30 de noviembre de 2015

Aristófanes y la nostalgia de la unión perfecta

Todas las obras del filósofo griego Platón de Atenas (427-347 a.C.) -con las excepciones de las "Epistolae" (Cartas) y de la "Apologia Socratis" (Apología)- están escritas no como tratados sino en forma de diálogos. Los más destacados de ellos son, sin dudas, "Politeia" (La República) y "Sympósion" (El banquete). En este último, seis oradores (Fedro, Pausanias, Erixímaco, Aristófanes, Agatón y Sócrates) debaten sobre el amor. ¿Por qué nada puede atenuar el sufrimiento sor­do y lacerante que provoca la más tri­vial pena de amor? ¿Por qué ese des­garro? Uno de los oradores, Aristófanes de Atenas (446-386 a.C.), autor de "Hai nephélai" (Las nubes), se plantea: ¿y si todas estas penas de amor no hicieran más que repetir la pena de amor original, aquella en la que por primera vez y definitivamente se sintió la pérdida total de la unidad? Lo que hace Aristófanes es asociar ese sufrimiento antropológico con el sufrimiento cósmico que provoca el establecimiento de una distancia nece­saria entre el Cielo y la Tierra y con el sufrimiento teológico que provoca la se­paración entre los hombres y los dioses. Y lo explica.
La antigua naturaleza estaba com­puesta por tres géneros: el macho, la hembra y el an­drógino. Cada uno de estos seres humanos, que se parecía a un hue­vo, era doble. Tenía cuatro manos, cuatro pies, dos rostros opuestos uno respecto al otro y, sobre todo, dos sexos. En el caso del macho los dos sexos eran masculinos, en el de la hem­bra ambos femeninos y en el del andró­gino uno masculino y el otro femenino. Además, el aspecto circular de estos seres delataba sus orígenes: el macho era vástago del sol, la hembra de la tie­rra y el andrógino de la luna, la que está en una posición intermedia entre el sol (para el cual es una especie de tierra) y la tierra (para la cual es una especie de sol). La unidad que caracterizaba este primer estado de la naturaleza humana, simbolizada por el huevo, no podía ser más perfecta. El ser humano aún no estaba verdaderamente separado del universo cuya forma representaba. Este ser doble, que no podía utilizar sus órganos genita­les para reproducirse ya que estaban ubicados en la parte posterior de su cuerpo, sobre las nalgas, era descendiente de cuer­pos celestes (el sol, la lu­na, la tierra) y las fronteras entre los seres humanos y los dioses todavía no es­taban bien definidas.


Estos seres humanos decidieron un día rebelarse contra los dioses, ya que una unidad tan perfecta constituía una amenaza en la medida que llevaba di­rectamente a la confusión, a la esterili­dad. De hecho, el poeta Hesíodo de Ascra (s. VIII a.C.) cuenta en "Theogonía" (Teogonía) que en los primeros tiempos el Cielo (Urano) yacía permanentemente sobre la Tie­rra (Gea) para hacerle el amor, con lo que impedía la llegada de cualquier criatura nueva. Por eso, aconsejado por su madre (Gea), Cronos castró a su padre (Ura­no), permitiendo que la "creación" reto­mara su curso. Fueron los gigantes Efialtes y Oto, que nacieron de los restos del sexo de Urano caídos al mar, los que se rebelaron contra los dio­ses con el pro­pósito de abolir la distancia entre la tierra y el cielo que Cro­nos acababa de establecer con tanta violencia. Ambos su­cumbirían bajo las flechas de Apolo.
Entonces, para castigar a los seres humanos, Zeus decide cortarlos por la mitad para hacerlos dos veces menos poderosos. Una vez he­cho esto, convoca a Apolo para que les dé vuelta la cabeza y la mitad del cuello, y para que suture la herida abier­ta cuya última cicatriz constituye hoy el ombligo. Una vez más, la sepa­ración se hace con violen­cia. Se trata de un corte, una sección que establece el sexo, concebido como la búsqueda de la mitad com­plementaria de los seres pri­mordiales. Pero este castigo lleva al género humano directa­mente a su perdición. De hecho, cada mitad intenta buscar su mitad complementaria (hombre-hombre, hombre-mujer, mujer-hombre, mujer-mujer) con un ardor y una constancia tales que se deja morir de inanición.


