15 de octubre de 2024

Los escritores y el cigarrillo (3/3)

El escritor alemán Thomas Mann (1875-1955), autor de, entre muchas otras obras, “Doktor Faustus” (Doctor Fausto) y “Der tod in Venedig” (Muerte en Venecia), puso en boca de Hans Castorp, el protagonista de “Der zauberberg” (La montaña mágica), novela que es considerada como la más importante de su autoría: “No comprendo que se pueda vivir sin fumar. Sin duda, es privarse de lo mejor de la vida y, en todo caso, de un placer sublime. Cuando me despierto, me alegro de pensar que podré fumar durante el día, y cuando como, tengo el mismo pensamiento. Sí, en cierto modo, podría decirse que sólo como para poder fumar después, aunque exagere un poco. Un día sin tabaco sería para mí el colmo del aburrimiento, sería un día absolutamente vacío y sin alicientes, y si por la mañana tuviese que decirme ‘hoy no podré fumar’, creo que no tendría valor para levantarme”.
Por su parte el escritor francés André Gide (1869-1951), autor de novelas como “Les nourritures terrestres” (Los alimentos terrestres), “Les faux monnayeurs” (Los monederos falsos) y “La symphonie pastorale” (La sinfonía pastoral), anotó en su diario: “Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar”. Lo que sigue son tres ejemplos sobre esa intrincada relación.
 
INTERIOR
Genaro Estrada
México (1887-1937)
 
Mi cigarro es un cigarro sencillo y elegante. Su papel blanco está hecho con pasta de arroz del Japón; tiene una suave boquilla de oro mate y lleva un monograma con mis iniciales en tinta azul.
Mi cigarro es un compañero delicioso que ilustra mis aburrimientos con láminas encantadoras.
Cuando enciendo mi cigarro, la habitación se llena de un tibio humo azulino y yo sigo por los sillones, los libreros y los cortinajes extrañas figuras que se forman y se deforman y me quedo semidormido, viendo cómo un dragón chino enrosca su cola punzante y enciende los fanales dorados, violetas, rojos y amarillos de su piel magnificente.
 
HISTORIA DE UN CIGARRILLO
Felisberto Hernández
Uruguay (1902-1964)
 
Una noche saqué una cajilla de cigarrillos del bolsillo. Todo esto lo hacía casi sin querer. No me daba mucha cuenta que los cigarrillos eran los cigarrillos y que iba a fumar. Hacía mucho rato que pensaba en el espíritu en sí mismo; en el espíritu del hombre en relación a los demás hombres; en el espíritu del hombre en relación a las cosas, y no sabía si pensaría en el espíritu de las cosas en relación a los hombres. Pero sin querer estaba mirando fijo a una cosa: la cajilla de cigarrillos. Y ahora analizaba repasando mi memoria. Recordaba que primero había amenazado sacar a uno pero apenas tocándolo con el dedo. Después fui a sacar otro y no saqué ése precisamente, saqué un tercero. Yo estaba distraído en el momento de sacarlos y no me había dado cuenta de mi imprecisión. Pero después pensaba que mientras yo estaba distraído, ellos podían haberme dominado un poquito, que de acuerdo con su poquita materia, tuvieran correlativamente un pequeño espíritu. Y ese espíritu de reserva, podía alcanzarles para escapar unos, y que yo tomara otros.
Otra noche estaba conversando con un amigo. Entonces me distraje y volví a sentir otra cosa de los cigarrillos. Cuando tenía ganas de fumar y tomaba uno de ellos, pensaba tomar uno de tantos. Sin querer evitaba tomar uno que estaba roto en la punta aunque eso no influiría para que no se pudiera fumar. Mi tendencia era a tomar uno normal. Al darme cuenta de esto, saqué el cigarrillo roto más afuera de la cajilla que los demás. Invité a mi compañero. Vi que a pesar de que ése fuera el más fácil de sacar, él tuvo el mismo sentimiento de unidad normal y prefirió sacar otro. Eso me preocupó, pero como seguimos conversando me olvidé. Al rato muy largo fui a fumar, y en el momento de sacar los cigarrillos me acordé. Con mucha sorpresa vi que el roto no estaba y pensé: “me lo habré fumado distraído” y me alivié de la obsesión.
Esa misma noche en otra de las veces que saqué la cajilla me encontré con lo siguiente: el cigarrillo roto no me lo había fumado, se había caído y había quedado horizontal en el fondo de la cajilla. Entonces al escapárseme tantas veces, me volvió la obsesión. Tuve una fuerte curiosidad por ver qué ocurría si se fumara. Salí al patio, saqué todos los que quedaban en la cajilla sin ser el roto; entré a la pieza y se lo ofrecí a mi compañero, era el único y tendría que fumar “ése”. Él hizo mención de tomarlo y no lo tomó. Me miró con una sonrisa. Yo le pregunté: “¿Usted se dio cuenta?”. Él me respondió: “Pero cómo no me voy a dar cuenta”. Yo me quedé frío, pero él enseguida agregó: “Le quedaba uno solo y me lo iba a fumar yo”. Entonces sacó de los de él y fumamos los dos del mismo paquete.
Al día siguiente de mañana recordé que la noche anterior había puesto el cigarrillo roto en la mesa de luz. La mesa de luz me pareció distinta: tenía una alianza y una asociación extraña con el cigarrillo. Pero yo quise reaccionar contra mí. Me decidí a abrir el cajón de la mesa de luz y fumarlo como uno de tantos. Lo abrí. Quise sacar el cigarrillo con tanta naturalidad que se me cayó de las manos. Me volvió la obsesión. Volví a reaccionar. Pero al ir a tomarlo de nuevo me encontré con que había caído en una parte mojada del piso. Esta vez no pude detener mi obsesión; cada vez se hacía más intensa al observar una cosa activa que ahora ocurría en el piso: el cigarrillo se iba ensombreciendo a medida que el tabaco absorbía el agua.
 
