En el ya
mencionado libro “Revelaciones de un cronopio. Conversaciones con Cortázar”, el
autor de “62/Modelo para armar” admite que existe una “especie de obsesión del
doble”, pero no cree que se trate de una influencia literaria sino, más bien,
de una vivencia personal. “Una vez yo me desdoblé -cuenta-. Fue el horror más
grande que he tenido en mi vida y, por suerte, duró sólo algunos segundos. Un
médico me había dado una droga experimental para las jaquecas -sufro jaquecas
crónicas- derivada del ácido lisérgico, uno de los alucinógenos más fuertes.
Comencé a tomar las pastillas y me sentí extraño pero pensé: ‘me tengo que
habituar’. Un día de sol como el de hoy -lo fantástico sucede en condiciones
muy comunes y normales- yo estaba caminando por la rue de Rennes y en un
momento dado supe -sin animarme a mirar- que yo mismo estaba caminando a mi
lado; algo de mi ojo debía ver alguna cosa porque yo, con una sensación de
horror espantoso, sentía mi desdoblamiento físico. Al mismo tiempo razonaba muy
lúcidamente: me metí en un bar, pedí un café doble amargo y me lo bebí de un
golpe. Me quedé esperando y de pronto comprendí que ya podía mirar, que yo ya
no estaba a mi lado. El doble -al margen de esta anécdota- es una evidencia que
he aceptado desde niño”.
“Quizás a
usted le va a divertir -le dice al periodista- pero yo creo muy seriamente que
Charles Baudelaire era el doble de Edgar Allan Poe. Y le puedo dar algunas
pruebas, en la medida en que se puede dar pruebas de este tipo de cosas.
Primero hay una correspondencia temporal muy próxima, lo que no es muy importante
pero de todas maneras tiene su sentido: porque no tiene mucha gracia imaginar
que su doble haya sido un ateniense del Siglo IV, ¿verdad? Lo que le da calidad
dramática a la a situación es que su doble esté ahora en Londres o en Río de
Janeiro. Baudelaire se obsesionó bruscamente con los cuentos de Poe a tal punto
que la famosa traducción que hizo fue un ‘tour de force’ extraordinario, ya que
no era nada fuerte en inglés y en la época no había diccionarios con modismos
norteamericanos. Sin embargo Baudelaire, con una intuición maravillosa, jamás
falla. Incluso cuando se equivoca en el sentido literal, acierta en el sentido
intuitivo; hay como un contacto telepático por encima y por debajo del idioma.
Y todo esto lo he podido comprobar porque cuando traduje a Poe al español
siempre tuve a mano la traducción de Baudelaire. Pero hay más: si usted toma
las fotos más conocidas de Poe y de Baudelaire y las pone juntas, notará el
increíble parecido físico que tienen; si elimina el bigote de Poe, los dos
tenían, además, los ojos asimétricos, uno más alto que otro. Y además: una
coincidencia sicológica acentuadísima, el mismo culto necrofílico, los mismos
problemas sexuales, la misma actitud ante la vida, la misma inmensa calidad de
poeta. Es inquietante y fascinante pero yo creo -y muy seriamente, le repito-
que Poe y Baudelaire eran un mismo escritor desdoblado en dos personas”.
Precisamente,
Charles Baudelaire (1821-1867), poeta, ensayista, crítico de arte y traductor
francés, sentía auténtica devoción por Poe, a quien consideraba “uno de los
poetas más grandes de este siglo”. Ya en 1848, tras la publicación casi
simultánea por entregas de una versión adaptada de “The murders of the Rue
Morgue” (Los crímenes de la calle Morgue) en los periódicos parisinos “La Quotidienne”
y “Le Commerce”, el autor de “Les fleurs du mal” (Las flores del mal) lo
comparaba con Diderot, con Goethe y con Balzac. Dada alguna semejanza en la
poética entre ambos, muchos críticos literarios de la época afirmaban que
Baudelaire había encontrado en Poe un “hermano literario”. El poeta francés lo
reconocería en una carta fechada en 1864 al crítico de arte Théophile Thoré
(1807-1869): “La primera vez que abrí un libro escrito por él, vi con espanto y
fascinación, no sólo temas que yo soñé, sino frases pensadas por mí y escritas
por él veinte años antes”.
