Proust consideraba que el amor era una invención
del que ama, una construcción mental del amante que inventa al amado. Este no
sería más que el resultado de una proyección, de un paradigma que habita antes
en el espíritu del amante, una abstracción que se materializa en un ser
concreto, en un cuerpo preciso, único. Esa invención nacía del deseo de amar,
pero ese amor que ofrecía placer, felicidad, exaltación, también podía producir
un sufrimiento real, doloroso. Así, el amor según Proust era una paradoja
consistente en la búsqueda desesperada de algo que era por definición
imposible. El deseo de poseer a otro era una quimera que sólo llevaba a la
esclavitud mutua, a los celos y a la mentira. "Los celos son también un demonio que es
imposible exorcizar y regresan siempre para encarnarse en una nueva forma -escribió
Proust-. Si se ama, se sufre; el
deseo engendra la tortura de los celos. Existe la solución: el desamor, que ha
de llegar tarde o temprano. Porque el amor es perecedero".
Para Proust,
la tarea del artista consistía en desenterrar de la memoria inconsciente las
realidades que las vicisitudes de la vida social muchas veces no permiten ver. Pensaba
que la novela era el medio adecuado para reconstruir una vida por medio de la
memoria, del recuerdo. Al respecto, el filósofo francés Gilles
Deleuze (1925-1995) decía en "Proust et les signes" (Proust y los signos) que "la
memoria del celoso quiere retenerlo todo, ya que el menor detalle puede
aparecer como un signo o un síntoma de mentira; quiere almacenarlo todo para
que la inteligencia disponga de la materia necesaria para sus futuras
interpretaciones. En la memoria del celoso existe algo sublime: se enfrenta a
sus propios límites y, tendida hacia el futuro, se esfuerza por superarlos. Sin
embargo llega demasiado tarde, ya que no ha sabido distinguir al momento la
frase que debía retener, o el gesto cuyo sentido todavía desconocía".
"Le mando un beso tierno,
a usted y a sus hermanas, salvo a aquella cuyo marido es celoso. Yo, que ya no
lo soy pero que lo fui, respeto a los celosos y no quiero causarle ni la sombra
de una molestia o hacerle sospechar una pena". Estando en Mont-Doré con su
madre en el verano de 1896, Marcel Proust concluye de esta manera una carta
dirigida a su querido Reynaldo Hahn (1874-1947), un compositor, cantante, pianista, director
de orquesta y
crítico musical venezolano nacionalizado francés, al
que ama apasionadamente desde su encuentro dos años antes en el salón de la pintora
y acuarelista francesa Madeleine Lemaire (1845-1928) ubicado en el castillo de
Réveillon, a unos 80 km. al norte de París. La afirmación de que ya no era
celoso suena increíble porque Proust
era un profesional de los celos. Para él, amar era, en principio, estar
celoso, dudar y desconfiar. Cuando Proust confiaba en el otro, es porque ya no
le interesaba. Solamente la sospecha es pasional. Por ende, los celos no eran
en él un simple síntoma del amor o su consecuencia patológica sino su naturaleza
misma, por más negra y envenenada que sea.
"Si
no tuviéramos rivales -escribió en 'El tiempo recobrado'- el placer no se
transformaría en amor. Para nuestro bien basta con esa vida ilusoria que
nuestra sospecha y nuestros celos le dan a rivales inexistentes". Es cierto que
en esta larga carta de fines de agosto de 1896, Proust pareció arrepentirse de
sus artimañas precedentes y hacer penitencia. Prometió que ya no hostigaría a Hahn
con sus incesantes preguntas, insidiosas y sospechosas, que ya no lo acosaría
con sus innumerables interrogaciones, malévolas y calumniosas por indiscretas y
desconfiadas. De allí en adelante, sólo sería dulzura y benevolencia:
"Nunca encontrará un confesor más tierno, más comprensivo
(desgraciadamente) y menos humillante, ya que, como usted no le pidió el
silencio y él le pidió la confesión, sería más bien su corazón el confesionario
y el pecador, por ser tan débil, más débil que usted. No tiene importancia y
perdón por haber aumentado por egoísmo los dolores de la vida". De paso,
por supuesto, Proust le recomendaba a Hahn que no temiera haberle causado dolor.
"Sería demasiado natural", especificó cruelmente con el fin de
culpabilizar a su corresponsal en el momento mismo en que parecía absolverlo y
declararlo inocente, conforme con esa maquiavélica y perversa inversión de la
que hizo uso y abuso en todas sus cartas.