UN GRAN FUMADOR
Esther Cross
Argentina (1961)
 
Creo que me enamoré de mi tío Gabriel antes de saber lo que era estar enamorada. Así son los grandes amores, y un gran amor no era algo extraño en una familia que hacía las cosas a lo grande. Mi padre era un gran deportista y mi madre se jactaba de que el suyo había sido un gran abogado. En casa les gustaba hablar así: era un gran criminal, una gran conversadora, un gran político. Lo bueno y lo malo, practicado por gente de carácter, cobraba esa dimensión. De Gabriel decían, sobre todo, que era un gran fumador. Donde estaba Gabriel, había humo. El cigarrillo era una parte de su cuerpo y él era, para mí, la mejor parte de la familia.
El humo blanco y fileteado quedaba flotando unos minutos, como si fuera su fantasma, cuando cerraba la puerta y se iba. También lo antecedía cuando entraba. Mis hermanos lo rodeaban, a los gritos. Yo corría a alcanzarle su cenicero preferido, de vidrio, grande y profundo como los vasos de whisky que estaban de moda -y si estaban de moda, estaban en casa-. Mi madre se encargaba de los discos. Mi padre se ocupaba de los cubos de hielo. Esa gente sabía tomar. A veces patinaban un poco por el idioma pero también eran muy divertidos.
Gabriel se sentaba en el sillón de pana amarilla. Mis hermanos se peleaban en broma con él y después se iban a su cuarto para pelearse en serio. Yo me sentaba a su lado, lo miraba como si fuera un programa de televisión y comía caramelos y galletitas con el mismo placer intenso, feliz y mecánico con que él fumaba sus cigarrillos. Era una gran gordita.
Gabriel fumaba Parliament. Los LM, decía, eran como un terrón de azúcar y los Jockey eran como dos. Los Kent tenían gusto a paja y los Pall Mall eran un híbrido. Entre los importados prefería los Gitanes y los Dunhill. Fumar le gustaba tanto que en épocas de falta de tabaco, cuando no le conseguían cigarrillos uruguayos, se conformaba con marcas dudosas que brotaban de la nada o la necesidad. Una vez lo vi abrir un paquete de Via Apia. Sentí esa mezcla de piedad y admiración que una siente por los héroes cuando están en las malas.
Yo tenía diez años y usaba talle 14 pero no me importaba. En mi clase había una chica gordísima, Silvia Cotella, y me burlaba de su gordura para salvarme de que las otras chicas apuntaran su crueldad contra la mía. Tenía dónde inspirarme. Las cosas que me decían mis hermanos para molestarme se convertían en el guión de mis burlas a Cotella. Además, a su lado, salía mejor en las fotos y eso me gustaba, porque como toda única hija mujer yo trabajaba para la posteridad. No puedo decir que lo hacía a propósito pero por algo sentía remordimientos cuando pensaba en Silvia Cotella. Los chicos no son ni buenos ni malos, pero a veces es mejor no sacar conclusiones.
Cuando Gabriel venía a visitarnos y nos quedábamos solos, me sentaba en sus rodillas y lo abrazaba. Acercaba mi cara a la suya. Él se metía el cigarrillo en la boca y echaba atrás la cabeza para largar el humo, con ese gesto que hoy puedo repetir, idéntico, después de tantos años. Una vez le acaricié el mentón y se rió. Otra vez, le di un beso en el cuello y le acaricié la cara. Gabriel sonrió, me palmeó la espalda y me bajó al piso. Me acarició la cabeza y me dijo que fuera a buscarle un vaso de agua. Fui corriendo. Si me hubiera pedido cosas más difíciles también las hubiera hecho. Pero lo más difícil fue, en todo caso, perderme la oportunidad de estar un rato más largo con él.
Cuando Gabriel no nos visitaba, la pasaba bien igual en mi mundo interior, siempre que mis hermanos no se metieran en mi vida. Me encerraba en mi cuarto a recrear grandes escenas pasionales de películas. También jugaba partidas de un juego, que todavía no tenía nombre, con la punta de la mesa, la almohada, mis queridos dedos. Criticaba a Silvia Cotella por teléfono. Veía películas por tele, donde las actrices de la época de mi madre y mi abuela convivían en la misma generación. Elizabeth Taylor, Vivian Leigh, Lana Turner, Sofia Loren y Raquel Welsh eran contemporáneas para mí porque habitaban la misma pantalla. Usaban escotes extralimitados y daban besos larga duración. Te daban ganas de hacer lo mismo. No podías quedarte quieta. Hay situaciones que son contagiosas y yo jugaba a esas escenas. Era una buena alumna. Tenía vocación.
También tenía un diario lleno de corazones con flechas que decían Gabriel. Era así de fuerte. Algo que se declaraba en cuanto agarraba el lápiz. Algo que me precedía hasta en la imaginación. Escondía el diario pero igual mis hermanos lo encontraron y no se privaron de contarles a mis padres que estaba enamorada de Gabriel. A mi madre le pareció una estupidez. Mi padre les cepilló la cabeza de una palmada demasiado fuerte y les dijo que me dejaran tranquila.
Gabriel era el centro de toda mi atención. Una vez le robé el pañuelo que tenía en el saco y lo olí, a escondidas, hasta quedarme dormida. Otra vez, guardé entre las hojas del diario un papel con dibujitos que había hecho mientras hablaba, fumando, por teléfono. Cuando me pidió que le sostuviera el saco porque quería ayudar a mis padres a cambiar el sillón de lugar fui una de las chicas más felices del mundo.
Gabriel era soltero. Traía a sus amigas a casa para los cumpleaños y las fiestas. Mis padres las dividían en dos grupos. Estaban las bonitas y las interesantes. Todas fumaban como Gabriel y una tenía una tos idéntica a la suya. Mis hermanos se reían como locos y se ponían colorados. Pobres chicas, decía mi madre con orgullo. Otra vez tu hermano, decía mi padre con los dientes apretados y una sonrisa complaciente. Rubias, profesoras, modelos, secretarias, estudiantes. Una vez, una llamó a mi madre y lloró por teléfono. Otra vez, otra se apareció en casa preguntando por mi tío. Mi madre cerró la puerta, corrió hasta el comedor y le dijo a mi padre: “Le dije la verdad, no vive con nosotros y además está de viaje”. Gabriel era un gran seductor.
Aquel verano alquilamos una casa en Chapadmalal y Gabriel fue a visitarnos con una novia. Era más grande que las otras, usaba un traje de baño blanco, tenía un pelo maravilloso y mi padre opinaba que su cuerpo era formidable. Gabriel le prendía los cigarrillos y se los pasaba. Corría a abrirle la puerta del auto. Le daba su campera cuando ella tenía frío. Le decía linda. Linda esto y lo otro. A Linda le dolía la cabeza muy seguido.
Por la ventana de mi cuarto, yo veía a la pareja que caminaba por la arena con el viento en contra. Me quedé encerrada en la casa tres días porque tuve mucha fiebre. En la casa no había tele, así que leía, comía y espiaba a los enamorados por la ventana. Se detenían, cada tanto, para prender un cigarrillo. A la noche oían música con mis padres. Pasaban mucho tiempo encerrados en su cuarto.
Una tarde vi a Linda en la galería de la casa. Tenía los ojos hinchados y respiraba acelerada. No era como las demás. Linda era distinta. Esa noche, cuando le preguntamos por ella a la hora de comer, Gabriel nos dijo que se había ido. Después tomó todo el vino que había en su vaso de un solo trago. Mi padre hizo una broma pero nadie se rió. Mi madre lo miró y le hizo una mueca a escondidas de Gabriel. Nos levantamos de la mesa y esa noche no oyeron música ni jugaron a las cartas. Gabriel se fue a su cuarto y cuando mi madre le preguntó si iba a dormir le dijo que no tenía sueño. No quiso jugar con mis hermanos y los despachó, de mal modo, cuando fueron a buscarlo.
Hice tiempo en la cocina y después me metí en el cuarto de Gabriel. La puerta estaba entornada. La cama estaba deshecha. Había un cenicero lleno de colillas en la mesa de luz que le había tocado a Linda. Gabriel estaba sentado en un silloncito. La cabeza apoyada en una mano. El cigarrillo se agotaba entre sus dedos y pensé que iba a quemarse. Lo apagó y encendió otro, en automático. Abrió el paquete, sacó el cigarrillo, dio dos golpecitos contra el brazo del sillón y lo prendió con su encendedor Ronson, pero estaba en otro mundo. Ni siquiera se movió cuando sonó el teléfono, como si diera por sentado que Linda nunca iba a llamar.
Me acerqué y lo saludé. Me regaló una mirada de compromiso. Me senté sobre sus rodillas y lo abracé. Olí su colonia y la espuma de afeitar que se calcaba en su cara, áspera y firme. Palpé su cuello ancho y musculoso. Gabriel me apartó un poco para darle una pitada a su cigarrillo. Estaba volviendo. Miró la brasa del cigarrillo con los ojos entornados, como si calculara la duración de la bocanada de humo que estaba por largar. No pude contenerme. Le di un beso en la boca. Como Vivian y Raquel, como Sofia y como Elizabeth. Con esa mezcla de entrega y tensión que justifica los besos. Un gran beso. Gabriel apretaba los labios. Pero insistí, aferrada a su cuello, hasta que oí, con toda claridad, que alguien cerraba la puerta a mis espaldas. Gabriel cerró los ojos y negó con la cabeza. Nos habían visto.
Esa noche Gabriel se fue de Chapadmalal. Cuando mis hermanos preguntaron, al otro día, por qué se había ido, mi padre les dijo que no se metieran en las cosas de los grandes. Salí a dar una vuelta y encontré a mi madre en la galería. Tenía los ojos hinchados. Miraba la playa vacía con la mano en la frente, para darse sombra. Mis hermanos preguntaron varias veces más por Gabriel y mi padre siempre dijo lo mismo. Yo no pregunté nada. Días después me anunciaron que tenían una sorpresa para mí. Habían invitado, sin consultarme, a Silvia Cotella. Eso era todavía peor que la ausencia de Gabriel, aunque la gorda se dejó convencer y ese verano nos alejábamos en la playa para que nadie nos viera. Había mucho viento y aprendimos a fumar. Los primeros cigarrillos.
 
