25 de abril de 2018

Testimonios subjetivos de un don nadie (2). El viajero y su búsqueda

En su cabeza, todo estaba admirablemente desordenado; el verano había llegado y le había traído también a él -como a Rimbaud- la horripilante risa de los idiotas. Estaba preocupado, abatido; reflexionaba amargamente y las ideas se retorcían confusas en su cabeza como un montón de lombrices en la lata de un pescador. Sigue mirando por la ventana, ahora escuchando al inmortal J. J. Cale. “Have you heard the news that's going 'round here? The problem is the man in charge of you. Power seems to be so far up, the man on the street ain't got a clue. The high top cat's running your life, thinks the problem is me and you. Have you heard the news that's going 'round here? The man in charge has to go”. Sí -piensa-, he escuchado las noticias. Sí, el problema son los hombres que nos gobiernan. Sí, los grandes líderes controlan nuestras vidas. Sí, los hombres en la calle no tienen ni idea. Y su pensamiento se dispersa, se va por las ramas. Resulta absolutamente comprensible -piensa- que una persona crea en algo a raíz de las evidencias irrefutables que tenga a su favor aunque no lo comprenda claramente. Por ejemplo, muchísima gente desconoce que el aparato digestivo es un conjunto de órganos, entre ellos el estómago, que se encargan del proceso de la transformación de glúcidos, lípidos y proteínas a través de las enzimas, para que puedan ser absorbidos y utilizados por las células del organismo. Tampoco entiende el fenómeno de los enlaces satelitales y las redes de fibra óptica que hacen posible la transmisión y recepción de datos, y la difusión de pulsos eléctricos de audio y video que son convertidos en sonido e imágenes. Sin embargo, a nadie se le ocurriría negar la existencia del estómago porque no entiende su funcionamiento y hasta el más simple de los mortales cree en la telefonía móvil y en internet. Se puede creer en algo que no se entiende, pero no se puede creer en algo que es contradictorio consigo mismo. Entonces, por ejemplo, ¿por qué las personas no advierten las contradicciones de la llamada “sociedad de consumo” y sus significados? ¿Es el consumo el principio y el fin de todo? Se ensalza la información que brindan las nuevas tecnologías de comunicación como símbolo de la libertad sin tener en cuenta sus aspectos financieros y su encubierto propósito de vender información-mercancía a modo de publicidad subliminal, ¿nadie se molesta por esa contradicción?
¿Será que los seres humanos, aún sin saberlo, somos trapecistas que andamos suspendidos en el aire como muñecos, mientras abajo la paciente, la obstinada boca negra del abismo espera el mínimo descuido, la más insignificante distracción para devorarnos? ¿Se puede vivir sin pasado? ¿No será el pasado el verdadero sostén por sobre esa vieja boca negra, el único trapecio disponible para sortear airoso el abismo hasta la hora de la cita final? Preguntas, preguntas -piensa-, demasiadas preguntas. Recuerda entonces reflexiones de Nietzsche sobre el nihilismo, o de Sartre sobre la angustia existencial, conceptos que él asimiló con la lectura de estos filósofos en su adolescencia y que lo marcarían para siempre.



