No está
seguro de si son los años que ya carga sobre sus hombros, las experiencias
acumuladas a lo largo de su vida, los innumerables libros que lleva leídos, las
vivencias originadas en su trabajo cotidiano en una organización social u otra
cosa, pero de lo que sí cree estar seguro es de que el mundo -tal vez como
nunca antes- está desquiciado, a punto de resquebrajarse, de hacerse polvo. Una
mezcla de tristeza e indignación inundan su alma cada vez que piensa en la
gente, no sólo la que habita en cualquier confín del planeta, sino también en
la que lo rodea habitualmente. La mayoría de ellos, tanto unos como otros
-piensa- parecieran aceptar el predominante estado calamitoso de las sociedades
como una inevitable fatalidad; parecieran considerar como algo natural la inconmensurable
injusticia que prevalece hasta en la más sencilla de las acciones que realizan
los seres humanos. Esto no ha hecho más que conformar un entorno cada vez más
sombrío y despiadado. La desolación es de tal magnitud que, incluso, ha
derrumbado en esas gentes su confianza, su orgullo y hasta su voluntad y
capacidad de comprender, de sublevarse y de intentar modificar ese estado de
las cosas.
Pareciera
que ya no hay futuro, que toda la cultura transitase tortuosamente en medio de
una tensión constante, que crece año tras año y abruma como un cataclismo, inmersa
en una incertidumbre inquietante, violenta, atropellada, como una corriente que
todo lo arrasa y desea llegar a su fin. Sobre los hechos cotidianos -piensa- es
como si las personas no reflexionasen seriamente, acaso porque temen hacerlo. Es
como si prevaleciera en ellos cierta convicción de afrontar individualmente el
desencanto en vez de hacerlo en forma comunitaria. Él, por el contrario, no
hace otra cosa más que reflexionar, y tal vez eso sea lo que le concede la certeza
de estar a la intemperie, de sólo poder observar con escepticismo desde los medios
audiovisuales hasta las artes plásticas y la música de la modernidad. Programaciones
televisivas colmadas de chismes y cotilleos, chácharas ambiguas y
desinformación; performances artísticas en las que muchas veces predomina el culto de
imágenes insólitas o extravagantes y la exposición de objetos sin sentido y
faltos de valor estético; composiciones musicales de una chabacanería y futilidad
que cuesta trabajo soportar, de un facilismo y una banalidad exasperantes, de
una falta de creatividad y originalidad supinas, como si todas hubieran sido
creadas bajo el mismo molde de una fábrica. ¿Quién puede resistir tanta
vulgaridad?
Estos
pensamientos lo retrotraen a lecturas de su juventud, a Guy Debord
específicamente, cuando afirmaba que las formas y los contenidos de los
espectáculos son los modos de justificación de las condiciones y los fines del
sistema existente. Sí -piensa-, el sopor mediático es la droga más poderosa del
capitalismo. Y fue en ese momento que recordó otras lecturas; inevitablemente una
cosa trae a la otra. Fue necesario rebuscar en su abarrotada biblioteca hasta
dar con aquel libro de William Morris heredado de su abuela en el que el
artista inglés incorporaba los conceptos de alienación y de fetichismo, claves
en su análisis de lo que dio en llamar “sucedáneos”, esto es, aquellos
productos que les eran ofrecidos a la gente como formas acabadas de la
felicidad y que no hacían más que llevarla a despreciar los placeres sencillos.
Y sus objeciones no se limitaban sólo a los artículos de consumo masivo sino también a las actividades de esparcimiento. “La mayor parte de los ciudadanos llevan unas vidas tan tristes, desempeñan labores tan mecánicas y aburridas, y sus momentos de reposo son tan vacuos y casi siempre tan agotadores por culpa del exceso de trabajo, que cualquier cosa que le presenten como entretenimiento servirá para atraer su atención”, escribía Morris hace un siglo y medio atrás. “La pasión rectora de mi vida ha sido y sigue siendo la aversión a la civilización moderna”.
