En 1920,
Artaud viajó desde su Marsella natal a París, ciudad en la que estudió
actuación en el Théâtre de l'Oeuvre para luego participar como actor y
realizador en el Théâtre de l’Atelier. En 1923 conoció a los poetas André
Breton (1896-1966) y Robert Desnos (1900-1945) y adhirió de inmediato a los
principios del movimiento surrealista, aquel del que Albert Camus (1913-1960)
-en “L’homme revolté” (El hombre rebelde)- dijera: “Ni una política, ni una
religión, el surrealismo no es quizá sino una imposible sabiduría, pero es la
prueba misma de que no hay sabiduría confortable”. Participó activamente en la
revista “La Révolution Surréaliste” hasta su ruptura con Breton a comienzos de
1927, época en que fue expulsado del movimiento junto a Philippe Soupault
(1897-1990) acusados de “desviacionismo literario”.
Años más
tarde relataría las primeras impresiones que tuvo del grupo: “Nunca me sentí
tan preciso, tan reunido, tan seguro inclusive más allá del escrúpulo, más allá
de toda malignidad que pudiera venir de los otros o de mí, y así mismo tan
perspicaz”. Sin embargo, el haber calificado al marxismo como “el último
ejemplo de la barbarie occidental” y su postura sobre la liberación del
inconsciente creador desde un punto de vista individual y sin compromisos
políticos o colectivos lo llevó a chocar con la ortodoxia surrealista de
Breton, Louis Aragon (1897-1982) y Paul Éluard (1895-1952), quienes confiaban
en una alianza con el comunismo para socavar al gigante capitalista. En mayo de
1927 escribió “À la grande nuit ou le bluff surréaliste” (En plena noche o el
bluff surrealista), documento en el que manifestó públicamente su desacuerdo
con la línea político-ideológica asumida por la mayor parte de los surrealistas
diciendo, entre otra cosas: “Uno se pregunta qué puede importarle al mundo que
el surrealismo coincida con la Revolución o que la Revolución deba hacerse por
fuera y por encima de la aventura surrealista, cuando se considera la poca influencia
que los surrealistas han tenido sobre las costumbres y las ideas de esta época…
Los marxistas y los surrealistas son revolucionarios que no revolucionan nada… ¿Creen
los surrealistas poder justificar su expectativa por el simple hecho de la
conciencia que tienen?... No hablo de sus escritos, que son brillantes aunque
vanos desde el punto de vista que ellos sostienen. Hablo de su actitud central,
del ejemplo de toda su vida… Desprecio demasiado la vida para pensar que
cualquier cambio desarrollado en el marco de las apariencias pueda cambiar algo
de mi detestable condición… ¿Qué me importa toda la Revolución del mundo si sé
permanecer eternamente doloroso y miserable en el interior de mi propio osario?
Que cada hombre no quiera considerar nada más allá de su sensibilidad profunda,
de su yo íntimo, es para mí el punto de vista de la revolución integral. No hay
mejor revolución que la que me beneficia a mí y a la gente como yo. Las fuerzas
revolucionarias de un movimiento cualquiera son aquellas capaces de
desarticular el fundamento actual de las cosas, de cambiar el ángulo de la
realidad…Ciertamente tendré mucha necesidad, pero al menos yo me reconozco
inválido y sucio. Aspiro después a otra vida. Y bien pensado, prefiero estar en
mi lugar y no en el suyo”.
