LA MANO
Ramón Gómez de la Serna
España
(1888-1963)
El
doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado. Nadie
había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía, por
higiene, con el balcón abierto, era tan alto su piso que no era de suponer que
por allí hubiese entrado el asesino. La
policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura.
Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado,
las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y
viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto. Llena
de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber.
Trabajo les costó cazar
la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa como
si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte. ¿Qué
hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De
quién era aquella mano? Después
de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por
escrito. La mano entonces escribió: "Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado
vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de
disección. He hecho justicia".
SIN CONEXIÓN
Miguel Ángel Molina
España
(1975)
Acabó de cenar y, nada más sentarse en el sofá, comenzó todo. Primero falló la conexión a Internet y después la pantalla de su portátil se quedó negra. Quiso encender la televisión pero las pilas del mando habían dicho basta. Repasó los libros de su biblioteca y comprobó que ya los había leído todos. Se fue al dormitorio y buscó como un poseso la radio pero no apareció. Fue entonces cuando le entró el pánico. ¿Qué haría ahora? Entró aterrado al salón, se sentó y con una voz apenas audible dijo: "¿Qué tal te ha ido el día cariño?".
Acabó de cenar y, nada más sentarse en el sofá, comenzó todo. Primero falló la conexión a Internet y después la pantalla de su portátil se quedó negra. Quiso encender la televisión pero las pilas del mando habían dicho basta. Repasó los libros de su biblioteca y comprobó que ya los había leído todos. Se fue al dormitorio y buscó como un poseso la radio pero no apareció. Fue entonces cuando le entró el pánico. ¿Qué haría ahora? Entró aterrado al salón, se sentó y con una voz apenas audible dijo: "¿Qué tal te ha ido el día cariño?".
LA PRUEBA
Raúl Brasca
Argentina
(1948)
"Sólo
cuando sea derribado tendrás a mi hija", había dicho el brujo. El hachero miró
el tallo fino del árbol y sonrió con suficiencia. Un primer hachazo,
formidable, marcó levemente el tronco. Otro, en el mismo lugar, apenas
profundizó la herida. Bien entrada la noche, el hachero cayó exhausto. Descansó
hasta el amanecer y hachó toda la jornada siguiente. Así día tras día. La
herida se iba profundizando pero, a la par, el tronco engrosaba. Pasó el tiempo
y el árbol se volvió frondoso; la muchacha perdió juventud y belleza. El
hachero, a veces, alzaba los ojos al cielo. No sabía que el brujo conjuraba los
vendavales, desviaba los rayos y alejaba las plagas que carcomen la madera. La
muchacha encaneció y él seguía hachando. Ya casi no pensaba en ella. Poco a
poco, la olvidó del todo. El día en que la muchacha murió no le pareció
distinto de los anteriores. Ahora, ya viejo, sigue su pelea contra el tronco
descomunal. No se le ocurre otra cosa: el silencio del hacha le produciría
terror.
HERENCIA
Paz Monserrat Revillo
España
(1962)
Antes
de ponerse el pendiente frotó el metal que rodeaba el zafiro con un bastoncito
impregnado en líquido para limpiar plata. Cientos de estratos de tiempo
levantaron el vuelo dejando la superficie luminosa y desnuda. Se acercó,
curiosa, y la joya le devolvió el rostro adolescente de su abuela probándose el
pendiente ante un espejo.
EL CERDITO
Juan Carlos Onetti
Uruguay
(1909-1994)
La
señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del
dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había, pero sí una ventana que daba
a un pequeño jardín pardusco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó
que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces
dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la
placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida
de agua en los temporales de invierno. Aunque
los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o
de las aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres, eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos, pero la anciana siempre
lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le
correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras, ella los
descubría en Emilio o Guido. Pero no transcurría ninguna tarde sin haber
reproducido algún gesto, algún ademán del nieto.
Pasó
sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los
panqueques que envolvían el dulce de membrillo. Aquella
tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon
con los nudillos el cristal de la puerta de entrada. La anciana demoró en
oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por
fin, porque había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió
el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepado los escalones. Sentados
alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la
golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre
ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba
comer con una sonrisa inmóvil, pero aquella tarde, después de observar mucho
para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando al nieto mucho más
que los otros dos. Sobre todo con el movimiento de las manos. Mientras
lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del
secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido
sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego
quedó quieta en el suelo de la cocina.
Revolvieron
en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se
repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
- Dale
otro golpe. Por las dudas.
