¿Será
que los seres humanos, aún sin saberlo, somos trapecistas que andamos
suspendidos en el aire como muñecos, mientras abajo la paciente, la obstinada boca
negra del abismo espera el mínimo descuido, la más insignificante distracción para
devorarnos? ¿Se puede vivir sin pasado? ¿No será el pasado el verdadero sostén
por sobre esa vieja boca negra, el único trapecio disponible para sortear
airoso el abismo hasta la hora de la cita final? Preguntas, preguntas -piensa-,
demasiadas preguntas. Recuerda entonces reflexiones de Nietzsche sobre el nihilismo,
o de Sartre sobre la angustia existencial, conceptos que él asimiló con la
lectura de estos filósofos en su adolescencia y que lo marcarían para siempre.
O más tarde, cuando leyó al Freud que hablaba de la fragilidad humana para admitir la realidad, o al Camus que lo hacía sobre el carácter absurdo de la existencia en este mar de incongruencias en el que habitamos; nociones todas ellas que lo ayudaron a conocerse a sí mismo y a intentar comprender a los demás, una tarea que, por cierto, lo atiborró de perplejidad y lo llevó a percibir como una desgracia el hecho de haberse sumergido en esas aguas borrascosas. Y entonces lo invadían el escepticismo kantiano, la duda cartesiana, y advertía lo solitario que está un temprano lector de filosofía; mucho más solo que un precoz lector de ficciones. No encontraba el equilibrio. En los últimos tiempos, transitaba con asiduidad desde una inquietud nostálgica, pesarosa, a una calma fugaz, exagerada. No, no estoy bien -piensa-, no puedo ni debo seguir así. Y lo más terrible era advertir algunos lúgubres pensamientos que a veces pasaban por su mente. Había que encontrar una solución y ella no era de ningún modo a la manera de Anna Karenina, de Madame Bovary o del joven Werther. Bien lo decía Wittgenstein: “la muerte no se vive”.
O más tarde, cuando leyó al Freud que hablaba de la fragilidad humana para admitir la realidad, o al Camus que lo hacía sobre el carácter absurdo de la existencia en este mar de incongruencias en el que habitamos; nociones todas ellas que lo ayudaron a conocerse a sí mismo y a intentar comprender a los demás, una tarea que, por cierto, lo atiborró de perplejidad y lo llevó a percibir como una desgracia el hecho de haberse sumergido en esas aguas borrascosas. Y entonces lo invadían el escepticismo kantiano, la duda cartesiana, y advertía lo solitario que está un temprano lector de filosofía; mucho más solo que un precoz lector de ficciones. No encontraba el equilibrio. En los últimos tiempos, transitaba con asiduidad desde una inquietud nostálgica, pesarosa, a una calma fugaz, exagerada. No, no estoy bien -piensa-, no puedo ni debo seguir así. Y lo más terrible era advertir algunos lúgubres pensamientos que a veces pasaban por su mente. Había que encontrar una solución y ella no era de ningún modo a la manera de Anna Karenina, de Madame Bovary o del joven Werther. Bien lo decía Wittgenstein: “la muerte no se vive”.
Esa
manera de pensar se le hace presente a cada paso que da en su vida, una vida
que -piensa- no es más que un tránsito lastimosamente fugaz por este mundo, apenas
un suspiro en la infinitud del cosmos. Y a él, ¿cuánto tiempo le queda de ese
trayecto? ¿Qué distancia lo separa del inevitable final? En ese fugaz pero a la
vez eterno presente, su conciencia percibe cada instante que marca el
inexorable transcurrir de su vida. La reminiscencia vana del pasado le llega a
pesar tanto como el asedio inútil del presente, y su cuerpo se vuelve más
endeble y frágil con cada día que pasa. Está harto -piensa-, y ese hartazgo lo
ha llevado a tomar algunas decisiones tal vez algo irreflexivas. La
rememoración de episodios pretéritos, por ejemplo, lo impulsó a romper
relaciones amistosas añejas, de casi toda su vida; mientras que el fastidio que
le ocasiona el cada vez mayor influjo de las redes sociales en la vida de las
personas lo indujo a desvincularse de ellas, abandonando así a sus numerosas
amistades virtuales. ¿Trastorno emocional? Sí, es posible -piensa-. Al menos su
amiga psicóloga, con cautela, le diría algo así. Pero, como quiera que fuese,
él tendría que hacer algo relevante antes del final -piensa-, justo en el
momento en que vino a su memoria aquella frase de Ray Bradbury: “Vive como si
fueras a caer muerto en diez segundos, llena tus ojos de asombro. Ve el mundo,
es más fantástico que cualquier sueño”. Y fue eso precisamente lo que hizo.