A pesar de
esta ruptura radical con los surrealistas, Breton declararía tiempo después que
esos vaivenes de Artaud no restaban un ápice de calidad y lucidez a su espléndida
producción literaria, a la que valoraba como un clamor procedente de las más
hondas y ocultas “cavernas del ser”. También, tras su muerte, el escritor
argentino Julio Cortázar (1914-1984) resaltaría, justamente, los aspectos
surrealistas de la obra de Artaud en un artículo publicado en 1948 en la
revista “Cabalgata” bajo el título “Muerte de Antonin Artaud”. El autor de “Las
armas secretas”, que por entonces acababa de recibirse de traductor público de
inglés y francés y no había publicado aún ningún libro, venía colaborando con
asiduidad en varias revistas literarias, entre ellas “Revista de Estudios
Clásicos de la Universidad de Cuyo” (Mendoza), “Oeste” (Chivilcoy), “Correo
Literario”, “Los Anales de Buenos Aires”, “Realidad” y “Sur”. Cortázar era un
asiduo lector de obras surrealistas y había reflexionado sobre su poética en el
ensayo “La teoría del túnel” (1947). En 1949, en un artículo publicado en la
revista “Realidad”, afirmó: “El vasto experimento surrealista me parece la más
alta empresa del hombre contemporáneo como previsión y tentativa de un
humanismo integrado. A su vez, la actitud surrealista (que tiende a la
liquidación de géneros y especies) tiñe toda creación de carácter verbal y
plástico, incorporándola a su movimiento de afirmación irracional”. Años
después declararía que el surrealismo “fue mi camino de Damasco, me arrancó de
la sensiblería post-romántica de la Argentina de los ‘30, me enseñó a atacar la
palabra, a batallar amorosa y críticamente con ella, a fiarme de lo absurdo y a
rechazar la sensatez sistemática, a creer en una esquizofrenia creadora”. Para
algún sector de la crítica literaria es posible encontrar cierto paralelismo
entre la visión que Cortázar tenía del surrealismo y su propia visión del mundo
y de la literatura. E inclusive pueden rastrearse algunos procedimientos
literarios surrealistas para acceder a la realidad como los mecanismos del
sueño, la intuición, el azar, la casualidad, los juegos, etc. en, por ejemplo,
los cuentos “La noche boca arriba”, “Casa tomada”, “Circe” y varios otros
incluidos en “Historias de Cronopios y de Famas”, o en la novela “Rayuela”. No
obstante, siempre se opuso a que se lo calificara como surrealista, como quedó
claro en una entrevista de 1963: “En mi biblioteca encontrará los libros de
Crevel, de Jacques Vaché, de Arthur Cravan, ¡pero no me caratule por eso como
surrealista!”.
MUERTE DE
ANTONIN ARTAUD
Con
Antonin Artaud ha callado en Francia una rota palabra que sólo estuvo por mitad
del lado de los vivos mientras el resto, desde un lenguaje inalcanzable,
invocaba y proponía una realidad atisbada en los insomnios de Rodez. Como sigue
siendo natural entre nosotros, nos enteramos de esa muerte por veinticinco
menguadas líneas de una «carta de Francia» que mensualmente envía el señor Juan
Saavedra (a la revista Cabalgata); cierto que Artaud no es ni muy ni bien leído
en ninguna parte, desde que su significación ya definitiva es la del
surrealismo en el más alto y difícil grado de autenticidad: un surrealismo no
literario, anti y extraliterario; y que no se puede pedir a todo el mundo que
revise sus ideas sobre la literatura, la función del escritor, etc.
Da asco,
sin embargo, advertir la violenta presión de raíz estética y profesoral que se
esmera por integrar con el surrealismo un capítulo más de la historia
literaria, y que se cierra a su legítimo sentido. Los mismos jefes desfallecen
agotados, retornan con cabezas gachas al «volumen de poemas» (tan otra cosa que
poemas en volumen), al arcano 17, al manifiesto iterativo. Por eso habrá que
repetirlo: la razón del surrealismo excede toda literatura, todo arte, todo
método localizado y todo producto resultante. Surrealismo es cosmovisión, no
escuela o ismo; una empresa de conquista de la realidad, que es la realidad
cierta en vez de la otra de cartón piedra y por siempre ámbar; una reconquista
de lo mal conquistado (lo conquistado a medias: con la parcelación de una
ciencia, una razón razonante, una estética, una moral, una teleología) y no la
mera prosecución, dialécticamente antitética, del viejo orden supuestamente
progresivo.
