En medio de la disminución
sin signos de repunte del crecimiento del Producto Bruto Interno mundial, según
el informe publicado por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y
Desarrollo (UNCTAD) a principios del corriente año, para la cual la economía
mundial está “volando a velocidad de estancamiento” y los bancos centrales “dan
prioridad a la estabilidad monetaria a corto plazo frente a la sostenibilidad
financiera a largo plazo” -lo que implica una “continua desatención al aumento
de la desigualdad”-, el presidente argentino con la ignominiosa complicidad de
muchos senadores y diputados de la “oposición” más la sempiterna inoperancia de
los jueces de la Corte Suprema de Justicia, prioriza el achicamiento del Estado
y favorece la expoliación de los recursos naturales, la logística del
transporte y la actividad industrial por parte de las grandes corporaciones
multinacionales. Cerca de una veintena de ellas duplicaron su rentabilidad en
un año mientras quebraron más de diez mil pequeñas y medianas industrias y se
perdieron más de doscientos mil puestos de trabajo registrados en unidades
productivas.
Hace poco más de tres siglos y medio atrás se publicaba póstumamente “Pensées” (Pensamientos), una recopilación de las numerosas notas que el filósofo y matemático francés Blaise Pascal (1623-1662) había escrito a durante su corta vida. Entre ellas podían leerse reflexiones como “no es necesario que el pueblo perciba la verdad de la usurpación. Introducida en otro tiempo sin razón, se ha vuelto razonable y conviene mostrarla como auténtica, eterna, y ocultar su comienzo si no se quiere que llegue rápidamente a su fin”. Y sobre los seres humanos pensaba que el egoísmo, el orgullo, la vanidad, la aversión a la verdad, la cobardía, el miedo eran muchas de sus condiciones. Tantos años después, estos adjetivos podrían aplicarse taxativamente a buena parte de la población argentina cuyas preferencias electorales oscilan entre el nacionalismo, el populismo o el liberalismo -todos, en mayor o menor medida, cleptócratas- mientras busca la manera de sobrevivir del modo que sea, cueste lo que cueste. Esto nos remite al personaje central de la novela “El farmer” del escritor argentino Andrés Rivera (1928-2016): “Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las verdades patrióticas: quien gobierne podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos”.
Mientras un discurso plagado de insultos, embustes e hipocresías busca ocultar que la Argentina tiene una de las inflaciones más altas del mundo, que más de la mitad de sus habitantes son pobres, que cada día un millón de niños y niñas se van a dormir sin cenar, que esa cifra se eleva a un millón y medio si se incluyen a aquellos que se saltean alguna de las comidas durante el día, que el empleo informal asciende al 50% y que el país está más que nunca esclavizado financiera y económicamente por una monstruosa deuda externa, el fenómeno de la corrupción es cada día más desmesurado, una aberración que además de enriquecer a los burócratas en lo individual tiene un efecto social profundamente perverso. Pero esto no parece ser tenido en cuenta por los argentinos, quienes lo toman como algo “natural” ya existen antecedentes desde la época de la colonización española y no son pocos los mandatarios que fueron denunciados en su momento por actos de corrupción.
Tenía razón el dramaturgo inglés William Shakespeare (1564-1616) cuando allá por 1611 ponía en boca de Ariel, uno de los personajes de su tragicomedia “The tempest” (La tempestad): “El Infierno no existe. Todos los demonios están aquí”. Si el autor de obras inmortales como “Romeo and Juliet” (Romeo y Julieta), “The merchant of Venice” (El mercader de Venecia) o “A midsummer night's dream” (El sueño de una noche de verano) viviese hoy en Argentina, ante las frecuentes preguntas que suelen hacerse muchos analistas políticos, periodistas e incluso mucha gente común y corriente en cuanto a si el mandatario actual es un genio o un demente, un ecuánime o un mitómano, un reflexivo o un desenfrenado, un mesías o un diablo, seguramente elegiría como respuesta las segundas opciones de cada pregunta. Cuando el presidente, un vulgar predicador mesiánico, promete volver a convertir a la Argentina en una potencia mundial con sus medidas, vale la pena recordar al filósofo alemán Georg Lichtemberg (1742-1799), quien en una de sus sentencias que fueron publicadas mucho tiempo después de su fallecimiento bajo el título “Aphorismen” (Aforismos), manifestó: “Daría cualquier cosa por saber verdaderamente en provecho de quién se han realizado los actos que se proclama haber hecho por la patria”.
