Para
algunos críticos literarios, Artaud -a pesar de romper con el surrealismo por
su negativa a adherirse al Partido Comunista Francés- fue el único en llevar
hasta las últimas consecuencias cada uno de sus postulados teóricos. Para otros
fue una figura desconcertante, víctima de recurrentes brotes psicóticos que
tenía una lucidez omnisciente y dañina, que anhelaba una geometría sin espacio,
que buscaba representar lo irrepresentable y se vanagloriaba de haber dado con
una escritura para analfabetos. El filósofo francés Michel Foucault (1926-1984)
decía en su “Histoire de la folie à l'âge classique” (Historia de la locura en
la época clásica) que la locura de Artaud “se desliza entre los intersticios de
su obra; ella está precisamente en la ‘falta de obra’, en la presencia repetida
de esta ausencia, en su vacío central, sentido y medido en todas sus
dimensiones, que no tienen final”. Ya en 1915, cuando tan sólo contaba con 19
años, el agravamiento de las virulentas crisis nerviosas que venía padeciendo
desde su infancia forzó su internación en La Rougière, un centro de salud
mental cercano a Marsella, primero de los numerosos hospitales psiquiátricos en
los que pasaría mucho tiempo a lo largo de toda su vida: Saint-Dizier,
Sainte-Anne, Lafoux-les-Bains, Ville-Evrad, Soutteville-les-Rouen,
Divonne-les-Bains, Rodez -Aveyron, Chezal-Benoît y el postrero Ivry-sur-Seine.
En 1980,
la escritora estadounidense Susan Sontag (1933- 2004) presentó “Under the sign
of Saturn” (Bajo el signo de Saturno), una recopilación de ensayos previamente
publicados en las revistas "The New York Review of Books” y “The New
Yorker”. En “Approaching Artaud” (Una aproximación a Artaud), el ensayo más
extenso del libro, habla sobre el arte y su relación con la locura. Dice allí
que Artaud, en varios de los textos escritos en sus últimos dos años de vida, “repetidas
veces se sitúa en compañía de los mentalmente superdotados que se han vuelto
locos: Hölderlin, Nerval, Nietzsche y Van Gogh. Si se considera que el genio
es, simplemente, una extensión e intensificación de lo individual, Artaud
sugiere la existencia de una afinidad natural entre genio y locura en un
sentido mucho más preciso del que le daban los románticos. Pero, aun
denunciando a la sociedad que aprisiona a los locos y afirmando que la locura
es el signo exterior de un profundo exilio espiritual, Artaud nunca sugiere que
haya algo liberador en perder la razón”.
En 1925,
en “Lettre aux médecins chefs des asiles de fous” (Carta a los médicos directores
de asilos para locos), Artaud había dicho que “todos los actos individuales son
antisociales”. La locura, sostiene la autora de “The volcano lover” (El amante
del volcán), es la conclusión lógica del compromiso con la individualidad
cuando tal compromiso se lleva lo suficientemente lejos. “A la edad de
veinticinco años -cuenta Sontag- Artaud declara que su problema es el de nunca
lograr poseer su espíritu cabalmente. Durante toda la década de los ‘20, se
lamenta de que sus ideas lo abandonan, que es incapaz de descubrir sus ideas,
que no puede alcanzar su espíritu, que ha perdido su comprensión de las
palabras y olvidado las formas de pensamiento. Artaud no sufre de dudas sobre
si su yo piensa, sino de una convicción de que no posee su propio pensamiento”.
UNA
APROXIMACIÓN A ARTAUD
(Fragmentos)
Leer toda
la obra de Artaud es nada menos que una ordalía. Comprensiblemente, los
lectores tratan de protegerse con versiones reducidas o aplicadas. Exige un
vigor, una sensibilidad y un tacto especiales, leer apropiadamente a Artaud. No
es cuestión de estar de acuerdo con él -esto sería superficial- o siquiera de
“comprenderlo”, a él y a su pertinencia. ¿Con qué hay que asentir? ¿Cómo podría
alguien asentir con las ideas de Artaud a menos que ya estuviera en el
diabólico estado de sitio en que él se encontraba? Esas ideas fueron emitidas
bajo la presión intolerable de su propia situación. Y la posición de Artaud no
solo es insostenible; no es siquiera una “posición”.
