“Es
necesario quebrar lo real, extraviarse por los sentidos, desmoralizar las
apariencias y conservar siempre la noción de lo concreto… La mano liberada del
cerebro va donde la pluma la guía y, dominándolo todo, una encantación
sorprendente la hace vivir. Al perder contacto con la lógica, esta mano, así
resurgida, retoma contacto con el inconsciente; niega con su milagro la imbécil
contradicción escolástica entre espíritu y materia, entre materia y espíritu”.
Quien así opinaba es Antonin Artaud (1896-1948), poeta, dramaturgo, narrador,
ensayista, actor y director teatral francés cuya obra ha provocado innumerables
interpretaciones en la crítica contemporánea. Se lo ha calificado de
vanguardista, de insensato, de contradictorio, de místico, de individualista, de
desmesurado, de genio, de poeta maldito, de hombre a quien la condición humana
le apretaba como un traje demasiado estrecho. Y si, de alguna manera, ganó la
inmortalidad, es indudable que lo hizo gracias a cada uno de esos rasgos de su
personalidad.
Autor de
una extensa obra que incluye, entre otros, los poemarios “Le pèse-nerfs” (El
pesa-nervios) y “L'ombilic des limbes” (El ombligo de los limbos), la novela
“Héliogabale ou l'anarchiste couronné” (Heliogábalo o El anarquista coronado),
el drama “Le ventre brûle ou La mère folle” (El vientre quemado o La madre
loca) y los ensayos “Le théâtre et son doublé” (El teatro y su doble) y “Van
Gogh, le suicidé de la societé” (Van Gogh, el suicidado por la sociedad), aún
muchos años después de su muerte el escándalo y la confusión seguían rodeando
su figura y su obra, generándose numerosas polémicas en torno a su personalidad
y a la validez y autenticidad de su legado literario.
En 1965,
en el nº 294 de la revista “Sur”, la poeta, traductora y crítica literaria argentina
Alejandra Pizarnik (1936-1972) publicó un artículo en el que, justamente, se
refirió a ese legado. Bajo el título “El verbo encarnado”, la autora de “Los
trabajos y las noches”, “Extracción de la piedra de locura” y “El infierno
musical” entre muchos otros poemarios, relatos cortos y alguna novela breve,
hizo una detallada evaluación de la obra poética de Artaud, aquella sobre la
que el mismo autor había declarado en 1938: “El estilo me horroriza y me doy
cuenta de que al escribir poesía hago estilo, por eso quemo todos mis escritos
y guardo sólo aquellos que me recuerdan un jadeo, un ahogo en no sé qué bajos
fondos, porque eso es lo verdadero”.
“Es un
veneno que no puede definirse: lo que Artaud experimenta hasta el vértigo,
hasta la náusea, hasta el horror, es la noción de haber sido engañado por un
Dios corrompido que, para encarnarse, le ha robado su verdadero cuerpo, le ha
dado vuelta su verdadero ser como un guante”, podía leerse en un artículo
aparecido el 11 de mayo de 1965 en la revista “Primera Plana”. “Artaud, en sus
más deslumbrantes poemas blasfematorios, increpa a ese Dios, lo maldice, le
escupe injurias y obscenidades que, bajo los fogonazos de su genio, se
transforman en lenguas de fuego pentecostal. Donde Rimbaud dejó caer de sus
manos la poesía, como una brasa demasiado ardiente, Artaud la recoge y con ella
enciende una hoguera en la que él mismo se quema, conscientemente, haciendo de
esta combustión un espectáculo de sin par magnificencia”.
EL VERBO
ENCARNADO
Aquella
afirmación de Hölderlin, de que "la poesía es un juego peligroso",
tiene su equivalente real en algunos sacrificios célebres: el sufrimiento de
Baudelaire, el suicidio de Nerval, el precoz silencio de Rimbaud, la misteriosa
y fugaz presencia de Lautréamont, la vida y la obra de Artaud... Estos poetas,
y unos pocos más, tienen en común el haber anulado -o querido anular- la
distancia que la sociedad obliga a establecer entre la poesía y la vida. Artaud
no ha entrado aún en la normalidad de los exámenes universitarios, como es el
caso de Baudelaire. De modo que es conveniente, en esta precaria nota apelar a
un mediador de la calidad de André Gide, cuyo testimonio da buena cuenta del
genio convulsivo de Artaud y de su obra. Gide escribió ese texto después de la
tan memorable velada del 13 de enero de 1947 en el Vieux Colombier, en donde
Artaud -recientemente salido del hospicio de Rodez- quiso explicarse con -pero
no pudo ser “con” sino “ante”- los demás.
