23 de septiembre de 2017

Artaud. El frenesí de la imaginación o cómo atravesar el espejo de la realidad cotidiana (VI). Jacques Derrida

La representación teatral en segunda mitad del siglo XIX estuvo dominada por dos tendencias: el Realismo y el Naturalismo, siendo sus precursores Henrik Ibsen (1828-1906) y August Strindberg (1849-1912) respectivamente. Sus ideas innovadoras y progresistas ejercieron una inmensa influencia en el drama del siglo XX. De todas maneras, según la opinión del novelista y dramaturgo griego Angelos Terzakis (1907-1979), existen dos tipos de autores: aquellos que aportan algo innovador -y lo innovador eventualmente se torna viejo- y aquellos que traen algo irrepetible. Para muchos estudiosos del tema, Artaud pertenece a estos últimos. Las numerosas interpretaciones y adaptaciones de su obra así como la diversidad de lecturas que sobre ella se han hecho no haría más que confirmar su condición de excepcionalidad. No obstante ello, en su ensayo "Artaud und das nouveau théâtre in Frankreich” (Artaud y el teatro vanguardista en Francia), el ensayista alemán Karl Blüher (1927) sostiene que “las propuestas de Artaud no constituyen un hecho aislado o sin precedentes en su contexto de aparición, pues forman parte de un movimiento más amplio de rebelión contra el teatro naturalista y el drama burgués que va a marcar la renovación de la escena moderna en Europa desde principios del siglo XX”.
Como quiera que fuese, aquella idea de sustituir las representaciones teatrales tal como se venían haciendo por “una especie de ceremonia ritual y frenética que modifique la existencia de los espectadores tanto como la de los actores, que los cambie hasta el fondo de su ser”, resultó ser de una originalidad única. Así lo reconocía el director teatral polaco Jerzy Grotowski (1933-1999) quien, tras la muerte del marsellés, escribió: “Artaud continúa siendo un desafío, quizás menos por su obra que por su idea de la salvación mediante el teatro. Fue un gran poeta del teatro, es decir un poeta de las posibilidades del teatro y no de la literatura dramática. Predijo para el teatro algo definitivo, un nuevo significado, una nueva y posible reencarnación”.


Ese resurgimiento se haría notorio en los años ’60 del pasado siglo con la aparición de numerosas corrientes vanguardistas que reivindicaban a Artaud. Y no sólo los dramaturgos, los escenógrafos, los directores y los actores se ocuparon de que así fuese; también desde el ámbito de la filosofía germinó un manifiesto interés por su escritura y su pensamiento. Maurice Merleau-Ponty (1908-1961), Gilles Deleuze (1925-1995), Michel Foucault (1926-1984) y Jacques Derrida (1930-2004), filósofos franceses todos ellos, se ocuparon de “la sed por escapar de los grilletes del lenguaje”, de la “conquista de un lenguaje intensivo en oposición a uno representativo”, de “la experiencia sagrada” de Artaud.
Derrida le consagró varios ensayos, entre ellos “La parole soufflee” (La palabra soplada) y “Le théâtre de la cruauté et la clôture de la représentation” (El teatro de la crueldad y la clausura de la representación), los que más tarde aparecerían recopilados en “L'ecriture et la différence” (La escritura y la diferencia). En una entrevista aparecida en el nº 434 de la revista “Magazine Littéraire” en 2004, el autor de “De la grammatologie” (De la gramatología) reconocía que fue leyendo la correspondencia de Artaud cuando se sintió identificado con él. “Sentí simpatía por ese hombre que decía que no tenía nada qué decir, que nadie le dictaba nada, por decirlo de alguna manera, a pesar de que lo habitaban la pasión, la pulsión de la escritura y, sin duda desde entonces, la puesta en escena”.

