritor que por un compromiso ideológico sacrifica su capacidad creativa, en mi opinión está perdido como escritor y además, por mala y mediocre, su obra tendrá escasa proyección. El lector se entrega a todos los mensajes cuando están envueltos en libertad creadora”, afirmó en 1983.
(…)
El autor de “Bestiario” se oponía a la noción del artista como empleado de una causa, una visión que partía de la necesidad de seguir buscando esos puentes entre la expresión cultural de un pueblo que lucha por su liberación y la voz de sus artistas como sintetizadores de aquella experiencia, aunque nunca de forma mecánica: “Nada me parece más revolucionario que enriquecer por todos los medios posibles la noción de realidad en el ánimo del lector de novelas o de cuentos; y es ahí donde la relación del intelectual y la política se vuelve apasionada en América Latina, porque precisamente este continente proporciona la prueba irrefutable de que el enriquecimiento de la realidad a través de los productos culturales ha tenido y tiene una acción directa, un efecto claramente demostrable en la capacidad revolucionaria de los pueblos”, destacaba en 1979.
Eran tiempos en que otras discusiones se atravesaban. Debates muchas veces hijos de acartonadas perspectivas de la realidad a través de un espejo manchado por experiencias negativas en el terreno del llamado “campo socialista”. “Nuestros libros son botellas al mar, mensajes lanzados a la inmensidad de la ignorancia y la miseria, pero ocurre que si estas botellas terminan por llegar a destino y es entonces que esos mensajes deben mostrar su sentido y su razón de ser, deben llevar lucidez y esperanza a quienes los están leyendo o los leerán un día; nada podemos hacer directamente contra lo que nos separa de millones de lectores potenciales, no somos alfabetizadores, ni asistentes sociales, no tenemos tierra para distribuir a los desposeídos ni medicina para curar a los enfermos, pero en cambio nos está dado atacar de otra manera esa coalición de intereses foráneos y sus homólogos internos que generan y perpetúan el ‘status quo’ o mejor aún el ‘stand by’ latinoamericano”, destacaría Cortázar. “¿Y qué son los lectores sino ese sector del pueblo que dista de ser mayoritario, sobre todo en América Latina, pero que constituye la vanguardia de esa revolución interna, de ese hombre nuevo que toda revolución auténtica necesita, busca, y debe formar y de alguna manera inventar?”, apuntaría en 1983.
(…)
Cuando las ruedas del avión se despegaron definitivamente de Buenos Aires, el escritor pudo respirar tranquilo. Hasta la tos, que lo había acompañado durante toda su estadía en el país, suspendió por un momento el ritmo implacable sobre su cuerpo enfermo. Desde arriba, de noche, la imagen difusa de la ciudad en las ventanas del avión era tranquilizadora. Buenos Aires, se repetía entre labios, en el silencio del vuelo, el escritor, cada vez más lejos. Ese silencio era el mismo que lo había recibido días atrás en su llegada, y esa indiferencia también lo acompañaba ahora, al igual que la tos y ese cansancio insoportable, durante sus últimos segundos sobre suelo argentino. Antes de reclinarse y entregarse al sueño que lo acercaría más al cielo francés, el escritor no pudo evitar dibujar una entrañable sonrisa mientras ese suelo se perdía en un paisaje cada vez más azul, cada vez más lejos.
Dicen sus amigos que Julio Cortázar vino a despedirse en diciembre de 1983. Dicen también que estaba consumido por la enfermedad que lo mataría apenas tres meses después, en un frío París; pero que conservaba intacta su ironía, su agudeza y su presencia provocativa, violenta, fruto de esa contextura física tan particular, con esos ojos casi independientes que siempre parecieron obra de algún pintor cubista. Cortázar era argentino, pero no lo era desde una perspectiva falsamente nacionalista. Cortázar era argentino porque escribía en argentino, y cualquier artista merece ser juzgado por su trabajo, porque allí se encuentra su raíz, su identidad. Y su obra decía siempre demasiado de Argentina.


