Herman
Melville nació el 1 de agosto de 1819, en la ciudad de Nueva York; fue el
tercero de una familia de once hijos. Su madre provenía de una antigua y
piadosa familia colonial de origen holandés; su padre, un rico comerciante,
murió en 1830, luego de una quiebra que lo llevó a la ruina y finalmente a la
locura.
Desde los
quince años, Melville -que no había heredado las aptitudes de su padre para el
comercio- trabajó de empleado de banco, peón y maestro. A los dieciocho años se
embarcó hacia Liverpool como marinero de un buque mercante. Entre 1841 y 1844
recorrió los mares del sur del Océano Pacífico a bordo del ballenero Acushnet.
Tras dieciocho
meses de travesía abandonó el barco en las islas Marquesas y vivió un mes entre
los caníbales. Escapó en un mercante australiano y desembarcó en Papeete
(Tahití), donde pasó algún tiempo en prisión. Trabajó como agricultor y viajó a
Honolulú (Hawai), y desde allí, en 1843, se enroló en una fragata de la Marina
estadounidense y llegó hasta las costas del Japón.
De regreso
a los Estados Unidos comenzó su labor literaria: a los treinta y un años ya
había publicado cinco relatos de aventuras marítimas que le otorgaron una fama
fugaz: “Typee” (1846), “Omoo” (1847), “Mardi” (1849), "Redburn” (1849) y “White
Jacket” (Chaqueta Blanca, 1850).
Se casó en
1847 y se estableció en New York. En 1850 conoció a Nathaniel Hawthorne
(1804-1864), aquel novelista estadounidense, cuyos trabajos mostraban una
profunda conciencia de los problemas éticos del pecado, el castigo y la
expiación, con quien entabló una profunda amistad. Ese mismo año se
estableció en una granja cerca de Pittsfield (Massachusetts) y durante el
invierno de 1850/51 escribió “Moby Dick”. Seis años más tarde publicó su última
novela “The confidence man” (El confidente). Tenía entonces treinta y ocho
años. Desde 1866 trabajó durante veinte años como inspector de aduanas hasta
que una herencia recibida por su mujer le permitió retirarse. Cinco años
después murió en New York en medio de la indiferencia general (el obituario del
“New York Times” lo llamó Henry Melville) y sus restos fueron enterrados en el
cementerio Woodlawn, en la parte norte del Bronx.
Si bien “Moby
Dick” no resultó un éxito comercial al momento de su publicación en 1851, con
el paso del tiempo su fama traspasó las fronteras, consiguiendo así la
indiscutible categoría de obra maestra, lo que llevó al célebre crítico
literario Harold Bloom (1930-2019) a decir: “‘Moby Dick’ es el paradigma
novelístico de lo sublime, un logro fuera de lo común”. Cuando Melville
escribió y publicó “Moby Dick” tenía treinta y dos años y había obtenido -como
ya se dijo- algún éxito con cinco narraciones más o menos autobiográficas, de
aventuras marítimas.
En 1889,
después de un largo silencio que se extendió por más de tres décadas,
emprendió, a la edad de setenta años, la composición de una última novela en la
que trabajó hasta poco antes de su muerte: “Billy Budd”, publicada recién en
1924. Estas dos
novelas, que fueron escritas en circunstancias muy diversas y que constituyen
los momentos decisivos en el itinerario de su narrativa, son las más
difundidas.
Sin
embargo entre una y otra transcurrieron alrededor de cuarenta años, período que
comprende una etapa muy singular de la obra de Melville. En efecto, desde el
desconcierto que provocó “Moby Dick” hasta el prolongado silencio que comenzó
en 1857, Melville escribió algunas narraciones más o menos extensas y una serie
de cuentos que produjeron reacciones adversas en la crítica y el público: poco
tenían que ver estos relatos con las románticas aventuras marítimas al gusto de
la época.
Varios de
esos cuentos -escritos para ser publicados en periódicos literarios- fueron
reunidos posteriormente en un libro: “The Piazza tales” (Cuentos de la veranda,
1856), que contiene algunas de las piezas más notables de Melville: “Bartleby,
the scrivener” (Bartleby, el escribiente), “Benito Cereno” y “The enchanted
isles” (Las encantadas).
Acerca de
este período de la obra de Melville, el crítico Harold Beaver (1907-2004)
escribió en “Seminario de literatura norteamericana” de 1986: “La asombrosa
fluencia creadora de los seis primeros años de quehacer literario continuó por
otros seis más: ‘Moby Dick’ señala no el fin sino la mitad del milagroso
florecimiento de Melville. Dentro del estrecho campo de su nueva ficción sus
técnicas se aguzaron, el entrelazamiento de acción e imagen fue utilizado con
precisión cada vez más segura. Pero el fracaso y el aislamiento eran cada vez
más sofocantes, aunque fueron soportados con un orgullo inflexible, recatado,
que lo consumía interiormente”.
Durante
esos años que siguieron a la publicación de “Moby Dick”, la imposibilidad, cada
vez más apremiante, de conciliar la labor literaria con las circunstancias lo
llevó a un creciente pesimismo; en una carta de 1851 le dice a Hawthome: “La
calma, la serenidad, el estado de ánimo propicio que un hombre necesita para
componer, raras veces lo podré conseguir, según me temo. Los dólares me
condenan; y el Demonio maligno está siempre haciéndome muecas, manteniendo la
puerta entreabierta. Lo que me siento inclinado a escribir está prohibido, no
produce beneficios. Aunque escribiera en este siglo los Evangelios, moriría en
el arroyo de la calle”.