Este es el testimonio de André Gide : “Había
allí, hacia el fondo de la sala -de esa querida, vieja sala del Vieux Colombier
que podía contener alrededor de 300 personas- una media docena de graciosos
llegados a esa sesión con la esperanza de bromear. ¡Oh! Ya lo creo que hubieran
recogido los insultos de los amigos fervientes de Artaud distribuidos por toda
la sala. Pero después de una tímida tentativa de alboroto ya no hubo que
intervenir... Asistíamos a ese espectáculo prodigioso: Artaud triunfaba;
mantenía a distancia la burla, la necedad insolente; dominaba... Hacía mucho
que yo conocía a Artaud y también su desamparo y su genio. Nunca hasta entonces
me había parecido más admirable. De su ser material nada subsistía sino lo
expresivo. Su alta silueta desgarbada, su rostro consumido por la llama
interior, sus manos de quien se ahoga, ya tendidas hacia un inasible socorro,
ya retorciéndose en la angustia, ya, sobre todo, cubriendo estrechamente su
cara, ocultándola y mostrándola alternativamente, todo en él narraba la
abominable miseria humana, una especie de condenación inapelable, sin otra
escapatoria posible que un lirismo arrebatado del que llegaban al público sólo
fulgores obscenos, imprecatorios y blasfemos. Y ciertamente, aquí se
reencontraba al actor maravilloso en el cual podía convertirse este artista:
pero era su propio personaje lo que ofrecía al público, en una suerte de farsa
desvergonzada donde se transparentaba una autenticidad total. La razón
retrocedía derrotada; no sólo la suya sino la de toda la concurrencia, de
nosotros todos, espectadores de ese drama atroz, reducidos a papeles de
comparsas malévolas, de b... y de palurdos. ¡Oh! No, ya nadie, entre los
asistentes, tenía ganas de reír; y además, Artaud nos había sacado las ganas de
reír por mucho tiempo. Nos había constreñido a su juego trágico de rebelión
contra todo aquello que, admitido por nosotros, permanecía inadmisible para él,
más puro: ‘Aún no hemos nacido. Aún no estamos en el mundo. Aún no hay mundo.
Aún las cosas no están hechas. La razón de ser no ha sido encontrada’. Al
terminar esa memorable sesión, el público callaba. ¿Qué se hubiera podido
decir? Se acababa de ver a un hombre miserable, atrozmente sacudido por un
dios, como en el umbral de una gruta profunda, antro secreto de la sibila donde
no se tolera nada profano, o bien, como sobre un Carmelo poético, aun vate
expuesto, ofrecido a las tormentas, a los murciélagos devorantes, sacerdote y
víctima a la vez... Uno se sentía avergonzado de retomar el lugar en un mundo
en donde la comodidad está hecha de compromisos”.
Un escritor que firma L'Alchimiste , luego de
trazar un convincente paralelo entre Arthur Rimbaud y Antonin Artaud, discierne
en sus obras un período blanco y otro negro, separados en Rimbaud por la “Cartas
del vidente” y en Artaud por “Las nuevas revelaciones del ser” (1937). Lo que
más asombra del período blanco de Artaud en su extraordinaria necesidad de
encarnación mientras que en el período negro hay una perfecta cristalización de
esa necesidad. Todos los escritos del período blanco, sean literarios,
cinematográficos o teatrales, atestiguan esa prodigiosa sed de liberar y de que
se vuelva cuerpo vivo aquello que permanece prisionero en las palabras.
