Wenceslao Fernández Flórez
(1885-1964) fue un prolífico escritor español que publicó algo más de cuarenta
novelas y narraciones breves. Nacido en La Coruña, comenzó su carrera como
escritor en diarios y revistas con tan sólo quince años de edad. Lo hizo
primero en diario coruñés “La Mañana” y posteriormente colaboró en “El Heraldo
de Galicia”, en el “Diario de A Coruña”, en “Tierra Gallega” y en “El Noroeste”
de Murcia. También dirigió el semanario “La Defensa” de Betanzos y el “Diario
Ferrolano” de Ferrol. Considerado como uno de los grandes humoristas de las
letras españolas del siglo XX, alcanzó la popularidad desde 1915 tras su
llegada a Madrid, en donde trabajó en “El Imparcial” y en el periódico “ABC”,
donde publicó la columna parlamentaria “Acotaciones de un oyente” hasta 1936.
Compaginando su labor periodística con su vocación literaria, publicó relatos cortos, novelas y pequeños ensayos en los cuales compaginó el humor, el pesimismo, la ironía y la crítica social. Entre sus numerosas obras pueden citarse las novelas “El bosque animado”, “El hombre que compró un automóvil”, “La novela número 13”, “Una isla en el Mar Rojo”, “El malvado Carabel”, “Las siete columnas”, “El secreto de Barba Azul”, “Volvoreta”, “La procesión de los días”, “Relato inmoral” y “La tristeza de la paz”. También los tomos de cuentos “Tragedias de la vida vulgar”, “Ha entrado un ladrón”, “Las flores del diablo”, “Las gafas del diablo”, “Visiones de neurastenia” y “Fantasmas”. También publicó los libros de ensayos y artículos “Las gafas del diablo”, “Los que no fuimos a la guerra” y “Crónicas parlamentarias”, y su autobiografía bajo el título “El terror rojo”. Varias de sus novelas fueron adaptadas al cine como “El hombre que se quiso matar”, “Huella de luz” o “La casa de la lluvia”, con guiones escritos por él mismo.
Compaginando su labor periodística con su vocación literaria, publicó relatos cortos, novelas y pequeños ensayos en los cuales compaginó el humor, el pesimismo, la ironía y la crítica social. Entre sus numerosas obras pueden citarse las novelas “El bosque animado”, “El hombre que compró un automóvil”, “La novela número 13”, “Una isla en el Mar Rojo”, “El malvado Carabel”, “Las siete columnas”, “El secreto de Barba Azul”, “Volvoreta”, “La procesión de los días”, “Relato inmoral” y “La tristeza de la paz”. También los tomos de cuentos “Tragedias de la vida vulgar”, “Ha entrado un ladrón”, “Las flores del diablo”, “Las gafas del diablo”, “Visiones de neurastenia” y “Fantasmas”. También publicó los libros de ensayos y artículos “Las gafas del diablo”, “Los que no fuimos a la guerra” y “Crónicas parlamentarias”, y su autobiografía bajo el título “El terror rojo”. Varias de sus novelas fueron adaptadas al cine como “El hombre que se quiso matar”, “Huella de luz” o “La casa de la lluvia”, con guiones escritos por él mismo.
El carácter humorístico de
sus obras más famosas ha sido el más destacado por la crítica literaria, aunque
también cultivó la ficción dramática, fantástica y de terror y la sátira
política. En 1917 obtuvo el premio del Círculo de Bellas Artes, en 1926 recibió
el Premio Nacional de Literatura y en 1934 fue elegido miembro de la Real
Academia Española.