A salvo de
toda domesticación, por gracia de un estado que lo sostuvo hasta el fin en una
continuada aptitud de pureza, Antonin Artaud es ese hombre para quien el
surrealismo representa el estado y la conducta propios del animal humano. Por
eso le era dado proclamarse surrealista con la misma esencialidad con que
cualquiera se reconoce hombre; manera de ser ineludiblemente inmediata y
primera, y no contaminación cultural al modo de todo ismo. Pues ya es tiempo que
esto se advierta mejor; lo digo para los jóvenes supuestamente surrealistas,
que tienden al tic, a la determinación típica, que dicen “esto es surrealista”
como quien le muestra el ñú o el rinoceronte al niño, y que dibujan cosas
surrealistas partiendo de una idea realista deformada, teratólogos a secas; es
ya tiempo de que se advierta cómo a más surrealismo corresponden menos rasgos
con etiqueta surrealista (relojes blandos, giocondas con bigote, retratos
tuertos premonitorios, exposiciones y antologías). Simplemente porque el
ahondamiento surrealista pone más el acento en el individuo que en sus
productos, avisado ya de que todo producto tiende a nacer de insuficiencias,
reemplaza y consuela con la tristeza del sucedáneo. Vivir importa más que
escribir, salvo que el escribir sea -como tan pocas veces- un vivir. Salto a la
acción, el surrealismo propone el reconocimiento de la realidad como poética, y
su vivencia legítima: así es que en último término no se ve que continúe
existiendo diferencia esencial entre un poema de Desnos (modo verbal de la
realidad) y un acaecer poético -cierto crimen, cierto knock-out, cierta mujer-
(modos fácticos de la misma realidad).
“Si soy
poeta o actor, no lo soy para escribir o declamar poesías, sino para vivirlas”,
afirma Antonin Artaud en una de sus cartas a Henri Parisot, escrita desde el
asilo de alienados de Rodez. “Cuando recito un poema, no es para ser aplaudido
sino para sentir los cuerpos de hombres y mujeres, he dicho los cuerpos,
temblar y virar al unísono con el mío, virar como se vira de la obtusa
contemplación del buda sentado, muslos instalados y sexo gratuito, al alma, es
decir a la materialización corporal y real de un ser integral de poesía. Quiero
que los poemas de François Villon, de Charles Baudelaire, de Edgar Poe o de
Gérard de Nerval se vuelvan verdaderos, y que la vida salga de los libros, de
las revistas, de los teatros o de las misas que la retienen y la crucifican
para captarla, y que pase al plano de esta interna imagen de cuerpos...”.
Quién
podía decirlo mejor que él, Antonin Artaud lanzado a la vida surrealista más
ejemplar de este tiempo. Amenazado por maleficios incontables, dueño de un
falaz bastón mágico con el que intentó un día sublevar a los irlandeses de
Dublín, tajeando el aire de París con su cuchillo contra los ensalmos y con sus
exorcismos, viajero fabuloso al país de los Tarahumaras, este hombre pagó
temprano el precio del que marcha adelante. No quiero decir que fuese un
perseguido, no entraré en una lamentación sobre el destino del precursor, etc.
Creo que son otras las fuerzas que contuvieron a Artaud en la orilla misma del
gran salto; creo que esas fuerzas moraban en él, como en todo hombre todavía
realista a pesar de su voluntad de sobrerrealizarse; sospecho que su locura
-sí, profesores, calma: estaba loco- es un testimonio de la lucha entre el homo
sapiens milenario (¿eh, Sören Kierkegaard?) y ese otro que balbucea más
adentro, se agarra con uñas nocturnas desde abajo, trepa y se debate, buscando
con derecho coexistir y colindar hasta la fusión total. Artaud fue su propia
amarga batalla, su carnicería de medio siglo; su ir y venir del “Yo soy
diferente” que Rimbaud, profeta mayor y no en el sentido que pretendía el
siniestro Claudel, vociferó en su día vertiginoso.
Ahora él
ha muerto, y de la batalla quedan pedazos de cosas y un aire húmedo sin luz.
Las horribles cartas escritas desde el asilo de Rodez a Henri Parisot son un
testamento que algunos no olvidaremos. Traduje la primera de ellas, la única
que tal vez no ocasione la moralizadora clausura de estas páginas.