Sin embargo, cuando llegó no pudo sentirse en su tierra; desde un principio se sintió extranjero, otra vez. En realidad, así se lo hicieron sentir siempre. Corrían en Buenos Aires vientos frescos por ese tiempo, la palabra democracia había ganado cierta sonoridad satisfactoria y la gente sentía que, de una vez por todas, atrás había quedado ese lapso histórico siniestro, simbolizado por la presencia genocida del uniforme militar. La vida cultural resurgía de las cenizas, las calles céntricas multiplicaban su oferta de obras y artistas, los libros ocultos aparecían otra vez en los estantes; volvían también algunos innombrables de afuera, pero otros se quedaban, para siempre, lejos. Cortázar, que se había instalado mucho antes del golpe militar de 1976 en Francia, que se había autocalificado como “exilado” porque carecía de la elección de poder volver a su país y porque sabía que sus palabras no podían ser leídas y escuchadas libremente en su tierra, también eligió volver. Solo, enfermo, cansado, eligió volver por última vez. A despedirse, a pasear por sus calles (las mismas calles por las que caminaron todos sus personajes), a charlar cara a cara con su madre, a saludar a los viejos amigos.
“Ese viaje lo hizo cuando no debía hacerlo, fue muy nocivo para su salud. Estaba muy agotado, exánime, fue un gran esfuerzo. Poco después fue internado y empezó el ciclo de los hospitales. Peleó inconscientemente contra la enfermedad, porque tenía muchas ganas de vivir. No estaba para nada en sus proyectos eso de morirse”, recordaba su amigo y colega Saúl Yurkievich, años después. Pese a todo, Cortázar se dio el gusto de salir a caminar por el centro y asistió a un único acto público durante su visita: presenció el homenaje a los autores del Teatro Abierto en el Margarita Xirgú, donde recibió una cálida ovación de la multitud allí presente.
Cuentan que Cortázar se emocionó como nunca por ese reconocimiento que, sabía, merecía con creces. Carlos Gabetta recuerda que se quedó charlando con Julio en una esquina céntrica, plena calle Corrientes, a la salida de un cine después de ver “No habrá más penas ni olvido”, la película basada en el libro de Osvaldo Soriano. Julio esperaba allí a un periodista de “Le Monde” que debía entrevistarlo en pocos minutos. De repente, comenzó a desfilar por la avenida una multitud; era una manifestación por los derechos humanos. Julio guardó silencio ante la escena, hasta que alguien lo reconoció y pegó el grito: “¡Ahí está Cortázar!”. El grito fue una señal para todos. La manifestación trocó en tumulto alrededor del cronopio.
Se mezclaron besos y abrazos, brotaron preguntas amontonadas y sonrisas de emoción, confundieron sus voces jóvenes que querían contarle en dos palabras tantas sensaciones atravesadas con sus libros y esos íntimos deseos de ser por un rato la Maga algunas, y Oliveira otros. En el rostro de Julio no cabían tantos afectos, tantas palabras, desde lo más profundo de su pecho latía con fuerza esa máquina imperfecta que habría de apagarse algunos meses más tarde. Pero ese día, rodeado de jóvenes (sus lectores, los de siempre), el corazón golpeaba contra las paredes del cronopio, pugnando por salirse de una vez y saltar a la calle donde los otros cronopios se despedían con un inolvidable cantito que hablaba de un regreso y de un amor: “¡Bien-ve-nido, carajo! ¡Bien-ve-nido, carajo!”
La cara marcada de besos, su autógrafo desprolijo para siempre en un montón de libros y entre sus manos, un regalo entrañable: un ramo de jazmines. Julio aspiró el aroma de aquellas flores con la certeza de volver a recorrer aires conocidos. Después, convidó a los amigos: “Huelan esto... jazmines del país. Con esta fragancia, no existen en ninguna otra parte”.
“Es posible que Cortázar haya ido a Buenos Aires para mirarse al espejo por última vez. Dijo que estaba enfermo y que volvería en febrero. Quería eludir a la prensa y escaparle a la admiración beata. Temía que no lo dejaran andar en paz por esas veredas y esas plazas que recordaba con la memoria de un elefante herido. Pero creo que como todos nosotros le temía, sobre todo, al olvido” escribió, días después de su muerte, Osvaldo Soriano.