Aristófanes describió el estado de in­tenso sufrimiento y postración que pro­vocó la venganza: "Hecha esta división, cada mitad hacía esfuerzos para encontrar a la otra mitad de la que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas por el deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal que, abrazadas, perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada una sin la otra. Cuando una de las dos mitades perecía, la que sobrevivía buscaba otra, a la que se unía de nuevo, ya fuese la mitad de una mujer, ya fuese una mitad de hombre, y de esta manera la raza iba extinguién­dose". Para evitar la desaparición de los seres humanos, Zeus decide interve­nir. Coloca el sexo de cada una de las mitades en su parte anterior. De allí en adelante puede producirse una unión sexual intermitente que permite a cada ser humano encontrar su mitad complementaria como así también dedi­carse a otros cuidados, sobre todo a aque­llos que son absolutamente esenciales como la alimentación y la reproducción.
De esta manera, se establece una distan­cia justa entre las mitades complementa­rias del ser humano, que no están ni jun­tas ni separadas en forma permanente, ya que su unión intermitente hace sopor­table una separación efectiva el resto del tiempo. Y esto ocurre, incluso, cuando la nostalgia de la unidad primitiva queda inscripta en la naturaleza humana y cons­tituye, según Aristófanes, la esencia mis­ma de toda relación amorosa: "Cuando el que ama a los jóvenes o cualquier otro llega a encontrar su mi­tad, la simpatía, la amistad, el amor los unen de una manera tan maravillosa que no quieren bajo ningún concepto separarse ni por un momento. Estos mis­mos hombres, que pasan toda la vida juntos, no pueden decir lo que quiere el uno del otro, porque si encuentran tan­to gusto en vivir de esta suerte, no es de creer que sea por el placer de los senti­dos. Evidentemente, su alma desea otra cosa, que ella no puede expresar, pero que adivina y da a entender". Así, la búsqueda del goce sexual es muy poca cosa comparada con esta búsqueda de la unidad perdida que los seres humanos intentan encon­trar con torpeza y, sobre todo, de manera intermitente.



Si se toma como base que el amor humano en todas sus formas, heterose­xual u homosexual, conlleva la nostalgia de aquella unidad perfecta y permanente simbolizada por la original forma del huevo en el cual el cielo y la tierra, los dioses y los hombres se encon­traban unidos, casi confundidos, se ex­plica mejor el sufrimiento que cau­san las penas de amor. Cuando dos amantes se separan, de nuevo se separan la naturaleza humana, el cielo y la tierra, los dioses y los hombres. Esa desunión recuerda el corte que hizo dos seres humanos de uno solo, la castración del Cielo por Cronos, el castigo de los gigan­tes que se rebelaron contra los dioses. Toda esta violencia, to­das estas heridas se vuelven a sentir en la pena de amor donde se expresa la bús­queda de la unidad perdida. Aún derritiéndose uno en el otro por un instante, el alma sabe, aunque no puede explicarlo, que su ansia jamás sería completamente satisfecha. La nostalgia de la unión perfecta renace ni bien se extinguieran los últimos gemidos del amor.

9 de noviembre de 2015

Sylvia Iparraguirre: "Ser escritor es mucho más que publicar un libro y conlleva responsabilidad. Es tener una posición frente a la realidad, frente a la pobreza, frente a la violencia, frente a la injusticia"