Pero
si a pesar de eso Proust se sintió obligado a dar marcha atrás es porque había
estado lejos, demasiado lejos, de Reynaldo Hahn, quien, para su desgracia, le
había jurado solemnemente unos días antes contarle todo. Debería haber sabido
que nunca deben hacerse esas promesas a un celoso porque éste aprovechará la
imprudencia. El enamorado se transforma inmediatamente en el peor de los
inquisidores, arrogante y cínico. Multiplica los interrogatorios y las investigaciones.
Porque él mismo es tan desconfiado y tan astuto, tan amigo de los misterios y
tan mentiroso para obtener sus indispensables informaciones, que no puede
imaginar a su amante de otra manera sino como un infame disimulador al que hay
que engañar y desenmascarar. En toda confesión ve una mentira. El mínimo
secreto es una traición. Una aparente sinceridad le parece ser la forma más
retorcida de la hipocresía. Y todas las presunciones de inocencia aumentarán
las prevenciones.
El
celoso siempre quiere saber más, pero no tardará en lamentarse por sus dudas
precedentes. Hubiera sido mejor para él "ignorar todo para no tener el
deseo de saber más". En efecto, cuanto más sabe, más aumentan sus
conocimientos de nuevos alimentos para sus celos, que se desarrollan y se
extienden, se inflan y crecen a simple vista, se reconfortan con lo que
tendría que calmarlos y tranquilizarlos, hasta hacerse independientes,
autónomos, y autogenerarse en circuito cerrado. Tiránico e implacable, el
celoso pone al otro en la cuestión para conocer todo de su vida, de su pasado,
de sus antiguas relaciones. Porque sus celos son retrospectivos y, por ende,
abismales, infinitos. Intentando colmar las lagunas de la vida del otro,
actual y sobre todo pasada, el celoso espía un rostro, relaciona nombres,
reconstituye una escena, descifra por transparencia una carta, comprueba hechos,
releva coincidencias, vigila, investiga, espía.
Desde
mediados de julio, Reynaldo Hahn, sin duda cansado y enloquecido por la
monstruosa dimensión que tomaba esta inquisición sistemática, se había
retractado y declaró que no diría nada; Proust no dejó de reprocharle de mal
humor ese perjurio: "Desde el 20 de junio, mi esperanza, mi consuelo, mi
apoyo, mi vida es que usted me diga todo. Casi nunca le hablo de eso para no
causarle daño, pero para no causármelo a mí pienso en eso casi todo el tiempo.
También me dijo la única cosa que para mí es 'hiriente'. Preferiría mil
injurias". En resumen, el celoso (Proust) era más infeliz que el celado (Hahn)
porque era una víctima, un enfermo crónico. Evidentemente en Proust, esa
enfermedad -sumada a la que padecía desde niño- siempre constituyó una estrategia
de avasallamiento. No habría nada más absurdo que querer curarse, porque sería
renunciar tontamente al más eficaz de los instrumentos de poder. Enfermo al que
no se puede responsabilizar por su mal, el celoso tiene todos los derechos,
en particular el de hacer toda una historia por nada. Un pequeño detalle que no
está claro basta para que el celoso imagine una intriga amorosa, bosqueje mil
hipótesis de mala conducta e infidelidad. De hecho, fue suficiente que a fines
de julio, poco después de haber enviado esa carta, Hahn decidiese no volver con
Proust después de una velada musical para que inmediatamente éste se sintiera
obligado a no "dejarlo cometer actos tan estúpidos, tan crueles y tan
cobardes sin tratar de despertar su conciencia".
"Esa
noche usted me decía -agrega Proust ya muy decidido a ensañarse- que algún día
me arrepentiría de lo que le había pedido. Lejos estoy de decirle lo mismo. No
deseo que usted se arrepienta de nada, porque no deseo que usted sufra, sobre
todo por mí. Pero aunque no lo desee, estoy seguro de que le va a pasar". Está
claro que con esas palabras que suenan a consuelo, lo único que hace Proust es
inquietar más aún a Hahn: "Usted no comprende que cuando recuerde la
imagen de un Reynaldo que desde algún tiempo ya no teme lastimarme, cuando esa
imagen aparezca y me esté yendo a la noche, ya no tendré, muy a mi pesar, más
obstáculos para oponer a mis deseos y ya nada podrá detenerme. Usted no siente
el espantoso desarrollo que desde hace un tiempo ha tenido todo esto en mis
pensamientos. Tanto es así que siento cuán poco soy para usted, no por venganza
o rencor. Usted piensa que no, ¿no es cierto? Y no me hace falta decírselo,
sino inconscientemente, porque la gran razón de mis actos desaparece poco a
poco. Con el remordimiento de tan malos pensamientos, de proyectos tan malos y
cobardes, estaría muy lejos de decir que valgo más que usted. Pero en aquel
momento, cuando no estaba alejado de usted y dominado por cualquier sugestión,
nunca dudé entre lo que podía lastimarlo y lo contrario".