Pero su presencia, gigante y conmovedora, y su compromiso inquebrantable con el socialismo, con Cuba y con Nicaragua, no eran elementos demasiado bien vistos para ciertos personajes de quinta categoría, instalados en el nuevo gobierno democrático. Mientras Cortázar paseaba por Buenos Aires, el entonces presidente electo Raúl Alfonsín organizó una recepción formal con numerosos intelectuales en un acto de reafirmación de los principios democráticos. No faltaron allí esos intelectuales, los Borges y los Sabato, los de extraño doble discurso, los que elogiaron los uniformes primero y se acomodaron rápido después, sobre la hora. Allí no estuvo Cortázar porque no fue invitado, pero él quería ir, sentía que tenía que estar. Según el escritor Miguel Briante, el organizador central del evento tenía el número telefónico de Cortázar, pero optó por no llamar.
En ese sentido, Soriano relató que “Julio no pidió la entrevista, pero le parecía interesante equilibrar o contrarrestar la presencia de los Sabato y de los extremadamente moderados en el gobierno, o gente que había estado durante la dictadura. La idea era que alguien que había estado afuera, en el centro de la famosa ‘campaña antiargentina’ pudiera ser recibido por el flamante Presidente como señal de que esto iba a ser una cosa abierta. De ahí el fuerte significado político de ese episodio”. La historia confirmaría que la cosa no iba camino a ser “muy abierta” como se decía, y por eso la ausencia de Cortázar fue un síntoma elocuente del futuro próximo.
Su amigo Hipólito Solari Irigoyen fue el encargado de confirmarle, avergonzado, que no había conseguido la audiencia. “No es nada hombre, visita más visita menos, lo que quisiera es que le fuera bien, que maneje bien el gobierno” cuentan que fue la respuesta de Julio, pocas horas antes de su partida definitiva. Quién sabe, tal vez Cortázar zafó de tener que darle la mano al hombre que tiempo después firmaría, con esa mano, los decretos de Punto Final y Obediencia Debida, y ese frustrado encuentro actúa hoy como violento contraste entre el nombre de un escritor que perduraría en el tiempo por su coherencia ideológica, por su compromiso político y por su inasible talento; y el nombre de un político radical que, en cambio, apenas perdura (como si hubiera algún mérito en ello).
La indiferencia arrogante en el trato con Cortázar desde el poder político argentino fue una pose bien estudiada desde entonces. Ya el 12 de febrero de 1984, una vez conocida la muerte del escritor en París, el gobierno de Alfonsín envió una miserable esquela, 24 horas más tarde y con una lacónica frase de compromiso: “Exprésole hondo pesar ante pérdida exponente genuino de la cultura y las letras argentinas”.
“El entierro fue tristísimo. Un frío polar y un solcito que algún piadoso dios pagano hizo filtrar entre las ramas, como para que el cronopio mayor se fuera bajo una imagen bonaerense”, sintetizó Javier Fernández, en una carta enviada al librero Héctor Yánover. Al entierro del escritor, de parte de la embajada argentina “mandaron al portero”, señaló irónico Miguel Briante. Así, en una ceremonia fría, humilde en forma extrema, Cortázar era enterrado en suelo francés.
En silencio, como siempre, Julio se fue. Queda para los de este lado del mar su desbordante talento y su compromiso ejemplar, pero también nos queda esa ridícula sensación de satisfacción al saber, casi con certeza, que la última imagen que eligió Cortázar antes de irse fue la de nuestras calles, la imagen de su gente. Consuelo que alcanza y sobra para un último adiós.