"El dominio del lenguaje es a lo que aspira un escritor porque es tremendamente difícil manejar las propias palabras, es decir, que las palabras digan exactamente lo que uno quiere que digan. Cuando recién se empieza a escribir uno cree que maneja el lenguaje, pero la verdad es que el lenguaje lo maneja a uno. Esto se nota mucho en los primeros textos, los primeros esbozos. Uno piensa que lo está manejando y con el tiempo se da cuenta de que es una cosa ingenua y que el lenguaje ha dicho lo que él quiso decir. Hasta que un día comenzamos a ser medianamente dueños de nuestras palabras. Medianamente porque siempre es esa especie de lucha entre lo que uno quiere decir, lo que tiene en la cabeza, y lo que finalmente toma forma en el papel. Siempre hay restos de cierta ingenuidad en donde el lenguaje lo atrapa a uno y la ingenuidad no es nada más ni nada menos que ese lugar común, la cosa siempre dicha, que es adonde uno cae, como el hábito que hay que destruir, desarticular". Quien así piensa es la escritora y ensayista argentina Sylvia Iparraguirre (1947), autora de los libros de cuentos "En el invierno de las ciudades", "Probables lluvias por la noche" y "El país del viento", y de las novelas "El parque", "La tierra del fuego", "El muchacho de los senos de goma" y "La orfandad". Cofundadora junto a los también escritores argentinos Abelardo Castillo (1935) y Liliana Heker (1943) de la mítica revista "El Ornitorrinco" en 1977, Iparraguirre es profesora en Letras Modernas y actualmente trabaja en el Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es además antóloga, editora y prologuista de diversos volúmenes, y sus cuentos han sido traducidos a una decena de idiomas. Recientemente ha lanzado "Del día y de la noche", una serie de textos breves, concisos, de una concentración narrativa que bordea lo poético. Los textos que componen las tres partes del libro -"Pasajes", "Posición de los escritores" y "Caballeros antiguos"- fueron escritos y corregidos a lo largo de más de veinte años, permaneciendo durante todo ese tiempo a un costado de sus otros libros, para finalmente ser recopilados y publicados. En ellos la autora explora temas, motivos y misterios que se instalan en el corazón de la literatura: recuerdos de la infancia, imágenes familiares, escenas de la vida cotidiana, homenajes, sucesos curiosos, universos oníricos y hasta una historia fantástica donde un pasajero de tren descubre un libro donde está escrita su propia vida. De este libro y de sus comienzos en la literatura habla Sylvia Iparraguirre en el siguiente resumen editado de las entrevistas que concedió a Marcela Fernández Vidal para la edición nº 1092 de la revista digital "Cabal" (sin fecha de publicación) y a Sebastián Basualdo para el suplemento "Radar/Libros" del diario "Página/12" del 15 de noviembre de 2015.


¿Cuándo empezaste a escribir?

Empecé a escribir en la preadolescencia, pero sin ninguna intención "literaria"; fue algo que me gustaba y que tuvo que ver con el cine, una experiencia que me capturó desde chica. Mis primeros intentos de escribir algo, fuera de lo que hacía en el colegio, consistieron en volver a relatar películas. Mi hermana era la sufrida oyente de esas pruebas que no causaron la más mínima impresión. Yo tampoco pretendía nada, era un juego. Contaba la película, pero con cambios en el final o en los personajes. Lo que me tomaba más en serio, pero por devoción, era la lectura. En mi casa los libros siempre fueron bienvenidos, tuve la fortuna de tener una biblioteca a disposición en la casa de mis abuelos. Mi padre también fue un gran lector. Vengo de esa generación en la que las familias compraban para sus chicos enciclopedias, atlas universales, la colección "Lo sé todo" y no había que ser rico para poder hacerlo. Empecé a leer tempranamente la colección "Robin Hood". Un libro que leí entre los diez y los doce años y que me acompaña desde entonces fue "Robinson Crusoe", para mí una de las fábulas más hermosas de la literatura universal. También empecé a escribir un diario, por querer copiar a la protagonista de un libro. Pero la escritura no era algo que me atrajera, ni remotamente, con la misma intensidad que el cine o la lectura.

¿Qué encontrabas en la lectura?

Placer. Ausencia del mundo. Me comentaba mi madre que en mi familia decían que yo me abstraía de una manera bastante curiosa, me metía en un libro y me decían: "Te estamos hablando, bajá a Tierra". Todavía hoy me pasa eso de estar consciente de la página del libro y de pronto, por unos segundos, estoy en otro lugar, adonde me llevó el libro, como entre paréntesis. No sólo me pasa con la ficción, también con el ensayo. Es algo de lo que estoy agradecida, porque en la medida en que uno se vuelve más objetivo, más crítico, la lectura se aleja de ese plano de captación, se vuelve más distante.