Hace poco más de tres siglos y medio atrás se publicaba póstumamente “Pensées” (Pensamientos), una recopilación de las numerosas notas que el filósofo y matemático francés Blaise Pascal (1623-1662) había escrito a durante su corta vida. Entre ellas podían leerse reflexiones como “no es necesario que el pueblo perciba la verdad de la usurpación. Introducida en otro tiempo sin razón, se ha vuelto razonable y conviene mostrarla como auténtica, eterna, y ocultar su comienzo si no se quiere que llegue rápidamente a su fin”. Y sobre los seres humanos pensaba que el egoísmo, el orgullo, la vanidad, la aversión a la verdad, la cobardía, el miedo eran muchas de sus condiciones. Tantos años después, estos adjetivos podrían aplicarse taxativamente a buena parte de la población argentina cuyas preferencias electorales oscilan entre el nacionalismo, el populismo o el liberalismo -todos, en mayor o menor medida, cleptócratas- mientras busca la manera de sobrevivir del modo que sea, cueste lo que cueste. Esto nos remite al personaje central de la novela “El farmer” del escritor argentino Andrés Rivera (1928-2016): “Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las verdades patrióticas: quien gobierne podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos”.
Mientras un discurso plagado de insultos, embustes e hipocresías busca ocultar que la Argentina tiene una de las inflaciones más altas del mundo, que más de la mitad de sus habitantes son pobres, que cada día un millón de niños y niñas se van a dormir sin cenar, que esa cifra se eleva a un millón y medio si se incluyen a aquellos que se saltean alguna de las comidas durante el día, que el empleo informal asciende al 50% y que el país está más que nunca esclavizado financiera y económicamente por una monstruosa deuda externa, el fenómeno de la corrupción es cada día más desmesurado, una aberración que además de enriquecer a los burócratas en lo individual tiene un efecto social profundamente perverso. Pero esto no parece ser tenido en cuenta por los argentinos, quienes lo toman como algo “natural” ya existen antecedentes desde la época de la colonización española y no son pocos los mandatarios que fueron denunciados en su momento por actos de corrupción.
Tenía razón el dramaturgo inglés William Shakespeare (1564-1616) cuando allá por 1611 ponía en boca de Ariel, uno de los personajes de su tragicomedia “The tempest” (La tempestad): “El Infierno no existe. Todos los demonios están aquí”. Si el autor de obras inmortales como “Romeo and Juliet” (Romeo y Julieta), “The merchant of Venice” (El mercader de Venecia) o “A midsummer night's dream” (El sueño de una noche de verano) viviese hoy en Argentina, ante las frecuentes preguntas que suelen hacerse muchos analistas políticos, periodistas e incluso mucha gente común y corriente en cuanto a si el mandatario actual es un genio o un demente, un ecuánime o un mitómano, un reflexivo o un desenfrenado, un mesías o un diablo, seguramente elegiría como respuesta las segundas opciones de cada pregunta. Cuando el presidente, un vulgar predicador mesiánico, promete volver a convertir a la Argentina en una potencia mundial con sus medidas, vale la pena recordar al filósofo alemán Georg Lichtemberg (1742-1799), quien en una de sus sentencias que fueron publicadas mucho tiempo después de su fallecimiento bajo el título “Aphorismen” (Aforismos), manifestó: “Daría cualquier cosa por saber verdaderamente en provecho de quién se han realizado los actos que se proclama haber hecho por la patria”.
Es evidente que existía un hartazgo creciente con la política en una gran cantidad de argentinos que, sumidos en una sensación de fracaso colectivo, optaron por ensayar un salto al vacío en las últimas elecciones. Ante la continuidad de los privilegios de las elites gobernantes, algo que generó cada vez más irritación, buena parte de la sociedad votó por un personaje autoritario que, acompañado por funcionarios con funestos antecedentes, ni bien tomó el poder llevó adelante un recorte de los servicios públicos, una reducción de los subsidios a la energía y el transporte, la minimización de los planes sociales, la suspensión de las obras públicas, la cancelación del envío de alimentos a los comedores y merenderos comunitarios, un recorte a las políticas de género y derechos humanos, el desfinanciamiento y cierre de instituciones culturales, una política de manos libres para las fuerzas de seguridad, etc. etc. Y mientras prometía en sus discursos “sacar a patadas en el culo” a la “casta política”, a esos “ladrones que nos están arruinando la vida”, contrató a decenas de tuiteros y familiares de funcionarios, muchos de ellos sin experiencia ni estudios que respaldasen sus contrataciones, y a algunos miembros asociados al portal “La Derecha Diario”, a los que el Estado les paga suculentos salarios.