Antes del comienzo de la Guerra Civil en 1936, se declaraba abiertamente liberal y llegó a atacar los pilares básicos del Movimiento Nacional capitaneado por el jefe de la Falange Española Francisco Franco (1892-1975), razón por la cual, una vez que el franquismo asumió el poder, fue amenazado de muerte y pudo hallar refugio primero en la Embajada de Argentina y luego en la de Holanda, ambas en Madrid. Quiso abandonar el país, pero le fue impedido por el Ministerio de Gobernación, y recién en julio de 1937, tras la intervención del Ministerio de Defensa, consiguió salir de España y se estableció por un tiempo en una pensión que los jesuitas poseían en La Haya. En mayo de 1938 se instaló en Portugal, donde permaneció hasta el final del conflicto entre el bando republicano y el bando nacional. Allí colaboró en el “Diário de Noticias” y el “Diário da Manhã”, medios en los cuales escribió en español numerosos artículos de propaganda franquista, dejando atrás los comentarios políticos que había realizado en 1932. A su regreso a Madrid admitió que ello no le causaba alegría ya que su exilio había sido para él un “sufrimiento muy grande, tan grande que hasta su sombra es un intolerable sufrimiento. Yo he buscado en Madrid mi sonrisa, y no la encontré”. Ello no le impidió proseguir dedicándose a la escritura. Por ejemplo, en 1955, basándose en su novela “Luz de Luna” que había publicado en 1915, escribió el guion de la película “Camarote de lujo” que dirigiría Rafael Gil Álvarez (1913-1986), en la cual expresó algunas críticas al gobierno de Franco. No obstante ello, continuó escribiendo y gozó de buen prestigio bajo el franquismo, el régimen autoritario que perduró hasta 1975.
Fernández Flórez falleció en abril de 1964 a
causa de un colapso cardiaco. Sus restos mortales fueron trasladados desde
Madrid hasta el Cementerio Municipal de Santo Amaro en La Coruña. Cuando llegó
la Transición, el periodo de la historia en que España pasó a regirse por una
Constitución que restauraba la democracia, buena parte de la crítica literaria no
le perdonó sus escarceos ideológicos y buscó silenciar su nombre y su obra. Fue
considerado un “escritor trivial”, un “gran reaccionario”, un “escéptico total”
y un “vago panteísta”. En cambio, otro sector de la crítica resaltó su “amor a
la naturaleza”, su “respeto y admiración por las personas” y su “conocimiento
del mundo rural y campesino de Galicia”.
Muy lejos de allí, tanto
en el espacio como en el tiempo, el escritor argentino Carlos Penelas (1946)
escribió un artículo titulado “Wenceslao Fernández Flórez, un grande que hay
que releer”, una gacetilla en la que resaltó que “el escritor y periodista
gallego abrió una senda de luz y modernidad en la narrativa española. Más allá
del humor, de su literatura con marcada preocupación moral, tenía cierto
pesimismo en torno al ser humano y a las sociedades”. Y agregó: “Para Fernández
Flórez es la pasión lo que mueve las acciones humanas. Suele, además, ironizar
sobre la hipocresía social. Bajo el aparente humor ofrece una visión
desencantada del ser humano y de la sociedad. Detrás de su temple, de su
comicidad basada en la distorsión de los hechos, conlleva una intensión
crítica; nos muestra una mirada pesimista del mundo y de la historia”.
Por su parte el filólogo español Delfín Carbonell (1938), en un artículo que publicó en “Cuadernos Hispanoamericanos”, manifestó que Fernández Flórez “expresa la angustia de la existencia a través de la vulgaridad (humor irónico y caricatura) a diario. Demuestra ser capaz de pintar dos facetas de la existencia: la humorística y la tragicomedia. Su mundo es un mundo de risas y lágrimas que demuestra una profunda preocupación por el problema fundamental y sincero o el significado de la existencia. Presenta ejemplos de personas vulgares... hombres profundamente mortificados por la casualidad de circunstancias que no comprenden o que son incapaces de superar”. Y según el “Diccionario Columbia de Literatura Europea Moderna”, fue “ante todo un humorista que, en sus mejores obras, ofrece una visión desoladora y amarga de la vida y del mundo, a la vez personal y universal”.
El cuento que sigue a continuación, “Yo y el ladrón”, formó parte del libro “La nube enjaulada” que Fernández Flórez publicó en 1944. Muchos años después, en 2007, la escritora argentina Patricia Suárez (1969) lo incluyó en “Reír o no reír. Antología de cuentos de humor”, una compilación de relatos que incluyó, entre otros, a prestigiosos escritores como Roberto J. Payró (1867-1928), Adolfo Bioy Casares (1914-1999), Liliana Heker (1943) y Ana María Shua (1951). Otro tanto hizo en 2012 el escritor español José María Merino (1941) en “Los mejores relatos españoles del siglo XX”, una antología que incluyó a renombrados narradores hispánicos, entre ellos Ramón del Valle Inclán (1866-1936), Pío Baroja (1872-1956), Miguel Delibes (1920-2010) y Ana María Matute (1925-2014).