Cuando escribías en tu adolescencia, ¿experimentabas la misma sensación de abstracción que con la lectura?

La lectura fue como una vida paralela, mundos paralelos que desde los doce a los dieciocho años me acompañaron con una gran intensidad. En cambio, escribía por obligación o porque anotaba lo que me pasaba en mi diario: porque estaba enamorada de un chico o porque quería copiar poemas o fragmentos de libros que me gustaban. Una especie de miscelánea; nada tenía que ver con una reflexión sobre el hecho de expresar ideas o de escribir relatos, lo hacía con una espontaneidad total.

¿Cuál es el origen de un texto?

La escritura de ficción está sostenida en dos pilares. Por un lado, la experiencia de vida que abarca todo: lo sensorial, lo imaginario, todo lo que sos como individuo y como ser colectivo y social; y la memoria, tanto la tuya propia como la heredada, es decir, la memoria en un sentido extenso, que te trasciende, la que es un legado que viene de tus padres, de tus abuelos, y que sintetiza tu estar en el mundo, tu origen, tu cultura. Por otro lado, sin duda, las lecturas. Es una especie de cruce, de encuentro de libros y experiencia: vas a ir reconociendo tus experiencias en los libros que leés, en aquellos libros que te marcan. Y, a su vez, la lectura ensancha tu experiencia. Si hay una empatía natural con determinados libros, es sencillamente porque te contienen; no importa cuándo fueron escritos, atraviesan la línea del tiempo y te encontrás reflejada, inmersa, en la realidad que plantean. Tus vivencias personales empiezan a ser explicadas y tal vez encuentres, sin buscarlas, porque la lectura nunca es "programática", ciertas respuestas que van modelando tu experiencia. ¿De dónde salen un cuento, una novela? De una experiencia real o imaginaria y de la forma que le das, de acuerdo con lo que aprendiste leyendo, observando lo que otros escritores hacían.

O sea: la vida y la lectura van a entrar directamente en la escritura.

Exactamente. La experiencia es el contenido de un libro; el escritor mismo lo es, porque desde ahí es que se escribe; no se lo puede hacer más que desde la propia ideología. No tiene que ver con la historia que cuento, eso puede cambiar; el contenido es ideológico, pero no en el sentido estrecho de una posición política, sino que aludo a un sentido más amplio: el de tu escala de valores, el de tu visión del mundo. Eso que vos sos, algo que va a aparecer así sea que escribas ciencia ficción, novela histórica o historieta. El contenido es la persona; después aparece la forma que vos le das a esa historia. El "qué" lo tenemos todos, me refiero a las historias para contar. El asunto es "cómo" las contás. Y ahí se pone en juego el oficio del escritor.

¿Cómo definirías el oficio del escritor?

Es tratar de comunicarte con el mundo a través de las palabras; en un sentido puramente personal, es como querer decir algo que siempre está en un libro futuro. Pero ser escritor es mucho más que publicar un libro y conlleva responsabilidad. Más allá de mi biblioteca y de la pantalla de la computadora, donde lo único que importa es lo que estoy escribiendo, ser escritora es tener una posición frente a la realidad, frente a la pobreza, frente a la violencia, frente a la injusticia. Es saber desde dónde escribo. Con un libro puntual asumís la historia que estás contando, que es el primer compromiso: llevar esa historia al máximo en la dirección del lenguaje, de la anécdota, todo lo que vos puedas hacer. Ser escritor para mí es haber elegido un lugar en el mundo, y bastante privilegiado, ya que contar historias es algo que me produce un enorme placer.

