12 de julio de 2017

Artaud. El frenesí de la imaginación o cómo atravesar el espejo de la realidad cotidiana (I). Alejandra Pizarnik

“Es necesario quebrar lo real, extraviarse por los sentidos, desmoralizar las apariencias y conservar siempre la noción de lo concreto… La mano liberada del cerebro va donde la pluma la guía y, dominándolo todo, una encantación sorprendente la hace vivir. Al perder contacto con la lógica, esta mano, así resurgida, retoma contacto con el inconsciente; niega con su milagro la imbécil contradicción escolástica entre espíritu y materia, entre materia y espíritu”. Quien así opinaba es Antonin Artaud (1896-1948), poeta, dramaturgo, narrador, ensayista, actor y director teatral francés cuya obra ha provocado innumerables interpretaciones en la crítica contemporánea. Se lo ha calificado de vanguardista, de insensato, de contradictorio, de místico, de individualista, de desmesurado, de genio, de poeta maldito, de hombre a quien la condición humana le apretaba como un traje demasiado estrecho. Y si, de alguna manera, ganó la inmortalidad, es indudable que lo hizo gracias a cada uno de esos rasgos de su personalidad.
Autor de una extensa obra que incluye, entre otros, los poemarios “Le pèse-nerfs” (El pesa-nervios) y “L'ombilic des limbes” (El ombligo de los limbos), la novela “Héliogabale ou l'anarchiste couronné” (Heliogábalo o El anarquista coronado), el drama “Le ventre brûle ou La mère folle” (El vientre quemado o La madre loca) y los ensayos “Le théâtre et son doublé” (El teatro y su doble) y “Van Gogh, le suicidé de la societé” (Van Gogh, el suicidado por la sociedad), aún muchos años después de su muerte el escándalo y la confusión seguían rodeando su figura y su obra, generándose numerosas polémicas en torno a su personalidad y a la validez y autenticidad de su legado literario.
En 1965, en el nº 294 de la revista “Sur”, la poeta, traductora y crítica literaria argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972) publicó un artículo en el que, justamente, se refirió a ese legado. Bajo el título “El verbo encarnado”, la autora de “Los trabajos y las noches”, “Extracción de la piedra de locura” y “El infierno musical” entre muchos otros poemarios, relatos cortos y alguna novela breve, hizo una detallada evaluación de la obra poética de Artaud, aquella sobre la que el mismo autor había declarado en 1938: “El estilo me horroriza y me doy cuenta de que al escribir poesía hago estilo, por eso quemo todos mis escritos y guardo sólo aquellos que me recuerdan un jadeo, un ahogo en no sé qué bajos fondos, porque eso es lo verdadero”.


“Es un veneno que no puede definirse: lo que Artaud experimenta hasta el vértigo, hasta la náusea, hasta el horror, es la noción de haber sido engañado por un Dios corrompido que, para encarnarse, le ha robado su verdadero cuerpo, le ha dado vuelta su verdadero ser como un guante”, podía leerse en un artículo aparecido el 11 de mayo de 1965 en la revista “Primera Plana”. “Artaud, en sus más deslumbrantes poemas blasfematorios, increpa a ese Dios, lo maldice, le escupe injurias y obscenidades que, bajo los fogonazos de su genio, se transforman en lenguas de fuego pentecostal. Donde Rimbaud dejó caer de sus manos la poesía, como una brasa demasiado ardiente, Artaud la recoge y con ella enciende una hoguera en la que él mismo se quema, conscientemente, haciendo de esta combustión un espectáculo de sin par magnificencia”.