- Hombre, usted, que no tiene nada que hacer, présteme el favor de echar, de cuando en cuando, un ojo a mi casa.
No es cierto que yo no tenga nada que hacer, y el señor Garamendi lo sabe perfectamente; pero él opina que cuando uno no sale a veranear, y no es por causa de algún gran negocio, es para dedicarse totalmente al descanso, con la voluptuosa pereza de no buscar los billetes ni cargar con la familia. M limité a preguntar:
- ¿Qué entiende usted exactamente por “echar un ojo”?
- Creo que está bien claro -contestó de mal humor.
- ¿Debo pasearme por las habitaciones de su casa con un ojo abierto, posando sucesivamente la mirada en los muebles, en los…?
- No. ¡Qué tontería! Quiero decir que me agradará que pase usted algún día frente al edificio y vea si siguen cerradas las persianas, y que le pregunte al portero si hay novedad, y hasta que suba a tantear la puerta. Usted no sabe nada de estos asuntos, pero en el mundo hay muchos ladrones, y entre los ladrones existe una variedad que trabaja especialmente durante el verano, y es a la que más temo. Se enteran de cuáles son los pisos que han quedado sin moradores, y los desvalijan sin prisas y cómodamente. Algunas veces se quedan allí dos o tres días viviendo de lo que encuentran, durmiendo en las magníficas camas de los señores, eligiendo concienzudamente lo que vale y lo que no vale la pena de llevarse. No hay defensa contra ellos. La primera noticia que se tiene es el desorden que se advierte en la casa al volver, cuando ya todo es irremediable y lo robado está mal vendido o bien oculto.
- Bueno -concedí bostezando-, pues echaré ese ojo.
La verdad es que no pensaba hacerlo. Garamendi abusa un poco de mí con sus encomiendas engorrosas desde que me hizo dos o tres favores que él recuerda mejor que yo. Luego…, luego me abruma con sus gabanes, con sus puros, con sus gafas, con su vientre, con sus muelas de oro. Cuando descubro un nuevo defecto en él, tengo un placer íntimo. Entonces le encontré pusilánime. Tener miedo a los ladrones me pareció la más grotesca puerilidad. Yo no creo en eso.
Pasaron los días; me recreé en el calorcillo de Madrid, me senté en algunas terrazas, recordé mi niñez volviendo a ver las viejas películas que los cines exhiben a más bajo precio en estos meses, y una tarde que estaba más ocioso y más emperezado que nunca en mi despacho, pensando vagamente en que era demasiado ascético al dormir tan sólo una hora de siesta cuando nada me impedía dormir dos, y que la humanidad no me agradecería jamás este sacrificio, recordé de repente:
- ¡Anda! Pues no he pasado ni una sola vez ante la casa de Garamendi.
Y únicamente -lo aseguro- para poder darle mi palabra de honor de que había atendido su encargo, aproximé lentamente mi mano al teléfono y marqué su número.
Oí, medio desmoronado en la butaca, el ruido del timbre que sonaba en la desierta vivienda del veraneante. ¡Trrrr…! ¡Trrrr…! Y… nada más.
Una voz apagada, desconocida, llegó por el hilo:
- ¿Diga?
- ¿Cómo “diga”? -exclamé extrañadísimo- ¿No es esa la casa del señor Garamendi?
La voz se hizo atiplada como la de las máscaras que disimulan, y clamó con una alegría que no venía a cuento:
- ¡Sí, sí! ¡Es aquí, es aquí! ¿Cómo está usted?
Me quedé estupefacto.
- Oiga -hablé-, ¿me hace el favor de decir qué está haciendo…?
Siguió un silencio embarazoso.
- ¿No será usted un ladrón?
Nueva pausa.
- Si es usted un ladrón, no me lo niegue -exigí.
- Bueno -dijo la voz, ya con un acento natural, un poco ronca-. La verdad es que, en efecto, soy un ladrón.
- ¡Pues me ha fastidiado usted, porque tengo mucha amistad con el señor Garamendi, y me encargó al marchar que le vigilase su casa! A ver ahora qué le digo.
