El
filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) decía en “Die fröhliche
wissenschaft” (La gaya ciencia) que todo gran hombre “ejerce una fuerza
retroactiva: por su causa toda la historia es, de nuevo, colocada en la
balanza, y mil secretos del pasado salen de sus escondrijos. No se podría
prever todo aquello que algún día ha de hacer parte de la historia. Tal vez el
pasado todavía permanezca esencialmente por descubrir”. Este criterio sería
aplicado por el escritor argentino Jorge Luis
Borges (1899-1986) a la literatura. Para el autor de “Elogio de la sombra”, la historia narrada en un libro nunca está terminada, no es un
resultado, una conclusión, sino que se modifica a cada momento de acuerdo a las
circunstancias. Cada nueva lectura de una obra inaugura una nueva historia y puede
constituir un acontecimiento capaz de modificar por completo su significado. Como
singularidades, ni la obra ni su autor cambian; lo que conmuta es la perspectiva
que le da cada individuo. Un lector común puede sentirse interpelado, ya sea
por adhesión o por rechazo a la obra; un crítico puede pasar del encumbramiento
romántico a la rotunda defenestración del autor; un escritor puede leerlo con
la fruición del interés personal enfocando su mirada en determinados aspectos
que le sirvan o no a su propia escritura, lo que, en definitiva, lo convertirá
en su precursor.
En su
breve ensayo “Kafka y sus precursores”, escrito en 1951, Borges se centra
específicamente en estos últimos: “En el vocabulario crítico, la palabra
precursor es indispensable; pero habría que tratar de purificarla de toda
connotación y polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus
precursores”. Siguiendo esa idea, ¿quiénes fueron los “precursores” de Antonin
Artaud? ¿Acaso Baudelaire y Rimbaud lo fueron del lirismo agitado de su
poética? ¿Tal vez Strindberg y Jarry lo fueran de la chocante crueldad de su
dramaturgia? ¿O quizás Hölderlin y Nietzsche lo fueran de la lucidez de su
locura? Como quiera que sea, poco importa. Lo concreto es que, más allá de
quienes hayan sido sus precursores, todo Artaud -tanto su obra como su vida
misma- perturba, desconcierta, trastorna, y lo hace porque destruye todo un
sistema de referencias desde su misma base, porque corroe la cultura occidental
y se aplica en vapulear al pensamiento y la sociedad pequeño burguesa.
“Comencé
en la literatura escribiendo libros para decir que no podía escribir nada en
absoluto. Cuando tenía algo que escribir, mi pensamiento era lo que más se me
negaba”, reconocía en 1946. Artaud no fue un escritor convencional. Si bien
pasó a la historia como poeta y dramaturgo, para una buena parte de la crítica
especializada nunca llegó a hacer literatura. En cierto modo, se ha dicho, sus
textos ocupan el lugar de la literatura pero no son literatura, simplemente la
desplazan. Despojado de modelos, normas y estilos literarios, con la mirada
tratando de ver más allá de la razón, sus textos resultan tan inclasificables
como innovadores. El propio Artaud, buscando una definición a su creación,
alguna vez dijo: “Lo que hago es huir de lo claro para aclarar lo oscuro”. “Hay
que inventar una nueva voz para hablar y una nueva voz para escribir”, una
proposición que hizo efectiva en 1932 cuando publicó en el nº 229 de la revista
“Nouvelle Revue Française” el manifiesto “Théâtre du cruauté” (Teatro de la
crueldad), texto en el que preanunció el que sería su mayor ensayo: “Le théatre
et son doublé” (El teatro y su doble) que sería publicado seis años más tarde.
Esta obra crítica está considerada como la mayor exposición de los fundamentos
del drama vanguardista del siglo XX y sirvió para complementar las tesis que Alfred
Jarry (1873-1907) expusiera en su obra teatral “Ubu roi” (Ubu rey), estrenada en el Théâtre
de L'Oeuvre de París cuarenta años antes. Allí le asignaba al teatro la función
de destruir los valores culturales artificiales impuestos por siglos de
dogmatismo racionalista, y proponía volver al ritual primitivo del mito y la
magia para reflejar la verdadera realidad del alma humana y las condiciones en
que vive: “el drama de la crueldad”. En aquel mismo libro Artaud se refirió a su
poesía: “Está la poesía a secas, sin forma, ni textos. Yo devolveré a aquella
su vieja eficacia mágica, su eficacia de embrujo, intrínseca al lenguaje del
embrujo”.