EL VERBO ENCARNADO

Aquella afirmación de Hölderlin, de que "la poesía es un juego peligroso", tiene su equivalente real en algunos sacrificios célebres: el sufrimiento de Baudelaire, el suicidio de Nerval, el precoz silencio de Rimbaud, la misteriosa y fugaz presencia de Lautréamont, la vida y la obra de Artaud... Estos poetas, y unos pocos más, tienen en común el haber anulado -o querido anular- la distancia que la sociedad obliga a establecer entre la poesía y la vida. Artaud no ha entrado aún en la normalidad de los exámenes universitarios, como es el caso de Baudelaire. De modo que es conveniente, en esta precaria nota apelar a un mediador de la calidad de André Gide, cuyo testimonio da buena cuenta del genio convulsivo de Artaud y de su obra. Gide escribió ese texto después de la tan memorable velada del 13 de enero de 1947 en el Vieux Colombier, en donde Artaud -recientemente salido del hospicio de Rodez- quiso explicarse con -pero no pudo ser “con” sino “ante”- los demás.
Este es el testimonio de André Gide : “Había allí, hacia el fondo de la sala -de esa querida, vieja sala del Vieux Colombier que podía contener alrededor de 300 personas- una media docena de graciosos llegados a esa sesión con la esperanza de bromear. ¡Oh! Ya lo creo que hubieran recogido los insultos de los amigos fervientes de Artaud distribuidos por toda la sala. Pero después de una tímida tentativa de alboroto ya no hubo que intervenir... Asistíamos a ese espectáculo prodigioso: Artaud triunfaba; mantenía a distancia la burla, la necedad insolente; dominaba... Hacía mucho que yo conocía a Artaud y también su desamparo y su genio. Nunca hasta entonces me había parecido más admirable. De su ser material nada subsistía sino lo expresivo. Su alta silueta desgarbada, su rostro consumido por la llama interior, sus manos de quien se ahoga, ya tendidas hacia un inasible socorro, ya retorciéndose en la angustia, ya, sobre todo, cubriendo estrechamente su cara, ocultándola y mostrándola alternativamente, todo en él narraba la abominable miseria humana, una especie de condenación inapelable, sin otra escapatoria posible que un lirismo arrebatado del que llegaban al público sólo fulgores obscenos, imprecatorios y blasfemos. Y ciertamente, aquí se reencontraba al actor maravilloso en el cual podía convertirse este artista: pero era su propio personaje lo que ofrecía al público, en una suerte de farsa desvergonzada donde se transparentaba una autenticidad total. La razón retrocedía derrotada; no sólo la suya sino la de toda la concurrencia, de nosotros todos, espectadores de ese drama atroz, reducidos a papeles de comparsas malévolas, de b... y de palurdos. ¡Oh! No, ya nadie, entre los asistentes, tenía ganas de reír; y además, Artaud nos había sacado las ganas de reír por mucho tiempo. Nos había constreñido a su juego trágico de rebelión contra todo aquello que, admitido por nosotros, permanecía inadmisible para él, más puro: ‘Aún no hemos nacido. Aún no estamos en el mundo. Aún no hay mundo. Aún las cosas no están hechas. La razón de ser no ha sido encontrada’. Al terminar esa memorable sesión, el público callaba. ¿Qué se hubiera podido decir? Se acababa de ver a un hombre miserable, atrozmente sacudido por un dios, como en el umbral de una gruta profunda, antro secreto de la sibila donde no se tolera nada profano, o bien, como sobre un Carmelo poético, aun vate expuesto, ofrecido a las tormentas, a los murciélagos devorantes, sacerdote y víctima a la vez... Uno se sentía avergonzado de retomar el lugar en un mundo en donde la comodidad está hecha de compromisos”.
Un escritor que firma L'Alchimiste , luego de trazar un convincente paralelo entre Arthur Rimbaud y Antonin Artaud, discierne en sus obras un período blanco y otro negro, separados en Rimbaud por la “Cartas del vidente” y en Artaud por “Las nuevas revelaciones del ser” (1937). Lo que más asombra del período blanco de Artaud en su extraordinaria necesidad de encarnación mientras que en el período negro hay una perfecta cristalización de esa necesidad. Todos los escritos del período blanco, sean literarios, cinematográficos o teatrales, atestiguan esa prodigiosa sed de liberar y de que se vuelva cuerpo vivo aquello que permanece prisionero en las palabras.
“He entrado en la literatura escribiendo libros para decir que no podía escribir absolutamente nada; cuando tenía algo que decir o escribir, mi pensamiento era lo que más se me negaba. Nunca tenía ideas, y dos o tres pequeños libros de sesenta páginas cada uno, giran sobre esta ausencia profunda, inveterada, endémica, de toda idea”. Son “El ombligo de los limbos” y “El pesa-nervios”. Es particularmente en “El pesa-nervios” donde Artaud describe el estado (y resulta una ironía dolorosa el no poder dejar de admirar la magnífica “poesía” de este libro) de desconcierto estupefaciente de su lengua en sus relaciones con el pensamiento. Su herida central es la inmovilidad interna y las atroces privaciones que se derivan: imposibilidad de sentir el ritmo del propio pensamiento (en su lugar yace algo trizado desde siempre) e imposibilidad de sentir vivo el lenguaje humano: “Todos los términos que elijo para pensar son para mí términos en el sentido propio de la palabra, verdaderas terminaciones...”.