O más tarde, cuando leyó al Freud que hablaba de la fragilidad humana para admitir la realidad, o al Camus que lo hacía sobre el carácter absurdo de la existencia en este mar de incongruencias en el que habitamos; nociones todas ellas que lo ayudaron a conocerse a sí mismo y a intentar comprender a los demás, una tarea que, por cierto, lo atiborró de perplejidad y lo llevó a percibir como una desgracia el hecho de haberse sumergido en esas aguas borrascosas. Y entonces lo invadían el escepticismo kantiano, la duda cartesiana, y advertía lo solitario que está un temprano lector de filosofía; mucho más solo que un precoz lector de ficciones. No encontraba el equilibrio. En los últimos tiempos, transitaba con asiduidad desde una inquietud nostálgica, pesarosa, a una calma fugaz, exagerada. No, no estoy bien -piensa-, no puedo ni debo seguir así. Y lo más terrible era advertir algunos lúgubres pensamientos que a veces pasaban por su mente. Había que encontrar una solución y ella no era de ningún modo a la manera de Anna Karenina, de Madame Bovary o del joven Werther. Bien lo decía Wittgenstein: “la muerte no se vive”.
Esa manera de pensar se le hace presente a cada paso que da en su vida, una vida que -piensa- no es más que un tránsito lastimosamente fugaz por este mundo, apenas un suspiro en la infinitud del cosmos. Y a él, ¿cuánto tiempo le queda de ese trayecto? ¿Qué distancia lo separa del inevitable final? En ese fugaz pero a la vez eterno presente, su conciencia percibe cada instante que marca el inexorable transcurrir de su vida. La reminiscencia vana del pasado le llega a pesar tanto como el asedio inútil del presente, y su cuerpo se vuelve más endeble y frágil con cada día que pasa. Está harto -piensa-, y ese hartazgo lo ha llevado a tomar algunas decisiones tal vez algo irreflexivas. La rememoración de episodios pretéritos, por ejemplo, lo impulsó a romper relaciones amistosas añejas, de casi toda su vida; mientras que el fastidio que le ocasiona el cada vez mayor influjo de las redes sociales en la vida de las personas lo indujo a desvincularse de ellas, abandonando así a sus numerosas amistades virtuales. ¿Trastorno emocional? Sí, es posible -piensa-. Al menos su amiga psicóloga, con cautela, le diría algo así. Pero, como quiera que fuese, él tendría que hacer algo relevante antes del final -piensa-, justo en el momento en que vino a su memoria aquella frase de Ray Bradbury: “Vive como si fueras a caer muerto en diez segundos, llena tus ojos de asombro. Ve el mundo, es más fantástico que cualquier sueño”. Y fue eso precisamente lo que hizo.



El vuelo arribó al aeropuerto Charles de Gaulle de París para hacer una breve escala con cambio de aeronave incluido. Vio la Torre Eiffel y el río Sena desde el aire y el hombre se emocionó. Tengo que volver -pensó-, tengo que volver. Tras dos horas de vuelo, el siguiente avión lo dejó en el aeropuerto Barajas de Madrid, lugar en el que lo pasaría a buscar un viejo amigo que residía en España desde hacía veintipico de años. Tenía un poco de tiempo libre por delante hasta la hora acordada para el encuentro, de modo que, mapa en mano, pensó en aprovecharlo para conocer algo de la antigua ciudad. Eligió la Puerta de Alcalá. Tras preguntar aquí y allá, abordó un autobús que, tras circular por un par de autopistas, tomó la Calle de Alcalá. Luego de un formal saludo, su eventual vecino de asiento le dijo que estaban en el barrio de Goya y que el pequeño monumento que se veía en la esquina era, justamente, un homenaje al vanguardista pintor zaragozano. Pero él miraba más allá, hacia un enorme edificio emplazado en la siguiente manzana coronado por una magnífica torre. Cuando vio sus vidrieras y, encima de ellas, las marquesinas que decían Casa del Libro, no pudo con su genio. Apresuradamente se despidió de su ocasional y gentil lazarillo para pedirle al chófer que se detuviera y lo dejase descender. Fue como ingresar al paraíso: decenas de estanterías colmadas de libros de aquí, de allá y de todas partes. Un paisaje de ensueño sin dudas. Tras curiosear largos minutos, se decidió por varias antologías: “Madrid negro”, “Historias temibles”, “Cuentos de mujeres solas”, “Memorias de la piedra” y “Cuentos de caballeros extraordinarios”, además de “Historias cortas” del brasileño Rubem Fonseca, “Sombras nada más” del nicaragüense Sergio Ramírez y “Mendigo en la playa de oro” del español Jordi Sierra i Fabra.