El
pensamiento de Artaud es, orgánicamente, parte de su singular conciencia,
acosada, impotente, salvajemente inteligente. Artaud es uno de los grandes y
audaces cartógrafos de la conciencia “in extremis”. Leerlo bien no requiere
creer que la única verdad que puede ofrecer el arte es aquella que es singular
y está garantizada por el sufrimiento extremo. Al arte que describe otros
estados de conciencia -menos idiosincráticos, menos exaltados, quizá no menos
profundos- procede pedirle que nos entregue verdades generales. Pero los casos
excepcionales en el límite de la “escritura” -Sade es uno, Artaud es otro-
exigen un enfoque distinto. Lo que Artaud ha dejado es una obra que se cancela
a sí misma, pensamiento que anula al pensamiento anterior, recomendaciones que
no se pueden seguir. ¿Dónde coloca esto al lector?
Incluso
con un corpus de trabajo, aunque el carácter de los escritos de Artaud prohíba
que sean tratados simplemente como “literatura”, y con un corpus de pensamiento,
aunque el pensamiento de Artaud prohíba asentir con él, así como su
personalidad, agresivamente autosacrificada, prohíbe la identificación, Artaud
escandaliza y, a diferencia de los surrealistas, sigue escandalizando. Lejos de
ser subversivo, el espíritu de los surrealistas es, en última instancia,
constructivo y bien cabe dentro de la tradición humanista. Sus teatrales
violaciones a las propiedades burguesas no fueron hechos peligrosos,
verdaderamente antisociales. Compárese esto con el comportamiento de Artaud,
que realmente fue intolerable socialmente. Dejar de lado su pensamiento como un
artículo intelectual portátil es justamente lo que ese pensamiento prohíbe de
manera explícita. Es un acontecimiento, no un objeto.
Algunos de
sus escritos, particularmente los primeros textos surrealistas, adoptan una
actitud más positiva hacia la locura. En “Seguridad general-La liquidación del
opio”, por ejemplo, parece estar defendiendo la práctica de un descarrío
deliberado de la mente y de los sentidos (como Rimbaud en una ocasión definió
la vocación del poeta). Pero nunca deja de afirmar -en cartas a Rivière, al
doctor Allendy y a George Soulié de Morant, durante los años ‘20 y ‘30, en las
cartas escritas entre 1943 y 1945 desde Rodez, y en el ensayo sobre Van Gogh
escrito en 1947 algunos meses después de salir de Rodez- que la locura es
aislante y destructora. Acaso los locos conozcan de tal manera la verdad, que
la sociedad se venga de estos videntes proscribiéndolos. Pero estar loco
también es un dolor interminable, un estado que hay que trascender, y es este
dolor el que Artaud expresa imponiéndolo a sus lectores.
Habiéndosele
prohibido el asentimiento o la identificación o la apropiación o la imitación,
el lector tan solo puede volver a la categoría de la inspiración. “La
inspiración ciertamente existe”, como afirma Artaud en “El pesanervios”.
Podemos ser inspirados por Artaud. Podemos ser desollados, cambiados por
Artaud, pero no hay manera de aplicar el pensamiento de Artaud. Incluso en los
dominios del teatro, donde la presencia de Artaud pudo ser vertida en un
programa y una teoría, la labor de aquellos directores que más se han
beneficiado con sus ideas muestra que no hay una manera de aprovechar a Artaud
que le sea fiel. Ni siquiera el mismo Artaud encontró una manera; a todas
luces, sus propias producciones teatrales estuvieron muy lejos del nivel de sus
ideas. Y para todos aquellos sin conexión con el teatro -principalmente los de
ideas anarquistas, para quienes Artaud ha sido de especial importancia- la
experiencia de su obra sigue siendo profundamente privada. Para nosotros,
Artaud es alguien que realizó un viaje espiritual: un chamán. Sería presuntuoso
reducir la geografía del viaje de Artaud a lo que puede ser colonizado. Su
autoridad se encuentra en las partes que no aportan al lector nada más que una
intensa incomodidad de la imaginación.
