19 de noviembre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (VI)

El 27 de noviembre de 1841 aparecía en la revista bimestral estadounidense “Saturday Evening Post” el cuento de Poe “Three sundays in a week” (Tres domingos en una semana). La traducción de este breve relato -que fuera publicada de forma silenciosa y anónima en la edición del 15 de febrero de 1857 de la revista madrileña “El Museo Universal” bajo el título de “La semana de los tres domingos”- está considerada como la primera traducción de Poe en el ámbito hispánico. Poco después, en 1860, aparecerían en el periódico semanal “El mundo pintoresco” (también en Madrid) los cuentos “The black cat” (El gato negro) traducido por el novelista e historiador Vicente Barrantes Moreno (1829-1898) y presentado como “El gato negro. Fantasía imitada de Edgardo Poe”; y "The facts in the case of M. Valdemar” (El extraño caso del señor Valdemar), obra que su traductor, el escritor Pedro de Prado y Torres (1835-1919), tituló “La verdad de lo que pasó en casa del señor Valdemar”. En todos los casos, los textos aparecieron con algunos ligeros cambios y modificaciones para adaptarlo al gusto de los lectores españoles de entonces.
En América Latina, las primeras traducciones que se conocen son las realizadas por el escritor argentino Carlos Olivera (1858-1910) quien, en 1884, reunió buena parte de la obra de Poe en el volumen “Novelas y cuentos”. Luego, en 1887, aparecerían varias otras, entre ellas las del poeta venezolano Juan Antonio Pérez (1846-1892) en Caracas, y las del militar y escritor argentino Edelmiro Mayer (1839-1897) en Buenos Aires. Algo más de medio siglo después, en Argentina, Borges -el traductor de los primeros libros de Virginia Woolf (1882-1941) que se publicaron en Latinoamérica- incluiría “The purloined letter” (La carta robada) en la antología titulada “Los mejores relatos policiales” que editó en colaboración con su inseparable amigo Adolfo Bioy Casares (1914-1999), el autor de obras memorables como “La invención de Morel”, “El sueño de los héroes” y “Diario de la guerra del cerdo”.
Por aquellos años, mientras tanto, Cortázar dividía su tiempo entre dos tareas: la docencia y la traducción. Tras su abandono de la primera a comienzos de 1946, se volcó de lleno a la segunda. Mientras trabajaba como traductor en la Cámara Argentina del Libro realizó de manera independiente varias traducciones tanto desde el inglés como desde el francés. Así, se fueron sucediendo “Memoirs of a midget” (Memorias de una enana), de Walter de la Mare (1873-1956); “The man who knew too much and other stories” (El hombre que sabía demasiado y otros relatos), de G.K. Chesterton (1874-1936); “Naissance de l'Odyssée” (Nacimiento de la Odisea), de Jean Giono (1895-1970); “La poésie pure” (La poesía pura), de Henri Brémond (1865-1933); “L'immoraliste” (El inmoralista), de André Gide (1869-1951) y “L'arche l'ombre de Meyerbeer” (La sombra de Meyerbeer), de Auguste Villiers de L'Isle Adam (1838-1889).


En 1949, por fin, pudo publicar el primer libro con su auténtico nombre: “Los reyes”, un breve poema dramático-mitológico en el que propuso una nueva variante del tema del minotauro tal como Borges hiciera ese mismo año en su relato “La casa de Asterión” incluido en su libro de cuentos “El Aleph”. “La idea nació en un colectivo -contaría años después- . Yo vivía en el extrarradio y, un día, volviendo a mi casa, en un viaje en que te aburres, sentí la presencia de algo que resultó ser pura mitología griega. Le doy la razón a Jung y a su teoría de los arquetipos: todo está en nosotros. Hay una especie de memoria de los antepasados y, por ahí, anda un archibisabuelo tuyo que vivió en Creta, cuatro mil años antes de Cristo y, a través de los genes y cromosomas, te manda algo que corresponde a su tiempo y no al tuyo, y tú, sin darte cuenta, escribes un cuento o una novela y en realidad estás transmitiendo un mensaje muy antiguo y muy arcaico… Yo no tenía entonces preocupaciones mitológicas, ni mucho menos. Me interesó siempre mucho la literatura griega y la mitología, pero no hasta el punto de identificarme así. En el colectivo, que no tenía nada de griego, de repente surgió la noción del laberinto, del mito de Teseo y del minotauro. Pero sucede que yo lo vi al revés, y eso es lo que me interesó”.
“Cuando llegué a mi casa -continúa Cortázar-, comencé a escribir y en un par o tres de días, lo concluí. Existe la visión oficial del mito: Teseo es el héroe que entra en el laberinto, guiado por el hilo de Ariadna para poder volver a salir. Teseo busca a ese monstruo espantoso que es el minotauro, ese monstruo que devora a jóvenes rehenes y lo mata. Después sale como el gran héroe. Yo vi la historia totalmente al revés. Yo vi en el minotauro al poeta, al hombre libre, al hombre diferente al que la sociedad, el sistema encierra inmediatamente. A veces los mete en clínicas psiquiátricas y, a veces, los mete en laberintos. En ese caso era un laberinto. Teseo, en cambio, es el perfecto defensor del orden. Entra en el laberinto para hacerle el juego a Minos, al rey, es un poco el ‘gangster’ del rey que va allí a matar al poeta. Y, efectivamente, en mi poema, cuando tú conoces el secreto del minotauro, descubres que el minotauro no se ha comido a nadie. El minotauro es un ser inocente que vive con sus rehenes, que juega y danza con ellos. Juntos, son felices en el laberinto. Teseo, que tiene los procedimientos de un perfecto fascista, se introduce en ese mundo que no entiende y mata sin más al minotauro. Esta inversión del tema, era una cosa un poco heterodoxa y causó un cierto escándalo en medios académicos, pero a mí, me divirtió escribirla. Aunque incluso el lenguaje, parece que viene de alguien que no soy yo. ‘Los reyes’ está escrito en un lenguaje muy suntuoso, muy lleno de palabras que cantan y bailan, pero estoy contento de haber escrito esta obra”. Mientras tanto seguía leyendo. A Homero, a Rimbaud, a Cocteau, a Mallarmé, a García Lorca, a Freud y, por supuesto, a Edgar Allan Poe.