EL TEATRO DE LA CRUELDAD Y LA CLAUSURA DE LA REPRESENTACIÓN
(Fragmentos)

“La danza, y por consiguiente el teatro, no han empezado todavía a existir”. Esto puede leerse en uno de los últimos escritos de Antonin Artaud (“El teatro de la crueldad”, 1948). Pero en el mismo texto, un poco antes, se define el teatro de la crueldad como “la afirmación de una terrible y por otra parte ineluctable necesidad”. Así pues, Artaud no reclama una destrucción, una nueva manifestación de la negatividad. A pesar de todo lo que tiene que saquear a su paso, “el teatro de la crueldad no es el símbolo de un vacío ausente”, sino que afirma, produce la afirmación misma en su rigor pleno y necesario. Pero también en su sentido más oculto, frecuentemente el más enterrado, apartado de sí: por “ineluctable” que sea, esta afirmación “no ha empezado todavía a existir”.
Si hoy en día, en el mundo entero -y tantas manifestaciones lo atestiguan de manera patente- toda la audacia teatral declara, con razón o sin ella pero con una insistencia cada vez mayor, su fidelidad a Artaud, la cuestión del teatro de la crueldad, de su inexistencia presente y de su ineluctable necesidad, adquiere valor de cuestión histórica. Histórica no porque se deje inscribir en lo que se llama la historia del teatro, no porque haga época en la transformación de los modos teatrales o porque ocupe un lugar en la sucesión de los modelos de la representación teatral. Esta cuestión es histórica en un sentido absoluto y radical. Anuncia el límite de la representación.
El teatro de la crueldad no es una representación, es la vida misma en lo que ésta tiene de irrepresentable. Esta vida soporta al hombre pero no es en primer lugar la vida del hombre. Éste no es más que una representación de la vida y ése es el límite -humanista- de la metafísica del teatro clásico. “Así pues, al teatro tal como se practica se le puede reprochar una terrible falta de imaginación. El teatro tiene que igualarse a la vida, no a la vida individual, a ese aspecto individual de la vida en el que triunfan los caracteres, sino a una especie de vida liberada, que barre la individualidad humana y donde el hombre es sólo un reflejo”. ¿No es la mimesis la forma más ingenua de la representación? Como Nietzsche, Artaud quiere, pues, acabar con el concepto imitativo del arte, con la estética aristotélica en la que se ha llegado a reconocer la metafísica occidental del arte. “El arte no es la imitación de la vida, sino que la vida es la imitación de un principio trascendente con el que el arte nos vuelve a poner en comunicación”.
El arte teatral debe ser el lugar primordial y privilegiado de esta destrucción de la imitación: más que ningún otro, ha quedado marcado por ese trabajo de representación total en el que la afirmación de la vida se deja desdoblar y surcar por la negación. Esta representación, cuya estructura se imprime no sólo en el arte sino en toda la cultura occidental (sus religiones, sus filosofías, su política), designa, pues, algo más que un tipo particular de construcción teatral. Por eso la cuestión que se nos plantea hoy sobrepasa ampliamente la tecnología teatral. Esta es la más obstinada afirmación de Artaud: la reflexión técnica o teatrológica no debe ser tratada aparte. La decadencia del teatro comienza indudablemente con la posibilidad de una disociación así. Puede subrayarse eso sin necesidad de disminuir la importancia y el interés de los problemas teatrológicos o de las revoluciones que pueden producirse dentro de los límites de la técnica teatral. Pero la intención de Artaud nos indica esos límites. En la medida en que esas revoluciones técnicas e intra-teatrales no afecten a los cimientos mismos del teatro occidental, seguirán formando parte de esa historia y de esa escena que Antonin Artaud quería hacer saltar.
Artaud sabía que el teatro de la crueldad ni comienza ni se lleva a cabo en la pureza de la presencia simple, sino ya en la representación, en el “segundo momento de la Creación”, en el conflicto de fuerzas que no ha podido ser el de un origen simple. Sin duda la crueldad puede comenzar a ejercerse, pero debe también, por ello, dejarse lastimar. El origen está siempre lastimado. “Hay que pensar que el drama esencial, el que estaba en la base de todos los Grandes Misterios, se liga al segundo momento de la Creación, el de la dificultad y del Doble, el de la materia y del espesamiento de la idea. Parece realmente que allí donde reina la simplicidad y el orden, no puede haber teatro ni drama, y el verdadero teatro nace, como la poesía por otra parte, pero por otras vías, de una anarquía que se organiza”.
El teatro primitivo y la crueldad comienzan, pues, también, con la repetición. Pero la idea de un teatro sin representación, la idea de lo imposible, si bien no nos ayuda a regular la práctica teatral, nos permite quizás pensar su origen, su víspera y su límite, nos permite pensar el teatro actualmente a partir de la abertura de su historia y en el horizonte de su muerte. La energía del teatro occidental se deja discernir así en su posibilidad, cosa que no es accidental, que resulta para toda la historia de Occidente un centro constitutivo y un lugar estructurador. Pero la repetición sustrae el centro y el lugar, y lo que acabamos de decir acerca de su posibilidad tendría que impedirnos hablar de la muerte como de un horizonte y del nacimiento como de una abertura pasada.