Los relatos que integran "Del día y de la noche" convivieron durante años en el interior de una carpeta…

Sí. Estos textos nacieron y proliferaron al costado de mis otros libros, mientras los estaba escribiendo. No es un libro programado ni pensado ni decidido. Simplemente, un verano hace como veinte o veintidós años, en San Pedro, aparecieron dos o tres imágenes y me puse a escribirlos. Algunos sentí que terminaban ahí, que se cerraban; otros eran un poquito más largos. En realidad, me di cuenta después de esos primeros años de que eran breves y, de hecho, a la carpeta que tenía en la computadora le puse "Breves" y pensé, "bueno, se llamarán así".

En todos los relatos establecés de manera sutil la necesidad de ir más allá de la historia, configurando nuevos sentidos o acaso una complicidad con el lector, que hace pensar que hay ciertas clases de experiencias tan intensas que parecieran desdoblarlo a uno: se vive y se contempla vivir.

Borges lo dice: "¿Qué es el yo? Es una serie de identidades que a lo largo del tiempo vamos hilvanando". Es decir, yo soy ahora pero fui hace dos días, fui hace años y esa continuidad es lo que arma una identidad. Lo que pasa es que somos acá y ahora, no somos ayer ni somos mañana, vos y yo existimos en este presente.

Varios textos que componen "Del día y de la noche" surgen de pronto a modo de remembranza y en variados géneros, a veces en forma de ensayos breves o crónicas.

Sí. Los textos de "Caballeros antiguos", por ejemplo, surgen a partir de mis lecturas antiguas y recientes. Lecturas cruzadas, y en eso, por supuesto, es Borges el gran maestro.

La relación que tenés con el lenguaje también es parte de tu formación.

Sí, por supuesto. A mí me fascina el lenguaje. A veces encuentro un tipo particular de humor en el uso y sus marcas ideológicas. No en el sentido estrecho de ideología política, sino en el sentido de atmósfera de valores. Una lengua viene cargada con sentidos que son previos al uso que nosotros hacemos acá y ahora. El español rioplatense que hablamos viene cargado de ideología y valores. Las palabras pesan, quieren decir algo y de pronto se descargan de sentido y vuelven a cargarse.

En toda tu obra hay una preocupación formal por el estilo. Muchos de estos relatos están muy cerca de la poesía.

Soy una gran lectora de poesía pero jamás se me ocurriría ponerlo así. Creo que están atravesados por cierta cuestión onírica o melancólica, pero no sé si llegan a la poesía. En cuanto a la preocupación por el estilo es completamente cierto. No digo que lo logre. Siempre pienso que un libro nuevo, sea cuento o sea novela, es como una nueva experiencia. Parto de cero porque lo que quiero decir está pidiendo una forma y yo tengo que entender cuál es y luego buscarla. No creo en absoluto en lo espontáneo en el arte en general y en la literatura menos que menos. Espontáneamente te sale cualquier cosa. Estoy convencida de que hay que trabajar y corregir. A eso refiere un estilo. La preocupación que vos mencionabas con respecto el lenguaje aparece en mi primera novela, que es "El parque", donde yo dejo fluir esa veta que a mí particularmente me gusta que es el humor disparatado, tal vez absurdo, pero que tiene que ver mucho con el lenguaje. Pero de pronto aparecen otras historias como "La tierra del fuego" que tengo que situar completamente de otra manera. Situarse es ver cómo escribo una novela del siglo diecinueve a fines del siglo veinte. Vivimos, vivo en un momento donde el tiempo se ha hecho trizas, la realidad es fragmentaria. Eso es ideología y cuando intentás contar algo, aparecen esas marcas. Después vino la novela "El muchacho de los senos de goma" y estoy frente a un escenario urbano, que tengo que pensar otra vez. Quería ir hacia lo urbano, en los años '90. ¿Cómo le habla a la ciudad un pibe de diecisiete años? Entonces, comencé una búsqueda acerca del trabajo formal. El estilo es el trabajo formal que uno hace sobre el texto. Y sí... Soy de una herencia antigua, quizás, porque tengo una constelación de maestros literarios en la biblioteca que tal vez se leen poco.

En "Del día y de la noche" hay una relación muy linda entre los trenes, los pueblos y los libros. Todo parece confluir alrededor de una preocupación sobre el tiempo.

