1 de abril de 2023

Cuentos selectos (XXVIII). J. Rodolfo Wilcock: "Año nuevo"

El escritor Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) nació en Buenos Aires. Hijo único de un inglés y de una argentina de origen italiano, durante su niñez, entre 1920 y 1926, pasó unos años en Suiza en casa de sus abuelos maternos y, a su regreso, estudió en la Universidad de Buenos Aires donde se graduó de Ingeniero Civil en 1943. Ese título lo llevó a trabajar en Mendoza al servicio de los Ferrocarriles del Estado en la construcción del ferrocarril trasandino, sin por ello dejar de escribir poemas. Entre 1940 y 1953 publicó seis poemarios: “Libro de poemas y canciones”, “Ensayos de poesía lírica”, “Persecución de las musas menores”, “Paseo sentimental”, “Los hermosos días” y “Sexto”. Habiendo abandonado su trabajo como ingeniero para dedicarse exclusivamente a la literatura, publicó el libro de cuentos “El caos” y la obra teatral “Los traidores” en coautoría con Silvina Ocampo (1903-1993), escritora a quien conoció junto a Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) mientras trabajaba como editor de las revistas “Verde memoria” y “Disco”, y como colaborador en “Anales de Buenos Aires”, “La Prensa” y “Orígenes”. Estas ocho obras serían las únicas que escribió en español ya que, tras una breve estadía en Londres entre 1953 y 1954 trabajando como traductor y comentarista de la cadena televisiva BBC, se radicó definitivamente en Italia en 1957. Allí trabajó primero como traductor para la edición en español de “L’Osseervatore Romano”, y luego colaboró en medios gráficos como “Tempo Presente”, “La Nazione”, “La Voce Repubblicana”, “Il Messaggero” y “L’Espresso” y publicó sus siguientes obras en italiano. Entre ellas pueden mencionarse, entre muchas otras, las novelas “I due allegri indiani” (Los dos indios alegres), “L'ingegnere” (El ingeniero), “Lo stereoscopio dei solitari” (El estereoscopio de los solitarios) y “Il tempio etrusco” (El templo etrusco); los tomos de cuentos “Il libro dei mostri” (El libro de los monstruos) y “La sinagoga degli iconoclasti” (La sinagoga de los iconoclastas); y el ensayo “Il reato di scrivere” (El delito de escribir). Simultáneamente se desempeñó como traductor, tanto al castellano como al italiano, de obras escritas en alemán, francés e inglés. De su extensa tarea en esta materia se destacan obras como “The tragedy of king Richard the Third” (La tragedia del rey Ricardo III) de William Shakespeare (1564-1616), “The London scene” (Escenas de Londres) de Virginia Woolf (1882-1941), “Ulysses” (Ulises) de James Joyce (1882-1941), “In der strafkolonie” (En la colonia penitenciaria) de Franz Kafka (1883-1924), “The quiet american” (El americano impasible) de Graham Greene (1904-1991) e “Il crollo della Baliverna” (El derrumbe de la Baliverna) de Dino Buzzati (1906-1972), entre muchas otras. Prácticamente olvidado en su país natal, en Roma se relacionó con la comunidad artística e intelectual italiana compartiendo lazos de amistad con figuras destacadas como Alberto Moravia (1907-1990), Pier Paolo Pasolini (1922-1975), Vittorio Gassman (1922-2000) e Italo Calvino (1923-1985).


Hacia el repentino final de su vida, J. Rodolfo Wilcock -tal como firmaba sus obras- abandonó su casa en Velletri, al sur de Roma y se instaló en una destartalada casa de campo en Lubriano, una pequeña
 localidad de la provincia de Viterbo en la región del Lacio. Allí moriría víctima de un síncope cardíaco mientras leía un tratado de cardiología al que pensaba traducir. Prácticamente desconocido en la Argentina, su obra se destacó por su singularidad ajena a las corrientes literarias de entonces. Sumamente paródico, sarcástico y crítico, en su obra predominó lo absurdo, el humor negro, la perversidad y lo grotesco. Recién a comienzos del presente siglo sus libros obtuvieron una leve revalorización por parte de la crítica literaria argentina. “Año nuevo”, el cuento que sigue a continuación, forma parte de su primer libro de relatos: “El caos”.