Como conclusión podría citarse al autor de “Le prince heureux” (El príncipe feliz) y “The Canterville ghost” (El fantasma de Canterville), el irlandés Oscar Wilde (1854-1900), quien en su obra más conocida, su única novela, “The picture of Dorian Gray” (El retrato de Dorian Gray) escribió: “Un cigarrillo es el tipo perfecto de un placer perfecto. Es exquisito y nos deja insatisfechos. ¿Qué más se puede pedir?”.

14 de octubre de 2024

Los escritores y el cigarrillo (2/3)

Indudablemente la lista de escritores que se han acompañado del cigarrillo, del cigarro o de la pipa para crear sus obras es inmensa. En el caso de los europeos se puede citar a los franceses Max Aub, Charles Baudelaire, Simone de Beauvoir, Albert Camus, Alexandre Dumas, Gustave Flaubert, Jean Genet, André Gide, Jean Moliere, Arthur Rimbaud, George Sand, Jean Paul Sartre, William Somerset Maugham, Julio Verne, Boris Vian y Emile Zola; a los británicos James M. Barrie, George Byron, Gilbert K. Chesterton, Arthur Conan Doyle, Joseph Conrad, James Joyce, Rudyard Kipling, George Orwell, Bertrand Russell, Robert Louis Stevenson, John R. R. Tolkien y Oscar Wilde; a los españoles Pío Baroja, Juan Benet, Camilo José Cela, Ramón Gómez de la Serna, Jorge Guillén, Antonio Machado, Juan Marsé, José Ortega y Gasset, Benito Pérez Galdós, Pedro Salinas y Enrique Vila Matas; a los italianos Cesare Pavese e Italo Svevo; a los alemanes Bertolt Brecht y Thomas Mann; al ruso Máximo Gorki, al portugués Fernando Pessoa y al belga Georges Simenon.