El origen del teatro, tal como se tiene que restaurar, es una mano que se levanta contra el detentador abusivo del logos, contra el padre, contra el Dios de una escena sometida al poder de la palabra y el texto. “Para mí, no tiene derecho a llamarse autor, es decir, creador, nadie más que aquel a quien corresponde el manejo directo de la escena. Y es justamente aquí donde se sitúa el punto vulnerable del teatro tal como se lo considera no sólo en Francia sino en Europa e incluso en todo Occidente: el teatro occidental sólo reconoce como lenguaje, sólo atribuye las facultades y las virtudes de un lenguaje, sólo permite llamar lenguaje, con esa especie de dignidad intelectual que se le atribuye en general a esa palabra, al lenguaje articulado, articulado gramaticalmente, es decir, al lenguaje de la palabra y de la palabra escrita, de la palabra que, pronunciada o no pronunciada, no tiene más valor que el que tendría si estuviese solamente escrita. En el teatro tal como lo concebimos aquí (en París, en Occidente) el texto lo es todo”.
¿En qué se convertirá la palabra entonces en el teatro de la crueldad? ¿Tendrá simplemente que callarse o desaparecer? De ninguna manera. La palabra dejará de dominar la escena pero estará presente en ésta, tendrá una función en un sistema al que aquélla estará ordenada. Pues se sabe que las representaciones del teatro de la crueldad tenían que ajustarse minuciosamente de antemano. La ausencia del autor y de su texto no abandona la escena a una especie de descuido. A la escena no se la deja de lado, entregada a la anarquía improvisadora, al “vaticinio azaroso”, al “empirismo surrealista” o al “capricho de la inspiración inculta”. Todo estará, pues, prescrito en una escritura y un texto hecho de una tela que no se parecerá ya al modelo de la representación clásica. ¿Qué lugar le asignará entonces a la palabra esa necesidad de la prescripción que la misma crueldad reclama?
Así, es necesario indudablemente despertar, reconstituir la víspera de este origen del teatro occidental, declinante, decadente, negativo, para reanimar en su oriente la necesidad ineluctable de la afirmación. Necesidad ineluctable de una escena todavía inexistente, cierto, pero la afirmación no es algo a inventar mañana, en algún “nuevo teatro”. Su necesidad ineluctable actúa como una fuerza permanente. La crueldad está actuando continuamente. El vacío, el sitio vacío y dispuesto para ese teatro que todavía “no ha empezado a existir”, se limita a medir, pues, la extraña distancia que nos separa de la necesidad ineluctable, de la obra presente (o más bien, actual, activa) de la afirmación. Es únicamente en la abertura de esa separación donde erige para nosotros su enigma el teatro de la crueldad.