AÑO NUEVO
 
Rosa y Augusto esperaron el año afuera. La noche era calurosa, pero un poco de viento hacía hablar de vez en cuando al follaje de los álamos de Carolina y suscitaba rumor de mar en las altas casuarinas. Rosa tenía un fonógrafo y algunos discos, que Augusto había aprendido rápidamente a manejar; aunque no escuchaba la música, el ruido le agradaba y los “tutti” de las sinfonías y conciertos le infundían un deseo de acción que a veces lo obligaba a ponerse de pie y dar unos pasos. Por lo demás, tenía una capacidad infinita para el ocio, y podía quedarse horas recostado en el suelo al lado de la silla plegadiza donde Rosa miraba el encaje de las hojas negras sobre el cielo.
Trataban de escuchar la tercera de Dvorak, pero Augusto ponía los discos en cualquier orden y no se sabía nunca si ya habían oído o no esa parte.
- Cuántas estrellas hay esta noche -decía Rosa.
- Jum -contestaba Augusto.
En una estancia cercana debían de estar festejando el fin de año, porque de pronto empezaron a disparar cohetes y fuegos artificiales. Sobre el cielo azul oscuro aparecía una araña azul brillante y, cuando ya se oía la explosión, la araña se deshacía pero de una pata saltaba otra araña colorada como la sangre viva que se esparcía sobre los montes de eucaliptos. La gente de la zona, que solamente miraba el cielo de noche para ver si anunciaba lluvia, contemplaba ahora esos prodigios inventados por los chinos, que no duraron mucho porque los dueños de la estancia habían destinado una suma limitada para gastos de iluminación poética, despidiéndose de los ámbitos superiores y de sus mil admirados espectadores desconocidos con dos globos impulsados por su propio ardor. Uno se incendió, el más violento, y cayó sobre el monte de Baigorri como una llamarada que les mandaban los de la estancia, pero el otro subió del lado de Mariano Acosta y todos lo seguían con la mirada, pensando que un señor ignoto había gastado esos pesos para adornarles el cielo justamente esa noche que ellos estaban de fiesta y el globo se alejaba y parecía querer llegar hasta Moreno y los chicos de las quintas exclamaban: “¡Mira un globo!” y todos los que lo veían alejarse sentían que era el año que se iba, cada vez más alto, ardiendo en su propio fuego.
También Augusto lo siguió con la mirada hasta que el globo se perdió de vista y entonces, volviéndose del lado de Rosa, le preguntó:
- ¿Cuántos años tiene usted?
Un acordeón tocaba un vals de antes de la guerra en la quinta de verdura de Galli. El vals giraba como un mosquito bajo el calor de la noche, y a veces se le unían las voces de los peones italianos y su hilo se volvía una cinta; la cinta del vals se perdía entre los árboles pero siempre volvía a aparecer, entre los gritos aislados de otros peones de tierra adentro que hacían lo posible por unirse al ritmo europeo que giraba como una alemana rubia entre los paraísos, delante de hectáreas y hectáreas de repollos inmóviles como caballeros bajo las estrellas.
 - No sé -contestó Rosa-, realmente esas cosas no me interesan, la edad de la gente; es un detalle tan poco importante... A tu edad importa, pero después...
- Alguna vez habrá nacido -dijo Augusto.
-La edad no se pregunta, porque se ve. Es como preguntarle a uno cuánto pesa, para saber si es gordo.
- Es que usted tiene una hija grande -insistió Augusto-, y yo creía que era joven.
Estaba apoyado contra un árbol, con las piernas abiertas, y en la boca un cigarrillo amarillento que con esa luz de la luna recién nacida parecía gris. Rosa pensaba que esos cigarrillos de Augusto se ponían amarillos apenas empezaba a fumarlos.
- A veces me parece ser más joven que mi hija -dijo Rosa.
En casa del tambero de enfrente los seis chicos empezaron con las cacerolas y las sartenes, como todos los años nuevos. Daban vueltas y vueltas a la casa golpeando con palos el fondo de las cacerolas, y todos los perros que habían gemido durante los fuegos artificiales y se habían escondido en los galpones empezaron a ladrar espasmódicamente. Los pájaros que ya dormían se despertaban y cantaban un poco como cumpliendo una obligación. Muy lejos sonó un tiro.
- ¿Usted es viuda? -preguntó Augusto.
- Sí. Hace mucho que soy viuda -contestó Rosa, aburrida y halagada por este interés que era como un sueño.
- ¿Por qué no se casa otra vez?
Del lado de Buenos Aires, que era el oeste, dentro de una nube oscura pero rosada, dos reflectores se movían como palitos claros dibujando espirales, sin dejar huella sobre el techo de la ciudad infinita. Enroscado en la cinta del vals de lo de Galli, un santiagueño gritó “¡Huija!” y empezaron a ladrar todos los perros de ese lado. Frente a la quinta pasaban automóviles con faros que iluminaban cuadras de polvo y adentro gente que cantaba, pero no daban tiempo de reconocer el canto. En el camino, una voz invisible gritó:
- ¡Feliz año nuevo!
Desde el auto le contestaron:
- ¡Anda a dormir la mona!
- Porque no -le contestó Rosa a Augusto.
Cada vez que pasaba un auto los chicos volvían a golpear las cacerolas ante el efímero auditorio, que a veces respondía con un bocinazo. Del rancho de Augusto emergían como dos serpientes divergentes e indecisas dos voces discordantes que cantaban canciones distintas sin anularse.
- ¿Qué hace tu padre? -preguntó Rosa.
- Qué sé yo, está con un amigo.
- ¿Por qué no te quedas a dormir aquí esta noche, en la piecita de al lado de la cocina? ¿A tu padre le importaría?
- ¡A quién le importa lo que dice el viejo! -exclamó Augusto tirando el cigarrillo, inescrutable, y más en la oscuridad.
En eso empezó el año, sin distinguirse del resto de la noche, salvo por una onda de intensificación general. Las cacerolas sonaban con más violencia, en la estancia disparaban los dos o tres cohetes que después de todo les había quedado, en lo de Galli el vals se volvió más rápido, el padre de Augusto tiró varios tiros con la escopeta sin dejar de cantar, todos los perros del partido de Merlo y todos los perros del partido de Marcos Paz ladraron, algunos pájaros volvieron a despertarse y los reflectores de Buenos Aires se agitaron como queriendo decir algo y se volvieron tres. Pero no pasó ningún automóvil hasta después de un rato.
- Felicidad -dijo Rosa.
 - Felicidad -aprendió a decir Augusto.
- Realmente -dijo Rosa-, si a tu padre no le importa, podrías quedarte a vivir aquí en esa piecita. Sueldo no puedo darte, pero siempre algún trabajito podrás hacer.
- Veremos -dijo Augusto.
- Y cuando me muera -dijo Rosa, que era apasionada y solitaria- te dejaré la quinta. O mejor dicho, la mitad de la quinta.
El viento había cesado, pero de pronto pasó un soplo que era la primera brisa del año, rozando la punta de los árboles más altos. El molino gimió, cambió de dirección y dio unas cuantas vueltas con desgano. Rosa y Augusto comían higos secos y almendras.
La pieza donde se acostó Augusto tenía las paredes blancas y un zócalo azul hasta una palma del suelo, que era de baldosas coloradas, y el techo de ladrillos sobre vigas de madera. Por otra parte, era muy similar a los demás cuartos de la casa, aunque más chica. Augusto estaba desnudo y no se dormía entre esas sábanas limpias sin el olor a humo de su cama, sin pulgas. Había dormido casi todo el día. La luna ya estaba alta y menguante, pero no entraba por la ventana abierta como el olor a jazmín. Augusto se levantó y se puso los pantalones, se apretó el cinturón y entró descalzo en la cocina. Miró en la penumbra lechosa las cacerolas colgadas en la pared, por orden decreciente de tamaño, la espumadera y el colador; se acercó a la cocina económica y la tocó. Estaba fría; también era fría la mesa de mármol, grasosa al tacto.
De la cocina pasó al corredor que conducía al comedor y a la entrada de la casa. A los costados estaban los dormitorios; en uno dormía Rosa con la puerta entreabierta. Augusto se asomó por la puerta, pero ni siquiera espiando su actitud era menos digna; observaba el interior del cuarto como quien mira un sembrado, sin expresión. Entró y sin hacer ruido se sentó en una silla al lado de la ventana abierta, magnífica de luna. Del otro lado de la ventana estaba la cama.
Rosa dormía tapada hasta la cintura por la sábana arrugada, con una pierna doblada hacia arriba y la rodilla apoyada en la pared; del resto del cuerpo, sólo tenía cubiertos los senos. Era una mujer dormida, la primera que veía Augusto. Sobre la mesa de luz había una lámpara “art nouveau” de cobre y vidrio como resquebrajado entre guirnaldas de rosas chatas, y en las paredes cuadritos de quince por veinte con fotografías de rosas en blanco y negro. La cama era de roble, también con guirnaldas de rosas chatas, pero más antiguas que las de la lámpara.
De vez en cuando Rosa se movía un poco, en sueños; modificaba la posición de las piernas. En cambio Augusto no se movía, casi no parpadeaba. Más tarde la luna iluminó sus hombros y dibujó en el suelo la sombra de su nariz, pero no por eso se movió el muchacho, que miraba dormir a Rosa y trataba de aprender su cuerpo en el curso de una noche para saber cómo eran todas las mujeres. Creyendo que todos dormían, un ratón que atravesaba el cuarto se detuvo en medio del rectángulo de luna y se frotó el hocico con las manitos.
A las tres de la madrugada el cielo se nubló y Rosa suspiró, cambiando de posición; la luz de la luna llegaba ahora a través de nubes como vellones, gris y gastada como un amanecer. Augusto seguía sentado con las manos juntas entre los muslos, y a ratos se rascaba el cuello, la espalda, una pantorrilla; también Rosa se rascó una vez, sin despertarse. A las cuatro, el muchacho regresó a su cuarto y durmió casi hasta el mediodía.