10 de marzo de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (XI). Beatriz Sarlo

Los primeros meses en París Cortázar vivió en la habitación 40 de la Maison d’Argentine de la Cité Internationale Universitaire de París. Más tarde lo haría en distintos apartamentos, muy pobres algunos, con baño compartido al final del pasillo y un simple hornillo como cocina. Su única riqueza por entonces era su máquina de escribir Olivetti Lettera 22 con la que escribía. A la par de su empleo en una distribuidora de libros, gracias a un acuerdo logrado con la editorial “Sudamericana” antes de su partida, tradujo entre 1952 y 1953 “La vouivre” (La víbora) de Marcel Aymé (1902-1967), “La vie des autres” (La vida de los otros) de Ladislas Dormandi (1898-1967), y “Ainsi soit-il ou Les jeux sont faits” (Así sea o La suerte está echada de André Gide (1869-1951). El 22 de agosto de 1953 se casó con Aurora y fueron a vivir en una pequeña habitación situada en la rue du Général Beuret nº 9 en la comuna de Vaugirard, vivienda a la que describió en una carta como “una bicicleta, toda de perfil, sin tercera dimensión, y apenas cabemos nosotros y los libros”. Por entonces Cortázar recibió una carta del escritor español Francisco Ayala (1906-2009), profesor en la Universidad de Puerto Rico y director de su editorial, en la que le comunicaba que la institución le encargaba la traducción al español de la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe (1809-1849).
La propuesta de traducir a Poe le resultó muy atractiva, tanto para terminar con las “jornadas de horror o de letargo” vividas como traductor temporario en la UNESCO como para profundizar en la obra de aquel escritor que había comenzado a leer a los nueve años y que “con sus terroríficas historias no me dejaba dormir por las pesadillas que sufría”. De modo que, durante aquel verano de 1953, su primera decisión con la carta de Ayala aprobando su propuesta en la mano, fue dejar su trabajo en la distribuidora de libros con el argumento de que Roma “bien vale un ‘laissez-passer’ y dos o tres beneficios estudiantiles”. Así, el 16 de septiembre, tras almacenar todos sus libros en un guardamuebles, partieron de París en tren hacia una Roma veraniega. Durante los primeros días se instalaron en el Albergo Pelliccioni, junto a la estación Termini, para después trasladarse a la Via di Propaganda Fide, a una pensión a cien metros de la Piazza di Spagna.
Tras nueve meses de trabajo, regresaron a París. Allí comenzaría la escritura de la obra que marcaría un antes y un después en la literatura hispanoamericana: “Rayuela”. Para escribir se refugiaba en cafeterías como el Café Old Navy, en el Boulevard Saint-Germain nº 150, pero su refugio favorito era la Bibliothèque de l’Arsenal situada en la rue Sully en el barrio de la Bastilla. Contaría años después que la escribió en distintos papelitos, en diferentes bares a lo largo de más una década, que perdía la noción del espacio-tiempo mientras lo hacía y que había comenzado a escribirla por el capítulo 41. Tras su publicación en 1963, Cortázar le regaló a su amiga Ana María Barrenechea (1913-2010), escritora, lingüista y crítica literaria argentina, el cuaderno de anotaciones generales que había usado como apoyatura y guía para la escritura de “Rayuela”. El mismo sería publicado veinte años después bajo el título “Cuaderno de bitácora de ‘Rayuela’”.
A esa obra puntualmente se refirió la periodista y ensayista argentina Beatriz Sarlo (1942) en “Releer ‘Rayuela’ desde ‘El cuaderno de bitácora’”, un ensayo publicado por la Universidad de Buenos Aires en 1984. Al respecto, la escritora contó en una entrevista que, cuando daba clases de literatura argentina en la UBA, preparó una sobre Cortázar que se asentaba en dos certezas: que como cuentista Cortázar era menos que Borges y como novelista, una especie de “normalización” de Macedonio Fernández. Y, basándose en un texto del crítico literario argentino Nicolás Rosa (1938-2006), sostuvo que Cortázar era, sobre todo, autor de una obra de iniciación: pero no de una obra que relata la iniciación de un personaje, sino de iniciación de los lectores, por lo tanto preferentemente jóvenes, en los misterios de la vida y del mundo. A la siguiente clase, sus alumnos le regalaron un enorme afiche con la cara de Cortázar, firmado por todos ellos. Sarlo también escribió varios artículos dedicados a Cortázar, entre ellos “Una literatura de pasajes”, publicado en la revista “Espacios” nº 14 de agosto de 1994, y “Entre Borges y Cortázar”, aparecido en la colección de fascículos que con el nombre de “Historia Visual de la Argentina Contemporánea” publicó semanalmente el diario “Clarín” durante el año 2000. Fragmentos de esos trabajos siguen a continuación.