Y sus objeciones no se limitaban sólo a los artículos de consumo masivo sino también a las actividades de esparcimiento. “La mayor parte de los ciudadanos llevan unas vidas tan tristes, desempeñan labores tan mecánicas y aburridas, y sus momentos de reposo son tan vacuos y casi siempre tan agotadores por culpa del exceso de trabajo, que cualquier cosa que le presenten como entretenimiento servirá para atraer su atención”, escribía Morris hace un siglo y medio atrás. “La pasión rectora de mi vida ha sido y sigue siendo la aversión a la civilización moderna”.
Sin
mucho esfuerzo se podría cambiar la época victoriana por la actual -piensa- y
el texto de Morris parecería escrito ayer. Igual se podría hacer con la época
jacobina, cuando el filósofo inglés Thomas Hobbes mostraba en su “Leviatán” la
angustia que sentía ante una sociedad compuesta por hombres rapaces, egoístas y
competitivos embarcados en una guerra constante de todos contra todos. Ese
texto también suena contemporáneo -sigue pensando-. Lo mismo que el del
escritor sueco Hjalmar Söderberg, quién a comienzos del siglo XX escribía
apesadumbrado: “¿Pero qué especie de peste se ha apoderado de la humanidad?
¿Qué flagelo azota a los hombres, los ahuyenta a latigazos del círculo de sus
semejantes en la tierra? ¿Adónde vamos, dónde parará esto?”. ¿Es que siempre ha
sido así? El desarrollo de la humanidad durante tantos siglos, ¿no ha producido
nada excepto esta mísera confusión sin sentido en la que vive? ¿Existieron
alguna vez días en que la sordidez sombría de la civilización no se esparciera
sobre el mundo? Preguntas y más preguntas. Dudas y más dudas. Y más recuerdos
de viejas lecturas, ahora el Marcuse que hace medio siglo nomás perfilaba al “hombre
unidimensional”, aquel que era controlado por la productividad integradora del sistema
capitalista y por el poder absoluto de su máquina de propaganda, de publicidad
y de administración. Un mecanismo que no hacía más que nutrir a los órganos de
control del poder político-económico, los que acababan convirtiendo a los
sujetos en un engranaje más del sistema dominante, en simples corderos encerrados
en un redil e incapaces de ver más allá de los barrotes impuestos por dicho
sistema. ¿Serán realmente éstas las razones profundas del actual sistema
político y económico? ¿El pasado actúa inevitablemente en el presente?
Es
entonces cuando el hombre cavila también, fastidioso, sobre la corrupción de la
política y la mezquindad de la economía, dominadas ambas por un usurario e
inmoral capital financiero, y aceptadas -e incluso justificadas- por muchos con
irritante despreocupación en medio de una serie de malentendidos asociados con
la idea demagógica, pregonada y repetida cual eslogan hasta el hartazgo, de que
en el futuro las cosas van a mejorar. Una monserga mal disfrazada de sincera
esperanza que encubre y aspira a justificar un presente desolador, catastrófico
en términos de equidad y justicia social, desastroso en materia educativa, siniestro
en la cuestión del respeto a los derechos humanos, apocalíptico para la salud
ecológica del planeta, cínico con los menos favorecidos por el fundamentalismo
neoliberal de un libre mercado ávido e inescrupuloso. Esta tesitura no ha hecho
más que sumergir a una generación tras otra en el desencanto, el hedonismo, el
egocentrismo -piensa-; generaciones a las que sus países han criado a base de
grandes dosis de promesas incumplidas, una mayor que la otra, como una broma
que no tiene fin. Todo esto en un escenario en el cual la probidad y la honestidad
que debieran mostrar los dirigentes políticos sencillamente apesta y la ética
ha huido espantada ante tanto cretinismo. ¿Existe mayor necedad?
Directa
o sesgadamente -piensa-, el cinismo, la indiferencia y el egoísmo están
presentes en las clases dominantes hasta el punto de conformar una unidad particularmente
perversa, lo que no hace más que contrariar tanto las relaciones
interpersonales como el ya de por sí espinoso proceso de convivencia cultural,
social y política entre las naciones en general y sus ciudadanos en particular.
La cada vez mayor desigualdad genera diferentes manifestaciones de violencia,
las que conforman o complementan el nudo general de los conflictos. Una violencia
cotidiana, rutinaria y generalizada que lo impregna y lo degrada todo.