Hay una palabra que Artaud reitera a lo largo de sus escritos: eficacia. Ella se relaciona estrechamente con su necesidad de metafísica en actividad, y usada por Artaud quiere decir que el arte -o la cultura en general- ha de ser eficaz en la misma manera en que no es eficaz el aparato respiratorio: “No me parece que lo más urgente sea defender una cultura cuya existencia nunca ha liberado a un hombre de la preocupación de vivir mejor y de tener hambre, sino extraer de aquello que se llama cultura ideas cuya fuerza viviente es idéntica a la del hombre”.
Las principales obras del período negro son: “Viaje al país de los Tarahumaras”, “Van Gogh, el suicidado por la sociedad”, “Cartas desde Rodez”, “Artaud el Momo”, “La cultura indiana” y “Para terminar con el juicio de dios”. Son obras indefinibles. Pero explicar por qué algo indefinible puede ser una manera -tal vez la más noble- de definirlo. Así procede Arthur Adamov en un excelente artículo en el que enuncia las imposibilidades -que aquí resumo- de definir la obra de Artaud: “La poesía de Artaud no tiene casi nada en común con la poesía clásica y definida”. “La vida y la muerte de Artaud son inseparables de su obra en un grado único en la historia de la literatura”. “Los poemas de su último período son una suerte de milagro fonético que se renueva sin cesar”. “No se puede estudiar el pensamiento de Artaud como si se tratara de pensamiento pues no es pensado que se forjó en Artaud”.
Numerosos poetas se rebelaron contra la razón para sustituirla por un discurso poético que pertenece exclusivamente a la Poesía. Pero Artaud está lejos de ellos. Su lenguaje no tiene nada de poético si bien no existe otro más eficaz. Puesto que su obra rechaza los juicios estéticos y los dialécticos, la única llave para abrir una referencia a ella son los efectos que produce. Pero esto es casi indecible pues esos efectos equivalen a un golpe físico. (Si se pregunta de dónde proviene tanta fuerza, se responderá que del más grande sufrimiento físico y moral. El drama de Artaud es el de todos nosotros pero su rebeldía y su sufrimiento son de una intensidad sin paralelo).
Leer en traducción al último Artaud es igual que mirar reproducciones de cuadros de Van Gogh. Y ello, entre otras muchas causas, por lo corporal del lenguaje, por la impronta respiratoria del poeta, por su carencia absoluta de ambigüedad. Sí, el Verbo se hizo carne. Y también, y sobre todo en Artaud, el cuerpo se hizo verbo. ¿En dónde, ahora, su viejo lamento de separado de las palabras? Así como Van Gogh restituye a la naturaleza su olvidado prestigio y su máxima dignidad a las cosas hechas por el hombre, gracias a esos soles giratorios, esos zapatos viejos, esa silla, esos cuervos... así, con idéntica pureza e idéntica intensidad, el Verbo de Artaud, es decir Artaud, rescata, encarnándola, “la abominable miseria humana”. Artaud, como Van Gogh, como unos pocos más, dejan obras cuya primera dificultad estriba en el lugar -inaccesible para casi todos- desde donde las hicieron. Toda aproximación a ellas sólo es real si implica los temibles caminos de la pureza, de la lucidez, del sufrimiento, de la paciencia...