“He entrado en la literatura escribiendo libros
para decir que no podía escribir absolutamente nada; cuando tenía algo que
decir o escribir, mi pensamiento era lo que más se me negaba. Nunca tenía
ideas, y dos o tres pequeños libros de sesenta páginas cada uno, giran sobre
esta ausencia profunda, inveterada, endémica, de toda idea”. Son “El ombligo de
los limbos” y “El pesa-nervios”. Es particularmente en “El pesa-nervios” donde
Artaud describe el estado (y resulta una ironía dolorosa el no poder dejar de
admirar la magnífica “poesía” de este libro) de desconcierto estupefaciente de
su lengua en sus relaciones con el pensamiento. Su herida central es la
inmovilidad interna y las atroces privaciones que se derivan: imposibilidad de
sentir el ritmo del propio pensamiento (en su lugar yace algo trizado desde
siempre) e imposibilidad de sentir vivo el lenguaje humano: “Todos los términos
que elijo para pensar son para mí términos en el sentido propio de la palabra,
verdaderas terminaciones...”.
Hay una palabra que Artaud reitera a lo largo de
sus escritos: eficacia. Ella se relaciona estrechamente con su necesidad de
metafísica en actividad, y usada por Artaud quiere decir que el arte -o la
cultura en general- ha de ser eficaz en la misma manera en que no es eficaz el
aparato respiratorio: “No me parece que lo más urgente sea defender una cultura
cuya existencia nunca ha liberado a un hombre de la preocupación de vivir mejor
y de tener hambre, sino extraer de aquello que se llama cultura ideas cuya
fuerza viviente es idéntica a la del hombre”.
Las principales obras del período negro son: “Viaje
al país de los Tarahumaras”, “Van Gogh, el suicidado por la sociedad”, “Cartas
desde Rodez”, “Artaud el Momo”, “La cultura indiana” y “Para terminar con el
juicio de dios”. Son obras indefinibles. Pero explicar por qué algo indefinible
puede ser una manera -tal vez la más noble- de definirlo. Así procede Arthur
Adamov en un excelente artículo en el que enuncia las imposibilidades -que aquí
resumo- de definir la obra de Artaud: “La poesía de Artaud no tiene casi nada
en común con la poesía clásica y definida”. “La vida y la muerte de Artaud son
inseparables de su obra en un grado único en la historia de la literatura”. “Los
poemas de su último período son una suerte de milagro fonético que se renueva
sin cesar”. “No se puede estudiar el pensamiento de Artaud como si se tratara
de pensamiento pues no es pensado que se forjó en Artaud”.
Numerosos poetas se rebelaron contra la razón
para sustituirla por un discurso poético que pertenece exclusivamente a la
Poesía. Pero Artaud está lejos de ellos. Su lenguaje no tiene nada de poético
si bien no existe otro más eficaz. Puesto que su obra rechaza los juicios
estéticos y los dialécticos, la única llave para abrir una referencia a ella son
los efectos que produce. Pero esto es casi indecible pues esos efectos
equivalen a un golpe físico. (Si se pregunta de dónde proviene tanta fuerza, se
responderá que del más grande sufrimiento físico y moral. El drama de Artaud es
el de todos nosotros pero su rebeldía y su sufrimiento son de una intensidad
sin paralelo).
Leer en traducción al último Artaud es igual que
mirar reproducciones de cuadros de Van Gogh. Y ello, entre otras muchas causas,
por lo corporal del lenguaje, por la impronta respiratoria del poeta, por su
carencia absoluta de ambigüedad. Sí, el Verbo se hizo carne. Y también, y sobre
todo en Artaud, el cuerpo se hizo verbo. ¿En dónde, ahora, su viejo lamento de
separado de las palabras? Así como Van Gogh restituye a la naturaleza su olvidado
prestigio y su máxima dignidad a las cosas hechas por el hombre, gracias a esos
soles giratorios, esos zapatos viejos, esa silla, esos cuervos... así, con
idéntica pureza e idéntica intensidad, el Verbo de Artaud, es decir Artaud,
rescata, encarnándola, “la abominable miseria humana”. Artaud, como Van Gogh,
como unos pocos más, dejan obras cuya primera dificultad estriba en el lugar
-inaccesible para casi todos- desde donde las hicieron. Toda aproximación a
ellas sólo es real si implica los temibles caminos de la pureza, de la lucidez,
del sufrimiento, de la paciencia...