Los habitantes de Richmond que habían conocido al niño Edgar, al mozo de turbulenta fama, encontraban ahora a un hombre prematuramente envejecido a los veintiséis años. La madurez física le sentaba bien a Edgar. Sus pulcras si bien algo raídas ropas, invariablemente negras, le daban un aire fatal en el sentido byroniano, presente ya en los fetichismos de la época. Era bello, fascinador, hablaba admirablemente bien, miraba como si devorara con los ojos, y escribía extraños poemas y cuentos que hacían correr por la espalda ese frío delicioso que buscaban los suscriptores de revistas literarias al uso de los tiempos. Lo malo era que Edgar sólo ganaba diez dólares semanales en el “Messenger”, que sus amigos de juventud andaban cerca y que en Virginia se bebe duro. La lejanía de “Muddie” y de Virginia hacía también lo suyo. Edgar bebió la primera copa y el resto fue la cadena inevitable de consecuencias.
Esta caída, alternada con largos períodos de salud y temperancia, va a repetirse ahora monótonamente hasta el fin. Uno daría cualquier cosa por refundir todos los episodios en uno, evitar esa duplicación infernal, ese paseo en círculo del prisionero en el patio de la cárcel. Al salir de una de sus borracheras, Edgar escribe desesperado a un amigo -mientras le oculta con típica astucia la verdadera razón-: “Me siento un miserable y no sé por qué... Consuéleme... pues usted puede hacerlo. Pero que sea pronto... o será demasiado tarde. Escríbame inmediatamente. Convénzame de que vivir vale la pena, de que es necesario...”. Esta vaga alusión a un suicidio habrá de materializarse años después.
Por supuesto, perdió su empleo, pero el director del “Messenger” estimaba a Poe y volvió a llamarlo, aconsejándole que viniera con su familia y que viviera junto a ella lejos de cualquier lugar donde hubiera vino en la mesa. Edgar siguió el consejo y Mrs. Clemm y Virginia se le reunieron en Richmond. Desde las columnas de la revista la fama del joven escritor empezaba a afirmarse. Sus reseñas críticas, ácidas, punzantes, muchas veces arbitrarias e injustas, pero siempre llenas de talento, eran muy leídas. Durante más de un año Edgar se mantuvo perfectamente sobrio. En el “Messenger” empezaba a aparecer en folletín la “Narración de Arthur Gordon Pym”. En mayo de 1836 Poe se casó por segunda vez, pero ahora públicamente y rodeado por sus amigos, con la siempre maravillada Virginia. Aquel período -en el que sin embargo empezaban las recaídas en el alcohol, cada vez más frecuentes-, se tradujo en reseñas y ensayos de una fertilidad extraordinaria.
Afirmada su fama de crítico, los círculos literarios del norte, para quienes el sur no había significado jamás nada importante en el orden intelectual, se mostraban tan ofendidos como furiosos contra aquel “Mr. Poe” que osaba denunciar sus cliques, sus bombos, y desollaba vivos a sus malos escritores y poetas, sin importársele un ardite de la reacción que provocaba. Más se hubieran irritado de saber que Edgar acariciaba cada vez con mayores deseos la posibilidad de abandonar el campo demasiado estrecho de Virginia y probar su suerte en Filadelfia o Nueva York, los grandes centros de las letras norteamericanas. Su alejamiento del “Messenger” se vio precipitado por las deudas, el descontento del director y las continuas ausencias provocadas por el aplastante efecto que en él provocaba la bebida. El “Messenger” lamentó sinceramente prescindir de Poe, cuya pluma había octuplicado su tirada en pocos meses.