11 de septiembre de 2017

Artaud. El frenesí de la imaginación o cómo atravesar el espejo de la realidad cotidiana (V). René Char

El filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) decía en “Die fröhliche wissenschaft” (La gaya ciencia) que todo gran hombre “ejerce una fuerza retroactiva: por su causa toda la historia es, de nuevo, colocada en la balanza, y mil secretos del pasado salen de sus escondrijos. No se podría prever todo aquello que algún día ha de hacer parte de la historia. Tal vez el pasado todavía permanezca esencialmente por descubrir”. Este criterio sería aplicado por el escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) a la literatura. Para el autor de “Elogio de la sombra”, la historia narrada en un libro nunca está terminada, no es un resultado, una conclusión, sino que se modifica a cada momento de acuerdo a las circunstancias. Cada nueva lectura de una obra inaugura una nueva historia y puede constituir un acontecimiento capaz de modificar por completo su significado. Como singularidades, ni la obra ni su autor cambian; lo que conmuta es la perspectiva que le da cada individuo. Un lector común puede sentirse interpelado, ya sea por adhesión o por rechazo a la obra; un crítico puede pasar del encumbramiento romántico a la rotunda defenestración del autor; un escritor puede leerlo con la fruición del interés personal enfocando su mirada en determinados aspectos que le sirvan o no a su propia escritura, lo que, en definitiva, lo convertirá en su precursor.
En su breve ensayo “Kafka y sus precursores”, escrito en 1951, Borges se centra específicamente en estos últimos: “En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable; pero habría que tratar de purificarla de toda connotación y polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores”. Siguiendo esa idea, ¿quiénes fueron los “precursores” de Antonin Artaud? ¿Acaso Baudelaire y Rimbaud lo fueron del lirismo agitado de su poética? ¿Tal vez Strindberg y Jarry lo fueran de la chocante crueldad de su dramaturgia? ¿O quizás Hölderlin y Nietzsche lo fueran de la lucidez de su locura? Como quiera que sea, poco importa. Lo concreto es que, más allá de quienes hayan sido sus precursores, todo Artaud -tanto su obra como su vida misma- perturba, desconcierta, trastorna, y lo hace porque destruye todo un sistema de referencias desde su misma base, porque corroe la cultura occidental y se aplica en vapulear al pensamiento y la sociedad pequeño burguesa.
“Comencé en la literatura escribiendo libros para decir que no podía escribir nada en absoluto. Cuando tenía algo que escribir, mi pensamiento era lo que más se me negaba”, reconocía en 1946. Artaud no fue un escritor convencional. Si bien pasó a la historia como poeta y dramaturgo, para una buena parte de la crítica especializada nunca llegó a hacer literatura. En cierto modo, se ha dicho, sus textos ocupan el lugar de la literatura pero no son literatura, simplemente la desplazan. Despojado de modelos, normas y estilos literarios, con la mirada tratando de ver más allá de la razón, sus textos resultan tan inclasificables como innovadores. El propio Artaud, buscando una definición a su creación, alguna vez dijo: “Lo que hago es huir de lo claro para aclarar lo oscuro”. “Hay que inventar una nueva voz para hablar y una nueva voz para escribir”, una proposición que hizo efectiva en 1932 cuando publicó en el nº 229 de la revista “Nouvelle Revue Française” el manifiesto “Théâtre du cruauté” (Teatro de la crueldad), texto en el que preanunció el que sería su mayor ensayo: “Le théatre et son doublé” (El teatro y su doble) que sería publicado seis años más tarde. Esta obra crítica está considerada como la mayor exposición de los fundamentos del drama vanguardista del siglo XX y sirvió para complementar las tesis que Alfred Jarry (1873-1907) expusiera en su obra teatral  “Ubu roi” (Ubu rey), estrenada en el Théâtre de L'Oeuvre de París cuarenta años antes. Allí le asignaba al teatro la función de destruir los valores culturales artificiales impuestos por siglos de dogmatismo racionalista, y proponía volver al ritual primitivo del mito y la magia para reflejar la verdadera realidad del alma humana y las condiciones en que vive: “el drama de la crueldad”. En aquel mismo libro Artaud se refirió a su poesía: “Está la poesía a secas, sin forma, ni textos. Yo devolveré a aquella su vieja eficacia mágica, su eficacia de embrujo, intrínseca al lenguaje del embrujo”.
En esa línea fue que escribió en 1947 “Pour en finir avec le jugement de Dieu” (Para terminar con el juicio de dios), un poema escrito a petición del productor radiofónico Fernand Pouey (1900-1981) para ser transmitido por la radio francesa. Roger Blin (1907-1984), Paule Thévenin (1918-1993), María Casares (1922-1996) y el propio Artaud lo grabaron el 28 de noviembre de ese año, pero la emisión, programada para el 2 de febrero de 1948 fue prohibida por el director de la radio, Wladimir Porché (1910-1984), escandalizado por la virulencia del texto. El documento sonoro recién sería publicado quince años más tarde.


