El 27 de
noviembre de 1841 aparecía en la revista bimestral estadounidense “Saturday
Evening Post” el cuento de Poe “Three sundays in a week” (Tres domingos en una
semana). La traducción de este breve relato -que fuera publicada de forma silenciosa
y anónima en la edición del 15 de febrero de 1857 de la revista madrileña “El
Museo Universal” bajo el título de “La semana de los tres domingos”- está
considerada como la primera traducción de Poe en el ámbito hispánico. Poco
después, en 1860, aparecerían en el periódico semanal “El mundo pintoresco”
(también en Madrid) los cuentos “The black cat” (El gato negro) traducido por
el novelista e historiador Vicente Barrantes Moreno (1829-1898) y presentado
como “El gato negro. Fantasía imitada de Edgardo Poe”; y "The facts in the
case of M. Valdemar” (El extraño caso del señor Valdemar), obra que su
traductor, el escritor Pedro de Prado y Torres (1835-1919), tituló “La verdad
de lo que pasó en casa del señor Valdemar”. En todos los casos, los textos aparecieron
con algunos ligeros cambios y modificaciones para adaptarlo al gusto de los
lectores españoles de entonces.
En América
Latina, las primeras traducciones que se conocen son las realizadas por el
escritor argentino Carlos Olivera (1858-1910) quien, en 1884, reunió buena
parte de la obra de Poe en el volumen “Novelas y cuentos”. Luego, en 1887,
aparecerían varias otras, entre ellas las del poeta venezolano Juan Antonio
Pérez (1846-1892) en Caracas, y las del militar y escritor argentino Edelmiro Mayer
(1839-1897) en Buenos Aires. Algo más de medio siglo después, en Argentina,
Borges -el traductor de los primeros libros de Virginia Woolf (1882-1941) que
se publicaron en Latinoamérica- incluiría “The purloined letter” (La carta
robada) en la antología titulada “Los mejores relatos policiales” que editó en
colaboración con su inseparable amigo Adolfo Bioy Casares (1914-1999), el autor
de obras memorables como “La invención de Morel”, “El sueño de los héroes” y
“Diario de la guerra del cerdo”.
Por aquellos
años, mientras tanto, Cortázar dividía su tiempo entre dos tareas: la docencia
y la traducción. Tras su abandono de la primera a comienzos de 1946, se volcó
de lleno a la segunda. Mientras trabajaba como traductor en la Cámara Argentina
del Libro realizó de manera independiente varias traducciones tanto desde el
inglés como desde el francés. Así, se fueron sucediendo “Memoirs of a midget”
(Memorias de una enana), de Walter de la Mare (1873-1956); “The man who knew
too much and other stories” (El hombre que sabía demasiado y otros relatos), de
G.K. Chesterton (1874-1936); “Naissance de l'Odyssée” (Nacimiento de la
Odisea), de Jean Giono (1895-1970); “La poésie pure” (La poesía pura), de Henri
Brémond (1865-1933); “L'immoraliste” (El inmoralista), de André Gide
(1869-1951) y “L'arche l'ombre de Meyerbeer” (La sombra de Meyerbeer), de
Auguste Villiers de L'Isle Adam (1838-1889).
En 1949,
por fin, pudo publicar el primer libro con su auténtico nombre: “Los reyes”, un
breve poema dramático-mitológico en el que propuso una nueva variante del tema
del minotauro tal como Borges hiciera ese mismo año en su relato “La casa de
Asterión” incluido en su libro de cuentos “El Aleph”. “La idea nació en un
colectivo -contaría años después- . Yo vivía en el extrarradio y, un día,
volviendo a mi casa, en un viaje en que te aburres, sentí la presencia de algo
que resultó ser pura mitología griega. Le doy la razón a Jung y a su teoría de
los arquetipos: todo está en nosotros. Hay una especie de memoria de los
antepasados y, por ahí, anda un archibisabuelo tuyo que vivió en Creta, cuatro
mil años antes de Cristo y, a través de los genes y cromosomas, te manda algo
que corresponde a su tiempo y no al tuyo, y tú, sin darte cuenta, escribes un
cuento o una novela y en realidad estás transmitiendo un mensaje muy antiguo y
muy arcaico… Yo no tenía entonces preocupaciones mitológicas, ni mucho menos.