En esa
línea fue que escribió en 1947 “Pour en finir avec le jugement de Dieu” (Para
terminar con el juicio de dios), un poema escrito a petición del productor
radiofónico Fernand Pouey (1900-1981) para ser transmitido por la radio
francesa. Roger Blin
(1907-1984), Paule Thévenin (1918-1993), María Casares (1922-1996) y el propio
Artaud lo grabaron el 28 de noviembre de ese año, pero la emisión, programada
para el 2 de febrero de 1948 fue prohibida por el director de la radio,
Wladimir Porché (1910-1984), escandalizado por la virulencia del texto. El
documento sonoro recién sería publicado quince años más tarde.
Sometido a
terapia electroconvulsiva durante años, adicto a substancias estupefacientes,
víctima de un cáncer de colon, el cuerpo de aquel hombre desgarbado, de penosas
condiciones psíquicas y físicas, fue encontrado al pie de su cama con un zapato
en la mano derecha. Era el 4 de marzo de 1948 y en el piso de la habitación del
sanatorio psiquiátrico de la ciudad de Ivry-sur-Seine yacían, esparcidos por el
suelo, varios papeles con su caligrafía. Una semana antes le había jurado a su
amiga editora Paule Thévenin (1918-1993) que no iba a morir en su lecho. Sus
restos mortales recibieron sepultura en el cementerio civil de dicha localidad
el día 8 de marzo, en el transcurso de una sobria y humilde ceremonia
desprovista de cualquier acto religioso. Ese mismo día, el poeta francés René
Char (1907-1988) escribía: “No tengo voz para elogiarte, hermano mío. Si me
inclinara sobre tu cuerpo que la claridad va a dispersar, tu risa me
rechazaría. El corazón entre nosotros, durante lo que se llama impropiamente
una hermosa tormenta, da en tierra varias veces, mata, cava e incendia. Luego
renace más tarde en la dulzura del hongo. No necesitas un muro de palabras para
exaltar tu verdad, ni las volutas del mar para ungir tu profundidad, ni de esta
mano febril que nos rodea la muñeca y suavemente nos conduce a derribar un
bosque en donde el hacha son nuestras entrañas. Está bien, vuelve al volcán. Y
nosotros, que lloremos, asumamos tu relevo o preguntemos: ‘¿Quién es Artaud?' a
esa espiga de dinamita de la que ningún grano se separa. Para nosotros, nada
habrá cambiado, nada sino esta quimera viviente del infierno que se despide de
nuestra angustia”.
Algo más
de medio siglo después, en un libro titulado “¿Quién conoce a Antonin Artaud?” que
recoge testimonios de varios escritores, entre ellos Tristan Tzara (1896-1963),
Maurice Blanchot (1907-2003) y Eugène Ionesco (1909-1994), aparece un texto
del mismo Char titulado simplemente “Artaud”.
ARTAUD
Antonin
Artaud murió ayer por la mañana en el asilo de Ivry-sur-Seine. A la hora en que
solían llevar a los enfermos la taza de café y el pedazo de pan, la enfermera
de servicio descubrió su cuerpo sin vida cuan largo sobre el piso. Tal vez
había querido vestirse. Todavía sostenía un zapato en la mano.
Yo había
ido a verle la semana anterior. Entonces me confesó que había contraído el
cáncer y que debía tomar fuertes dosis de cloral para aplacar sus sufrimientos.
Había rechazado quince días atrás una invitación de sus íntimos, que querían
llevarlo al sur. Les dijo:
- A fines
de febrero o a comienzos de marzo estaré muerto.
La
profecía se consumó.
Habitaba
un cuarto desolado en lo que fuera el antiguo pabellón de caza de un Orléans.