Sometido a terapia electroconvulsiva durante años, adicto a substancias estupefacientes, víctima de un cáncer de colon, el cuerpo de aquel hombre desgarbado, de penosas condiciones psíquicas y físicas, fue encontrado al pie de su cama con un zapato en la mano derecha. Era el 4 de marzo de 1948 y en el piso de la habitación del sanatorio psiquiátrico de la ciudad de Ivry-sur-Seine yacían, esparcidos por el suelo, varios papeles con su caligrafía. Una semana antes le había jurado a su amiga editora Paule Thévenin (1918-1993) que no iba a morir en su lecho. Sus restos mortales recibieron sepultura en el cementerio civil de dicha localidad el día 8 de marzo, en el transcurso de una sobria y humilde ceremonia desprovista de cualquier acto religioso. Ese mismo día, el poeta francés René Char (1907-1988) escribía: “No tengo voz para elogiarte, hermano mío. Si me inclinara sobre tu cuerpo que la claridad va a dispersar, tu risa me rechazaría. El corazón entre nosotros, durante lo que se llama impropiamente una hermosa tormenta, da en tierra varias veces, mata, cava e incendia. Luego renace más tarde en la dulzura del hongo. No necesitas un muro de palabras para exaltar tu verdad, ni las volutas del mar para ungir tu profundidad, ni de esta mano febril que nos rodea la muñeca y suavemente nos conduce a derribar un bosque en donde el hacha son nuestras entrañas. Está bien, vuelve al volcán. Y nosotros, que lloremos, asumamos tu relevo o preguntemos: ‘¿Quién es Artaud?' a esa espiga de dinamita de la que ningún grano se separa. Para nosotros, nada habrá cambiado, nada sino esta quimera viviente del infierno que se despide de nuestra angustia”.
Algo más de medio siglo después, en un libro titulado “¿Quién conoce a Antonin Artaud?” que recoge testimonios de varios escritores, entre ellos Tristan Tzara (1896-1963), Maurice Blanchot (1907-2003) y Eugène Ionesco (1909-1994), aparece un texto del mismo Char titulado simplemente “Artaud”.