Me interesó siempre mucho la literatura griega y la mitología, pero no hasta el
punto de identificarme así. En el colectivo, que no tenía nada de griego, de
repente surgió la noción del laberinto, del mito de Teseo y del minotauro. Pero
sucede que yo lo vi al revés, y eso es lo que me interesó”.
“Cuando
llegué a mi casa -continúa Cortázar-, comencé a escribir y en un par o tres de
días, lo concluí. Existe la visión oficial del mito: Teseo es el héroe que
entra en el laberinto, guiado por el hilo de Ariadna para poder volver a salir.
Teseo busca a ese monstruo espantoso que es el minotauro, ese monstruo que
devora a jóvenes rehenes y lo mata. Después sale como el gran héroe. Yo vi la
historia totalmente al revés. Yo vi en el minotauro al poeta, al hombre libre,
al hombre diferente al que la sociedad, el sistema encierra inmediatamente. A
veces los mete en clínicas psiquiátricas y, a veces, los mete en laberintos. En
ese caso era un laberinto. Teseo, en cambio, es el perfecto defensor del orden.
Entra en el laberinto para hacerle el juego a Minos, al rey, es un poco el
‘gangster’ del rey que va allí a matar al poeta. Y, efectivamente, en mi poema,
cuando tú conoces el secreto del minotauro, descubres que el minotauro no se ha
comido a nadie. El minotauro es un ser inocente que vive con sus rehenes, que
juega y danza con ellos. Juntos, son felices en el laberinto. Teseo, que tiene
los procedimientos de un perfecto fascista, se introduce en ese mundo que no
entiende y mata sin más al minotauro. Esta inversión del tema, era una cosa un
poco heterodoxa y causó un cierto escándalo en medios académicos, pero a mí, me
divirtió escribirla. Aunque incluso el lenguaje, parece que viene de alguien
que no soy yo. ‘Los reyes’ está escrito en un lenguaje muy suntuoso, muy lleno
de palabras que cantan y bailan, pero estoy contento de haber escrito esta
obra”. Mientras tanto seguía leyendo. A Homero, a Rimbaud, a Cocteau, a Mallarmé,
a García Lorca, a Freud y, por supuesto, a Edgar Allan Poe.
Los
habitantes de Richmond que habían conocido al niño Edgar, al mozo de turbulenta
fama, encontraban ahora a un hombre prematuramente envejecido a los veintiséis
años. La madurez física le sentaba bien a Edgar. Sus pulcras si bien algo
raídas ropas, invariablemente negras, le daban un aire fatal en el sentido
byroniano, presente ya en los fetichismos de la época. Era bello, fascinador,
hablaba admirablemente bien, miraba como si devorara con los ojos, y escribía
extraños poemas y cuentos que hacían correr por la espalda ese frío delicioso
que buscaban los suscriptores de revistas literarias al uso de los tiempos. Lo
malo era que Edgar sólo ganaba diez dólares semanales en el “Messenger”, que
sus amigos de juventud andaban cerca y que en Virginia se bebe duro. La lejanía
de “Muddie” y de Virginia hacía también lo suyo. Edgar bebió la primera copa y
el resto fue la cadena inevitable de consecuencias.
Esta
caída, alternada con largos períodos de salud y temperancia, va a repetirse
ahora monótonamente hasta el fin. Uno daría cualquier cosa por refundir todos
los episodios en uno, evitar esa duplicación infernal, ese paseo en círculo del
prisionero en el patio de la cárcel. Al salir de una de sus borracheras, Edgar
escribe desesperado a un amigo -mientras le oculta con típica astucia la
verdadera razón-: “Me siento un miserable y no sé por qué... Consuéleme... pues
usted puede hacerlo. Pero que sea pronto... o será demasiado tarde. Escríbame
inmediatamente. Convénzame de que vivir vale la pena, de que es necesario...”.