Como siempre,
Proust sólo se desvaloriza para asegurar su dominio sobre el otro: su modestia,
forma descarada de un inmenso orgullo, es despótica. Como siempre, en Proust el
afecto amoroso se intelectualizó rápidamente en toda una serie de razonamientos
capciosos y especiales. Más que un sentimental, el celoso es un razonador, el
peor de los sofistas. Conoce todos los hilos de la retórica, todas las finezas
de la argumentación para engañar al otro y atarlo, encarcelarlo en sus
propias angustias. Después de haber declinado en todas sus formas la amenaza de
su próxima y mutua indiferencia ("Simplemente creo que del mismo modo en
que yo lo amo mucho menos, usted ya no me ama en absoluto"), Proust sólo
tenía que firmar su carta con un tono infantil y engañoso a la vez: "Su
pequeño poney que después de esta embestida vuelve con tristeza y en soledad al
establo del que usted gustaba decirse el amo". Una vez que destiló el
veneno, que el mal está hecho, sólo le interesó dejar eternos lamentos en el
otro, recordándole sus felicidades pasadas.
Es
necesario precisar que los celos de Proust eran mucho más injustos desde el
momento en que se encontraba bajo la influencia de lo que llamó, con una
admirable ligereza artística y una hipocresía consumada, "una sugestión
cualquiera". Desde hacía unos meses, Proust era cada vez más sensible a los
encantos de Lucien Daudet (1878-1946), quien pronto iba a remplazar a Hahn en
su corazón. Si bien le reclamaba a éste la exclusividad absoluta de sus
atenciones, él se permitía compartir sus sentimientos. Como celoso que era,
quería tener de los demás lo que jamás les otorgaría. Todos esos reproches,
esas quejas, esas dolencias, esas recriminaciones surgieron sólo porque Hahn creyó
poder partir sin la compañía de Proust, sin haber tenido su autorización
previa. Desde el momento de la separación, el otro corre el riesgo de
convertirse en el objeto de codicia de un tercero. Todo hombre era virtualmente
un posible amante de Hahn. "Siempre está esa mórbida fijación del celoso en un
pequeño detalle concreto, en un pequeño acontecimiento que no llega a superar,
a olvidar -dice el ensayista francés Alain Buisine (1949-2009) en 'Proust
et ses lettres' (Proust y sus letras)-. Siempre se retoma un mismo
episodio doloroso, ese mismo desfasaje entre la causa y los efectos, entre la
insignificancia del motivo y la amplitud de la decepción, del sufrimiento.
Porque una vez que está solo, el celoso se queda pensando, se pregunta, trata
de interpretar. El celoso es, ante todo, un hermeneuta. Como los filólogos que
se pierden en conjeturas para llenar los huecos de los manuscritos antiguos,
trata de completar los espacios en blanco".
El
antes citado Deleuze analizó en el mencionado ensayo "Proust y los signos" cómo los celos, más
profundos que el amor, "contienen la verdad porque van más lejos en la
percepción y la interpretación de los signos. ¿Cómo olvidar que los gestos, las
caricias del amado que ahora nos están dedicadas, aprendieron y se formaron en
contacto con iniciadores que no somos nosotros? El amado nos da signos de
preferencia, pero como esos signos son los mismos que los que expresan mundos
de los que no formamos parte, cada preferencia de la que gozamos dibuja la
imagen del mundo posible donde otros serían o son preferidos". "Los celos
no son un sentimiento entre otros -asegura por su parte Buisine-, porque la
inversión en la que desembocan es, finalmente, el principio constitutivo de
todo ‘En busca del tiempo perdido’. Al menos, por ser fundamentalmente retrospectivos,
los celos funcionan como la totalidad misma de la obra de Proust en la
búsqueda del pasado perdido". Tanto es así que podría afirmarse que no sería
absurdo leer todo "En busca del tiempo perdido" como un minucioso desarrollo
textual de los celos como estilo.