El filósofo español Fernando Savater (1947), autor de relevantes ensayos como “Ética para Amador” e “Historia de la Filosofía sin temor ni temblor”, en el prólogo del libro “Del placer y del vicio de fumar” del italiano Italo Svevo (1861-1928) -tenaz fumador él- escribió: “Nunca podremos saber cuántas de las mejores páginas de la literatura moderna y contemporánea se deben a un cigarro o a una pipa fumados cuando se debía, pero podemos estar seguros de que no son pocas... Ahora que tantos filisteos, con severas razones médicas o simplemente con el resentido afán de fastidiar los deleites ajenos, nos detallan los atroces daños causados por el tabaco a la salud de quien fuma, es oportuno recordar que también a ese delicado veneno le debemos, tanto los fumadores como los no fumadores, bastantes cosas buenas: porque es posible que fumar acorte la vida, como muchas otras incidencias, pero es seguro también que amplía y estimula el arte, cuyo alcance es más largo y ancho que la vida misma”. Un ejemplo de ello es el cuento siguiente:
 
TABACO
Mauricio Montiel Figueiras
México (1968)
 
La primera vez que vio el Impala encendido, el filtro apenas manchado de lápiz labial rozando delicadamente la superficie de la mesa mientras el resto del cigarro -apoyado en el borde del cenicero con el emblema de un motel borrado a medias por los años- parecía señalar con un impasible dedo de humo un punto fijo en el techo, no sintió miedo sino sólo estupor, el vago asombro que provoca toparse con el epílogo de un acto que de momento no se recuerda haber perpetrado. De entrada pensó que, por un descuido nada común en él, había olvidado apagar el cigarro antes de abandonar a toda prisa del departamento para su cita de las seis de la tarde; pero esta idea fue inmediatamente sustituida por otra, remplazada a su vez por otra y otra más hasta formar una cadena lógica que lo paralizó unos segundos. El fumaba Marlboro y no solía -pero claro que no- pintarse la boca, Impala era una marca de su juventud que había desaparecido del mercado décadas atrás y que nunca -¿nunca, de veras?- había probado. Ningún cigarro del mundo podía permanecer prendido -consultó al reloj en la mesa de la sala- cerca de cinco horas sin consumirse, alguien lo había encendido no mucho tiempo antes de que él abriera la puerta: la misma intrusa que había exhumado de su umbrío rincón en la alacena el cenicero con el logotipo de un motel perteneciente a su remoto pasado sentimental; el mismo fantasma que había dejado como única huella de su incómoda presencia un dedo azul, delgadísimo, que apuntaba hacia arriba culpando a la lámpara de techo -la de pie era la que él había prendido al salir por la tarde, y desde su esquina arrojaba una macilenta y sesgada luz sobre los muebles de la sala- de un crimen insondable.
Inquieto aunque no temeroso, accionó los otros interruptores del apartamento para desterrar una penumbra en la que sólo relampagueaba el humo casi fluorescente del cigarro; revisó recámara, estudio, clósets, baño, comedor y cocina hasta confirmar lo que de antemano sabía: nada estaba fuera de su sitio salvo el cenicero. Luego regresó a la sala, se sentó en el sofá, se llevó el Impala a los labios y le dio una calada profunda: el acre sabor del tabaco barato le inundó el paladar aunado al regusto del lipstick y a una sensación que no pudo reconocer pero que asoció con el húmedo letargo que sobreviene después de un coito rabioso. Envuelto en esa crisálida de humedad entró de puntillas al blando territorio del sueño sin sueños donde la brasa de un cigarro parpadeó toda la noche, iluminando a intervalos más o menos regulares una boca que rodeaba frenética un oscuro símbolo fálico.
La segunda vez que vio el Impala encendido fue al día siguiente: la misma posición, el mismo pálido rastro de lápiz labial, el mismo viejo cenicero que la mujer de la limpieza había lavado y devuelto a su lugar por la mañana, el mismo dedo admonitorio apuntando al techo entre las sombras de la sala alteradas únicamente por la luz de la lámpara de pie, el mismo estupor seguido de un veloz manoseo de interruptores y un registro del apartamento aderezado de una mínima dosis de pánico que culminó de nuevo en el sofá, de nuevo con el ineludible gesto de llevarse el cigarro a los labios y darle una honda calada que en un santiamén lo depositó en su más temprana adolescencia.
Ante sus ojos atónitos comenzaron a desfilar, como emitidas por una moviola un tanto temblorosa, imágenes relacionadas con su iniciación en los ritos siempre impalpables del tabaco: el acertijo sin respuesta que para él representaba el camello de perfil en la cajetilla de Camel, primera marca elegida entre los rescoldos de una absurda pasión infantil por Egipto y sus esfinges impávidas; el primer cigarro fumado a escondidas en un lote baldío cercano a la casa paterna y los primeros carraspeos, las primeras flemas arrojadas a una espesura que vibraba con el vuelo invisible de mil insectos estivales; la primera polución nocturna debida a un sueño donde él, encarnando al émulo de Dick Tracy que es el emblema inamovible de Faros, oteaba desde su atalaya el paraje marítimo de la cajetilla sólo para descubrir un barco en cuya proa viajaba una mujer desnuda, sin facciones, que lo llamaba con un lánguido ademán en el que brillaba como un sol minúsculo la punta de un cigarro; la experimentación con diversas marcas cuyos slogans acompañaron las primeras incursiones en los terrenos untuosos del onanismo: Baronet (“porque me gustan”), Kent (“los únicos con el exclusivo filtro Micronite”), Viceroy y un melancólico etcétera de humo que más tardó en intentar domesticar su garganta que en evaporarse.
Luego la preparatoria, las colillas escondidas en un tubo de desagüe de la casa paterna que en época de lluvias provocaron que el balcón de su cuarto se inundara revelando -palabras airadas de su madre- su vicio secreto, los tímidos flirteos con alumnas de otras escuelas amparados por lo general tras una evanescente cortina gris, los amigos que se mofaban de él porque aún no había aprendido a dar el “golpe” al cigarro y eso indicaba que quería pasarse de listo pero con ellos no lo lograría, los estrechos cines que exhibían cintas pornográficas de títulos más hilarantes que seductores y en los que uno podía -o, mejor, debía- fumar para mitigar un poco la irrespirable aleación de semen y telas viejas, la súbita inclinación por los Raleigh originada por la lectura de una pequeña biografía del caballero inglés; inclinación de la que no pudo deshacerse sino hasta años recientes, luego de haber leído en alguna parte la noticia de un suicida del Metro que había olvidado en el andén un portafolios con varios objetos, entre ellos una cajetilla de cigarros de su marca predilecta. Al llegar, sin embargo, a su primer semestre en la facultad de diseño, la moviola pareció atascarse; el cuadro con él a punto de entrar a una ciclópea cafetería universitaria se detuvo y empezó a quemarse del centro hacia los bordes como una película proyectada en un añejo cine de barrio, regresándolo abruptamente -más exhausto que intranquilo- a la sala del departamento que se diluyó tras el humo exhalado por el cenicero.