La tensión
psicológica a la que estaba sometido Melville quizá tuvo su manifestación más
bella en la historia de “Bartleby, el escribiente”, cuya vida se apaga poco a
poco entre los muros de una oficina de Wall Street. Esta obra, que constituye
una metáfora de la alienación moderna, fue considerada en su momento por Jorge
Luis Borges (1899-1986) como “la piedra angular de la narrativa contemporánea”,
y Albert Camus (1913-1960) la citó entre sus principales influencias.
“El
destino de Melville -dijo el crítico alemán Günter Blocker (1913-2006)- se
halla totalmente reflejado en una observación con la que él mismo tropieza, el
año de su muerte, leyendo a Schopenhauer, y que subrayó: 'Cuanto más pertenece
un hombre a la posteridad, es decir, a la humanidad en su conjunto, más
desconocido es de sus contemporáneos'. La gente -continúa Blocker- reconoce más
fácilmente al hombre que sirve a las circunstancias de su breve hora, o al
humor del instante al que pertenece y en el que vive y muere”.
“Muy
temprano -explica Beaver en la obra citada- Melville abandonó el romanticismo
juvenil de sus primeros escritos: el pintoresquismo, las aspiraciones de
libertad en la naturaleza, la contraposición de la vida civilizada con la vida
elemental y primitiva. La preocupación por los temas religiosos, la reflexión
moral, los conflictos entre realidad y espíritu aparecen pronto en su obra
encarnados en la forma compleja y simbólica de su sustancia narrativa”.
Si bien “Moby
Dick”, el punto más alto de esa nueva etapa, fue en gran medida una narración
poética de sus experiencias en el mar, la concepción de la obra es sin embargo,
completamente distinta; para Beaver: “Moby Dick es el gran libro que marca el
comienzo de la nueva literatura, no sólo por ser un mito sino también por
presentar huellas evidentes del trabajo de laboratorio”. Los cuentos
posteriores a esta obra fundamental afirmaron y desplegaron temas, símbolos y
recursos. En “Las encantadas”, por ejemplo, se concentró de una manera
admirable el trabajo de todos esos años.
“Todo el
trabajo de Melville durante estos años -afirmó el mencionado Beaver- es radical
y conscientemente literario: una literatura de la literatura”. Para Melville,
el alma del hombre está escindida por una terrible lucha que lo opone a sí
mismo y al universo. En un artículo de 1850 dijo: “A pesar de toda la luz que
ilumina la parte de acá del alma, el otro lado -como la mitad oscura del globo
terráqueo- está envuelto en una oscuridad diez veces más negra. Pero esta
oscuridad no hace sino destacar más la aurora que lo mueve todo, avanza constantemente
a través de él y circunnavega su mundo”.
Melville
también dedicó años a su “obra maestra otoñal”, un poema épico de dieciocho mil
líneas titulado “Clarel. A poem and a pilgrimage” (Clarel. Un poema y una
peregrinación), inspirado en su viaje de 1856 a Tierra Santa y, después del
final de la Guerra de Secesión, en 1866, publicó “Battle pieces and aspects of
the war” (Piezas de batalla y aspectos de la guerra), una colección de setenta
y dos poemas que serían considerados mucho después por la crítica especializada
como un “diario de versos polifónicos del conflicto”.
Cuando
Melville falleció de una insuficiencia cardíaca el 28 de septiembre de 1891, su
fama literaria había decaído hasta el olvido. Su viuda, hija de un eminente
juez de Boston, publicó una discreta esquela en la prensa señalando que su
difunto marido era escritor. Fue un gesto de delicadeza con un autor maltratado
por el público y la crítica.
Nadie
prestaría mucha atención a “Moby Dick” hasta 1920, cuando la crítica rescató la
novela y destacó sus méritos, asegurando que se trataba de una obra maestra.
Actualmente, se la considera como la novela más representativa de la literatura
estadounidense, la historia que mejor refleja el espíritu de un país con una
conciencia escindida entre la culpa y el orgullo, el anhelo de redención y la
voluntad de poder, la vocación de universalidad y el provincianismo más estrecho.
Melville,
con su obra, negó el optimismo sobre el que se fundó Estados Unidos. Advirtió
acerca de los peligros del poder sin responsabilidad, el orgullo cegador, la
sustitución de los fines verdaderos por otros falsos, el sacrificio del bien
colectivo en aras de la libertad abstracta del individuo, la división simplista
en luchas de buenos y malos. Tal vez por eso fue condenado a la insensibilidad
y el desinterés durante más de cincuenta años.
Melville
no era demasiado optimista con respecto a la naturaleza humana y tampoco, a
pesar de los raptos bíblicos de su escritura (raptos más blasfemos que devotos)
no era un creyente. Abolicionista, simpatizante de la insurgencia parisina de
1848, un librepensador, su idea de Dios era la de un bromista que les tomaba el
pelo a los hombres convirtiéndolos en víctimas.