Todas
las obras del filósofo griego Platón de Atenas (427-347 a.C.) -con las
excepciones de las "Epistolae" (Cartas) y de la "Apologia
Socratis" (Apología)- están escritas no como tratados sino en forma de
diálogos. Los más destacados de ellos son, sin dudas, "Politeia" (La República)
y "Sympósion" (El banquete). En este último, seis oradores (Fedro, Pausanias, Erixímaco, Aristófanes,
Agatón y Sócrates) debaten sobre el amor. ¿Por qué nada puede atenuar el sufrimiento
sordo y lacerante que provoca la más trivial pena de amor? ¿Por qué ese desgarro?
Uno de los oradores, Aristófanes de Atenas (446-386 a.C.), autor de
"Hai nephélai" (Las
nubes), se plantea: ¿y si todas estas penas de amor no hicieran más que repetir
la pena de amor original, aquella en la que por primera vez y definitivamente
se sintió la pérdida total de la unidad? Lo que hace Aristófanes es asociar ese
sufrimiento antropológico con el sufrimiento cósmico que provoca el
establecimiento de una distancia necesaria entre el Cielo y la Tierra y con el
sufrimiento teológico que provoca la separación entre los hombres y los
dioses. Y lo explica.
La
antigua naturaleza estaba compuesta por tres géneros: el macho, la hembra y el
andrógino. Cada uno de estos seres humanos, que se parecía a un huevo, era
doble. Tenía cuatro manos, cuatro pies, dos rostros opuestos uno respecto al
otro y, sobre todo, dos sexos. En el caso del macho los dos sexos eran masculinos,
en el de la hembra ambos femeninos y en el del andrógino uno masculino y el
otro femenino. Además, el aspecto circular de estos seres delataba sus
orígenes: el macho era vástago del sol, la hembra de la tierra y el andrógino
de la luna, la que está en una posición intermedia entre el sol (para el cual
es una especie de tierra) y la tierra (para la cual es una especie de sol). La
unidad que caracterizaba este primer estado de la naturaleza humana, simbolizada
por el huevo, no podía ser más perfecta. El ser humano aún no estaba verdaderamente
separado del universo cuya forma representaba. Este ser doble, que no podía
utilizar sus órganos genitales para reproducirse ya que estaban ubicados en
la parte posterior de su cuerpo, sobre las nalgas, era descendiente de cuerpos
celestes (el sol, la luna, la tierra) y las fronteras entre los seres humanos
y los dioses todavía no estaban bien definidas.
Estos
seres humanos decidieron un día rebelarse contra los dioses, ya que una unidad
tan perfecta constituía una amenaza en la medida que llevaba directamente a la
confusión, a la esterilidad. De hecho, el poeta Hesíodo de Ascra (s. VIII
a.C.) cuenta en "Theogonía" (Teogonía) que en los primeros tiempos el Cielo
(Urano) yacía permanentemente sobre la Tierra (Gea) para hacerle el amor, con
lo que impedía la llegada de cualquier criatura nueva. Por eso, aconsejado por
su madre (Gea), Cronos castró a su padre (Urano), permitiendo que la
"creación" retomara su curso. Fueron los gigantes Efialtes y Oto,
que nacieron de los restos del sexo de Urano caídos al mar, los que se
rebelaron contra los dioses con el propósito de abolir la distancia entre la
tierra y el cielo que Cronos acababa de establecer con tanta violencia. Ambos
sucumbirían bajo las flechas de Apolo.
Entonces,
para castigar a los seres humanos, Zeus decide cortarlos por la mitad para
hacerlos dos veces menos poderosos. Una vez hecho esto, convoca a Apolo para
que les dé vuelta la cabeza y la mitad del cuello, y para que suture la herida
abierta cuya última cicatriz constituye hoy el ombligo. Una vez más, la separación
se hace con violencia. Se trata de un corte, una sección que establece el
sexo, concebido como la búsqueda de la mitad complementaria de los seres primordiales.
Pero este castigo lleva al género humano directamente a su perdición. De
hecho, cada mitad intenta buscar su mitad complementaria (hombre-hombre,
hombre-mujer, mujer-hombre, mujer-mujer) con un ardor y una constancia tales
que se deja morir de inanición.
Aristófanes
describió el estado de intenso sufrimiento y postración que provocó la
venganza: "Hecha esta división, cada mitad hacía esfuerzos para encontrar
a la otra mitad de la que había sido separada; y cuando se encontraban ambas,
se abrazaban y se unían, llevadas por el deseo de entrar en su antigua unidad,
con un ardor tal que, abrazadas, perecían de hambre e inacción, no queriendo
hacer nada una sin la otra. Cuando una de las dos mitades perecía, la que
sobrevivía buscaba otra, a la que se unía de nuevo, ya fuese la mitad de una mujer,
ya fuese una mitad de hombre, y de esta manera la raza iba extinguiéndose".
Para evitar la desaparición de los seres humanos, Zeus decide intervenir. Coloca
el sexo de cada una de las mitades en su parte anterior. De allí en adelante
puede producirse una unión sexual intermitente que permite a cada ser humano encontrar
su mitad complementaria como así también dedicarse a otros cuidados, sobre
todo a aquellos que son absolutamente esenciales como la alimentación y la
reproducción.
De
esta manera, se establece una distancia justa entre las mitades complementarias
del ser humano, que no están ni juntas ni separadas en forma permanente, ya
que su unión intermitente hace soportable una separación efectiva el resto del
tiempo. Y esto ocurre, incluso, cuando la nostalgia de la unidad primitiva
queda inscripta en la naturaleza humana y constituye, según Aristófanes, la
esencia misma de toda relación amorosa: "Cuando el que ama a los jóvenes
o cualquier otro llega a encontrar su mitad, la simpatía, la amistad, el amor
los unen de una manera tan maravillosa que no quieren bajo ningún concepto
separarse ni por un momento. Estos mismos hombres, que pasan toda la vida
juntos, no pueden decir lo que quiere el uno del otro, porque si encuentran tanto
gusto en vivir de esta suerte, no es de creer que sea por el placer de los
sentidos. Evidentemente, su alma desea otra cosa, que ella no puede expresar,
pero que adivina y da a entender". Así, la búsqueda del goce sexual es muy poca
cosa comparada con esta búsqueda de la unidad perdida que los seres humanos intentan
encontrar con torpeza y, sobre todo, de manera intermitente.
Si
se toma como base que el amor humano en todas sus formas, heterosexual u
homosexual, conlleva la nostalgia de aquella unidad perfecta y permanente
simbolizada por la original forma del huevo en el cual el cielo y la tierra,
los dioses y los hombres se encontraban unidos, casi confundidos, se explica
mejor el sufrimiento que causan las penas de amor. Cuando dos amantes se
separan, de nuevo se separan la naturaleza humana, el cielo y la tierra, los
dioses y los hombres. Esa desunión recuerda el corte que hizo dos seres humanos
de uno solo, la castración del Cielo por Cronos, el castigo de los gigantes
que se rebelaron contra los dioses. Toda esta violencia, todas estas heridas
se vuelven a sentir en la pena de amor donde se expresa la búsqueda de la
unidad perdida. Aún derritiéndose uno en el otro por un instante, el alma sabe,
aunque no puede explicarlo, que su ansia jamás sería completamente satisfecha. La
nostalgia de la unión perfecta renace ni bien se extinguieran los últimos
gemidos del amor.