Extasiado, con los libros en sus manos, cuando miró su reloj advirtió que ya no le quedaba tiempo para caminar las nueve o diez cuadras que lo separaban de la Puerta de Alcalá. Quedará para otra oportunidad -pensó-. Detuvo un taxi cuyo color blanco con una banda roja pintada en la puerta delantera le trajo gratas reminiscencias futboleras, y se dirigió al aeropuerto. Las calles de Prosperidad, San Juan Bautista, Palomas, no le llamaron demasiado la atención; a lo mejor porque, en algunos aspectos, le recordaron demasiado a su, para él, abominable Buenos Aires. Tras el emotivo reencuentro con su amigo, el infaltable capuccino y el retiro de su equipaje, emprendieron camino hacia el norte. Allí le pareció que estaba en el camino ansiado para vivir una experiencia valiosa, significativa, reveladora. Ni bien ingresó en la comunidad de Navarra su ánimo cambió notoriamente. Llegaron a Pamplona, lugar de residencia de su amigo, y esa ciudad se convirtió en el epicentro de sus futuras peregrinaciones. Ya no se detuvo. Así se fueron sucediendo la pulcritud de Berrioplano, de Zizur, de Beriáin; el sosiego de Ubani, de Uxue, de Etxauri; la placidez de San Martín de Unx, de Estella, de Iratxe; la soledad de Guesalatz, de Ballariáin, de Mendigorria… Cada una de ellas con sus iglesias, sus pórticos, sus callejuelas, sus portales, sus blasones, sus hostales, sus fondas… Atravesó túneles, serranías, llanuras y montañas para llegar a los castillos medievales de Tafalla y Olite, a las ruinas romanas de Andelos y Arellano, y sentir a cada paso en las suelas de sus zapatos lo inconmensurable que es la historia. Cada día una nueva fascinación ante lo que veían sus ojos, un grandioso asombro al escuchar ávidamente las historias que le contaban los lugareños mientras saboreaban la comida y el vino. Nada hay como escuchar las voces de personajes anónimos y desconocidos que, conformando una voz colectiva, escriben la historia. El goce de un momento -pensó- es comparable a la eternidad, y eso no impide participar de la historia.



Idéntico embeleso experimentó al recorrer Pamplona. Su casco antiguo, sus murallas, sus museos, su catedral, su mercado, sus bares, todo le resultó deslumbrante. Luego, desoyendo las advertencias de los noticieros de Navarra Televisión sobre la abundante nieve que cubría las carreteras, una mañana el hombre viajó con su amigo hacia el País Vasco para encontrar allí la maravillosa Donostia-San Sebastián. Caminar por sus pasajes, contemplar el majestuoso hotel María Cristina, admirar la escultura de “La reconstructora” en la plaza Valle Lersundi, cruzar una y otra vez los puentes sobre el río Urumea, observar el bravío mar Cantábrico y hasta comprar en una librería sobre la Urdaneta Kalea la reciente edición de “Cuentos reunidos” de Susan Sontag, todo ello fue absolutamente cautivador. Una persistente nevada cayó sobre la Autovía de Leizarán durante el viaje de regreso. Los pequeños pueblos de Andoáin, Berástegui, Areso, Gorriti, Lekumberri, Latasa e Irurzun se fueron sucediendo a los costados de la ruta a medida que llegaba la noche. Sin embargo, las inclemencias del invierno no opacaron en nada la travesía; todo lo contrario, la hicieron más atractiva aún.
Dos días más tarde, su amigo lo alcanzó a Bilbao. A la odisea del viaje por una Autopista Vasco-Aragonesa abarrotada de nieve que los obligó a detenerse un par de horas en una posada cercana a Vitoria-Gasteiz, le siguió un breve paso -apenas el anochecer y la madrugada- por la bulliciosa Bilbao, para tomar allí un avión hacia Barcelona. Tras el acostumbrado capuccino en una cafetería del aeropuerto, la despedida de su amigo de la infancia fue muy emotiva. 



Abordó el avión con el pleno convencimiento de jamás lograría recompensarlo por su enorme generosidad durante el tiempo que lo albergó en su casa de la calle Nuestra Señora de la Purificación en Berrioplano, a las afueras de Pamplona. Tras un poco más de una hora de vuelo, arribó al aeropuerto de El Prat. Luego, un autobús lo llevó hasta un hotel sobre la Carrer dels Alberedes y, mapa en mano, una vez más, se dispuso a pasear. El escaso día y medio que estuvo en la capital catalana sólo le permitió realizar extensas caminatas por la comarca del Bajo Llobregat. Callejear aprisa por Sant Boi y Viladecans, apreciar la alternancia entre la arquitectura barroca y la modernista de sus edificios, detenerse especialmente en sus librerías para oír recomendaciones y descubrir autores, sentarse en algún bar hasta el anochecer y escuchar la opinión tanto de independentistas como de unionistas para, en la mañana siguiente, hacer un fugaz recorrido por El Prat antes de abordar el avión que lo depositaría en Atenas tras los quince días pasados en las comarcas hispanas.