Esa noche soñó con un cuarto de motel cuya asfixiante penumbra era interrumpida por el parpadeo de un televisor que transmitía sin parar, desde una enorme distancia a juzgar por lo opaco que sonaba el jingle, el mismo anuncio: “De cigarro a cigarro... se impone Impala”. A la incierta luz catódica se distinguía un lecho salpicado de manchas oscuras; las sábanas revueltas causaban de algún modo una sensación de violencia recién consumada o casi por consumarse, y entre ellas yacía bocarriba una mujer desnuda, el rostro oculto bajo una almohada, que ofrendaba los pechos a la mano que de pronto irrumpía en escena con un cigarro a medio fumar.
La tercera vez que vio el Impala encendido le vino a la mente de inmediato un nombre que, al pronunciarlo en voz alta en la lúgubre quietud del apartamento, se deshizo en dos sílabas humeantes, dos aros perfectos y azules que bogaron unos segundos entre las sombras: Dia-na. Estupefacto, sin pensar siquiera en emprender su ceremonia de interruptores, se dejó caer en el sofá alumbrado por la lámpara de pie, presa de una lasitud de la que por un instante creyó que jamás saldría. Algún resorte inconsciente hizo que sus dedos -lentísimos- se desplazaran hasta el cenicero, que su boca -adormecida- diera una calada al cigarro, que sus ojos -entrecerrados- recuperaran la imagen que el día anterior se había atascado en la moviola del recuerdo. Ahí estaba él, flamante alumno de diseño, entrando a una ciclópea cafetería universitaria en uno de los descansos entre clase y clase, dirigiéndose a la barra para comprar un refresco y un bisquet, buscando con la mirada una imposible mesa vacía. Y ahí estaba Diana, una de sus compañeras con la que apenas había cruzado unas frases; o más bien la mano de Diana aleteando entre la multitud matutina para llamar su atención, el rostro blanco de Diana recibiéndolo con una sonrisa donde brillaba un tenue vestigio de lápiz labial, los pechos generosos de Diana insinuando la ausencia de sostén a través de la delgada tela de una blusa sobre la que se derramaba una copiosa cabellera de ébano.
Ahí estaba él, huraño como siempre, intentando concentrarse en vano en su desayuno tardío, escuchando con mayor interés del que hubiera deseado el ronco soliloquio de Diana sobre las ventajas de ser diseñador, recordando las historias que la ubicaban entre los mejores y más fáciles acostones de la facultad. Y ahí estaba ella, insólita y astuta como siempre, intentando en vano contener la risa al darse cuenta que él no daba el “golpe” al fumar, sacando de su bolso una cajetilla de Impala para prender un cigarro tras otro y exponer -durante más de media hora- los tersos secretos del tabaco. Ahí estaba él, mascullando una invitación al cine que ella aceptaba con una repentina brasa al fondo de los ojos que hacía estremecer imperceptiblemente ese azul donde las pupilas parecían naufragar como antiguas monedas.
Y de pronto, sin ningún aviso, ahí estaba la vorágine a la que él se había entregado a lo largo de dos meses que su memoria no había logrado bloquear después de todo: la lengua de Diana exploraba su oído y su boca a la trémula luz de un filme de Catherine Deneuve, la mano de Diana reptaba hacia su bragueta sin mayores preámbulos una vez cerrada la puerta del cuarto número seis del motel en las afueras de la ciudad que acogería sus coitos explosivos, el vello púbico de Diana se enroscaba entre sus dedos como oscuras hebras de tabaco, el torso y la espalda de Diana se volvían el feroz campo de batalla donde empezaban a aparecer diminutas cicatrices que a él lo hacían pensar en quemaduras de cigarro y que ella se negaba a explicar con una sonrisa que se mantenía en su sitio aún al cabo de una furiosa felación. Las facciones de Diana empalidecían con el paso del tiempo y se recargaban de un inusitado maquillaje que no podía ocultar la ocasional cicatriz semejante a las que sus blusas escondían, la llorosa madre de Diana disculpaba por teléfono las cada vez más frecuentes faltas de su hija a la facultad y las atribuía a una ambigua dolencia infantil que había regresado intempestivamente, el restirador vacío de Diana era ocupado una tórrida tarde por un bolso y un bloc anónimos.
Ahí estaban, implacables como siempre, los rumores: Diana se había visto involucrada en una enfermiza relación con un maestro casado que le doblaba la edad y del que se sospechaba cierto lejano “background” sadomasoquista que incluía a jóvenes de ambos sexos; no, en realidad ya se había acostado con media escuela de diseño y había partido en busca de nuevas braguetas; no, la verdad era que uno de sus amantes era un alumno del último semestre de arquitectura que había sido expulsado días atrás por un turbio enredo de cocaína; no, se había dejado seducir por un extraño para emular violentamente a la Diane Keaton de “Looking for Mr. Goodbar”; no, su arrogancia la había llevado a rentar un apartamento frente a la universidad sin decir nada a nadie para ver -triste remedo del “Wakefield” de Hawthorne- cómo era el mundo en su ausencia; no, había salido del país con su madre -que ya nunca contestaría las llamadas- en pos de un padre que la había abandonado cuando ella no era aún la Diana que todos conocieron, la Diana de los eternos Impala, Diana, Diana, Dia-na.
Ahí estaba él, más de veinte años después, hundido en una memoriosa penumbra de la que emergió para enfrentarse con el dedo incriminatorio tejido por un cigarro que aplastó con brusquedad. Supo lo que debía hacer en seguida cuando vio, a través de una súbita bruma que se espesaría minuto a minuto, el logotipo del motel impreso en el cenicero hurtado una noche distante junto a un borroso número de teléfono que pudo descifrar y marcar no sin cierto temblor de anticipación. La voz al otro extremo de la línea -“Motel Habano, a sus órdenes”- le confirmó un “rendezvous” programado por fuerzas ignotas entre las tinieblas de su pasado. Tomó las llaves del auto, salió con cautela del departamento; el viaje de media hora a las afueras de la ciudad transcurrió contra una estática de fondo producida por una estación mal sintonizada entre la que pareció sonar el viejo aunque íntimo jingle de un anuncio de cigarros. El motel había cambiado poco: quizá una o dos manos de pintura pero ahí estaban las pequeñas palmeras artificiales, ahí esa suerte de luminosa decrepitud teñida de neón que lo había hechizado durante dos remotos meses. A pesar de la bruma que lo envolvía, entorpeciendo sus movimientos, recordaba el ritual al pie de la letra: cuarto seis, el último del primer corredor débilmente iluminado por lámparas infestadas de mosquitos, la tibia llave unida a un hexágono de plástico verde con el emblema del motel -un puro humeante- grabado en trazos dorados. Abrió y cerró la puerta de la habitación con lentitud, permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad perturbada por el nervioso parpadeo de un televisor que alguien había dejado sin volumen. Encima del lecho recién destendido -el aire estaba impregnado de un fuerte aroma a almidón- había un cenicero en el que un Impala se deshilachaba, mágico, olvidado de momento por quien estuviera en el baño, bajo cuya puerta cerrada se colaba una esquelética franja de luz acompañada de algo parecido a un ronco canturreo.
- ¿Diana? -murmuró él, soltando las sílabas como aros azules en la quietud catódica.
El humo del cigarro vibró antes de comenzar a insinuar entre las sombras el vago perfil de una silueta femenina.
 