Tanto que se iban a llamar "Tren de medianoche" porque como dice Abelardo, el tren de medianoche es algo serio como experiencia intransferible para alguien que vivía en la provincia. Pero preferí "Del día y de la noche" porque hay textos diurnos y nocturnos. Más humorísticos. El tren es mi infancia en los pueblos, una experiencia mínima y aparentemente insignificante. Yo siempre he sido lectora de noche. A la una o a las doce pasaba un tren por Junín. En el silencio de los pueblos se escucha por la noche y no es necesario que estés cerca de la estación. Con Abelardo extrañamos enormemente el tren. Es el tiempo en suspenso. La vida está en suspenso, vos existís en el reflejo de un vidrio. Yo he llevado libretas, en un sentido más diurno, anotando cosas que la gente dice en los trenes. Cuando estudiaba y viajaba desde Junín a Buenos Aires, llené libretas con diálogos tan absurdos que uno se preguntaría cómo se te puede ocurrir algo así. Es un tiempo distinto el que se vive en un tren. Yo no soy nostálgica pero sí experimento con mucha fuerza el tema del tiempo.

Entre los relatos que funcionan a modo de homenajes hay uno que le dedicás a José Antonio Barzac.

Porque Barzac fue un poeta a través del cual conocí a Abelardo. Era un tipo muy rubio, sus padres eran eslavos. Escribí un cuento sobre él que se llama "El viking", está en "Probables lluvias por la noche". Siempre andaba con su cuaderno de poemas. No cursaba en la Facultad, pero deambulaba por los pasillos. Tenía un libro de poemas que se llamaba "Los firuletes necesarios" y nos vendía a las chicas un libro por anticipado, anotaba tu teléfono y dirección y te daba un cupón. Se hacía unos pesos y tenía el teléfono de la mitad de las chicas de la Facultad. Era desopilante. Para la chica que era yo en ese momento, que vivía en un pensionado de monjas, imaginate, era el personaje completamente opuesto. Y de eso está hecho el cuento. Yo me causo gracia a mí misma viéndome con él. Se reía de todo, me hacía "pisar el palito". Y me provocaba rechazo ese disparate total. Andaba siempre rodeado de chicas. Hacía como que entraba en los cursos, por ejemplo, o llamaba al pensionado a las tres de la mañana para leerme un poema. Un día me dijo si no quería conocer a escritores, ya que soy del interior. Le dije que sí y me llevó a una reunión de "El Escarabajo de Oro" que se hacía en el Tortoni. Desapareció ni bien llegamos y me dejó sola sentada en una silla. Yo me sentía como en actitud de examen, estaba aterrada por si alguien me preguntaba qué opinaba de la literatura argentina. José Antonio Barzac era muy buena persona. Alguien que te cuidaba dentro de las limitaciones de su propia locura.

Después de leer "Del día y de la noche" se tiene la sensación de que es cierto: hay gente que viene al mundo con la literatura encima.

Yo no quería ser escritora, no estaba en mis planes. Fue un poco azaroso, pero sin duda estaba inclinada para ese lado por mi relación con el lenguaje y también mi relación con la naturaleza, por supuesto; la preocupación por lo ecológico, de eso me acuerdo desde la más tierna infancia, vienen con mi ADN. Para mí "Del día y de la noche" es como un ciclo en donde uno acepta el lado diurno y oscuro de la vida, por eso hay textos con mucho humor, como "Vecinos" o "Ganímedes", donde una señora informa públicamente que tiene la verdad sobre Dios y resulta que después es todo un disparate. Cierta clase de conocimientos populares nada eruditos me atraen mucho porque son como el reverso desordenado de la vida. No son saberes letrados, aparecen y circulan de boca en boca, de generación en generación, y yo tengo tendencia a dejarme atrapar por situaciones grotescas o desopilantes, ya casi te diría del teatro del absurdo donde me meto sola. Después, por suerte, logro regresar. Pasa en lugares más accesibles, la ciudad es más inaccesible. En última instancia lo interesante es estar cerca de la gente real.