Edgar y los suyos se instalaron precariamente en Nueva York, en un pésimo momento para encontrar trabajo a causa de la gran depresión económica que caracterizó la presidencia de Jackson. Este intervalo de forzosa holganza fue, como siempre, benéfico para Edgar desde el punto de vista literario. Libre de reseñas y comentarios periodísticos, pudo consagrarse de lleno a la creación y escribió una nueva serie de cuentos; logró asimismo que “Gordon Pym” se publicara en volumen, aunque la obra fue un fracaso de ventas. Pronto se vio que Nueva York no ofrecía un panorama favorable y que lo mejor era repetir la tentativa en Filadelfia, el primer centro editorial y literario de Estados Unidos a esa altura del siglo. A mediados de 1838 hallamos a Edgar y a los suyos pobremente instalados en una casa de pensión de Filadelfia. La mejor prueba de la situación por la que pasaban la da el hecho de que Edgar se prestó a publicar bajo su nombre un libro de texto sobre conquiliología, que no pasaba de ser la refundición de un libro inglés sobre la materia y que preparó un especialista con la ayuda de Poe. Más tarde ese libro le trajo un sinfín de disgustos, pues lo acusaron de plagio, a lo cual habría de contestar airadamente que todos los textos de la época se escribían aprovechando materiales de otros libros. Lo cual no era una novedad ni entonces ni hoy en día, pero resultaba un débil argumento para un denunciador de plagios tan encarnizado como él.
En 1838 aparecerá el cuento que Poe prefería, “Ligeia”. Al año siguiente nacerá otro aún más extraordinario, “La caída de la casa Usher”, en el que los elementos autobiográficos abundan y son fácilmente discernibles, pero donde, sobre todo, se revela -después del anuncio de “Berenice” y el estallido terrible de “Ligeia”- el lado anormalmente sádico y necrofílico del genio de Poe, así como la presencia del opio. Por el momento, la suerte parecía inclinarse de su lado, pues ingresó como asesor literario en el “Burton’s Magazine”. Por ese entonces le obsesionaba la idea de llegar a tener una revista propia, con la cual realizar sus ideales en materia de crítica y creación. Como no podía financiarla (aunque el sueño lo persiguió hasta el fin), aceptó colaborar en el “Burton’s” con un sueldo mezquino pero amplia libertad de opinión. La revista era de ínfima categoría; bastó que Edgar entrara en ella para ponerla a la cabeza de las de su tiempo en originalidad y audacia.
Aquel trabajo le permitió al fin mejorar la situación de Virginia y su madre. Aunque se separó por un tiempo del “Burton’s”, pudo trasladar su pequeña familia a una casa más agradable, la primera casa digna desde los días de Richmond. Estaba situada en los aledaños de la ciudad, casi en el campo, y Edgar recorría diariamente varias millas a pie para acudir al centro. Virginia con sus modales siempre pueriles, lo esperaba de tarde con un ramo de flores, y nos han quedado numerosos testimonios de la invariable ternura de Edgar hacia su “mujer-niña”, y sus mimos y atenciones para con ella y “Muddie”.
En diciembre de 1839 apareció otro volumen, donde se reunían los relatos publicados en su casi totalidad en revistas; el libro se titulaba “Cuentos de lo grotesco y lo arabesco”. Aquella época había sido intensa, bien vivida, y de ella emergía Edgar con algunas de sus obras en prosa más admirables. Pero la poesía estaba descuidada. “Razones al margen de mi voluntad me han impedido en todo momento esforzarme seriamente por algo qué, en circunstancias más felices, hubiera sido mi terreno predilecto”, habría de escribir en los tiempos de “El cuervo”. Un cuento podía nacer al despertar de una de sus frecuentes “pesadillas diurnas”; un poema, tal como Edgar entendía su génesis y su composición, exigía una serenidad interior que le estaba vedada. En eso, más que en otra cosa, hay que buscar el motivo de la desproporción entre su poesía y su obra en prosa.


En junio de 1840, Edgar se separó definitivamente del “Burton’s Magazine” por razones de incompatibilidad asaz complejas. Pero la refundición de esta revista con otra, bajo el nombre de “Graham’s Magazine”, le permitió, después de un período penoso y oscuro, en el que estuvo enfermo (se sabe de un colapso nervioso), reanudar su trabajo como director literario, en condiciones más ventajosas. Poe especificó ante Graham, propietario del “Magazine”, que no había abandonado el proyecto de fundar una revista propia, y que llegado el momento renunciaría a su puesto. Su empleador no tuvo motivos para lamentar el aporte que Edgar trajo al “Graham’s”, y que puede calificarse de sensacional. Cuando tomó la dirección había apenas cinco mil suscriptores; al irse dejó cuarenta mil... Y esto entre febrero de 1841 y abril del año siguiente. Edgar ganaba un sueldo mezquino, aunque Graham se mostraba generoso en otros sentidos y admiraba su talento y su técnica periodística. Pero para Poe, obsesionado por la brillante perspectiva de editar por fin su revista (sobre la cual había enviado circulares y requerido colaboraciones), el trabajo en el despacho del “Graham’s” debía resultar mortificante. A un amigo que le buscaba en Washington un empleo oficial que le permitiera al mismo tiempo escribir con libertad, le dice en una carta: “Acuñar moneda con el propio cerebro, a una señal del amo, me parece la tarea más dura de este mundo...”.