No sin cierta mordacidad, el neurólogo austriaco y padre del psicoanálisis Sigmund Freud (1856-1939) -quien aseguraba que su pasión por fumar era algo que le impedía aclarar algunos problemas psicológicos- escribió en “Das unbewusste” (Lo inconsciente): “Fumar es indispensable si no se tiene a nadie a quien besar”

13 de octubre de 2024

Los escritores y el cigarrillo (1/3)

Según un informe de la española Red de Entretenimiento e Información (REDEI), el fumar tabaco fue una costumbre religiosa, medicinal y ceremonial en la vida tribal americana precolombina. Llevado a España por Cristóbal Colón (1451-1506), su uso se extendió rápidamente por Europa. Naturalmente, poco y nada tienen que ver los actuales cigarrillos con los que fumaban los americanos originarios antes de la llegada de Colón. A los cigarrillos de hoy en día -además del papel- para su elaboración se le agregan cientos de compuestos para realzar su sabor y mejorar la absorción de la nicotina. Para algunos, el fumar evita la fatiga y el aburrimiento, y mejora la coordinación de diversas tareas rutinarias, además de aumentar la actividad en tareas que implican rapidez de reacción, vigilancia y concentración. También -se dice- calma los nervios y relaja los músculos durante períodos de estrés. La falta de motivación sería el principal problema para dejar de fumar, a lo que se suma la aceptación social del hecho de fumar, ya que no afecta el comportamiento de los individuos.
Para los artistas en general y para los escritores en particular, el fumar parece ser un compañero inseparable de la creación, y haciendo una lista entre fumadores de cigarrillos, cigarros y pipa, entre los escritores americanos más conocidos se pueden mencionar a los mexicanos Octavio Paz y Juan Rulfo; a los cubanos Guillermo Cabrera Infante y José Lezama Lima; a los argentinos Julio Cortázar, Andrés Rivera y Osvaldo Soriano; a la brasileña Clarice Lispector; al peruano Ciro Alegría; al chileno Roberto Bolaño; al uruguayo Juan Carlos Onetti; y a los estadounidenses Paul Auster, Charles Bukowsky, Raymond Chandler, John Dos Passos, William Faulkner, Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, Ernest Hemingway, Henry James, Carson McCullers, Henry Miller, Susan Sontag, Mark Twain, John Updike y Walt Whitman.
Como se puede apreciar, la lista es extensa. La literatura no sólo está colmada de autores fumadores. También se ha ocupado muchas veces del cigarrillo como tema, apareciendo en la boca tanto de entrañables personajes como de rufianes de baja estofa. Lo que sigue son algunos cuentos breves de autores argentinos elegidos al azar que se refieren al tema:
 