El vuelo
arribó al aeropuerto Charles de Gaulle de París para hacer una breve escala con
cambio de aeronave incluido. Vio la Torre Eiffel y el río Sena desde el aire y el
hombre se emocionó. Tengo que volver -pensó-, tengo que volver. Tras dos horas
de vuelo, el siguiente avión lo dejó en el aeropuerto Barajas de Madrid, lugar
en el que lo pasaría a buscar un viejo amigo que residía en España desde hacía veintipico
de años. Tenía un poco de tiempo libre por delante hasta la hora acordada para
el encuentro, de modo que, mapa en mano, pensó en aprovecharlo para conocer
algo de la antigua ciudad. Eligió la Puerta de Alcalá. Tras preguntar aquí y
allá, abordó un autobús que, tras circular por un par de autopistas, tomó la
Calle de Alcalá. Luego de un formal saludo, su eventual vecino de asiento le
dijo que estaban en el barrio de Goya y que el pequeño monumento que se veía en
la esquina era, justamente, un homenaje al vanguardista pintor zaragozano. Pero
él miraba más allá, hacia un enorme edificio emplazado en la siguiente manzana
coronado por una magnífica torre. Cuando vio sus vidrieras y, encima de ellas,
las marquesinas que decían Casa del Libro, no pudo con su genio.
Apresuradamente se despidió de su ocasional y gentil lazarillo para pedirle al
chófer que se detuviera y lo dejase descender. Fue como ingresar al paraíso:
decenas de estanterías colmadas de libros de aquí, de allá y de todas partes.
Un paisaje de ensueño sin dudas. Tras curiosear largos minutos, se decidió por
varias antologías: “Madrid negro”, “Historias temibles”, “Cuentos de mujeres
solas”, “Memorias de la piedra” y “Cuentos de caballeros extraordinarios”,
además de “Historias cortas” del brasileño Rubem Fonseca, “Sombras nada más” del
nicaragüense Sergio Ramírez y “Mendigo en la playa de oro” del español Jordi
Sierra i Fabra.
Extasiado,
con los libros en sus manos, cuando miró su reloj advirtió que ya no le quedaba
tiempo para caminar las nueve o diez cuadras que lo separaban de la Puerta de
Alcalá. Quedará para otra oportunidad -pensó-. Detuvo un taxi cuyo color blanco
con una banda roja pintada en la puerta delantera le trajo gratas
reminiscencias futboleras, y se dirigió al aeropuerto. Las calles de
Prosperidad, San Juan Bautista, Palomas, no le llamaron demasiado la atención; a
lo mejor porque, en algunos aspectos, le recordaron demasiado a su, para él, abominable
Buenos Aires. Tras el emotivo reencuentro con su amigo, el infaltable capuccino
y el retiro de su equipaje, emprendieron camino hacia el norte. Allí le pareció
que estaba en el camino ansiado para vivir una experiencia valiosa, significativa,
reveladora. Ni bien ingresó en la comunidad de Navarra su ánimo cambió
notoriamente. Llegaron a Pamplona, lugar de residencia de su amigo, y esa
ciudad se convirtió en el epicentro de sus futuras peregrinaciones. Ya no se
detuvo. Así se fueron sucediendo la pulcritud de Berrioplano, de Zizur, de Beriáin;
el sosiego de Ubani, de Uxue, de Etxauri; la placidez de San Martín de Unx, de
Estella, de Iratxe; la soledad de Guesalatz, de Ballariáin, de Mendigorria… Cada
una de ellas con sus iglesias, sus pórticos, sus callejuelas, sus portales, sus
blasones, sus hostales, sus fondas… Atravesó túneles, serranías, llanuras y montañas
para llegar a los castillos medievales de Tafalla y Olite, a las ruinas romanas
de Andelos y Arellano, y sentir a cada paso en las suelas de sus zapatos lo inconmensurable
que es la historia. Cada día una nueva fascinación ante lo que veían sus ojos,
un grandioso asombro al escuchar ávidamente las historias que le contaban los
lugareños mientras saboreaban la comida y el vino. Nada hay como escuchar las
voces de personajes anónimos y desconocidos que, conformando una voz colectiva,
escriben la historia. El goce de un momento -pensó- es comparable a la eternidad, y eso no impide participar de la historia.