14 de abril de 2018

Testimonios subjetivos de un don nadie (1). Confusas cavilaciones

El hombre está solo en su casa, sentado frente a la ventana que da al frondoso parque. A lo lejos se oye el murmullo del tránsito y, a sus espaldas, la melodía suave de una canción de Dave Matthews que nunca se cansa de escuchar. “You think of things impossible and the sun refuse to shine”. Sí, así es, piensa en cosas imposibles y el sol se niega a brillar. Sus pensamientos son como criaturas espectrales, como seres malignos aposentados en la trastienda de su realidad cotidiana. Piensa. Como siempre, piensa. Demasiado, dicen sus amigos, pero él piensa. Piensa sobre todo lo que hizo y lo que no hizo en el corredor del tiempo por el que transitó su vida. Un camino a veces estrecho, a veces holgado; en ocasiones lóbrego, en ocasiones luminoso; por momentos sórdido, por momentos digno; de a ratos modesto, de a ratos espléndido. En fin, nada del otro mundo. Todos -piensa-, quien más quien menos, han recorrido una senda similar. “Excuse me, please, one more drink. Could make it strong? Cause I don't need to think”, canta ahora Dave Matthews. ¿Debería él también beber un trago fuerte para dejar de pensar?
No está seguro de si son los años que ya carga sobre sus hombros, las experiencias acumuladas a lo largo de su vida, los innumerables libros que lleva leídos, las vivencias originadas en su trabajo cotidiano en una organización social u otra cosa, pero de lo que sí cree estar seguro es de que el mundo -tal vez como nunca antes- está desquiciado, a punto de resquebrajarse, de hacerse polvo. Una mezcla de tristeza e indignación inundan su alma cada vez que piensa en la gente, no sólo la que habita en cualquier confín del planeta, sino también en la que lo rodea habitualmente. La mayoría de ellos, tanto unos como otros -piensa- parecieran aceptar el predominante estado calamitoso de las sociedades como una inevitable fatalidad; parecieran considerar como algo natural la inconmensurable injusticia que prevalece hasta en la más sencilla de las acciones que realizan los seres humanos. Esto no ha hecho más que conformar un entorno cada vez más sombrío y despiadado. La desolación es de tal magnitud que, incluso, ha derrumbado en esas gentes su confianza, su orgullo y hasta su voluntad y capacidad de comprender, de sublevarse y de intentar modificar ese estado de las cosas.



Pareciera que ya no hay futuro, que toda la cultura transitase tortuosamente en medio de una tensión constante, que crece año tras año y abruma como un cataclismo, inmersa en una incertidumbre inquietante, violenta, atropellada, como una corriente que todo lo arrasa y desea llegar a su fin. Sobre los hechos cotidianos -piensa- es como si las personas no reflexionasen seriamente, acaso porque temen hacerlo. Es como si prevaleciera en ellos cierta convicción de afrontar individualmente el desencanto en vez de hacerlo en forma comunitaria. Él, por el contrario, no hace otra cosa más que reflexionar, y tal vez eso sea lo que le concede la certeza de estar a la intemperie, de sólo poder observar con escepticismo desde los medios audiovisuales hasta las artes plásticas y la música de la modernidad. Programaciones televisivas colmadas de chismes y cotilleos, chácharas ambiguas y desinformación; performances artísticas en las que muchas veces predomina el culto de imágenes insólitas o extravagantes y la exposición de objetos sin sentido y faltos de valor estético; composiciones musicales de una chabacanería y futilidad que cuesta trabajo soportar, de un facilismo y una banalidad exasperantes, de una falta de creatividad y originalidad supinas, como si todas hubieran sido creadas bajo el mismo molde de una fábrica. ¿Quién puede resistir tanta vulgaridad?
Estos pensamientos lo retrotraen a lecturas de su juventud, a Guy Debord específicamente, cuando afirmaba que las formas y los contenidos de los espectáculos son los modos de justificación de las condiciones y los fines del sistema existente. Sí -piensa-, el sopor mediático es la droga más poderosa del capitalismo. Y fue en ese momento que recordó otras lecturas; inevitablemente una cosa trae a la otra. Fue necesario rebuscar en su abarrotada biblioteca hasta dar con aquel libro de William Morris heredado de su abuela en el que el artista inglés incorporaba los conceptos de alienación y de fetichismo, claves en su análisis de lo que dio en llamar “sucedáneos”, esto es, aquellos productos que les eran ofrecidos a la gente como formas acabadas de la felicidad y que no hacían más que llevarla a despreciar los placeres sencillos.