FUMAR
Rolo Diez (1940)
 
El Che escribió sobre el vínculo establecido entre un combatiente y su tabaco. Entre ráfaga y demolición, llamados al recreo por un cigarrillo, X, XX y XXX se acomodaron tras la protección de una heladera que nadie podría decir cómo llegó al asfalto y se convirtió en barricada. Palabras más o menos, Guevara habló de la compañía brindada por la lenta combustión vegetal, la cálida vecindad de la brasa y el baile del humo echado al aire. El humo es esencial en la “puesta” de una fumada. Al parecer, los ciegos fuman menos que los sordos y los mudos. Quienes no pueden ver las azuladas serpentinas arrojadas por el cigarro se pierden la mitad de la fiesta, y, por eso mismo, se interesan menos en el asunto.
Sin recordarlo o sin saberlo, X, XX y XXX van a poner en escena un tema clásico: los fumadores son tres, tres son los cigarros y hay un solo fósforo para encenderlos. La voz popular dice que el último en prender su cigarro morirá. Sin saberlo o sin recordarlo, X extrajo el fósforo de la caja de Ranchera, lo llevó hacia la lija y lo frotó. Guerrillero con su puro, Guevara viene bien en estos tiempos en que lo “correcto” es satanizar a socialistas y fumadores. Si alguien rechaza el capitalismo salvaje y afirma que la globalización económica del planeta se levanta sobre el hambre de millones de personas, le contestan con la locura de Pol Pot y los crímenes de Stalin, como si una infamia se justificara por otra; y si el adicto tabacalero sostiene que los automóviles contaminan cien o quinientas veces más que su modesto humo, le explican imperativos de la economía del planeta: “Prohibir a los fumadores es posible, pero el mundo viaja en cuatro ruedas y, aún lanzado de cabeza a un agujero negro, debe hacerlo a buena velocidad e impulsado por petróleo”.
X ofreció fuego a XX y así comenzó la escena clásica. A una Z distancia en la trinchera de enfrente, formada con una máquina de coser, dos perros muertos y un bote de basura, el tirador Y, del bando enemigo, vio la llama y la buscó con su fusil. Pausa. Chiste de fumadores: un tipo va a comprar cigarros, pide su marca y encuentra en ella esta leyenda “Fumar provoca impotencia”. Se detiene a observar otras cajetillas que prometen la muerte. Impactado por el anuncio, decide cambiar de marca y le dice al vendedor: “Mejor deme uno de esos de etiqueta roja, ese, el de los tumores”.
X ofreció fuego a XXX y el tirador Y apuntó cuidadosamente su fusil. El Che era asmático y fumaba. Cierto es que no lo mató el cigarro sino su principal enemigo, pero también es cierto que Guevara no dio chance. Si se hubiera preocupado más por él mismo que por los demás no hubiera sido condenado a muerte por la CIA y los militares de la sociedad occidental, ni hubieran guardado sus manos cortadas en un frasco de formol, ni su fantasma se permitiría ironizar sobre el culto a San Ernesto de La Higuera, ni su rostro indomable recorrería el mundo en posters y camisetas adolescentes, y así, bien portado y bien pagado (que para algo se estudia en la universidad), el doctor Guevara podría haberse ido de la vida bien fumado, con su enfisema y su tumor.
La conocida trama de los hechos llegó al instante en que le tocaba a X encender su cigarrillo. El tirador Y había hecho ya los aprontes necesarios y se dispuso a disparar. X echó la primera bocanada de humo y sintió junto a su oreja el silbido de una bala. La leyenda de que si se encienden tres cigarros con un mismo fósforo el último fumador muere nació en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La explicación era sencilla: mientras actuaban el primero y el segundo, el tirador afinaba su puntería, cuando llegaba el turno del tercero, le volaba la boca de un disparo. Eso sí, la leyenda requiere de tiradores que no fallen. Con chambones es distinto.
 
EL CIGARRILLO
Enrique Anderson Imbert (1910-2000)
 
El nuevo cigarrero del zaguán -flaco, astuto- lo miró burlonamente al venderle el atado.
Juan entró en su cuarto, se tendió en la cama para descansar en la oscuridad y encendió en la boca un cigarrillo.
Se sintió furiosamente chupado. No pudo resistir. El cigarro lo fue fumando con violencia; y lanzaba espantosas bocanadas de pedazos de hombre convertidos en humo.
Encima de la cama el cuerpo se fue desmoronando en ceniza, desde los pies, mientras la habitación se llenaba de nubes violáceas.
 
CONCIERTO PARA VIOLIN Y ORQUESTA OP. 61
Angel Balzarino (1943-2018)
 