Por un lado, la del enfrentamiento entre clases, la del odio racial y de la segregación comunitaria en todas sus feroces vertientes generada por la pobreza y el deterioro social. Por otro lado, la encarnizada violencia institucional en manos de los esbirros uniformados al servicio del sistema gobernante. ¿Puede llamarse a esto democracia? El hombre recuerda entonces al Marcuse que hablaba del disfraz seudodemocrático utilizado por las clases dominantes para esconder una estructura totalitaria basada en la explotación del hombre por el hombre.
Por un lado, la del enfrentamiento entre clases, la del odio racial y de la segregación comunitaria en todas sus feroces vertientes generada por la pobreza y el deterioro social. Por otro lado, la encarnizada violencia institucional en manos de los esbirros uniformados al servicio del sistema gobernante. ¿Puede llamarse a esto democracia? El hombre recuerda entonces al Marcuse que hablaba del disfraz seudodemocrático utilizado por las clases dominantes para esconder una estructura totalitaria basada en la explotación del hombre por el hombre.
Ante
este sombrío panorama, con naciones enteras sumergidas hasta el cuello en un
marasmo de descomunales proporciones, los pueblos asisten impávidos a su
desmoronamiento como países soberanos al compás de dirigencias cipayas, miserables
e indiferentes. La decadencia, al parecer irrefrenable, gana terreno día a día
en desmedro de la gente común y silvestre, la que ve como, día tras día, año
tras año, son usurpadas sus riquezas, sus culturas, sus ilusiones, sus
esperanzas. Y lo hace con resignación, como si tal cosa fuese razonable, eterna
e inevitable. Al parecer, cada individuo se encuentra solo en la sociedad y
hasta enfrentado a ella. A veces, pareciera que el único recurso que tiene a su
alcance para hacerle frente a la violencia cotidiana que la oprime es oponerle su
propia violencia, aquella que es capaz de ejercer, y esto la conduce
invariablemente a un epílogo signado por la destrucción. La corrupción por el
poder genera a cada instante más fastidio y rencor en las personas, y los
pequeños logros individuales sólo calman momentáneamente el dolor que sienten,
ya que las jerarquías económicas y sociales no se modifican y el sometimiento y
la humillación permanecen incólumes, patrocinados por la dictadura de los
tecnócratas que las avasalla desde el poder y la conjura de los necios que las distrae
desde los medios. Está claro -piensa- que los artífices de la globalización,
que todo lo someten al espíritu mercantil y monetarista, están profundamente
interesados en mantenerlas en ese estado de miserable postración del que sacan
jugoso provecho. Pero, esa gente común y silvestre, ¿no piensa hacer nada al
respecto?
Meditando
sobre el ingreso masivo de las personas en la era digital, con su desdén
tecnológico por la letra escrita, su obstinada negación del pasado y del dolor,
y su insulsa exaltación de las relaciones líquidas y superficiales, le resulta
paradójico que en un mundo que lo registra todo instantáneamente, todo se
olvide con tan extrema facilidad. ¿Por qué será que personas inteligentes,
educadas, sinceras, a veces toman una decisión absolutamente tonta e insensata?
¿Tendrá esto que ver con una errónea interpretación de la idea de pensamiento
colectivo de la que hablaba Spinoza? ¿O será porque ninguna tragedia es ajena
sino que, cada una de ellas, comprende a todos los hombres? La
tragedia, evidentemente, posee motivos enormes, razones infinitas para
imponerse. Es omnipresente -piensa-, algo que le resulta incomprensible,
oprobioso y aniquilante. “I've
got one hand in my pocket and the other one is flicking a cigarette. What it
all comes down to is that I haven't got it all figured out just yet”, canta
mientras tanto Alanis Morissette. Sí, él tampoco tiene todo
resuelto. Fuma y mientras tanto piensa, piensa, continúa pensando. Lo que está
ocurriendo no es más que una tragedia que ha degenerado en parodia para luego
despeñarse hacia la farsa. Todo un inventario de pesadillas -piensa- que
prospera ante nuestros ojos con naturalidad en un espacio convulsionado donde
fuerzas tenebrosas se agigantan a su antojo.