Caminaron
despacio bajo el sol y, al llegar al tablón de la zanja, cada uno regresó
separado al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la
suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra, desperdicios del
cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para
guardar su dinero: una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en
el lomo.
ROMPECABEZAS
David Moreno Sanz
España
(1976)
De
Sara me he quedado sus ojos verdes, de Noelia sus labios carnosos, de Alicia su
cabello negro azabache, de Cristina sus largas piernas, de Patricia su generoso
corazón y así he ido recomponiendo a la mujer de mis sueños. Ahora con las
manos manchadas de sangre me pregunto qué hacer con todas las piezas que
sobran.
ESTADO DE SITIO
Elena Poniatowska
México
(1933)
Camino
por las grandes avenidas, las anchas superficies negras, las banquetas en las
que caben todos y nadie me ve, nadie voltea, nadie me mira, ni uno solo de
ellos. Ninguno da la menor señal de reconocimiento. Insisto. Ámenme. Ayúdenme.
Sí, todos. Ustedes. Los veo. Trato de imantarlos; nada los retiene, su mirada
resbala encima de mí, me borra, soy invisible. Sus ojos evitan detenerse en
algo, en cualquier cosa, y yo los miro a todos tan intensamente, los estampo en
mi alma, en mi frente; sus rostros me horadan, me acompañan; los pienso, los
recreo, los acaricio. Nosotras las mujeres atesoramos los rostros; de hecho, en
un momento dado, la vida se convierte en un solo rostro al que podemos tocar
con los labios. Ámenme, véanme, aquí estoy. Alerto todas las fuerzas de la
vida; quiero traspasar los vidrios de la ventanilla, decir: "Señor, señora, soy
yo", pero nadie, nadie vuelve la cabeza, soy tan lisa como esta pared de
enfrente. Debería gritarles: "Su sociedad sin mí sería incompleta, nadie camina
como yo, nadie tiene mi risa, mi manera de fruncir la nariz al sonreír, jamás
verán a una mujer acodarse en la mesa como lo hago, nadie esconde su rostro
dentro de su hombro… señores, señoras, niños, perros, gatos, pobladores del
mundo entero, créanme, es la verdad, les hago falta". Me
gustaría pensar que me oyen pero sé que no es cierto. Nadie me espera. Sin
embargo, todos los días tercamente emprendo el camino, salgo a las anchas
avenidas, a ese gran desierto íntimo tan parecido al que tengo adentro.
Necesito tocarlo, ver con los ojos lo que he perdido, necesito mirar esta negra
extensión de chapopote, necesito ver mi muerte.
MI TURNO
Francisco Javier Conejo
España
(1974)
-
¡El siguiente!
Es
mi turno.
-
Vacíese los bolsillos y deposite aquí todas sus pertenencias.
Sobre
aquel extraño mostrador deposito todas mis llaves, las de casa, las de la finca
del campo, las del B.M.W. y las del todo terreno… También las del yate.
-
Continúe.
Dejo
mis joyas, mis pertenencias más íntimas, mi preciado reloj de cuarzo, todo mi
dinero…
-
Desnúdese.
Obedezco
sin rechistar.
-
Ahora camine. San Pedro le espera. ¡El siguiente!
AMOR CIBERNAUTA
Diego Muñoz
Valenzuela
Chile
(1956)
Se
conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de
neanderthal: gran cabeza, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos,
dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble
y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hasta los pies y dictaba
los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía
tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un
amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de
los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los
abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad
del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos
las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual,
similar aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante
meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse
en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un
galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él le escribió
encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con
su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. Él le
narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose
agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones de sus giras
por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso
encontrarse en el mundo real. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que
suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.
EL VAMPIRO LITERARIO
René Avilés Fabila
México
(1940)
Las
doce de la noche. La luna estaba oculta tras nubes espesas y entonces la
oscuridad aterraba. El vampiro abandonó su féretro en busca de víctimas que le
proporcionaran alimento. Se puso su capa negra y avanzó hacia la biblioteca del
gran castillo amurallado. Sus pies apenas tocaban el suelo; casi flotaba.
Mostrando los colmillos marfilinos y agudos parecía sonreír. Era un espectáculo
macabro que pocos hubieran resistido. Sus ojos rojizos brillaban en la noche y
lo conducían hacia sus objetivos. Ya en la biblioteca, el monstruo infernal
prendió la pequeña lámpara del escritorio y sin mayores trámites tomó libros de
Cervantes, Shakespeare, Poe, Joyce, Kafka, Proust, Faulkner, Hemingway... y se
dispuso a beberles la sangre para escribir su novela.