Primero fue un dolor indefinido en el pecho, después, un cosquilleo en el fondo de la garganta, por último, el estallido de una tos seca y perentoria. Entonces permaneció inmóvil, hundido en el asiento como si fuera una barrera protectora, paseando los ojos en torno, tímidamente y con temor, a la búsqueda de algún signo de alarma o reconvención en los demás; pero, al parecer, no habían reparado en eso, pues todos se encontraban cómodamente arrellanados en sus butacas, la mirada clavada en el escenario, los rostros imperturbables, denotando una profunda concentración en cada nota del concierto.
El alivio no se prolongó demasiado. Cuando de nuevo se vio sacudido por una furiosa catarata, percibió detrás de él una voz malhumorada ordenándole silencio. Se limitó a realizar un gesto con la mano en señal de disculpa y luego, en una denodada lucha contra el tiempo, comprendió que debía hacer algo antes de que sobreviniera el próximo ataque de tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la ayuda del impetuoso tronar de la orquesta. Sin duda lo mejor era retirarse de la sala; pero el hecho de levantarse, cruzar entre las numerosas piernas extendidas, convertirse en una figura que obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir de inmediato.
La certeza de hallarse apresado en el asiento resultaba una experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado de intranquilidad, angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo toda atención en el desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la ineludible invasión de la tos. Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
- Señor, sírvase uno.
Levantó la cabeza algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
- Tiene la garganta muy seca. Un caramelo lo aliviará. Pruebe.
- Vamos, amigo -intervino el hombre que estaba sentado a su lado-. La señorita tiene razón. No puede seguir así toda la noche.
- Está bien -debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo-. Gracias.
- ¿Me permite, señorita? -exclamó un joven sentado en la butaca de atrás, interponiéndose entre la mujer y él-. Yo también siento una molestia en la garganta. El cigarrillo, sabe.
- Por supuesto. Sírvase. Y usted, ¿gusta uno? Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta y ofreció el paquete de caramelos a las otras personas, que enseguida se mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran descubierto la fuente de una nueva y fascinante diversión.
- Oh, es usted muy atenta.
- ¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
- De chocolate, como me gustan a mí. Gracias, señorita.
No pudo comprender, creyó debatirse en un sueño absurdo y tumultuoso. De repente, el inusitado esfuerzo que había realizado durante largos minutos para ahogar la tos, se tornaba completamente estéril, sin ningún sentido ante la algarabía que fue creciendo más y más. Ya nadie pareció preocuparse por guardar silencio. Como en una especie de contagio colectivo, los accesos de tos, sin disimulo, surgieron en diversos puntos. Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con impaciencia; el rumor de las voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el ámbito.
Sintió el deseo de protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro. Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos en una postura ausente. Le costó aceptar que hubiera concluido el concierto y atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante, todo adquirió un carácter fantásticamente increíble al observar que el director se hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer un dominio absoluto. Porque fijamente erguido, el rostro grave y absorto, la mano derecha esgrimiendo la batuta con asombrosa habilidad, trató de imponer el ritmo adecuado al concierto de toses, papeles destrozados y charla bulliciosa que colmaba poderosamente la sala.
 
FUEGO
Juan Filloy (1894-2000)
 
Compadrito y audaz, ahí va Rickie. Chomba celeste y pantalón vaquero. Patillas en forma de reja de arado y profusa melena casi enrulada sobre la nuca. Con porte insolente, que parece dueño del mundo, ahí va Rickie.
Salió del Bar Tokyo en dirección al oeste por la calle San Martín. A pocos pasos abrió el paquete de Parliament que tenía en la mano. Después de encender un cigarrillo, alguien caminando apurado, le golpeó el codo haciendo caer su caja de fósforos de palo.
- Perdone, amigo, fue sin querer.
Expeliendo con moroso fastidio la primer bocanada, lo miró de arriba abajo y, abruptamente, crispado de ira, pateó la caja sembrando de palitos la vereda. Dos cuadras después, detenido a charlar con un compinche vendedor de frutas, quiso encender otro cigarrillo.
- ¿Tenés fuego?
- No.
Sin decir nada, la faz atribulada por rictus de impaciencia, escrutó uno a uno los hombres que pasaban. ¡Al fin venía uno fumando!
- Deme fuego ¿quiere?
- Con mucho gusto; y le extendió el pucho para que encendiera.
La respiración del humo rubio pareció borrar balsámicamente su fastidio. Como no agradeció al favor, el hombre que lo hizo se lo recordó con sorna:
- Gracias... Y acentuando la misma, agregó:
- Tenga también la caja. Es la suya. Yo recogí los fósforos del suelo...
- ¡Ah, sí! -farfulló.
Y arrebatándosela brutalmente, brutalmente la estrelló en medio de la calle.
- Vaya, recójala otra vez...
 
Mark Twain (1835-1910), el escritor estadounidense recordado por obras como “The adventures of Tom Sawyer” (Las aventuras de Tom Sawyer), “The prince and the pauper” (Príncipe y mendigo) y “A Connecticut yankee in King Arthur's court” (Un yanqui en la corte del Rey Arturo), escribió alguna vez: “Al cumplir los setenta años, me he puesto la siguiente regla de vida: no fumar mientras duermo, no dejar de fumar mientras estoy despierto y no fumar mucho, sólo un puro a la vez”. Otro tanto hizo años después su coterráneo William Faulkner (1897-1962), autor entre muchas otras obras de “The sound and the fury” (El sonido y la furia), “The wild palms” (Las palmeras salvajes) y “Absalom, Absalom!” (¡Absalón, Absalón!): “Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky”.
En diciembre de 2008 la escritora, docente y crítica literaria argentina Silvina Friera (1974), en un artículo aparecido en el diario “Página/12” en el que reseñó la antología de relatos sobre el tabaco “Vagón fumador”, expresó que el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) en su cuento “Sólo para fumadores”, confesó que cuando ya no pudo comprar cigarrillos tuvo que cometer “un acto vil”: vender sus libros más queridos, aquellos que arrastró durante años por países, trenes y pensiones. “‘Este Valéry vale quizás un cartón de rubios americanos’, en lo que me equivoqué, pues el ‘bouquiniste’ (vendedor de libros usados y antiguos) que lo aceptó me pagó apenas con que comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac, que se convertían automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas surrealistas me decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico’. Poco a poco, Ribeyro se fue desprendiendo del teatro completo de Chéjov, de Flaubert, hasta que sus libros se habían hecho ‘literalmente humo’”.
En su libro “Salvo el crepúsculo” Julio Cortázar (1914-1984) -empedernido fumador- incluyó el soneto “Los amigos”, cuyo primer cuarteto dice así: “En el tabaco, en el café, en el vino, /al borde de la noche se levantan /como esas voces que a lo lejos cantan /sin que se sepa qué, por el camino”. Y en el primer párrafo de su cuento “Tu más profunda piel” -incluido en “Último round”- expresó: “Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo allí donde estés- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, si no esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas”.