Y a todo esto, ¿qué hacen los partidos políticos de izquierda? ¿Están promoviendo una lucha vanguardista contra el sistema? No, de ninguna manera, ahí están, integrado al corrupto sistema político jugando con soltura el juego parlamentario. ¿Y los sindicatos?, ahí están también, siempre en manos de burócratas que, ocultándose tras discursos altisonantes, solapadamente promueven una política conciliatoria con el régimen con el fin de proteger sus privilegios. ¿No están ni los unos ni los otros buscando conformar una fuerza social con capacidad de establecer los gérmenes de un nuevo poder político en la sociedad, un poder alternativo al poder prevaleciente? Pues no, es más que evidente que las fuerzas de la izquierda tradicional y los sindicatos son claramente incapaces de organizar una oposición sólida contra el poder de las elites dominantes.
Habría que preguntarles a todos estos dirigentes si es muy utópico pretender una sociedad más justa en la que el diálogo y no el soliloquio actúe como fuente de comprensión, en la que los ciudadanos encuentren la felicidad en la humildad y la modestia, en la que se deje de despreciar los pobres o a quienes tienen otro color de piel, en la que se abandone la idea de la meritocracia como fundamento para la distribución de bienes y beneficios basada en el talento y el esfuerzo individual, en la que las personas dejen de estar regidas por el condicionamiento psicológico que imponen las redes sociales, en la que la solidaridad, la equidad y la justicia sustenten las relaciones sociales, tanto en el ámbito privado como en el público, en fin… ¿O todo esto no es más que una quimera dentro de lo efímero y fugaz de la vida? El escritor e historiador argentino Osvaldo Bayer (1927-2018) escribió en 1997 “Nuestra responsabilidad ante la utopía”, uno de los artículos que forman parte de “En camino al paraíso”. En él afirmó: “Así de sencillo es la utopía: sentarnos a discutir todo aquello que se nos impuso en nombre de la autoridad y la propiedad, que nos ha llevado a guerras, torturas, regímenes de esclavitud y a la absoluta obscenidad de las fortunas multimillonarias y su correlato de millones de hambrientos que mueren todos los años. Terminar con aquello pérfido de que ‘la política es el arte de lo posible’, sino que el único futuro está en la lucha por lo que se cree imposible. Eso es la utopía. Si logramos dar diez pasos de aproximación a ella, ya justificaremos nuestro viaje por la vida”.
Pero, dejando de lado estas divagaciones y volviendo a la realidad, resulta más que evidente que la política predominante en la Argentina está actuando a favor del sector financiero y vulnera la esfera productiva y la generación de empleo. Los resultados están a la vista de todos: se desplomó la venta y el consumo de alimentos y medicamentos, aumentó enormemente la cantidad de personas que viven a la intemperie en situación de calle, los contenedores con desperdicios de hortalizas y frutas del Mercado Central se convirtieron en una fuente de comida para muchas familias, se incrementó considerablemente el número de robos y hurtos, se intensificó de manera palpable a simple vista el mal humor social, se agravó el panorama para las economías regionales, se produjo una destrucción impactante del sector de la construcción, los salarios registrados cayeron en términos reales, la recesión es mucho más abrupta de lo que esperaba el dichoso mercado, la principal fuerza de la oposición sigue a la deriva sin aparecer, en fin, la crisis es profunda. Más si se tiene en cuenta que el presidente, según sus propias palabras, está librando una “batalla cultural” con el fin de presentar su visión de la política y la economía como algo natural, inevitable y beneficiosa para todos.