 
El gobierno surgido de la “Revolución Libertadora” de 1955 nombró a Jorge Luis Borges como director de la Biblioteca Nacional. Ese hecho emblemático habla de lo que la caída del peronismo significó en el campo de la cultura. Los sectores revanchistas imaginaron que el nuevo gobierno impondría una restauración de las jerarquías anteriores, como si los diez años peronistas casi no hubieran sucedido. Sin embargo la situación era la opuesta: la caída de Perón no significó, en el campo cultural, una restauración del pasado, sino el inicio de un capítulo de modernización.
La intelectualidad de izquierda denunció la literatura de Borges por su “formalismo vacío”. Pero otros representantes de ese ámbito, como Oscar Masotta, supieron sacar conclusiones del hecho de que Borges fuera publicado en “Les Temps Modernes”, la revista de Jean Paul Sartre, faro de esa misma izquierda intelectual. Son también los años de Cortázar: “Rayuela”, publicada en 1963, fue la novela que conmovió a todos. A un primer momento de estupor, siguió una ola admirativa que la convirtió en “best-seller” y la ubicó en los inicios del “boom” de la literatura latinoamericana. En viaje a Cuba, en 1965, Cortázar declaró su admiración por la revolución castrista y también por Borges. Las cosas eran más complejas que una división en derecha e izquierda. La caída de Perón también impulsó una renovación de las instituciones intelectuales. La revista “Sur”, dirigida por Victoria Ocampo, ocupó todavía por algún tiempo el centro de la escena. Pero los jóvenes de la revista “Contorno”, encabezados por David e Ismael Viñas, eran un recambio. Revistas culturales y literarias, como “El escarabajo de oro”, dirigidas por Abelardo Castillo, protagonizaron el ascenso de nuevas promociones.
(…)
Una mujer interviene decisivamente en el circuito de las lecturas de “Rayuela”: la crítica argentina Ana María Barrenechea, quizás la primera investigadora que se ocupó con profundidad y extensión de este texto por muchos motivos revolucionarios. En mayo de 1964, en el número 288 de “Sur”, Barrenechea publicó la recensión de la novela: “‘Rayuela’, una búsqueda a partir de cero”. Desde el título, la nota apuntaba a un linaje y señalaba, además, una serie de estrategias de ingreso al texto. Es un mapa de “Rayuela” donde están ubicados los ejes de su problemática estética e ideológica, tal como estaban inventariados en las morellianas y los soliloquios de Oliveira.
Cortázar, sin duda, debe de haber reconocido a su novela en esta nota. Este reconocimiento explica la publicación del “Cuaderno de bitácora”, que su autor entregó a Barrenechea. Los borradores de “Rayuela” constituyen esa zona oculta de la producción del texto, zona en la que también se inscribe el capítulo no incorporado a la novela y que se publicara en la “Revista Iberoamericana” (números 84-85, julio-diciembre de 1973). “Cuaderno de bitácora” es el itinerario de una lectura. Se trata de la primera lectura de “Rayuela”, es decir, la que practica Cortázar mismo mientras va escribiendo su texto. Es una lectura contemporánea a la escritura, de manera absoluta. El escritor lee, como lector ideal, su novela, y la lee también como crítico literario.
Las huellas de este modo de leer están en las instrucciones de escritura que puntean las páginas del “Cuaderno”: “Matar la elegancia”; “No tener miedo a lo fantástico”; “Las primeras partes son ‘artísticas’. Empezar con el lenguaje del final”. Cortázar crítico de Cortázar trabaja a favor de su poética. No se desdobla como punto de resistencia a su “espontaneidad” literaria, sino que controla y aconseja para que esta poética sea puesta con éxito en discurso.