ARTAUD

Antonin Artaud murió ayer por la mañana en el asilo de Ivry-sur-Seine. A la hora en que solían llevar a los enfermos la taza de café y el pedazo de pan, la enfermera de servicio descubrió su cuerpo sin vida cuan largo sobre el piso. Tal vez había querido vestirse. Todavía sostenía un zapato en la mano.
Yo había ido a verle la semana anterior. Entonces me confesó que había contraído el cáncer y que debía tomar fuertes dosis de cloral para aplacar sus sufrimientos. Había rechazado quince días atrás una invitación de sus íntimos, que querían llevarlo al sur. Les dijo:
- A fines de febrero o a comienzos de marzo estaré muerto.
La profecía se consumó.
Habitaba un cuarto desolado en lo que fuera el antiguo pabellón de caza de un Orléans. Estaba tendido al pie de una inmensa chimenea sobre un jergón. En la pared, unos dibujos fulgurantes suyos que recordaban los bocetos de Van Gogh.
Me dedicó una foto: “¿Hasta qué tonalidad de sangre iremos juntos?”, y sobre la edición de su Van Gogh, respondió: “La tonalidad de sangre irá hasta el negro”. Se levanta, enciende con la mano temblorosa un gauloise y se pasea por el gran cuarto:
- Sé que tengo cáncer. Lo que quiero decir antes de morir es que odio a los psiquiatras. En el hospital de Rodez yo vivía bajo el terror de una frase: “El señor Artaud no come hoy, pasa al electroshock”. Sé que existen torturas más abominables. Pienso en Van Gogh, en Nerval, en todos los demás. Lo que es atroz es que en pleno siglo XX un médico se pueda apoderar de un hombre y con el pretexto de que está loco o débil hacer con él lo que le plazca. Yo padecí cincuenta electroshocks, es decir, cincuenta estados de coma. Durante mucho tiempo fui amnésico. Había olvidado incluso a mis amigos: Marthe Robert, Henri Thomas, Adamov; ya no reconocía ni a Jean Louis Barrault. Aquí en Ivry sólo el doctor Delmas me hizo bien; lamentablemente murió...
Continúa febrilmente:
- Estoy asqueado del psicoanálisis, de ese “freudismo” que se las sabe todas. Ahora sólo puedo concebir la pureza. Todos aquellos que dejaron algo: Edgar Poe, Baudelaire, Van Gogh, eran castos. Yo únicamente puedo crear cuando soy casto.
- Luego dirán que usted es cristiano...
- Eso no tiene nada que ver con Dios. Lo decía en mi famosa emisión radial prohibida. De paso, yo no tengo nada que ver con el escándalo que entonces se formó. La religión siempre ha sido ambigua en esos terrenos. En lo que me concierne pienso que debe abolirse el ser sexual. Hemos perdido, verá usted, una cierta concepción del hombre. Hacia el año mil, el hombre no moría. Hubo un tiempo en que vivía durante siglos. Había entonces pueblos enteros de muertos vivos como hoy apenas existen en algunos lugares apartados de Asia. Mientras los filósofos crean que existe de una parte el espíritu y de otra el cuerpo, el mundo no progresará. Sólo hay el cuerpo que el hombre pierde cuando piensa. Antaño, el acto era indirecto; no había ningún debate mental; la mano no hacía cálculos sobre si tomar o no tomar. En este momento quiero destruir mi pensamiento y mi espíritu. Por encima del pensamiento, del espíritu y la conciencia, no quiero suponer nada, no quiero admitir nada, no quiero entrar en ninguna parte, no quiero discutir sobre nada.


Sigue un largo silencio, interrumpido apenas por el crepitar del leño. Recuerdo que un día me confesó haber encontrado en el cloral esa libertad que buscaba, la liberación de sus obsesiones, lo que él llamaba su “rotación interna”. Observo cerca de la chimenea la varilla de hierro que partió en dos durante su último delirio nocturno. Lo animaba entonces una fuerza luciferina.
Afuera, unos abetos, un pabellón oculto entre la maleza. Me dice que es la morgue y que en esa maleza irreal que lo rodea, a doscientos metros apenas del bosque por un costado y de las chimeneas de las fábricas por el otro, que ese pabellón podría ser el “jardín de la muerte” de Andersen.
Antonin Artaud contemplaba la cercanía de su fin desde hacía semanas. Aquella libertad que buscaba desesperadamente por fin la halló.
Frente a todo esto, ¿qué resta del viejo Artaud?
Algunas notas /aquellas del obrero de pozos que / trepa sin sol, hacia las afueras de la / bóveda redonda, / peldaño a peldaño por la escalera / del tiempo / gangrenado por la eternidad. / Helas aquí a través de un cierto / pasado.
(Fragmento de un poema entonces inédito)