Esta vaga alusión a un suicidio habrá de materializarse años después.
Por
supuesto, perdió su empleo, pero el director del “Messenger” estimaba a Poe y
volvió a llamarlo, aconsejándole que viniera con su familia y que viviera junto
a ella lejos de cualquier lugar donde hubiera vino en la mesa. Edgar siguió el
consejo y Mrs. Clemm y Virginia se le reunieron en Richmond. Desde las columnas
de la revista la fama del joven escritor empezaba a afirmarse. Sus reseñas
críticas, ácidas, punzantes, muchas veces arbitrarias e injustas, pero siempre
llenas de talento, eran muy leídas. Durante más de un año Edgar se mantuvo
perfectamente sobrio. En el “Messenger” empezaba a aparecer en folletín la
“Narración de Arthur Gordon Pym”. En mayo de 1836 Poe se casó por segunda vez,
pero ahora públicamente y rodeado por sus amigos, con la siempre maravillada
Virginia. Aquel período -en el que sin embargo empezaban las recaídas en el
alcohol, cada vez más frecuentes-, se tradujo en reseñas y ensayos de una
fertilidad extraordinaria.
Afirmada
su fama de crítico, los círculos literarios del norte, para quienes el sur no
había significado jamás nada importante en el orden intelectual, se mostraban tan
ofendidos como furiosos contra aquel “Mr. Poe” que osaba denunciar sus cliques,
sus bombos, y desollaba vivos a sus malos escritores y poetas, sin importársele
un ardite de la reacción que provocaba. Más se hubieran irritado de saber que
Edgar acariciaba cada vez con mayores deseos la posibilidad de abandonar el
campo demasiado estrecho de Virginia y probar su suerte en Filadelfia o Nueva
York, los grandes centros de las letras norteamericanas. Su alejamiento del
“Messenger” se vio precipitado por las deudas, el descontento del director y
las continuas ausencias provocadas por el aplastante efecto que en él provocaba
la bebida. El “Messenger” lamentó sinceramente prescindir de Poe, cuya pluma
había octuplicado su tirada en pocos meses.
Edgar y
los suyos se instalaron precariamente en Nueva York, en un pésimo momento para
encontrar trabajo a causa de la gran depresión económica que caracterizó la
presidencia de Jackson. Este intervalo de forzosa holganza fue, como siempre,
benéfico para Edgar desde el punto de vista literario. Libre de reseñas y
comentarios periodísticos, pudo consagrarse de lleno a la creación y escribió
una nueva serie de cuentos; logró asimismo que “Gordon Pym” se publicara en
volumen, aunque la obra fue un fracaso de ventas. Pronto se vio que Nueva York
no ofrecía un panorama favorable y que lo mejor era repetir la tentativa en
Filadelfia, el primer centro editorial y literario de Estados Unidos a esa
altura del siglo. A mediados de 1838 hallamos a Edgar y a los suyos pobremente
instalados en una casa de pensión de Filadelfia. La mejor prueba de la
situación por la que pasaban la da el hecho de que Edgar se prestó a publicar
bajo su nombre un libro de texto sobre conquiliología, que no pasaba de ser la
refundición de un libro inglés sobre la materia y que preparó un especialista
con la ayuda de Poe. Más tarde ese libro le trajo un sinfín de disgustos, pues
lo acusaron de plagio, a lo cual habría de contestar airadamente que todos los
textos de la época se escribían aprovechando materiales de otros libros. Lo
cual no era una novedad ni entonces ni hoy en día, pero resultaba un débil
argumento para un denunciador de plagios tan encarnizado como él.