En este sentido, Cortázar no sólo discurre sobre el tipo de novela que está escribiendo (cosa que parece tener clara), sino cómo lograrlo. Desde este nivel, el “Cuaderno de bitácora” discute largamente el procedimiento. Cortázar crítico de “Rayuela” anota las zonas de perplejidad en el armado del texto: “La noche de Trépat: era un camino. ¿Hice mal en no seguir?”; “Manicomio. ¿Estaba loco Horacio?, y luego, en la misma página, para ser tachado posteriormente: “Partir ahora de la Maga, desde Montevideo, llegamos a Buenos Aires, arrestada, ¿loca?”. Esta primera lectura absoluta de “Rayuela” confirma en términos generales la estrategia del texto final y discute las tácticas de la puesta en discurso de esa estrategia.
En segundo lugar, “Cuaderno de bitácora” es un espacio libre donde Cortázar le explica a Cortázar el sentido del “text in progress” (texto en elaboración): una pantalla donde se registra no sólo la ruta, sino su discusión y sus cambios. Se tiene, aparentemente, claro el punto de llegada (para decirlo brutalmente: ésta no va a ser una novela como las otras, las de otros) y se discuten las opciones de rumbo. Además, la pantalla funciona proyectivamente al recibir las anotaciones que van construyendo un sentido de la novela que Cortázar está escribiendo. “Rayuela” es explicada en el “Cuaderno”.
En tercer lugar, el “Cuaderno” es un depósito de materiales: citas, reflexiones, nombres, sueños, mapas, itinerarios, pianos. Es el “scrapbook” (libro de recortes) del escritor de “Rayuela”, que luego, en parte, se convertirá en la zona de los capítulos (im)prescindibles de la novela. Sus libros de miscelánea (“La vuelta al día en ochenta mundos” y “Último round”) son, en efecto, “scrapbooks”, y sus personajes la Maga y Oliveira son también coleccionistas de basura posible de entrar en un proceso de estetización.
De la patafísica y el surrealismo, Cortázar había heredado el gusto por estos materiales aparentemente azarosos, pero en verdad regidos por un destino que en cualquier momento los vuelve significativos. Organiza el “scrapbook” desde la mirada de artista, animada por la certeza de que todo puede, llegado el caso, resultar de alguna utilidad. El “scrapbook” es una de las formas de la enciclopedia incluida en el texto. Además de las citas, que pasaran casi siempre a la novela, se registran los sueños y algunas experiencias de límite.
Armando su “scrapbook”, Cortázar se da instrucciones de lectura: “Leer 
Nietzsche/Daumal/Bataille”, y copia sus citas favoritas. Trabajo intertextual que se completa con el trabajo interdiscursivo. Las citas funcionan como en un banco de pruebas: puestas en el “Cuaderno”, al ser copiadas, permiten su lectura minuciosa y su apropiación. Con la propia letra, esos enunciados ajenos comienzan a cambiar de dueño. Su pasaje por las páginas del “Cuaderno” es un proceso de apropiación que los prepara para la relaci6n intertextual. Esto es: para cambiar de dueño. Al transcribirlos con su letra, Cortázar los incluye en un ciclo de metabolización.
Los pasajes ajenos se vuelven productivos en un doble sentido. Por un lado, colaboran en la construcción del espacio ideológico de la novela. Por el otro, entran en un nuevo proceso de enunciación, preparan su inclusión en el texto, en la medida en que Bataille, para poner un ejemplo, va a ser introducido como cita que cita Morelli. Al ser copiados en el “Cuaderno”, los pasajes de otros autores arman una nueva relación interdiscursiva, que no será todavía la de “Rayuela”, sino una etapa de mediación que neutraliza al autor original y los prepara para ser citados por otro. El “scrapbook” ya es en sí mismo una obra del arte de componer.


Finalmente, el “Cuaderno de bitácora” puede describirse como una máquina de leer y de escribir “Rayuela”. Es un documento de la arqueología de la producción novelística. El “Cuaderno de bitácora” abre la posibilidad de preguntarse sobre algunas cuestiones relacionadas con los procesos que conducen al texto, de los que permite percibir las vacilaciones, perplejidades y problemas de autor. Este “Cuaderno” es una obra de autor de manera más fuerte, incluso, que la novela misma, ya que, escrito para no ser mostrado, nadie se ocupa de borrar las huellas que si tenderían a ser borradas o procesadas más tarde.