Estaba tendido al pie de una inmensa chimenea sobre un jergón. En la pared,
unos dibujos fulgurantes suyos que recordaban los bocetos de Van Gogh.
Me dedicó
una foto: “¿Hasta qué tonalidad de sangre iremos juntos?”, y sobre la edición
de su Van Gogh, respondió: “La tonalidad de sangre irá hasta el negro”. Se
levanta, enciende con la mano temblorosa un gauloise y se pasea por el gran
cuarto:
- Sé que
tengo cáncer. Lo que quiero decir antes de morir es que odio a los psiquiatras.
En el hospital de Rodez yo vivía bajo el terror de una frase: “El señor Artaud
no come hoy, pasa al electroshock”. Sé que existen torturas más abominables.
Pienso en Van Gogh, en Nerval, en todos los demás. Lo que es atroz es que en
pleno siglo XX un médico se pueda apoderar de un hombre y con el pretexto de
que está loco o débil hacer con él lo que le plazca. Yo padecí cincuenta
electroshocks, es decir, cincuenta estados de coma. Durante mucho tiempo fui
amnésico. Había olvidado incluso a mis amigos: Marthe Robert, Henri Thomas,
Adamov; ya no reconocía ni a Jean Louis Barrault. Aquí en Ivry sólo el doctor
Delmas me hizo bien; lamentablemente murió...
Continúa
febrilmente:
- Estoy
asqueado del psicoanálisis, de ese “freudismo” que se las sabe todas. Ahora
sólo puedo concebir la pureza. Todos aquellos que dejaron algo: Edgar Poe,
Baudelaire, Van Gogh, eran castos. Yo únicamente puedo crear cuando soy casto.
- Luego
dirán que usted es cristiano...
- Eso no
tiene nada que ver con Dios. Lo decía en mi famosa emisión radial prohibida. De
paso, yo no tengo nada que ver con el escándalo que entonces se formó. La
religión siempre ha sido ambigua en esos terrenos. En lo que me concierne
pienso que debe abolirse el ser sexual. Hemos perdido, verá usted, una cierta
concepción del hombre. Hacia el año mil, el hombre no moría. Hubo un tiempo en que
vivía durante siglos. Había entonces pueblos enteros de muertos vivos como hoy
apenas existen en algunos lugares apartados de Asia. Mientras los filósofos
crean que existe de una parte el espíritu y de otra el cuerpo, el mundo no
progresará. Sólo hay el cuerpo que el hombre pierde cuando piensa. Antaño, el
acto era indirecto; no había ningún debate mental; la mano no hacía cálculos
sobre si tomar o no tomar. En este momento quiero destruir mi pensamiento y mi
espíritu. Por encima del pensamiento, del espíritu y la conciencia, no quiero
suponer nada, no quiero admitir nada, no quiero entrar en ninguna parte, no
quiero discutir sobre nada.
Sigue un
largo silencio, interrumpido apenas por el crepitar del leño. Recuerdo que un
día me confesó haber encontrado en el cloral esa libertad que buscaba, la
liberación de sus obsesiones, lo que él llamaba su “rotación interna”. Observo
cerca de la chimenea la varilla de hierro que partió en dos durante su último
delirio nocturno. Lo animaba entonces una fuerza luciferina.
Afuera,
unos abetos, un pabellón oculto entre la maleza. Me dice que es la morgue y que
en esa maleza irreal que lo rodea, a doscientos metros apenas del bosque por un
costado y de las chimeneas de las fábricas por el otro, que ese pabellón podría
ser el “jardín de la muerte” de Andersen.
Antonin
Artaud contemplaba la cercanía de su fin desde hacía semanas. Aquella libertad
que buscaba desesperadamente por fin la halló.
Frente a
todo esto, ¿qué resta del viejo Artaud?
Algunas
notas /aquellas del obrero de pozos que / trepa sin sol, hacia las afueras de
la / bóveda redonda, / peldaño a peldaño por la escalera / del tiempo / gangrenado
por la eternidad. / Helas aquí a través de un cierto / pasado.
(Fragmento
de un poema entonces inédito)