- Puede usted contarle lo que sucede -insinuó la voz, un poco acobardada.
- ¡Bonita idea! -protesté-. ¿Cómo voy a confesarle que estuvimos dialogando? Aún, si usted no hubiese cometido la idiotez de contestar…
- Fue un impulso espontáneo -se disculpó-. Estaba aquí, junto al teléfono; sonó y, maquinalmente, me puse al habla. Yo también tengo teléfono, y la costumbre…
- ¡Vaya conflicto!
- Crea usted que lo siento de veras.
- Claro que si le pido que deje ahí todo y vaya a entregarse a la comisaría más próxima…
- No; no lo haría… ¿Para qué engañarle?
- Al menos, dígame: ¿se lleva usted mucho?
- No hablemos de eso; una porquería. Perdone si le ofendo, pero ese amigo de usted no tiene nada que le quite a uno de cuidados.
- ¡Hombre, no me diga…! La escribanía de plata es maciza y valiosa…
- Ya está en el saco, y unas alhajitas y el puño de oro de un bastón y dos gabanes de invierno. Nada. No es negocio.
- ¿Vio usted una bandejita de plata que debe de haber en el comedor, con unas flores en relieve?
- Sí.
- ¿Está en el saco?
- No. Las otras, sí; pero ésa apenas tiene un baño; es de metal blanco.
- Bien; pero no negará que es bonita.
- No vale nada.
- Llévesela usted.
- No quiero.
- ¡Llévesela usted, idiota! ¿No comprende que si la deja van a darse cuenta de que no es de plata? Y… se la he regalado yo. Llévesela.
- En fin…, por hacerle un favor; pero sólo me servirá de estorbo.
- ¿Ha recorrido ya toda la casa? Yo no conozco más que el despacho. Creo que está bien puesto, ¿no?
- ¡Psch! Muchas pretensiones; poco gusto. Debe de tratarse de un caballero roñoso.
- Es triste, pero no lo puedo negar. Y también es cierto que carece de gusto.
- ¿Quiere usted creer que tiene dos escupideras en el salón?
- ¡No!
- Como usted lo oye. ¿No ha entrado nunca en el salón? Pues se ha perdido un espectáculo divertido. Yo tengo costumbre de visitar casas bien amuebladas y le aseguro que ésta es una calamidad.
- ¡Vaya, señor! Siempre me pareció que Garamendi presumía demasiado. Ahora que… la alcoba de la señora…, de ésa sí que dicen que es un estuche, ¿verdad? Garamendi afirma que le costó una fortuna. ¿Cómo es, cómo es?
- No me fijé en detalles… ¿Quiere que vuelva?
- ¡Oh, por Dios! No vaya usted a creer que me gusta el cotilleo. Era por… ¡qué sé yo!
- Lo que encontré allí fueron pieles bastante buenas.
- Lo creo. Tiene una capa de renard.
- Está en el saco. Y un gabán de cibelina.
- Sí; eso vale más, pero también es más llamativo. Lo envidiable es la capa de renard.
- ¿Le gustaba a usted?
- Le gustaba a Albertina… una amiga mía…; para decirlo de una vez: a mi novia. Un día vimos a la señora de Garamendi con su capa y Albertina no habla de otra cosa. Creo que me quiere menos porque piensa que nunca podré regalarle unas pieles de zorro como ésas.
- ¿Quién sabe? ¡Caramba! No hay que amilanarse.
- No… nunca; es bien seguro…
Un silencio.
- Oiga…, señor.
- Dígame.
- Si usted me permite, yo tengo mucho gusto en ofrecerle esas pieles…
- ¡Qué disparate!
- Nada… Me ha sido usted simpático y…
- Pero… ¿cómo voy a consentir…? ¿Va usted a quedarse sin ellas por…?
- No se preocupe. Yo ya tengo las otras, y no va a ser uno más pobre…
- ¡Ea, que no!
- Bien; pues entonces se las ofrezco a Albertina. Ahora no podrá usted desdeñarlas… Piense en la alegría que tendrá…
- Sí; eso es cierto…
- ¿Adónde las envío?
Le di mis señas.
- ¿Manda usted algo más?
- Nada más. Y muy reconocido. Que termine “eso” con suerte.
- Gracias, señor.