(…)
La primera página del “Cuaderno” se abre con una deliberaci6n acerca del orden de lectura: “El libro se podrá leer: 1) siguiendo el orden de las remisiones; 2) como cualquier otro libro. Tenerlo presente al hacer el ‘shuffling’”. Orden de lectura y orden de juego, porque “shuffling” quiere decir barajar las cartas, esto es, barajar los capítulos para desarticular el orden de la intriga, el del tiempo y el de los lugares, y articular un orden distinto que, al trazar una nueva figura, la de la rayuela-mandala, conduzca al lector hacia la verdad que está por debajo, como en la clásica figura del iceberg, a la que Cortázar también recurre. La preocupación obsesiva por el orden no alude sólo a la presentación de los materiales ni tampoco sólo al orden del discurso, que debe ser dislocado, sino a los órdenes de lo real más allá de las percepciones y organizaciones racionales, intelectuales, científicas. El orden de lectura es también un orden de conocimiento.
La reflexión sobre el orden de lectura se relaciona también con lo que Barrenechea llama “poética del lector”. Cortázar, en efecto, anota en el “Cuaderno” todas las tácticas que se le van ocurriendo para articular una estrategia “participativa”, que da como resultado la imagen de un lector activo, capaz de realizar algunas operaciones de trabajo con el texto, diferentes a las propuestas en la novela tradicional. Estas tácticas tienen que ver con el llenado de blancos, literalmente: “¿Por qué no escribir un capitulo o pasaje dejando en blanco el nombre del personaje? El lector aplicará el que le parezca” o la posibilidad de rearmar un orden como operación de lectura: “Hojas intercambiables (Mallarmé). Pasajes musicales intercambiables”. Cortázar presupone, dentro de los probables efectos de las operaciones de lectura, el olvido, que puede llegar a potenciarse estéticamente: “Además: como el libro será muy largo, el lector olvidará ciertos pasajes breves a los que ya se le habrá remitido. En ese caso, volver a remitirlo más adelante”. Al olvido se agrega la casualidad, mencionada explícitamente en el “Cuaderno”: “Poner pasajes que no tienen nada que ver con la acción, y que el lector leerá - o no- por casualidad”.
(…)
En el “Cuaderno de bitácora”, Cortázar expone su certeza de que un nuevo pacto de lectura debería comenzar por el nombre mismo del libro, cuyas diversas variantes quedan unidas por la obsesión de hacer desaparecer la palabra “novela”. La primera vez que el “Cuaderno” anota su propio nombre lo hace junto con una propuesta de nombre para el “text in progress”: “De ningún modo admitir que esto pueda llamarse una novela. ¡Llamarle! subtítulo almanaque”. Precisamente, el nombre “novela” instala un pacto de lectura que Cortázar quiere evitar, también porque prescindir de ese nombre plantea mejores condiciones para la actividad de escritura que está realizando. Al borrar el nombre “novela”, su propia situación frente al texto es diferente.
La palabra “almanaque”, ¿qué designa? En primer lugar, la miscelánea, un lugar, como los viejos almanaques populares, donde se puede encontrar de todo, y esa variedad de oferta puede ser hojeada de ida y vuelta, casi al azar. Este es el efecto buscado, aunque luego un orden de lectura se imponga en el Tablero. “Rayuela”/”Mandala”: Cortázar oscila en el “Cuaderno” entre estos dos nombres para el “Almanaque”. La elección final, que, obvio es decirlo, recae en “Rayuela”, está apoyada por la idea de que “Mandala” suena efectivamente pedante. Cuando la elección se realiza, en el “Cuaderno”, Cortázar evita llamar al texto por un nombre y, sobre todo, evita la palabra “novela”: “Creo que esto debe llamarse Rayuela”. Texto, libro, mandala, rayuela, almanaque: de lo que se trata en el “Cuaderno” es de evitar el nombre, que instalaría el pacto habitual de lectura y también, previamente, una situaci6n de escritura. En este punto, es difícil no unir la discusión del nombre y la discusión del orden de lectura. El “Cuaderno de bitácora” expone con frecuencia la convicción de que es necesario buscar un nombre que describa el nuevo orden y, en consecuencia, designe el nuevo pacto que se propone al lector.