En 1838
aparecerá el cuento que Poe prefería, “Ligeia”. Al año siguiente nacerá otro
aún más extraordinario, “La caída de la casa Usher”, en el que los elementos
autobiográficos abundan y son fácilmente discernibles, pero donde, sobre todo,
se revela -después del anuncio de “Berenice” y el estallido terrible de
“Ligeia”- el lado anormalmente sádico y necrofílico del genio de Poe, así como
la presencia del opio. Por el momento, la suerte parecía inclinarse de su lado,
pues ingresó como asesor literario en el “Burton’s Magazine”. Por ese entonces
le obsesionaba la idea de llegar a tener una revista propia, con la cual
realizar sus ideales en materia de crítica y creación. Como no podía
financiarla (aunque el sueño lo persiguió hasta el fin), aceptó colaborar en el
“Burton’s” con un sueldo mezquino pero amplia libertad de opinión. La revista
era de ínfima categoría; bastó que Edgar entrara en ella para ponerla a la
cabeza de las de su tiempo en originalidad y audacia.
Aquel
trabajo le permitió al fin mejorar la situación de Virginia y su madre. Aunque
se separó por un tiempo del “Burton’s”, pudo trasladar su pequeña familia a una
casa más agradable, la primera casa digna desde los días de Richmond. Estaba
situada en los aledaños de la ciudad, casi en el campo, y Edgar recorría
diariamente varias millas a pie para acudir al centro. Virginia con sus modales
siempre pueriles, lo esperaba de tarde con un ramo de flores, y nos han quedado
numerosos testimonios de la invariable ternura de Edgar hacia su “mujer-niña”,
y sus mimos y atenciones para con ella y “Muddie”.
En
diciembre de 1839 apareció otro volumen, donde se reunían los relatos
publicados en su casi totalidad en revistas; el libro se titulaba “Cuentos de
lo grotesco y lo arabesco”. Aquella época había sido intensa, bien vivida, y de
ella emergía Edgar con algunas de sus obras en prosa más admirables. Pero la
poesía estaba descuidada. “Razones al margen de mi voluntad me han impedido en
todo momento esforzarme seriamente por algo qué, en circunstancias más felices,
hubiera sido mi terreno predilecto”, habría de escribir en los tiempos de “El
cuervo”. Un cuento podía nacer al despertar de una de sus frecuentes
“pesadillas diurnas”; un poema, tal como Edgar entendía su génesis y su
composición, exigía una serenidad interior que le estaba vedada. En eso, más
que en otra cosa, hay que buscar el motivo de la desproporción entre su poesía
y su obra en prosa.
En junio
de 1840, Edgar se separó definitivamente del “Burton’s Magazine” por razones de
incompatibilidad asaz complejas. Pero la refundición de esta revista con otra,
bajo el nombre de “Graham’s Magazine”, le permitió, después de un período
penoso y oscuro, en el que estuvo enfermo (se sabe de un colapso nervioso),
reanudar su trabajo como director literario, en condiciones más ventajosas. Poe
especificó ante Graham, propietario del “Magazine”, que no había abandonado el
proyecto de fundar una revista propia, y que llegado el momento renunciaría a
su puesto. Su empleador no tuvo motivos para lamentar el aporte que Edgar trajo
al “Graham’s”, y que puede calificarse de sensacional. Cuando tomó la dirección
había apenas cinco mil suscriptores; al irse dejó cuarenta mil... Y esto entre
febrero de 1841 y abril del año siguiente. Edgar ganaba un sueldo mezquino,
aunque Graham se
mostraba generoso en otros sentidos y admiraba su talento y su técnica
periodística. Pero para Poe, obsesionado por la brillante perspectiva de editar
por fin su revista (sobre la cual había enviado circulares y requerido
colaboraciones), el trabajo en el despacho del “Graham’s” debía resultar
mortificante. A un amigo que le buscaba en Washington un empleo oficial que le
permitiera al mismo tiempo escribir con libertad, le dice en una carta: “Acuñar
moneda con el propio cerebro, a una señal del amo, me parece la tarea más dura
de este mundo...”.