Fue así
que dedicó los últimos quince años de su vida a traducirlo, un trabajo que
comprendió tres volúmenes de cuentos: “Histoires extraordinaires” (Historias
extraordinarias), “Nouvelles histoires extraordinaires” (Nuevas historias
extraordinarias) e “Histoires grotesques et sérieuses” (Historias grotescas y
serias); una novela: “Les aventures d'Arthur Gordon Pym” (Aventuras de Arthur
Gordon Pym); un ensayo: “Eureka”; cuentos y poemas publicados de manera
individual como “La chute de la maison Usher” (La caída de la Casa Usher) y “Le
corbeau” (El cuervo) entre varios otros; y numerosos prólogos en las sucesivas
ediciones que se fueron haciendo en París. También escribió “Edgar Poe, sa vie
et ses oeuvres” (Edgar Poe, su vida y sus obras), un ensayo biográfico que
contribuyó en gran manera a una amplia difusión de la obra de Poe en Francia.
Algo más
de medio siglo más tarde, otro gran escritor francés se fascinaría con Poe y,
al igual que Cortázar, encontraría semejanzas entre aquél y Baudelaire. Se
trata de Paul Valéry (1871-1945) quien, no sólo continuó los principios que Poe
había desarrollado en su controvertida “The philosophy of composition”
(Filosofía de la composición), sino que también escribió un libro de prosas
filosóficas llamado “Monsieur Teste” (El señor Teste), un personaje que nació
de su idea original de describir las memorias de C. Auguste Dupin, el famoso
detective de ficción creado por Poe. Para Valéry, el norteamericano dominaba “todo
el campo de su actividad. Nos ha brindado los primeros y más atrapantes
ejemplos del cuento científico, del poema cosmogónico moderno, de la novela de
investigación criminal, de la introducción en la literatura de los estados
psicológicos mórbidos... Toda su obra manifiesta en cada página el acto de una
inteligencia y una voluntad de inteligencia que no se observan a ese nivel en
ninguna otra trayectoria literaria”. Valéry, ya en su juventud, en una carta
dirigida a poeta y crítico Stéphane Mallarmé (1842-1898), había expresado:
“Tengo en alta estima las teorías de Poe, aprendidas de modo tan profundo como
insidioso; creo en la omnipotencia del ritmo y en especial en la frase
sugerente. Poe aportó al romanticismo del siglo XIX una nueva disciplina
estética”.
Más tarde,
en 1924, el autor de “La jeune Parque” (La joven Parca) describiría
espléndidamente el talento de Poe y su relación con Baudelaire en su ensayo “Le
situation de Baudelaire” (Situación de Baudelaire): “El demonio de la lucidez,
el genio del análisis y el inventor de las combinaciones más nuevas y más
seductoras de la lógica con la imaginación, del misticismo con el cálculo; el
psicólogo de la excepción, el ingeniero literario que profundiza y utiliza
todos los recursos del arte, se le revelan a Baudelaire en Edgar Poe y lo
maravillan. Tantas visiones originales y promesas extraordinarias lo fascinan.
Con ello su talento se transforma, su destino se modifica magníficamente”. Por
entonces, muy lejos de allí, más precisamente en Banfield, una localidad
situada a 16 km. al sur de la ciudad de Buenos Aires, Cortázar leía con
fruición a Poe, lo “que me hizo mucho bien y mucho mal al mismo tiempo. Por Poe
viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde en la
adolescencia”, tal como confesaría muchos años después.
Pero a
veces Edgar perdía los estribos. No se sabe que bebiera entonces más de la
cuenta (aunque para él la menor dosis era siempre fatal). Habíase enamorado de
Mary Devereaux, joven y bonita vecina de los Clemm. Para Mary, el poeta
representaba el misterio y, en cierto modo, lo prohibido, pues corrían ya
rumores sobre su pasado, en gran medida sembrados por él mismo. Y además, Edgar
tenía esa presencia que habría de subyugar siempre a las mujeres que cruzaron
por su vida. La misma Mary, muchísimos años después, lo recordaba así: “Mr. Poe
tenía unos cinco pies y ocho pulgadas de estatura, cabello oscuro, casi negro,
que usaba muy largo y peinado hacia atrás como los estudiantes. Su cabello era
fino como la seda; los ojos, grandes y luminosos, grises y penetrantes. Tenía el
rostro completamente afeitado. La nariz era larga y recta, y los rasgos muy
finos; la boca, expresivamente hermosa. Era pálido, exangüe, de piel bellamente
olivácea. Miraba de manera triste y melancólica. Era sumamente delgado... pero
tenía una fina apostura, un porte erguido y militar, y caminaba rápidamente. Lo
más encantador en él, sin embargo, eran sus modales. Era elegante. Cuando
miraba a alguien parecía capaz de leer sus pensamientos. Tenía una voz agradable
y musical, pero no profunda. Vestía siempre una chaqueta negra, abotonada hasta
el cuello... No seguía la moda, sino que tenía su propio estilo”.