Y sus objeciones no se limitaban sólo a los artículos de consumo masivo sino también a las actividades de esparcimiento. “La mayor parte de los ciudadanos llevan unas vidas tan tristes, desempeñan labores tan mecánicas y aburridas, y sus momentos de reposo son tan vacuos y casi siempre tan agotadores por culpa del exceso de trabajo, que cualquier cosa que le presenten como entretenimiento servirá para atraer su atención”, escribía Morris hace un siglo y medio atrás. “La pasión rectora de mi vida ha sido y sigue siendo la aversión a la civilización moderna”.
Sin mucho esfuerzo se podría cambiar la época victoriana por la actual -piensa- y el texto de Morris parecería escrito ayer. Igual se podría hacer con la época jacobina, cuando el filósofo inglés Thomas Hobbes mostraba en su “Leviatán” la angustia que sentía ante una sociedad compuesta por hombres rapaces, egoístas y competitivos embarcados en una guerra constante de todos contra todos. Ese texto también suena contemporáneo -sigue pensando-. Lo mismo que el del escritor sueco Hjalmar Söderberg, quién a comienzos del siglo XX escribía apesadumbrado: “¿Pero qué especie de peste se ha apoderado de la humanidad? ¿Qué flagelo azota a los hombres, los ahuyenta a latigazos del círculo de sus semejantes en la tierra? ¿Adónde vamos, dónde parará esto?”. ¿Es que siempre ha sido así? El desarrollo de la humanidad durante tantos siglos, ¿no ha producido nada excepto esta mísera confusión sin sentido en la que vive? ¿Existieron alguna vez días en que la sordidez sombría de la civilización no se esparciera sobre el mundo? Preguntas y más preguntas. Dudas y más dudas. Y más recuerdos de viejas lecturas, ahora el Marcuse que hace medio siglo nomás perfilaba al “hombre unidimensional”, aquel que era controlado por la productividad integradora del sistema capitalista y por el poder absoluto de su máquina de propaganda, de publicidad y de administración. Un mecanismo que no hacía más que nutrir a los órganos de control del poder político-económico, los que acababan convirtiendo a los sujetos en un engranaje más del sistema dominante, en simples corderos encerrados en un redil e incapaces de ver más allá de los barrotes impuestos por dicho sistema. ¿Serán realmente éstas las razones profundas del actual sistema político y económico? ¿El pasado actúa inevitablemente en el presente?



Es entonces cuando el hombre cavila también, fastidioso, sobre la corrupción de la política y la mezquindad de la economía, dominadas ambas por un usurario e inmoral capital financiero, y aceptadas -e incluso justificadas- por muchos con irritante despreocupación en medio de una serie de malentendidos asociados con la idea demagógica, pregonada y repetida cual eslogan hasta el hartazgo, de que en el futuro las cosas van a mejorar. Una monserga mal disfrazada de sincera esperanza que encubre y aspira a justificar un presente desolador, catastrófico en términos de equidad y justicia social, desastroso en materia educativa, siniestro en la cuestión del respeto a los derechos humanos, apocalíptico para la salud ecológica del planeta, cínico con los menos favorecidos por el fundamentalismo neoliberal de un libre mercado ávido e inescrupuloso. Esta tesitura no ha hecho más que sumergir a una generación tras otra en el desencanto, el hedonismo, el egocentrismo -piensa-; generaciones a las que sus países han criado a base de grandes dosis de promesas incumplidas, una mayor que la otra, como una broma que no tiene fin. Todo esto en un escenario en el cual la probidad y la honestidad que debieran mostrar los dirigentes políticos sencillamente apesta y la ética ha huido espantada ante tanto cretinismo. ¿Existe mayor necedad?
Directa o sesgadamente -piensa-, el cinismo, la indiferencia y el egoísmo están presentes en las clases dominantes hasta el punto de conformar una unidad particularmente perversa, lo que no hace más que contrariar tanto las relaciones interpersonales como el ya de por sí espinoso proceso de convivencia cultural, social y política entre las naciones en general y sus ciudadanos en particular. La cada vez mayor desigualdad genera diferentes manifestaciones de violencia, las que conforman o complementan el nudo general de los conflictos. Una violencia cotidiana, rutinaria y generalizada que lo impregna y lo degrada todo.