Vinculada con estos dos problemas significativamente reiterados, está la discusión de lo que Cortázar denomina la “mise en page” (diagramación) del libro: “A estudiar. El texto iría de corrido, es decir, que se podría leer sin inconvenientes. Pero estaría dividido en párrafos, y las remisiones se harían a los párrafos para evitar al impresor el lío de calcular la paginación en cada edición diferente…”. Es curiosa la aclaración final: “cada edición diferente” hace suponer que Cortázar estaba pensando en el éxito de su libro, con el que al mismo tiempo considera que está rompiendo muchas de las convenciones y comodidades de las novelas y lecturas tradicionales.
Seguridad ante el éxito de mercado, por parte de un autor que no había sido tocado previamente por ese éxito y cuya propuesta podría leerse como situada al margen de las líneas de fuerza del mercado. Sin duda, Cortázar no se equivocó y, en este sentido, fue el primero, pero también un sagaz lector de “Rayuela”, la novela esperada. Esta certeza, escrita como de paso en el “Cuaderno”, quizá habla también de la lectura de “Rayuela” que Cortázar estaba realizando, una lectura absolutamente contemporánea a la escritura del texto con un recorrido que se puede imaginar más o menos como el siguiente: Cortázar lee, Cortázar escribe “Rayuela”, Cortázar escribe sus comentarios de lectura en el “Cuaderno”, Cortázar lee “Rayuela”, Cortázar lee otros textos, Cortázar copia esos textos en el “Cuaderno”, Cortázar escribe “Rayuela”, Cortázar lee “Rayuela”, Cortázar repasa su escritura de la lectura en el “Cuaderno”, Cortázar vuelve a escribir “Rayuela”...
Esto que así dicho parece un laberinto, podría ser un hipotético itinerario de ida y vuelta entre el “text in progress” y el “Cuaderno” donde se discuten sus progresos. La posibilidad de imaginarlos, aunque sólo de manera aproximativa y parcial, impone una nueva lectura de “Rayuela”, pero también sienta bases materiales para pensar los procesos de construcción de un texto: el peso de las obsesiones, el lugar de las seguridades, el circuito de los textos ajenos, la marcha y contramarcha de las correcciones, la fusión de materiales ideológicos, experienciales, estéticos.
(…)
Muchas veces juzgamos a Cortázar no por lo que escribió sino por lo que produjeron sus escritos: el cortazarismo, esa onda sesentista tan bien sintonizada con la moda hippie, las polleras hindúes, la deriva por la noche, la ginebra, el rock, Woodstock, el anticonvencionalismo, la izquierda florida antes de convertirse en izquierda armada. Seriamente: Cortázar no puede ser responsabilizado de las conversaciones en el bar “La Paz” a mediados de los años sesenta; fuimos nosotros los que conversamos allí, después de ir a comprar “Todos los fuegos el fuego”. Tampoco puede ser responsabilizado por los talleres literarios que lo enseñaban; sin duda, Cortázar parece fácil de enseñar y habría que ver por qué.
Hipótesis: la claridad formal y constructiva de Cortázar, como la de Poe o Maupassant, despierta la ilusión de que puede ser repetida. Hipótesis: Cortázar inventa una lengua coloquial perfecta; los imitadores de la oralidad cortazariana confiaron demasiado en hacer un estilo previsible de lo que para Cortázar fue un programa. Hipótesis: el humor de Cortázar se ejerce con todos los objetos, menos con la propia literatura, porque Cortázar tiene una visión seria de la literatura y una visión humorística del mundo.
También le reprochamos a Cortázar su asombrosa facilidad, como si se acusara a Ella Fitzgerald de cantar haciendo que todo parezca tan sencillo. Este sentido común anti-Cortázar se acerca a su obra basándose en recuerdos de lectura y no en una lectura nueva. Los recuerdos de lectura pueden ser imprecisos e injustos. Se trata entonces de leer Cortázar de nuevo.