Con
semejante retrato no sorprenderá que la niña quedara fascinada por su
cortejante. El idilio duró apenas un año, y la gazmoñería de la época hizo lo
suyo. “Mr. Poe no valoraba las leyes de Dios ni las humanas -dirá Mary en sus
recuerdos de vejez-. Mr. Poe era celoso y provocaba violentas escenas. Mr. Poe
se propasaba. Mr. Poe se consideró ofendido por un tío de Mary, que se
inmiscuía en su noviazgo, y, luego de comprar una fusta, fue a buscar a dicho
caballero y le dio de latigazos. Sus parientes contestaron golpeándolo y
desgarrándole de arriba abajo la chaqueta. La escena final es digna de la mejor
escena romántica: Mr. Poe atravesó tal como estaba la ciudad, seguido de una
turba de chiquillos, armó un escándalo en la puerta de Mary, se metió en su
casa y acabó tirándole la fusta a los pies, mientras decía: «¡Toma, te regalo
esto!”. Pero la
anécdota es importante: por primera vez vemos a Edgar con las ropas
destrozadas, perdido todo dominio de sí mismo; se exhibe al desnudo, como
tantas veces más adelante, en un patético testimonio de su fundamental
inadaptación a las leyes de los hombres. La familia de Mary hizo el resto, y
Mr. Poe perdió a su novia. Consuela pensar que no lo lamentó demasiado.
En julio
de 1832, Edgar supo que John Allan había hecho testamento y que estaba gravemente
enfermo. Fue inmediatamente a Richmond, por razones donde el interés y los recuerdos
del pasado se mezclaban confusamente. Nadie lo había invitado, pero él llegó tempestuosamente
y se coló de rondón, dándose de boca con la segunda Mrs. Allan, que no tardó en
hacerle entender que lo consideraba un intruso. No es difícil imaginar la
violenta reacción de Edgar bajo ese techo que guardaba el recuerdo de su “madre”
y toda su infancia. Volvió a perder la serenidad de la manera más lamentable,
sobre todo porque no tuvo el valor de enfrentar a Allan, y salió de la casa en
el preciso momento en que aquél, presurosamente reclamado, acudía con el estado
de ánimo imaginable. La visita acababa en el más completo fracaso, y Edgar se
volvió a Baltimore y a la miseria.
En abril
de 1833 escribiría su última carta a su “protector”. Contiene un párrafo que lo
dice todo: “En nombre de Dios, ten piedad de mí y sálvame de la destrucción”.
Allan no le contestó. Pero en el intervalo Edgar había ganado el primer premio
(y 50 dólares) en un concurso de cuentos del Baltimore Saturday Visiter. Sus
cuentos, al menos, eran más eficaces que sus cartas. El año 1833 y gran parte
del siguiente fueron tiempos de penoso trabajo en la más horrible miseria. Poe
era ya conocido por los círculos cultivados de Baltimore, y su cuento vencedor,
“Manuscrito hallado en una botella”, le valía no pocas admiraciones. A
comienzos de 1834 le llegó la noticia de que Allan estaba moribundo y, sin
pensarlo dos veces, se lanzó a una segunda e insensata visita a “su” casa.
Rechazando al mayordomo, que debía de tener instrucciones de no dejarlo entrar,
voló escaleras arriba para detenerse en la puerta de la habitación donde John
Allan, paralizado por la hidropesía, leía el diario en un sillón.