Idéntico
embeleso experimentó al recorrer Pamplona. Su casco antiguo, sus murallas, sus
museos, su catedral, su mercado, sus bares, todo le resultó deslumbrante. Luego,
desoyendo las advertencias de los noticieros de Navarra Televisión sobre la
abundante nieve que cubría las carreteras, una mañana el hombre viajó con su
amigo hacia el País Vasco para encontrar allí la maravillosa Donostia-San
Sebastián. Caminar por sus pasajes, contemplar el majestuoso hotel María
Cristina, admirar la escultura de “La reconstructora” en la plaza Valle
Lersundi, cruzar una y otra vez los puentes sobre el río Urumea, observar el
bravío mar Cantábrico y hasta comprar en una librería sobre
la Urdaneta
Kalea la reciente edición de “Cuentos reunidos” de Susan Sontag, todo ello fue
absolutamente cautivador. Una persistente nevada cayó sobre la Autovía de
Leizarán durante el viaje de regreso. Los pequeños pueblos de Andoáin,
Berástegui, Areso, Gorriti, Lekumberri, Latasa e Irurzun se fueron sucediendo a
los costados de la ruta a medida que llegaba la noche. Sin embargo, las
inclemencias del invierno no opacaron en nada la travesía; todo lo contrario,
la hicieron más atractiva aún.
Dos
días más tarde, su amigo lo alcanzó a Bilbao. A la odisea del viaje por una Autopista
Vasco-Aragonesa abarrotada de nieve que los obligó a detenerse un par de horas
en una posada cercana a Vitoria-Gasteiz, le siguió un breve paso -apenas el
anochecer y la madrugada- por la bulliciosa Bilbao, para tomar allí un avión hacia
Barcelona. Tras el acostumbrado capuccino en una cafetería del aeropuerto, la
despedida de su amigo de la infancia fue muy emotiva.
Abordó el avión con el pleno convencimiento de jamás lograría recompensarlo por su enorme generosidad durante el tiempo que lo albergó en su casa de la calle Nuestra Señora de la Purificación en Berrioplano, a las afueras de Pamplona. Tras un poco más de una hora de vuelo, arribó al aeropuerto de El Prat. Luego, un autobús lo llevó hasta un hotel sobre la Carrer dels Alberedes y, mapa en mano, una vez más, se dispuso a pasear. El escaso día y medio que estuvo en la capital catalana sólo le permitió realizar extensas caminatas por la comarca del Bajo Llobregat. Callejear aprisa por Sant Boi y Viladecans, apreciar la alternancia entre la arquitectura barroca y la modernista de sus edificios, detenerse especialmente en sus librerías para oír recomendaciones y descubrir autores, sentarse en algún bar hasta el anochecer y escuchar la opinión tanto de independentistas como de unionistas para, en la mañana siguiente, hacer un fugaz recorrido por El Prat antes de abordar el avión que lo depositaría en Atenas tras los quince días pasados en las comarcas hispanas.
Abordó el avión con el pleno convencimiento de jamás lograría recompensarlo por su enorme generosidad durante el tiempo que lo albergó en su casa de la calle Nuestra Señora de la Purificación en Berrioplano, a las afueras de Pamplona. Tras un poco más de una hora de vuelo, arribó al aeropuerto de El Prat. Luego, un autobús lo llevó hasta un hotel sobre la Carrer dels Alberedes y, mapa en mano, una vez más, se dispuso a pasear. El escaso día y medio que estuvo en la capital catalana sólo le permitió realizar extensas caminatas por la comarca del Bajo Llobregat. Callejear aprisa por Sant Boi y Viladecans, apreciar la alternancia entre la arquitectura barroca y la modernista de sus edificios, detenerse especialmente en sus librerías para oír recomendaciones y descubrir autores, sentarse en algún bar hasta el anochecer y escuchar la opinión tanto de independentistas como de unionistas para, en la mañana siguiente, hacer un fugaz recorrido por El Prat antes de abordar el avión que lo depositaría en Atenas tras los quince días pasados en las comarcas hispanas.