Y hablando de la lucha por la prevalencia de ciertos valores y normas en una sociedad, la llamada “batalla cultural”, no fue casual que el funesto jerarca que pretende desmantelar el Estado aceptase gustoso la invitación que le hiciera el líder del partido político español de ultraderecha Vox, Santiago Abascal (1976), a concurrir al acto “Europa Viva 24” que se realizó en el Palacio de Vistalegre de Madrid en mayo de este año con el propósito de lanzar la campaña a las elecciones al Parlamento Europeo que se celebrarían el mes siguiente. Ante la asistencia, tanto presencial como digital, de dirigentes de la ultraderecha europea e internacional como el primer ministro de Hungría Viktor Orbán (1963), el presidente de la American Conservative Union de Estadios Unidos Matt Schlapp (1967), la líder del partido francés Rassemblement National Marine Le Pen (1968), la dirigente del partido italiano Fratelli d'Italia Giorgia Meloni (1977) y el presidente de Chega!, el partido político portugués de extrema derecha, André Ventura (1983), entre otros, muy suelto de cuerpo el adalid libertario expresó: “En algún momento de la primera mitad del siglo XIX, la dirigencia política se enamoró del Estado, abandonó las ideas de la libertad y las reemplazó por la doctrina de la justicia social, que atenta directamente contra la libertad y la propiedad del individuo. Ahí comenzó el siglo de humillación argentina, cien años de decadencia en los que se rompieron, una y otra vez, todas las reglas básicas de la economía para sostener el afán de los políticos de gastar lo que no tenemos. Bajo el delirante pretexto de donde hay una necesidad nace un derecho, Argentina vivió permanentemente con déficit fiscal, con permanente crecimiento del gasto público”.
Y con total desvergüenza y oscurantismo concluyó su exposición: “Mientras el socialismo destruía la Argentina, el capitalismo del libre mercado, literalmente, salvaba al mundo. ¿Qué quiere decir esto? Que cuanto más avanzó el capitalismo, la riqueza se incrementó cada vez a mayor velocidad. Parece que no entienden que la justicia social siempre es injusta, porque implica un robo, porque implica un trato desigual frente a la ley. En todo caso, ahora que soy presidente, mi responsabilidad por librar la batalla cultural es, aún, mucho mayor, porque lo que hago y digo tiene un efecto más grande. Y dar la batalla cultural no es sólo moralmente correcto, sino que, además, es necesario para el éxito de cualquier programa de gobierno liberal o libertario, para que las políticas que implementen sean duraderas y para que en el futuro sean los propios ciudadanos lo que defiendan su libertad y no se dejen pisotear nuevamente por los socialistas”.
Más allá de que la Argentina a lo largo de sus más de doscientos años de historia nunca fue conducida por un gobierno socialista (los “zurdos de mierda”, como los califica el presidente libertario), semejantes conceptos se relacionan con el sociólogo y periodista italiano Antonio Gramsci (1891-1937), quien afirmaba en sus “Quaderni del carcere” (Cuadernos de la cárcel) que la hegemonía cultural no debía percibirse como inevitable sino como una construcción artificial e instrumento de dominación de clase; o con el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002), quien en “La reproduction. Éléments pour une théorie du système d’enseignement” (La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza) llamó “violencia simbólica” al método utilizado por la clase dominante para que la dominación social fuese aceptada como válida y universal. Y claramente, ni Gramsci ni Bourdieu eran liberales o anarcocapitalistas, ni tampoco proponían conseguir esa preponderancia con violencia, tal como hace el presidente mandando a reprimir manifestaciones pacíficas con palazos, gas pimienta y balas de goma.
Ante estas circunstancias vale la pena recordar al escritor y filósofo francés Albert Camus (1913-1960) quien en su ensayo “Le mythe de Sisyphe” (El mito de Sísifo) hablaba sobre el carácter absurdo de la existencia en el mar de incongruencias en el que habitaban las personas, y consideraba que no había castigo más terrible que vivir en un mundo inútil y sin esperanza; o al psicólogo austríaco Sigmund Freud (1856-1939) cuando en su ensayo “Totem und tabu. Einige überinstimmungen im seelenleben der wilden und der neurotiker” (Tótem y tabú. Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos) hablaba sobre la fragilidad humana para admitir la realidad, algo que en muchos argentinos parece ser una condición innata. Por algo hace casi un siglo atrás el escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942) en su novela “Los lanzallamas” enfatizaba: “En realidad, uno no sabe que pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches. Es evidente que en ambos casos ya es hora de cambiar: que los honestos reaccionen para que los corruptos dejen de gobernar”.