Al verlo,
el enfermo fue presa de un acceso de furor, y se enderezó bastón en mano profiriendo
terribles insultos. Los sirvientes acudieron y echaron a la calle a Edgar. En Baltimore,
poco después, se enteró de la muerte de Allan. Éste no le dejó ni un centavo de
su enorme fortuna. Digamos de él que, si Edgar hubiera seguido alguno de los
sólidos caminos profesionales o comerciales que su protector le proponía, nada
hace dudar de que Allan lo hubiera ayudado hasta el fin. Edgar tuvo plena razón
en seguir su camino, y por su parte Allan no puede ser culpado más allá de lo
razonable. Su verdadera falta no fue tanto no “entender” a Edgar, sino
mostrarse deliberadamente mezquino y cruel, obstinándose en acorralarlo y
dominarlo. Al fin y al cabo, Mr. John Allan perdió la partida contra el poeta en
todos los terrenos; pero la victoria de Edgar se parecía demasiado a las de
Pirro para no desesperar en primer término al vencedor.
Se abre
ahora el “episodio misterioso”, el incitante tema que ha hecho correr ríos de tinta.
La pequeña Virginia Clemm, prima carnal de Edgar, habría de convertirse en su
novia y, poco después, en su mujer. Virginia tenía apenas trece años y Edgar
veinticinco. Si en aquel tiempo no era insólito que las mujeres se casaran a
los catorce años, el hecho de que Virginia no estuviera mentalmente bien
desarrollada, y diera hasta su muerte la impresión de una niña, agrega un
elemento penoso al episodio. “Muddie” consintió en el noviazgo y en la boda
(aunque ésta tuvo lugar secretamente para no provocar la cólera harto imaginable
del resto de la familia), y el consentimiento tiene su importancia. Si la madre
de Virginia la confiaba a Edgar, no puede dudarse de que se sentía moralmente
tranquila. Virginia, que adoraba al “primo Eddie”, debió de consentir con su
puerilidad habitual, llena de maravilla a la idea de casarse con aquel muchacho
prestigioso. En cuanto a él, ése es el misterio. Que quiso siempre a “Sis” con
un cariño entrañable, los hechos van a probarlo.
Que la
amó, que la hizo su mujer, es y sigue siendo materia de discusión. La hipótesis
más sensata parece ser la de que Poe se casó con Virginia para protegerse en su
relación con otras mujeres y mantenerlas en el plano de la amistad. Lo probaría
el hecho de que sólo después de la muerte de “Sis” sus amores adquirieron
nuevamente un carácter apasionado aunque siempre ambiguo. ¿Pero de qué se
protegía Edgar? Aquí es donde se abren las compuertas y empieza a correr la
tinta. No hagamos nosotros de afluente. Lo único verosímil es suponer una
inhibición sexual de carácter psíquico, que obligaba a Poe a sublimar sus
pasiones en un plano de ensueño e ideal, pero que a la vez lo atormentaba al punto
de exigirle por lo menos una fachada de normalidad, provista en este caso por
su casamiento con Virginia. Se ha hablado de sadismo, de atractivo malsano
hacia una mujer impúber o apenas núbil. El tema da para infinitas variaciones.
En marzo
de 1835, en plena fiebre creadora, Edgar carecía de un traje como para poder aceptar
una invitación a comer. Así tuvo que escribirlo, avergonzado, a un bondadoso caballero
que buscaba ayudarlo literariamente. La honradez de aquella confesión vino en
su ayuda. Su anfitrión lo vinculó de inmediato con el “Southern Literary
Messenger”, una revista de Richmond. Allí apareció “Berenice”, y meses más
tarde Edgar regresaría, una vez más, a “su” ciudad virginiana para incorporarse
a la redacción de la revista y asumir su primer empleo estable. Pero,
entretanto, la mala salud se había manifestado inequívocamente. Hay testimonios
de que en el período de Baltimore, Edgar tomó opio (en forma de láudano, como
De Quincey y Coleridge). Su corazón no andaba bien y necesitaba estímulos; el
opio, que le había dictado tanto de Berenice y que le dictaría muchos otros cuentos,
lo ayudaba a reaccionar. Su llegada a Richmond significó un resurgimiento momentáneo,
la posibilidad de publicar sus trabajos y, sobre todo, de ganar algún dinero, ayudar
a “Muddie” y a “Sis”, que esperaban en Baltimore.