Cerrar la
brecha entre arte y vida destruye al arte y, al mismo tiempo, lo universaliza.
En el manifiesto que Artaud escribió para el Teatro Alfred Jarry, que él mismo
fundó en 1926, saluda “la mala fama que, sucesivamente, todas las formas del
arte están adquiriendo”. Para Artaud, insultar al arte (como insultar al
público) es un intento de impedir la corrupción del arte, la trivialización del
sufrimiento. Su deleite puede ser una pose, pero sería inconsecuente para él
lamentar ese estado de cosas. Una vez que la norma principal del arte consiste
en su imbricación con la vida (es decir, con todo, incluso con las demás
artes), la existencia de formas de arte separadas deja de ser defendible.
Supone que un teatro liberado libera. Al desahogar pasiones extremas y
pesadillas culturales, el teatro las exorciza.
Todo arte
que exprese un descontento radical y tienda a quebrantar las complacencias del
sentimiento se arriesga a ser desarmado, neutralizado, vaciado de su poder de
perturbar al ser admirado, al ser (o parecer ser) demasiado bien comprendido,
al volverse pertinente. La mayoría de los temas en un tiempo exóticos de la
obra de Artaud se han vuelto en el último decenio sonoramente trillados: la
sabiduría (o su falta) que se encuentra en las drogas, las religiones orientales,
la magia, la vida de los indios norteamericanos, el lenguaje del cuerpo, el
viaje a la locura, la revuelta contra la literatura y el prestigio beligerante
de las artes no verbales, la apreciación de la esquizofrenia, el uso del arte
como violencia contra el público, la necesidad de la obscenidad. Durante los
años ‘20 Artaud tuvo todas las preferencias (salvo el entusiasmo por los
cómics, la ciencia ficción y el marxismo) que habrían de destacarse en la
contracultura norteamericana de los ‘60, y lo que estaba leyendo en aquella
década (el “Libro tibetano de los muertos”, libros sobre misticismo,
psiquiatría, antropología, tarot, astrología, yoga, acupuntura) es como una
antología profética de la literatura que recientemente ha salido a la
superficie como lectura popular entre los jóvenes de vanguardia. Pero la
relevancia actual de Artaud puede ser tan engañosa como la oscuridad en que ha
permanecido su obra hasta ahora.
Desconocido
por todos hace diez años, a excepción de un pequeño círculo de admiradores, Artaud
es hoy un clásico. Es un ejemplo de clásico por la fuerza, un autor a quien la
cultura trata de asimilar pero que sigue siendo profundamente indigerible. Uno
de los usos de la respetabilidad literaria de nuestra época -y parte importante
de la compleja carrera del modernismo literario- consiste en hacer aceptable a
un autor escandaloso, esencialmente prohibido, para convertirlo en un clásico
gracias a las cosas interesantes que pueden decirse acerca de la obra que
apenas tocan (quizá hasta ocultan) la naturaleza verdadera de la obra en sí,
que puede ser, entre otras cosas, extremadamente aburrida o moralmente
monstruosa o terriblemente dolorosa de leer. Ciertos autores se vuelven
clásicos literarios o intelectuales porque no se les lee, ya que, en cierta
manera intrínseca, son ilegibles. Sade, Artaud y Wilhelm Reich pertenecen a
este grupo: autores que fueron encarcelados o encerrados en manicomios porque
gritaban, porque estaban fuera de todo dominio; autores inmoderados,
obsesionados, estridentes, que se repiten una y otra vez, que resulta
provechoso citar y leer de ellos pequeños trozos, pero que abruman y agotan si
se les lee en grandes cantidades.
Como Sade
y Reich, Artaud es pertinente y comprensible, un monumento cultural, siempre
que nos refiramos principalmente a sus ideas sin leer gran parte de su obra.
Para quien quiera leer toda su obra, Artaud permanecerá fieramente fuera de su
alcance, es una voz y una presencia no asimilables. La obra de Artaud se vuelve
utilizable de acuerdo con nuestras necesidades, pero se desvanece detrás del
uso que le damos. Cuando nos cansamos de usar a Artaud, podemos volver a sus
escritos. “Inspiración por etapas”, dice. “No debemos dejar entrar demasiada
literatura”.