Por un lado, la del enfrentamiento entre clases, la del odio racial y de la segregación comunitaria en todas sus feroces vertientes generada por la pobreza y el deterioro social. Por otro lado, la encarnizada violencia institucional en manos de los esbirros uniformados al servicio del sistema gobernante. ¿Puede llamarse a esto democracia? El hombre recuerda entonces al Marcuse que hablaba del disfraz seudodemocrático utilizado por las clases dominantes para esconder una estructura totalitaria basada en la explotación del hombre por el hombre.
Ante este sombrío panorama, con naciones enteras sumergidas hasta el cuello en un marasmo de descomunales proporciones, los pueblos asisten impávidos a su desmoronamiento como países soberanos al compás de dirigencias cipayas, miserables e indiferentes. La decadencia, al parecer irrefrenable, gana terreno día a día en desmedro de la gente común y silvestre, la que ve como, día tras día, año tras año, son usurpadas sus riquezas, sus culturas, sus ilusiones, sus esperanzas. Y lo hace con resignación, como si tal cosa fuese razonable, eterna e inevitable. Al parecer, cada individuo se encuentra solo en la sociedad y hasta enfrentado a ella. A veces, pareciera que el único recurso que tiene a su alcance para hacerle frente a la violencia cotidiana que la oprime es oponerle su propia violencia, aquella que es capaz de ejercer, y esto la conduce invariablemente a un epílogo signado por la destrucción. La corrupción por el poder genera a cada instante más fastidio y rencor en las personas, y los pequeños logros individuales sólo calman momentáneamente el dolor que sienten, ya que las jerarquías económicas y sociales no se modifican y el sometimiento y la humillación permanecen incólumes, patrocinados por la dictadura de los tecnócratas que las avasalla desde el poder y la conjura de los necios que las distrae desde los medios. Está claro -piensa- que los artífices de la globalización, que todo lo someten al espíritu mercantil y monetarista, están profundamente interesados en mantenerlas en ese estado de miserable postración del que sacan jugoso provecho. Pero, esa gente común y silvestre, ¿no piensa hacer nada al respecto?



Meditando sobre el ingreso masivo de las personas en la era digital, con su desdén tecnológico por la letra escrita, su obstinada negación del pasado y del dolor, y su insulsa exaltación de las relaciones líquidas y superficiales, le resulta paradójico que en un mundo que lo registra todo instantáneamente, todo se olvide con tan extrema facilidad. ¿Por qué será que personas inteligentes, educadas, sinceras, a veces toman una decisión absolutamente tonta e insensata? ¿Tendrá esto que ver con una errónea interpretación de la idea de pensamiento colectivo de la que hablaba Spinoza? ¿O será porque ninguna tragedia es ajena sino que, cada una de ellas, comprende a todos los hombres? La tragedia, evidentemente, posee motivos enormes, razones infinitas para imponerse. Es omnipresente -piensa-, algo que le resulta incomprensible, oprobioso y aniquilante. “I've got one hand in my pocket and the other one is flicking a cigarette. What it all comes down to is that I haven't got it all figured out just yet”, canta mientras tanto Alanis Morissette. Sí, él tampoco tiene todo resuelto. Fuma y mientras tanto piensa, piensa, continúa pensando. Lo que está ocurriendo no es más que una tragedia que ha degenerado en parodia para luego despeñarse hacia la farsa. Todo un inventario de pesadillas -piensa- que prospera ante nuestros ojos con naturalidad en un espacio convulsionado donde fuerzas tenebrosas se agigantan a su antojo.